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Desacuerdos y tentaciones
Tras la jornada dramática del 23F el
prestigio del periódico y el mío personal se vieron reforzados. Eso
ayudó a consolidar el poder que Polanco y yo habíamos obtenido,
pero también despertó las ambiciones de quienes comprendían que el
control del periódico podía resultar absolutamente crucial para sus
proyectos, por ilusorios que parecieran. Poco antes del golpe había
recibido yo la visita de Eugenio Fontán. Como director general de
la SER vino a sugerirme una alianza a fin de solicitar una licencia
de televisión privada, toda vez que el gobierno había prometido la
liberalización de las ondas. La relevancia que mi figura como
director había tomado públicamente hacía que en muchas ocasiones se
me acercaran proponiéndome proyectos o aventuras empresariales que
yo indefectiblemente trasladaba a Polanco. A mi entender,
involucrarme de manera directa en esas cuestiones podía dañar la
independencia y autonomía que necesitaba al frente del diario.
Tampoco tenía por entonces –y me barrunto que en gran medida sigue
siendo así– ninguna otra ambición que la intelectual, lo que me
empujaba a mantenerme prudentemente aislado del mundo del dinero y
a no involucrarme directamente en la acción política. Si hubiera
seguido los derroteros de otros colegas, españoles y foráneos,
habría aprovechado aquellos años de gloria que me deparó el éxito
para aumentar mi participación accionarial y garantizarme el
control de la empresa en el futuro. No lo hice porque mi lealtad al
pacto con Jesús («Tú te ocupas de los accionistas, yo lo haré de la
redacción») era absoluta. Ahora pienso que cometí un gran error,
pero eso solo lo supe muchos años después, a la muerte del propio
Polanco.
Fontán se entrevistó con Jesús y quedaron en
que nos reuniríamos representantes de las dos empresas al cabo de
unos meses. En el ínterin se produjo la asonada y en la
manifestación multitudinaria que tuvo lugar posteriormente a favor
de la Constitución, probablemente la mayor de todas en nuestra
historia, hicimos el recorrido los tres juntos cogidos del brazo.
La SER y El País fueron vitoreados más
que ningún otro medio por su relevante actuación en las horas
difíciles del golpe. Semanas después nos citamos a comer en
Zalacaín con Fontán y otros dirigentes de la radio, entre ellos su
hermano Antonio, director del diario Madrid cuando la dictadura lo cerró debido a sus
críticas a Franco, y ministro y presidente del Senado durante el
gobierno de Suárez. Se suponía que el encuentro era para establecer
los términos del acuerdo que nos conduciría a solicitar
conjuntamente una licencia de televisión privada, pues el gobierno
de Calvo Sotelo, recién constituido, había anunciado que proseguía
con los planes del anterior. Nuestra sorpresa fue absoluta cuando
Fontán, cuya familia controlaba la red de emisoras junto con los
Garrigues, nos explicó que su intención de formar un grupo para el
desarrollo de la televisión era genuina, pero nuestra actitud
durante el golpe había levantado las sospechas de importantes
sectores militares y por el momento veían inconveniente la alianza.
Obviamente nos disgustamos, pues para ese viaje no se necesitaban
alforjas; hubiera bastado con suspender el almuerzo convocado por
José Ortega. Pero todo se desarrolló en términos amistosos y
dedicamos mucho más tiempo a discutir la situación política que a
lamentarnos del fracaso de nuestro proyecto, por otra parte
mitigado por frases como «esto es coyuntural, dejemos pasar unos
meses a ver cómo evoluciona todo» y cosas así.
El gobierno de Calvo Sotelo tenía por
delante la nada fácil tarea de recomponer las instituciones y sacar
al país del impasse político en que lo
había sumido el 23F. Por un lado había de enfrentarse al juicio
contra los militares rebeldes, y por otro reconducir el Estado de
las Autonomías, cuyos aparentes excesos en la descentralización
habrían provocado la irritación de amplios sectores militares y los
habrían inducido a la intervención armada. A lo largo de 1981
menudearon mis encuentros con los responsables del PSOE,
singularmente con Felipe González, aunque también con Alfonso
Guerra. Discutimos la posibilidad de que hubiera un gobierno de
coalición entre las dos grandes fuerzas políticas, o incluso un
gobierno de salvación nacional que incluyera a nacionalistas
catalanes y vascos. Los socialistas, aunque manifestaban muchas
dudas, parecían decididos a ello. Finalmente su opción fue la de
apoyar al gobierno desde fuera en esas dos grandes tareas. Es obvio
que los dirigentes del PSOE de la época tenían capacidades muy
superiores a las de los líderes actuales, y un sentido de la
historia que a estos se les escapa casi por completo. Calvo Sotelo,
por su parte, se esforzó en convocar a los medios de comunicación
para buscar apoyo en los grandes temas de Estado que debía
afrontar. Sostuvimos varias reuniones, en La Moncloa y fuera de
ella, que pusieron de relieve la dificultad de llegar a acuerdos
entre los directores, dadas las ínfulas de algunos a la hora de
pretender determinar el curso de los acontecimientos políticos. El
deseo de las fuerzas mayoritarias era que los golpistas no tuvieran
voz en los medios, pues ya se había puesto en marcha una red de
rumores que pretendía involucrar directamente al rey en el golpe,
sugiriendo que lo había organizado él mismo y que luego había
traicionado a sus compañeros de armas. El hecho de que uno de los
cabecillas de la rebelión fuera el general Armada, antiguo tutor de
don Juan Carlos y ex jefe de su Casa, abonaba la insidia que
prendió como la pólvora no solo en los sectores más afectos a los
propios golpistas, sino en muchas voluntades republicanas, deseosas
siempre de desprestigiar a los Borbones. Yo estaba de acuerdo con
aceptar un pacto que supusiera no ofrecer tribuna a los autores del
golpe ni especular sin pruebas sobre lo sucedido, pero otros
directores se mostraron mucho más reticentes. El menos cooperador
fue Pedro Jota, todavía al frente de Diario
16. Su deseo de no alinearse con esas prácticas se puso de
relieve cuando publicó como primicia en su periódico un extracto
del sumario secreto del proceso contra los golpistas y sus
conmilitones. De hecho nunca existió un pacto de silencio, por lo
que no podía decirse que este se había roto, pero muchos temíamos
que la publicación de testimonios o declaraciones de los acusados y
su filtración a los medios facilitaran una lenidad de las penas por
motivos procesales. Por otra parte yo no podía dejar de reconocer
el éxito periodístico de nuestro competidor. Me preguntaba a mí
mismo si, de tener nosotros un documento semejante, lo hubiéramos
hecho público y decidí que así habría sido. El problema es que no
obraba en nuestro poder, de modo que me embarqué en una búsqueda
febril. Llegó a mis oídos que el sumario había sido discretamente
distribuido por parte de los abogados de la defensa a aquellos
medios y sectores que consideraban menos hostiles, por lo que desde
luego El País nunca tendría acceso a él.
Entonces tuve la fortuna de que un par de redactores de una agencia
cuyo director mantenía contactos con los golpistas se mostraran
dispuestos a hurtar una copia y entregármela, lo que hicieron a
cambio de la promesa, que cumplí, de incorporarlos a nuestra
plantilla. Yo había participado en muchos foros sobre ética
periodística en los que frecuentemente se planteaba la cuestión de
si es lícito robar documentos como práctica del periodismo de
investigación, en definitiva sobre si en honor a la libertad de
informar el fin justifica los medios. En aquellas circunstancias no
me asaltó ninguna duda al respecto y recorrimos la senda que ya
había abierto Diario 16.
El resultado del juicio resultó
decepcionante. Se determinaron penas muy leves después de atribuir
solo a un núcleo de jefes y oficiales relativamente pequeño la
responsabilidad de los hechos. Pero a partir de aquel momento el
descrédito de los militares en la sociedad fue tal que bien puede
decirse quedó conjurado para siempre el peligro que las fuerzas
armadas representaban para la democracia. Uno de los artífices de
que eso resultara posible fue el ministro de Defensa, Alberto
Oliart, que contó con la leal colaboración del jefe de los
servicios secretos, el coronel Emilio Alonso Manglano, antiguo
comandante del regimiento de paracaidistas que había permanecido
leal a la democracia durante los sucesos del 23F. Desarrollamos
entre nosotros una comunicación muy fluida en aquellas fechas y fui
testigo de las innumerables dificultades que encontraron en su
tarea. Andando el tiempo Manglano, ya ascendido a teniente general,
fue juzgado y absuelto por su participación como director del CESID
en unas escuchas ilegales a miembros de Herri Batasuna sospechosos
de colaborar con ETA. A petición del entonces titular de Defensa,
Narcís Serra, intervine cerca de uno de los magistrados que
dictaron sentencia y con el que me unía gran amistad. Aunque mi
actitud no fue bien recibida por el juez tuve ocasión de expresarle
lo que verdaderamente pensaba y pienso: la injusticia que se estaba
cometiendo, solo por el hecho de someterle a juicio, con una de las
personas a las que más debía la democracia española su
supervivencia. Su absolución no le evitó al general una campaña
difamatoria entre los sectores de la derecha opuestos al partido
socialista, entonces en el gobierno, que amargó los últimos años de
vida del prestigioso militar. Algo parecido sucedería mucho más
tarde con el juez Baltasar Garzón, uno de los mayores héroes de
nuestra sociedad en la lucha contra el terrorismo etarra y el
crimen organizado, suspendido de manera vergonzosa de la carrera
judicial por un tribunal ninguno de cuyos integrantes merece el
respeto y la consideración profesional de que el propio Garzón
todavía disfruta. El único error de este consistió en ampliar su
campaña contra el crimen organizado cuando este se fraguó en el
cuartel general del partido en el gobierno, y pretender también
investigar los delitos de la dictadura y ofrecer reparación a sus
víctimas.
Mis relaciones con Calvo Sotelo no eran
fluidas, aunque tampoco hostiles. Él se desempeñaba con una cierta
arrogancia incómoda para sus interlocutores y creo que resultaba un
presidente demasiado educado para el país que le había tocado
regir. Ya fuera del gobierno, llegó la ocasión de retomar el
diálogo que interrumpimos por sus muchas desconfianzas hacia mí,
que no ocultaba. Fue gracias a la invitación que Adam Michnik,
fundador y director de Gazeta Wyborcza,
nos hizo a ambos y a Santiago Carrillo para participar en un
simposio en Varsovia sobre la transición en tres países: Chile,
Polonia y España. En esas jornadas, a las que asistió también el ex
presidente chileno Aylwin, pudimos contemplar la escenificación
in situ de la reconciliación polaca,
cuando Adam se presentó en la conferencia del brazo del general
Jaruzelski, el autócrata que le había encarcelado durante años como
fundador que fue del sindicato Solidaridad. Las tardes que los
españoles allí presentes pasamos bebiendo vodka moderadamente y
discutiendo o no sobre acontecimientos que habíamos vivido juntos
limaron antiguas asperezas, hasta el punto de que ya en los inicios
del siglo XXI Leopoldo me pidió que le apadrinara en sus intentos
de ingresar en la Real Academia Española, para lo que había
solicitado y obtenido la recomendación escrita de otros dos
presidentes de la democracia: Felipe González y José María Aznar.
«¿Quién me iba a decir a mí que si soy académico se deberá a tus
gestiones?», me confesó con cierta candidez. Él y yo fracasamos en
el empeño.
Su sorpresa por mi complicidad estaba
justificada. Siendo inquilino de La Moncloa había citado a Jesús
Polanco en presencia del incombustible Pío Cabanillas, todavía en
el gobierno, para expresarle su opinión sobre lo que sucedía en
nuestro periódico:
—Tú crees que mandas en El País, pero no es verdad. El que manda es Juan
Luis y no tienes poder suficiente para destituirlo.
Pío, como amigo íntimo de Jesús, sabía por
dónde atacar su ego, tan grande como oculto. Polanco les dijo que
les presentaría la prueba de cuán equivocados estaban y horas
después, con Javier Baviano como testigo, me contó la conversación
y me pidió que le firmara una carta de dimisión que en todo caso
iba a rechazar, pero le serviría para mostrarla al gobierno.
Aparentó cierta extrañeza cuando me negué a su ruego e intentó
convencerme de su irrelevancia, pues solo pretendía demostrar en La
Moncloa que efectivamente estábamos muy unidos y él era el líder de
la empresa.
—Yo en ningún caso te voy a presentar mi
dimisión porque te lo pida el gobierno –concluí–. Si eres tú quien
la quiere, me parece bien, y no me pienso resistir, pero nunca lo
haré si es a demanda de Calvo Sotelo. Para que veas que no te
miento ahí va mi firma.
Tomé un papel en blanco de encima de la mesa
de Baviano y estampé mi rúbrica al pie. Entonces ese ego suyo al
que me refería le hizo reaccionar como el hombre decente y de honor
que yo conocía. Agarró el folio, lo rompió en varios trozos y lo
echó a la papelera. Al día siguiente Javier me entregó la misma
cuartilla, recompuesta a base de pegamento y orlada por un marco de
purpurina. Durante años me ha acompañado en las paredes de mi
biblioteca ese recuerdo sentimental de lo tormentosas que llegaron
a ser a veces las relaciones entre Jesús y yo. Los encontronazos
entre ambos fueron frecuentes, a cuenta casi siempre de lo que él
entendía como un exceso de radicalismo o audacia de la línea del
periódico, o más bien como demasiada poca prudencia a la hora de
tomar decisiones. Menudeaban también por su parte comentarios
negativos respecto a los periodistas, quizá no muy desacertados
pero a sabiendas suyas de que me herían al darme yo por aludido. En
cierta ocasión, harto de tantas críticas, me levanté airado ante su
presencia y marché dando un sonoro portazo. En el mismo instante en
que oí el estruendo a mis espaldas me arrepentí de haberlo hecho.
«No se merece Jesús que le dé con la puerta en las narices», pensé.
No se lo merecía, pero tampoco se lo esperaba, y creo haber sido
una de las pocas personas que se haya permitido en vida de Jesús un
gesto así. Horas después le envié un grabado de Chillida que había
comprado en Nueva York con una nota en la que me disculpaba por mi
actitud, pero me reiteraba en mis opiniones. La aceptación por su
parte de mis excusas fue inmediata y sincera. Yo pensé por lo demás
que si cada vez que Jesús y yo discutíamos me iba a costar una obra
de arte, como reparación por mi mal genio, acabaría por
arruinarme.
A base de tales desencuentros fuimos
fraguando una amistad íntima, una identidad de criterios, en un
proceso en el que ambos aprendimos mucho del otro. A pesar de las
muy fuertes discusiones que mantuvimos, los dos éramos conscientes
de que pretendíamos lo mismo: el éxito de nuestra empresa y la
institucionalización del periódico. No había ningún asomo de
ambición personal, política o económica, por parte de ninguno, sino
una emulación real por conseguir nuestro objetivo, que se convirtió
en auténtica meta existencial para ambos. «Con todo lo que he hecho
en la vida –me solía decir–, de lo que más orgullosos están mis
hijos es de mi papel en El País.»
Nunca desconfié de Polanco ni de su lealtad
hacia mí, pero en aquellos meses difíciles, en los que él
atravesaba también por una situación personal compleja, le veía
sorprendentemente débil e indeciso, por no decir temeroso, frente a
los ataques que desde el mundo político se nos hacían. Por esas
mismas fechas Felipe González nos alertó de que se estaba
produciendo un movimiento extraño entre los accionistas de Prisa en
el que, mediante compras clandestinas o secretas de acciones, el
notario García-Trevijano pretendía hacerse con el control de la
compañía. Las adquisiciones tenían que ser secretas porque existía
un derecho preferente por parte de los accionistas, y quienes
manejaron aquella auténtica conspiración, liderada como no podía
ser menos por Darío Valcárcel, sabían que cualquier movimiento
accionarial de ese tipo sería abortado por Polanco, dispuesto ya
entonces a comprar todos los paquetes que salieran a la
venta.
A finales de 1981, Beatriz Rodríguez
Salmones me preguntó si estaba dispuesto a aceptar una invitación a
desayunar en su casa con el peculiar individuo, poseedor de una
considerable fortuna, que se decía provenía no solo de su actividad
como notario sino también de un secadero de cebollas de su
propiedad. Me pidió Beatriz total discreción, tenía que ir solo y
no informar a nadie previamente de la cita. Acepté de inmediato y
decidí no comunicárselo ni a Polanco ni a Ortega, no fuera a
estropearse el encuentro con una filtración de quien fuera. Además
quería evitar el probable deseo de Jesús de acompañarme o
sustituirme.
Había conocido a García-Trevijano años atrás
siendo subdirector de Informaciones, pero
mi relación con él no fue muy frecuente. Su persona me inspiraba
gran desconfianza y su gestión al frente del diario Madrid, del que fue el último propietario y con el
que acabó físicamente, dinamitando el edificio de la sede para
construir un bloque de pisos, le había convertido en un individuo
singularmente no querido entre los periodistas. Me recibió en casa
de Beatriz con gran cordialidad y después de los prolegómenos
obligados quedamos solos ante una taza de café y una bandeja con
bollería variada, momento en que tomó la iniciativa sin más
preámbulos.
—Sé que Polanco y tú tenéis un pacto, pero
te has equivocado de aliado. El primer accionista del periódico, de
lejos, soy yo, y quiero ponerme de acuerdo contigo. Tengo
prácticamente el 20 por ciento de las acciones, y puedo tener
todavía muchas más, de modo que soy a fin de cuentas su dueño
aunque sé que nada de eso me vale sin tu apoyo, porque tú controlas
la redacción. Te garantizo autonomía e independencia absolutas en
la línea editorial. Mi única ambición es presidir la Tercera
República española, y en este punto concreto quiero ser claro
contigo.
Escuchándole me vino a las mientes la
consideración de Fraga sobre la monarquía, eso de que a ninguno de
nosotros se le podía pasar por la cabeza ser rey pero sí, en
cambio, ¿por qué no?, presidente de la República. No tomé en serio
la aseveración de Trevijano en ese sentido, ni desde luego fue lo
que más me interesó de su parlamento, aunque resultara su expresión
más exótica. Lo que quería averiguar era la veracidad de su
afirmación cuando juraba y perjuraba que él era el amo empresarial
de mi casa. Le argumenté que las compras de acciones que había
hecho podrían anularse por ilegales, razonamiento que yo sabía
inconsistente y que él rebatió de inmediato:
—Están todas en contratos privados y son
irreversibles, yo soy el dueño, tengo en mi despacho toda la
documentación y te la enseño cuando quieras porque te repito que sé
que nada puedo hacer sin ti.
Me confirmó que Darío había ido en su busca
para organizar el tinglado y que una gran cantidad de fundadores de
la empresa habían decidido vender sus acciones ante lo que
consideraban una traición al espíritu inicial de esta. Le pregunté
si entre ellos estaba Areilza.
—El primero de todos –contestó de
inmediato.
—¿Y Fraga?
—Fraga no, aunque no está de acuerdo con el
periódico.
Dije que reflexionaría sobre su oferta y de
regreso le conté mi encuentro a Polanco. Se mostró extrañado de que
no le hubiera comunicado nada antes, aunque no expresó ninguna
queja. Nos pusimos a reflexionar sobre qué respuesta debía yo dar y
llegamos a la conclusión de que lo mejor era escribirle a Trevijano
una carta personal en la que recogiera todos los extremos que
verbalmente me había explicado y le comunicara que haría partícipe
de su propuesta, para mí en ningún caso aceptable, al Consejo de
Administración, lo que cumplí de inmediato. En la reunión de este
también revelé que Valcárcel, todavía miembro del mismo, estaba de
hecho trabajando para nuestro competidor ABC y que incluso le había ofrecido un puesto de
subdirector a Julio Alonso. Darío presentó su dimisión para evitar
ser destituido y el Consejo acordó proceder jurídicamente contra la
compra de acciones clandestina que había realizado
García-Trevijano. Este quedó muy desencantado del resultado de mi
entrevista, probablemente debido a la desinformación que Valcárcel
o quien fuera le pasara sobre una inexistente debilidad en las
relaciones entre Polanco y yo, quizá al hilo de nuestras trifulcas,
que eran conocidas de muchos pero malinterpretadas por todos. Cesó
en el proceso de adquisición y se mantuvo al margen de la pelea
entre accionistas durante más de un año.
En la primavera de 1983, después de la
victoria socialista en diciembre del año anterior, me vino a
visitar Ramón Mendoza, entonces pequeño inversor nuestro, y me
relató una historia casi risueña: como presidente que era de la
Sociedad Hípica y de Cría Caballar, coincidía todas las semanas con
García-Trevijano en el hipódromo de Madrid, adonde acudía a montar
el hijo del notario. En una conversación informal le había
comentado que, fracasada la operación de apoderarse del periódico,
y gobernando el PSOE con mayoría absoluta, había decidido vender
sus acciones, por lo que estaba dispuesto a negociar.
Mendoza y yo manteníamos buenas relaciones
desde años atrás. Él era socio del suegro de un hermano mío en
diversos negocios de importación y exportación con países de
América Latina y el este de Europa. Siendo yo subdirector de
Informaciones, cultivó mi amistad, que
fue creciendo de manera natural a lo largo del tiempo. En el
alborear de El País, cuando no lográbamos
cerrar la ampliación de capital que necesitábamos, le expliqué a
Polanco que el único amigo verdaderamente rico que yo tenía era
Ramón, y le sugerí que podía ser un accionista importante. Después
de un encuentro para hablar del asunto pasé nota a Jesús de su
reacción a mi propuesta:
—Está dispuesto a invertir o quinientas mil
pesetas o cinco millones. Dice que elijamos.
—Pues que invierta quinientas mil –contestó,
en un gesto que comprendí de inmediato como su intención temprana
de que nadie que no fuera él tuviera un control excesivo del
accionariado.
De esta forma se conocieron Ramón y Jesús,
que, andando el tiempo, anudarían una gran amistad.
Cuando recibí el nuevo recado de
García-Trevijano respondí, como siempre hacía en situaciones
parecidas, que esas cuestiones pertenecían al negociado de Polanco,
no al mío, y quedamos citados los cuatro en casa de Ramón. El
notario se mostró de lo más afectuoso, explicó que Darío le había
llevado a equivocarse y propuso vendernos su paquete accionarial de
inmediato. En un par de reuniones el pacto quedó resuelto. El
precio que se habría de pagar supuso para el vendedor una plusvalía
considerable, cuyo impacto fiscal se vería minimizado por el hecho
de que un alto porcentaje de los pagos se haría en dinero negro.
Junto con las condiciones económicas estableció otras de carácter
personal: debía cesar cualquier ataque nuestro contra él, pues se
había sentido muchas veces injustamente criticado; también debía
tener la capacidad de publicar al menos dos artículos mensuales, y
cuando su hijo compitiera en la hípica debíamos hacernos eco,
naturalmente en sentido positivo, habida cuenta de las habilidades
de su vástago como jinete.
Para nosotros aquello significaba poner fin
a la guerra interna entre los accionistas y obtener el control del
periódico, por lo que transigí con aquellas peticiones, sabedor de
que al cabo de unos meses acabarían en papel mojado, como así
sucedió. Polanco expresó su deseo de comprar él todo el paquete
(algo menos del 20 por ciento del capital), pero Mendoza puso
también sus condiciones, puesto que había sido el mediador en el
acuerdo: el 5 por ciento de la empresa pasaría a sus manos.
Nuevamente no pedí nada para mí, por mi increíble y lamentable
falta de interés económico, o quizá también porque intuía que, si
no me mezclaba en el accionariado salvo de forma únicamente
simbólica, como ya lo había hecho desembolsando de mi propio
bolsillo el importe de unas pocas acciones, me sentiría más libre y
autónomo a la hora de enfrentarme con la propiedad si el caso lo
requería.
Para los trámites legales designamos a Jaime
García Añoveros, ministro con Suárez y Calvo Sotelo. Se había
incorporado, junto con Cabanillas, en el inicio del periódico a las
pequeñas tertulias que organizábamos para discutir acerca de la
línea editorial. De él guardo una anécdota y una confidencia
esclarecedoras sobre el comportamiento de las instituciones en la
época. Siendo responsable de la Hacienda pública me pidió que no se
divulgara el nombre de uno de los mayores morosos o defraudadores
fiscales del País Vasco. La justificación para ello era que el
empresario en cuestión había incurrido en notables riesgos al
negarse a pagar el impuesto revolucionario a ETA.
—O sea –comenté– que este caballero no paga
impuestos de ningún tipo, ni legales ni ilegales. Así también me
haría rico yo.
Pero accedí al ruego.
Hasta ahí la anécdota. La confidencia fue su
reconocimiento de que como ministro su obligación primera no era
velar por un trato equitativo a los contribuyentes, sino aumentar
la recaudación fiscal. «Los ricos tienen mil oportunidades legales
para evadir, y aun si no lo hicieran, el resultado final en las
cuentas del Estado sería irrelevante. Es la clase media la que
soporta la carga fiscal del Estado moderno, y es sobre ella sobre
la que descansa en definitiva el funcionamiento de la
administración.» Las teorías que habíamos aprendido de jóvenes
sobre el sistema fiscal como equilibrador de rentas eran pura
filfa, y si había algún tipo de igualitarismo en el sistema se
debía producir por la distribución del gasto. De aquella fecha
hasta hoy la progresividad fiscal ha desaparecido en gran parte en
Occidente, con la implantación de impuestos sobre el consumo como
elemento fundamental de la recaudación, y la justicia distributiva
se ha debilitado debido a las prácticas desregulatorias de Reagan y
Thatcher y al predominio de la economía financiera sobre la real.
La aplicación de políticas de austeridad como respuesta a la crisis
financiera desatada en 2008 ha redundado nuevamente en una agresión
a las clases medias, cuyo deterioro explica hoy el ascenso del
populismo y el escepticismo frente a la democracia.
Jaime acudió junto con Baviano y Adolfo
Valero al despacho de García-Trevijano para ejecutar la compraventa
de sus acciones de Prisa. Estaban presentes Darío Valcárcel y
Rafael Pérez Escolar, este como abogado del vendedor. Los enviados
de Ramón Mendoza se presentaron con una maleta que guardaba 60 o 70
millones de pesetas en efectivo. Durante muchos años Ramón había
tenido la exclusiva de la importación del petróleo soviético a
España. La consiguió, en competencia con la familia Garrigues,
«porque mientras que ellos creen que aquí, en Moscú, hay que
cortejar a los dirigentes del partido comunista, yo sé que los que
deciden son los del KGB». Viajé a la capital soviética en compañía
de Ramón y tuve la oportunidad de comprobar sobre el terreno sus
buenas relaciones con Victor Louis, un periodista represaliado por
Stalin que se puso al servicio del Kremlin tras ser reivindicado
por Jrushchov. Aunque nunca me lo dijo muy a las claras, siempre he
creído que parte de las comisiones que la venta del petróleo ruso
generaba las destinaba Ramón a financiar al Partido Comunista de
España. Las maletas que llegaban repletas de dinero desde Moscú con
semejante finalidad no son ninguna invención. Manuel Azcárate, que
fue responsable de la política internacional del partido y después
de ser expulsado de este terminó sus días como editorialista
nuestro, me confesó que él mismo había sido correo de varios envíos
de ese género.
Ignoro si los billetes que encerraba la
valija depositada en la mesa de García-Trevijano tenían o no la
misma procedencia, pero con toda seguridad se trataba de dinero
opaco. Tan opaco que, una vez firmadas las transacciones y en el
momento de las despedidas, Pérez Escolar metió su pecadora mano en
el montón de millones en efectivo allí depositados y con hábil
rapidez se llevó un paquete.
—¡Esto es para mí! –clamó con
desparpajo.
Hecho el arqueo posterior pudo comprobarse
que se había llevado cinco millones de pesetas.
La toma de control de Prisa por parte de
Polanco constituyó una base segura para el crecimiento de la
empresa y eliminó de las relaciones entre nosotros los pequeños
celos e infundadas sospechas que podrían de otro modo haber
terminado por generar desconfianza. El protagonismo que yo cobré,
muy a mi pesar, en los inicios de El
País, habida cuenta de la influencia que adquirió el diario,
podía en adelante compartirse. Cuando dejé la dirección años
después, acabó siendo relevado en gran medida por la fuerte
personalidad de Jesús y a partir de ahí se forjó entre nosotros una
peculiar simbiosis de proyectos y entendimientos como no he
mantenido con nadie más en mi vida. Creo poder asegurar que él
tampoco.
Al mismo tiempo mi actividad internacional
creció de tono, una vez que me incorporé al Comité Ejecutivo del
Instituto Internacional de Prensa. El IPI, todavía hoy en activo,
era una organización dedicada a defender la libertad de prensa y
reunía por entonces a directores y editores de periódicos de más de
sesenta países diferentes. Durante mucho tiempo presté mis
servicios en su consejo de dirección y por espacio de dos años
ocupé la presidencia. Mi obsesión por luchar contra el
provincianismo y el aislamiento secular de nuestro país ha
provocado desde antaño una decidida actividad por mi parte a fin de
establecer lazos de todo género con el extranjero. Como presidente
del Instituto o miembro de su directiva viajé a numerosos países en
compañía de su director, Peter Galliner, un judío berlinés
naturalizado en Inglaterra, cuyo apoyo fue fundamental para que el
nombre de El País y su prestigio como
diario español de referencia se extendieran globalmente.
Por las mismas razones comencé también a ser
un asiduo del grupo Bilderberg. La primera invitación para asistir
a sus conferencias fue en 1983. Guido Brunner, embajador de la
República Federal de Alemania en Madrid, fue el encargado de
transmitírmela. Había pasado su infancia en la capital de España y
presumía de saber un castellano castizo, de Lavapiés. Miembro del
partido liberal, fue entre otras cosas comisario de la Unión
Europea y renunció a la alcaldía de Berlín Occidental, para la que
fue elegido democráticamente, antes de solicitar su destino
diplomático en España. Era persona extraordinariamente simpática y
muy popular en los mentideros capitalinos.
—¿Quieres ir a Montebello, en Canadá, a una
reunión de ricos y famosos? Sé que es un poco tarde para invitarte
y que tendrás una agenda apretada, pero no te arrepentirás. Walter
Scheel me ha llamado al respecto, entre otras cosas porque tendrías
que sustituir a Suárez. Al enterarse de que todo sucede allí en
inglés y no hay traducción ha cancelado el viaje.
Scheel había sido presidente de la República
Federal Alemana y lideraba el partido liberal, que en coalición con
los socialistas de Willy Brandt propició la política de
reconciliación con la Alemania comunista.
—Se trata del club Bilderberg –añadió el
embajador–. No sé si lo conoces.
No lo conocía y todavía no existía internet
para poder consultar al respecto, pero entre los invitados
figuraban muchos ministros, algún jefe de Estado y varios
todoterrenos de la política internacional. Pinto Balsemão, todavía
primer ministro portugués, era uno de ellos y me sugirió hacer el
vuelo a Montreal desde Lisboa, para lo cual tuve que trasladarme a
la capital lusa y además hacer escala en las Azores, donde un grupo
folclórico local nos recibió entre coros y danzas.
Aparte de mí había otros dos representantes
españoles en el congreso: Jaime Carvajal, que luego sería cooptado
como miembro de la Comisión Ejecutiva del club, y José Antonio
Yáñez, diplomático adscrito al gabinete de Felipe González, ya en
La Moncloa, y hermano de Luis Yáñez, puntal histórico del PSOE
sevillano. Quedé impresionado por la aglomeración de líderes
políticos y empresariales de Europa y los Estados Unidos que
asistieron. Pierre Trudeau, primer ministro canadiense, abrió la
reunión y estuvo presente en ella durante los tres días que duró,
junto con Helmut Schmidt –canciller alemán–, Ruud Lubbers –primer
ministro holandés–, Henry Kissinger, lord Carrington, Joseph Luns
–histórico secretario general de la OTAN–, la primera ministra
noruega, Gianni y Umberto Agnelli, David Rockefeller, los
dirigentes de los sindicatos americanos, la reina de Holanda y un
buen número de altos funcionarios, intelectuales y profesores de
universidad. También estaban el director de The Economist y el de Die
Zeit de Hamburgo. Era el tiempo de la Guerra Fría y las
discusiones giraron mayormente en torno al despliegue de misiles de
medio y corto alcance en Europa central y occidental. Para
cualquier periodista interesado en los asuntos internacionales
resulta un privilegio asistir a ese tipo de seminarios. Pero en el
caso español, y en la época de la que hablamos, era además algo
excepcional. Aún no había salido el país del aislamiento
internacional y quedaba pendiente la realización del referéndum
sobre la permanencia en la OTAN que Felipe González había prometido
en la campaña electoral. De modo que el contacto con el mundo
exterior era limitado y sumiso, y consideré mi presencia allí como
toda una oportunidad profesional. Mi experiencia en diversas
reuniones del mismo o parecido género, como el World Economic Forum
de Davos, me permite asegurar que Bilderberg es, con mucho, la más
interesante de todas ellas. Desde aquella fecha he asistido a una
veintena de sus encuentros y terminé por incorporarme a su Comisión
Ejecutiva tras la marcha de Matías Rodríguez Inciarte, que había
sustituido a Carvajal. El mayor interés de las reuniones consiste
siempre en la confidencialidad de los debates. La leyenda tejida
por periodistillas de tres al cuarto en torno al club, tantas veces
definido como gobierno del mundo en la sombra, es una patochada de
tal calibre que todavía no entiendo cómo algunos medios de calidad
han sucumbido a hacerse eco de ella.