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Desacuerdos y tentaciones

 

Tras la jornada dramática del 23F el prestigio del periódico y el mío personal se vieron reforzados. Eso ayudó a consolidar el poder que Polanco y yo habíamos obtenido, pero también despertó las ambiciones de quienes comprendían que el control del periódico podía resultar absolutamente crucial para sus proyectos, por ilusorios que parecieran. Poco antes del golpe había recibido yo la visita de Eugenio Fontán. Como director general de la SER vino a sugerirme una alianza a fin de solicitar una licencia de televisión privada, toda vez que el gobierno había prometido la liberalización de las ondas. La relevancia que mi figura como director había tomado públicamente hacía que en muchas ocasiones se me acercaran proponiéndome proyectos o aventuras empresariales que yo indefectiblemente trasladaba a Polanco. A mi entender, involucrarme de manera directa en esas cuestiones podía dañar la independencia y autonomía que necesitaba al frente del diario. Tampoco tenía por entonces –y me barrunto que en gran medida sigue siendo así– ninguna otra ambición que la intelectual, lo que me empujaba a mantenerme prudentemente aislado del mundo del dinero y a no involucrarme directamente en la acción política. Si hubiera seguido los derroteros de otros colegas, españoles y foráneos, habría aprovechado aquellos años de gloria que me deparó el éxito para aumentar mi participación accionarial y garantizarme el control de la empresa en el futuro. No lo hice porque mi lealtad al pacto con Jesús («Tú te ocupas de los accionistas, yo lo haré de la redacción») era absoluta. Ahora pienso que cometí un gran error, pero eso solo lo supe muchos años después, a la muerte del propio Polanco.
Fontán se entrevistó con Jesús y quedaron en que nos reuniríamos representantes de las dos empresas al cabo de unos meses. En el ínterin se produjo la asonada y en la manifestación multitudinaria que tuvo lugar posteriormente a favor de la Constitución, probablemente la mayor de todas en nuestra historia, hicimos el recorrido los tres juntos cogidos del brazo. La SER y El País fueron vitoreados más que ningún otro medio por su relevante actuación en las horas difíciles del golpe. Semanas después nos citamos a comer en Zalacaín con Fontán y otros dirigentes de la radio, entre ellos su hermano Antonio, director del diario Madrid cuando la dictadura lo cerró debido a sus críticas a Franco, y ministro y presidente del Senado durante el gobierno de Suárez. Se suponía que el encuentro era para establecer los términos del acuerdo que nos conduciría a solicitar conjuntamente una licencia de televisión privada, pues el gobierno de Calvo Sotelo, recién constituido, había anunciado que proseguía con los planes del anterior. Nuestra sorpresa fue absoluta cuando Fontán, cuya familia controlaba la red de emisoras junto con los Garrigues, nos explicó que su intención de formar un grupo para el desarrollo de la televisión era genuina, pero nuestra actitud durante el golpe había levantado las sospechas de importantes sectores militares y por el momento veían inconveniente la alianza. Obviamente nos disgustamos, pues para ese viaje no se necesitaban alforjas; hubiera bastado con suspender el almuerzo convocado por José Ortega. Pero todo se desarrolló en términos amistosos y dedicamos mucho más tiempo a discutir la situación política que a lamentarnos del fracaso de nuestro proyecto, por otra parte mitigado por frases como «esto es coyuntural, dejemos pasar unos meses a ver cómo evoluciona todo» y cosas así.
El gobierno de Calvo Sotelo tenía por delante la nada fácil tarea de recomponer las instituciones y sacar al país del impasse político en que lo había sumido el 23F. Por un lado había de enfrentarse al juicio contra los militares rebeldes, y por otro reconducir el Estado de las Autonomías, cuyos aparentes excesos en la descentralización habrían provocado la irritación de amplios sectores militares y los habrían inducido a la intervención armada. A lo largo de 1981 menudearon mis encuentros con los responsables del PSOE, singularmente con Felipe González, aunque también con Alfonso Guerra. Discutimos la posibilidad de que hubiera un gobierno de coalición entre las dos grandes fuerzas políticas, o incluso un gobierno de salvación nacional que incluyera a nacionalistas catalanes y vascos. Los socialistas, aunque manifestaban muchas dudas, parecían decididos a ello. Finalmente su opción fue la de apoyar al gobierno desde fuera en esas dos grandes tareas. Es obvio que los dirigentes del PSOE de la época tenían capacidades muy superiores a las de los líderes actuales, y un sentido de la historia que a estos se les escapa casi por completo. Calvo Sotelo, por su parte, se esforzó en convocar a los medios de comunicación para buscar apoyo en los grandes temas de Estado que debía afrontar. Sostuvimos varias reuniones, en La Moncloa y fuera de ella, que pusieron de relieve la dificultad de llegar a acuerdos entre los directores, dadas las ínfulas de algunos a la hora de pretender determinar el curso de los acontecimientos políticos. El deseo de las fuerzas mayoritarias era que los golpistas no tuvieran voz en los medios, pues ya se había puesto en marcha una red de rumores que pretendía involucrar directamente al rey en el golpe, sugiriendo que lo había organizado él mismo y que luego había traicionado a sus compañeros de armas. El hecho de que uno de los cabecillas de la rebelión fuera el general Armada, antiguo tutor de don Juan Carlos y ex jefe de su Casa, abonaba la insidia que prendió como la pólvora no solo en los sectores más afectos a los propios golpistas, sino en muchas voluntades republicanas, deseosas siempre de desprestigiar a los Borbones. Yo estaba de acuerdo con aceptar un pacto que supusiera no ofrecer tribuna a los autores del golpe ni especular sin pruebas sobre lo sucedido, pero otros directores se mostraron mucho más reticentes. El menos cooperador fue Pedro Jota, todavía al frente de Diario 16. Su deseo de no alinearse con esas prácticas se puso de relieve cuando publicó como primicia en su periódico un extracto del sumario secreto del proceso contra los golpistas y sus conmilitones. De hecho nunca existió un pacto de silencio, por lo que no podía decirse que este se había roto, pero muchos temíamos que la publicación de testimonios o declaraciones de los acusados y su filtración a los medios facilitaran una lenidad de las penas por motivos procesales. Por otra parte yo no podía dejar de reconocer el éxito periodístico de nuestro competidor. Me preguntaba a mí mismo si, de tener nosotros un documento semejante, lo hubiéramos hecho público y decidí que así habría sido. El problema es que no obraba en nuestro poder, de modo que me embarqué en una búsqueda febril. Llegó a mis oídos que el sumario había sido discretamente distribuido por parte de los abogados de la defensa a aquellos medios y sectores que consideraban menos hostiles, por lo que desde luego El País nunca tendría acceso a él. Entonces tuve la fortuna de que un par de redactores de una agencia cuyo director mantenía contactos con los golpistas se mostraran dispuestos a hurtar una copia y entregármela, lo que hicieron a cambio de la promesa, que cumplí, de incorporarlos a nuestra plantilla. Yo había participado en muchos foros sobre ética periodística en los que frecuentemente se planteaba la cuestión de si es lícito robar documentos como práctica del periodismo de investigación, en definitiva sobre si en honor a la libertad de informar el fin justifica los medios. En aquellas circunstancias no me asaltó ninguna duda al respecto y recorrimos la senda que ya había abierto Diario 16.
El resultado del juicio resultó decepcionante. Se determinaron penas muy leves después de atribuir solo a un núcleo de jefes y oficiales relativamente pequeño la responsabilidad de los hechos. Pero a partir de aquel momento el descrédito de los militares en la sociedad fue tal que bien puede decirse quedó conjurado para siempre el peligro que las fuerzas armadas representaban para la democracia. Uno de los artífices de que eso resultara posible fue el ministro de Defensa, Alberto Oliart, que contó con la leal colaboración del jefe de los servicios secretos, el coronel Emilio Alonso Manglano, antiguo comandante del regimiento de paracaidistas que había permanecido leal a la democracia durante los sucesos del 23F. Desarrollamos entre nosotros una comunicación muy fluida en aquellas fechas y fui testigo de las innumerables dificultades que encontraron en su tarea. Andando el tiempo Manglano, ya ascendido a teniente general, fue juzgado y absuelto por su participación como director del CESID en unas escuchas ilegales a miembros de Herri Batasuna sospechosos de colaborar con ETA. A petición del entonces titular de Defensa, Narcís Serra, intervine cerca de uno de los magistrados que dictaron sentencia y con el que me unía gran amistad. Aunque mi actitud no fue bien recibida por el juez tuve ocasión de expresarle lo que verdaderamente pensaba y pienso: la injusticia que se estaba cometiendo, solo por el hecho de someterle a juicio, con una de las personas a las que más debía la democracia española su supervivencia. Su absolución no le evitó al general una campaña difamatoria entre los sectores de la derecha opuestos al partido socialista, entonces en el gobierno, que amargó los últimos años de vida del prestigioso militar. Algo parecido sucedería mucho más tarde con el juez Baltasar Garzón, uno de los mayores héroes de nuestra sociedad en la lucha contra el terrorismo etarra y el crimen organizado, suspendido de manera vergonzosa de la carrera judicial por un tribunal ninguno de cuyos integrantes merece el respeto y la consideración profesional de que el propio Garzón todavía disfruta. El único error de este consistió en ampliar su campaña contra el crimen organizado cuando este se fraguó en el cuartel general del partido en el gobierno, y pretender también investigar los delitos de la dictadura y ofrecer reparación a sus víctimas.
Mis relaciones con Calvo Sotelo no eran fluidas, aunque tampoco hostiles. Él se desempeñaba con una cierta arrogancia incómoda para sus interlocutores y creo que resultaba un presidente demasiado educado para el país que le había tocado regir. Ya fuera del gobierno, llegó la ocasión de retomar el diálogo que interrumpimos por sus muchas desconfianzas hacia mí, que no ocultaba. Fue gracias a la invitación que Adam Michnik, fundador y director de Gazeta Wyborcza, nos hizo a ambos y a Santiago Carrillo para participar en un simposio en Varsovia sobre la transición en tres países: Chile, Polonia y España. En esas jornadas, a las que asistió también el ex presidente chileno Aylwin, pudimos contemplar la escenificación in situ de la reconciliación polaca, cuando Adam se presentó en la conferencia del brazo del general Jaruzelski, el autócrata que le había encarcelado durante años como fundador que fue del sindicato Solidaridad. Las tardes que los españoles allí presentes pasamos bebiendo vodka moderadamente y discutiendo o no sobre acontecimientos que habíamos vivido juntos limaron antiguas asperezas, hasta el punto de que ya en los inicios del siglo XXI Leopoldo me pidió que le apadrinara en sus intentos de ingresar en la Real Academia Española, para lo que había solicitado y obtenido la recomendación escrita de otros dos presidentes de la democracia: Felipe González y José María Aznar. «¿Quién me iba a decir a mí que si soy académico se deberá a tus gestiones?», me confesó con cierta candidez. Él y yo fracasamos en el empeño.
Su sorpresa por mi complicidad estaba justificada. Siendo inquilino de La Moncloa había citado a Jesús Polanco en presencia del incombustible Pío Cabanillas, todavía en el gobierno, para expresarle su opinión sobre lo que sucedía en nuestro periódico:
—Tú crees que mandas en El País, pero no es verdad. El que manda es Juan Luis y no tienes poder suficiente para destituirlo.
Pío, como amigo íntimo de Jesús, sabía por dónde atacar su ego, tan grande como oculto. Polanco les dijo que les presentaría la prueba de cuán equivocados estaban y horas después, con Javier Baviano como testigo, me contó la conversación y me pidió que le firmara una carta de dimisión que en todo caso iba a rechazar, pero le serviría para mostrarla al gobierno. Aparentó cierta extrañeza cuando me negué a su ruego e intentó convencerme de su irrelevancia, pues solo pretendía demostrar en La Moncloa que efectivamente estábamos muy unidos y él era el líder de la empresa.
—Yo en ningún caso te voy a presentar mi dimisión porque te lo pida el gobierno –concluí–. Si eres tú quien la quiere, me parece bien, y no me pienso resistir, pero nunca lo haré si es a demanda de Calvo Sotelo. Para que veas que no te miento ahí va mi firma.
Tomé un papel en blanco de encima de la mesa de Baviano y estampé mi rúbrica al pie. Entonces ese ego suyo al que me refería le hizo reaccionar como el hombre decente y de honor que yo conocía. Agarró el folio, lo rompió en varios trozos y lo echó a la papelera. Al día siguiente Javier me entregó la misma cuartilla, recompuesta a base de pegamento y orlada por un marco de purpurina. Durante años me ha acompañado en las paredes de mi biblioteca ese recuerdo sentimental de lo tormentosas que llegaron a ser a veces las relaciones entre Jesús y yo. Los encontronazos entre ambos fueron frecuentes, a cuenta casi siempre de lo que él entendía como un exceso de radicalismo o audacia de la línea del periódico, o más bien como demasiada poca prudencia a la hora de tomar decisiones. Menudeaban también por su parte comentarios negativos respecto a los periodistas, quizá no muy desacertados pero a sabiendas suyas de que me herían al darme yo por aludido. En cierta ocasión, harto de tantas críticas, me levanté airado ante su presencia y marché dando un sonoro portazo. En el mismo instante en que oí el estruendo a mis espaldas me arrepentí de haberlo hecho. «No se merece Jesús que le dé con la puerta en las narices», pensé. No se lo merecía, pero tampoco se lo esperaba, y creo haber sido una de las pocas personas que se haya permitido en vida de Jesús un gesto así. Horas después le envié un grabado de Chillida que había comprado en Nueva York con una nota en la que me disculpaba por mi actitud, pero me reiteraba en mis opiniones. La aceptación por su parte de mis excusas fue inmediata y sincera. Yo pensé por lo demás que si cada vez que Jesús y yo discutíamos me iba a costar una obra de arte, como reparación por mi mal genio, acabaría por arruinarme.
A base de tales desencuentros fuimos fraguando una amistad íntima, una identidad de criterios, en un proceso en el que ambos aprendimos mucho del otro. A pesar de las muy fuertes discusiones que mantuvimos, los dos éramos conscientes de que pretendíamos lo mismo: el éxito de nuestra empresa y la institucionalización del periódico. No había ningún asomo de ambición personal, política o económica, por parte de ninguno, sino una emulación real por conseguir nuestro objetivo, que se convirtió en auténtica meta existencial para ambos. «Con todo lo que he hecho en la vida –me solía decir–, de lo que más orgullosos están mis hijos es de mi papel en El País
Nunca desconfié de Polanco ni de su lealtad hacia mí, pero en aquellos meses difíciles, en los que él atravesaba también por una situación personal compleja, le veía sorprendentemente débil e indeciso, por no decir temeroso, frente a los ataques que desde el mundo político se nos hacían. Por esas mismas fechas Felipe González nos alertó de que se estaba produciendo un movimiento extraño entre los accionistas de Prisa en el que, mediante compras clandestinas o secretas de acciones, el notario García-Trevijano pretendía hacerse con el control de la compañía. Las adquisiciones tenían que ser secretas porque existía un derecho preferente por parte de los accionistas, y quienes manejaron aquella auténtica conspiración, liderada como no podía ser menos por Darío Valcárcel, sabían que cualquier movimiento accionarial de ese tipo sería abortado por Polanco, dispuesto ya entonces a comprar todos los paquetes que salieran a la venta.
A finales de 1981, Beatriz Rodríguez Salmones me preguntó si estaba dispuesto a aceptar una invitación a desayunar en su casa con el peculiar individuo, poseedor de una considerable fortuna, que se decía provenía no solo de su actividad como notario sino también de un secadero de cebollas de su propiedad. Me pidió Beatriz total discreción, tenía que ir solo y no informar a nadie previamente de la cita. Acepté de inmediato y decidí no comunicárselo ni a Polanco ni a Ortega, no fuera a estropearse el encuentro con una filtración de quien fuera. Además quería evitar el probable deseo de Jesús de acompañarme o sustituirme.
Había conocido a García-Trevijano años atrás siendo subdirector de Informaciones, pero mi relación con él no fue muy frecuente. Su persona me inspiraba gran desconfianza y su gestión al frente del diario Madrid, del que fue el último propietario y con el que acabó físicamente, dinamitando el edificio de la sede para construir un bloque de pisos, le había convertido en un individuo singularmente no querido entre los periodistas. Me recibió en casa de Beatriz con gran cordialidad y después de los prolegómenos obligados quedamos solos ante una taza de café y una bandeja con bollería variada, momento en que tomó la iniciativa sin más preámbulos.
—Sé que Polanco y tú tenéis un pacto, pero te has equivocado de aliado. El primer accionista del periódico, de lejos, soy yo, y quiero ponerme de acuerdo contigo. Tengo prácticamente el 20 por ciento de las acciones, y puedo tener todavía muchas más, de modo que soy a fin de cuentas su dueño aunque sé que nada de eso me vale sin tu apoyo, porque tú controlas la redacción. Te garantizo autonomía e independencia absolutas en la línea editorial. Mi única ambición es presidir la Tercera República española, y en este punto concreto quiero ser claro contigo.
Escuchándole me vino a las mientes la consideración de Fraga sobre la monarquía, eso de que a ninguno de nosotros se le podía pasar por la cabeza ser rey pero sí, en cambio, ¿por qué no?, presidente de la República. No tomé en serio la aseveración de Trevijano en ese sentido, ni desde luego fue lo que más me interesó de su parlamento, aunque resultara su expresión más exótica. Lo que quería averiguar era la veracidad de su afirmación cuando juraba y perjuraba que él era el amo empresarial de mi casa. Le argumenté que las compras de acciones que había hecho podrían anularse por ilegales, razonamiento que yo sabía inconsistente y que él rebatió de inmediato:
—Están todas en contratos privados y son irreversibles, yo soy el dueño, tengo en mi despacho toda la documentación y te la enseño cuando quieras porque te repito que sé que nada puedo hacer sin ti.
Me confirmó que Darío había ido en su busca para organizar el tinglado y que una gran cantidad de fundadores de la empresa habían decidido vender sus acciones ante lo que consideraban una traición al espíritu inicial de esta. Le pregunté si entre ellos estaba Areilza.
—El primero de todos –contestó de inmediato.
—¿Y Fraga?
—Fraga no, aunque no está de acuerdo con el periódico.
Dije que reflexionaría sobre su oferta y de regreso le conté mi encuentro a Polanco. Se mostró extrañado de que no le hubiera comunicado nada antes, aunque no expresó ninguna queja. Nos pusimos a reflexionar sobre qué respuesta debía yo dar y llegamos a la conclusión de que lo mejor era escribirle a Trevijano una carta personal en la que recogiera todos los extremos que verbalmente me había explicado y le comunicara que haría partícipe de su propuesta, para mí en ningún caso aceptable, al Consejo de Administración, lo que cumplí de inmediato. En la reunión de este también revelé que Valcárcel, todavía miembro del mismo, estaba de hecho trabajando para nuestro competidor ABC y que incluso le había ofrecido un puesto de subdirector a Julio Alonso. Darío presentó su dimisión para evitar ser destituido y el Consejo acordó proceder jurídicamente contra la compra de acciones clandestina que había realizado García-Trevijano. Este quedó muy desencantado del resultado de mi entrevista, probablemente debido a la desinformación que Valcárcel o quien fuera le pasara sobre una inexistente debilidad en las relaciones entre Polanco y yo, quizá al hilo de nuestras trifulcas, que eran conocidas de muchos pero malinterpretadas por todos. Cesó en el proceso de adquisición y se mantuvo al margen de la pelea entre accionistas durante más de un año.
En la primavera de 1983, después de la victoria socialista en diciembre del año anterior, me vino a visitar Ramón Mendoza, entonces pequeño inversor nuestro, y me relató una historia casi risueña: como presidente que era de la Sociedad Hípica y de Cría Caballar, coincidía todas las semanas con García-Trevijano en el hipódromo de Madrid, adonde acudía a montar el hijo del notario. En una conversación informal le había comentado que, fracasada la operación de apoderarse del periódico, y gobernando el PSOE con mayoría absoluta, había decidido vender sus acciones, por lo que estaba dispuesto a negociar.
Mendoza y yo manteníamos buenas relaciones desde años atrás. Él era socio del suegro de un hermano mío en diversos negocios de importación y exportación con países de América Latina y el este de Europa. Siendo yo subdirector de Informaciones, cultivó mi amistad, que fue creciendo de manera natural a lo largo del tiempo. En el alborear de El País, cuando no lográbamos cerrar la ampliación de capital que necesitábamos, le expliqué a Polanco que el único amigo verdaderamente rico que yo tenía era Ramón, y le sugerí que podía ser un accionista importante. Después de un encuentro para hablar del asunto pasé nota a Jesús de su reacción a mi propuesta:
—Está dispuesto a invertir o quinientas mil pesetas o cinco millones. Dice que elijamos.
—Pues que invierta quinientas mil –contestó, en un gesto que comprendí de inmediato como su intención temprana de que nadie que no fuera él tuviera un control excesivo del accionariado.
De esta forma se conocieron Ramón y Jesús, que, andando el tiempo, anudarían una gran amistad.
Cuando recibí el nuevo recado de García-Trevijano respondí, como siempre hacía en situaciones parecidas, que esas cuestiones pertenecían al negociado de Polanco, no al mío, y quedamos citados los cuatro en casa de Ramón. El notario se mostró de lo más afectuoso, explicó que Darío le había llevado a equivocarse y propuso vendernos su paquete accionarial de inmediato. En un par de reuniones el pacto quedó resuelto. El precio que se habría de pagar supuso para el vendedor una plusvalía considerable, cuyo impacto fiscal se vería minimizado por el hecho de que un alto porcentaje de los pagos se haría en dinero negro. Junto con las condiciones económicas estableció otras de carácter personal: debía cesar cualquier ataque nuestro contra él, pues se había sentido muchas veces injustamente criticado; también debía tener la capacidad de publicar al menos dos artículos mensuales, y cuando su hijo compitiera en la hípica debíamos hacernos eco, naturalmente en sentido positivo, habida cuenta de las habilidades de su vástago como jinete.
Para nosotros aquello significaba poner fin a la guerra interna entre los accionistas y obtener el control del periódico, por lo que transigí con aquellas peticiones, sabedor de que al cabo de unos meses acabarían en papel mojado, como así sucedió. Polanco expresó su deseo de comprar él todo el paquete (algo menos del 20 por ciento del capital), pero Mendoza puso también sus condiciones, puesto que había sido el mediador en el acuerdo: el 5 por ciento de la empresa pasaría a sus manos. Nuevamente no pedí nada para mí, por mi increíble y lamentable falta de interés económico, o quizá también porque intuía que, si no me mezclaba en el accionariado salvo de forma únicamente simbólica, como ya lo había hecho desembolsando de mi propio bolsillo el importe de unas pocas acciones, me sentiría más libre y autónomo a la hora de enfrentarme con la propiedad si el caso lo requería.
Para los trámites legales designamos a Jaime García Añoveros, ministro con Suárez y Calvo Sotelo. Se había incorporado, junto con Cabanillas, en el inicio del periódico a las pequeñas tertulias que organizábamos para discutir acerca de la línea editorial. De él guardo una anécdota y una confidencia esclarecedoras sobre el comportamiento de las instituciones en la época. Siendo responsable de la Hacienda pública me pidió que no se divulgara el nombre de uno de los mayores morosos o defraudadores fiscales del País Vasco. La justificación para ello era que el empresario en cuestión había incurrido en notables riesgos al negarse a pagar el impuesto revolucionario a ETA.
—O sea –comenté– que este caballero no paga impuestos de ningún tipo, ni legales ni ilegales. Así también me haría rico yo.
Pero accedí al ruego.
Hasta ahí la anécdota. La confidencia fue su reconocimiento de que como ministro su obligación primera no era velar por un trato equitativo a los contribuyentes, sino aumentar la recaudación fiscal. «Los ricos tienen mil oportunidades legales para evadir, y aun si no lo hicieran, el resultado final en las cuentas del Estado sería irrelevante. Es la clase media la que soporta la carga fiscal del Estado moderno, y es sobre ella sobre la que descansa en definitiva el funcionamiento de la administración.» Las teorías que habíamos aprendido de jóvenes sobre el sistema fiscal como equilibrador de rentas eran pura filfa, y si había algún tipo de igualitarismo en el sistema se debía producir por la distribución del gasto. De aquella fecha hasta hoy la progresividad fiscal ha desaparecido en gran parte en Occidente, con la implantación de impuestos sobre el consumo como elemento fundamental de la recaudación, y la justicia distributiva se ha debilitado debido a las prácticas desregulatorias de Reagan y Thatcher y al predominio de la economía financiera sobre la real. La aplicación de políticas de austeridad como respuesta a la crisis financiera desatada en 2008 ha redundado nuevamente en una agresión a las clases medias, cuyo deterioro explica hoy el ascenso del populismo y el escepticismo frente a la democracia.
Jaime acudió junto con Baviano y Adolfo Valero al despacho de García-Trevijano para ejecutar la compraventa de sus acciones de Prisa. Estaban presentes Darío Valcárcel y Rafael Pérez Escolar, este como abogado del vendedor. Los enviados de Ramón Mendoza se presentaron con una maleta que guardaba 60 o 70 millones de pesetas en efectivo. Durante muchos años Ramón había tenido la exclusiva de la importación del petróleo soviético a España. La consiguió, en competencia con la familia Garrigues, «porque mientras que ellos creen que aquí, en Moscú, hay que cortejar a los dirigentes del partido comunista, yo sé que los que deciden son los del KGB». Viajé a la capital soviética en compañía de Ramón y tuve la oportunidad de comprobar sobre el terreno sus buenas relaciones con Victor Louis, un periodista represaliado por Stalin que se puso al servicio del Kremlin tras ser reivindicado por Jrushchov. Aunque nunca me lo dijo muy a las claras, siempre he creído que parte de las comisiones que la venta del petróleo ruso generaba las destinaba Ramón a financiar al Partido Comunista de España. Las maletas que llegaban repletas de dinero desde Moscú con semejante finalidad no son ninguna invención. Manuel Azcárate, que fue responsable de la política internacional del partido y después de ser expulsado de este terminó sus días como editorialista nuestro, me confesó que él mismo había sido correo de varios envíos de ese género.
Ignoro si los billetes que encerraba la valija depositada en la mesa de García-Trevijano tenían o no la misma procedencia, pero con toda seguridad se trataba de dinero opaco. Tan opaco que, una vez firmadas las transacciones y en el momento de las despedidas, Pérez Escolar metió su pecadora mano en el montón de millones en efectivo allí depositados y con hábil rapidez se llevó un paquete.
—¡Esto es para mí! –clamó con desparpajo.
Hecho el arqueo posterior pudo comprobarse que se había llevado cinco millones de pesetas.
La toma de control de Prisa por parte de Polanco constituyó una base segura para el crecimiento de la empresa y eliminó de las relaciones entre nosotros los pequeños celos e infundadas sospechas que podrían de otro modo haber terminado por generar desconfianza. El protagonismo que yo cobré, muy a mi pesar, en los inicios de El País, habida cuenta de la influencia que adquirió el diario, podía en adelante compartirse. Cuando dejé la dirección años después, acabó siendo relevado en gran medida por la fuerte personalidad de Jesús y a partir de ahí se forjó entre nosotros una peculiar simbiosis de proyectos y entendimientos como no he mantenido con nadie más en mi vida. Creo poder asegurar que él tampoco.
Al mismo tiempo mi actividad internacional creció de tono, una vez que me incorporé al Comité Ejecutivo del Instituto Internacional de Prensa. El IPI, todavía hoy en activo, era una organización dedicada a defender la libertad de prensa y reunía por entonces a directores y editores de periódicos de más de sesenta países diferentes. Durante mucho tiempo presté mis servicios en su consejo de dirección y por espacio de dos años ocupé la presidencia. Mi obsesión por luchar contra el provincianismo y el aislamiento secular de nuestro país ha provocado desde antaño una decidida actividad por mi parte a fin de establecer lazos de todo género con el extranjero. Como presidente del Instituto o miembro de su directiva viajé a numerosos países en compañía de su director, Peter Galliner, un judío berlinés naturalizado en Inglaterra, cuyo apoyo fue fundamental para que el nombre de El País y su prestigio como diario español de referencia se extendieran globalmente.
Por las mismas razones comencé también a ser un asiduo del grupo Bilderberg. La primera invitación para asistir a sus conferencias fue en 1983. Guido Brunner, embajador de la República Federal de Alemania en Madrid, fue el encargado de transmitírmela. Había pasado su infancia en la capital de España y presumía de saber un castellano castizo, de Lavapiés. Miembro del partido liberal, fue entre otras cosas comisario de la Unión Europea y renunció a la alcaldía de Berlín Occidental, para la que fue elegido democráticamente, antes de solicitar su destino diplomático en España. Era persona extraordinariamente simpática y muy popular en los mentideros capitalinos.
—¿Quieres ir a Montebello, en Canadá, a una reunión de ricos y famosos? Sé que es un poco tarde para invitarte y que tendrás una agenda apretada, pero no te arrepentirás. Walter Scheel me ha llamado al respecto, entre otras cosas porque tendrías que sustituir a Suárez. Al enterarse de que todo sucede allí en inglés y no hay traducción ha cancelado el viaje.
Scheel había sido presidente de la República Federal Alemana y lideraba el partido liberal, que en coalición con los socialistas de Willy Brandt propició la política de reconciliación con la Alemania comunista.
—Se trata del club Bilderberg –añadió el embajador–. No sé si lo conoces.
No lo conocía y todavía no existía internet para poder consultar al respecto, pero entre los invitados figuraban muchos ministros, algún jefe de Estado y varios todoterrenos de la política internacional. Pinto Balsemão, todavía primer ministro portugués, era uno de ellos y me sugirió hacer el vuelo a Montreal desde Lisboa, para lo cual tuve que trasladarme a la capital lusa y además hacer escala en las Azores, donde un grupo folclórico local nos recibió entre coros y danzas.
Aparte de mí había otros dos representantes españoles en el congreso: Jaime Carvajal, que luego sería cooptado como miembro de la Comisión Ejecutiva del club, y José Antonio Yáñez, diplomático adscrito al gabinete de Felipe González, ya en La Moncloa, y hermano de Luis Yáñez, puntal histórico del PSOE sevillano. Quedé impresionado por la aglomeración de líderes políticos y empresariales de Europa y los Estados Unidos que asistieron. Pierre Trudeau, primer ministro canadiense, abrió la reunión y estuvo presente en ella durante los tres días que duró, junto con Helmut Schmidt –canciller alemán–, Ruud Lubbers –primer ministro holandés–, Henry Kissinger, lord Carrington, Joseph Luns –histórico secretario general de la OTAN–, la primera ministra noruega, Gianni y Umberto Agnelli, David Rockefeller, los dirigentes de los sindicatos americanos, la reina de Holanda y un buen número de altos funcionarios, intelectuales y profesores de universidad. También estaban el director de The Economist y el de Die Zeit de Hamburgo. Era el tiempo de la Guerra Fría y las discusiones giraron mayormente en torno al despliegue de misiles de medio y corto alcance en Europa central y occidental. Para cualquier periodista interesado en los asuntos internacionales resulta un privilegio asistir a ese tipo de seminarios. Pero en el caso español, y en la época de la que hablamos, era además algo excepcional. Aún no había salido el país del aislamiento internacional y quedaba pendiente la realización del referéndum sobre la permanencia en la OTAN que Felipe González había prometido en la campaña electoral. De modo que el contacto con el mundo exterior era limitado y sumiso, y consideré mi presencia allí como toda una oportunidad profesional. Mi experiencia en diversas reuniones del mismo o parecido género, como el World Economic Forum de Davos, me permite asegurar que Bilderberg es, con mucho, la más interesante de todas ellas. Desde aquella fecha he asistido a una veintena de sus encuentros y terminé por incorporarme a su Comisión Ejecutiva tras la marcha de Matías Rodríguez Inciarte, que había sustituido a Carvajal. El mayor interés de las reuniones consiste siempre en la confidencialidad de los debates. La leyenda tejida por periodistillas de tres al cuarto en torno al club, tantas veces definido como gobierno del mundo en la sombra, es una patochada de tal calibre que todavía no entiendo cómo algunos medios de calidad han sucumbido a hacerse eco de ella.