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Bocanadas de aire fresco
A comienzos de 1964, mi estancia en
Pueblo se vio interrumpida después de que
me concedieran una beca de la Fundación March para ampliar estudios
en el extranjero. Estaba generosamente dotada y me permitió viajar
a París y Londres para realizar prácticas en las redacciones de las
agencias internacionales, sobre las que escribí posteriormente un
estudio. Me presenté en la sede de la Agence France Presse (AFP),
en el número 13 de la plaza de la Bolsa parisina, acompañado de un
corresponsal español amigo de mi padre que había hecho las
gestiones oportunas para que me aceptaran allí por un tiempo. La
France Presse, como agencia del Estado, servía a los intereses de
la política exterior francesa. Se encontraba ubicada en un edificio
más que centenario que amenazaba ruina y en el que inicialmente
había tenido su instalación la agencia Havas, la primera gran
organización noticiosa francesa, uno de los hitos más reconocibles
de la historia del periodismo del siglo XIX. El redactor jefe que
nos atendió era una persona entrada en años sin ninguna de las
características típicas que el imaginario colectivo otorga a los
periodistas. Por su porte e indumentaria parecía más bien un
funcionario judicial que un avispado reportero, y desde luego se
mostraba más preocupado por que nadie de arriba le llamara la
atención que por la búsqueda y distribución de primicias
informativas. Tras una conversación breve me dijo con tono de
displicencia:
—Irás al bureau de
América Latina. Teníamos un peruano que acaba de despedirse porque
le han dado un premio de novela en España y en adelante quiere
dedicarse solo a escribir. Se llama Vargas, creo. Te puedes sentar
en su silla.
Yo no había leído todavía La ciudad y los perros, pero sí numerosas reseñas
sobre la obra y su autor, que había despertado un interés
descomunal en los círculos literarios madrileños. Me sentí
íntimamente halagado por el hecho de que pudiera sustituir a Vargas
Llosa en su desempeño periodístico parisino. «Igual se me pega
algo», pensé mientras me sentaba en lo que había sido hasta
entonces su puesto de trabajo. Más de medio siglo después continúo
presa de idéntica ilusión.
La sección de América Latina estaba
compuesta fundamentalmente por españoles. Entre ellos destacaba
Wilebaldo Solano, antiguo militante trotskista que se interesó
enseguida por mí al saber que pertenecía al grupo fundador de
Cuadernos para el Diálogo. Era un
individuo de aspecto taciturno y en su mirada vertía el sufrimiento
acumulado del exilio. Además de a Solano conocí allí a Ricardo
Utrilla, que años más tarde sería director de Diario 16 y presidente de la agencia Efe. Utrilla y
Solano, pero también los demás, muchos de cuyos nombres se me han
perdido en la memoria, ejercieron sobre mí una especie de
padrinazgo protector mientras estuve en France Presse. Mi tarea,
como la del resto, se circunscribía a traducir los telegramas del
francés al español, para edificar así un servicio latinoamericano
que nunca fue muy competitivo. Aprendí muy poco de periodismo
durante mi estancia en place de la Bourse, pero pasé un buen número
de horas dialogando con Wilebaldo, que constituyó para mí, sin él
saberlo, un maestro inapreciable sobre la experiencia del exilio
español en Europa. Gracias a sus comentarios comprendí que las
diversas organizaciones aún vivas emanadas de la República,
incluido un fantasmagórico gobierno provisional en el exilio, no
tenían futuro alguno en la construcción de la democracia en España.
La solución debería venir de dentro, con gente nueva capaz de mirar
al futuro sin enquistarse en una perpetua reyerta sobre las
sinrazones del pasado. Me reafirmé en esa idea después de pasar una
tarde con Dionisio Ridruejo, autoexiliado en París tras su
comparecencia en el contubernio de Munich. Dionisio había sido
estrecho amigo de mi padre en los primeros años cuarenta, y mi
madre llegó a asegurarme que había fungido como testigo de su boda,
aunque no he hallado prueba documental de ello. Era un converso a
la democracia después de que hubiese militado en las facciones más
pronazis de la Falange. Había sido íntimo colaborador de Ramón
Serrano Suñer en la etapa de omnímodo poder del cuñado de Franco, y
le había dotado de munición intelectual para tratar de justificar
los desvaríos y excesos del régimen emanado de la Guerra Civil.
Junto con su amigo Antonio Tovar, y aunque por caminos diferentes,
ambos acabaron por distanciarse de la dictadura para alinearse en
una abierta oposición a esta. Ridruejo, buen poeta, había
participado, entre otros con el propio José Antonio Primo de
Rivera, en la redacción de la letra del «Cara al sol», el himno de
la Falange. Durante su exilio en Francia en aquellos años sesenta
gozó de la protección de un famosísimo líder republicano, Julián
Gorkin, secretario general del POUM catalán, de obediencia
comunista, sobre el que la historia arrojó severas sospechas
respecto a su eventual participación en la detención y asesinato de
Andrés Nin. Dionisio disfrutaba de un despacho en la capital
francesa gracias a la generosidad de Gorkin, y cuando fui a
visitarlo mantuve una extensa charla con ambos, de la que extraje
las mismas conclusiones que de mis debates con Wilebaldo. No habría
democracia en España si no era de reciente cuño, inventada y creada
por las nuevas generaciones.
Aunque no aprendí mucho periodismo en París,
aproveché el tiempo para mejorar mi francés, conocer a fondo la
ciudad y ver el cine prohibido en España. Un día de abril recibí
una llamada de Gregorio Peces-Barba para anunciarme que iba a pasar
unos días allí en compañía de Julio Rodríguez Aramberri. Estuvieron
poco tiempo, pero disfruté mucho de la conversación con mis amigos,
que me traían noticias frescas de España. Coincidiendo con su
visita se celebró en la capital francesa una Feria del Libro
Marxista, a la que acudimos con entusiasta curiosidad. Se trataba
de la exposición y venta de las últimas novedades aparecidas en los
países comunistas, entre las que resaltaban un buen número de
títulos dedicados a la Revolución cubana y otros muchos al proceso
chino, que se hallaba inmerso en la Revolución cultural.
Arramblamos con toda la literatura posible sobre Fidel y Mao, y con
las obras completas de este. Al día siguiente por la mañana me
llamó mi padre desde Madrid para pedirme que le comprara «una de
esas maletas canguro marca Lancel»,
entonces inexistentes en España y que eran muy de su agrado. Así lo
hice y se la di a mis amigos, con el ruego de que la hicieran
llegar a mi casa, habida cuenta de que yo partía semanas después
para Londres. También les pedí que se llevaran los libros que
habíamos comprado en la mentada feria, pues pesaban mucho y yo
viajaba en avión, mientras que ellos lo hacían en tren; además
tardaría todavía varios meses en regresar a España. Se prestaron
amablemente a hacerme ambos favores y no tuvieron mejor ocurrencia
que meter los libros, los míos y los suyos, todos juntos, en la
maleta recién comprada. Al pasar la aduana en Irún, de vuelta a la
patria, el carabinero de turno les preguntó por el contenido del
equipaje. «Son libros», dijeron. «A ver, ábranla», y ante los ojos
del guardia entró en ebullición un volcán de literatura subversiva.
Según las leyes franquistas de la época, si te intervenían libros
prohibidos con solo un ejemplar de cada título, pasabas a ser
sospechoso de desafección al sistema, pero no te podían acusar de
delito alguno. Si por el contrario portabas varios ejemplares, eras
acusado de propaganda ilegal, lo que además hacía presuponer tu
enrolamiento en alguna organización clandestina. Para librarse del
embrollo, Gregorio y Julio explicaron que la maleta no les
pertenecía a ellos sino a un preboste del Movimiento, don Vicente
Cebrián, al que el comisario jefe de turno telefoneó para comprobar
la exactitud de la información. Los libros eran por otra parte
valioso material de trabajo que su hijo, es decir yo, le enviaba
desde París. Aclarado el entuerto y tras largo forcejeo, pudieron
continuar viaje, pero la policía elaboró un informe y requisó
maleta y ejemplares.
Meses más tarde, de regreso a Madrid, recibí
una citación para que me presentara en la comisaría de mi barrio.
Fui conducido a una sala poco iluminada repleta de armarios
archivadores, donde me recibió un inspector rechoncho y mal
encarado que me conminó a sentarme en una silla frente a una mesa
de despacho plagada de papeles en desorden, tachonado su tablero
por cientos de borrones de tinta. El funcionario se quitó la
americana, dejando al descubierto una sobaquera de la que extrajo
el arma reglamentaria para depositarla con estudiada indiferencia
sobre la mesa. Luego pidió a un ayudante que buscara mi ficha. El
acólito, un joven policía que debía de estar recién salido de la
escuela, rebuscó durante unos minutos en los archivadores y al
final extrajo una carpeta de la que colgaba un inmenso acordeón de
papel. «Esta es la información que tenemos sobre ti», me aclaró el
inspector. Quedé sorprendido de que un personaje sin apenas
currículo, que no militaba en ninguna organización y además
pertenecía a una familia de vencedores en la guerra, hubiera
merecido tanta atención por los detectives de la policía política.
Allí estaba, escrita a mano y a máquina, toda mi vida. Mi
interrogador quería aclarar los pormenores referentes a la maleta,
qué había estado haciendo yo durante meses en Europa, qué
estudiaba, a qué me dedicaba, qué pensaba, con quién me
relacionaba… Fueron dos o tres horas de intenso diálogo en las que
me esforcé por demostrar mi inocencia ante un patán bravucón que al
final me despidió con un «Ya te llamaremos si te necesitamos». Al
regresar a mi casa le comenté a Enrique, el portero de toda la
vida, el incidente.
—Hace semanas –me confesó– vinieron varias
veces por aquí preguntando a los vecinos sobre tu persona y
movimientos; se lo dije a tu padre y me rogó que no te lo
comentara.
Tampoco quiso hablarlo él conmigo. Aquella
fue mi primera experiencia personal sobre cómo funcionaba la
represión política. Muchas veces me encontré en situaciones
similares aunque nunca llegué a ser detenido. Yo frecuentaba las
sedes de organizaciones más o menos legales, casi siempre
relacionadas con el Movimiento Europeo, en las que se organizaban
conciliábulos para conspirar contra la continuidad del régimen. De
habitual me encontraba en ellas con Álvaro Gil-Robles, hijo menor
de quien había sido el gran líder democristiano durante la
República, Javier Solana o Gregorio Marañón. Teníamos un limitado
sentido, al menos yo, del riesgo que corríamos, pero a finales de
los años setenta, durante una cena en casa de Marañón, evocando
aquellas aventuras juveniles me encontré con que los asistentes,
casi todos ellos pertenecientes a familias vencedoras en la Guerra
Civil, confesaron unánimemente haber vivido con permanente miedo a
la policía política franquista. Comenté entonces que si este era el
sentimiento de los hijos de los triunfadores, cabía imaginar cuál
no sería el pavor de los que pertenecían al bando derrotado.
En París me alojé en un hotelito de la
avenue Marceau, donde ocupaba una habitación con lavabo incluido.
El inodoro y la ducha eran compartidos con el resto de los
inquilinos del piso. Por las noches solía escribir crónicas que
enviaba bien a Pueblo, bien a Cuadernos, y me entretenía experimentando con mi
aptitud para la poesía. No tenía amigos, aparte de los del trabajo,
y me acostumbré a vivir solo con cierta facilidad. Empleaba el
tiempo en recorrer la ciudad a pie, de modo que la llegué a conocer
bastante bien. Difícilmente puedo decir que me considerara a mí
mismo un parisino, pero llegué a aclimatarme al ambiente, por lo
que cuando emprendí el camino de Londres lo hice seguro de que
guardaría con el tiempo una enorme nostalgia de la Ciudad de la
Luz.
El Reino Unido no pertenecía aún al Mercado
Común Europeo. Las costumbres de sus habitantes diferían mucho de
las del continente. No solo por el hecho de que condujeran por la
izquierda, cosa que han mantenido tercamente hasta hoy, lo mismo
que su rechazo al sistema métrico decimal, sino porque todo allí
estaba diseñado para distinguirse frente al resto y marcar a las
claras que el canal de la Mancha era una frontera casi
infranqueable. Los sueños imperiales, cuyo rescoldo aún perdura en
el reciente resultado del referéndum sobre el Brexit, se hacían patentes en cada esquina. La más
complicada de las estructuras cotidianas resultaba ser la moneda.
Hasta que llegué allí nadie me explicó que la libra esterlina se
componía de 20 chelines y que cada chelín era un conjunto de 12
peniques. De modo que un chelín y medio era 1,6 y no 1,5, como el
hábito decimal inclinaba a suponer. Para mayor confusión los
precios de los escaparates se indicaban frecuentemente en guineas,
que era una cantidad equivalente a una libra y un chelín, es decir,
21 chelines, pero era también una moneda inexistente como tal. No
había guineas de curso corriente, como tampoco coronas, aunque
algunos comerciantes las anunciaran en sus precios, pero sí medias
coronas, cuyo valor era de dos chelines y medio, es decir, 2,6.
Semejante galimatías constituía una trampa para los visitantes,
incapaces muchas veces de calcular las fracciones adecuadas, y
siempre dispuestos a extender la mano frente a la cajera de turno
con un buen puñado de pesadísimas monedas, a fin de que ella se
sirviera por sí misma. Junto al exotismo pecuniario permanecían
muchas otras reglamentaciones ciudadanas que hoy perviven casi como
curiosidad turística, pero que por entonces respondían a una
estricta ordenación de la convivencia. Los pubs, casi únicos
establecimientos autorizados a dispensar alcohol, abrían de once de
la mañana a tres de la tarde y de cinco de la tarde a once de la
noche. Era prácticamente imposible cenar con cerveza o vino fuera
de ellos, y eran muy pocos los que ofrecían algún tipo de alimento
en condiciones.
Vivía en un apartamento en Hampstead, en
compañía de un estudiante de Ingeniería de origen sefardí, Jo
Elmaleh, y troqué la soledad parisina por un sinfín de amigos y
conocidos de muy diversas nacionalidades. Jo acostumbraba a
organizar fiestas en nuestro apartamento, que se llenaba de
estudiantes y jóvenes profesionales, e invitaba regularmente cada
viernes a alguna de sus novias a cenar con nosotros. Hacia mediados
de mayo, una noche de lluvia tocaron a la puerta y cuando abrí me
encontré de frente con una rubia de ojos claros. «Soy Michele», me
dijo mientras estrujaba la melena empapada de agua, sudor y no sé
si alguna lágrima. Se trataba de una amiga de quien me había
precedido en el alquiler. Era una francesa de la buena sociedad, a
la que le quedaban aún semanas para acabar sus estudios en Londres.
Se había quedado sin posibles, no quería pedir dinero a casa y se
preguntaba si yo podría alojarla. Viví con Michele durante algunas
semanas una historia de amor platónico y apenas algo más que
algunos escarceos carnales. Lloré cuando regresó a París y la
olvidé con cierta facilidad en brazos de otras chicas que cada fin
de semana acudían a las fiestas de Jo. En Londres desperté a la
vida amorosa y el donjuaneo, que nunca hasta entonces se me había
dado bien. Mi aposento estaba empapelado de poemas gentiles que
pergeñaba cada noche con enfebrecido ánimo. Asumí que la libertad
sexual era solo un aspecto de la libertad a secas, algo que solo
comencé a vivir plenamente entonces.
En París había descubierto una cierta
modernidad cultural a base de acudir a los cines de ensayo y a los
teatros. Tuve incluso el acierto de presentarme en el estreno de
los ballets cubanos, presidido por el Che Guevara, sentado unos
metros más allá de mi butaca. En el mismo acto me topé, por vez
primera en mi vida, con José María de Areilza, entonces embajador
de Franco ante el Elíseo y posteriormente uno de los líderes de la
oposición democrática liberal. Viví, en fin, una vida repleta de
entusiasmo por la cultura y por los incipientes movimientos de
disidencia contra el franquismo, pero al caer la noche las más de
las veces me convertía en un lobo solitario que merodeaba por las
calles y las estaciones de metro, con un ansia de conocer la
ciudad, de patearla, como nunca he tenido en ninguna otra
ocasión.
Durante mi estancia en Londres, en cambio,
encontré mi madurez y mi identidad. Tenía solo diecinueve años,
pero hacía más de tres que había entrado en la universidad y dos
desde que había empezado a trabajar como periodista. En Inglaterra
experimenté además un choque cultural de considerable magnitud.
Aquella era otra civilización, muy distinta a la del continente. En
este, aunque las distancias respecto al nivel de desarrollo español
fueran enormes, todo se reducía a traducir al idioma vernáculo
experiencias comparables a las nuestras. La sociedad británica era,
sin embargo, algo completamente alejado de cuanto yo había
conocido. Me ayudó a entenderla Luis de Castresana, autor de un
opúsculo muy entretenido sobre Inglaterra
vista por españoles, y con el que salía a cenar con frecuencia
por los bares del Soho, en cuyas callejuelas merodeaba de continuo
un asesino en serie. Recuerdo con emoción mi primera asistencia a
las tribunas del público en la Cámara de los Comunes, los
atardeceres de primavera en Hyde Park, la descarada aunque inocente
libertad sexual de las alumnas de un internado que frecuentaba y
los sermones dominicales del cura de mi parroquia, que rara vez
alcanzaba a comprender pues mi nivel de inglés no era aún lo
suficientemente bueno para ello. Probablemente por eso dejé de
cumplir con el precepto dominical, y nunca más volví a observarlo
desde entonces. Me parece que fue así, empujado por el hedonismo y
la curiosidad, como empecé a abandonar la práctica religiosa, que
ya no he vuelto a recuperar. Y aunque todavía era creyente, y vivía
obsesionado por los sentimientos de culpa, comenzó a nacer en mí
una actitud autoindulgente que con el tiempo se consolidaría. Quedé
embebido en un mundo de formalidades que rendía tributo a la
convivencia y por esas mismas fechas leí el ensayo de Stuart Mill
sobre La libertad, uno de los libros que
más han influido en mi pensamiento. Sin yo saberlo, sin
cuestionármelo siquiera, me estaba convirtiendo en un cosmopolita,
un ciudadano del mundo al que las querellas internas de la España
degradada y sufriente que había dejado le resultaban distantes y
extrañas. Me parecía que, en toda su decadencia, los restos del
Imperio británico eran capaces de reunir a un tiempo los valores de
la tradición y el vértigo de la modernidad, y acabé por comportarme
como un anglófilo empedernido.
Desde el punto de vista de la profesión las
enseñanzas que recibí durante mi estadía en United Press
International (UPI) y Associated Press resultaron asimismo del todo
novedosas. La sede de la UPI quedaba ubicada en Bouverie, un
callejón afluente de la famosa Fleet Street donde se erguía
también, imponente, el cuartel general del News of the World. Me arrebataban la exuberancia de
la prensa británica, su gran número de cabeceras, sus tiradas
multimillonarias y los ritos que se edificaban a su alrededor. Por
aquellas fechas murió lord Beaverbrook, propietario y fundador del
Express, uno de los monstruos sagrados de
la profesión, y me apresuré a visitar la sede del diario, donde se
habían establecido un túmulo y una lista de firmas ante la que
desfiló un buen número de ciudadanos. Mi amigo Jo estaba suscrito
al Times, cuya primera página la ocupaban
íntegramente los clasificados, lo que nosotros llamábamos «anuncios
por palabras», y abría sus informaciones en la tercera, dedicadas
al deporte, dando lugar preferente a las noticias y comentarios
sobre el críquet. El diario imprimía cada noche una edición en
papel especial de lujo, con destino al palacio de Buckingham, como
si la realeza tuviera derecho a no ennegrecerse las manos con los
editoriales de turno. También me interesaban mucho los tabloides;
nunca he experimentado hacia ellos la repulsión que la sociedad
políticamente correcta habitualmente siente. Aun reconociendo y
lamentando los excesos y abusos que cometen, que no eran todavía
tan obscenos ni frecuentes como en décadas posteriores, realizaban
a mi ver un periodismo necesario en nuestras sociedades, y no solo
con el ánimo de entretener. Entonces no me sentía capaz de
conceptualizar semejante criterio, hasta que muchos años más tarde
Carlos Fuentes me relató algo que me ayudaría a comprender esa
fascinación. Había estado con Salman Rushdie en su retiro secreto,
amenazado como estaba de muerte por los fundamentalistas islámicos,
y el escritor indio le había comentado algo así como que la prensa
popular era la única que publicaba historias de la vida real.
Mientras los diarios llamados «de referencia» nos dedicábamos a
reseñar los discursos de los políticos, las ruedas de prensa, los
comunicados de las empresas y cosas por el estilo, los tabloides
hablaban de crímenes y sangre, de hechos reales que acontecen a las
gentes reales, de sus sufrimientos, sus amenazas, sus aspiraciones,
sus vergüenzas, sus fracasos y sus éxitos.
Tardé más de lo previsto en regresar de
Londres a mi casa de Madrid, donde padecí uno de los veranos más
calurosos que recuerdo. Llegué bien entrado el mes de julio, con un
bagaje de conocimientos y experiencias que habían cambiado por
completo mi punto de vista sobre la existencia. Me había
acostumbrado a vivir solo e independiente, y se había despertado en
mí una pasión por viajar que no me abandonaría nunca.
La primera vez que tuve oportunidad de
visitar el extranjero había sido en una excursión con el colegio a
Lourdes. Tenía yo doce años y me ilusionaba extraordinariamente el
viaje que hicimos en autobús en dos etapas, con escala para dormir
en San Sebastián. En mi pubertad yo era un chico religioso y
tímido, buen estudiante y siempre muy curioso de cuanto me rodeaba.
Quedé impresionado por el tamaño de la basílica erigida en honor de
la Virgen, pero no me interesó mucho la gruta donde supuestamente
se había aparecido. Un sinnúmero de enfermos y tullidos se
arrastraban quejosamente delante de la imagen de la Inmaculada,
murmurando jaculatorias y compadeciéndose por su mala salud. El
espectáculo de piezas ortopédicas colgadas en la cueva, en recuerdo
de los milagros que habían hecho andar a decenas de cojos, me
resultó especialmente desagradable. Ya entonces suponía yo que las
curaciones de ese género, si habían sucedido, se debían más a la
autosugestión de quienes las experimentaban que a ninguna
intervención divina. Al atardecer nos sorprendió una tormenta y las
tiendas en las que habíamos acampado se inundaron de tal forma que
chapoteábamos en el agua bajo nuestros colchones neumáticos. Me
acomodé en un saco de dormir húmedo y apestoso. A medianoche me
despertó el aliento con hedor a cebolla de mi prefecto de clase
que, con voz atiplada, me preguntó si tenía frío, cosa por lo demás
evidente. Luego se acurrucó junto a mí, me envolvió con su cuerpo,
calentando mis pies con los suyos y pretendió manipularme el bajo
vientre a la par que forzó un par de besos en mis labios, antes de
que yo lograra voltear la cara, abochornado por el miedo. Al rato
se apagó mi tiritera y me dormí un tanto turbado por la agresión.
Todavía mi espíritu era inocente y no le di mayor importancia al
acoso que, cuando desperté por la mañana, se me antojó como soñado
y no vivido. El profesor, un canijo de Vitoria que enseñaba griego
y al que habría de soportar durante los dos años siguientes, debió
de pensar que mi moderada resistencia era indicio de que podría ser
víctima fácil de sus deseos, porque cuando acabó el viaje y me fui
a veranear a El Escorial aprovechó varios fines de semana para
visitarme y saludar a mis padres. Me sentía halagado por su
presencia y por las cartas que me escribía, en las que alababa mis
cualidades de estudiante y me aleccionaba sobre cómo comportarme
con mis amigos. De vuelta al colegio continuó su cortejo, que yo no
percibía aún como tal, pero comenzaba a hartarme porque me iba
ganando ante mis compañeros una fama de enchufado que no me
favorecía. Me encargó la dirección de una revista mensual de
propaganda católica, Hosanna, de la que
él era responsable ante la comunidad. También me animó a fabricar
el periódico mural de la clase y luego una revista a ciclostil bajo
el populista título de Pantón («De
todos», en griego). Acabó por convertirse en mi director espiritual
y yo le trataba como a un verdadero maestro. En mi candidez no
prestaba atención a los comentarios que a veces hacía de mi
indumentaria. «Te sientan bien los pantalones largos», me dijo un
día en que yo acababa de estrenar esa prenda, símbolo de que había
comenzado la adolescencia. Algunos domingos paseábamos por el
Retiro y hablábamos de cine y de teología. No había vuelto a
insinuarse de forma física y yo prácticamente había olvidado lo
sucedido en Francia, pues repito que en mi confusión llegué a
pensar que se trataba de un mal sueño. Un día me citó en lo que
pomposamente llamábamos «la redacción de la revista» y que no era
sino un cuartucho sin ventanas de escasas dimensiones que servía de
almacén de impresos. Sentado frente a mí en una silla de madera
comenzó a hablar de lo difícil de la edad en la que me encontraba,
debido a los cambios físicos y psicológicos que sin duda tenía que
estar experimentando, para acabar adoctrinándome sobre la
importancia de la higiene personal y la necesaria limpieza de los
genitales. Me preguntó si entendía lo que quería decir y yo asentí
con un movimiento de cabeza. Se apresuró a añadir que él me podía
enseñar como había de hacerlo, pues era preciso retraer el prepucio
para asegurarse de que no quedaban restos de suciedad en el pene.
Mientras hablaba echó mano a mi bragueta y trató de abrirla.
Desconcertado, noté un golpe de calor en la cara, luego me levanté
bruscamente y me fui dando un portazo. De regreso a casa el cerebro
me daba vueltas, estuve a punto de vomitar y me asaltó un
sentimiento de profundo desamparo. Como me fallaban las piernas
busqué un sitio en el que sentarme y al no encontrarlo decidí
hacerlo en el bordillo de la acera, donde estuve durante varios
minutos tratando de recuperar el equilibrio y el aliento.
Aquella experiencia repugnante me turbó,
pero no creo que haya determinado para nada el resto de mi vida.
Cuando décadas después comenzaron las denuncias públicas sobre
pederastia en los colegios y parroquias católicas y pudimos ver a
arzobispos y sacerdotes pedir perdón públicamente por sus abusos
contra los niños a ellos encomendados, asumí que yo también había
sido una víctima y hasta tuve la tentación de personarme en algunos
de los casos abiertos contra esos criminales amparados, como tantos
otros de diversa especie, por la Santa Madre Iglesia. Desistí de
hacerlo porque no creía yo que aquellos episodios me hubieran
marcado sustancialmente; también porque temía que se considerara
que trataba de sumarme al escándalo por simple afán de notoriedad.
Muchas veces me he preguntado si hice bien callando en mi edad
adulta, si bajo el pretexto de mostrarme responsable no estaba en
realidad adoptando la misma postura del avestruz que tantos
jerarcas del catolicismo habían ensayado. Incidentalmente solo he
hecho antes de ahora una ligera mención de aquellos sucesos. Fue en
una cena a la que asistían unos cuantos líderes de la UCD,
convocados por Juan José Rosón, a la sazón gobernador civil de
Madrid. No recuerdo bien de qué hablábamos, pero sí que en un
momento salió a colación la gran cantidad de ex alumnos del colegio
del Pilar que nutrían las filas de aquella formación política,
varios de los cuales estaban presentes. Rememoramos los días de la
escuela y dije algo respecto a los asaltos a que eran sometidos
muchos estudiantes por parte de profesores rijosos. No sé ahora
cómo lo hice, pero recuerdo con claridad el comentario de Rafael
Arias Salgado:
—O sea ¿que tú también fuiste novio de don
Prudencio?
Entonces, y solo entonces, por ingenuo que
parezca, me di cuenta de que yo no había sido objeto en el pasado
de ninguna exaltación amorosa, sino víctima de un depredador
despreciable.
El tema de la pederastia entre los
sacerdotes católicos tardaría mucho tiempo aún en saltar a las
páginas de los periódicos y al debate político internacional.
Incluso en la actualidad, pese a los actos de contrición realizados
por los últimos papas, sigue envuelto en un secreto culpable con el
que la Iglesia quiere proteger no tanto a sus miembros como el
principio de su poder. En la jerarquía late todavía el deseo de
reservarse para ella la potestad de enjuiciar y sancionar las
conductas desviadas de sus sacerdotes, con desprecio al poder civil
al que se someten solo mediante imposición.
Las vicisitudes de aquel viaje al
extranjero, que yo esperaba tan iniciático como el que hice a mis
once años para ver por vez primera el mar, no me arredraron, sin
embargo, a la hora de imaginar un futuro nómada que, por diversas
razones, nunca llegó a concretarse. Viajar ha sido para mí una
obsesión gratificante. Quizá se deba a que desde la infancia más
temprana había percibido el aislamiento absoluto a que los
españoles de mi generación parecíamos condenados. El extranjero era
algo distante y anhelado por nosotros, habitantes de un gueto de
pobreza e incultura en el que parecíamos muertos vivientes. Ya en
mi época colegial envidiaba a mis compañeros más pudientes, que
veraneaban en San Sebastián y podían pasar a Francia durante las
vacaciones. Se proveían así de los bolígrafos y lápices de última
generación, y de forros plastificados para los libros que nosotros
teníamos que proteger del uso envolviéndolos con un papel áspero y
torpemente doblado. De modo que dos años después de la experiencia
de Lourdes me alisté a una excursión organizada también por el
colegio del Pilar, para hacer un periplo europeo como viaje de fin
de curso, una vez terminados los estudios de bachillerato. Ese fue
mi primer contacto real con Europa, en el que pude entender lo que
la democracia desarrollada significaba, y distinguir el modelo de
países a los que mi generación quería que España se pareciera.
Corría el verano de 1960 y se acababa de implantar el Plan de
Estabilización Económica, que marcó el comienzo de un incipiente
desarrollo y suscitó ya entonces demandas de una apertura sindical
y política que la dictadura se resistía a propiciar.
A partir de esa época viajé cuanto pude, y
no he dejado de hacerlo hasta nuestros días. Logré inscribirme para
estudiar Derecho Comparado en un curso estival de la Universidad de
Trieste. Hice el trayecto hasta la ciudad italiana con mi amigo
Javier Rupérez en un desvencijado Fiat 600 propiedad del párroco de
Torrelodones. Fue una escapada llena de peripecias, en la que
conocí entre otros a Jerónimo Saavedra, más tarde ministro en el
gobierno de Felipe González y presidente de Canarias. También a una
hermosa italiana, Loredana Medeot, hija de un ferroviario del
pequeño pueblo de Redipuglia, escenario de una violenta batalla
durante la guerra mundial. Javier y yo mantuvimos un enamoramiento
platónico con Loredana, lo que tiempo más tarde jugaría un papel
inesperado durante el secuestro de Rupérez por terroristas de ETA.
Posteriormente a la estancia en Trieste, mi beca de estudios para
realizar prácticas en París y Londres supuso una inmersión absoluta
en lo que ya por entonces consideraba la modernidad, y que suponía
una ruptura casi total con todo lo que había mamado desde pequeño:
religión, familia, intereses culturales y vida sexual.
Al regreso de mi estancia en la capital
británica me esperaba una noticia del todo sorprendente. Emilio
Romero, por indicación de Jesús de la Serna, decidió nombrarme
redactor jefe de las páginas de Local. No había cumplido aún los
veinte años y me veía al frente de un equipo humano variopinto y
divertido, en el que destacaban los reporteros estrella del
momento, Tico Medina y Yale, al que poco más tarde se incorporaría
Jesús Hermida. Con este llegué a entablar una amistad sólida y
duradera que el paso del tiempo se encargaría de agostar. Las
páginas de local incluían la información sobre el mundo de la
farándula, y aquellos fueron unos años divertidos en los que
acababa mis noches en los tablaos madrileños, acompañado del
inolvidable Rafael Muñoz Lorente, y organizábamos reportajes
sorpresa que compensaran el tedio de la información municipal.
Coincidió mi estadía en dicha responsabilidad con el relevo en la
alcaldía madrileña del conde de Mayalde por Carlos Arias Navarro.
Mayalde había sido militante del partido de Gil-Robles durante la
República, y acabó alistándose en la Falange al comenzar la guerra.
Era un individuo menudo, lucía un bigotillo que acentuaba su
aspecto de petimetre y estaba dotado de un singular sentido del
humor. En las postrimerías del régimen, a principios de los años
setenta, se hicieron famosas dos frases suyas, espetadas con
resignación en las sesiones del Consejo Nacional del Movimiento, la
Cámara Alta del singular parlamento franquista. «A base de prohibir
los partidos políticos –declaró cuando se debatía la eventualidad
de una ley de asociaciones– hemos prohibido hasta el nuestro.» Para
acabar sentenciando: «Yo ya no sé si soy de los míos». Dicho
condesito hizo gala de una incapacidad absoluta para gestionar los
problemas de la capital de España cuando lo que había sido una
ciudad administrativa y repleta de funcionarios se convirtió en una
potencia industrial bajo la presión de la inmigración andaluza y
murciana que, por aquellas fechas, transformó el tejido social de
España. Le relevaría un amigo íntimo de la mujer de Franco, Arias
Navarro, al que el destino le habría de deparar ser el último
primer ministro de la dictadura y el primero de la monarquía.
Arias, fiscal de profesión, había sido director general de
Seguridad y se distinguió durante la contienda civil por su
brutalidad como gobernador de Málaga, donde llevó a cabo una
sangrienta represión. En su condición de edil logró hacerse
medianamente popular. Inauguró nuevas maneras en su trato con la
prensa, con la que acostumbraba a departir frecuentemente, y se
esforzó en una cierta modernización del entorno urbano. A él se
debió la decisión de acabar con las numerosas vaquerías que
estabulaban el ganado en el centro de la capital. Casi en cada
manzana de los barrios burgueses existía una granja en cuyo
interior moraban media docena de reses que surtían de leche al
vecindario. Era fácil contemplarlas desde la calle, a través de los
sucios cristales del escaparate. Los animales, siempre
inmovilizados frente a sus pesebres, padecían toda clase de
enfermedades y eran ordeñados a diario por los mozos de la tienda,
que luego distribuían la leche a granel y a domicilio, no sin antes
mezclarla con la propia orina de los bóvidos para aumentar la
producción sin que se modificara apenas la densidad del líquido.
Las cocineras de las clases pudientes encendían cada mañana sus
fogones de carbón y ponían a hervir en grandes ollas aquel fluido
de un blanco grisáceo, para acabar así con las bacterias y
garantizar su salubridad antes de servir el café con leche de los
desayunos. La decisión de Arias de enviar las vacas al campo y
cerrar aquellos apestosos nidos de inmundicia causó cierto revuelo
ciudadano y dio origen al primero de los pocos debates televisados
que permitió el dictador sobre alguna decisión administrativa. La
casualidad hizo que yo participara en él, siendo este mi bautismo
de fuego en la televisión. Arias emprendió igualmente obras de
considerable importancia urbana. Construyó el primer paso elevado
de la ciudad, frente a la estación de Atocha, que recibió enseguida
el apodo popular de Scalextric y que durante lustros fue un icono
del atribulado desarrollo capitalino. También inauguró el puente de
la prolongación de Juan Bravo sobre la Castellana, pues su
ignorancia o su aburrimiento le habían llevado a aprobar la
instalación del museo de esculturas al aire libre que todavía
alberga obras de Chillida, Miró y tantos otros maestros. La del
primero, una pieza de hormigón armado destinada a ser suspendida
bajo el paso elevado, generó en la prensa una polémica formidable
cuando técnicos municipales aseguraron que el puente se hundiría
debido a su excesivo peso. Aunque José Antonio Fernández Ordóñez,
el ingeniero que había calculado técnicamente la estructura y había
contribuido a su materialización, garantizó que eso no sucedería,
los burócratas no se atrevieron a colgarla y fue abandonada en el
suelo durante años. Recibió en los periódicos el apodo de «la
sirena varada» cuando algún reportero con ínfulas literarias
describió así la imagen de la hermosa alegoría de hormigón diseñada
por Chillida y abandonada en la playa de cemento. Ya en la
democracia, la sirena fue izada a su emplazamiento previsto y desde
entonces preside el espacio artístico del entorno sin que se haya
producido ninguno de los daños o destrozos que los serviles
funcionarios municipales auguraban. Cuentan por lo demás que cuando
Arias acudió a inaugurar el museo de esculturas, sorprendido por lo
vanguardista de las instalaciones, balbució a media voz: «¡Anda!,
yo creía que se trataba de estatuas».
Mis tareas como redactor jefe de Pueblo comenzaban de buena hora y entre las muchas
obligaciones que suponían se encontraba la de arrancar de la cama a
Felipe Navarro, Yale, un reportero de la noche que había hecho
fortuna con sus programas de televisión y radio desde que había
colaborado con el popular espacio Cabalgata
fin de semana, conducido por Bobby Deglané en la red de
emisoras de la Sociedad Española de Radiodifusión. Yale nació con
poliomielitis, y le gustaba provocar a sus interlocutores a base de
depositar su inerte pierna derecha sobre la mesa, en un gesto lleno
de desparpajo y ternura. Vivía en un hotel en la calle de la Reina,
no lejos de la redacción, y era difícil que despertara antes de las
once. «Un trabajo que te obliga a levantarte temprano –me decía– no
es un empleo decente ni honorable.» Pero el horario de cierre del
diario no permitía respetar sus costumbres, de modo que entre las
ocho y las diez de la mañana una de mis habituales obligaciones era
llamarle insistentemente por teléfono para garantizar su presencia
en el periódico. Comprendí enseguida que las tareas de mando en una
redacción rebasaban con mucho la organización de las noticias, su
jerarquización y análisis, y poco o nada tenían que ver con
sutilezas intelectuales. Un redactor jefe era antes que nada un
tutor y un psicoanalista, de modo que pasé muchas más horas de mi
vida hablando con Felipe de sus devaneos amorosos que de los
reportajes que hacía. En ocasiones le visitaba una adolescente
delgadita y con cara de lista, su hija Julia, que con el tiempo se
convertiría en una periodista de raza, como su progenitor,
entregada a la información política, lo que le permitió
constituirse en una especie de musa de la Transición. Muchas de las
conspiraciones grandes y pequeñas de esa época se llevaron a cabo
en su casa, visitada por los líderes de entonces, entre los que
descollaba la inquietante figura de Alfonso Guerra.
A mediados de los años sesenta Jesús de la
Serna me rogó que recibiera a un joven de físico demediado y torpes
maneras. Lo enviaba el propio Emilio Romero y venía recomendado por
un tal Calderón, que nada tenía que ver con el presidente del
Atlético de Madrid, del mismo nombre. Era el propietario de una
especie de cooperativa de taxis cuyos integrantes habían
protagonizado un encierro en protesta por que el alcalde hubiera
procedido a una cierta liberalización de las licencias. Se
aseguraba que Calderón representaba intereses económicos de doña
Carmen Polo, esposa del dictador, aunque nunca pude comprobarlo. Mi
visitante dijo llamarse José María García y su carta de
presentación era un reportaje que había realizado con los taxistas
en huelga, con los que había convivido unas horas. La información
tenía interés, pues por aquellas fechas no se conocían encierros
semejantes, como no fueran los que ocasionalmente protagonizaban
algunos obreros que, movilizados por los líderes de los sindicatos
clandestinos, utilizaban las parroquias como refugio frente a la
represión policial. A partir de aquella fecha García se incorporó
en tanto que redactor a la sección de Deportes y recibió la
encomienda de realizar los reportajes en el vestuario del Bernabéu.
Enseguida destacó por su osadía, teñida no pocas veces de
impertinencia, pero también por su invariable atuendo: una camiseta
de nailon de color anaranjado, similar al de las bombonas de gas,
que nos maliciábamos lavaba por las noches para poder lucirla cada
mañana. Raúl Cancio, el fotógrafo que le acompañaba a hacer las
entrevistas con los jugadores, regresaba a la redacción
invariablemente sorprendido por la audacia de su compañero, y fue
él quien le puso el mote de Butanito, argumentando que su pequeña
estatura y su redonda complexión, enfundadas en aquel niqui
naranja, le asemejaban en todo a las populares y gigantescas
redomas de gas que inundaban los hogares españoles. Butanito se
convertiría con el tiempo en uno de los más controvertidos y
famosos comunicadores de la radio española. Como haciendo honor a
su apodo, gustaba de provocar explosiones descontroladas y fue el
primero en importar a España el periodismo basura. Experiencias
posteriores acabaron por demostrar que todo es empeorable.
También por aquella época fue mi encuentro
inicial con José «Pepín» Vidal-Beneyto. Este profesor universitario
dirigía entonces un centro de estudios sociológicos caracterizado
por sus tendencias progresistas. En aquellos años la sociología era
una disciplina no muy extendida en nuestro país. Apenas existían
los sondeos de opinión, que se consideraban una moda o una novedad
importada de los Estados Unidos. Pueblo
publicó una crítica bastante acerba contra algunos de los estudios
patrocinados por el equipo de Pepín y este encontró en ello el
pretexto o el motivo para presentarse en la redacción con un
escrito de protesta. Me tocó recibirle junto a una nutrida
representación estudiantil. Se sintió sorprendido, según tuvo
ocasión de comentarme años más tarde, por la naturalidad del
diálogo que sostuvimos. Esperaba encontrarse a un burócrata del
régimen y se topó con un periodista profesional, que escuchaba sus
razones y en gran medida las compartía. Aunque su escrito de
rectificación se publicó mutilado, aquel contacto entre nosotros
fructificó con el tiempo. Pepín fue más generoso que yo con nuestra
amistad. Era un hombre bueno, un demócrata, un europeísta
convencido y un intelectual de izquierdas al que no le asustaba la
modernidad. En la fundación y desarrollo de El
País habría de jugar un papel más importante de lo que nunca
se le reconoció en vida. Sus ideas sobre la prensa de referencia
encajaban a la perfección, por lo demás, con lo que enseguida
íbamos a intentar hacer en Informaciones
después de que desembarcara el equipo de los La Serna.
Decidimos antes que nada informar lo más
objetiva y desapasionadamente posible sobre las cuestiones que
agitaban a la opinión pública española, como las huelgas ilegales y
los juicios políticos, que el diario sindical, en el que todo el
equipo había trabajado antes, trataba con suma cautela. Las
crónicas y telegramas sobre hechos semejantes irritaban sobremanera
al poder, pero no tenía instrumentos para evitar su difusión, pues
eran fundamentalmente procesos judiciales de carácter público. Como
esas noticias llegaban siempre después del mediodía, y muchas veces
cerca de la hora del almuerzo debido al horario habitual de los
tribunales, las ubicamos en la sección de Última Hora. Esta, a su
vez, lucía en la última página, que, por motivos técnicos, se
cerraba en el taller al tiempo que la primera. El resultado fue que
el envés del diario se convirtió en una acumulación de
informaciones sobre la subversión contra el régimen sin necesidad
de que hubiera un criterio o un deseo explícito de presentarlas
así. Durante años, la última del diario imantó la atención de los
lectores jóvenes y de los opositores al sistema, lo que le valió
una fama, quizá inmerecida, de periódico rebelde. En realidad
nuestro trabajo no atendía a prejuicios o credos ideológicos;
respondía sobre todo a un criterio liberal sobre la existencia y a
una voluntad irrenunciable de contar la verdad hasta donde la
autoridad competente nos lo permitiera.
El único otro diario que ejercía una cierta
caución crítica de la situación era nuestro competidor Madrid. Durante la guerra mundial, frente al
filogermanismo del Informaciones de
Víctor de la Serna, este vespertino se había distinguido por su
actitud proclive a los aliados. En la década de los sesenta fue
adquirido por inversores cercanos al Opus Dei, que colocaron en su
dirección a Antonio Fontán, un profesor de Derecho miembro de dicha
organización religiosa y vinculado de antaño a los medios, pues su
hermano era director general de la primera cadena de radio, la SER.
Fontán contrató como columnista principal a Rafael Calvo Serer,
numerario también de la Obra de Dios, colaborador del franquismo
durante muchos años y por esa época converso a la democracia. En la
década de los cincuenta, Pedro Laín Entralgo había publicado un
opúsculo con el título España como
problema. Calvo Serer, entonces al servicio de las ideas
reaccionarias, fue el encargado de contestarle con otra obra cuyo
título era de por sí revelador: España sin
problema. Aquel temprano enfrentamiento no fue más que el
preludio de lo que durante los años sesenta germinaría como una
pugna entre las dos principales familias del franquismo de la
época: la Falange, disfrazada ya del ropaje del Movimiento, y el
Opus, que desde la llegada al poder del equipo de tecnócratas de
Laureano López Rodó gozaba de la protección del todopoderoso
Carrero Blanco. Semejante padrinazgo se debía a un curioso
incidente. El almirante Carrero había acudido a un despacho de
abogados para solicitar consejo sobre los trámites de separación de
su infiel mujer, acusada por el vulgo –siempre he ignorado con qué
fundamento– de haberle engañado con el ministro de Asuntos
Exteriores, Antonio María Castiella, un oscuro democristiano que,
junto con su embajador ante la Santa Sede, precisamente
Ruiz-Giménez, había logrado el éxito de firmar el concordato con el
Vaticano. Fuera verdad o no aquella historia galante, a Castiella y
Carrero se les apodaba humorísticamente los Astados Unidos, como
consecuencia de tan extendido rumor. Cuando el almirante acudió al
letrado Amadeo de Fuenmayor para poner fin a su convivencia
matrimonial, este, lejos de atender su ruego, le convenció de la
importancia de reconciliarse con su mujer, que, para colmo de
chascarrillos populares, se apellidaba Pichot, gentilicio demasiado
onomatopéyico tratándose de historias de cama. Agradecido el delfín
de Franco por los buenos oficios de sus abogados, que le
devolvieron a la felicidad conyugal, acabaría más o menos rehén de
ellos, entregándose casi a ciegas a los dictados de los hombres del
Opus. Antonio Tovar, que con Laín, Aranguren y Ridruejo había
pertenecido a la Falange de primera hora y, al igual que ellos,
acabó denunciando los excesos de la dictadura y acogiéndose al
exilio interior, me comentó muchas veces que aquella confrontación
Falange-Opus que tanto dio que hablar en los años sesenta y setenta
había comenzado en realidad mucho antes, tras la Guerra Civil,
cuando Franco entregó la cartera de Educación al ministro Ibáñez
Martín, singular representante del integrismo religioso y muy
vinculado según Tovar a la Obra. Por aquella época Rafael Calvo era
uno de sus miembros más aguerridos, de una inflexibilidad y
sectarismo tales hasta el punto de que jocosamente se decía entre
sus contradictores que los enemigos del alma eran tres, Rafael,
Calvo y Serer. Convertido décadas más tarde a la democracia y
encaramado a las columnas del Madrid, se
erigió en adalid de las libertades y en un crítico acerbo del
gobierno, hasta donde lo permitía la situación. Algunos creían que
la gestión de Fontán y Calvo al frente del periódico, al que
dotaron de un indudable espíritu de oposición, era una argucia para
compensar la influencia absoluta que sus compañeros de religión
ejercían en los gobiernos de Franco y disipar la imagen de que en
definitiva el Opus era uno de los principales organismos de sostén
de la dictadura. Fuera cierto o no, el llamado sector azul del
gabinete, en el que descollaban las figuras del ministro de la
Organización Sindical, José Solís, y el de Información, Manuel
Fraga, multiplicó los actos hostiles contra los tecnócratas
apadrinados por el almirante; llegaron a exigir al equipo gestor de
Informaciones, y al de muchos otros
diarios, que nos borráramos del servicio de la agencia Europa
Press, mantenida y dirigida por miembros del Opus, con la intención
de asfixiarla económicamente. En medio de estos rifirrafes, en el
verano de 1969 estalló el escándalo Matesa, un fraude gigantesco
cometido por la empresa de dicho nombre, dedicada a la fabricación
de telares sin lanzadera, que se había lucrado delictivamente de
los fondos públicos dedicados a promover la exportación. Matesa
(Maquinaria Textil del Norte de España) era una empresa vinculada
nuevamente a empresarios y personalidades afines al Opus, y sus
actividades irregulares fueron amparadas, entre otros, por los
ministros de Hacienda, Juan José Espinosa, y de Comercio,
García-Moncó. Fraga vio en aquel suceso una oportunidad de oro para
atacar frontalmente a sus rivales en el poder y, lejos de
recomendar cautela o prudencia en la publicación de noticias sobre
el caso, la alentó desde su despacho oficial e incluso es probable
que facilitara algunas filtraciones.
El escándalo estalló en agosto, siendo yo
una vez más director suplente del diario por vacaciones de Jesús, y
no recibí ninguna presión del ministerio para limitar o contener
las informaciones al respecto. Sí, en cambio, fueron constantes las
llamadas al orden por parte de Espinosa, compañero de colegio de mi
padre y testigo de mi primera boda, que me llegó a asegurar que
todo lo que se estaba publicando era mentira y que Matesa era una
«serpiente de verano». Resultó en cualquier caso un reptil
venenoso. Como consecuencia de la tensión creada el dictador se vio
obligado a reformar el gobierno, sacando de él, entre otros, al
propio Espinosa y a García-Moncó, pero también a Fraga, en un acto
que pretendía ser salomónico. García-Moncó y Espinosa serían
procesados posteriormente como coautores o cómplices del fraude y
debían de ser tan culpables que el gobierno decidió indultarlos
antes de que se viera el juicio, despreciando así cualquier posible
presunción de inocencia respecto a los acusados. El presidente de
la empresa, Vilá Reyes, dio con sus huesos en la cárcel, y Fraga,
exiliado momentáneamente de la política, encontró refugio al frente
de la cervecera El Águila. En definitiva todo se saldó con una
victoria del sector afín al Opus, que multiplicó su presencia en el
gabinete, incluyendo al nuevo titular de Información, Alfredo
Sánchez Bella, encargado finalmente de cerrar el Madrid. Lo hizo, tras numerosas multas y
apercibimientos, como consecuencia de un artículo de Calvo Serer
sobre la dimisión del general De Gaulle de la jefatura del Estado
francés tras su derrota en un referéndum acerca de la
regionalización del país. «Retirarse a tiempo» era el título de la
columna que, obviamente, suponía una invitación indirecta a que el
Caudillo siguiera el ejemplo del habitante del Elíseo. Por aquellas
fechas el Madrid era ya propiedad de un
inquietante personaje, el notario Antonio García-Trevijano, de cuya
mujer se decía que trabajaba para los servicios de inteligencia de
París. Tras el cierre del periódico, la sede fue espectacularmente
dinamitada y en su lugar se construyó un bloque de pisos, para
fortuna de su propietario, que terminaría colaborando con el
sangriento dictador de Guinea Ecuatorial José Macías en la
redacción de la primera constitución de aquel país. Todo eso antes
de que se embarcara, y quisiera embarcarme a mí, en una oscura
conspiración tendente a controlar el diario El
País.
Tras el cierre del Madrid, el único periódico que publicaba en la
capital noticias inconvenientes para el régimen y daba amparo de
forma habitual a escritores incómodos para el poder era Informaciones. Entre las revistas de igual talante
destacaban Destino, Sábado Gráfico y Cuadernos
para el Diálogo. La disidencia se expresaba entre líneas,
aguzando el ingenio los redactores y tomando los directores no
pocos riesgos, pues eran ellos personalmente los responsables ante
la ley de lo que se publicara. El protagonismo quizá excesivo que
la prensa y los periodistas tuvieron durante los años iniciales de
la democracia viene justificado por el peculiar papel que diarios y
revistas desempeñaron en el tardo-franquismo después de que
desapareciera la censura previa.
Cuando estalló la bomba bajo el vehículo de
Carrero Blanco el régimen franquista estaba ya socialmente
desahuciado, en gran medida por las posiciones críticas de muchos
medios. No resultó un proceso fácil. La gente se tuvo que
acostumbrar a leer entre líneas, mientras que decenas, centenares
de profesionales fueron perseguidos, expedientados y difamados por
el poder. Pero la realidad misma no permitía muchas otras opciones
que no fuera la de enfrentarse a este. Tras el asesinato de Carrero
comenzó a ser palpable la pudrición del régimen, la desesperación
de sus gestores y el pavor de la ciudadanía. Esta empezaba a
reclamar voces independientes y no contaminadas que la ayudaran a
comprender su entorno y a ejercer sus propias decisiones. Eso es lo
que quise hacer, hasta donde lo permitían las circunstancias, aquel
día de diciembre en las sucesivas ediciones del diario que me había
tocado coyunturalmente dirigir. Ya nada iba a ser como hasta
entonces. Llegaba la hora de la nueva España.