5
Bocanadas de aire fresco

 

A comienzos de 1964, mi estancia en Pueblo se vio interrumpida después de que me concedieran una beca de la Fundación March para ampliar estudios en el extranjero. Estaba generosamente dotada y me permitió viajar a París y Londres para realizar prácticas en las redacciones de las agencias internacionales, sobre las que escribí posteriormente un estudio. Me presenté en la sede de la Agence France Presse (AFP), en el número 13 de la plaza de la Bolsa parisina, acompañado de un corresponsal español amigo de mi padre que había hecho las gestiones oportunas para que me aceptaran allí por un tiempo. La France Presse, como agencia del Estado, servía a los intereses de la política exterior francesa. Se encontraba ubicada en un edificio más que centenario que amenazaba ruina y en el que inicialmente había tenido su instalación la agencia Havas, la primera gran organización noticiosa francesa, uno de los hitos más reconocibles de la historia del periodismo del siglo XIX. El redactor jefe que nos atendió era una persona entrada en años sin ninguna de las características típicas que el imaginario colectivo otorga a los periodistas. Por su porte e indumentaria parecía más bien un funcionario judicial que un avispado reportero, y desde luego se mostraba más preocupado por que nadie de arriba le llamara la atención que por la búsqueda y distribución de primicias informativas. Tras una conversación breve me dijo con tono de displicencia:
—Irás al bureau de América Latina. Teníamos un peruano que acaba de despedirse porque le han dado un premio de novela en España y en adelante quiere dedicarse solo a escribir. Se llama Vargas, creo. Te puedes sentar en su silla.
Yo no había leído todavía La ciudad y los perros, pero sí numerosas reseñas sobre la obra y su autor, que había despertado un interés descomunal en los círculos literarios madrileños. Me sentí íntimamente halagado por el hecho de que pudiera sustituir a Vargas Llosa en su desempeño periodístico parisino. «Igual se me pega algo», pensé mientras me sentaba en lo que había sido hasta entonces su puesto de trabajo. Más de medio siglo después continúo presa de idéntica ilusión.
La sección de América Latina estaba compuesta fundamentalmente por españoles. Entre ellos destacaba Wilebaldo Solano, antiguo militante trotskista que se interesó enseguida por mí al saber que pertenecía al grupo fundador de Cuadernos para el Diálogo. Era un individuo de aspecto taciturno y en su mirada vertía el sufrimiento acumulado del exilio. Además de a Solano conocí allí a Ricardo Utrilla, que años más tarde sería director de Diario 16 y presidente de la agencia Efe. Utrilla y Solano, pero también los demás, muchos de cuyos nombres se me han perdido en la memoria, ejercieron sobre mí una especie de padrinazgo protector mientras estuve en France Presse. Mi tarea, como la del resto, se circunscribía a traducir los telegramas del francés al español, para edificar así un servicio latinoamericano que nunca fue muy competitivo. Aprendí muy poco de periodismo durante mi estancia en place de la Bourse, pero pasé un buen número de horas dialogando con Wilebaldo, que constituyó para mí, sin él saberlo, un maestro inapreciable sobre la experiencia del exilio español en Europa. Gracias a sus comentarios comprendí que las diversas organizaciones aún vivas emanadas de la República, incluido un fantasmagórico gobierno provisional en el exilio, no tenían futuro alguno en la construcción de la democracia en España. La solución debería venir de dentro, con gente nueva capaz de mirar al futuro sin enquistarse en una perpetua reyerta sobre las sinrazones del pasado. Me reafirmé en esa idea después de pasar una tarde con Dionisio Ridruejo, autoexiliado en París tras su comparecencia en el contubernio de Munich. Dionisio había sido estrecho amigo de mi padre en los primeros años cuarenta, y mi madre llegó a asegurarme que había fungido como testigo de su boda, aunque no he hallado prueba documental de ello. Era un converso a la democracia después de que hubiese militado en las facciones más pronazis de la Falange. Había sido íntimo colaborador de Ramón Serrano Suñer en la etapa de omnímodo poder del cuñado de Franco, y le había dotado de munición intelectual para tratar de justificar los desvaríos y excesos del régimen emanado de la Guerra Civil. Junto con su amigo Antonio Tovar, y aunque por caminos diferentes, ambos acabaron por distanciarse de la dictadura para alinearse en una abierta oposición a esta. Ridruejo, buen poeta, había participado, entre otros con el propio José Antonio Primo de Rivera, en la redacción de la letra del «Cara al sol», el himno de la Falange. Durante su exilio en Francia en aquellos años sesenta gozó de la protección de un famosísimo líder republicano, Julián Gorkin, secretario general del POUM catalán, de obediencia comunista, sobre el que la historia arrojó severas sospechas respecto a su eventual participación en la detención y asesinato de Andrés Nin. Dionisio disfrutaba de un despacho en la capital francesa gracias a la generosidad de Gorkin, y cuando fui a visitarlo mantuve una extensa charla con ambos, de la que extraje las mismas conclusiones que de mis debates con Wilebaldo. No habría democracia en España si no era de reciente cuño, inventada y creada por las nuevas generaciones.
Aunque no aprendí mucho periodismo en París, aproveché el tiempo para mejorar mi francés, conocer a fondo la ciudad y ver el cine prohibido en España. Un día de abril recibí una llamada de Gregorio Peces-Barba para anunciarme que iba a pasar unos días allí en compañía de Julio Rodríguez Aramberri. Estuvieron poco tiempo, pero disfruté mucho de la conversación con mis amigos, que me traían noticias frescas de España. Coincidiendo con su visita se celebró en la capital francesa una Feria del Libro Marxista, a la que acudimos con entusiasta curiosidad. Se trataba de la exposición y venta de las últimas novedades aparecidas en los países comunistas, entre las que resaltaban un buen número de títulos dedicados a la Revolución cubana y otros muchos al proceso chino, que se hallaba inmerso en la Revolución cultural. Arramblamos con toda la literatura posible sobre Fidel y Mao, y con las obras completas de este. Al día siguiente por la mañana me llamó mi padre desde Madrid para pedirme que le comprara «una de esas maletas canguro marca Lancel», entonces inexistentes en España y que eran muy de su agrado. Así lo hice y se la di a mis amigos, con el ruego de que la hicieran llegar a mi casa, habida cuenta de que yo partía semanas después para Londres. También les pedí que se llevaran los libros que habíamos comprado en la mentada feria, pues pesaban mucho y yo viajaba en avión, mientras que ellos lo hacían en tren; además tardaría todavía varios meses en regresar a España. Se prestaron amablemente a hacerme ambos favores y no tuvieron mejor ocurrencia que meter los libros, los míos y los suyos, todos juntos, en la maleta recién comprada. Al pasar la aduana en Irún, de vuelta a la patria, el carabinero de turno les preguntó por el contenido del equipaje. «Son libros», dijeron. «A ver, ábranla», y ante los ojos del guardia entró en ebullición un volcán de literatura subversiva. Según las leyes franquistas de la época, si te intervenían libros prohibidos con solo un ejemplar de cada título, pasabas a ser sospechoso de desafección al sistema, pero no te podían acusar de delito alguno. Si por el contrario portabas varios ejemplares, eras acusado de propaganda ilegal, lo que además hacía presuponer tu enrolamiento en alguna organización clandestina. Para librarse del embrollo, Gregorio y Julio explicaron que la maleta no les pertenecía a ellos sino a un preboste del Movimiento, don Vicente Cebrián, al que el comisario jefe de turno telefoneó para comprobar la exactitud de la información. Los libros eran por otra parte valioso material de trabajo que su hijo, es decir yo, le enviaba desde París. Aclarado el entuerto y tras largo forcejeo, pudieron continuar viaje, pero la policía elaboró un informe y requisó maleta y ejemplares.
Meses más tarde, de regreso a Madrid, recibí una citación para que me presentara en la comisaría de mi barrio. Fui conducido a una sala poco iluminada repleta de armarios archivadores, donde me recibió un inspector rechoncho y mal encarado que me conminó a sentarme en una silla frente a una mesa de despacho plagada de papeles en desorden, tachonado su tablero por cientos de borrones de tinta. El funcionario se quitó la americana, dejando al descubierto una sobaquera de la que extrajo el arma reglamentaria para depositarla con estudiada indiferencia sobre la mesa. Luego pidió a un ayudante que buscara mi ficha. El acólito, un joven policía que debía de estar recién salido de la escuela, rebuscó durante unos minutos en los archivadores y al final extrajo una carpeta de la que colgaba un inmenso acordeón de papel. «Esta es la información que tenemos sobre ti», me aclaró el inspector. Quedé sorprendido de que un personaje sin apenas currículo, que no militaba en ninguna organización y además pertenecía a una familia de vencedores en la guerra, hubiera merecido tanta atención por los detectives de la policía política. Allí estaba, escrita a mano y a máquina, toda mi vida. Mi interrogador quería aclarar los pormenores referentes a la maleta, qué había estado haciendo yo durante meses en Europa, qué estudiaba, a qué me dedicaba, qué pensaba, con quién me relacionaba… Fueron dos o tres horas de intenso diálogo en las que me esforcé por demostrar mi inocencia ante un patán bravucón que al final me despidió con un «Ya te llamaremos si te necesitamos». Al regresar a mi casa le comenté a Enrique, el portero de toda la vida, el incidente.
—Hace semanas –me confesó– vinieron varias veces por aquí preguntando a los vecinos sobre tu persona y movimientos; se lo dije a tu padre y me rogó que no te lo comentara.
Tampoco quiso hablarlo él conmigo. Aquella fue mi primera experiencia personal sobre cómo funcionaba la represión política. Muchas veces me encontré en situaciones similares aunque nunca llegué a ser detenido. Yo frecuentaba las sedes de organizaciones más o menos legales, casi siempre relacionadas con el Movimiento Europeo, en las que se organizaban conciliábulos para conspirar contra la continuidad del régimen. De habitual me encontraba en ellas con Álvaro Gil-Robles, hijo menor de quien había sido el gran líder democristiano durante la República, Javier Solana o Gregorio Marañón. Teníamos un limitado sentido, al menos yo, del riesgo que corríamos, pero a finales de los años setenta, durante una cena en casa de Marañón, evocando aquellas aventuras juveniles me encontré con que los asistentes, casi todos ellos pertenecientes a familias vencedoras en la Guerra Civil, confesaron unánimemente haber vivido con permanente miedo a la policía política franquista. Comenté entonces que si este era el sentimiento de los hijos de los triunfadores, cabía imaginar cuál no sería el pavor de los que pertenecían al bando derrotado.
En París me alojé en un hotelito de la avenue Marceau, donde ocupaba una habitación con lavabo incluido. El inodoro y la ducha eran compartidos con el resto de los inquilinos del piso. Por las noches solía escribir crónicas que enviaba bien a Pueblo, bien a Cuadernos, y me entretenía experimentando con mi aptitud para la poesía. No tenía amigos, aparte de los del trabajo, y me acostumbré a vivir solo con cierta facilidad. Empleaba el tiempo en recorrer la ciudad a pie, de modo que la llegué a conocer bastante bien. Difícilmente puedo decir que me considerara a mí mismo un parisino, pero llegué a aclimatarme al ambiente, por lo que cuando emprendí el camino de Londres lo hice seguro de que guardaría con el tiempo una enorme nostalgia de la Ciudad de la Luz.
El Reino Unido no pertenecía aún al Mercado Común Europeo. Las costumbres de sus habitantes diferían mucho de las del continente. No solo por el hecho de que condujeran por la izquierda, cosa que han mantenido tercamente hasta hoy, lo mismo que su rechazo al sistema métrico decimal, sino porque todo allí estaba diseñado para distinguirse frente al resto y marcar a las claras que el canal de la Mancha era una frontera casi infranqueable. Los sueños imperiales, cuyo rescoldo aún perdura en el reciente resultado del referéndum sobre el Brexit, se hacían patentes en cada esquina. La más complicada de las estructuras cotidianas resultaba ser la moneda. Hasta que llegué allí nadie me explicó que la libra esterlina se componía de 20 chelines y que cada chelín era un conjunto de 12 peniques. De modo que un chelín y medio era 1,6 y no 1,5, como el hábito decimal inclinaba a suponer. Para mayor confusión los precios de los escaparates se indicaban frecuentemente en guineas, que era una cantidad equivalente a una libra y un chelín, es decir, 21 chelines, pero era también una moneda inexistente como tal. No había guineas de curso corriente, como tampoco coronas, aunque algunos comerciantes las anunciaran en sus precios, pero sí medias coronas, cuyo valor era de dos chelines y medio, es decir, 2,6. Semejante galimatías constituía una trampa para los visitantes, incapaces muchas veces de calcular las fracciones adecuadas, y siempre dispuestos a extender la mano frente a la cajera de turno con un buen puñado de pesadísimas monedas, a fin de que ella se sirviera por sí misma. Junto al exotismo pecuniario permanecían muchas otras reglamentaciones ciudadanas que hoy perviven casi como curiosidad turística, pero que por entonces respondían a una estricta ordenación de la convivencia. Los pubs, casi únicos establecimientos autorizados a dispensar alcohol, abrían de once de la mañana a tres de la tarde y de cinco de la tarde a once de la noche. Era prácticamente imposible cenar con cerveza o vino fuera de ellos, y eran muy pocos los que ofrecían algún tipo de alimento en condiciones.
Vivía en un apartamento en Hampstead, en compañía de un estudiante de Ingeniería de origen sefardí, Jo Elmaleh, y troqué la soledad parisina por un sinfín de amigos y conocidos de muy diversas nacionalidades. Jo acostumbraba a organizar fiestas en nuestro apartamento, que se llenaba de estudiantes y jóvenes profesionales, e invitaba regularmente cada viernes a alguna de sus novias a cenar con nosotros. Hacia mediados de mayo, una noche de lluvia tocaron a la puerta y cuando abrí me encontré de frente con una rubia de ojos claros. «Soy Michele», me dijo mientras estrujaba la melena empapada de agua, sudor y no sé si alguna lágrima. Se trataba de una amiga de quien me había precedido en el alquiler. Era una francesa de la buena sociedad, a la que le quedaban aún semanas para acabar sus estudios en Londres. Se había quedado sin posibles, no quería pedir dinero a casa y se preguntaba si yo podría alojarla. Viví con Michele durante algunas semanas una historia de amor platónico y apenas algo más que algunos escarceos carnales. Lloré cuando regresó a París y la olvidé con cierta facilidad en brazos de otras chicas que cada fin de semana acudían a las fiestas de Jo. En Londres desperté a la vida amorosa y el donjuaneo, que nunca hasta entonces se me había dado bien. Mi aposento estaba empapelado de poemas gentiles que pergeñaba cada noche con enfebrecido ánimo. Asumí que la libertad sexual era solo un aspecto de la libertad a secas, algo que solo comencé a vivir plenamente entonces.
En París había descubierto una cierta modernidad cultural a base de acudir a los cines de ensayo y a los teatros. Tuve incluso el acierto de presentarme en el estreno de los ballets cubanos, presidido por el Che Guevara, sentado unos metros más allá de mi butaca. En el mismo acto me topé, por vez primera en mi vida, con José María de Areilza, entonces embajador de Franco ante el Elíseo y posteriormente uno de los líderes de la oposición democrática liberal. Viví, en fin, una vida repleta de entusiasmo por la cultura y por los incipientes movimientos de disidencia contra el franquismo, pero al caer la noche las más de las veces me convertía en un lobo solitario que merodeaba por las calles y las estaciones de metro, con un ansia de conocer la ciudad, de patearla, como nunca he tenido en ninguna otra ocasión.
Durante mi estancia en Londres, en cambio, encontré mi madurez y mi identidad. Tenía solo diecinueve años, pero hacía más de tres que había entrado en la universidad y dos desde que había empezado a trabajar como periodista. En Inglaterra experimenté además un choque cultural de considerable magnitud. Aquella era otra civilización, muy distinta a la del continente. En este, aunque las distancias respecto al nivel de desarrollo español fueran enormes, todo se reducía a traducir al idioma vernáculo experiencias comparables a las nuestras. La sociedad británica era, sin embargo, algo completamente alejado de cuanto yo había conocido. Me ayudó a entenderla Luis de Castresana, autor de un opúsculo muy entretenido sobre Inglaterra vista por españoles, y con el que salía a cenar con frecuencia por los bares del Soho, en cuyas callejuelas merodeaba de continuo un asesino en serie. Recuerdo con emoción mi primera asistencia a las tribunas del público en la Cámara de los Comunes, los atardeceres de primavera en Hyde Park, la descarada aunque inocente libertad sexual de las alumnas de un internado que frecuentaba y los sermones dominicales del cura de mi parroquia, que rara vez alcanzaba a comprender pues mi nivel de inglés no era aún lo suficientemente bueno para ello. Probablemente por eso dejé de cumplir con el precepto dominical, y nunca más volví a observarlo desde entonces. Me parece que fue así, empujado por el hedonismo y la curiosidad, como empecé a abandonar la práctica religiosa, que ya no he vuelto a recuperar. Y aunque todavía era creyente, y vivía obsesionado por los sentimientos de culpa, comenzó a nacer en mí una actitud autoindulgente que con el tiempo se consolidaría. Quedé embebido en un mundo de formalidades que rendía tributo a la convivencia y por esas mismas fechas leí el ensayo de Stuart Mill sobre La libertad, uno de los libros que más han influido en mi pensamiento. Sin yo saberlo, sin cuestionármelo siquiera, me estaba convirtiendo en un cosmopolita, un ciudadano del mundo al que las querellas internas de la España degradada y sufriente que había dejado le resultaban distantes y extrañas. Me parecía que, en toda su decadencia, los restos del Imperio británico eran capaces de reunir a un tiempo los valores de la tradición y el vértigo de la modernidad, y acabé por comportarme como un anglófilo empedernido.
Desde el punto de vista de la profesión las enseñanzas que recibí durante mi estadía en United Press International (UPI) y Associated Press resultaron asimismo del todo novedosas. La sede de la UPI quedaba ubicada en Bouverie, un callejón afluente de la famosa Fleet Street donde se erguía también, imponente, el cuartel general del News of the World. Me arrebataban la exuberancia de la prensa británica, su gran número de cabeceras, sus tiradas multimillonarias y los ritos que se edificaban a su alrededor. Por aquellas fechas murió lord Beaverbrook, propietario y fundador del Express, uno de los monstruos sagrados de la profesión, y me apresuré a visitar la sede del diario, donde se habían establecido un túmulo y una lista de firmas ante la que desfiló un buen número de ciudadanos. Mi amigo Jo estaba suscrito al Times, cuya primera página la ocupaban íntegramente los clasificados, lo que nosotros llamábamos «anuncios por palabras», y abría sus informaciones en la tercera, dedicadas al deporte, dando lugar preferente a las noticias y comentarios sobre el críquet. El diario imprimía cada noche una edición en papel especial de lujo, con destino al palacio de Buckingham, como si la realeza tuviera derecho a no ennegrecerse las manos con los editoriales de turno. También me interesaban mucho los tabloides; nunca he experimentado hacia ellos la repulsión que la sociedad políticamente correcta habitualmente siente. Aun reconociendo y lamentando los excesos y abusos que cometen, que no eran todavía tan obscenos ni frecuentes como en décadas posteriores, realizaban a mi ver un periodismo necesario en nuestras sociedades, y no solo con el ánimo de entretener. Entonces no me sentía capaz de conceptualizar semejante criterio, hasta que muchos años más tarde Carlos Fuentes me relató algo que me ayudaría a comprender esa fascinación. Había estado con Salman Rushdie en su retiro secreto, amenazado como estaba de muerte por los fundamentalistas islámicos, y el escritor indio le había comentado algo así como que la prensa popular era la única que publicaba historias de la vida real. Mientras los diarios llamados «de referencia» nos dedicábamos a reseñar los discursos de los políticos, las ruedas de prensa, los comunicados de las empresas y cosas por el estilo, los tabloides hablaban de crímenes y sangre, de hechos reales que acontecen a las gentes reales, de sus sufrimientos, sus amenazas, sus aspiraciones, sus vergüenzas, sus fracasos y sus éxitos.
Tardé más de lo previsto en regresar de Londres a mi casa de Madrid, donde padecí uno de los veranos más calurosos que recuerdo. Llegué bien entrado el mes de julio, con un bagaje de conocimientos y experiencias que habían cambiado por completo mi punto de vista sobre la existencia. Me había acostumbrado a vivir solo e independiente, y se había despertado en mí una pasión por viajar que no me abandonaría nunca.
La primera vez que tuve oportunidad de visitar el extranjero había sido en una excursión con el colegio a Lourdes. Tenía yo doce años y me ilusionaba extraordinariamente el viaje que hicimos en autobús en dos etapas, con escala para dormir en San Sebastián. En mi pubertad yo era un chico religioso y tímido, buen estudiante y siempre muy curioso de cuanto me rodeaba. Quedé impresionado por el tamaño de la basílica erigida en honor de la Virgen, pero no me interesó mucho la gruta donde supuestamente se había aparecido. Un sinnúmero de enfermos y tullidos se arrastraban quejosamente delante de la imagen de la Inmaculada, murmurando jaculatorias y compadeciéndose por su mala salud. El espectáculo de piezas ortopédicas colgadas en la cueva, en recuerdo de los milagros que habían hecho andar a decenas de cojos, me resultó especialmente desagradable. Ya entonces suponía yo que las curaciones de ese género, si habían sucedido, se debían más a la autosugestión de quienes las experimentaban que a ninguna intervención divina. Al atardecer nos sorprendió una tormenta y las tiendas en las que habíamos acampado se inundaron de tal forma que chapoteábamos en el agua bajo nuestros colchones neumáticos. Me acomodé en un saco de dormir húmedo y apestoso. A medianoche me despertó el aliento con hedor a cebolla de mi prefecto de clase que, con voz atiplada, me preguntó si tenía frío, cosa por lo demás evidente. Luego se acurrucó junto a mí, me envolvió con su cuerpo, calentando mis pies con los suyos y pretendió manipularme el bajo vientre a la par que forzó un par de besos en mis labios, antes de que yo lograra voltear la cara, abochornado por el miedo. Al rato se apagó mi tiritera y me dormí un tanto turbado por la agresión. Todavía mi espíritu era inocente y no le di mayor importancia al acoso que, cuando desperté por la mañana, se me antojó como soñado y no vivido. El profesor, un canijo de Vitoria que enseñaba griego y al que habría de soportar durante los dos años siguientes, debió de pensar que mi moderada resistencia era indicio de que podría ser víctima fácil de sus deseos, porque cuando acabó el viaje y me fui a veranear a El Escorial aprovechó varios fines de semana para visitarme y saludar a mis padres. Me sentía halagado por su presencia y por las cartas que me escribía, en las que alababa mis cualidades de estudiante y me aleccionaba sobre cómo comportarme con mis amigos. De vuelta al colegio continuó su cortejo, que yo no percibía aún como tal, pero comenzaba a hartarme porque me iba ganando ante mis compañeros una fama de enchufado que no me favorecía. Me encargó la dirección de una revista mensual de propaganda católica, Hosanna, de la que él era responsable ante la comunidad. También me animó a fabricar el periódico mural de la clase y luego una revista a ciclostil bajo el populista título de Pantón («De todos», en griego). Acabó por convertirse en mi director espiritual y yo le trataba como a un verdadero maestro. En mi candidez no prestaba atención a los comentarios que a veces hacía de mi indumentaria. «Te sientan bien los pantalones largos», me dijo un día en que yo acababa de estrenar esa prenda, símbolo de que había comenzado la adolescencia. Algunos domingos paseábamos por el Retiro y hablábamos de cine y de teología. No había vuelto a insinuarse de forma física y yo prácticamente había olvidado lo sucedido en Francia, pues repito que en mi confusión llegué a pensar que se trataba de un mal sueño. Un día me citó en lo que pomposamente llamábamos «la redacción de la revista» y que no era sino un cuartucho sin ventanas de escasas dimensiones que servía de almacén de impresos. Sentado frente a mí en una silla de madera comenzó a hablar de lo difícil de la edad en la que me encontraba, debido a los cambios físicos y psicológicos que sin duda tenía que estar experimentando, para acabar adoctrinándome sobre la importancia de la higiene personal y la necesaria limpieza de los genitales. Me preguntó si entendía lo que quería decir y yo asentí con un movimiento de cabeza. Se apresuró a añadir que él me podía enseñar como había de hacerlo, pues era preciso retraer el prepucio para asegurarse de que no quedaban restos de suciedad en el pene. Mientras hablaba echó mano a mi bragueta y trató de abrirla. Desconcertado, noté un golpe de calor en la cara, luego me levanté bruscamente y me fui dando un portazo. De regreso a casa el cerebro me daba vueltas, estuve a punto de vomitar y me asaltó un sentimiento de profundo desamparo. Como me fallaban las piernas busqué un sitio en el que sentarme y al no encontrarlo decidí hacerlo en el bordillo de la acera, donde estuve durante varios minutos tratando de recuperar el equilibrio y el aliento.
Aquella experiencia repugnante me turbó, pero no creo que haya determinado para nada el resto de mi vida. Cuando décadas después comenzaron las denuncias públicas sobre pederastia en los colegios y parroquias católicas y pudimos ver a arzobispos y sacerdotes pedir perdón públicamente por sus abusos contra los niños a ellos encomendados, asumí que yo también había sido una víctima y hasta tuve la tentación de personarme en algunos de los casos abiertos contra esos criminales amparados, como tantos otros de diversa especie, por la Santa Madre Iglesia. Desistí de hacerlo porque no creía yo que aquellos episodios me hubieran marcado sustancialmente; también porque temía que se considerara que trataba de sumarme al escándalo por simple afán de notoriedad. Muchas veces me he preguntado si hice bien callando en mi edad adulta, si bajo el pretexto de mostrarme responsable no estaba en realidad adoptando la misma postura del avestruz que tantos jerarcas del catolicismo habían ensayado. Incidentalmente solo he hecho antes de ahora una ligera mención de aquellos sucesos. Fue en una cena a la que asistían unos cuantos líderes de la UCD, convocados por Juan José Rosón, a la sazón gobernador civil de Madrid. No recuerdo bien de qué hablábamos, pero sí que en un momento salió a colación la gran cantidad de ex alumnos del colegio del Pilar que nutrían las filas de aquella formación política, varios de los cuales estaban presentes. Rememoramos los días de la escuela y dije algo respecto a los asaltos a que eran sometidos muchos estudiantes por parte de profesores rijosos. No sé ahora cómo lo hice, pero recuerdo con claridad el comentario de Rafael Arias Salgado:
—O sea ¿que tú también fuiste novio de don Prudencio?
Entonces, y solo entonces, por ingenuo que parezca, me di cuenta de que yo no había sido objeto en el pasado de ninguna exaltación amorosa, sino víctima de un depredador despreciable.
El tema de la pederastia entre los sacerdotes católicos tardaría mucho tiempo aún en saltar a las páginas de los periódicos y al debate político internacional. Incluso en la actualidad, pese a los actos de contrición realizados por los últimos papas, sigue envuelto en un secreto culpable con el que la Iglesia quiere proteger no tanto a sus miembros como el principio de su poder. En la jerarquía late todavía el deseo de reservarse para ella la potestad de enjuiciar y sancionar las conductas desviadas de sus sacerdotes, con desprecio al poder civil al que se someten solo mediante imposición.
Las vicisitudes de aquel viaje al extranjero, que yo esperaba tan iniciático como el que hice a mis once años para ver por vez primera el mar, no me arredraron, sin embargo, a la hora de imaginar un futuro nómada que, por diversas razones, nunca llegó a concretarse. Viajar ha sido para mí una obsesión gratificante. Quizá se deba a que desde la infancia más temprana había percibido el aislamiento absoluto a que los españoles de mi generación parecíamos condenados. El extranjero era algo distante y anhelado por nosotros, habitantes de un gueto de pobreza e incultura en el que parecíamos muertos vivientes. Ya en mi época colegial envidiaba a mis compañeros más pudientes, que veraneaban en San Sebastián y podían pasar a Francia durante las vacaciones. Se proveían así de los bolígrafos y lápices de última generación, y de forros plastificados para los libros que nosotros teníamos que proteger del uso envolviéndolos con un papel áspero y torpemente doblado. De modo que dos años después de la experiencia de Lourdes me alisté a una excursión organizada también por el colegio del Pilar, para hacer un periplo europeo como viaje de fin de curso, una vez terminados los estudios de bachillerato. Ese fue mi primer contacto real con Europa, en el que pude entender lo que la democracia desarrollada significaba, y distinguir el modelo de países a los que mi generación quería que España se pareciera. Corría el verano de 1960 y se acababa de implantar el Plan de Estabilización Económica, que marcó el comienzo de un incipiente desarrollo y suscitó ya entonces demandas de una apertura sindical y política que la dictadura se resistía a propiciar.
A partir de esa época viajé cuanto pude, y no he dejado de hacerlo hasta nuestros días. Logré inscribirme para estudiar Derecho Comparado en un curso estival de la Universidad de Trieste. Hice el trayecto hasta la ciudad italiana con mi amigo Javier Rupérez en un desvencijado Fiat 600 propiedad del párroco de Torrelodones. Fue una escapada llena de peripecias, en la que conocí entre otros a Jerónimo Saavedra, más tarde ministro en el gobierno de Felipe González y presidente de Canarias. También a una hermosa italiana, Loredana Medeot, hija de un ferroviario del pequeño pueblo de Redipuglia, escenario de una violenta batalla durante la guerra mundial. Javier y yo mantuvimos un enamoramiento platónico con Loredana, lo que tiempo más tarde jugaría un papel inesperado durante el secuestro de Rupérez por terroristas de ETA. Posteriormente a la estancia en Trieste, mi beca de estudios para realizar prácticas en París y Londres supuso una inmersión absoluta en lo que ya por entonces consideraba la modernidad, y que suponía una ruptura casi total con todo lo que había mamado desde pequeño: religión, familia, intereses culturales y vida sexual.
Al regreso de mi estancia en la capital británica me esperaba una noticia del todo sorprendente. Emilio Romero, por indicación de Jesús de la Serna, decidió nombrarme redactor jefe de las páginas de Local. No había cumplido aún los veinte años y me veía al frente de un equipo humano variopinto y divertido, en el que destacaban los reporteros estrella del momento, Tico Medina y Yale, al que poco más tarde se incorporaría Jesús Hermida. Con este llegué a entablar una amistad sólida y duradera que el paso del tiempo se encargaría de agostar. Las páginas de local incluían la información sobre el mundo de la farándula, y aquellos fueron unos años divertidos en los que acababa mis noches en los tablaos madrileños, acompañado del inolvidable Rafael Muñoz Lorente, y organizábamos reportajes sorpresa que compensaran el tedio de la información municipal. Coincidió mi estadía en dicha responsabilidad con el relevo en la alcaldía madrileña del conde de Mayalde por Carlos Arias Navarro. Mayalde había sido militante del partido de Gil-Robles durante la República, y acabó alistándose en la Falange al comenzar la guerra. Era un individuo menudo, lucía un bigotillo que acentuaba su aspecto de petimetre y estaba dotado de un singular sentido del humor. En las postrimerías del régimen, a principios de los años setenta, se hicieron famosas dos frases suyas, espetadas con resignación en las sesiones del Consejo Nacional del Movimiento, la Cámara Alta del singular parlamento franquista. «A base de prohibir los partidos políticos –declaró cuando se debatía la eventualidad de una ley de asociaciones– hemos prohibido hasta el nuestro.» Para acabar sentenciando: «Yo ya no sé si soy de los míos». Dicho condesito hizo gala de una incapacidad absoluta para gestionar los problemas de la capital de España cuando lo que había sido una ciudad administrativa y repleta de funcionarios se convirtió en una potencia industrial bajo la presión de la inmigración andaluza y murciana que, por aquellas fechas, transformó el tejido social de España. Le relevaría un amigo íntimo de la mujer de Franco, Arias Navarro, al que el destino le habría de deparar ser el último primer ministro de la dictadura y el primero de la monarquía. Arias, fiscal de profesión, había sido director general de Seguridad y se distinguió durante la contienda civil por su brutalidad como gobernador de Málaga, donde llevó a cabo una sangrienta represión. En su condición de edil logró hacerse medianamente popular. Inauguró nuevas maneras en su trato con la prensa, con la que acostumbraba a departir frecuentemente, y se esforzó en una cierta modernización del entorno urbano. A él se debió la decisión de acabar con las numerosas vaquerías que estabulaban el ganado en el centro de la capital. Casi en cada manzana de los barrios burgueses existía una granja en cuyo interior moraban media docena de reses que surtían de leche al vecindario. Era fácil contemplarlas desde la calle, a través de los sucios cristales del escaparate. Los animales, siempre inmovilizados frente a sus pesebres, padecían toda clase de enfermedades y eran ordeñados a diario por los mozos de la tienda, que luego distribuían la leche a granel y a domicilio, no sin antes mezclarla con la propia orina de los bóvidos para aumentar la producción sin que se modificara apenas la densidad del líquido. Las cocineras de las clases pudientes encendían cada mañana sus fogones de carbón y ponían a hervir en grandes ollas aquel fluido de un blanco grisáceo, para acabar así con las bacterias y garantizar su salubridad antes de servir el café con leche de los desayunos. La decisión de Arias de enviar las vacas al campo y cerrar aquellos apestosos nidos de inmundicia causó cierto revuelo ciudadano y dio origen al primero de los pocos debates televisados que permitió el dictador sobre alguna decisión administrativa. La casualidad hizo que yo participara en él, siendo este mi bautismo de fuego en la televisión. Arias emprendió igualmente obras de considerable importancia urbana. Construyó el primer paso elevado de la ciudad, frente a la estación de Atocha, que recibió enseguida el apodo popular de Scalextric y que durante lustros fue un icono del atribulado desarrollo capitalino. También inauguró el puente de la prolongación de Juan Bravo sobre la Castellana, pues su ignorancia o su aburrimiento le habían llevado a aprobar la instalación del museo de esculturas al aire libre que todavía alberga obras de Chillida, Miró y tantos otros maestros. La del primero, una pieza de hormigón armado destinada a ser suspendida bajo el paso elevado, generó en la prensa una polémica formidable cuando técnicos municipales aseguraron que el puente se hundiría debido a su excesivo peso. Aunque José Antonio Fernández Ordóñez, el ingeniero que había calculado técnicamente la estructura y había contribuido a su materialización, garantizó que eso no sucedería, los burócratas no se atrevieron a colgarla y fue abandonada en el suelo durante años. Recibió en los periódicos el apodo de «la sirena varada» cuando algún reportero con ínfulas literarias describió así la imagen de la hermosa alegoría de hormigón diseñada por Chillida y abandonada en la playa de cemento. Ya en la democracia, la sirena fue izada a su emplazamiento previsto y desde entonces preside el espacio artístico del entorno sin que se haya producido ninguno de los daños o destrozos que los serviles funcionarios municipales auguraban. Cuentan por lo demás que cuando Arias acudió a inaugurar el museo de esculturas, sorprendido por lo vanguardista de las instalaciones, balbució a media voz: «¡Anda!, yo creía que se trataba de estatuas».
Mis tareas como redactor jefe de Pueblo comenzaban de buena hora y entre las muchas obligaciones que suponían se encontraba la de arrancar de la cama a Felipe Navarro, Yale, un reportero de la noche que había hecho fortuna con sus programas de televisión y radio desde que había colaborado con el popular espacio Cabalgata fin de semana, conducido por Bobby Deglané en la red de emisoras de la Sociedad Española de Radiodifusión. Yale nació con poliomielitis, y le gustaba provocar a sus interlocutores a base de depositar su inerte pierna derecha sobre la mesa, en un gesto lleno de desparpajo y ternura. Vivía en un hotel en la calle de la Reina, no lejos de la redacción, y era difícil que despertara antes de las once. «Un trabajo que te obliga a levantarte temprano –me decía– no es un empleo decente ni honorable.» Pero el horario de cierre del diario no permitía respetar sus costumbres, de modo que entre las ocho y las diez de la mañana una de mis habituales obligaciones era llamarle insistentemente por teléfono para garantizar su presencia en el periódico. Comprendí enseguida que las tareas de mando en una redacción rebasaban con mucho la organización de las noticias, su jerarquización y análisis, y poco o nada tenían que ver con sutilezas intelectuales. Un redactor jefe era antes que nada un tutor y un psicoanalista, de modo que pasé muchas más horas de mi vida hablando con Felipe de sus devaneos amorosos que de los reportajes que hacía. En ocasiones le visitaba una adolescente delgadita y con cara de lista, su hija Julia, que con el tiempo se convertiría en una periodista de raza, como su progenitor, entregada a la información política, lo que le permitió constituirse en una especie de musa de la Transición. Muchas de las conspiraciones grandes y pequeñas de esa época se llevaron a cabo en su casa, visitada por los líderes de entonces, entre los que descollaba la inquietante figura de Alfonso Guerra.
A mediados de los años sesenta Jesús de la Serna me rogó que recibiera a un joven de físico demediado y torpes maneras. Lo enviaba el propio Emilio Romero y venía recomendado por un tal Calderón, que nada tenía que ver con el presidente del Atlético de Madrid, del mismo nombre. Era el propietario de una especie de cooperativa de taxis cuyos integrantes habían protagonizado un encierro en protesta por que el alcalde hubiera procedido a una cierta liberalización de las licencias. Se aseguraba que Calderón representaba intereses económicos de doña Carmen Polo, esposa del dictador, aunque nunca pude comprobarlo. Mi visitante dijo llamarse José María García y su carta de presentación era un reportaje que había realizado con los taxistas en huelga, con los que había convivido unas horas. La información tenía interés, pues por aquellas fechas no se conocían encierros semejantes, como no fueran los que ocasionalmente protagonizaban algunos obreros que, movilizados por los líderes de los sindicatos clandestinos, utilizaban las parroquias como refugio frente a la represión policial. A partir de aquella fecha García se incorporó en tanto que redactor a la sección de Deportes y recibió la encomienda de realizar los reportajes en el vestuario del Bernabéu. Enseguida destacó por su osadía, teñida no pocas veces de impertinencia, pero también por su invariable atuendo: una camiseta de nailon de color anaranjado, similar al de las bombonas de gas, que nos maliciábamos lavaba por las noches para poder lucirla cada mañana. Raúl Cancio, el fotógrafo que le acompañaba a hacer las entrevistas con los jugadores, regresaba a la redacción invariablemente sorprendido por la audacia de su compañero, y fue él quien le puso el mote de Butanito, argumentando que su pequeña estatura y su redonda complexión, enfundadas en aquel niqui naranja, le asemejaban en todo a las populares y gigantescas redomas de gas que inundaban los hogares españoles. Butanito se convertiría con el tiempo en uno de los más controvertidos y famosos comunicadores de la radio española. Como haciendo honor a su apodo, gustaba de provocar explosiones descontroladas y fue el primero en importar a España el periodismo basura. Experiencias posteriores acabaron por demostrar que todo es empeorable.
También por aquella época fue mi encuentro inicial con José «Pepín» Vidal-Beneyto. Este profesor universitario dirigía entonces un centro de estudios sociológicos caracterizado por sus tendencias progresistas. En aquellos años la sociología era una disciplina no muy extendida en nuestro país. Apenas existían los sondeos de opinión, que se consideraban una moda o una novedad importada de los Estados Unidos. Pueblo publicó una crítica bastante acerba contra algunos de los estudios patrocinados por el equipo de Pepín y este encontró en ello el pretexto o el motivo para presentarse en la redacción con un escrito de protesta. Me tocó recibirle junto a una nutrida representación estudiantil. Se sintió sorprendido, según tuvo ocasión de comentarme años más tarde, por la naturalidad del diálogo que sostuvimos. Esperaba encontrarse a un burócrata del régimen y se topó con un periodista profesional, que escuchaba sus razones y en gran medida las compartía. Aunque su escrito de rectificación se publicó mutilado, aquel contacto entre nosotros fructificó con el tiempo. Pepín fue más generoso que yo con nuestra amistad. Era un hombre bueno, un demócrata, un europeísta convencido y un intelectual de izquierdas al que no le asustaba la modernidad. En la fundación y desarrollo de El País habría de jugar un papel más importante de lo que nunca se le reconoció en vida. Sus ideas sobre la prensa de referencia encajaban a la perfección, por lo demás, con lo que enseguida íbamos a intentar hacer en Informaciones después de que desembarcara el equipo de los La Serna.
Decidimos antes que nada informar lo más objetiva y desapasionadamente posible sobre las cuestiones que agitaban a la opinión pública española, como las huelgas ilegales y los juicios políticos, que el diario sindical, en el que todo el equipo había trabajado antes, trataba con suma cautela. Las crónicas y telegramas sobre hechos semejantes irritaban sobremanera al poder, pero no tenía instrumentos para evitar su difusión, pues eran fundamentalmente procesos judiciales de carácter público. Como esas noticias llegaban siempre después del mediodía, y muchas veces cerca de la hora del almuerzo debido al horario habitual de los tribunales, las ubicamos en la sección de Última Hora. Esta, a su vez, lucía en la última página, que, por motivos técnicos, se cerraba en el taller al tiempo que la primera. El resultado fue que el envés del diario se convirtió en una acumulación de informaciones sobre la subversión contra el régimen sin necesidad de que hubiera un criterio o un deseo explícito de presentarlas así. Durante años, la última del diario imantó la atención de los lectores jóvenes y de los opositores al sistema, lo que le valió una fama, quizá inmerecida, de periódico rebelde. En realidad nuestro trabajo no atendía a prejuicios o credos ideológicos; respondía sobre todo a un criterio liberal sobre la existencia y a una voluntad irrenunciable de contar la verdad hasta donde la autoridad competente nos lo permitiera.
El único otro diario que ejercía una cierta caución crítica de la situación era nuestro competidor Madrid. Durante la guerra mundial, frente al filogermanismo del Informaciones de Víctor de la Serna, este vespertino se había distinguido por su actitud proclive a los aliados. En la década de los sesenta fue adquirido por inversores cercanos al Opus Dei, que colocaron en su dirección a Antonio Fontán, un profesor de Derecho miembro de dicha organización religiosa y vinculado de antaño a los medios, pues su hermano era director general de la primera cadena de radio, la SER. Fontán contrató como columnista principal a Rafael Calvo Serer, numerario también de la Obra de Dios, colaborador del franquismo durante muchos años y por esa época converso a la democracia. En la década de los cincuenta, Pedro Laín Entralgo había publicado un opúsculo con el título España como problema. Calvo Serer, entonces al servicio de las ideas reaccionarias, fue el encargado de contestarle con otra obra cuyo título era de por sí revelador: España sin problema. Aquel temprano enfrentamiento no fue más que el preludio de lo que durante los años sesenta germinaría como una pugna entre las dos principales familias del franquismo de la época: la Falange, disfrazada ya del ropaje del Movimiento, y el Opus, que desde la llegada al poder del equipo de tecnócratas de Laureano López Rodó gozaba de la protección del todopoderoso Carrero Blanco. Semejante padrinazgo se debía a un curioso incidente. El almirante Carrero había acudido a un despacho de abogados para solicitar consejo sobre los trámites de separación de su infiel mujer, acusada por el vulgo –siempre he ignorado con qué fundamento– de haberle engañado con el ministro de Asuntos Exteriores, Antonio María Castiella, un oscuro democristiano que, junto con su embajador ante la Santa Sede, precisamente Ruiz-Giménez, había logrado el éxito de firmar el concordato con el Vaticano. Fuera verdad o no aquella historia galante, a Castiella y Carrero se les apodaba humorísticamente los Astados Unidos, como consecuencia de tan extendido rumor. Cuando el almirante acudió al letrado Amadeo de Fuenmayor para poner fin a su convivencia matrimonial, este, lejos de atender su ruego, le convenció de la importancia de reconciliarse con su mujer, que, para colmo de chascarrillos populares, se apellidaba Pichot, gentilicio demasiado onomatopéyico tratándose de historias de cama. Agradecido el delfín de Franco por los buenos oficios de sus abogados, que le devolvieron a la felicidad conyugal, acabaría más o menos rehén de ellos, entregándose casi a ciegas a los dictados de los hombres del Opus. Antonio Tovar, que con Laín, Aranguren y Ridruejo había pertenecido a la Falange de primera hora y, al igual que ellos, acabó denunciando los excesos de la dictadura y acogiéndose al exilio interior, me comentó muchas veces que aquella confrontación Falange-Opus que tanto dio que hablar en los años sesenta y setenta había comenzado en realidad mucho antes, tras la Guerra Civil, cuando Franco entregó la cartera de Educación al ministro Ibáñez Martín, singular representante del integrismo religioso y muy vinculado según Tovar a la Obra. Por aquella época Rafael Calvo era uno de sus miembros más aguerridos, de una inflexibilidad y sectarismo tales hasta el punto de que jocosamente se decía entre sus contradictores que los enemigos del alma eran tres, Rafael, Calvo y Serer. Convertido décadas más tarde a la democracia y encaramado a las columnas del Madrid, se erigió en adalid de las libertades y en un crítico acerbo del gobierno, hasta donde lo permitía la situación. Algunos creían que la gestión de Fontán y Calvo al frente del periódico, al que dotaron de un indudable espíritu de oposición, era una argucia para compensar la influencia absoluta que sus compañeros de religión ejercían en los gobiernos de Franco y disipar la imagen de que en definitiva el Opus era uno de los principales organismos de sostén de la dictadura. Fuera cierto o no, el llamado sector azul del gabinete, en el que descollaban las figuras del ministro de la Organización Sindical, José Solís, y el de Información, Manuel Fraga, multiplicó los actos hostiles contra los tecnócratas apadrinados por el almirante; llegaron a exigir al equipo gestor de Informaciones, y al de muchos otros diarios, que nos borráramos del servicio de la agencia Europa Press, mantenida y dirigida por miembros del Opus, con la intención de asfixiarla económicamente. En medio de estos rifirrafes, en el verano de 1969 estalló el escándalo Matesa, un fraude gigantesco cometido por la empresa de dicho nombre, dedicada a la fabricación de telares sin lanzadera, que se había lucrado delictivamente de los fondos públicos dedicados a promover la exportación. Matesa (Maquinaria Textil del Norte de España) era una empresa vinculada nuevamente a empresarios y personalidades afines al Opus, y sus actividades irregulares fueron amparadas, entre otros, por los ministros de Hacienda, Juan José Espinosa, y de Comercio, García-Moncó. Fraga vio en aquel suceso una oportunidad de oro para atacar frontalmente a sus rivales en el poder y, lejos de recomendar cautela o prudencia en la publicación de noticias sobre el caso, la alentó desde su despacho oficial e incluso es probable que facilitara algunas filtraciones.
El escándalo estalló en agosto, siendo yo una vez más director suplente del diario por vacaciones de Jesús, y no recibí ninguna presión del ministerio para limitar o contener las informaciones al respecto. Sí, en cambio, fueron constantes las llamadas al orden por parte de Espinosa, compañero de colegio de mi padre y testigo de mi primera boda, que me llegó a asegurar que todo lo que se estaba publicando era mentira y que Matesa era una «serpiente de verano». Resultó en cualquier caso un reptil venenoso. Como consecuencia de la tensión creada el dictador se vio obligado a reformar el gobierno, sacando de él, entre otros, al propio Espinosa y a García-Moncó, pero también a Fraga, en un acto que pretendía ser salomónico. García-Moncó y Espinosa serían procesados posteriormente como coautores o cómplices del fraude y debían de ser tan culpables que el gobierno decidió indultarlos antes de que se viera el juicio, despreciando así cualquier posible presunción de inocencia respecto a los acusados. El presidente de la empresa, Vilá Reyes, dio con sus huesos en la cárcel, y Fraga, exiliado momentáneamente de la política, encontró refugio al frente de la cervecera El Águila. En definitiva todo se saldó con una victoria del sector afín al Opus, que multiplicó su presencia en el gabinete, incluyendo al nuevo titular de Información, Alfredo Sánchez Bella, encargado finalmente de cerrar el Madrid. Lo hizo, tras numerosas multas y apercibimientos, como consecuencia de un artículo de Calvo Serer sobre la dimisión del general De Gaulle de la jefatura del Estado francés tras su derrota en un referéndum acerca de la regionalización del país. «Retirarse a tiempo» era el título de la columna que, obviamente, suponía una invitación indirecta a que el Caudillo siguiera el ejemplo del habitante del Elíseo. Por aquellas fechas el Madrid era ya propiedad de un inquietante personaje, el notario Antonio García-Trevijano, de cuya mujer se decía que trabajaba para los servicios de inteligencia de París. Tras el cierre del periódico, la sede fue espectacularmente dinamitada y en su lugar se construyó un bloque de pisos, para fortuna de su propietario, que terminaría colaborando con el sangriento dictador de Guinea Ecuatorial José Macías en la redacción de la primera constitución de aquel país. Todo eso antes de que se embarcara, y quisiera embarcarme a mí, en una oscura conspiración tendente a controlar el diario El País.
Tras el cierre del Madrid, el único periódico que publicaba en la capital noticias inconvenientes para el régimen y daba amparo de forma habitual a escritores incómodos para el poder era Informaciones. Entre las revistas de igual talante destacaban Destino, Sábado Gráfico y Cuadernos para el Diálogo. La disidencia se expresaba entre líneas, aguzando el ingenio los redactores y tomando los directores no pocos riesgos, pues eran ellos personalmente los responsables ante la ley de lo que se publicara. El protagonismo quizá excesivo que la prensa y los periodistas tuvieron durante los años iniciales de la democracia viene justificado por el peculiar papel que diarios y revistas desempeñaron en el tardo-franquismo después de que desapareciera la censura previa.
Cuando estalló la bomba bajo el vehículo de Carrero Blanco el régimen franquista estaba ya socialmente desahuciado, en gran medida por las posiciones críticas de muchos medios. No resultó un proceso fácil. La gente se tuvo que acostumbrar a leer entre líneas, mientras que decenas, centenares de profesionales fueron perseguidos, expedientados y difamados por el poder. Pero la realidad misma no permitía muchas otras opciones que no fuera la de enfrentarse a este. Tras el asesinato de Carrero comenzó a ser palpable la pudrición del régimen, la desesperación de sus gestores y el pavor de la ciudadanía. Esta empezaba a reclamar voces independientes y no contaminadas que la ayudaran a comprender su entorno y a ejercer sus propias decisiones. Eso es lo que quise hacer, hasta donde lo permitían las circunstancias, aquel día de diciembre en las sucesivas ediciones del diario que me había tocado coyunturalmente dirigir. Ya nada iba a ser como hasta entonces. Llegaba la hora de la nueva España.