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Confidencias y sobresaltos
En cierta ocasión le preguntaron a Winston
Churchill durante la segunda Gran Guerra sobre el desarrollo del
conflicto. Su respuesta fue tan irónica como certera: «Toda Europa
está invadida por el ejército alemán, salvo España, que se
encuentra invadida por su propio ejército».
Este era también el sentir de quienes nos
educamos durante el franquismo. Incluso la distribución de
cuarteles y guarniciones se había llevado a cabo con ese criterio,
lo que explica que la división acorazada estuviera en las afueras
de Madrid, no en las cercanías de ninguna frontera para prevenir
una intervención foránea. Las fuerzas armadas estaban dispuestas a
responder a cualquier evento que pusiera en peligro la unidad
nacional o el régimen por ellas tutelado, antes que construir un
sistema de defensa efectivo frente a una potencial amenaza
exterior, siempre contemplada en el norte de África. Lo más
parecido a ello, coincidiendo con la agonía de Franco, fue el
episodio de la Marcha Verde sobre el Sáhara, que terminó con la
entrega del territorio a Marruecos y Mauritania, en un acto que
muchos militares de la época consideraron una rendición. Los
españoles de hoy difícilmente pueden imaginar el sentimiento de
frustración y angustia que teníamos entonces respecto al ejército y
su papel. Durante cuarenta años de dictadura los militares ocuparon
lugares de privilegio en todos los sectores de la sociedad y
obtuvieron numerosas prebendas, algunas por otra parte tan
miserables como la concesión de estancos o administraciones de
lotería. El servicio militar obligatorio, cuya inutilidad era solo
pareja a su monumental coste para el erario público, inoculó entre
los ciudadanos un miedo casi atávico a cualquier intervención
armada en defensa de la España que la dictadura había modelado. A
la muerte de Franco se especulaba con el comportamiento de los
poderes fácticos, de los cuales el más evidente era el ejército,
constituido en garante permanente de la continuidad del régimen
emanado de la Guerra Civil. La diferencia respecto a otras
dictaduras militares, como la griega o las del Cono Sur de América,
radicaba en que en el caso español las fuerzas armadas
representaban una manera de entender el país que conectaba con
amplios sectores de opinión. No se trataba de que un grupo o banda
de milicos se hubiera hecho con el poder, sino de un entramado de
intereses de todo género, entre los que descollaban los de la
Iglesia católica y el gran capital, cuyos representantes veían en
la milicia la garantía última de su permanencia. Frente a las
experiencias comunistas en las que el partido y los servicios de
inteligencia constituían la cúpula del poder, en España los
militares controlaban de facto todas las
decisiones políticas y la gestión del orden público y el espionaje
interior. La brutalidad de la represión contra los vencidos en la
guerra, objetivada en decenas de miles de fusilamientos, había
dejado un poso histórico de miedo y desconfianza hacia los
uniformes, avivado de continuo por la arbitrariedad de los mandos
que todo españolito había sufrido en sus carnes durante la mili. De
modo que las noticias sobre conspiraciones cuarteleras no
sorprendían a nadie y las frecuentes declaraciones de los jefes del
ejército sobre la situación política suscitaban toda clase de
comentarios y aprensiones.
En la madrugada del sábado 18 de noviembre
de 1978 me encontraba yo en mi domicilio, acabada la jornada
laboral en el periódico. Como tantas otras noches me entretuve
oyendo música barroca y leyendo alguna novela para relajarme antes
de retirarme al dormitorio. Me resultaba imposible conciliar el
sueño sin una pausa de al menos una hora entre el trabajo y el
reposo que me permitiera rebajar los niveles de adrenalina
producidos por la frenética actividad en que a diario me veía
envuelto. Estaba medio ensimismado en la lectura cuando sonó el
teléfono, que descolgué con la convicción de que me llamaba un
compañero. La ya familiar voz del oficial del gabinete telegráfico
me anunció:
—Le habla el presidente del gobierno.
Pregunté a Suárez cómo estaba levantado a
las dos de la mañana y trabajando en su despacho, según me dijo.
Acostumbraba a trasnochar porque eran las horas más tranquilas para
poder dedicarse al trabajo y la reflexión sin interrupciones de
ninguna clase. A continuación añadió:
—He dudado mucho en llamarte. Quiero
contarte algo que debes conocer.
En un largo monólogo que lamenté no haber
grabado me explicó los pormenores de una conjura encabezada por el
coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y el capitán del
ejército Sáenz de Ynestrillas, para dar un golpe de mano contra el
poder constituido. Su propósito era atacar el palacio de La Moncloa
y tomar como rehén al presidente aprovechando la ausencia del rey,
que ese mismo sábado debía partir para México en viaje de Estado. A
continuación se crearía un gobierno de salvación nacional presidido
por un militar. Suárez se extendió en detalles sobre nombres,
fechas y circunstancias. Me comentó que habían estado reunidos todo
el día el rey, el vicepresidente Gutiérrez Mellado y él mismo, y
que finalmente habían decidido mantener el viaje del monarca, una
vez que fueron capaces de desarticular la conspiración y abortarla.
Nada había trascendido todavía a la opinión pública. Me aseguró
también que en la trama se hallaba involucrado el diario El Imparcial, un periódico de antigua cabecera y
nueva vida, refundado inicialmente por Emilio Romero, afecto a la
extrema derecha y con singulares contactos con los golpistas. Estos
habían bautizado el operativo como Galaxia, de acuerdo con el
nombre de la cafetería donde se reunían a conspirar. Luego el
presidente me dio las buenas noches y colgó.
Tras escuchar las revelaciones tardé tiempo
en conciliar el sueño. A la mañana siguiente convoqué de urgencia a
Javier Pradera y José Luis Martín Prieto. Les expliqué lo sucedido
y les aclaré que en ningún momento el presidente me había dado
permiso o me había rogado que se publicara la historia, que no
sabía yo si habían sido detenidos todos los protagonistas de esta o
si quedaba trabajo policial por hacer y que por lo tanto dudaba de
la conveniencia de dar la noticia de inmediato, pero al mismo
tiempo me resistía a no hacerlo por razones obvias. Pradera
interrumpió mis argumentos:
—Si el presidente del gobierno te llama a
las dos de la mañana para contarte una cosa así, es evidente que
quiere que se difunda.
Al día siguiente, domingo, publicamos en
exclusiva las noticias sobre la Operación Galaxia y su
desarticulación, con gran sorpresa de nuestros colegas y
competidores, que no sabían nada al respecto. Para mí fue una vez
más la demostración de que el periodismo de investigación era y es,
en gran medida, un periodismo de filtración, como ya había quedado
de manifiesto, por otra parte, en el caso Watergate.
Mientras estas cosas sucedían en el exterior
del periódico sus accionistas continuaban agitando de continuo las
aguas de la propiedad. El despido de Valcárcel como subdirector
había desencadenado una guerra interna propiciada por él, que logró
mantenerse durante un tiempo como secretario del Consejo y miembro
de la Junta de Fundadores. En fecha tan temprana como febrero de
1978 Darío había enviado ya un informe al presidente del Banco
Urquijo, todavía propietario de un importante paquete de acciones,
en el que solicitaba la sustitución del consejero delegado por un
Comité Ejecutivo y la creación de un comité del consejo que
vigilara la línea editorial del diario. Se trataba de una maniobra
para destituirnos tanto a Polanco como a mí, orquestada en la
sombra por Areilza y agitada por conspicuos liberales del
accionariado, entre los que sobresalía Fernando Chueca Goitia,
arquitecto de fama que presumía de pedigrí antifranquista al tiempo
que se dedicaba a proyectar el engendro artístico de la catedral de
la Almudena. Ese mismo mes se había celebrado un consejo de
administración del diario en el que el presidente recabó de nuevo
para él la facultad de intervenir en los nombramientos de la
redacción. Jesús se opuso a lo que consideraba un intervencionismo
peligroso en la línea del periódico y se quedó prácticamente solo
en la votación contra ese empeño, con el solo apoyo de su socio
Pancho y la abstención vergonzosa de otro consejero. El susodicho
acuerdo me lo comunicó formalmente Ortega. Le manifesté que dicha
disposición vulneraba los poderes del director y mis derechos
reconocidos en el contrato, por lo que no iba a aceptarla. Pero
como nuestra relación era buena y teníamos confianza mutua me
mostré dispuesto a despachar con él sobre temas redaccionales si
Polanco lo aceptaba. Convoqué también una reunión del equipo
directivo en la que suscribimos un manifiesto de apoyo al consejero
delegado y expresamos un rechazo frontal a la decisión del Consejo.
Lo que se estaba fraguando era una guerra abierta por el control
del diario, que producía ya pingües beneficios y era pieza
codiciada por muchos dada su influencia creciente en el panorama
político.
Jesús acababa de regresar de un largo viaje.
Poco antes de este, cansado de las peripecias internas de la
empresa y de la mucha atención que esta precisaba, le había
comunicado a Ortega que estaba pensando abandonar el puesto de
primer ejecutivo, manteniéndose simplemente como miembro del
Consejo. Su compromiso con el periódico seguía intacto, pero
pensaba que debía dedicarse más a sus otros negocios. Aconsejado
por Darío, José inició una estrategia tendente a sustituirle por
Narcís Andreu, hijo de un viejo nacionalista catalán, Josep Andreu
Abelló, que había presidido el Tribunal de Casación del principado
durante la República. De modo que al regreso de su viaje Polanco
recibió una petición de Ortega para que nos recibiera a ambos, pues
quería que yo fuera testigo de la conversación. En el encuentro,
celebrado en el despacho de Jesús en la sede de Timón, su empresa
familiar, le pidió su dimisión, argumentando que él mismo se la
había ofrecido. Visiblemente irritado, Polanco se negó a ello y
explicó que no había hecho tal cosa, sino que solo había expresado
su cansancio y su disposición a dejar el puesto en manos de alguien
de su confianza. Tal y como estaban las cosas, ante la evidente
conspiración tejida contra él y el equipo directivo, le expresó su
decisión de continuar en el cargo. A partir de ahí la confrontación
con Darío (en realidad con Areilza y sus amigos) fue subiendo de
tono, y se hizo visible en la Junta de Accionistas celebrada meses
después, en la que intervinieron varios redactores en defensa de su
independencia frente a las maniobras internas que trataban de
impedirla. Durante unos meses Ortega trató de mediar e incluso de
defender a Darío. Fue una etapa en la que mantuvimos muchas
conversaciones entre él, Polanco y yo, y en las que este le trató
en ocasiones con gran dureza, a mi juicio excesiva, dada la
personalidad de Ortega, cuya recta intención había sido claramente
manipulada. En cierta ocasión, pasada la medianoche y siguiendo
instrucciones de Jesús, le telefoneé para que se acercara a mi
despacho pese a que ya se había acostado. Así lo hizo y acudió a
mantener un nuevo encuentro con un Polanco más que indignado por la
sensación de que el presidente de la empresa pretendía jugar a
todas las bandas (Areilza, Darío, Polanco, Andreu y yo mismo) con
tal de salvarse él. Su fragilidad de carácter y sus intentos de
intervenir en la redacción le habían granjeado además cierta
impopularidad en esta, que había recibido con cierto desagrado su
designación como senador real pese a que le organizamos un homenaje
con tal motivo. José Luis Martín Prieto propagó la maldad de que el
célebre «¡No es esto! ¡No es esto!» de Ortega y Gasset se pronunció
en realidad cuando el filósofo se inclinó sobre la cuna y contempló
la faz de su hijo recién nacido. Pero, aunque José era un hombre
frágil, era también alguien con convicciones, y sus intentos de
fomentar el consenso nunca traspasaron la línea roja de fidelidad
al periódico que había creado como presidente. Era además
consciente de que todos los trabajos fundacionales reposaron en su
día en Polanco, como empresario y constructor de la estructura de
capital, y en mí como diseñador del conjunto del diario y de su
línea de opinión.
El conflicto entre accionistas sirvió entre
otras cosas para acelerar los planes sobre el establecimiento de un
estatuto de la redacción que estableciera el pacto entre los
diversos poderes que operaban en el diario: accionistas, dirección
y redactores. Se constituyó una comisión presidida por mí ante la
que presentamos un borrador de estatuto que discutimos durante
meses. En él se reconocían y regulaban el secreto profesional y la
cláusula de conciencia, extremos que habían sido recogidos en el
texto constitucional por iniciativa del diputado democristiano Luis
Apostua, pero que la ley no había desarrollado. También se
establecía un sistema de votación consultiva para el nombramiento
del director y de los principales cargos de la redacción, que no
habría de afectarme a mí, ya en posesión del cargo, sino a mis
sucesores. Incluimos como preámbulo un ideario redactado por Ortega
en el que se definían de manera amplia sus rasgos editoriales,
consagrando nuestra militancia por la democracia, los deseos de
integración en Europa y la especial atención que debía merecer
América Latina. Una gran parte del equipo redaccional, agitado
sobre todo por Comisiones Obreras y militantes del partido
comunista, consideraba que el estatuto era demasiado tímido en lo
que se refería a la entrega del poder a los periodistas.
Probablemente tenían razón, entre otras cosas porque mi obsesión
era garantizar una dirección fuerte, no solo por delegación de la
empresa, sino también con acuerdo del cuerpo profesional. En mis
frecuentes debates con los representantes de los periodistas les
volví a recordar reiteradamente las observaciones de Engels
respecto al comportamiento de Marx como director de periódico. «Yo
no soy marxista –argumentaba–, y por lo tanto no estoy de acuerdo
con esta máxima, pero sí creo que un diario independiente, y más en
los tiempos que corren, necesita una dirección sólida.» También me
preocupaba que los periodistas aprobaran un estatuto que fuera
rechazado después por los accionistas, con lo que se habría creado
un monumental conflicto. La oposición al proyecto consensuado en el
comité se manifestó de manera abierta en la votación de la asamblea
de redacción, en la que salió derrotado. Reunido de nuevo con
quienes habían redactado conjuntamente el proyecto que a las bases
les parecía insuficiente, comuniqué que solo aceptaría realizar
mínimos retoques de estilo, pues estaba convencido de que si íbamos
demasiado lejos la empresa lo rechazaría. Los redactores estaban en
su derecho de no aprobarlo, pero me parecía una lástima que se
quedaran sin la protección de una norma en la que se reconocían
importantes derechos para ellos. Yo como director no la necesitaba,
pues ya tenía la autonomía suficiente, y mi única intención era
garantizar la estabilidad futura del diario habida cuenta de las
reyertas existentes entre la propiedad. Desde antes de la fundación
había expresado en numerosas ocasiones que no creía que un
periódico pudiera ser dirigido asambleariamente. Puesto que el
texto había sido rechazado por la mayoría, me abstendría por lo
demás de presentarlo a la asamblea general de accionistas, como
había sido mi intención.
Ante mi postura inequívoca, alguien propuso
someter de nuevo el mismo texto a referéndum entre los redactores,
transmitiéndoles además mis explicaciones al respecto. Constituía
una perversión democrática, pero decidieron repetir la consulta y
se aprobó el estatuto por mayoría suficiente. La norma sería
después refrendada por la Junta de Accionistas. Polanco hizo una
encendida defensa frente a los ataques del sector minoritario del
accionariado, que le acusó a él y a Ortega de «entregar el diario a
los sóviets». El estatuto supuso finalmente un triunfo para los
profesionales, pese a las reticencias de muchos de ellos.
En aquellos momentos de confusión
generalizada en España, resultó ser una herramienta útil para
consolidar al equipo redaccional y a mí mismo como director frente
a los diversos ataques que recibíamos. Mi experiencia posterior
sigue siendo globalmente más que positiva, pero en cierta medida
también ambigua. Las votaciones para la elección de cargos se
convirtieron en motivo de vendettas
personales y formas de manifestar la protesta contra las decisiones
de la dirección que nada tenían que ver con lo que se sometía a las
urnas. El estatuto preveía, y prevé aún, que solo si más de dos
tercios del censo de la redacción se opusieran al nombramiento de
un cargo de responsabilidad el comité de redacción, distinto al de
la representación sindical, expondrá razonadamente esta opinión al
director para que la considere. En las discusiones para la
elaboración del texto se hizo hincapié en la necesidad de que fuera
una explicación razonada, referente a cómo se podía ver afectada
por el nombramiento en cuestión la línea editorial del periódico.
Uno de los representantes de los periodistas, militante del PC,
insistió a título de ejemplo en que por supuesto no podía
rechazarse a nadie por que fuera vestido estrafalariamente o
cuestiones por el estilo. El tiempo demostraría que la ausencia de
un reglamento que formalizara las consultas terminaría por generar
efectos indeseables. Desde el primer día se hicieron públicos los
resultados de las votaciones, cosa no prevista salvo si fueran
negativos por más de dos tercios; por otra parte nunca se ha
explicitado ningún tipo de explicación que justificara la derrota
de alguno de los candidatos. El primero en sufrirla fue
precisamente Juan Cruz, que después de un excepcional desempeño
como corresponsal en Londres y redactor de Opinión y de Cultura,
fue rechazado por la mayoría de los votantes, aunque por menos de
dos tercios del censo. Parecía claro que se debía no tanto a las
cualidades profesionales de Juan, hoy universalmente reconocidas,
sino más bien a un cierto rechazo hacia su persona de un sector que
le consideraba extremadamente fiel a la dirección. Se trataba así
de propinar a esta un varapalo en trasero ajeno. Conocido el
significado adverso y habida cuenta de que no llegaba a los
porcentajes que me hubieran obligado a tomarlo en consideración,
decidí nombrar a Juan para el cargo, con el entusiasta compromiso
de este, que me confesó querer ejercerlo «ahora más que nunca».
Situaciones similares se han producido después conmigo y con otros
directores, e idéntico corolario. En este punto el estatuto ha
servido más bien para dividir a los periodistas entre ellos y
respecto a sus mandos. Además, la coexistencia de dos comités
diferentes, el de redacción y el sindical, ha operado siempre en
contra del primero, entre otras cosas por la reiterada insistencia
de algunos representantes sindicales en mezclar los temas laborales
con aspectos editoriales y profesionales que no les competen.
No obstante todo lo dicho, mi balance final
del estatuto y su aplicación es, lo reitero, muy positivo.
Establece una serie de principios que, junto con la existencia del
libro de estilo y la creación del defensor del lector, garantizan
en cuanto es posible una independencia real y una calidad
profesional que atienda los intereses de los lectores,
destinatarios últimos de la libertad de información. Y ha servido
durante décadas para mantener la coherencia y estabilidad del
diario incluso en medio de muy amenazadoras tormentas.
Desde el punto de vista político, la más
cruda de todas las que me tocó vivir como director fue el golpe de
Estado de febrero de 1981. El 23 de dicho mes, fecha muy señalada
para mí porque era el aniversario de mi compañera sentimental, la
ya famosa «rusa» para los servicios de inteligencia, regresé al
diario después de un prolongado almuerzo en que estuvimos
celebrando el cumpleaños. En las Cortes tenía lugar la votación de
investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno
después de que Suárez dimitiera acosado por el estamento militar y
los barones de su propio partido. Leopoldo era un personaje
arrogante y tímido; no ocultaba sus sentimientos de creerse un ser
relativamente superior a la mayoría de los mortales. En un almuerzo
que habíamos celebrado meses atrás se permitió definir los rasgos
esenciales de cualquiera que pretendiese presidir el Consejo de
Ministros. «Tiene que poseer tres cualidades –pontificó–. Saber de
economía, tener experiencia de la administración y hablar idiomas
para poder desenvolverse en el escenario internacional.» Suárez
solo poseía la segunda de ellas, y aun de manera limitada. Cuantos
estábamos sentados a la mesa comprendimos que Leopoldo se estaba
postulando para el puesto sin ningún disimulo. Todavía no había
comprendido que el liderazgo político no se enseña en las aulas ni
se aprende en los libros, no es fruto necesario ni de la
inteligencia ni de la cultura, y no puede ser reemplazado por unas
oposiciones a un cuerpo técnico del Estado.
Cuando llegué al despacho esa tarde del 23F
encendí la radio dispuesto a seguir a través de ella el desarrollo
de la sesión de investidura, para la que el candidato a la
presidencia contaba de antemano con los sufragios suficientes. El
secretario del Parlamento comenzó a llamar verbalmente, uno a uno,
a los diputados a fin de que expresaran su voto de viva voz. En
cuanto se inició la aburrida cantinela bajé el volumen del receptor
e hice pasar ante mi presencia a un periodista andaluz que aspiraba
a desempeñar un puesto en nuestra delegación en Sevilla. Apenas le
saludé y le invité a sentarse, Augusto Delkáder me llamó por el
interfono.
—¿Estás siguiendo la sesión de
investidura?
—La oía por radio, pero he bajado el
volumen.
—¡Pues súbelo ya, escucha, escucha!
–denotaba gran excitación.
Elevé de nuevo el nivel de sonido en el
momento en que el locutor comentaba que entraban guardias civiles
en la sala del pleno y se preguntaba si es que andaban persiguiendo
a algún comando terrorista. Enseguida se oyeron detonaciones y una
voz de mando que ordenaba: «¡Quietos todo el mundo!». Le pedí a mi
invitado que me excusara un momento, solo unos minutos, «espérame
en secretaría hasta que aclaremos lo que está pasando». Mientras,
en mi receptor, el coronel Tejero clamaba imperativo: «¡Se sienten,
coño!».
A los pocos minutos supimos que el palacio
del Congreso estaba ocupado por guardias civiles rebeldes. El
gobierno y el Parlamento en pleno habían sido tomados como rehenes.
El inspector que me prestaba servicios de escolta fue convocado,
como el resto de sus colegas, a la central de la policía, pues
alguien tomó la decisión de quitar la protección personal que nos
prestaban, «pero no pienso ir, yo me quedo contigo, es mi
obligación defenderte». Me costó convencerle de que lo correcto era
que obedeciera las órdenes, aunque expresé mi perplejidad por el
hecho de que precisamente cuando se producía un hecho como aquel se
retirara la seguridad a quienes estábamos amenazados. Mandé cerrar
las puertas del periódico y prohibí el acceso a cualquiera que no
perteneciera a la plantilla. Solo hice una excepción, la del
capitán Pitarch, un oficial del ejército colaborador nuestro que se
presentó armado y dispuesto a lo que fuera menester. Desde el
primer momento comprendí que lo mejor que podíamos hacer era sacar
una edición especial del periódico con la noticia sobre el golpe, y
tomé esa decisión en mi fuero interno. La asonada no me había
sorprendido demasiado, toda vez que hacía meses que yo mismo había
anunciado la posibilidad de un evento semejante, pero nunca pude
imaginar que Tejero reviviera la imagen del general Pavía entrando
a caballo en la sede de las Cortes. Me vino de inmediato a la
mente, por una extraña asociación de ideas, la invasión de
Checoslovaquia por los tanques soviéticos, que había seguido minuto
a minuto como subdirector de Informaciones. Tenía muy presente la imagen
atribulada de un conductor de la televisión pública checa
anunciando al mundo la violación del territorio de su país por las
tropas de Bréznev, su cara desencajada pidiendo ayuda a Occidente
para salvar los restos de la primavera de Dubcek, y el corte
inmediato de la señal televisada por parte de algún funcionario
obediente. Decidí que era importante conectarnos con los medios de
información occidentales y convoqué a varios redactores, entre
ellos Jesús Hermida y Ángel Luis de la Calle, para que llamaran a
periódicos y emisoras de todo el mundo y dieran cuenta de los
sucesos en Madrid para solicitar que no cortaran la comunicación.
Con tanta ingenuidad como convicción sentí que frente a la amenaza
de las armas nosotros poseíamos otra vez la fuerza de la palabra.
Mi secretaria, Nancy Abel, americana como la anterior, se encargó
de contactar con el New York Times. Le
Monde, Reuters o la BBC fueron otros de los medios con los
establecimos enlaces.
El periódico era nuestra trinchera para la
resistencia. José Ortega y Jesús Polanco se reunieron conmigo en mi
despacho. También estaban Ramón Jordán de Urríes, miembro del
Consejo y de la Junta de Fundadores, y Javier Baviano, entre otros.
Alguien nos aseguró que las tropas habían tomado Radio Juventud y
que una columna motorizada se dirigía hacia nuestra sede y la
contigua de Diario 16 para ocuparlas. En
esas se informó de que los tanques habían salido a las calles de
Valencia y el general Milans hizo público un bando de guerra. Ana
Cristina Navarro, redactora de Televisión Española, me llamó para
alertarme de que los soldados habían tomado la sede de Prado del
Rey. Llamé al director general, Fernando Castedo, a fin de
confirmarlo y expresarle mi solidaridad.
—Te estoy hablando en presencia de un
capitán del regimiento de transmisiones contiguo a nuestra sede. Me
ha prohibido dar a nadie ningún tipo de información.
Polanco se ausentó brevemente de mi despacho
para llamar desde el teléfono de mi secretaría al capitán general
de Burgos, pariente suyo. Como casi todos los altos mandos del
ejército, estaba más o menos pasiva o activamente implicado en la
conspiración aunque, como era natural, él lo negó. Procuró
tranquilizarle diciéndole que el rey le había llamado y que don
Juan Carlos estaba haciéndose con la situación. «Por lo que me ha
dicho en realidad deben de estar implicadas prácticamente casi
todas las capitanías generales», añadió Jesús. Cuanto estaba
sucediendo no hacía sino abonar mi decisión inicial de sacar cuanto
antes una edición especial, no fuera que los soldados llegaran a
nuestra sede y lo evitaran, comprobando encima cuál había sido
nuestra intención por ellos frustrada, lo que habría aumentado su
irritación. Así lo dije abiertamente. Jesús y José se opusieron con
argumentos varios, insistiendo en que era mejor esperar puesto que
parecía que el rey terminaría por controlar el proceso. «¿Esperar a
qué? ¿A que vengan las tropas y nos pillen con las manos en la
masa?» Javier Baviano tampoco era partidario de hacer nada, pues
los quioscos estaban cerrados y no se podría distribuir la edición.
Llamé a los representantes sindicales, que se ofrecieron
voluntarios a repartir el diario en la calle, pero Javier seguía
preocupado.
—¿Y si matan a alguien? –me interpeló.
—Lo que pueden –respondí– es matarnos a
todos si no espabilamos.
Mis argumentos no resultaban convincentes
para ninguno de mis interlocutores y yo veía que el tiempo se nos
echaba encima. En un arranque de rabia, aunque relativamente
controlado y fruto de una cierta sobreactuación, pegué un manotazo
sobre mi mesa y estallé en presencia de los reunidos: «¡Me da igual
lo que digáis! Yo voy a sacar ahora este periódico a la calle
aunque sea lo último que haga como director. Es mi obligación
hacerlo y no voy a renunciar a ello». Todo el mundo calló y nadie
objetó entonces nada. Salí del despacho y me dirigí a la redacción,
donde había numerosos corros de periodistas que hablaban entre
ellos. Di unas sonoras palmadas y reclamé atención:
—Todo el mundo a sus puestos, vamos a sacar
el periódico.
Descubrí una evidente satisfacción entre los
congregados, que se pusieron de inmediato manos a la obra. El
personal de talleres no había llegado todavía, aunque algunos
operarios decidieron por sí mismos acercarse a nuestra sede cuando
supieron de las noticias sobre el golpe. Era lunes y todavía no se
editaban periódicos en España ese día de la semana, pero ya estaban
cerradas las páginas de la sección de Deportes y podían prestar
suficiente volumen a la edición especial que intentábamos poner en
marcha. Pensando en sucesivas ediciones le pedí a Baviano que
convocara a todo el que pudiera incorporarse. Luego entré en un
despacho de la redacción donde se hallaba Eduardo San Martín. Pese
a lo decidido de mi actitud, no dejaba de albergar dudas en mi
interior ante la enormidad de los riesgos que probablemente íbamos
a correr. Así se lo dije a Eduardo, al que le pedí que se quedara
conmigo mientras llamaba a Pedro J. Ramírez, director de Diario 16. Quería un testigo de mi
conversación.
—Vamos a sacar una edición especial, Pedro,
y me gustaría que lo hicierais vosotros también. Los militares
pueden reaccionar muy negativamente y sería mejor no quedarnos en
esto solos.
Pedro Jota se resistió alegando entre
titubeos, un gesto habitual en él, que le resultaba imposible hacer
una cosa así porque no tenía equipo suficiente.
—Vosotros sois un gran periódico y tenéis
muchos más medios.
—Tú lo que tienes es miedo –le contesté–. Me
parece lógico porque yo también lo tengo. Te llamo precisamente por
eso, porque dos se defienden mejor que uno, pero ya veo que es
inútil. No es que no tengas medios, es que no tienes huevos.
Una vez que puse la edición en marcha
regresé a mi cubil, ahora desalojado de intrusos, y telefoneé a
Francisco Balsemão, por entonces primer ministro portugués. Había
sido compañero de colegio en Estoril del rey Juan Carlos y mantenía
con él una gran amistad. Le informé de lo que sabíamos y sugerí que
llamara al monarca para ponerse a su disposición, cosa que hizo, al
tiempo que me ofrecía asilo en la embajada de su país. «Gracias,
pero lo que tengo que hacer ahora es sacar el periódico.» Me
explicó que en cualquier caso las puertas de la legación seguían
abiertas. Un líder político muy conocido de ambos estaba cenando
esa noche allí por casualidad y había solicitado protección si el
golpe triunfaba. Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey,
me informó lo más detalladamente posible de la situación. Mantuve
con él diversos contactos telefónicos a lo largo de la tarde y
noche; en todos ellos hizo gala de absoluta transparencia y notable
serenidad.
Pradera pergeñó el borrador de un editorial
que, como siempre, me pasó a consulta. Cambié el primer párrafo
para hacerlo más contundente. Yo quería convocar a los ciudadanos a
la resistencia frente al golpe y así lo hicimos. También acordamos
ambos titularlo con un ¡VIVA LA CONSTITUCIÓN! Enseguida llegó
Hermida con la maqueta de la primera página. Aunque era el
responsable del suplemento semanal decidimos que se hiciera cargo
de esa primera edición mientras Delkáder organizaba los trabajos
posteriores. No teníamos todavía fotografías del interior del
Congreso y nos dispusimos a ilustrar la portada con una foto de la
fachada. Luego discutimos el encabezamiento. Estábamos a solas en
mi secretaría porque mi despacho, nuevamente invadido por toda
clase de gente, era lo más parecido al camarote de los hermanos
Marx. Tras unos minutos de debate dimos con la clave: teníamos que
hacer inequívoco el apoyo a la Constitución tanto del diario como
de la ciudadanía en general. Opté por la ambigüedad de un título
que reunía ambas cosas: GOLPE DE ESTADO: EL PAÍS CON LA
CONSTITUCIÓN. Poco después de las ocho de la tarde la rotativa se
puso en marcha e imprimimos unos cuantos miles de ejemplares,
muchos de los cuales fueron enviados con celeridad al hotel Palace,
donde se había reunido el mando operativo que trataba de
desarticular el golpe. Cuando vio el periódico el general Sáenz de
Santamaría, el hombre de la Marietta reconvertido ahora en
ferviente demócrata, decidió que era importante que en el interior
del Congreso se supiera que El País había
salido a la calle, de modo que se las arregló para introducir unos
cuantos números en el Parlamento ocupado por los rebeldes. Poco
después varios de ellos fueron vistos leyendo ostentosamente esa
primera edición, que desplegaban de manera visible ante los ojos de
los aturdidos rehenes. José Bono me reconoció que aquel fue para
muchos de ellos el primer signo de que la rebelión militar había
fracasado en el exterior.
La edición de nuestro diario y su inequívoca
llamada a defender la legalidad constitucional sirvieron también
para infundir ánimos a muchos ciudadanos de toda España que habían
sido congregados por sus alcaldes en reuniones informales. Radio
Madrid estaba narrando el golpe en directo mediante la intervención
estelar de su principal periodista deportivo, José María García,
que pese a su natural inclinación conservadora, o quizá gracias a
ella, se puso de forma inequívoca en contra de los insurgentes. Un
locutor leyó ante el micrófono nuestro editorial y resaltó los
titulares de primera página. Muchos ediles de diversas ciudades de
provincia me confesaron que al escuchar el contenido del artículo
comenzaron a entender que la amenaza, si no había sido conjurada
del todo, comenzaba a desvanecerse en la capital.
Al tiempo que avanzaba la noche el rey fue
contactando personalmente con todos y cada uno de los capitanes
generales para deshacer el infundio de que él apoyaba a los
golpistas y se fueron conociendo los pormenores de la conspiración.
Pero no fue lo suficientemente rápido como para evitar que el
capitán general de Sevilla brindara con champán por el fin de la
democracia o que el embajador en París hiciera lo propio durante
una cena en la sede de la representación, al tiempo que se
congratulaba por la derrota de «los rojos de El País».
Liberada la sede de Televisión Española tras
su ocupación militar, Iñaki Gabilondo, a la sazón director de los
Servicios Informativos, anunció en pantalla una comparecencia de
don Juan Carlos que se hizo esperar durante horas. Al fin se
produjo de madrugada. Había aguardado a garantizar de manera
inequívoca la lealtad de los mandos de la base aérea de Manises,
cuyos cazas deberían derrotar por la fuerza, si fuera preciso, a
los carros de combate desplegados por Milans del Bosch en las
calles de Valencia. Sabino me llamó para explicarme el significado
del gobierno de subsecretarios organizado por el rey bajo la
presidencia teórica del titular de Interior, Francisco Laína. Los
jefes de Estado Mayor habían decidido enviar al monarca una nota en
la que se explicaba que ante el vacío de poder ejecutivo en el
país, habida cuenta de que gobierno y Parlamento permanecían como
rehenes, lo lógico y conveniente era que los integrantes de dicha
junta se hicieran cargo interinamente del país. «El rey ha
comprendido que eso es una barbaridad y a partir de ahí se ha
organizado el gabinete de subsecretarios, para mantener el carácter
civil del poder», me dijo tras advertirme de que era probable que
el propio Laína se pusiera en contacto conmigo. Así sucedió a los
pocos minutos. Yo apenas conocía al subsecretario de Interior.
Sobre su figura corrían toda clase de leyendas urbanas que le
describían como un vividor de la noche, absolutamente leal a
Suárez, pero con capacidades profesionales limitadas. Me dijo que
estaban analizando la posibilidad de que las fuerzas especiales
tomaran por asalto el palacio del Congreso y liberaran a los
rehenes. «Me gustaría saber tu opinión. Desde luego hay riesgos,
pero ¿crees que es una buena idea?» Le contesté que no tenía
información suficiente para pronunciarme y que me extrañaba mucho
que me hiciera semejante pregunta. «Más bien pienso –añadí– que lo
que quieres saber es qué dirá el periódico en caso de que la
operación fracase. Tampoco te puedo contestar a eso ahora.» A esas
alturas de la noche los sublevados habían acabado con todo el
alcohol disponible en el bar del Parlamento y andaban organizando
una pira en el centro del hemiciclo. Amenazaron con prender fuego
si les cortaban la luz eléctrica.
La casualidad había querido que el rey me
hubiera citado semanas antes para una entrevista con él al día
siguiente, 24 de febrero, a las once. De madrugada, acordé con
Sabino que habida cuenta de lo sucedido no acudiría a la audiencia,
posponiéndola para mejor ocasión. Durante toda la noche y bien
entrada la mañana me dediqué febrilmente, como cuantos estábamos en
la sede del diario, a sacar edición especial tras edición especial.
Publicamos hasta siete diferentes y solo abandonamos nuestros
puestos a primera hora de la tarde del día siguiente al del golpe,
una vez que los asaltantes aceptaron rendirse y fueron liberados
los rehenes. De regreso a casa, y solo entonces, supe que mi
hermano mayor había alquilado un piso franco bajo identidad
supuesta para que pudiera ocultarme en caso de que el golpe
triunfara. A nadie le cabía duda de que si eso hubiera sucedido
unas de las primeras víctimas de la nueva situación serían
El País y sus directivos. Incluso
corrieron bulos que nunca pude comprobar sobre la existencia de
listas realizadas por los conjurados designando los nombres de
quienes deberían ser objeto primordial de la represión. En todas
ellas, según los rumores, aparecía el mío.
Yo tenía muy claro que la edición especial
de la tarde anterior respondía sobre todo a un sentimiento
emocional que me había conducido a la resistencia, pero enseguida
articulé una explicación más objetiva que me habría de servir a la
hora de hacer declaraciones. «El País
siempre ha sacado ediciones especiales cuando la importancia de una
noticia sobrevenida así lo exige, y también se caracteriza desde
sus inicios por emitir de inmediato una opinión editorial sobre los
hechos más relevantes de los que informa.» La asonada del 23 de
febrero reunía con creces ambos requisitos. O sea que no hicimos
sino continuar con nuestro tradicional comportamiento.
Su inequívoca defensa de la democracia
frente al terror armado le valió al periódico ser identificado en
adelante como un icono de la Transición. Si en un inicio había
contribuido a ella brindando tribuna a la izquierda silenciada
durante décadas, difundiendo un ideario liberal y progresista que
ayudara a la modernización de España, y procurando contribuir a
educar a la población y a la clase política sobre las demandas y
las condiciones de la vida democrática, a partir de aquella fecha
se convirtió también en un referente inexcusable del proceso que
estaba experimentando España. En numerosas ocasiones políticos y
líderes sociales de países que han vivido situaciones similares se
han acercado para explicarme que el fracaso en sus proyectos o al
menos las dificultades para el éxito provenían de no contar en sus
respectivas sociedades con un medio de comunicación como el nuestro
que acompañara su proyecto político. Solo el caso de Gazeta Wyborcza en Polonia es equiparable al
nuestro en ese sentido, pero la expansión de El País en los países de habla hispana, y su
influencia creciente entre sus élites, han justificado el reclamo
que desde los sectores democráticos de muchos de ellos se nos ha
hecho a lo largo de décadas. Pretendían que contribuyéramos a la
construcción de una red de medios que escapara del clientelismo y
del sometimiento a las clases dominantes.
La más emocionante expresión de ese
reconocimiento a nuestro papel en el devenir de la democracia
española me la regaló inopinadamente el primer ministro
socialdemócrata sueco Olof Palme. Cuando años después del fracasado
golpe de Estado le visité en su despacho oficial comprobé con
sorpresa y satisfacción que uno de los cuadros que orlaban sus
paredes era una primera página enmarcada de la edición especial del
23 de febrero. Siempre sentí por Palme una admiración y un respeto
ingentes, que comenzaron a fraguarse en mi primera juventud durante
mi estancia estudiantil en Londres. Entonces fui espectador de su
participación en la película I Am
Curious, un filme que causó escándalo por algunas escenas de
contenido sexual, en el que Olof aparecía en su papel auténtico de
ministro de Educación del gobierno de Estocolmo. Mucho tiempo
después, la campaña que inició en las postrimerías del franquismo
para recaudar fondos en favor de las víctimas de la dictadura en
España, aunque barnizada de un cierto populismo, no dejó de
conmoverme profundamente. Ver al jefe de un gobierno europeo
lanzarse a la calle hucha en mano para pedir por los españolitos
represaliados era todo un mensaje de ácido humor crítico que
anunciaba paradójicamente la aurora de nuestra democracia. Mantuve
con Palme una amistad durable y fructífera solo truncada por la
mano de su asesino. Los elogios, sin duda inmerecidos, que con
frecuencia me dedicó en público y en privado se fundamentaban sobre
todo en esa declaración emblemática de nuestro titular de la noche
del 23 de febrero: EL PAÍS CON LA CONSTITUCIÓN. Como siempre había
sido. Como siempre ha de ser.