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Confidencias y sobresaltos

 

En cierta ocasión le preguntaron a Winston Churchill durante la segunda Gran Guerra sobre el desarrollo del conflicto. Su respuesta fue tan irónica como certera: «Toda Europa está invadida por el ejército alemán, salvo España, que se encuentra invadida por su propio ejército».
Este era también el sentir de quienes nos educamos durante el franquismo. Incluso la distribución de cuarteles y guarniciones se había llevado a cabo con ese criterio, lo que explica que la división acorazada estuviera en las afueras de Madrid, no en las cercanías de ninguna frontera para prevenir una intervención foránea. Las fuerzas armadas estaban dispuestas a responder a cualquier evento que pusiera en peligro la unidad nacional o el régimen por ellas tutelado, antes que construir un sistema de defensa efectivo frente a una potencial amenaza exterior, siempre contemplada en el norte de África. Lo más parecido a ello, coincidiendo con la agonía de Franco, fue el episodio de la Marcha Verde sobre el Sáhara, que terminó con la entrega del territorio a Marruecos y Mauritania, en un acto que muchos militares de la época consideraron una rendición. Los españoles de hoy difícilmente pueden imaginar el sentimiento de frustración y angustia que teníamos entonces respecto al ejército y su papel. Durante cuarenta años de dictadura los militares ocuparon lugares de privilegio en todos los sectores de la sociedad y obtuvieron numerosas prebendas, algunas por otra parte tan miserables como la concesión de estancos o administraciones de lotería. El servicio militar obligatorio, cuya inutilidad era solo pareja a su monumental coste para el erario público, inoculó entre los ciudadanos un miedo casi atávico a cualquier intervención armada en defensa de la España que la dictadura había modelado. A la muerte de Franco se especulaba con el comportamiento de los poderes fácticos, de los cuales el más evidente era el ejército, constituido en garante permanente de la continuidad del régimen emanado de la Guerra Civil. La diferencia respecto a otras dictaduras militares, como la griega o las del Cono Sur de América, radicaba en que en el caso español las fuerzas armadas representaban una manera de entender el país que conectaba con amplios sectores de opinión. No se trataba de que un grupo o banda de milicos se hubiera hecho con el poder, sino de un entramado de intereses de todo género, entre los que descollaban los de la Iglesia católica y el gran capital, cuyos representantes veían en la milicia la garantía última de su permanencia. Frente a las experiencias comunistas en las que el partido y los servicios de inteligencia constituían la cúpula del poder, en España los militares controlaban de facto todas las decisiones políticas y la gestión del orden público y el espionaje interior. La brutalidad de la represión contra los vencidos en la guerra, objetivada en decenas de miles de fusilamientos, había dejado un poso histórico de miedo y desconfianza hacia los uniformes, avivado de continuo por la arbitrariedad de los mandos que todo españolito había sufrido en sus carnes durante la mili. De modo que las noticias sobre conspiraciones cuarteleras no sorprendían a nadie y las frecuentes declaraciones de los jefes del ejército sobre la situación política suscitaban toda clase de comentarios y aprensiones.
En la madrugada del sábado 18 de noviembre de 1978 me encontraba yo en mi domicilio, acabada la jornada laboral en el periódico. Como tantas otras noches me entretuve oyendo música barroca y leyendo alguna novela para relajarme antes de retirarme al dormitorio. Me resultaba imposible conciliar el sueño sin una pausa de al menos una hora entre el trabajo y el reposo que me permitiera rebajar los niveles de adrenalina producidos por la frenética actividad en que a diario me veía envuelto. Estaba medio ensimismado en la lectura cuando sonó el teléfono, que descolgué con la convicción de que me llamaba un compañero. La ya familiar voz del oficial del gabinete telegráfico me anunció:
—Le habla el presidente del gobierno.
Pregunté a Suárez cómo estaba levantado a las dos de la mañana y trabajando en su despacho, según me dijo. Acostumbraba a trasnochar porque eran las horas más tranquilas para poder dedicarse al trabajo y la reflexión sin interrupciones de ninguna clase. A continuación añadió:
—He dudado mucho en llamarte. Quiero contarte algo que debes conocer.
En un largo monólogo que lamenté no haber grabado me explicó los pormenores de una conjura encabezada por el coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y el capitán del ejército Sáenz de Ynestrillas, para dar un golpe de mano contra el poder constituido. Su propósito era atacar el palacio de La Moncloa y tomar como rehén al presidente aprovechando la ausencia del rey, que ese mismo sábado debía partir para México en viaje de Estado. A continuación se crearía un gobierno de salvación nacional presidido por un militar. Suárez se extendió en detalles sobre nombres, fechas y circunstancias. Me comentó que habían estado reunidos todo el día el rey, el vicepresidente Gutiérrez Mellado y él mismo, y que finalmente habían decidido mantener el viaje del monarca, una vez que fueron capaces de desarticular la conspiración y abortarla. Nada había trascendido todavía a la opinión pública. Me aseguró también que en la trama se hallaba involucrado el diario El Imparcial, un periódico de antigua cabecera y nueva vida, refundado inicialmente por Emilio Romero, afecto a la extrema derecha y con singulares contactos con los golpistas. Estos habían bautizado el operativo como Galaxia, de acuerdo con el nombre de la cafetería donde se reunían a conspirar. Luego el presidente me dio las buenas noches y colgó.
Tras escuchar las revelaciones tardé tiempo en conciliar el sueño. A la mañana siguiente convoqué de urgencia a Javier Pradera y José Luis Martín Prieto. Les expliqué lo sucedido y les aclaré que en ningún momento el presidente me había dado permiso o me había rogado que se publicara la historia, que no sabía yo si habían sido detenidos todos los protagonistas de esta o si quedaba trabajo policial por hacer y que por lo tanto dudaba de la conveniencia de dar la noticia de inmediato, pero al mismo tiempo me resistía a no hacerlo por razones obvias. Pradera interrumpió mis argumentos:
—Si el presidente del gobierno te llama a las dos de la mañana para contarte una cosa así, es evidente que quiere que se difunda.
Al día siguiente, domingo, publicamos en exclusiva las noticias sobre la Operación Galaxia y su desarticulación, con gran sorpresa de nuestros colegas y competidores, que no sabían nada al respecto. Para mí fue una vez más la demostración de que el periodismo de investigación era y es, en gran medida, un periodismo de filtración, como ya había quedado de manifiesto, por otra parte, en el caso Watergate.
Mientras estas cosas sucedían en el exterior del periódico sus accionistas continuaban agitando de continuo las aguas de la propiedad. El despido de Valcárcel como subdirector había desencadenado una guerra interna propiciada por él, que logró mantenerse durante un tiempo como secretario del Consejo y miembro de la Junta de Fundadores. En fecha tan temprana como febrero de 1978 Darío había enviado ya un informe al presidente del Banco Urquijo, todavía propietario de un importante paquete de acciones, en el que solicitaba la sustitución del consejero delegado por un Comité Ejecutivo y la creación de un comité del consejo que vigilara la línea editorial del diario. Se trataba de una maniobra para destituirnos tanto a Polanco como a mí, orquestada en la sombra por Areilza y agitada por conspicuos liberales del accionariado, entre los que sobresalía Fernando Chueca Goitia, arquitecto de fama que presumía de pedigrí antifranquista al tiempo que se dedicaba a proyectar el engendro artístico de la catedral de la Almudena. Ese mismo mes se había celebrado un consejo de administración del diario en el que el presidente recabó de nuevo para él la facultad de intervenir en los nombramientos de la redacción. Jesús se opuso a lo que consideraba un intervencionismo peligroso en la línea del periódico y se quedó prácticamente solo en la votación contra ese empeño, con el solo apoyo de su socio Pancho y la abstención vergonzosa de otro consejero. El susodicho acuerdo me lo comunicó formalmente Ortega. Le manifesté que dicha disposición vulneraba los poderes del director y mis derechos reconocidos en el contrato, por lo que no iba a aceptarla. Pero como nuestra relación era buena y teníamos confianza mutua me mostré dispuesto a despachar con él sobre temas redaccionales si Polanco lo aceptaba. Convoqué también una reunión del equipo directivo en la que suscribimos un manifiesto de apoyo al consejero delegado y expresamos un rechazo frontal a la decisión del Consejo. Lo que se estaba fraguando era una guerra abierta por el control del diario, que producía ya pingües beneficios y era pieza codiciada por muchos dada su influencia creciente en el panorama político.
Jesús acababa de regresar de un largo viaje. Poco antes de este, cansado de las peripecias internas de la empresa y de la mucha atención que esta precisaba, le había comunicado a Ortega que estaba pensando abandonar el puesto de primer ejecutivo, manteniéndose simplemente como miembro del Consejo. Su compromiso con el periódico seguía intacto, pero pensaba que debía dedicarse más a sus otros negocios. Aconsejado por Darío, José inició una estrategia tendente a sustituirle por Narcís Andreu, hijo de un viejo nacionalista catalán, Josep Andreu Abelló, que había presidido el Tribunal de Casación del principado durante la República. De modo que al regreso de su viaje Polanco recibió una petición de Ortega para que nos recibiera a ambos, pues quería que yo fuera testigo de la conversación. En el encuentro, celebrado en el despacho de Jesús en la sede de Timón, su empresa familiar, le pidió su dimisión, argumentando que él mismo se la había ofrecido. Visiblemente irritado, Polanco se negó a ello y explicó que no había hecho tal cosa, sino que solo había expresado su cansancio y su disposición a dejar el puesto en manos de alguien de su confianza. Tal y como estaban las cosas, ante la evidente conspiración tejida contra él y el equipo directivo, le expresó su decisión de continuar en el cargo. A partir de ahí la confrontación con Darío (en realidad con Areilza y sus amigos) fue subiendo de tono, y se hizo visible en la Junta de Accionistas celebrada meses después, en la que intervinieron varios redactores en defensa de su independencia frente a las maniobras internas que trataban de impedirla. Durante unos meses Ortega trató de mediar e incluso de defender a Darío. Fue una etapa en la que mantuvimos muchas conversaciones entre él, Polanco y yo, y en las que este le trató en ocasiones con gran dureza, a mi juicio excesiva, dada la personalidad de Ortega, cuya recta intención había sido claramente manipulada. En cierta ocasión, pasada la medianoche y siguiendo instrucciones de Jesús, le telefoneé para que se acercara a mi despacho pese a que ya se había acostado. Así lo hizo y acudió a mantener un nuevo encuentro con un Polanco más que indignado por la sensación de que el presidente de la empresa pretendía jugar a todas las bandas (Areilza, Darío, Polanco, Andreu y yo mismo) con tal de salvarse él. Su fragilidad de carácter y sus intentos de intervenir en la redacción le habían granjeado además cierta impopularidad en esta, que había recibido con cierto desagrado su designación como senador real pese a que le organizamos un homenaje con tal motivo. José Luis Martín Prieto propagó la maldad de que el célebre «¡No es esto! ¡No es esto!» de Ortega y Gasset se pronunció en realidad cuando el filósofo se inclinó sobre la cuna y contempló la faz de su hijo recién nacido. Pero, aunque José era un hombre frágil, era también alguien con convicciones, y sus intentos de fomentar el consenso nunca traspasaron la línea roja de fidelidad al periódico que había creado como presidente. Era además consciente de que todos los trabajos fundacionales reposaron en su día en Polanco, como empresario y constructor de la estructura de capital, y en mí como diseñador del conjunto del diario y de su línea de opinión.
El conflicto entre accionistas sirvió entre otras cosas para acelerar los planes sobre el establecimiento de un estatuto de la redacción que estableciera el pacto entre los diversos poderes que operaban en el diario: accionistas, dirección y redactores. Se constituyó una comisión presidida por mí ante la que presentamos un borrador de estatuto que discutimos durante meses. En él se reconocían y regulaban el secreto profesional y la cláusula de conciencia, extremos que habían sido recogidos en el texto constitucional por iniciativa del diputado democristiano Luis Apostua, pero que la ley no había desarrollado. También se establecía un sistema de votación consultiva para el nombramiento del director y de los principales cargos de la redacción, que no habría de afectarme a mí, ya en posesión del cargo, sino a mis sucesores. Incluimos como preámbulo un ideario redactado por Ortega en el que se definían de manera amplia sus rasgos editoriales, consagrando nuestra militancia por la democracia, los deseos de integración en Europa y la especial atención que debía merecer América Latina. Una gran parte del equipo redaccional, agitado sobre todo por Comisiones Obreras y militantes del partido comunista, consideraba que el estatuto era demasiado tímido en lo que se refería a la entrega del poder a los periodistas. Probablemente tenían razón, entre otras cosas porque mi obsesión era garantizar una dirección fuerte, no solo por delegación de la empresa, sino también con acuerdo del cuerpo profesional. En mis frecuentes debates con los representantes de los periodistas les volví a recordar reiteradamente las observaciones de Engels respecto al comportamiento de Marx como director de periódico. «Yo no soy marxista –argumentaba–, y por lo tanto no estoy de acuerdo con esta máxima, pero sí creo que un diario independiente, y más en los tiempos que corren, necesita una dirección sólida.» También me preocupaba que los periodistas aprobaran un estatuto que fuera rechazado después por los accionistas, con lo que se habría creado un monumental conflicto. La oposición al proyecto consensuado en el comité se manifestó de manera abierta en la votación de la asamblea de redacción, en la que salió derrotado. Reunido de nuevo con quienes habían redactado conjuntamente el proyecto que a las bases les parecía insuficiente, comuniqué que solo aceptaría realizar mínimos retoques de estilo, pues estaba convencido de que si íbamos demasiado lejos la empresa lo rechazaría. Los redactores estaban en su derecho de no aprobarlo, pero me parecía una lástima que se quedaran sin la protección de una norma en la que se reconocían importantes derechos para ellos. Yo como director no la necesitaba, pues ya tenía la autonomía suficiente, y mi única intención era garantizar la estabilidad futura del diario habida cuenta de las reyertas existentes entre la propiedad. Desde antes de la fundación había expresado en numerosas ocasiones que no creía que un periódico pudiera ser dirigido asambleariamente. Puesto que el texto había sido rechazado por la mayoría, me abstendría por lo demás de presentarlo a la asamblea general de accionistas, como había sido mi intención.
Ante mi postura inequívoca, alguien propuso someter de nuevo el mismo texto a referéndum entre los redactores, transmitiéndoles además mis explicaciones al respecto. Constituía una perversión democrática, pero decidieron repetir la consulta y se aprobó el estatuto por mayoría suficiente. La norma sería después refrendada por la Junta de Accionistas. Polanco hizo una encendida defensa frente a los ataques del sector minoritario del accionariado, que le acusó a él y a Ortega de «entregar el diario a los sóviets». El estatuto supuso finalmente un triunfo para los profesionales, pese a las reticencias de muchos de ellos.
En aquellos momentos de confusión generalizada en España, resultó ser una herramienta útil para consolidar al equipo redaccional y a mí mismo como director frente a los diversos ataques que recibíamos. Mi experiencia posterior sigue siendo globalmente más que positiva, pero en cierta medida también ambigua. Las votaciones para la elección de cargos se convirtieron en motivo de vendettas personales y formas de manifestar la protesta contra las decisiones de la dirección que nada tenían que ver con lo que se sometía a las urnas. El estatuto preveía, y prevé aún, que solo si más de dos tercios del censo de la redacción se opusieran al nombramiento de un cargo de responsabilidad el comité de redacción, distinto al de la representación sindical, expondrá razonadamente esta opinión al director para que la considere. En las discusiones para la elaboración del texto se hizo hincapié en la necesidad de que fuera una explicación razonada, referente a cómo se podía ver afectada por el nombramiento en cuestión la línea editorial del periódico. Uno de los representantes de los periodistas, militante del PC, insistió a título de ejemplo en que por supuesto no podía rechazarse a nadie por que fuera vestido estrafalariamente o cuestiones por el estilo. El tiempo demostraría que la ausencia de un reglamento que formalizara las consultas terminaría por generar efectos indeseables. Desde el primer día se hicieron públicos los resultados de las votaciones, cosa no prevista salvo si fueran negativos por más de dos tercios; por otra parte nunca se ha explicitado ningún tipo de explicación que justificara la derrota de alguno de los candidatos. El primero en sufrirla fue precisamente Juan Cruz, que después de un excepcional desempeño como corresponsal en Londres y redactor de Opinión y de Cultura, fue rechazado por la mayoría de los votantes, aunque por menos de dos tercios del censo. Parecía claro que se debía no tanto a las cualidades profesionales de Juan, hoy universalmente reconocidas, sino más bien a un cierto rechazo hacia su persona de un sector que le consideraba extremadamente fiel a la dirección. Se trataba así de propinar a esta un varapalo en trasero ajeno. Conocido el significado adverso y habida cuenta de que no llegaba a los porcentajes que me hubieran obligado a tomarlo en consideración, decidí nombrar a Juan para el cargo, con el entusiasta compromiso de este, que me confesó querer ejercerlo «ahora más que nunca». Situaciones similares se han producido después conmigo y con otros directores, e idéntico corolario. En este punto el estatuto ha servido más bien para dividir a los periodistas entre ellos y respecto a sus mandos. Además, la coexistencia de dos comités diferentes, el de redacción y el sindical, ha operado siempre en contra del primero, entre otras cosas por la reiterada insistencia de algunos representantes sindicales en mezclar los temas laborales con aspectos editoriales y profesionales que no les competen.
No obstante todo lo dicho, mi balance final del estatuto y su aplicación es, lo reitero, muy positivo. Establece una serie de principios que, junto con la existencia del libro de estilo y la creación del defensor del lector, garantizan en cuanto es posible una independencia real y una calidad profesional que atienda los intereses de los lectores, destinatarios últimos de la libertad de información. Y ha servido durante décadas para mantener la coherencia y estabilidad del diario incluso en medio de muy amenazadoras tormentas.
Desde el punto de vista político, la más cruda de todas las que me tocó vivir como director fue el golpe de Estado de febrero de 1981. El 23 de dicho mes, fecha muy señalada para mí porque era el aniversario de mi compañera sentimental, la ya famosa «rusa» para los servicios de inteligencia, regresé al diario después de un prolongado almuerzo en que estuvimos celebrando el cumpleaños. En las Cortes tenía lugar la votación de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno después de que Suárez dimitiera acosado por el estamento militar y los barones de su propio partido. Leopoldo era un personaje arrogante y tímido; no ocultaba sus sentimientos de creerse un ser relativamente superior a la mayoría de los mortales. En un almuerzo que habíamos celebrado meses atrás se permitió definir los rasgos esenciales de cualquiera que pretendiese presidir el Consejo de Ministros. «Tiene que poseer tres cualidades –pontificó–. Saber de economía, tener experiencia de la administración y hablar idiomas para poder desenvolverse en el escenario internacional.» Suárez solo poseía la segunda de ellas, y aun de manera limitada. Cuantos estábamos sentados a la mesa comprendimos que Leopoldo se estaba postulando para el puesto sin ningún disimulo. Todavía no había comprendido que el liderazgo político no se enseña en las aulas ni se aprende en los libros, no es fruto necesario ni de la inteligencia ni de la cultura, y no puede ser reemplazado por unas oposiciones a un cuerpo técnico del Estado.
Cuando llegué al despacho esa tarde del 23F encendí la radio dispuesto a seguir a través de ella el desarrollo de la sesión de investidura, para la que el candidato a la presidencia contaba de antemano con los sufragios suficientes. El secretario del Parlamento comenzó a llamar verbalmente, uno a uno, a los diputados a fin de que expresaran su voto de viva voz. En cuanto se inició la aburrida cantinela bajé el volumen del receptor e hice pasar ante mi presencia a un periodista andaluz que aspiraba a desempeñar un puesto en nuestra delegación en Sevilla. Apenas le saludé y le invité a sentarse, Augusto Delkáder me llamó por el interfono.
—¿Estás siguiendo la sesión de investidura?
—La oía por radio, pero he bajado el volumen.
—¡Pues súbelo ya, escucha, escucha! –denotaba gran excitación.
Elevé de nuevo el nivel de sonido en el momento en que el locutor comentaba que entraban guardias civiles en la sala del pleno y se preguntaba si es que andaban persiguiendo a algún comando terrorista. Enseguida se oyeron detonaciones y una voz de mando que ordenaba: «¡Quietos todo el mundo!». Le pedí a mi invitado que me excusara un momento, solo unos minutos, «espérame en secretaría hasta que aclaremos lo que está pasando». Mientras, en mi receptor, el coronel Tejero clamaba imperativo: «¡Se sienten, coño!».
A los pocos minutos supimos que el palacio del Congreso estaba ocupado por guardias civiles rebeldes. El gobierno y el Parlamento en pleno habían sido tomados como rehenes. El inspector que me prestaba servicios de escolta fue convocado, como el resto de sus colegas, a la central de la policía, pues alguien tomó la decisión de quitar la protección personal que nos prestaban, «pero no pienso ir, yo me quedo contigo, es mi obligación defenderte». Me costó convencerle de que lo correcto era que obedeciera las órdenes, aunque expresé mi perplejidad por el hecho de que precisamente cuando se producía un hecho como aquel se retirara la seguridad a quienes estábamos amenazados. Mandé cerrar las puertas del periódico y prohibí el acceso a cualquiera que no perteneciera a la plantilla. Solo hice una excepción, la del capitán Pitarch, un oficial del ejército colaborador nuestro que se presentó armado y dispuesto a lo que fuera menester. Desde el primer momento comprendí que lo mejor que podíamos hacer era sacar una edición especial del periódico con la noticia sobre el golpe, y tomé esa decisión en mi fuero interno. La asonada no me había sorprendido demasiado, toda vez que hacía meses que yo mismo había anunciado la posibilidad de un evento semejante, pero nunca pude imaginar que Tejero reviviera la imagen del general Pavía entrando a caballo en la sede de las Cortes. Me vino de inmediato a la mente, por una extraña asociación de ideas, la invasión de Checoslovaquia por los tanques soviéticos, que había seguido minuto a minuto como subdirector de Informaciones. Tenía muy presente la imagen atribulada de un conductor de la televisión pública checa anunciando al mundo la violación del territorio de su país por las tropas de Bréznev, su cara desencajada pidiendo ayuda a Occidente para salvar los restos de la primavera de Dubcek, y el corte inmediato de la señal televisada por parte de algún funcionario obediente. Decidí que era importante conectarnos con los medios de información occidentales y convoqué a varios redactores, entre ellos Jesús Hermida y Ángel Luis de la Calle, para que llamaran a periódicos y emisoras de todo el mundo y dieran cuenta de los sucesos en Madrid para solicitar que no cortaran la comunicación. Con tanta ingenuidad como convicción sentí que frente a la amenaza de las armas nosotros poseíamos otra vez la fuerza de la palabra. Mi secretaria, Nancy Abel, americana como la anterior, se encargó de contactar con el New York Times. Le Monde, Reuters o la BBC fueron otros de los medios con los establecimos enlaces.
El periódico era nuestra trinchera para la resistencia. José Ortega y Jesús Polanco se reunieron conmigo en mi despacho. También estaban Ramón Jordán de Urríes, miembro del Consejo y de la Junta de Fundadores, y Javier Baviano, entre otros. Alguien nos aseguró que las tropas habían tomado Radio Juventud y que una columna motorizada se dirigía hacia nuestra sede y la contigua de Diario 16 para ocuparlas. En esas se informó de que los tanques habían salido a las calles de Valencia y el general Milans hizo público un bando de guerra. Ana Cristina Navarro, redactora de Televisión Española, me llamó para alertarme de que los soldados habían tomado la sede de Prado del Rey. Llamé al director general, Fernando Castedo, a fin de confirmarlo y expresarle mi solidaridad.
—Te estoy hablando en presencia de un capitán del regimiento de transmisiones contiguo a nuestra sede. Me ha prohibido dar a nadie ningún tipo de información.
Polanco se ausentó brevemente de mi despacho para llamar desde el teléfono de mi secretaría al capitán general de Burgos, pariente suyo. Como casi todos los altos mandos del ejército, estaba más o menos pasiva o activamente implicado en la conspiración aunque, como era natural, él lo negó. Procuró tranquilizarle diciéndole que el rey le había llamado y que don Juan Carlos estaba haciéndose con la situación. «Por lo que me ha dicho en realidad deben de estar implicadas prácticamente casi todas las capitanías generales», añadió Jesús. Cuanto estaba sucediendo no hacía sino abonar mi decisión inicial de sacar cuanto antes una edición especial, no fuera que los soldados llegaran a nuestra sede y lo evitaran, comprobando encima cuál había sido nuestra intención por ellos frustrada, lo que habría aumentado su irritación. Así lo dije abiertamente. Jesús y José se opusieron con argumentos varios, insistiendo en que era mejor esperar puesto que parecía que el rey terminaría por controlar el proceso. «¿Esperar a qué? ¿A que vengan las tropas y nos pillen con las manos en la masa?» Javier Baviano tampoco era partidario de hacer nada, pues los quioscos estaban cerrados y no se podría distribuir la edición. Llamé a los representantes sindicales, que se ofrecieron voluntarios a repartir el diario en la calle, pero Javier seguía preocupado.
—¿Y si matan a alguien? –me interpeló.
—Lo que pueden –respondí– es matarnos a todos si no espabilamos.
Mis argumentos no resultaban convincentes para ninguno de mis interlocutores y yo veía que el tiempo se nos echaba encima. En un arranque de rabia, aunque relativamente controlado y fruto de una cierta sobreactuación, pegué un manotazo sobre mi mesa y estallé en presencia de los reunidos: «¡Me da igual lo que digáis! Yo voy a sacar ahora este periódico a la calle aunque sea lo último que haga como director. Es mi obligación hacerlo y no voy a renunciar a ello». Todo el mundo calló y nadie objetó entonces nada. Salí del despacho y me dirigí a la redacción, donde había numerosos corros de periodistas que hablaban entre ellos. Di unas sonoras palmadas y reclamé atención:
—Todo el mundo a sus puestos, vamos a sacar el periódico.
Descubrí una evidente satisfacción entre los congregados, que se pusieron de inmediato manos a la obra. El personal de talleres no había llegado todavía, aunque algunos operarios decidieron por sí mismos acercarse a nuestra sede cuando supieron de las noticias sobre el golpe. Era lunes y todavía no se editaban periódicos en España ese día de la semana, pero ya estaban cerradas las páginas de la sección de Deportes y podían prestar suficiente volumen a la edición especial que intentábamos poner en marcha. Pensando en sucesivas ediciones le pedí a Baviano que convocara a todo el que pudiera incorporarse. Luego entré en un despacho de la redacción donde se hallaba Eduardo San Martín. Pese a lo decidido de mi actitud, no dejaba de albergar dudas en mi interior ante la enormidad de los riesgos que probablemente íbamos a correr. Así se lo dije a Eduardo, al que le pedí que se quedara conmigo mientras llamaba a Pedro J. Ramírez, director de Diario 16. Quería un testigo de mi conversación.
—Vamos a sacar una edición especial, Pedro, y me gustaría que lo hicierais vosotros también. Los militares pueden reaccionar muy negativamente y sería mejor no quedarnos en esto solos.
Pedro Jota se resistió alegando entre titubeos, un gesto habitual en él, que le resultaba imposible hacer una cosa así porque no tenía equipo suficiente.
—Vosotros sois un gran periódico y tenéis muchos más medios.
—Tú lo que tienes es miedo –le contesté–. Me parece lógico porque yo también lo tengo. Te llamo precisamente por eso, porque dos se defienden mejor que uno, pero ya veo que es inútil. No es que no tengas medios, es que no tienes huevos.
Una vez que puse la edición en marcha regresé a mi cubil, ahora desalojado de intrusos, y telefoneé a Francisco Balsemão, por entonces primer ministro portugués. Había sido compañero de colegio en Estoril del rey Juan Carlos y mantenía con él una gran amistad. Le informé de lo que sabíamos y sugerí que llamara al monarca para ponerse a su disposición, cosa que hizo, al tiempo que me ofrecía asilo en la embajada de su país. «Gracias, pero lo que tengo que hacer ahora es sacar el periódico.» Me explicó que en cualquier caso las puertas de la legación seguían abiertas. Un líder político muy conocido de ambos estaba cenando esa noche allí por casualidad y había solicitado protección si el golpe triunfaba. Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey, me informó lo más detalladamente posible de la situación. Mantuve con él diversos contactos telefónicos a lo largo de la tarde y noche; en todos ellos hizo gala de absoluta transparencia y notable serenidad.
Pradera pergeñó el borrador de un editorial que, como siempre, me pasó a consulta. Cambié el primer párrafo para hacerlo más contundente. Yo quería convocar a los ciudadanos a la resistencia frente al golpe y así lo hicimos. También acordamos ambos titularlo con un ¡VIVA LA CONSTITUCIÓN! Enseguida llegó Hermida con la maqueta de la primera página. Aunque era el responsable del suplemento semanal decidimos que se hiciera cargo de esa primera edición mientras Delkáder organizaba los trabajos posteriores. No teníamos todavía fotografías del interior del Congreso y nos dispusimos a ilustrar la portada con una foto de la fachada. Luego discutimos el encabezamiento. Estábamos a solas en mi secretaría porque mi despacho, nuevamente invadido por toda clase de gente, era lo más parecido al camarote de los hermanos Marx. Tras unos minutos de debate dimos con la clave: teníamos que hacer inequívoco el apoyo a la Constitución tanto del diario como de la ciudadanía en general. Opté por la ambigüedad de un título que reunía ambas cosas: GOLPE DE ESTADO: EL PAÍS CON LA CONSTITUCIÓN. Poco después de las ocho de la tarde la rotativa se puso en marcha e imprimimos unos cuantos miles de ejemplares, muchos de los cuales fueron enviados con celeridad al hotel Palace, donde se había reunido el mando operativo que trataba de desarticular el golpe. Cuando vio el periódico el general Sáenz de Santamaría, el hombre de la Marietta reconvertido ahora en ferviente demócrata, decidió que era importante que en el interior del Congreso se supiera que El País había salido a la calle, de modo que se las arregló para introducir unos cuantos números en el Parlamento ocupado por los rebeldes. Poco después varios de ellos fueron vistos leyendo ostentosamente esa primera edición, que desplegaban de manera visible ante los ojos de los aturdidos rehenes. José Bono me reconoció que aquel fue para muchos de ellos el primer signo de que la rebelión militar había fracasado en el exterior.
La edición de nuestro diario y su inequívoca llamada a defender la legalidad constitucional sirvieron también para infundir ánimos a muchos ciudadanos de toda España que habían sido congregados por sus alcaldes en reuniones informales. Radio Madrid estaba narrando el golpe en directo mediante la intervención estelar de su principal periodista deportivo, José María García, que pese a su natural inclinación conservadora, o quizá gracias a ella, se puso de forma inequívoca en contra de los insurgentes. Un locutor leyó ante el micrófono nuestro editorial y resaltó los titulares de primera página. Muchos ediles de diversas ciudades de provincia me confesaron que al escuchar el contenido del artículo comenzaron a entender que la amenaza, si no había sido conjurada del todo, comenzaba a desvanecerse en la capital.
Al tiempo que avanzaba la noche el rey fue contactando personalmente con todos y cada uno de los capitanes generales para deshacer el infundio de que él apoyaba a los golpistas y se fueron conociendo los pormenores de la conspiración. Pero no fue lo suficientemente rápido como para evitar que el capitán general de Sevilla brindara con champán por el fin de la democracia o que el embajador en París hiciera lo propio durante una cena en la sede de la representación, al tiempo que se congratulaba por la derrota de «los rojos de El País».
Liberada la sede de Televisión Española tras su ocupación militar, Iñaki Gabilondo, a la sazón director de los Servicios Informativos, anunció en pantalla una comparecencia de don Juan Carlos que se hizo esperar durante horas. Al fin se produjo de madrugada. Había aguardado a garantizar de manera inequívoca la lealtad de los mandos de la base aérea de Manises, cuyos cazas deberían derrotar por la fuerza, si fuera preciso, a los carros de combate desplegados por Milans del Bosch en las calles de Valencia. Sabino me llamó para explicarme el significado del gobierno de subsecretarios organizado por el rey bajo la presidencia teórica del titular de Interior, Francisco Laína. Los jefes de Estado Mayor habían decidido enviar al monarca una nota en la que se explicaba que ante el vacío de poder ejecutivo en el país, habida cuenta de que gobierno y Parlamento permanecían como rehenes, lo lógico y conveniente era que los integrantes de dicha junta se hicieran cargo interinamente del país. «El rey ha comprendido que eso es una barbaridad y a partir de ahí se ha organizado el gabinete de subsecretarios, para mantener el carácter civil del poder», me dijo tras advertirme de que era probable que el propio Laína se pusiera en contacto conmigo. Así sucedió a los pocos minutos. Yo apenas conocía al subsecretario de Interior. Sobre su figura corrían toda clase de leyendas urbanas que le describían como un vividor de la noche, absolutamente leal a Suárez, pero con capacidades profesionales limitadas. Me dijo que estaban analizando la posibilidad de que las fuerzas especiales tomaran por asalto el palacio del Congreso y liberaran a los rehenes. «Me gustaría saber tu opinión. Desde luego hay riesgos, pero ¿crees que es una buena idea?» Le contesté que no tenía información suficiente para pronunciarme y que me extrañaba mucho que me hiciera semejante pregunta. «Más bien pienso –añadí– que lo que quieres saber es qué dirá el periódico en caso de que la operación fracase. Tampoco te puedo contestar a eso ahora.» A esas alturas de la noche los sublevados habían acabado con todo el alcohol disponible en el bar del Parlamento y andaban organizando una pira en el centro del hemiciclo. Amenazaron con prender fuego si les cortaban la luz eléctrica.
La casualidad había querido que el rey me hubiera citado semanas antes para una entrevista con él al día siguiente, 24 de febrero, a las once. De madrugada, acordé con Sabino que habida cuenta de lo sucedido no acudiría a la audiencia, posponiéndola para mejor ocasión. Durante toda la noche y bien entrada la mañana me dediqué febrilmente, como cuantos estábamos en la sede del diario, a sacar edición especial tras edición especial. Publicamos hasta siete diferentes y solo abandonamos nuestros puestos a primera hora de la tarde del día siguiente al del golpe, una vez que los asaltantes aceptaron rendirse y fueron liberados los rehenes. De regreso a casa, y solo entonces, supe que mi hermano mayor había alquilado un piso franco bajo identidad supuesta para que pudiera ocultarme en caso de que el golpe triunfara. A nadie le cabía duda de que si eso hubiera sucedido unas de las primeras víctimas de la nueva situación serían El País y sus directivos. Incluso corrieron bulos que nunca pude comprobar sobre la existencia de listas realizadas por los conjurados designando los nombres de quienes deberían ser objeto primordial de la represión. En todas ellas, según los rumores, aparecía el mío.
Yo tenía muy claro que la edición especial de la tarde anterior respondía sobre todo a un sentimiento emocional que me había conducido a la resistencia, pero enseguida articulé una explicación más objetiva que me habría de servir a la hora de hacer declaraciones. «El País siempre ha sacado ediciones especiales cuando la importancia de una noticia sobrevenida así lo exige, y también se caracteriza desde sus inicios por emitir de inmediato una opinión editorial sobre los hechos más relevantes de los que informa.» La asonada del 23 de febrero reunía con creces ambos requisitos. O sea que no hicimos sino continuar con nuestro tradicional comportamiento.
Su inequívoca defensa de la democracia frente al terror armado le valió al periódico ser identificado en adelante como un icono de la Transición. Si en un inicio había contribuido a ella brindando tribuna a la izquierda silenciada durante décadas, difundiendo un ideario liberal y progresista que ayudara a la modernización de España, y procurando contribuir a educar a la población y a la clase política sobre las demandas y las condiciones de la vida democrática, a partir de aquella fecha se convirtió también en un referente inexcusable del proceso que estaba experimentando España. En numerosas ocasiones políticos y líderes sociales de países que han vivido situaciones similares se han acercado para explicarme que el fracaso en sus proyectos o al menos las dificultades para el éxito provenían de no contar en sus respectivas sociedades con un medio de comunicación como el nuestro que acompañara su proyecto político. Solo el caso de Gazeta Wyborcza en Polonia es equiparable al nuestro en ese sentido, pero la expansión de El País en los países de habla hispana, y su influencia creciente entre sus élites, han justificado el reclamo que desde los sectores democráticos de muchos de ellos se nos ha hecho a lo largo de décadas. Pretendían que contribuyéramos a la construcción de una red de medios que escapara del clientelismo y del sometimiento a las clases dominantes.
La más emocionante expresión de ese reconocimiento a nuestro papel en el devenir de la democracia española me la regaló inopinadamente el primer ministro socialdemócrata sueco Olof Palme. Cuando años después del fracasado golpe de Estado le visité en su despacho oficial comprobé con sorpresa y satisfacción que uno de los cuadros que orlaban sus paredes era una primera página enmarcada de la edición especial del 23 de febrero. Siempre sentí por Palme una admiración y un respeto ingentes, que comenzaron a fraguarse en mi primera juventud durante mi estancia estudiantil en Londres. Entonces fui espectador de su participación en la película I Am Curious, un filme que causó escándalo por algunas escenas de contenido sexual, en el que Olof aparecía en su papel auténtico de ministro de Educación del gobierno de Estocolmo. Mucho tiempo después, la campaña que inició en las postrimerías del franquismo para recaudar fondos en favor de las víctimas de la dictadura en España, aunque barnizada de un cierto populismo, no dejó de conmoverme profundamente. Ver al jefe de un gobierno europeo lanzarse a la calle hucha en mano para pedir por los españolitos represaliados era todo un mensaje de ácido humor crítico que anunciaba paradójicamente la aurora de nuestra democracia. Mantuve con Palme una amistad durable y fructífera solo truncada por la mano de su asesino. Los elogios, sin duda inmerecidos, que con frecuencia me dedicó en público y en privado se fundamentaban sobre todo en esa declaración emblemática de nuestro titular de la noche del 23 de febrero: EL PAÍS CON LA CONSTITUCIÓN. Como siempre había sido. Como siempre ha de ser.