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España en guerra

 

Nací en un hogar burgués del madrileño barrio de Chamberí en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre, Vicente Cebrián, periodista de profesión aunque había cursado la carrera de Medicina, desempeñaba tareas de responsabilidad en Arriba, diario oficial de la Falange, el partido fascista español fundado por José Antonio Primo de Rivera. Se había incorporado a él como ayudante de uno de sus primeros directores, Xavier de Echarri, primo hermano de mi madre y perteneciente al grupo Escorial, una célula de jóvenes falangistas con justificadas ínfulas intelectuales. La relación de mi progenitor con aquella partida de la porra disfrazada de tertulia literaria era estrictamente personal y, aunque obviamente terminó militando en el partido único, no lo hizo tanto desde una convicción ideológica, por más que no le repugnaran sus ideas, como debido al pragmatismo de quien necesitaba un empleo para poder casarse y formar una familia. Esta nacería, como tantas otras de la España de entonces, marcada por el signo de la división política entre sus integrantes, desgarrada en su convivencia por las secuelas de la Guerra Civil.
Mi abuelo paterno, de nombre también Vicente, doctor especialista en piel y venéreas, había ejercido desde el comienzo de su carrera como oficial médico de la armada, de la que le obligaron a pedir la baja después de que fuera encarcelado por los franquistas tras la guerra, acusado fundadamente de colaborar con la República. Era un librepensador de derechas, aficionado a la buena vida, sin más entusiasmo por el dinero que el placer que da gastarlo y con muy pocas, o ninguna, ansias de poder. De joven había compartido correrías con don Manuel Merino, capitán de la Guardia Real de don Alfonso XIII, amén de periodista y progenitor de una exitosa saga de cineastas. Ambos fueron cómplices de aventuras galantes, y las malas lenguas aseguraban que en su juventud don Manuel había cubierto como enviado especial la guerra de los bóers encerrado en un chalet de la sierra madrileña desde el que enviaba sus vibrantes e inventadas crónicas «en directo desde el frente» mientras disfrutaba de los arrumacos de un par de bellas. El capitán Merino dejó el ejército después de que le sancionaran por rendir honores durante una parada militar cómodamente instalado en el interior de un simón para protegerse del espeso chirimiri que amenazaba con arruinar su uniforme nuevo. A la hora de saludar protocolariamente sable en mano a la bandera, sacó el brazo por la ventanilla del carricoche, humillándolo marcial ante los muy asombrados ojos de la concurrencia. Aquellos militares de la belle époque parecían valorar más que ninguna otra cosa la estética admirable de sus atuendos, pensados para los bailes de palacio antes que para las trincheras. Y en uno de esos bailes, o en los paseos dominicales por el salón del Prado, debió de conocer el doctor Cebrián a quien sería mi abuela Mercedes, hija única del segundo casamiento, por viudedad, del médico personal del general Espartero, el teniente coronel don José Carabias.
La vida de la familia Cebrián Carabias, compuesta por el matrimonio y tres hijos –solo uno de ellos varón–, transcurrió con normalidad y sin aprietos en los años precedentes a la guerra. No eran gentes de dinero, pero sí de posibles; tenían más que suficiente gracias sobre todo a la herencia recibida por la madre de familia. Mi abuelo había participado en la contienda de Cuba a bordo de la fragata Numancia, ocasión en la que tuvo que hacer frente a una epidemia de escorbuto. Durante la República entabló amistad con el líder conservador Melquíades Álvarez, y fue nombrado inspector general de la Cruz Roja, cuerpo a la sazón militarizado. Católicos y de derechas, aunque sin demasiados aspavientos respecto a sus creencias, la revuelta militar del general Franco pilló a los Cebrián en Madrid haciendo las maletas para las vacaciones estivales, y allí se quedaron durante los tres años de guerra, a excepción de mi padre, el más joven de la familia, que para evitar que lo movilizaran decidió refugiarse en la embajada de Cuba junto con su novia y los padres de esta. Pudo más tarde liberarse de su voluntario encierro al ser canjeado junto con otros por un grupo de presos republicanos en poder de los franquistas.
La vida cotidiana durante la Guerra Civil en el Madrid cercado por los facciosos rebeldes no debió de ser fácil para nadie. Nuestra literatura está llena de testimonios acerca de la tortura ejercida en las cárceles y checas comunistas, tanto como sobre el heroísmo popular de las tropas y los civiles fieles a la República. El «¡No pasarán!» de Dolores Ibárruri continúa siendo un grito emblemático de las izquierdas tres cuartos de siglo después de que sí lograran pasar, efectivamente, los fascistas, tal y como se encargó de cantar durante los años cuarenta Celia Gámez en los teatros de variedades. Cuando tanto se habla de la recuperación de la memoria conviene puntualizar que la de los vencedores de aquella lucha fratricida fue reiterada con veneración, recurriendo a toda clase de invenciones pergeñadas por el aparato propagandístico de la dictadura, que logró hacer perdurar el espíritu de la Guerra Civil prácticamente hasta la muerte del Generalísimo.
El imaginario colectivo de las derechas nos habla de Madrid como la ciudad mártir en la que los sufrimientos de los simpatizantes franquistas fueron infinitos. Por su parte, el de los republicanos vencidos o exiliados no cesa de cantar el arrojo y sacrificio de aquel pueblo diezmado por los bombardeos, acosado por las tropas de los nacionales y escindido finalmente en sangrientas luchas tribales entre los partidos de izquierda.
Por eso me asombró un día el comentario de mi tía Mercedes cuando me aseguró, ya durante la Transición democrática, que no se vivía tan mal en guerra. «Eso sí, todo resultaba un poco más caro», añadió con su inconfundible vocecita. Me sorprendió la frase viniendo de una persona de irrenunciables ideas conservadoras, partidaria de Franco y lectora empedernida del diario ABC, órgano vergonzoso del monarquismo a la violeta en cuya sede se había fraguado la criminal conspiración contra la República. Aquel simple comentario desmontaba por sí mismo la épica de tantos relatos que uno y otro bando volcaban sobre la opinión, tratando de galvanizarla en pro y en contra de sus respectivos puntos de vista. Caí entonces en la cuenta de que, aun siendo mi abuelo un jefe de la armada, no fue detenido en ningún momento por las milicias populares (pese a que la marinería había arrojado por la borda a la mayoría de los oficiales), su casa no fue registrada (o lo fue solo en una ocasión precisamente a la busca de mi padre, ya ausente, para que se incorporara a filas), y nadie me había hablado nunca de agresiones o vejaciones contra sus moradores como las que escuchaba que habían sucedido en otros ambientes similares. A partir de esos datos reconstruí, con la ayuda de Mercedes, un panorama probable en el que aquella familia de la clase media alta madrileña se empeñaba en seguir viviendo bajo las bombas más o menos como lo había hecho toda la vida. Mantuvieron una criada uniformada a su servicio, que garantizaba la inviolabilidad del hogar a cambio de invitar a su lecho al miliciano encargado de supervisar el área, y emplearon los restos del patrimonio común en procurarse una calidad de existencia que desdijera de las crónicas sobre las hambrunas originadas por el cerco a la capital. No sé cuánta bisutería fina tenían que desembolsar por obtener una docena de huevos frescos o un par de kilos de fruta de la mejor calidad, pero el caso es que lograron vivir en la guerra casi como en la paz, y aun mejor que cuando esta llegó, a juzgar por los recuerdos de mi primera infancia.
En la calle de Alcalá la familia del teniente coronel Cebrián Gimeno impostaba la figura tratando de contarse a sí misma que, fuera como fuera, sobre el estruendo de los bombardeos, el martirio de los detenidos, el hambre de la población y la angustia de la política, la vida continuaba. Al final se arruinaron, pero sus días fueron menos infelices de lo temido. Mientras tanto, a unos centenares de metros, en las embajadas atestadas de refugiados, en una de las cuales se hallaban quienes más tarde serían mis padres, escaseaba el agua, menudeaban los cortes de luz y la comida era casi inexistente; y un poco más lejos, en las trincheras de la Ciudad Universitaria, morían a diario decenas de voluntarios en defensa de la República frente a las tropas de los golpistas.
Aquella imagen, lejos de irritarme, me enternecía. Me evocaba otras historias, aparentemente dispares pero en realidad muy parecidas, que recordaban a la que contó Luis García Berlanga en su película La vaquilla. Relatos que narraban cómo en medio del corazón de las tinieblas la vida cotidiana de las gentes se resistía a ser deglutida por el horror. Constituían una especie de homenaje al derecho a la resistencia pasiva de tantos ciudadanos que no creen en la violencia y detestan el infierno de sangre y destrucción al que muchas veces son condenados por sus líderes. Tirar para delante como si nada de eso existiera es también una forma de protesta. En la guerra las gentes se esfuerzan no ya en sobrevivir, sino en vivir al uso, pese a la contundencia de las explosiones, la insidia de las balaceras y la escasez de los suministros. Su comportamiento representa una fuga hacia delante, a la búsqueda del equilibrio doméstico y sentimental en que a veces se convierte la felicidad. Con razón dijo Bertrand Russell que esta se asemeja mucho a lo que siente un gato acurrucado frente a la lumbre.
Terminada la guerra mi abuelo fue detenido por los franquistas acusado de rojo y enviado por un tiempo a la cárcel de Porlier. Más tarde sufrió algún otro tipo de exclusión o represalia, mitigados por la intervención de mi padre, leal al nuevo régimen. Se contaba en la familia que la relación de mi abuelo con don Melquíades era uno de los motivos de disgusto de sus compañeros de armas, algo a mi juicio improbable porque el prócer asturiano fue encarcelado por el gobierno del Frente Popular nada más comenzar la contienda y ejecutado por milicianos socialistas casi de inmediato. En cualquier caso él tuvo que pedir su baja de la armada y ponerse a buscar trabajo. Dadas las dificultades para encontrarlo, abrió consulta propia hasta que por fin obtuvo un empleo como médico en la prisión de mujeres de Ventas, donde gozó de cierta popularidad entre las reclusas, muchas de ellas sin otro delito a sus espaldas que el haber sido fieles a la democracia. Su tiempo libre lo dedicaba a escuchar la radio y a practicar la papiroflexia, con lo que no volvió a ocuparse en su vida de ningún barco que no fuera de los de papel ni de otra tripulación que la de los amigos con los que a diario tomaba el aperitivo en el bar de la esquina.
De entonces datan los primeros recuerdos de mi niñez. Siendo yo muy pequeño, a finales de la década de los cuarenta, mi madre nos llevó a mi hermano mayor y a mí a la prisión para que algunas internas nos tomaran medidas a fin de confeccionarnos batas de paño y pijamas de franela que nos protegieran del frío invierno. Guardé durante décadas en el desván de la memoria la imagen de aquellas mujeres que nos recibían obsequiosas en el despacho del director de la cárcel, ante su mirada vigilante y la del doctor Cebrián. La fama de mi abuelo entre la población reclusa se debía a que les hacía llegar clandestinamente a las presas vino y tabaco; no sé si también se habría permitido holgar con alguna de ellas so pretexto de cualquier necesario reconocimiento médico. Por todo ello acabó siendo expulsado y perdió el empleo.
Cuarenta años después de que eso ocurriera visité en un penal chileno al líder comunista Clodomiro Almeyda, encarcelado por Pinochet pero tratado con respeto por sus guardianes al final de la dictadura. También él me recibió en las dependencias del alcaide, cuyo mobiliario, el olor a rancio de las paredes, los flexos gastados sobre las mesas y la untuosidad de los funcionarios que se arremolinaban en torno a nosotros me evocaron con nitidez la escena en la que aquellas manos femeninas tomaban medidas de mi escueta anatomía en un escenario semejante.
Por alguna razón que desconozco, mi abuelo Vicente me distinguía con su afecto frente a la unanimidad familiar que optaba prioritariamente una admiración sin límites a mi hermano primogénito, rubio y de ojos azules como exige el manual de las clases privilegiadas. Sentí desde muy temprano mi condición de segundón, que siempre he considerado un regalo añadido a las dotes que me haya prestado la naturaleza. Lejos de despertar en mí cualquier envidia o celo, favorecía una actitud de distanciamiento de mi entorno que me resultaba muy grata, alimentada por una timidez casi insuperable. Desde tierna edad me convertí en un observador silencioso y atento de cuanto me rodeaba, y debió de ser tan notoria esa actitud que mi padre terminó por llamarme, textualmente, «ojos y oídos del mundo». Yo era testigo de un universo pequeño y cerrado que respondía a los límites de la escuela y la familia, pero el cariño de mi abuelo hacía que me sintiera importante y ayudaba a conjurar mi tendencia hacia la soledad. Cuando él murió, hurgando en su biblioteca encontré un libro de don Teófilo Ortega titulado ¿A dónde va el siglo? Rusia-Méjico-España. La obrita estaba prologada someramente por el conde de Romanones, primer ministro de la monarquía al que le tocó el amargo trago de despedir a Alfonso XIII en su viaje hacia el exilio, y tenía como remate dos ensayos de inequívocos partidarios de la revolución: el sindicalista Ángel Pestaña y Andrés Nin, líder comunista catalán expulsado más tarde del partido por su activismo antiestalinista y asesinado por sus antiguos correligionarios. El opúsculo estaba dedicado «a cuantos soportan las molestias de la autoridad con pretexto de haber cometido un delito de los llamados políticos», y el doctor Cebrián subrayó de puño y letra algunas de sus sentencias. Entre otras, esta tan contundente: «Si quieres vencer no amenaces. Actúa y calla». Era lo que Nin sugería en el epílogo, para acabar con semejante predicción: «El siglo va hacia el socialismo; nada podrá evitar, en definitiva, que la clase obrera, destruyendo el capitalismo, conquiste para la humanidad esa clase elevada de civilización». Corría el año 1932.
A poco más de cincuenta metros de la residencia de los Cebrián, y siempre en la misma calle de Alcalá, se hallaba el domicilio de los Echarri, mis abuelos maternos. El padre de mi madre, Luis de Echarri Gamundi, era abogado de profesión y funcionario del Tribunal Supremo, donde ejercía el cargo hoy inexistente de letrado de sala. Entiendo que estaba encargado de ayudar a los magistrados a dictar sentencias, redactar autos y preparar documentación, pero en realidad nunca supe bien lo que hacía. Los Echarri procedían de una familia navarra de banqueros venidos a menos. Creo que mi bisabuelo había sido el encargado de incoar la quiebra de su institución financiera y sus hijos se trasladaron a Madrid, donde se abrieron paso profesionalmente. María, la más joven, profesó como teresiana, y Luis se casó con una señorita de Valladolid, Asunción Suárez de Cepeda, que presumía a ratos de ser descendiente de familiares de santa Teresa. Tuvieron cuatro hijas y formaron un hogar católico a machamartillo. En su casa entraba regularmente el periódico El Debate, portavoz de las esencias vaticanas, lo que tras el alzamiento militar de 1936 le valió a mi abuelo una denuncia del propio quiosquero que le servía los ejemplares. La familia, temerosa de las consecuencias de aquella delación, decidió refugiarse en la embajada cubana. Allí entró también mi padre, según he relatado. Había sido soldado de cuota durante el servicio militar[1] y no quería ser movilizado. Tras su canje por presos republicanos fue deportado a Marsella. De regreso a la península se incorporó como alférez provisional a un ejército franquista que ya se daba por victorioso. Participó en la toma de Teruel, pero en mi casa reinaba la convicción de que no pegó un solo tiro en toda la contienda: las hostilidades cesaban siempre uno o dos días antes de que su compañía llegara a cualquier lugar.
Historias como esa cimentaron desde el principio el incipiente edificio de valores que iba construyendo en mi imaginación. Mi generación se educó en la cultura de la Guerra Civil, aunque no la hubiéramos vivido. No solo el aparato de propaganda franquista se encargaba de recordarnos persistentemente las gestas victoriosas del ejército triunfante y de ponderar los valores castrenses y religiosos del régimen, sino que en las familias, cualquiera que fuera el signo ideológico de sus componentes, se vivían con intensidad los recuerdos del conflicto armado. Nuestro entorno hogareño nos legaba una historia doméstica y personal, mientras que en la escuela se nos adoctrinaba al respecto. Las categorías abstractas que sobre la patria, la religión y el destino del pueblo se empeñaban en predicar nuestros maestros contrastaban con los relatos de humillación, escasez, hambre y miedo que conocíamos en casa. Incluso en los hogares de vencedores, como el mío, era posible encontrar el contrapunto a la versión oficial en las narraciones de las niñeras y el servicio doméstico. Aunque no hablaran mucho de eso, ocasionalmente se permitían comentarios que nuestras mentes infantiles percibían como contrapunto a la otra realidad establecida. «Cómete el pan, que es blanco», me decían las mucamas, sin que yo acertara a comprender el significado de la frase, reveladora de la escasez de alimentos en el Madrid de aquella década en la que faltaba el trigo, pese a los envíos propagandísticos de Evita Perón, sometido como estaba el país a toda clase de racionamientos, aceite, azúcar, tabaco, algunos de los cuales tardarían todavía largos años en ser levantados.
Me crié con Antonia, una mujer entrada en carnes y en años, viuda de un combatiente republicano, madre soltera durante la contienda, que pasó muchos años de su vida mostrándome la fotografía de su querido amante y cuidándonos a mí y a mi hermano mayor con verdadera dedicación. Convenció a mis padres para que durante algunos días del verano fuéramos con ella a su pueblo, un villorrio cercano a la capital que hoy se ha convertido prácticamente en un barrio de esta. Así descubrí la España rural de la pobreza, la de los trillos en las eras comunitarias, el ordeño de la vaca en el establo doméstico, instalado bajo el dormitorio principal, el tiro con honda y las gélidas noches de la sierra del Guadarrama, apenas turbadas por el sonido de algún cencerro. También fue allí mi primer encontronazo con la muerte, cuando un pariente de mi niñera falleció en la casa contigua a aquella en la que nos alojábamos, y la nuestra se llenó de plañideras enlutadas y hombres de tez curtida que devoraban galletas caseras y vino dulce mientras comentaban las virtudes y anécdotas del finado. Cuantas veces en mis conversaciones, en las lecciones de clase de literatura o en los debates de la Real Academia, ha salido a colación la cervantina frase de que los duelos con pan son menos, he asistido a mil discusiones sobre el significado último de esta, pero yo siempre he recordado aquella imagen exótica del pequeño banquete organizado en torno al primer funeral al que asistí. Al margen de cualquier investigación más o menos científica, para mí resultaba indudable que la frase citada no respondía a metáfora alguna, sino que era una descripción lineal de lo que verdaderamente sucedía en los duelos, y sucede todavía en muchas culturas: que se aliviaban en el pan y, sobre todo, en el vino. A partir de entonces, si hay una pieza del refranero que me parezca totalmente acorde a la realidad es esa del muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Mi abuelo el militar nos llevaba con frecuencia a mi hermano y a mí a visitar el Museo Naval, donde había reproducciones de la Numancia y relatos de las batallas en las que España perdió sus últimas colonias en América. Bajábamos desde su domicilio al paseo del Prado en la imperial de uno de los autobuses de dos pisos, importados de Inglaterra, que daban servicio al centro de la capital. En cierta ocasión en que nos hallábamos solos allí, subieron dos hombres maduros muy trajeados y serios. Se sentaron delante de nosotros y comenzaron a hablar en voz alta un idioma absolutamente ininteligible.
—Es catalán –me explicó mi abuelo.
—¿Cataluña es España? –le interrogué.
—Sí que lo es.
—¿Y hablan allí catalán en vez de español? –insistí.
—Ahora no, porque está prohibido, estos dos tienen que tener cuidado, no vayan a detenerlos.
A mí me pareció que, por el volumen y tono de sus voces, no pretendían pasar desapercibidos, y me resultó exótico que hubiera españoles que no hablaban español entre ellos. En los diez años que pasé en la escuela nadie me explicó nada al respecto.
Con mi abuelo materno acudí algunas tardes a su despacho del Supremo. Era una estancia casi palaciega, a la que se accedía por una enorme puerta recargada de adornos tras haber recorrido un inmenso y solitario pasillo de suelos de mármol y ventanas altísimas. Nadie parecía trabajar allí después del almuerzo, salvo él y un ceremonioso bedel que se avenía a jugar conmigo a «tú la llevas» mientras yo aguardaba a que el letrado de sala Luis de Echarri Gamundi acabara sus deberes. Mi madre me insistía repetidas veces en que esa preposición, «de», pertenecía desde generaciones a su apellido y tenía un significado de nobleza o alcurnia que yo no alcanzaba a entender. Sus primos carnales, Xavier y Miguel de Echarri (quien fundó y dirigió el festival de Cine de San Sebastián), la utilizaban habitualmente, pero en mi familia no era frecuente su uso. Medio siglo más tarde, cuando Jesús Polanco comenzó a llamarse de la noche a la mañana, también él, «de Polanco», me explicó que su nombre siempre había sido ese, pero que le parecía una cursilería. Dejó de parecérselo el día en que, tras su divorcio y segundo matrimonio, comenzó a alternar con una alta sociedad de la que siempre había abominado.
Aunque en mi edad madura me sometí a psicoanálisis durante un tiempo breve, no estoy seguro de haber llegado en mi introspección a descubrir el sentido y la influencia de estas anécdotas en la formación de mi carácter. Son, sin embargo, imágenes que me han acompañado de continuo a lo largo de mi vida, como la muy vívida del mar de abrigos con olor a naftalina y a humedad que estrujaban mi parva anatomía a la salida de misa de once los domingos, en la iglesia de la Concepción de Madrid. En ninguna otra circunstancia he aborrecido más la condición de niño. Aquel sofocante peregrinar hacia la puerta del templo, medio asfixiado por la presión de los mayores, sintiéndome un extranjero enano entre gigantes, era una tortura añadida al tedio del precepto dominical y los sermones ininteligibles con los que nos castigaba el cura. Quizá eso más que nada avivaba mi deseo de crecer, de ser mayor, para poder sacar la cabeza y respirar a mi aire sin necesidad de andar a empujones con las voluminosas nalgas de los fieles asistentes a la ceremonia. Acostumbrado durante muchos años a ser el más joven de las reuniones (hasta que, casi de la noche a la mañana, me convertí en el más viejo de todas ellas), durante décadas renegué interiormente contra mis pocos años y mi aspecto aniñado, que estimaba me disminuían ante los demás. Jamás he padecido la nostalgia de una niñez que para las gentes de mi generación difícilmente constituía una etapa feliz. Sí he añorado, en cambio, y mucho, la de una juventud desperdiciada, o quizá aprovechada en demasía, agostada por un temprano compromiso laboral.
Como cualquier niño de mi edad de la clase media española la mayor parte del tiempo la pasaba en la escuela o con mis cuidadoras. A mi padre, que trabajaba hasta altas horas de la madrugada en el periódico, le veía sobre todo los fines de semana. Tenía una imagen distante de él, aunque entrañable; daba toda la impresión de que había delegado por completo en su esposa la educación de los hijos. Ella se levantaba a veces para prepararnos el desayuno antes de ir al colegio, si bien en las más de las ocasiones éramos atendidos por Antonia, que mantenía con nosotros una relación maternofilial. Debido a las diferencias horarias entre su agenda laboral y el calendario escolar jamás comíamos o cenábamos en familia salvo los domingos, y pasábamos la tarde jugando a ser el Guerrero del Antifaz, uno de los superhéroes de la época que afirmaba su hidalguía frente a los musulmanes invasores de la península, o escuchando novelas radiofónicas para adultos, como La segunda esposa, serial que tuvo tanto éxito que acabó convirtiéndose en una celebrada obra de teatro. Entremedias rellenábamos los deberes de clase.
Los alumnos españoles de primaria y bachillerato en los años cuarenta y cincuenta fuimos amachambrados a los dictados del nacionalcatolicismo y los principios esenciales e inmutables del glorioso Movimiento Nacional. Nuestra formación como ciudadanos trataba de cimentarse en el uso de algunos manualillos, entre ellos uno muy famoso que se titulaba El muchacho bien educado, y en el de determinados panfletos con forma de libro que explicaban una asignatura de tan rimbombante nombre como Formación del Espíritu Nacional. Tuve el dudoso honor de recibir el primer y único suspenso de mi vida en dicha disciplina, a mediados de la década de los cincuenta, cuando al examinarme de primero de bachillerato en el instituto de San Isidro un funcionario sudoroso y de aburrido semblante me preguntó lo que era la patria. No había sido yo instruido suficientemente en las características de esta, como tampoco había aprendido aún, debido a mi corta edad, que el silencio es la mejor arma de la inteligencia. Improvisé por ello una respuesta según pude.
—La patria es el lugar donde se nace –dije con un hilo de voz, incapaz de vencer mi timidez.
—¿Y si usted nace en un avión? –me interrogó poniendo cara de pillín el cátedro, un cincuentón calvo de barriga voluminosa.
—Pues el país sobre el que en ese momento vuela –añadí dispuesto a no ceder.
—¿Y si lo hace sobre el mar? –remató el otro.
Yo no sabía aún lo de las aguas territoriales y me di por vencido.
—No tiene usted ni idea –bramó el maestro–, la patria es una unidad de destino en lo universal. ¿Entiende lo que eso significa? ¡Una unidad de destino en lo universal! O, como dice Ortega, un sugestivo proyecto de vida en común, pero me gusta más lo del destino —puntualizó—, sobre todo porque es de José Antonio.[2]
A pesar de que yo dije que comprendía todo eso muy bien y que no necesitaba mayor tiempo ni esfuerzo para asumir lo evidente y lógico de la proposición, me dejó para septiembre. El hecho causó un estrago no pequeño en la familia, ya que para algunos compañeros de trabajo de mi padre resultaba inconcebible que al hijo de un dirigente falangista, redactor jefe del órgano oficial del partido, lo suspendieran precisamente por no saber su doctrina. Eso ponía de relieve, desde luego, que en el colegio no me la habían enseñado, pero también que en mi casa se respiraba un ambiente moderadamente liberal, donde ni la religión ni la política ocupaban un lugar central de las relaciones familiares, aunque se viviera con arreglo al orden establecido.
Lo del espíritu nacional –que en las postrimerías del franquismo, cuando el régimen quiso democratizarse, fue sustituido por la formación cívica– se correspondía con los esfuerzos denodados de la dictadura a fin de imbuir en los españoles principios coherentes con la estructura teórica del régimen. Éramos adoctrinados en nuestra condición de súbditos, exhaustos de responsabilidades y obligaciones, sin necesidad de hacer mayor referencia al universo de derechos y libertades que conformaban los estados democráticos. Un muchacho bien educado no era aquel capaz de ejercer soberana y libremente su albedrío, sino el que cedía la parte interior de la acera a los mayores o se destocaba gentilmente ante las señoras. Aquel librito de instrucciones –que competía sin desdoro con el famoso Juanito– indicaba de forma precisa la manera adecuada de besarle la mano a una dama, por supuesto siempre que estuviera casada, o el anillo a un obispo, con puntillosas explicaciones acerca de la inclinación de la cabeza, la inconveniencia de rozar la piel con los labios, la necesidad de no soltar saliva y la distancia adecuada que debía guardarse. Nunca aprendí a hacer el gesto como es debido y todavía admiro hoy a esos caballeros del septentrión continental capaces no solo de inclinarse con gentileza galante ante una mujer, sino de mirarla profundamente a los ojos mientras hacen la reverencia y descargan un discreto taconazo. Andando el tiempo me encontré con complicaciones parecidas a las que ese acto suscita cuando tuve que aprenderme el sistema reglado por las ordenanzas de Carlos III para el saludo de un soldado a un general. De acuerdo a la norma, una vez divisado el sujeto, había que contar no sé si cinco pasos antes de llegar a cruzarse con él y cuadrarse durante todo ese rato marcialmente, sosteniendo su mirada, como hacen los caballeros con las señoras, pero sin dejar de andar. No tuve apenas ocasión de experimentar el método y cuando me acaeció la desdicha de verme obligado a intentarlo se me trabucaron pies y manos de tal forma que a punto estuve de dar con mis huesos en el calabozo.
La formación ciudadana que adquirimos los niños del franquismo era muy pobre porque el concepto mismo de ciudadanía estaba en entredicho. La noción de que pudiera ejercerse alguna exigencia frente a los poderes públicos, en la condición de votantes o contribuyentes, había desaparecido para los españoles, que no eran ni lo uno ni lo otro. Teníamos muy claro que toda autoridad venía de Dios, única instancia habilitada, junto con la de la historia, para pedir cuentas a Franco, y por lo tanto la obediencia –en su doble versión joseantoniana, mitad monjes, mitad soldados– era el principal atributo al que debíamos aspirar en tanto que individuos integrantes de un grupo social. A las horas del recreo, antes de entrar en clase, habíamos de formar militarmente, cubriendo las distancias con el brazo extendido respecto a las espaldas del compañero que teníamos delante. Luego era preciso avanzar por los pasillos de la escuela en silencio y con la cabeza más bien baja –baja del todo si se trataba de seminarios o colegios para pobres–.
Todavía tuve oportunidad de acudir a alguna escuela de monjas que mantenía la tradición venerable de la doble puerta: la que daba acceso a los alumnos de pago y la que servía de entrada a los becarios, discriminados también en el comedor, en una versión cutre y provinciana del apartheid. El concepto de solidaridad se ejercía mayormente a través del ejercicio de la caridad cristiana, representada de forma objetiva por las donaciones permanentes a la Santa Infancia y las cuestaciones periódicas para el Domund. Las realizábamos blandiendo unas preciosas huchas de barro en forma de cabecita de negro, moro, indio, chino, japonés o lapón. Agitábamos su semblante con energía frente a los paseantes callejeros y solicitábamos un óbolo para las misiones. Aquellos afortunados que lograban reunir veinticinco pesetas al cabo de dos semanas de andar pidiendo tenían derecho a quedarse con la hucha. Si el papá de uno era lo suficientemente rico y generoso para depositar esos cinco duros en la ranura, en poco tiempo podíamos reunir las cabezas de una docena de salvajes, que lucían sobre cualquier mueble de nuestro dormitorio como auténticos trofeos de caza.
Las edades y los sexos estaban tan rígidamente clasificados como las clases sociales, o quizá más. No había, por supuesto, colegios mixtos –salvo los extranjeros– y la relación con el sexo opuesto era difícil durante los años infantiles. La distribución de papeles sociales entre hombre y mujer quedaba perfectamente clara para todo el mundo. Las niñas apenas hacían deporte, hasta el punto de que contar con una campeona tenista de antes de la guerra, como Lilí Álvarez, o una nadadora de excepción, como Montserrat Tresserras, eran noticias absolutamente insólitas. Los niños que disfrutaban trasteando en el hogar recibían el cruel apelativo de «cocinillas», a la par que suscitaban la aprensión frecuente de sus progenitores, no se les fuera a afeminar el chico. El establecimiento de un servicio social para las mujeres, que practicaban allí el aprendizaje de tareas domésticas, contribuyó a aumentar ese distanciamiento entre sexos. Estaba claro que ellas tenían una misión complementaria a la de los hombres y las políticas de género –como ahora se llaman– consistían sobre todo en reafirmar las diferencias frente a la igualdad. Las mujeres estaban discriminadas en el derecho civil, sometidas a la voluntad de sus maridos, y esa discriminación se mantuvo hasta la llegada de la monarquía parlamentaria. La sola idea de que las minorías lingüísticas, sexuales, religiosas o culturales –¿para qué hablar de las nacionales?– tuvieran derechos dignos de protección era absolutamente extraña a aquel mundo, tan lejos de la democracia que creía que se reducía tan solo al gobierno de la mayoría, cosa que por otra parte tampoco estaba dispuesto a practicar el régimen.
Desde esa perspectiva resulta casi insólito que precisamente mi tía abuela María de Echarri, la monja teresiana, figure en las historias como pionera en defensa de los derechos de la mujer. Fundadora de su orden bajo el patrocinio del padre Huidobro, se dedicó a la política postulándose como concejala a la alcaldía de Madrid. Desde su puesto de edila logró que se promulgara una llamada Ley de la Silla, que permitía a las dependientas de cualquier establecimiento sentarse en jornada laboral cuando no hubiera clientes en la tienda. Mantuve con mi tía María una correspondencia frecuente pese a mis pocos años, lo que la llevó a motejarme como su pequeño cronista. Por lo que pude averiguar más tarde, pese a sus aires renovadores y de activista, militaba intelectualmente en la derecha más cerrada, pero siempre la he recordado como una mujer rompedora a la hora de reivindicar la dignidad de las personas de su sexo, por lo que era vilipendiada con frecuencia. El ambiente reinante era tal que en no pocas ocasiones durante nuestros veraneos en San Lorenzo de El Escorial tuve que salir a la carrera junto con mi madre, perseguidos por docenas de chiquillos que nos lanzaban piedras debido a que ella iba vestida con pantalones, atuendo execrado hasta la excomunión por don Teodosio, el párroco del pueblo. Desde el púlpito, todos los domingos arengaba a la muchachada a rebelarse contra la indecencia de «esas marimachos, ataviadas como limpiabotas, que vulneran los principios de la moral y el respeto a los demás».
La indumentaria servía también para marcar nítidas fronteras temporales entre la segunda infancia y la adolescencia, momento en que se les permitía a los hombres abandonar el pantalón corto por otro largo o, al menos, por un bombacho que lograba tapar por fin los ofensivos pelos de las piernas de muchos treceañeros. Este era el instante adecuado para abandonar la práctica de pedir por las misiones y dedicarse a tareas sociales más complejas, como visitar los barrios obreros e impartir la catequesis.
A finales de los años cincuenta comenzó un éxodo masivo desde las zonas más deprimidas de España hacia las grandes capitales como Madrid o Barcelona. Había bolsas de hambre en no pocas zonas de nuestra geografía y las gentes emigraban en busca de trabajo. Los cinturones de las ciudades se poblaron de casas bajas, infraviviendas sin ningún tipo de servicio que dieron albergue durante años a decenas de miles de personas. Uno de esos barrios periféricos se había desarrollado de forma espectacular en las inmediaciones del cementerio del Este y a él acudía yo los domingos por la mañana provisto de unas cuantas bolsas de comida que repartía por las chabolas antes de dedicarme a enseñar el credo y los diez mandamientos a un grupito de rapaces con los mocos colgando. Ellos recitaban las oraciones de carrerilla a cambio de un puñado de caramelos que algunos pretendían que se trocaran, de vez en cuando, en cigarrillos de anís. Las clases se desarrollaban en un instituto público erigido en homenaje a Onésimo Redondo, fundador del movimiento fascista español[3], cuyo nombre lleva hoy su pueblo natal, Quintanilla de Onésimo. Saltó a la fama en la democracia porque acudía allí cada año José María Aznar, siendo presidente del gobierno, en una especie de viaje iniciático con el que inauguraba el curso político.
Yo repartía los paquetes de comida en compañía de un amigo, de familia tan acomodada que no solo contaba con coche, sino también con conductor. El chófer nos acercaba hasta los barrios periféricos, con lo que podíamos transportar más bolsas de garbanzos que las habituales. Las preparábamos durante la semana, en las horas de los recreos, encerrados en un pequeño almacén de los sótanos del colegio que regentábamos los propios alumnos, lo que nos permitía desplegar nuestro incipiente orgullo de futuros ejecutivos. Llamábamos al recinto, significativamente, el «cuarto de pobres» y en él íbamos apilando el queso anaranjado y la leche en polvo que los americanos enviaban para saciar el hambre española en cumplimiento de los tratados bilaterales sobre las bases, amén de las féculas y legumbres que las familias de los alumnos hacían llegar con regularidad.
Todas esas cosas respondían a un empeño decidido de compartimentar la sociedad entre los que tenían y los que no, los que enseñaban y los que aprendían, los que mandaban y los que ejecutaban las órdenes, los que habían ganado la guerra y los que tenían que pedir perdón cada día por haberla perdido, amén de purgar su derrota. Era una España humilde, reprimida y ordenada, un país donde todo estaba en su sitio y todos teníamos un lugar reservado, para mandar o para obedecer, con tal de no salirnos del raíl. Una nación de súbditos en la que el poder no permitía contestación alguna y las virtudes cívicas se confundían, entrelazaban, apelmazaban, con las recomendaciones de la moral cristiana o del espíritu castrense.
La religión ocupaba un lugar importante en nuestras vidas y en la construcción de la sociedad en la que debíamos aprender a convivir. Los curas llevaban sotana, manteo y teja; cuando se desprendían de esta, lucían una tonsura formidable y perfecta que haría hoy las delicias de muchos aficionados al tattoo o al piercing. Las monjas ocupaban considerable espacio en las aceras debido a las voluminosas sayas con que se adornaban. Siempre de dos en dos, marchaban con aquellas albas tocas almidonadas, como si fueran personajes arrancados de los lienzos de Velázquez. Los obispos vestían formidables capas, iguales a las que hoy lucen todavía los cardenales romanos en las grandes ceremonias, y usaban coche oficial con banderín. A mí me confirmó en la fe monseñor Eijo y Garay, que acumulaba al arzobispado de Madrid el título de primado de las Indias Occidentales. El día que visitó nuestro colegio llegó acompañado de una cohorte de secretarios que le abrieron las puertas de su haiga negro, ayudándole a salir de él y a recoger los pliegues de su capa satinada color burdeos. Del fondo de los pliegos del moaré, como impulsado por un resorte, sacó un brazo enhiesto cual divino falo, que culminaba en un anillo enroscado al dedo anular. Lucía una enorme piedra de color bermellón y extendió gentil su mano a los presentes genuflexos, que lamimos el rubí con devoción. Recuerdo haber quedado extasiado ante aquel frufrú textil que acompañaba los movimientos del ilustre prelado. Su gesto y sus maneras eran los de un todopoderoso, y no creo que la corte de Richelieu hubiera podido mejorar el espectáculo. Mientras el cardenal nos amedrentaba con sus joyas y sus aires de prima donna, en las zonas rurales la imagen del párroco desparramaba su autoridad bajo el bonete, aunque este no podía competir, ni en simbolismo ni en poder real, con los tricornios de los guardias civiles, que soportaban además unos capotes gigantescos y pesados para protegerse contra la escarcha en las madrugadas pasadas a la intemperie. Era un mundo antiguo, en el que el pueblo viajaba en la tercera clase de los ferrocarriles, sobre transportines de madera que se te clavaban en las nalgas, los biquinis no se habían inventado, los hombres usaban trajes de baño con tirantes y las mujeres incorporaban a los suyos una especie de faldita, los maestros hacían aprender las lecciones a base de reglazos en la palma de la mano u obligaban a callar a los alumnos revoltosos lanzándoles el borrador del encerado contra la cabeza, las radios daban todas el mismo noticiario y la televisión comenzaba a balbucear, a partir del final de los cincuenta, en blanco y negro y en directo, un par de horas por la tarde para los muy pocos afortunados que podían verla. Todavía Fidel Castro no había entrado en La Habana, Juan XXIII no ocupaba el Trono de San Pedro, Kennedy no había ganado las elecciones a la presidencia americana y solo unos pocos años antes habíamos perdido las colonias del norte de Marruecos. Era una España pobre, analfabeta y atemorizada, en la que las familias se recogían cada día en torno a la radio. En las tardes de invierno, los culebrones de la Sociedad Española de Radiodifusión escandalizaban a la sociedad de la época con historias secretas de matrimonios divididos e hijos bastardos. Los adolescentes también consumíamos nuestra ración de radionovela. Los relatos galácticos de Diego Valor y los del Lejano Oeste protagonizados por El Coyote o los Dos hombres buenos, iban cincelando la conciencia épica de los españoles, convenientemente adobada por las efemérides de la Guerra Civil o el regreso del buque Semíramis que devolvía a España a los presos de la División Azul repatriados de Rusia. Mientras tanto Celia Gámez se convertía en la vedete de moda y arrollaba con sus representaciones en el teatro Martín, hasta que Sara Montiel y El último cuplé la desbancaron de su trono gracias a la magia del cinematógrafo.
La literatura ofrecía un refugio excelente frente al tedio de los escasos y controlados medios de comunicación. Autores como Miguel Hernández, Lorca o Machado –don Antonio– eran muy mal vistos por la dirigencia política, que no dudaba en censurarlos, mientras que al hermano del creador de Juan de Mairena se le promovía activamente desde la Delegación de Cultura del Movimiento, apodándole sin tapujos «Machado el bueno». La autoridad prohibía la edición e importación de aquellos libros que consideraba dañinos, todavía apoyándose muchas veces en el Índice del Santo Oficio. No había colegio de curas que se preciara (y casi todas las escuelas estaban regidas por religiosos) que no tuviera un tomo a mano para consultarse en caso de duda. Yo me servía de dichas facilidades, como de las calificaciones de las películas (1, 2, 3, 3-R y gravemente peligrosa), para asegurarme del interés que ofrecían. A mayor grado de prohibición, se suscitaba en mí un mayor apetito de conocer aquellos frutos vedados del árbol de la sabiduría. Por lo demás los censores, obsesionados sobre todo con las expresiones sexuales y los ataques a la cruzada nacional o a la religión católica, dejaban pasar impunemente obras tan corrosivas como Guillermo Brown o Alicia en el País de las Maravillas y versiones bastante correctas de Los tres mosqueteros o Dick Turpin que, junto al futurismo de Julio Verne y las aventuras de Salgari, conformaron el universo literario de mi infancia. Alguno de esos libros, como Alicia, se convertiría luego en una obra de culto de la progresía más clásica.
Andando el tiempo Juan Goytisolo me enseñó la enorme contribución que un autor tan reaccionario como Menéndez y Pelayo había hecho a la difusión de la cultura española. En su particular índice de libros y autores censurables que constituye la monumental Historia de los heterodoxos españoles daba inapreciables pistas a la hora de descubrir a quién leer: a todos aquellos a los que pretendía que evitáramos. Similar función cumplieron las prohibiciones escolares, que venían además aderezadas con algunas curiosas recomendaciones. En la biblioteca del colegio había un librito titulado ¿Es pecado bailar?, donde se establecía bien a las claras que, salvo en el caso de la jota y algunas otras danzas regionales, el baile te conducía directamente a las llamas del infierno. Nuestro mundo estaba fuertemente marcado por las convicciones, los dogmas y los criterios morales del catolicismo previo al Concilio Vaticano II y por las doctrinas totalitarias del régimen político. Se trataba de un universo sin libertad, sin creatividad, sin responsabilidad, en el que so pretexto de ser formados fuimos manipulados hasta el extremo. Nuestros maestros eran incapaces de predecir y enseñarnos el futuro, porque bastante tenían con sobrevivir y asimilar el presente.
Pero no era todo malo, ni mucho menos. Si muchas de las normas de comportamiento que entonces parecían indiscutibles se hubieran salvado del aluvión posterior de modas y revueltas, la tercera edad tendría un mejor y mayor reconocimiento ahora entre nosotros, el tráfico sería más civilizado, los retretes públicos, más limpios y los restaurantes, menos ruidosos. Algunos consideran estas cuestiones un tanto marginales respecto al concepto mismo de ciudadanía, pero a mi ver en ellas reside uno de los índices más evidentes del nivel de civismo y tolerancia, de la capacidad de convivencia que alberga una comunidad.
En definitiva, el nuestro era un pueblo con deberes y sin derechos, por más que el franquismo se esforzara en crear un entramado jurídico complicado y farragoso. El sistema de enseñanza reglada te instruía en la tabla de multiplicar o la Historia Sagrada, que nos explicaban mediante carteles primorosamente pintados con las escenas más populares de la Biblia. Así íbamos poniendo cara y ojos a los personajes del libro sagrado, y asumimos una imagen antropomórfica del Todopoderoso, un Dios tan familiar como nuestro abuelo, tan sometido a las iras y complacencias de los hombres como muchos de los protagonistas de la mitología griega o romana. Nos acostumbramos a rezar a un anciano con blanca melena y barba espesa o a un joven atlético que lucía su desnuda anatomía, a veces musculosa, a veces raída, clavado a un antiguo instrumento de martirio. En los días vecinos a Semana Santa, ya en la adolescencia, nos convocaban nuestros maestros a retirarnos durante tres o cuatro días en los ejercicios espirituales de san Ignacio, que comenzaban con la ineludible pregunta de «para qué he venido yo a este mundo». Ese sentimiento identitario de finalidad, frente a la causalidad que todo filósofo busca, iba impregnando nuestro carácter, forjado en la idea de que la vida constituye una misión que es preciso cumplir, y de ninguna manera la aventura de un descubrimiento. Por lo mismo no se preparaba a los jóvenes para enfrentarse a ella fuera del panorama estrictamente custodiado de las normas vigentes, aplicadas con mano de hierro.
Era también, y por razones obvias, un mundo cerrado al exterior, en el que los pasaportes se concedían viaje a viaje, las divisas se compraban en el mercado negro del rastro, la penicilina se vendía de estraperlo en los bares de putas, el segundo idioma de las clases pudientes era el francés, y uno podía hacer el bachillerato de pe a pa sin que nadie le hablara de Joyce o de Picasso. Así era el caldo de cultivo en el que se formó, a la fuerza ahorcan, la clase política a la que tocó dirigir décadas después la Transición a la democracia. Imposible imaginar que estas experiencias de sus años escolares no contribuyeran también con su influencia al sentido de las políticas que aplicaron.