1
España en guerra
Nací en un hogar burgués del madrileño
barrio de Chamberí en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial. Mi
padre, Vicente Cebrián, periodista de profesión aunque había
cursado la carrera de Medicina, desempeñaba tareas de
responsabilidad en Arriba, diario oficial
de la Falange, el partido fascista español fundado por José Antonio
Primo de Rivera. Se había incorporado a él como ayudante de uno de
sus primeros directores, Xavier de Echarri, primo hermano de mi
madre y perteneciente al grupo Escorial, una célula de jóvenes
falangistas con justificadas ínfulas intelectuales. La relación de
mi progenitor con aquella partida de la porra disfrazada de
tertulia literaria era estrictamente personal y, aunque obviamente
terminó militando en el partido único, no lo hizo tanto desde una
convicción ideológica, por más que no le repugnaran sus ideas, como
debido al pragmatismo de quien necesitaba un empleo para poder
casarse y formar una familia. Esta nacería, como tantas otras de la
España de entonces, marcada por el signo de la división política
entre sus integrantes, desgarrada en su convivencia por las
secuelas de la Guerra Civil.
Mi abuelo paterno, de nombre también
Vicente, doctor especialista en piel y venéreas, había ejercido
desde el comienzo de su carrera como oficial médico de la armada,
de la que le obligaron a pedir la baja después de que fuera
encarcelado por los franquistas tras la guerra, acusado
fundadamente de colaborar con la República. Era un librepensador de
derechas, aficionado a la buena vida, sin más entusiasmo por el
dinero que el placer que da gastarlo y con muy pocas, o ninguna,
ansias de poder. De joven había compartido correrías con don Manuel
Merino, capitán de la Guardia Real de don Alfonso XIII, amén de
periodista y progenitor de una exitosa saga de cineastas. Ambos
fueron cómplices de aventuras galantes, y las malas lenguas
aseguraban que en su juventud don Manuel había cubierto como
enviado especial la guerra de los bóers encerrado en un chalet de
la sierra madrileña desde el que enviaba sus vibrantes e inventadas
crónicas «en directo desde el frente» mientras disfrutaba de los
arrumacos de un par de bellas. El capitán Merino dejó el ejército
después de que le sancionaran por rendir honores durante una parada
militar cómodamente instalado en el interior de un simón para
protegerse del espeso chirimiri que amenazaba con arruinar su
uniforme nuevo. A la hora de saludar protocolariamente sable en
mano a la bandera, sacó el brazo por la ventanilla del carricoche,
humillándolo marcial ante los muy asombrados ojos de la
concurrencia. Aquellos militares de la belle
époque parecían valorar más que ninguna otra cosa la estética
admirable de sus atuendos, pensados para los bailes de palacio
antes que para las trincheras. Y en uno de esos bailes, o en los
paseos dominicales por el salón del Prado, debió de conocer el
doctor Cebrián a quien sería mi abuela Mercedes, hija única del
segundo casamiento, por viudedad, del médico personal del general
Espartero, el teniente coronel don José Carabias.
La vida de la familia Cebrián Carabias,
compuesta por el matrimonio y tres hijos –solo uno de ellos varón–,
transcurrió con normalidad y sin aprietos en los años precedentes a
la guerra. No eran gentes de dinero, pero sí de posibles; tenían
más que suficiente gracias sobre todo a la herencia recibida por la
madre de familia. Mi abuelo había participado en la contienda de
Cuba a bordo de la fragata Numancia,
ocasión en la que tuvo que hacer frente a una epidemia de
escorbuto. Durante la República entabló amistad con el líder
conservador Melquíades Álvarez, y fue nombrado inspector general de
la Cruz Roja, cuerpo a la sazón militarizado. Católicos y de
derechas, aunque sin demasiados aspavientos respecto a sus
creencias, la revuelta militar del general Franco pilló a los
Cebrián en Madrid haciendo las maletas para las vacaciones
estivales, y allí se quedaron durante los tres años de guerra, a
excepción de mi padre, el más joven de la familia, que para evitar
que lo movilizaran decidió refugiarse en la embajada de Cuba junto
con su novia y los padres de esta. Pudo más tarde liberarse de su
voluntario encierro al ser canjeado junto con otros por un grupo de
presos republicanos en poder de los franquistas.
La vida cotidiana durante la Guerra Civil en
el Madrid cercado por los facciosos rebeldes no debió de ser fácil
para nadie. Nuestra literatura está llena de testimonios acerca de
la tortura ejercida en las cárceles y checas comunistas, tanto como
sobre el heroísmo popular de las tropas y los civiles fieles a la
República. El «¡No pasarán!» de Dolores Ibárruri continúa siendo un
grito emblemático de las izquierdas tres cuartos de siglo después
de que sí lograran pasar, efectivamente, los fascistas, tal y como
se encargó de cantar durante los años cuarenta Celia Gámez en los
teatros de variedades. Cuando tanto se habla de la recuperación de
la memoria conviene puntualizar que la de los vencedores de aquella
lucha fratricida fue reiterada con veneración, recurriendo a toda
clase de invenciones pergeñadas por el aparato propagandístico de
la dictadura, que logró hacer perdurar el espíritu de la Guerra
Civil prácticamente hasta la muerte del Generalísimo.
El imaginario colectivo de las derechas nos
habla de Madrid como la ciudad mártir en la que los sufrimientos de
los simpatizantes franquistas fueron infinitos. Por su parte, el de
los republicanos vencidos o exiliados no cesa de cantar el arrojo y
sacrificio de aquel pueblo diezmado por los bombardeos, acosado por
las tropas de los nacionales y escindido finalmente en sangrientas
luchas tribales entre los partidos de izquierda.
Por eso me asombró un día el comentario de
mi tía Mercedes cuando me aseguró, ya durante la Transición
democrática, que no se vivía tan mal en guerra. «Eso sí, todo
resultaba un poco más caro», añadió con su inconfundible vocecita.
Me sorprendió la frase viniendo de una persona de irrenunciables
ideas conservadoras, partidaria de Franco y lectora empedernida del
diario ABC, órgano vergonzoso del
monarquismo a la violeta en cuya sede se había fraguado la criminal
conspiración contra la República. Aquel simple comentario
desmontaba por sí mismo la épica de tantos relatos que uno y otro
bando volcaban sobre la opinión, tratando de galvanizarla en pro y
en contra de sus respectivos puntos de vista. Caí entonces en la
cuenta de que, aun siendo mi abuelo un jefe de la armada, no fue
detenido en ningún momento por las milicias populares (pese a que
la marinería había arrojado por la borda a la mayoría de los
oficiales), su casa no fue registrada (o lo fue solo en una ocasión
precisamente a la busca de mi padre, ya ausente, para que se
incorporara a filas), y nadie me había hablado nunca de agresiones
o vejaciones contra sus moradores como las que escuchaba que habían
sucedido en otros ambientes similares. A partir de esos datos
reconstruí, con la ayuda de Mercedes, un panorama probable en el
que aquella familia de la clase media alta madrileña se empeñaba en
seguir viviendo bajo las bombas más o menos como lo había hecho
toda la vida. Mantuvieron una criada uniformada a su servicio, que
garantizaba la inviolabilidad del hogar a cambio de invitar a su
lecho al miliciano encargado de supervisar el área, y emplearon los
restos del patrimonio común en procurarse una calidad de existencia
que desdijera de las crónicas sobre las hambrunas originadas por el
cerco a la capital. No sé cuánta bisutería fina tenían que
desembolsar por obtener una docena de huevos frescos o un par de
kilos de fruta de la mejor calidad, pero el caso es que lograron
vivir en la guerra casi como en la paz, y aun mejor que cuando esta
llegó, a juzgar por los recuerdos de mi primera infancia.
En la calle de Alcalá la familia del
teniente coronel Cebrián Gimeno impostaba la figura tratando de
contarse a sí misma que, fuera como fuera, sobre el estruendo de
los bombardeos, el martirio de los detenidos, el hambre de la
población y la angustia de la política, la vida continuaba. Al
final se arruinaron, pero sus días fueron menos infelices de lo
temido. Mientras tanto, a unos centenares de metros, en las
embajadas atestadas de refugiados, en una de las cuales se hallaban
quienes más tarde serían mis padres, escaseaba el agua, menudeaban
los cortes de luz y la comida era casi inexistente; y un poco más
lejos, en las trincheras de la Ciudad Universitaria, morían a
diario decenas de voluntarios en defensa de la República frente a
las tropas de los golpistas.
Aquella imagen, lejos de irritarme, me
enternecía. Me evocaba otras historias, aparentemente dispares pero
en realidad muy parecidas, que recordaban a la que contó Luis
García Berlanga en su película La
vaquilla. Relatos que narraban cómo en medio del corazón de
las tinieblas la vida cotidiana de las gentes se resistía a ser
deglutida por el horror. Constituían una especie de homenaje al
derecho a la resistencia pasiva de tantos ciudadanos que no creen
en la violencia y detestan el infierno de sangre y destrucción al
que muchas veces son condenados por sus líderes. Tirar para delante
como si nada de eso existiera es también una forma de protesta. En
la guerra las gentes se esfuerzan no ya en sobrevivir, sino en
vivir al uso, pese a la contundencia de las explosiones, la insidia
de las balaceras y la escasez de los suministros. Su comportamiento
representa una fuga hacia delante, a la búsqueda del equilibrio
doméstico y sentimental en que a veces se convierte la felicidad.
Con razón dijo Bertrand Russell que esta se asemeja mucho a lo que
siente un gato acurrucado frente a la lumbre.
Terminada la guerra mi abuelo fue detenido
por los franquistas acusado de rojo y enviado por un tiempo a la
cárcel de Porlier. Más tarde sufrió algún otro tipo de exclusión o
represalia, mitigados por la intervención de mi padre, leal al
nuevo régimen. Se contaba en la familia que la relación de mi
abuelo con don Melquíades era uno de los motivos de disgusto de sus
compañeros de armas, algo a mi juicio improbable porque el prócer
asturiano fue encarcelado por el gobierno del Frente Popular nada
más comenzar la contienda y ejecutado por milicianos socialistas
casi de inmediato. En cualquier caso él tuvo que pedir su baja de
la armada y ponerse a buscar trabajo. Dadas las dificultades para
encontrarlo, abrió consulta propia hasta que por fin obtuvo un
empleo como médico en la prisión de mujeres de Ventas, donde gozó
de cierta popularidad entre las reclusas, muchas de ellas sin otro
delito a sus espaldas que el haber sido fieles a la democracia. Su
tiempo libre lo dedicaba a escuchar la radio y a practicar la
papiroflexia, con lo que no volvió a ocuparse en su vida de ningún
barco que no fuera de los de papel ni de otra tripulación que la de
los amigos con los que a diario tomaba el aperitivo en el bar de la
esquina.
De entonces datan los primeros recuerdos de
mi niñez. Siendo yo muy pequeño, a finales de la década de los
cuarenta, mi madre nos llevó a mi hermano mayor y a mí a la prisión
para que algunas internas nos tomaran medidas a fin de
confeccionarnos batas de paño y pijamas de franela que nos
protegieran del frío invierno. Guardé durante décadas en el desván
de la memoria la imagen de aquellas mujeres que nos recibían
obsequiosas en el despacho del director de la cárcel, ante su
mirada vigilante y la del doctor Cebrián. La fama de mi abuelo
entre la población reclusa se debía a que les hacía llegar
clandestinamente a las presas vino y tabaco; no sé si también se
habría permitido holgar con alguna de ellas so pretexto de
cualquier necesario reconocimiento médico. Por todo ello acabó
siendo expulsado y perdió el empleo.
Cuarenta años después de que eso ocurriera
visité en un penal chileno al líder comunista Clodomiro Almeyda,
encarcelado por Pinochet pero tratado con respeto por sus
guardianes al final de la dictadura. También él me recibió en las
dependencias del alcaide, cuyo mobiliario, el olor a rancio de las
paredes, los flexos gastados sobre las mesas y la untuosidad de los
funcionarios que se arremolinaban en torno a nosotros me evocaron
con nitidez la escena en la que aquellas manos femeninas tomaban
medidas de mi escueta anatomía en un escenario semejante.
Por alguna razón que desconozco, mi abuelo
Vicente me distinguía con su afecto frente a la unanimidad familiar
que optaba prioritariamente una admiración sin límites a mi hermano
primogénito, rubio y de ojos azules como exige el manual de las
clases privilegiadas. Sentí desde muy temprano mi condición de
segundón, que siempre he considerado un regalo añadido a las dotes
que me haya prestado la naturaleza. Lejos de despertar en mí
cualquier envidia o celo, favorecía una actitud de distanciamiento
de mi entorno que me resultaba muy grata, alimentada por una
timidez casi insuperable. Desde tierna edad me convertí en un
observador silencioso y atento de cuanto me rodeaba, y debió de ser
tan notoria esa actitud que mi padre terminó por llamarme,
textualmente, «ojos y oídos del mundo». Yo era testigo de un
universo pequeño y cerrado que respondía a los límites de la
escuela y la familia, pero el cariño de mi abuelo hacía que me
sintiera importante y ayudaba a conjurar mi tendencia hacia la
soledad. Cuando él murió, hurgando en su biblioteca encontré un
libro de don Teófilo Ortega titulado ¿A dónde
va el siglo? Rusia-Méjico-España. La obrita estaba prologada
someramente por el conde de Romanones, primer ministro de la
monarquía al que le tocó el amargo trago de despedir a Alfonso XIII
en su viaje hacia el exilio, y tenía como remate dos ensayos de
inequívocos partidarios de la revolución: el sindicalista Ángel
Pestaña y Andrés Nin, líder comunista catalán expulsado más tarde
del partido por su activismo antiestalinista y asesinado por sus
antiguos correligionarios. El opúsculo estaba dedicado «a cuantos
soportan las molestias de la autoridad con pretexto de haber
cometido un delito de los llamados políticos», y el doctor Cebrián subrayó de puño y
letra algunas de sus sentencias. Entre otras, esta tan contundente:
«Si quieres vencer no amenaces. Actúa y calla». Era lo que Nin
sugería en el epílogo, para acabar con semejante predicción: «El
siglo va hacia el socialismo; nada podrá evitar, en definitiva, que
la clase obrera, destruyendo el capitalismo, conquiste para la
humanidad esa clase elevada de civilización». Corría el año
1932.
A poco más de cincuenta metros de la
residencia de los Cebrián, y siempre en la misma calle de Alcalá,
se hallaba el domicilio de los Echarri, mis abuelos maternos. El
padre de mi madre, Luis de Echarri Gamundi, era abogado de
profesión y funcionario del Tribunal Supremo, donde ejercía el
cargo hoy inexistente de letrado de sala. Entiendo que estaba
encargado de ayudar a los magistrados a dictar sentencias, redactar
autos y preparar documentación, pero en realidad nunca supe bien lo
que hacía. Los Echarri procedían de una familia navarra de
banqueros venidos a menos. Creo que mi bisabuelo había sido el
encargado de incoar la quiebra de su institución financiera y sus
hijos se trasladaron a Madrid, donde se abrieron paso
profesionalmente. María, la más joven, profesó como teresiana, y
Luis se casó con una señorita de Valladolid, Asunción Suárez de
Cepeda, que presumía a ratos de ser descendiente de familiares de
santa Teresa. Tuvieron cuatro hijas y formaron un hogar católico a
machamartillo. En su casa entraba regularmente el periódico
El Debate, portavoz de las esencias
vaticanas, lo que tras el alzamiento militar de 1936 le valió a mi
abuelo una denuncia del propio quiosquero que le servía los
ejemplares. La familia, temerosa de las consecuencias de aquella
delación, decidió refugiarse en la embajada cubana. Allí entró
también mi padre, según he relatado. Había sido soldado de cuota
durante el servicio militar[1]
y no quería ser movilizado. Tras su canje por presos republicanos
fue deportado a Marsella. De regreso a la península se incorporó
como alférez provisional a un ejército franquista que ya se daba
por victorioso. Participó en la toma de Teruel, pero en mi casa
reinaba la convicción de que no pegó un solo tiro en toda la
contienda: las hostilidades cesaban siempre uno o dos días antes de
que su compañía llegara a cualquier lugar.
Historias como esa cimentaron desde el
principio el incipiente edificio de valores que iba construyendo en
mi imaginación. Mi generación se educó en la cultura de la Guerra
Civil, aunque no la hubiéramos vivido. No solo el aparato de
propaganda franquista se encargaba de recordarnos persistentemente
las gestas victoriosas del ejército triunfante y de ponderar los
valores castrenses y religiosos del régimen, sino que en las
familias, cualquiera que fuera el signo ideológico de sus
componentes, se vivían con intensidad los recuerdos del conflicto
armado. Nuestro entorno hogareño nos legaba una historia doméstica
y personal, mientras que en la escuela se nos adoctrinaba al
respecto. Las categorías abstractas que sobre la patria, la
religión y el destino del pueblo se empeñaban en predicar nuestros
maestros contrastaban con los relatos de humillación, escasez,
hambre y miedo que conocíamos en casa. Incluso en los hogares de
vencedores, como el mío, era posible encontrar el contrapunto a la
versión oficial en las narraciones de las niñeras y el servicio
doméstico. Aunque no hablaran mucho de eso, ocasionalmente se
permitían comentarios que nuestras mentes infantiles percibían como
contrapunto a la otra realidad establecida. «Cómete el pan, que es
blanco», me decían las mucamas, sin que yo acertara a comprender el
significado de la frase, reveladora de la escasez de alimentos en
el Madrid de aquella década en la que faltaba el trigo, pese a los
envíos propagandísticos de Evita Perón, sometido como estaba el
país a toda clase de racionamientos, aceite, azúcar, tabaco,
algunos de los cuales tardarían todavía largos años en ser
levantados.
Me crié con Antonia, una mujer entrada en
carnes y en años, viuda de un combatiente republicano, madre
soltera durante la contienda, que pasó muchos años de su vida
mostrándome la fotografía de su querido amante y cuidándonos a mí y
a mi hermano mayor con verdadera dedicación. Convenció a mis padres
para que durante algunos días del verano fuéramos con ella a su
pueblo, un villorrio cercano a la capital que hoy se ha convertido
prácticamente en un barrio de esta. Así descubrí la España rural de
la pobreza, la de los trillos en las eras comunitarias, el ordeño
de la vaca en el establo doméstico, instalado bajo el dormitorio
principal, el tiro con honda y las gélidas noches de la sierra del
Guadarrama, apenas turbadas por el sonido de algún cencerro.
También fue allí mi primer encontronazo con la muerte, cuando un
pariente de mi niñera falleció en la casa contigua a aquella en la
que nos alojábamos, y la nuestra se llenó de plañideras enlutadas y
hombres de tez curtida que devoraban galletas caseras y vino dulce
mientras comentaban las virtudes y anécdotas del finado. Cuantas
veces en mis conversaciones, en las lecciones de clase de
literatura o en los debates de la Real Academia, ha salido a
colación la cervantina frase de que los duelos con pan son menos,
he asistido a mil discusiones sobre el significado último de esta,
pero yo siempre he recordado aquella imagen exótica del pequeño
banquete organizado en torno al primer funeral al que asistí. Al
margen de cualquier investigación más o menos científica, para mí
resultaba indudable que la frase citada no respondía a metáfora
alguna, sino que era una descripción lineal de lo que
verdaderamente sucedía en los duelos, y sucede todavía en muchas
culturas: que se aliviaban en el pan y, sobre todo, en el vino. A
partir de entonces, si hay una pieza del refranero que me parezca
totalmente acorde a la realidad es esa del muerto al hoyo y el vivo
al bollo.
Mi abuelo el militar nos llevaba con
frecuencia a mi hermano y a mí a visitar el Museo Naval, donde
había reproducciones de la Numancia y
relatos de las batallas en las que España perdió sus últimas
colonias en América. Bajábamos desde su domicilio al paseo del
Prado en la imperial de uno de los autobuses de dos pisos,
importados de Inglaterra, que daban servicio al centro de la
capital. En cierta ocasión en que nos hallábamos solos allí,
subieron dos hombres maduros muy trajeados y serios. Se sentaron
delante de nosotros y comenzaron a hablar en voz alta un idioma
absolutamente ininteligible.
—Es catalán –me explicó mi abuelo.
—¿Cataluña es España? –le interrogué.
—Sí que lo es.
—¿Y hablan allí catalán en vez de español?
–insistí.
—Ahora no, porque está prohibido, estos dos
tienen que tener cuidado, no vayan a detenerlos.
A mí me pareció que, por el volumen y tono
de sus voces, no pretendían pasar desapercibidos, y me resultó
exótico que hubiera españoles que no hablaban español entre ellos.
En los diez años que pasé en la escuela nadie me explicó nada al
respecto.
Con mi abuelo materno acudí algunas tardes a
su despacho del Supremo. Era una estancia casi palaciega, a la que
se accedía por una enorme puerta recargada de adornos tras haber
recorrido un inmenso y solitario pasillo de suelos de mármol y
ventanas altísimas. Nadie parecía trabajar allí después del
almuerzo, salvo él y un ceremonioso bedel que se avenía a jugar
conmigo a «tú la llevas» mientras yo aguardaba a que el letrado de
sala Luis de Echarri Gamundi acabara sus deberes. Mi madre me
insistía repetidas veces en que esa preposición, «de», pertenecía
desde generaciones a su apellido y tenía un significado de nobleza
o alcurnia que yo no alcanzaba a entender. Sus primos carnales,
Xavier y Miguel de Echarri (quien fundó y dirigió el festival de
Cine de San Sebastián), la utilizaban habitualmente, pero en mi
familia no era frecuente su uso. Medio siglo más tarde, cuando
Jesús Polanco comenzó a llamarse de la noche a la mañana, también
él, «de Polanco», me explicó que su nombre siempre había sido ese,
pero que le parecía una cursilería. Dejó de parecérselo el día en
que, tras su divorcio y segundo matrimonio, comenzó a alternar con
una alta sociedad de la que siempre había abominado.
Aunque en mi edad madura me sometí a
psicoanálisis durante un tiempo breve, no estoy seguro de haber
llegado en mi introspección a descubrir el sentido y la influencia
de estas anécdotas en la formación de mi carácter. Son, sin
embargo, imágenes que me han acompañado de continuo a lo largo de
mi vida, como la muy vívida del mar de abrigos con olor a naftalina
y a humedad que estrujaban mi parva anatomía a la salida de misa de
once los domingos, en la iglesia de la Concepción de Madrid. En
ninguna otra circunstancia he aborrecido más la condición de niño.
Aquel sofocante peregrinar hacia la puerta del templo, medio
asfixiado por la presión de los mayores, sintiéndome un extranjero
enano entre gigantes, era una tortura añadida al tedio del precepto
dominical y los sermones ininteligibles con los que nos castigaba
el cura. Quizá eso más que nada avivaba mi deseo de crecer, de ser
mayor, para poder sacar la cabeza y respirar a mi aire sin
necesidad de andar a empujones con las voluminosas nalgas de los
fieles asistentes a la ceremonia. Acostumbrado durante muchos años
a ser el más joven de las reuniones (hasta que, casi de la noche a
la mañana, me convertí en el más viejo de todas ellas), durante
décadas renegué interiormente contra mis pocos años y mi aspecto
aniñado, que estimaba me disminuían ante los demás. Jamás he
padecido la nostalgia de una niñez que para las gentes de mi
generación difícilmente constituía una etapa feliz. Sí he añorado,
en cambio, y mucho, la de una juventud desperdiciada, o quizá
aprovechada en demasía, agostada por un temprano compromiso
laboral.
Como cualquier niño de mi edad de la clase
media española la mayor parte del tiempo la pasaba en la escuela o
con mis cuidadoras. A mi padre, que trabajaba hasta altas horas de
la madrugada en el periódico, le veía sobre todo los fines de
semana. Tenía una imagen distante de él, aunque entrañable; daba
toda la impresión de que había delegado por completo en su esposa
la educación de los hijos. Ella se levantaba a veces para
prepararnos el desayuno antes de ir al colegio, si bien en las más
de las ocasiones éramos atendidos por Antonia, que mantenía con
nosotros una relación maternofilial. Debido a las diferencias
horarias entre su agenda laboral y el calendario escolar jamás
comíamos o cenábamos en familia salvo los domingos, y pasábamos la
tarde jugando a ser el Guerrero del Antifaz, uno de los superhéroes
de la época que afirmaba su hidalguía frente a los musulmanes
invasores de la península, o escuchando novelas radiofónicas para
adultos, como La segunda esposa, serial
que tuvo tanto éxito que acabó convirtiéndose en una celebrada obra
de teatro. Entremedias rellenábamos los deberes de clase.
Los alumnos españoles de primaria y
bachillerato en los años cuarenta y cincuenta fuimos amachambrados
a los dictados del nacionalcatolicismo y los principios esenciales
e inmutables del glorioso Movimiento Nacional. Nuestra formación
como ciudadanos trataba de cimentarse en el uso de algunos
manualillos, entre ellos uno muy famoso que se titulaba El muchacho bien educado, y en el de determinados
panfletos con forma de libro que explicaban una asignatura de tan
rimbombante nombre como Formación del Espíritu Nacional. Tuve el
dudoso honor de recibir el primer y único suspenso de mi vida en
dicha disciplina, a mediados de la década de los cincuenta, cuando
al examinarme de primero de bachillerato en el instituto de San
Isidro un funcionario sudoroso y de aburrido semblante me preguntó
lo que era la patria. No había sido yo instruido suficientemente en
las características de esta, como tampoco había aprendido aún,
debido a mi corta edad, que el silencio es la mejor arma de la
inteligencia. Improvisé por ello una respuesta según pude.
—La patria es el lugar donde se nace –dije
con un hilo de voz, incapaz de vencer mi timidez.
—¿Y si usted nace en un avión? –me interrogó
poniendo cara de pillín el cátedro, un cincuentón calvo de barriga
voluminosa.
—Pues el país sobre el que en ese momento
vuela –añadí dispuesto a no ceder.
—¿Y si lo hace sobre el mar? –remató el
otro.
Yo no sabía aún lo de las aguas
territoriales y me di por vencido.
—No tiene usted ni idea –bramó el maestro–,
la patria es una unidad de destino en lo universal. ¿Entiende lo
que eso significa? ¡Una unidad de destino en lo universal! O, como
dice Ortega, un sugestivo proyecto de vida en común, pero me gusta
más lo del destino —puntualizó—, sobre todo porque es de José
Antonio.[2]
A pesar de que yo dije que comprendía todo
eso muy bien y que no necesitaba mayor tiempo ni esfuerzo para
asumir lo evidente y lógico de la proposición, me dejó para
septiembre. El hecho causó un estrago no pequeño en la familia, ya
que para algunos compañeros de trabajo de mi padre resultaba
inconcebible que al hijo de un dirigente falangista, redactor jefe
del órgano oficial del partido, lo suspendieran precisamente por no
saber su doctrina. Eso ponía de relieve, desde luego, que en el
colegio no me la habían enseñado, pero también que en mi casa se
respiraba un ambiente moderadamente liberal, donde ni la religión
ni la política ocupaban un lugar central de las relaciones
familiares, aunque se viviera con arreglo al orden
establecido.
Lo del espíritu nacional –que en las
postrimerías del franquismo, cuando el régimen quiso
democratizarse, fue sustituido por la formación cívica– se
correspondía con los esfuerzos denodados de la dictadura a fin de
imbuir en los españoles principios coherentes con la estructura
teórica del régimen. Éramos adoctrinados en nuestra condición de
súbditos, exhaustos de responsabilidades y obligaciones, sin
necesidad de hacer mayor referencia al universo de derechos y
libertades que conformaban los estados democráticos. Un muchacho
bien educado no era aquel capaz de ejercer soberana y libremente su
albedrío, sino el que cedía la parte interior de la acera a los
mayores o se destocaba gentilmente ante las señoras. Aquel librito
de instrucciones –que competía sin desdoro con el famoso Juanito– indicaba de forma precisa la manera
adecuada de besarle la mano a una dama, por supuesto siempre que
estuviera casada, o el anillo a un obispo, con puntillosas
explicaciones acerca de la inclinación de la cabeza, la
inconveniencia de rozar la piel con los labios, la necesidad de no
soltar saliva y la distancia adecuada que debía guardarse. Nunca
aprendí a hacer el gesto como es debido y todavía admiro hoy a esos
caballeros del septentrión continental capaces no solo de
inclinarse con gentileza galante ante una mujer, sino de mirarla
profundamente a los ojos mientras hacen la reverencia y descargan
un discreto taconazo. Andando el tiempo me encontré con
complicaciones parecidas a las que ese acto suscita cuando tuve que
aprenderme el sistema reglado por las ordenanzas de Carlos III para
el saludo de un soldado a un general. De acuerdo a la norma, una
vez divisado el sujeto, había que contar no sé si cinco pasos antes
de llegar a cruzarse con él y cuadrarse durante todo ese rato
marcialmente, sosteniendo su mirada, como hacen los caballeros con
las señoras, pero sin dejar de andar. No tuve apenas ocasión de
experimentar el método y cuando me acaeció la desdicha de verme
obligado a intentarlo se me trabucaron pies y manos de tal forma
que a punto estuve de dar con mis huesos en el calabozo.
La formación ciudadana que adquirimos los
niños del franquismo era muy pobre porque el concepto mismo de
ciudadanía estaba en entredicho. La noción de que pudiera ejercerse
alguna exigencia frente a los poderes públicos, en la condición de
votantes o contribuyentes, había desaparecido para los españoles,
que no eran ni lo uno ni lo otro. Teníamos muy claro que toda
autoridad venía de Dios, única instancia habilitada, junto con la
de la historia, para pedir cuentas a Franco, y por lo tanto la
obediencia –en su doble versión joseantoniana, mitad monjes, mitad soldados– era el
principal atributo al que debíamos aspirar en tanto que individuos
integrantes de un grupo social. A las horas del recreo, antes de
entrar en clase, habíamos de formar militarmente, cubriendo las
distancias con el brazo extendido respecto a las espaldas del
compañero que teníamos delante. Luego era preciso avanzar por los
pasillos de la escuela en silencio y con la cabeza más bien baja
–baja del todo si se trataba de seminarios o colegios para
pobres–.
Todavía tuve oportunidad de acudir a alguna
escuela de monjas que mantenía la tradición venerable de la doble
puerta: la que daba acceso a los alumnos de pago y la que servía de
entrada a los becarios, discriminados también en el comedor, en una
versión cutre y provinciana del apartheid. El concepto de solidaridad se ejercía
mayormente a través del ejercicio de la caridad cristiana,
representada de forma objetiva por las donaciones permanentes a la
Santa Infancia y las cuestaciones periódicas para el Domund. Las
realizábamos blandiendo unas preciosas huchas de barro en forma de
cabecita de negro, moro, indio, chino, japonés o lapón. Agitábamos
su semblante con energía frente a los paseantes callejeros y
solicitábamos un óbolo para las misiones. Aquellos afortunados que
lograban reunir veinticinco pesetas al cabo de dos semanas de andar
pidiendo tenían derecho a quedarse con la hucha. Si el papá de uno
era lo suficientemente rico y generoso para depositar esos cinco
duros en la ranura, en poco tiempo podíamos reunir las cabezas de
una docena de salvajes, que lucían sobre cualquier mueble de
nuestro dormitorio como auténticos trofeos de caza.
Las edades y los sexos estaban tan
rígidamente clasificados como las clases sociales, o quizá más. No
había, por supuesto, colegios mixtos –salvo los extranjeros– y la
relación con el sexo opuesto era difícil durante los años
infantiles. La distribución de papeles sociales entre hombre y
mujer quedaba perfectamente clara para todo el mundo. Las niñas
apenas hacían deporte, hasta el punto de que contar con una
campeona tenista de antes de la guerra, como Lilí Álvarez, o una
nadadora de excepción, como Montserrat Tresserras, eran noticias
absolutamente insólitas. Los niños que disfrutaban trasteando en el
hogar recibían el cruel apelativo de «cocinillas», a la par que
suscitaban la aprensión frecuente de sus progenitores, no se les
fuera a afeminar el chico. El establecimiento de un servicio social
para las mujeres, que practicaban allí el aprendizaje de tareas
domésticas, contribuyó a aumentar ese distanciamiento entre sexos.
Estaba claro que ellas tenían una misión complementaria a la de los
hombres y las políticas de género –como ahora se llaman– consistían
sobre todo en reafirmar las diferencias frente a la igualdad. Las
mujeres estaban discriminadas en el derecho civil, sometidas a la
voluntad de sus maridos, y esa discriminación se mantuvo hasta la
llegada de la monarquía parlamentaria. La sola idea de que las
minorías lingüísticas, sexuales, religiosas o culturales –¿para qué
hablar de las nacionales?– tuvieran derechos dignos de protección
era absolutamente extraña a aquel mundo, tan lejos de la democracia
que creía que se reducía tan solo al gobierno de la mayoría, cosa
que por otra parte tampoco estaba dispuesto a practicar el
régimen.
Desde esa perspectiva resulta casi insólito
que precisamente mi tía abuela María de Echarri, la monja
teresiana, figure en las historias como pionera en defensa de los
derechos de la mujer. Fundadora de su orden bajo el patrocinio del
padre Huidobro, se dedicó a la política postulándose como concejala
a la alcaldía de Madrid. Desde su puesto de edila logró que se
promulgara una llamada Ley de la Silla, que permitía a las
dependientas de cualquier establecimiento sentarse en jornada
laboral cuando no hubiera clientes en la tienda. Mantuve con mi tía
María una correspondencia frecuente pese a mis pocos años, lo que
la llevó a motejarme como su pequeño cronista. Por lo que pude
averiguar más tarde, pese a sus aires renovadores y de activista,
militaba intelectualmente en la derecha más cerrada, pero siempre
la he recordado como una mujer rompedora a la hora de reivindicar
la dignidad de las personas de su sexo, por lo que era vilipendiada
con frecuencia. El ambiente reinante era tal que en no pocas
ocasiones durante nuestros veraneos en San Lorenzo de El Escorial
tuve que salir a la carrera junto con mi madre, perseguidos por
docenas de chiquillos que nos lanzaban piedras debido a que ella
iba vestida con pantalones, atuendo execrado hasta la excomunión
por don Teodosio, el párroco del pueblo. Desde el púlpito, todos
los domingos arengaba a la muchachada a rebelarse contra la
indecencia de «esas marimachos, ataviadas como limpiabotas, que
vulneran los principios de la moral y el respeto a los
demás».
La indumentaria servía también para marcar
nítidas fronteras temporales entre la segunda infancia y la
adolescencia, momento en que se les permitía a los hombres
abandonar el pantalón corto por otro largo o, al menos, por un
bombacho que lograba tapar por fin los ofensivos pelos de las
piernas de muchos treceañeros. Este era el instante adecuado para
abandonar la práctica de pedir por las misiones y dedicarse a
tareas sociales más complejas, como visitar los barrios obreros e
impartir la catequesis.
A finales de los años cincuenta comenzó un
éxodo masivo desde las zonas más deprimidas de España hacia las
grandes capitales como Madrid o Barcelona. Había bolsas de hambre
en no pocas zonas de nuestra geografía y las gentes emigraban en
busca de trabajo. Los cinturones de las ciudades se poblaron de
casas bajas, infraviviendas sin ningún tipo de servicio que dieron
albergue durante años a decenas de miles de personas. Uno de esos
barrios periféricos se había desarrollado de forma espectacular en
las inmediaciones del cementerio del Este y a él acudía yo los
domingos por la mañana provisto de unas cuantas bolsas de comida
que repartía por las chabolas antes de dedicarme a enseñar el credo
y los diez mandamientos a un grupito de rapaces con los mocos
colgando. Ellos recitaban las oraciones de carrerilla a cambio de
un puñado de caramelos que algunos pretendían que se trocaran, de
vez en cuando, en cigarrillos de anís. Las clases se desarrollaban
en un instituto público erigido en homenaje a Onésimo Redondo,
fundador del movimiento fascista español[3],
cuyo nombre lleva hoy su pueblo natal, Quintanilla de Onésimo.
Saltó a la fama en la democracia porque acudía allí cada año José
María Aznar, siendo presidente del gobierno, en una especie de
viaje iniciático con el que inauguraba el curso político.
Yo repartía los paquetes de comida en
compañía de un amigo, de familia tan acomodada que no solo contaba
con coche, sino también con conductor. El chófer nos acercaba hasta
los barrios periféricos, con lo que podíamos transportar más bolsas
de garbanzos que las habituales. Las preparábamos durante la
semana, en las horas de los recreos, encerrados en un pequeño
almacén de los sótanos del colegio que regentábamos los propios
alumnos, lo que nos permitía desplegar nuestro incipiente orgullo
de futuros ejecutivos. Llamábamos al recinto, significativamente,
el «cuarto de pobres» y en él íbamos apilando el queso anaranjado y
la leche en polvo que los americanos enviaban para saciar el hambre
española en cumplimiento de los tratados bilaterales sobre las
bases, amén de las féculas y legumbres que las familias de los
alumnos hacían llegar con regularidad.
Todas esas cosas respondían a un empeño
decidido de compartimentar la sociedad entre los que tenían y los
que no, los que enseñaban y los que aprendían, los que mandaban y
los que ejecutaban las órdenes, los que habían ganado la guerra y
los que tenían que pedir perdón cada día por haberla perdido, amén
de purgar su derrota. Era una España humilde, reprimida y ordenada,
un país donde todo estaba en su sitio y todos teníamos un lugar
reservado, para mandar o para obedecer, con tal de no salirnos del
raíl. Una nación de súbditos en la que el poder no permitía
contestación alguna y las virtudes cívicas se confundían,
entrelazaban, apelmazaban, con las recomendaciones de la moral
cristiana o del espíritu castrense.
La religión ocupaba un lugar importante en
nuestras vidas y en la construcción de la sociedad en la que
debíamos aprender a convivir. Los curas llevaban sotana, manteo y
teja; cuando se desprendían de esta, lucían una tonsura formidable
y perfecta que haría hoy las delicias de muchos aficionados al
tattoo o al piercing. Las monjas ocupaban considerable espacio
en las aceras debido a las voluminosas sayas con que se adornaban.
Siempre de dos en dos, marchaban con aquellas albas tocas
almidonadas, como si fueran personajes arrancados de los lienzos de
Velázquez. Los obispos vestían formidables capas, iguales a las que
hoy lucen todavía los cardenales romanos en las grandes ceremonias,
y usaban coche oficial con banderín. A mí me confirmó en la fe
monseñor Eijo y Garay, que acumulaba al arzobispado de Madrid el
título de primado de las Indias Occidentales. El día que visitó
nuestro colegio llegó acompañado de una cohorte de secretarios que
le abrieron las puertas de su haiga negro, ayudándole a salir de él
y a recoger los pliegues de su capa satinada color burdeos. Del
fondo de los pliegos del moaré, como impulsado por un resorte, sacó
un brazo enhiesto cual divino falo, que culminaba en un anillo
enroscado al dedo anular. Lucía una enorme piedra de color
bermellón y extendió gentil su mano a los presentes genuflexos, que
lamimos el rubí con devoción. Recuerdo haber quedado extasiado ante
aquel frufrú textil que acompañaba los movimientos del ilustre
prelado. Su gesto y sus maneras eran los de un todopoderoso, y no
creo que la corte de Richelieu hubiera podido mejorar el
espectáculo. Mientras el cardenal nos amedrentaba con sus joyas y
sus aires de prima donna, en las zonas
rurales la imagen del párroco desparramaba su autoridad bajo el
bonete, aunque este no podía competir, ni en simbolismo ni en poder
real, con los tricornios de los guardias civiles, que soportaban
además unos capotes gigantescos y pesados para protegerse contra la
escarcha en las madrugadas pasadas a la intemperie. Era un mundo
antiguo, en el que el pueblo viajaba en la tercera clase de los
ferrocarriles, sobre transportines de madera que se te clavaban en
las nalgas, los biquinis no se habían inventado, los hombres usaban
trajes de baño con tirantes y las mujeres incorporaban a los suyos
una especie de faldita, los maestros hacían aprender las lecciones
a base de reglazos en la palma de la mano u obligaban a callar a
los alumnos revoltosos lanzándoles el borrador del encerado contra
la cabeza, las radios daban todas el mismo noticiario y la
televisión comenzaba a balbucear, a partir del final de los
cincuenta, en blanco y negro y en directo, un par de horas por la
tarde para los muy pocos afortunados que podían verla. Todavía
Fidel Castro no había entrado en La Habana, Juan XXIII no ocupaba
el Trono de San Pedro, Kennedy no había ganado las elecciones a la
presidencia americana y solo unos pocos años antes habíamos perdido
las colonias del norte de Marruecos. Era una España pobre,
analfabeta y atemorizada, en la que las familias se recogían cada
día en torno a la radio. En las tardes de invierno, los culebrones
de la Sociedad Española de Radiodifusión escandalizaban a la
sociedad de la época con historias secretas de matrimonios
divididos e hijos bastardos. Los adolescentes también consumíamos
nuestra ración de radionovela. Los relatos galácticos de Diego Valor y los del Lejano Oeste protagonizados
por El Coyote o los Dos hombres buenos, iban cincelando la conciencia
épica de los españoles, convenientemente adobada por las efemérides
de la Guerra Civil o el regreso del buque Semíramis que devolvía a España a los presos de la
División Azul repatriados de Rusia. Mientras tanto Celia Gámez se
convertía en la vedete de moda y arrollaba con sus representaciones
en el teatro Martín, hasta que Sara Montiel y El último cuplé la desbancaron de su trono gracias
a la magia del cinematógrafo.
La literatura ofrecía un refugio excelente
frente al tedio de los escasos y controlados medios de
comunicación. Autores como Miguel Hernández, Lorca o Machado –don
Antonio– eran muy mal vistos por la dirigencia política, que no
dudaba en censurarlos, mientras que al hermano del creador de Juan
de Mairena se le promovía activamente desde la Delegación de
Cultura del Movimiento, apodándole sin tapujos «Machado el bueno».
La autoridad prohibía la edición e importación de aquellos libros
que consideraba dañinos, todavía apoyándose muchas veces en el
Índice del Santo Oficio. No había colegio de curas que se preciara
(y casi todas las escuelas estaban regidas por religiosos) que no
tuviera un tomo a mano para consultarse en caso de duda. Yo me
servía de dichas facilidades, como de las calificaciones de las
películas (1, 2, 3, 3-R y gravemente peligrosa), para asegurarme
del interés que ofrecían. A mayor grado de prohibición, se
suscitaba en mí un mayor apetito de conocer aquellos frutos vedados
del árbol de la sabiduría. Por lo demás los censores, obsesionados
sobre todo con las expresiones sexuales y los ataques a la cruzada
nacional o a la religión católica, dejaban pasar impunemente obras
tan corrosivas como Guillermo Brown o
Alicia en el País de las Maravillas y
versiones bastante correctas de Los tres
mosqueteros o Dick Turpin que, junto
al futurismo de Julio Verne y las aventuras de Salgari, conformaron
el universo literario de mi infancia. Alguno de esos libros, como
Alicia, se convertiría luego en una obra
de culto de la progresía más clásica.
Andando el tiempo Juan Goytisolo me enseñó
la enorme contribución que un autor tan reaccionario como Menéndez
y Pelayo había hecho a la difusión de la cultura española. En su
particular índice de libros y autores censurables que constituye la
monumental Historia de los heterodoxos
españoles daba inapreciables pistas a la hora de descubrir a
quién leer: a todos aquellos a los que pretendía que evitáramos.
Similar función cumplieron las prohibiciones escolares, que venían
además aderezadas con algunas curiosas recomendaciones. En la
biblioteca del colegio había un librito titulado ¿Es pecado bailar?, donde se establecía bien a las
claras que, salvo en el caso de la jota y algunas otras danzas
regionales, el baile te conducía directamente a las llamas del
infierno. Nuestro mundo estaba fuertemente marcado por las
convicciones, los dogmas y los criterios morales del catolicismo
previo al Concilio Vaticano II y por las doctrinas totalitarias del
régimen político. Se trataba de un universo sin libertad, sin
creatividad, sin responsabilidad, en el que so pretexto de ser
formados fuimos manipulados hasta el extremo. Nuestros maestros
eran incapaces de predecir y enseñarnos el futuro, porque bastante
tenían con sobrevivir y asimilar el presente.
Pero no era todo malo, ni mucho menos. Si
muchas de las normas de comportamiento que entonces parecían
indiscutibles se hubieran salvado del aluvión posterior de modas y
revueltas, la tercera edad tendría un mejor y mayor reconocimiento
ahora entre nosotros, el tráfico sería más civilizado, los retretes
públicos, más limpios y los restaurantes, menos ruidosos. Algunos
consideran estas cuestiones un tanto marginales respecto al
concepto mismo de ciudadanía, pero a mi ver en ellas reside uno de
los índices más evidentes del nivel de civismo y tolerancia, de la
capacidad de convivencia que alberga una comunidad.
En definitiva, el nuestro era un pueblo con
deberes y sin derechos, por más que el franquismo se esforzara en
crear un entramado jurídico complicado y farragoso. El sistema de
enseñanza reglada te instruía en la tabla de multiplicar o la
Historia Sagrada, que nos explicaban mediante carteles
primorosamente pintados con las escenas más populares de la Biblia.
Así íbamos poniendo cara y ojos a los personajes del libro sagrado,
y asumimos una imagen antropomórfica del Todopoderoso, un Dios tan
familiar como nuestro abuelo, tan sometido a las iras y
complacencias de los hombres como muchos de los protagonistas de la
mitología griega o romana. Nos acostumbramos a rezar a un anciano
con blanca melena y barba espesa o a un joven atlético que lucía su
desnuda anatomía, a veces musculosa, a veces raída, clavado a un
antiguo instrumento de martirio. En los días vecinos a Semana
Santa, ya en la adolescencia, nos convocaban nuestros maestros a
retirarnos durante tres o cuatro días en los ejercicios
espirituales de san Ignacio, que comenzaban con la ineludible
pregunta de «para qué he venido yo a este mundo». Ese sentimiento
identitario de finalidad, frente a la causalidad que todo filósofo
busca, iba impregnando nuestro carácter, forjado en la idea de que
la vida constituye una misión que es preciso cumplir, y de ninguna
manera la aventura de un descubrimiento. Por lo mismo no se
preparaba a los jóvenes para enfrentarse a ella fuera del panorama
estrictamente custodiado de las normas vigentes, aplicadas con mano
de hierro.
Era también, y por razones obvias, un mundo
cerrado al exterior, en el que los pasaportes se concedían viaje a
viaje, las divisas se compraban en el mercado negro del rastro, la
penicilina se vendía de estraperlo en los bares de putas, el
segundo idioma de las clases pudientes era el francés, y uno podía
hacer el bachillerato de pe a pa sin que nadie le hablara de Joyce
o de Picasso. Así era el caldo de cultivo en el que se formó, a la
fuerza ahorcan, la clase política a la que tocó dirigir décadas
después la Transición a la democracia. Imposible imaginar que estas
experiencias de sus años escolares no contribuyeran también con su
influencia al sentido de las políticas que aplicaron.