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¡Qué noche la de aquel día!
A las ocho de la mañana del martes 4 de mayo
de 1976 me despertó el teléfono. Me había acostado apenas tres
horas antes, por lo que tardé en reaccionar. Finalmente pude
ajustarme el auricular al oído a tiempo de oír la voz del
funcionario del gabinete telegráfico que me anunciaba solemne: «Le
habla el ministro de Asuntos Exteriores». José María de Areilza se
disculpó por despertarme, pues sabía que habíamos tenido una noche
agitada, pero quería ser el primero en felicitarme por la salida de
El País. Areilza no escatimaba elogios a
la hora de adular a quien le interesaba. Se congratuló enseguida
por la aparición del periódico y tenía razones más que sobradas
para hacerlo. La primera página acogía una sola fotografía, un
pequeño retrato suyo con motivo de su próxima visita a Marruecos.
Apenas colgué abrumado por las felicitaciones de Motrico cuando la
misma persona del gabinete me anunció apresuradamente otra
comunicación dando paso a los gritos de Fraga al otro lado del
hilo. «Este no es el periódico que queríamos –bramó–, no es mi
periódico, no es un periódico liberal», y colgó antes de que yo
pudiera argumentar nada.
Quince días antes Ortega, Polanco, el
inevitable Valcárcel y yo habíamos almorzado con Manuel Fraga en la
sede del periódico. Durante el encuentro le enseñamos las primeras
maquetas, el borrador del libro de estilo, y le paseamos por la
redacción. Era la primera vez que todo el equipo fundador del
periódico se reunía con él y era fácil comprobar el miedo no
disimulado que Ortega le profesaba y la distante relación que
mantenía con Polanco. Durante la comida se comportó, sin motivo
alguno para ello, como el oráculo intelectual del diario. En
cualquier caso éramos conscientes de que reunía potencialmente en
torno suyo al grupo más numeroso de accionistas.
A esas alturas Fraga había demostrado ya su
peculiar manera de entender el Ministerio del Interior. Era famosa
su frase «La calle es mía», pronunciada para justificar la dureza
con la que acostumbraban sus policías a disolver todo tipo de
manifestación popular, y amigos comunes me contaron que habían
asistido a una cena en la que se definió a sí mismo como «un
liberal que fusila». Yo había aprendido a guardarle cierto respeto,
y aun admiración, tras las largas y frecuentes charlas que mantuve
con él en la embajada en Londres, pero el poder le había
transformado nuevamente en un monstruo autoritario. Como muestra de
su talante, en su etapa de ministro de Información de Franco,
durante una conferencia de prensa cortó con unas tijeras el hilo de
un teléfono que no paraba de sonar sin que nadie lo atendiera. En
cuestiones más serias, amén de haber emprendido la campaña contra
José Antonio Novais, corresponsal de Le
Monde, defendió sin tapujos el asesinato del líder comunista
Julián Grimau, detenido en España a principios de los años sesenta,
juzgado en consejo de guerra y fusilado. También justificó la
represión brutal de los mineros que protagonizaron las huelgas de
Asturias en 1962, cuando corrieron historias probablemente ciertas
sobre cortes al rape del cabello de las mujeres de los revoltosos,
y a las que la policía política habría administrado por la fuerza
aceite de ricino, a fin de que convencieran a sus parejas para que
depusieran el plante laboral.
Apenas tres días antes de que se publicara
el primer número de El País un grave
incidente de dos redactores nuestros con las fuerzas de orden
público propició un serio empeoramiento de las relaciones con el
ministerio. El fotógrafo César Lucas y el reportero Pepo Baviano,
hermano de Javier, acudieron a Aranjuez a cubrir una manifestación
sindical en celebración del Primero de Mayo. La demostración,
convocada ilegalmente, acabó siendo dispersada por los guardias con
inusitada violencia. A César le confiscaron la cámara y le
detuvieron junto con Pepo. En el cuartelillo de la Guardia Civil
fueron maltratados físicamente, de lo que daban fe los moratones y
heridas en el cuerpo de Baviano. Cuando exhibieron su condición de
periodistas se mofaron de ellos y argumentaron que el diario para
el que trabajaban no existía, lo que en rigor era cierto, pues
estaban realizando la información para uno de los números cero que
fabricamos antes de salir a la luz pública. Tardaron horas en
ponerlos en libertad, tras arduas gestiones con los mandos
policiales. Indignado por los hechos llamé por teléfono a Fraga
repetidas veces sin que me contestara en ningún momento. La primera
devolución a mi demanda fue precisamente el telefonazo del 4 de
mayo. Pensé que era el momento de protestar por el suceso, pero la
fluida verbosidad del personaje y su arremolinada queja contra la
línea del periódico me lo impidieron. Acabé escribiéndole una carta
que nunca tuvo contestación.
Aquel fue el inicio de una relación preñada
de desencuentros entre Manuel Fraga y el equipo de El País. Duraría años y prácticamente no se
dulcificó hasta que él abandonó la política activa. Contribuyó a la
reconciliación el matrimonio de Jesús Polanco con Mari Luz
Barreiros, hija del magnate gallego del automóvil, cuya familia
había mantenido una estrecha amistad con don Manuel. Este, mientras
tanto, y hasta que la pacificación llegó, no dejó de expresar
cuantas veces pudo sus desavenencias con quienes hacíamos el
periódico y muy especialmente con el propio Jesús. Recién salido el
diario, y con él ya fuera del gobierno, Ortega quiso intentar un
acercamiento y le invitó a cenar con Valcárcel, Javier Baviano y yo
mismo. Polanco no podía asistir por hallarse en América, y no sé
hasta qué punto Ortega aprovechó esa circunstancia para organizar
el encuentro sin la presencia de Jesús, con quien hablé por
teléfono antes de la cena. Me pidió que disculpara su ausencia, lo
que hice en cuanto llegué al restaurante. La respuesta de Fraga no
se hizo esperar: «No importa que no venga Polanco. Al fin y al cabo
no vamos a comprar ni a vender nada, sino a hablar de cosas
serias».
Pese a esta hostilidad no fue muy activo a
la hora de movilizar a los accionistas que le apoyaban y durante la
guerra interna que el periódico padecería más tarde se mantuvo
relativamente neutral frente a la belicosidad de Areilza en contra
de nuestro equipo. Su forma de ser le acercaba a la imagen del
perro ladrador, y aunque algunos de sus seguidores participaron en
aquel conflicto, que acabó con la victoria de Polanco y mía, nunca
anduvo en conspiraciones ni manejos y expresó siempre a las claras
sus desacuerdos. El más famoso de todos ellos lo protagonizó en una
cena en casa de Jesús. La había solicitado él, pues quería discutir
sobre la situación política y los trabajos constitucionales.
Polanco preparó el escenario con pulcritud. Decidió que nos
sirviera la mesa una de sus hijas, interesada en conocer al
personaje, y nos sentamos a ella la plana mayor del periódico. La
discusión durante la comida transcurrió tan animada como tensa. En
realidad apenas hubo discusión alguna, pues todo lo decía nuestro
invitado, al que era preciso reconocer capacidades dialécticas y
oratorias fuera de lo común. No aprecié que bebiera mucho vino ni
alcoholes duros, pero a la hora del café comenzó a subir el tono de
voz y a recriminarnos a todos nuestra conducta en relación con su
persona, argumentando que el proyecto del periódico había sido suyo
y le habíamos defraudado por completo. De José Ortega se quejó
amargamente y a Valcárcel le acusó con fundamento de servir
exclusivamente a los intereses de Areilza. La principal invectiva
la lanzó contra mí. «Usted es un traidor –me espetó–, no ha
cumplido con nada de lo que me prometió en nuestras conversaciones
de Londres. No discuto la calidad profesional del periódico, sino
su alineamiento político.» Me defendí como pude insistiendo en que
creía haber sido fiel al proyecto y utilicé como argumento de
autoridad mis relaciones con Pío Cabanillas y su influencia en el
diario. «Pío Cabanillas es un cabrón –vociferó ya sin ambages, para
concluir diciéndome a la cara–: Yo venía aquí en son de paz,
incluso les regalé un libro a cada uno –en alusión a que a su
llegada nos había entregado un ejemplar de su última obra–, pero ya
está todo claro y con usted no tengo más que hablar.» Me retiró la
palabra y me ignoró con la mirada durante el resto de la velada,
que todavía duró más de una hora. Se comportó como un adolescente
mal educado y refunfuñón porque las cosas no habían salido como él
quería. La familia de Jesús asistió al espectáculo desde el piso
superior del dúplex en el que habitaban en la calle O'Donnell. La
violencia esperpéntica que desplegó el personaje ha sido durante
décadas motivo de chanzas entre nosotros.
De modo que en aquella llamada de la mañana
del 4 de mayo se hallaba inscrito lo que habría de ser durante años
el comportamiento de Fraga respecto a nosotros. Sin embargo yo no
sentía en absoluto haberle traicionado, ni lo creo todavía hoy.
Antes bien, creo que fue él mismo el traidor a sus propias ideas.
El Fraga del posfranquismo y de la Transición fue bien distinto
según ocupara o no el poder. En cierta ocasión Felipe González
declaró que le respetaba porque era un hombre que tenía el estado
en la cabeza. Pradera me hizo un comentario bien irónico: «El único
Estado que le cabe es el estado de excepción».
Tras desperezarme después de las llamadas
del gabinete telegráfico, comprendí que a mis treinta y un años me
veía al frente de un periódico que habría de protagonizar un
capítulo importante de la vida pública española. Durante meses un
grupo de hombres y mujeres muy jóvenes habíamos trabajando con
ahínco para hacer posible lo que todavía nos parecía un milagro: un
diario que sirviera a la construcción de la España democrática y
moderna. Nacíamos con vocación
sinceramente independiente y todavía no eran apreciables los signos
de tendencia socialdemócrata que acabaron por germinar en nuestras
señas de identidad. Me había esforzado por definir nuestros
principios en el artículo que publiqué esa misma mañana, justo en
el sitio que en el futuro habrían de ocupar los editoriales, y que
encabecé como «Tribuna libre» para poner de relieve que la opinión
del director no era necesaria ni compulsivamente la del propio
diario, y que podía distanciarse personalmente de esta, siquiera de
modo circunstancial. A estas alturas es obvio que se trataba de una
ingenuidad, pero creo interesante comprobar cuáles eran las ideas
que me animaban en la fundación y que yo hacía explícitas de esta
guisa: «Nacemos con talante y concepción liberales de la vida, en
lo que de actual y permanente tiene la palabra y en lo que
significa la libertad de los hombres». Este tributo a la libertad,
al liberalismo en su sentido más amplio y progresista, está en la
raíz de todo mi comportamiento y creo haber sido siempre fiel a él.
Sustentaba la voluntad de que la tribuna del diario estuviera
«abierta a cuantas gentes e ideologías quieran expresarse en ella,
con la sola condición de que sus propuestas, por discutibles que
sean, sean también respetuosas con el contrario y propugnen
soluciones de convivencia entre los españoles». Para terminar
deseando, de forma redundante, «el advenimiento de un régimen de
libertad y unas formas de convivencia modernas y
civilizadas».
«Libertad» es una palabra que ha perdido
prestigio últimamente en las democracias occidentales, enfrentadas
a serias amenazas contra la seguridad colectiva. En nombre de esta
última hemos visto alzarse barreras que limitan el disfrute de la
libertad individual, principio que durante dos siglos sirvió de
luminaria a los regímenes políticos más avanzados. Para quienes nos
educamos en el franquismo la libertad era un objetivo absolutamente
prioritario, el más deseado de la sagrada trilogía de la Revolución
francesa. Habíamos sido educados bajo toda clase de prohibiciones y
el bloqueo internacional al que fue sometida España durante décadas
sirvió igualmente para edificar una cárcel interior, cultural y
moral, de la que mi generación quería escapar al precio que
fuera.
La noche del 3 al 4 de mayo de 1976 fue una
vigilia de celebraciones en la calle de Miguel Yuste, sede del
periódico. Acompañaron la impresión de los primeros ejemplares unas
decenas, quizá un par de cientos de amigos, accionistas y
colaboradores de la casa, entre los que lucía la ausencia de Ramón
Tamames, consejero nuestro, encarcelado paradójicamente por su
virtual accionista principal, el ministro del Interior. Había
intelectuales de prestigio, entre ellos don Pedro Sainz Rodríguez,
un escritor católico especialista en los místicos españoles que
había colaborado con Franco en su primer gobierno durante la Guerra
Civil y que aplaudía sin remilgos el nacimiento de un diario cuyo
primer artículo de opinión estaba firmado por Rafael Alberti,
todavía exiliado en Roma. Se trataba de un elogio del poeta León
Felipe después de que fuera prohibido en Madrid un acto en su
homenaje. Aquel resultaba un símbolo más de las contradicciones que
habríamos de vivir durante los cambios políticos que se avecinaban.
El que acabaría denominándose «periódico de la Transición» asistía
de esta forma a su bautismo de fuego. Otros colaboradores de ese
día eran Ricardo de la Cierva y José Jiménez Lozano, a quien
décadas más tarde se le entregaría el premio Cervantes no tanto por
sus méritos literarios, reconocibles aunque limitados, como por la
imposición no disimulada de José María Aznar, entonces en la
presidencia del gobierno.
Entre alborozos y parabienes surgió también
el desconcierto cuando la flamante rotativa Harris Marinoni que
habíamos comprado en París comenzó a romper el papel e interrumpir
de forma sincopada la impresión. Los presentes exclamaron un «¡ah!»
formidable, equiparable al que podría entonarse cuando se desinfla
un aerostato y cae al suelo. El champán de la alegría se mezcló con
la preocupación del momento. Javier Baviano se esforzaba en señalar
que la máquina no había rodado más de tres horas antes de la noche
inaugural y que eran necesarios nuevos ajustes. Por más que los
operarios se esmeraron en enhebrar de nuevo el papel entre los
rodillos de la rotativa para arrancarla con toda urgencia, las
roturas se sucedieron repetida y estrepitosamente, hasta el punto
de que a las ocho de la mañana apenas había salido la mitad de la
tirada prevista. De madrugada Polanco se escabulló con sigilo y sin
despedirse. Días después me explicaría que lo había hecho al
contemplar a Ortega invitar a su mujer, Simone, a que apretara el
botón que puso en marcha la rotativa. «Nos habíamos equivocado, yo
no entendía la cultura esa de las madrinas fletando el barco», me
dijo. Durante toda su vida me repitió el mismo argumento, pero
siempre creí que se fue sobre todo porque ante la debacle técnica
que se avecinaba temió un fracaso que no quería protagonizar.
También porque nunca aceptó en su fuero interno que la presidencia
de la empresa que él había puesto en marcha la ostentara el
promotor de la idea y no quien verdaderamente la hizo
posible.
La contribución de Jesús a la fundación del
diario fue mucho más intensa e importante de lo que casi nadie a
esas alturas reconocía. La financiación de la nueva rotativa que
esa noche nos estaba dando tantos quebraderos la avaló
personalmente ante el Banco Hispano, cuyo consejero delegado de la
época, Alberto Oliart, le exigió que adjuntara como colateral del
préstamo sus acciones en Santillana, lo que provocó un enfado
monumental de Polanco. Como por otra parte la salida del periódico
se retrasó más de un mes sobre lo inicialmente previsto, nos
quedamos sin fondos y las nóminas de abril y mayo las adelantó
Jesús de su bolsillo. Aquellos fueron signos inequívocos del
compromiso que tenía con la aventura que comenzaba, tan incierta
por otra parte, y encomendada a un jovenzuelo imberbe como yo, que
acumulaba todos los fabulosos poderes de decisión que la
legislación franquista, todavía vigente, entregaba a los directores
de los periódicos. Su generosa actitud en los inicios del diario no
respondía empero –al menos en esos momentos– a ningún afán de
poder, sino a su deseo de contribuir a una obra que desde el
principio él y yo considerábamos debía ser colectiva. Por lo mismo,
tenía razones para irritarse por el personalismo de Ortega y su
consorte en la noche inaugural. Aunque quizá su enfado se debiera
también a motivos más entrañables e ingenuos. Lo descubrí años
después, el día que lanzamos la edición catalana, en una jornada
igualmente plagada de dificultades técnicas. Él fue quien presionó
entonces el interruptor de la máquina y de ello da fe una
fotografía que durante lustros presidió la biblioteca de su
despacho. Se ve en ella a un Jesús absolutamente pletórico,
flanqueado por el director de la edición, Antonio Franco, y por mí
mismo, desparramando una sonrisa de entusiasmo al ver que su dedo
pone en acción los rodillos de la impresora. Parece un adolescente
encandilado al constatar la velocidad que alcanza el tren eléctrico
que maneja.
Los problemas mecánicos fueron tan
gigantescos a la hora de editar el primer número que la tirada
terminó pasado el mediodía y hubo que duplicar o triplicar las
rutas de distribución, de modo que no llegó a muchos quioscos sino
bien entrado el atardecer. Aquella situación, que se prolongó en
parte los días sucesivos hasta que la Harris entonó sus engranajes,
fue origen de todo tipo de chascarrillos. El periódico lucía en su
cabecera el eslogan «Diario independiente de la mañana» y las
gentes se preguntaban:
—¿De qué es independiente El País?
—De la mañana –era la respuesta–, porque
sale por la tarde.
Bromas aparte, a pesar de todos los
obstáculos narrados, el diario cosechó un éxito formidable desde
sus comienzos. En días sucesivos publicamos artículos de muchos
líderes políticos de diverso pelaje. José María Gil-Robles, Enrique
Tierno Galván, Joaquín Ruiz-Giménez, Joaquín Satrústegui, Enrique
Fuentes Quintana… fueron algunos de los nombres que contribuyeron a
la pluralidad de opiniones, de todas formas bastante escorada aún
por entonces a lo que se conocía como «franquismo aperturista» y
que acabaría fructificando en torno a Suárez con la fundación de la
Unión de Centro Democrático (UCD). El nombramiento de Ricardo de la
Cierva como columnista habitual había suscitado como ya he dicho un
rechazo formidable por parte de Valcárcel y Ortega. Yo impuse la
firma de Rafael Arias Salgado, yerno de Ruiz-Giménez e hijo del
represor por excelencia de la libertad de información durante el
franquismo, a pesar de lo cual había sido más que activo en la
fundación de Cuadernos y nos había
acompañado a Camuñas y a mí en nuestros incipientes escarceos
políticos. También la de Josep Melià, mi antiguo asesor cuando fui
director de informativos en Televisión. Pero desde un principio
decidí igualmente dar voz a la izquierda, no solo a la
socialdemocracia, sino también y sobre todo a representantes del
partido comunista, sobre cuya legalización existían dudas incluso
entre la oposición al régimen de signo no marxista. De modo que el
día en que se debatía en las Cortes el primer proyecto de ley de
asociaciones políticas, que incluía una prohibición explícita de
aquellos partidos que practicaran obediencia a una internacional
(en clara alusión a los comunistas), apareció en El País un artículo de Simón Sánchez Montero,
miembro del Comité Central del PCE en la clandestinidad, escrito
desde la cárcel de Carabanchel, en la que se hallaba confinado. Fue
la mejor forma de explicar a quien quisiera saberlo que la
legalización de todos los partidos, el comunista incluido, era la
condición indispensable para ser aceptados por la Europa
democrática, tal y como rezaba el titular de la primera página del
número inaugural.
Lo que más llamó la atención, y fue
convenientemente resaltado por la prensa extranjera, fue su
editorial, publicado en portada bajo el título «Ante la reforma».
En él se criticaba abiertamente el proceso político encabezado por
Carlos Arias, símbolo de un continuismo imposible, y declarábamos
liquidado su gobierno al tiempo que reclamábamos una reforma
auténtica que desembocara en un régimen democrático. Lo escribí
íntegramente yo y, una vez redactado, llamé a Polanco, pues quería
consultarlo con él. El domingo previo a nuestra salida, mientras la
Real Academia Española daba la bienvenida a don Salvador de
Madariaga, recién llegado del exilio tras décadas durante las
cuales la institución tuvo el acierto y la hidalguía de guardarle
su plaza, me reuní con Jesús y Pío Cabanillas en el domicilio del
primero para comentar mi artículo. Nadie más participó en su
elaboración ni en la decisión de publicarlo. Su texto original no
sufrió alteración alguna tras nuestra lectura conjunta.
En unas cuantas semanas el periódico se
convirtió en una publicación de referencia para entender los
sucesos de España. La prensa extranjera comenzó a citarlo como
fuente de autoridad y yo, a experimentar la adulación del entorno
político y empresarial, que se acercaba a nosotros con curiosidad
no disimulada. El 24 de junio, apenas dos meses después, me
invitaron junto con el resto de los directores de Madrid a una gran
fiesta organizada con motivo de la onomástica del rey. Por primera
vez después de su ascenso al trono se celebraba semejante
acontecimiento y la Zarzuela quiso demostrar su poder social. Se
preparó una gran recepción para cientos de invitados en el Campo
del Moro, los antiguos jardines del Palacio Real. Asistió toda la
nobleza junto con una nutrida representación de la milicia, el
cuerpo diplomático, la jerarquía eclesiástica, algunos
intelectuales y muchos empresarios. Nos hallábamos desde luego ante
una generosa representación del antiguo régimen, pues aún no se
habían legalizado ni partidos políticos ni sindicatos. Siendo la
primera gran celebración de la corona se llevó a cabo en medio de
un gran ceremonial protocolario, solo roto por la habitual
campechanía del rey. Los caballeros, de esmoquin o uniforme de
gala; las damas, vestidas con espléndidos ropajes de seda y satén,
presidida su figura por encopetados arreglos capilares, luchando
como jabatas por mantener el equilibrio sobre sus afilados tacones
y mostrando amplios escotes a las miradas ávidas de los
funcionarios, incitando ingenuamente a la lascivia de una sociedad
inmune e insensible a la gigantesca crisis económica que atenazaba
al país, con inflaciones de dos dígitos, escasez de
aprovisionamiento energético, paro endémico y severas dudas sobre
su futuro político. Los camareros se deslizaban con rapidez y
destreza entre la muchedumbre cortesana ofreciendo canapés y barra
libre, aunque ya por entonces comenzó a fraguarse la leyenda de la
exigüidad alimentaria en los cócteles de palacio. Los meteorólogos
habían previsto que luciera un sol estival, y así sucedió al
principio, lo que estimuló de paso la sudoración de los cuerpos, ya
muy activa por culpa de las generosas libaciones. Una hora después
de comenzado el paseíllo del real besamanos, el cielo comenzó a
cubrirse de amenazas. Para empezar fueron solo unas pocas gotas las
que obligaron a los asistentes a refugiarse bajo las copas de los
castaños de Indias, a ver si escampaba. No había carpas ni
edificios en los que protegerse de la lluvia, pero tampoco ninguna
gana de acabar con el festín, sabedores todos de que nuestra
presencia allí era en gran medida la prueba de nuestra propia
existencia. Frente al «Pienso, luego existo», nuestro lema era más
bien «Soy porque he sido invitado». Pero los hombres del tiempo
volvieron a equivocarse como tantas otras veces y cerca del ocaso
las nubes se rompieron con horrísono estruendo sobre los jardines.
Desde Noé no había caído nunca tanta agua del cielo como aquella
tarde sobre los encopetados huéspedes del rey. Este y su familia se
retiraron con celeridad, dejando a merced de los vientos y los
huracanes la reverenciosa corte de políticos y funcionarios,
mientras los enhiestos tocados de las baronesas se desmoronaban
sobre sus nucas, convertidos los cabellos en un amasijo de
empapadas hebras, chorreando los tafetanes que engalanaban el
torso, los ojos anegados por una pasta negra que tiznaba sus
pómulos, convertidas sus caras en dramáticas máscaras de un coro
plañidero. Recorrimos a la carrera los casi mil metros que nos
separaban de la puerta del parque, enarbolando las damas en la mano
los picudos tacones, chapoteando semidescalzas en el lodo de
palacio hasta conquistar la acera, pero ¿dónde están los coches?,
los chóferes se habían ausentado a las tascas vecinas, a beber y
echar un rato, no estaba previsto que aquella cena terminara antes
de las once y apenas eran las diez de la noche, sin haberse
inventado todavía los teléfonos móviles, sin edecanes que fueran a
buscarlos, desparramados los asistentes de los militares por los
bares de la zona, «¡corre, que el general espera su vehículo!», y
el presidente en la cola como cada quien, murmurando embravecido:
«¡Vaya inauguración de los fastos de la monarquía!, ¡alguien va a
tener que pagar por esto, cojones!». Sin saber que el primero en
hacerlo sería él mismo.
Tres semanas antes, en unas declaraciones a
la prensa americana, el rey Juan Carlos había descrito al gobierno
de Arias como un unmitigated disaster. De
seguro el fiasco de la onomástica real no incidió para nada en su
relevo, ya previsto de antemano por el monarca. Pero la frustración
de la fiesta fue tan grande que sirvió para comprobar que el
presidente del gobierno era tan incompetente que ni siquiera sabía
servir las copas bien.
El 1 de julio el ministro de Asuntos
Exteriores acompañaba al rey en el acto de presentación de
credenciales de varios embajadores. A su término don Juan Carlos
comentó que estaba esperando la visita en el propio palacio de
Oriente del presidente del gobierno para comunicarle su
destitución. «Tú, José María, tranquilo, no te muevas», habría
añadido el monarca. Areilza debió de entender este comentario como
una confirmación de que, en efecto, él era uno de los candidatos
que sería incluido en la terna del Consejo del Reino para suceder
al primer ministro. Así se lo debió de comentar a Darío Valcárcel,
o al menos así me lo comentó a mí Darío. Estaba previsto que el
consejo se reuniera dos días más tarde. Para esa fecha, primer
sábado del mes, Areilza organizó una comida en su casa de Aravaca a
la que asistieron entre otros Marcelino Oreja y Joaquín Garrigues.
El conde de Motrico estaba convencido de que sería el elegido para
presidir el gobierno y tenía todo dispuesto para hacer una primera
declaración una vez que fuera designado. Naturalmente nos daría la
primicia de una entrevista, pero había citado también a una
televisión extranjera y a un par de corresponsales, que aguardaban
en la antesala de su comedor. Hablé por teléfono con Darío,
presente en el ágape, un par de veces. Me comentó que Areilza
estaba tranquilo y feliz. Marcelino Oreja accedería a la
vicepresidencia y podría atraer a los demócrata-cristianos al
gobierno. Por su parte Garrigues, yerno del anfitrión e hijo del
ministro de Justicia de Arias, esperaba ocupar el Ministerio de la
Presidencia. Poco antes de las cinco de la tarde las agencias de
noticias dieron a conocer la terna decidida por el Consejo del
Reino de entre la que, según las leyes de la dictadura, debía
escoger el rey al nuevo primer ministro. Para sorpresa y decepción
de los invitados Areilza no figuraba entre ellos, dos ex ministros
de Franco y Adolfo Suárez, ministro secretario general del
Movimiento en el gabinete cesante. Una hora después se dio a
conocer que era este el designado por don Juan Carlos. La sorpresa
fue mayúscula y la decepción, general. Yo por mi parte comprendí
que habíamos sido víctimas de la manipulación de Motrico, que desde
un principio no cejó en tratar de hacer sentir su influencia en
nuestro periódico. Ya antes de ese incidente se le ocurrió
ofrecerle a Jesús el puesto de embajador en México. Sabía que era
uno de los pocos destinos políticos que a Polanco le podían atraer,
habida cuenta de su relación con el país, en el que entre otras
cosas vivía la mitad de su familia. Llegó a verse seriamente
tentado por la proposición, y me consultó qué hacer. Le di mi
opinión de que en realidad lo que el ministro de Exteriores quería
era eliminarle de su puesto en el periódico y acrecentar así su
poder en él. Aunque lo pensó unos días, al final rechazó el cargo,
aunque no con eso terminaron las maniobras del conde y su valido
para quitarle de en medio.
Yo había conocido a Adolfo Suárez años antes
en su etapa de director general de Radio Televisión, con motivo de
unas jornadas celebradas en Salamanca por un grupo de procuradores
en Cortes elegidos por el tercio familiar, y que fungían en aquella
época como posibles protagonistas de algo parecido a una
representación democrática. Sabía poco de él, aunque algunos de mis
colegas me contaron en su día sobre sus aptitudes como gobernador
civil de Segovia, donde, entre otras cosas, los periodistas
podíamos obtener el carnet de conducir sin apenas examinarnos. Tras
el asesinato de Carrero, Pío Cabanillas le defenestró de su puesto,
haciendo hueco a Juan José Rosón, y pasó a ocupar un cargo menor
como presidente de Entursa, la Empresa Nacional de Turismo. Ese
exilio político duraría poco, pues fue vicesecretario general del
Movimiento con Fernando Herrero Tejedor, al que sustituyó en el
cargo tras su desaparición en accidente de automóvil. De modo que
el rey depositaba su confianza para construir la democracia en
alguien tan improbablemente demócrata como el jefe de lo que había
sido en sus orígenes el partido único fascista de la dictadura.
Para mayor inri se le consideraba afecto al Opus Dei y gran parte
de su carrera política había discurrido bajo el patrocinio y
mecenazgo del almirante asesinado, el más conspicuo de los
integristas del régimen.
Me vino a la memoria el comentario de don
Juan Carlos cuando le visité tras mi dimisión de TVE: «A ver si los
Fragas y los Areilzas van a seguir diciéndome lo que tengo que
hacer». Era evidente que el rey quería contar con alguien de su
generación, y el designado iba a adquirir una deuda de gratitud tal
que su lealtad estaba asegurada. Pero los perfiles del nuevo jefe
de gobierno no podían resultar más desesperanzadores para los
demócratas e incluso para los franquistas aperturistas, pues veían
en él la negación de cualquier posible intento de construir un
régimen homologable con los occidentales. Martín Patino, la
eminencia gris del cardenal Tarancón, revelaría tiempo después en
un artículo que Pío Cabanillas, al conocer la designación de
Suárez, le comentó: «Comienza ahora la Tercera República
española».
Yo participé también de esa opinión.
Presumía de conocer bien a las gentes del Movimiento. Sabía, por
experiencia propia y por tradición familiar, que la idea de que
todos los falangistas o los franquistas eran corruptos y contrarios
a que después de Franco hubiera un régimen democrático no era
cierta. Conocía a muchas gentes que habían evolucionado desde sus
antiguas convicciones a planteamientos abiertamente opuestos a la
dictadura. No pensaba solo en Tovar, Ridruejo, Aranguren o Laín,
sino en otros nombres más recientes con los que por mi profesión
había tenido contacto. Durante meses, a principios de los años
setenta, trabajé para escribir un libro de investigación sobre la
Falange. Tuve oportunidad de tratar con frecuencia a líderes
históricos como Ramón Serrano Suñer o José Luis de Arrese, y a
otros más jóvenes entre los que podría mencionar a Fernando Suárez,
que perteneció por un tiempo al consejo editorial de Cuadernos para el Diálogo, o Manuel Cantarero del
Castillo. La mayoría de ellos seguían creyendo en el eslogan de la
revolución pendiente, según el cual el franquismo había traicionado
los anhelos de justicia social de la doctrina joseantoniana.
Algunos incluso intuían que Franco había permitido que José Antonio
fuera fusilado a fin de quitarse de en medio a un competidor
temible. En mi interés por documentar el libro que nunca escribí
tuve que leerme las obras completas del fundador de la Falange, me
empapé de la historia personal de Onésimo Redondo y dediqué horas a
los escritos de Ramiro Ledesma Ramos. Llegué a la conclusión de que
José Antonio era un señorito de Jerez deslumbrado por la estética y
la palabrería de Mussolini, mientras que Onésimo me pareció un
vulgar pistolero fascista. Me interesó en cambio la prosa de
Ledesma, de indudable profundidad intelectual y claramente inscrita
en las corrientes nacionalsocialistas. Al final de todo pude
hacerme una idea bastante clara de la sensibilidad y actitudes de
los jóvenes del Movimiento, «los azules» como se les llamaba, que
ocupaban cargos de responsabilidad en el ocaso de la dictadura.
Reclamaban sus orígenes falangistas, pero expresaban su
preocupación social como defensores de una socialdemocracia solo
existente en su ensueño, enraizada todavía con la identidad de una
España profunda y las raíces católicas de sus habitantes. La
mayoría albergaba además sentimientos republicanos; habían cantado
a voz en grito en los fuegos de campamento «no queremos reyes
idiotas que pretendan gobernar; implantaremos por las pelotas el
Estado sindical»; y los que aceptaban a regañadientes el régimen
monárquico trataron de potenciar las aspiraciones al trono del
primo de don Juan Carlos, don Alfonso de Borbón.
Cuando me preguntaron qué opinaba yo de la
designación de Suárez como primer ministro contesté abiertamente:
«Es un fascista, aunque él no lo sabe. ¿Habéis visto Novecento, la película de Bertolucci? Los
fascistas, como los comunistas, odian a los ricos. Pero mientras
los comunistas quieren acabar con ellos, destruir el sistema, los
otros solo aspiran a sustituirlos». A las alturas de mi vida en que
escribo estas líneas no repetiría un juicio semejante. Mi análisis
fue precipitado y poco acorde con la realidad, pero lo dije en esos
mismos términos, y semejante afirmación inspiró algunas de las
decisiones que tomé en las fechas subsiguientes.
No solo socialistas y comunistas estimaron
que aquello era una catástrofe. Fraga y Areilza decidieron
boicotear al nuevo presidente y dificultar que formara gobierno,
empezando por rechazar, igual que Antonio Garrigues, cualquier
presencia suya en él. Dos o tres días después de la jura de Suárez
este no había logrado aún formar el equipo. Pío Cabanillas, Polanco
y yo nos reunimos a cenar, también con Matías Cortés. Pío comentó
que todo dependía de los democristianos y, en especial, de
Marcelino Oreja. Alfonso Osorio, virtual vicepresidente del nuevo
equipo, estaba trabajando para atraérselo, pero Marcelino, que
había estado con Areilza en el famoso almuerzo, se mostraba todavía
reticente. Su presencia era indispensable para que los
demócrata-cristianos, nucleados en torno a un grupo de opinión que
publicaba sus artículos en el diario católico Ya, bajo la firma colectiva de Tácito, entraran en
masa en el gabinete, pues Osorio era considerado como un franquista
más. A mitad de la cena llamaron por teléfono a Cabanillas. El
presidente Suárez reclamaba su presencia, y se ausentó por espacio
de una hora. De regreso nos contó su entrevista. Oreja parecía
dispuesto a cambiar su antigua fidelidad hacia Areilza e
incorporarse como ministro de Exteriores. Adolfo quería el
asentimiento de Cabanillas y, sobre todo, garantizar que no
seguiría los pasos de Motrico y de Fraga. A la mañana siguiente los
periódicos publicaron la lista del nuevo gobierno. En El País apareció un artículo de Ricardo de la
Cierva en el que describía de esta forma al gabinete: «El primer
gobierno franquista de la monarquía».
En su activa campaña contra Suárez, Areilza
se decidió a utilizar toda clase de armas. A través de Darío
Valcárcel me hizo llegar un reportaje, por llamarlo de alguna
manera, en el que decía abiertamente que en realidad el
nombramiento del nuevo jefe del gobierno se debía a presiones de la
banca, verdadero poder oculto detrás del trono. No se trataba de
una acusación indiscriminada, y se apuntaba con toda claridad al
Banco Español de Crédito y a su presidente, Pablo Garnica, como el
muñidor de la conspiración. Otros nombres del franquismo ligados a
la misma institución, como Federico Silva, eran igualmente
acusados. La tesis me pareció fascinante, aunque dudé mucho de su
veracidad. Ya había sido expuesta de alguna manera por De la
Cierva, pero no con la crudeza y claridad con que lo hacía Areilza.
Naturalmente este se negaba a firmarla y quería que apareciera como
una información del periódico, entre otras cosas porque su
redactor, o más bien su amanuense, era el subdirector Valcárcel. Yo
estimaba que no se habían cumplido los mínimos requisitos
profesionales en la elaboración del reportaje: no se habían
chequeado las fuentes y carecía de todo rigor la comprobación de
los hechos. Convoqué de nuevo un encuentro con Cabanillas y Polanco
para discutirlo. Hicieron grandes elogios de su contenido. Jesús
desconfiaba también de que fuera cierto, pero con el realismo que
le caracterizaba comentó: Si non è vero, è ben
trovato. Lo publicamos el 14 de julio de manera muy destacada
y con la sola firma del diario. Fue el segundo gran éxito del
periódico, después de la buena acogida que había tenido el
editorial contra el gobierno Arias. Se agotaron los ejemplares en
muchos quioscos y los empleados de Banesto hicieron decenas, no sé
si centenares, de fotocopias que distribuyeron entre las sucursales
del banco. Uno de los atractivos de la pieza era que se publicaba
junto con una foto de Pablo Garnica, aficionado al poder de las
sombras, y cuya estampa era casi desconocida. Su efigie parecía la
de una especie de Corleone local. Poco tiempo después constaté que
las extendidas sospechas sobre el rigor de la información eran
fundadas. Aunque el poder de la banca en general, y el de Banesto
en particular, resultaba muy grande, la conspiración que el
reportaje atribuía a sus gestores nunca existió. No obstante,
gracias al artículo creció la popularidad e incluso la credibilidad
del diario, que comenzó así a consagrarse como un contrapoder a
base de cumplir una máxima bien conocida de nuestra profesión: «No
dejes que la realidad te estropee un buen reportaje».