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¡Qué noche la de aquel día!

 

A las ocho de la mañana del martes 4 de mayo de 1976 me despertó el teléfono. Me había acostado apenas tres horas antes, por lo que tardé en reaccionar. Finalmente pude ajustarme el auricular al oído a tiempo de oír la voz del funcionario del gabinete telegráfico que me anunciaba solemne: «Le habla el ministro de Asuntos Exteriores». José María de Areilza se disculpó por despertarme, pues sabía que habíamos tenido una noche agitada, pero quería ser el primero en felicitarme por la salida de El País. Areilza no escatimaba elogios a la hora de adular a quien le interesaba. Se congratuló enseguida por la aparición del periódico y tenía razones más que sobradas para hacerlo. La primera página acogía una sola fotografía, un pequeño retrato suyo con motivo de su próxima visita a Marruecos. Apenas colgué abrumado por las felicitaciones de Motrico cuando la misma persona del gabinete me anunció apresuradamente otra comunicación dando paso a los gritos de Fraga al otro lado del hilo. «Este no es el periódico que queríamos –bramó–, no es mi periódico, no es un periódico liberal», y colgó antes de que yo pudiera argumentar nada.
Quince días antes Ortega, Polanco, el inevitable Valcárcel y yo habíamos almorzado con Manuel Fraga en la sede del periódico. Durante el encuentro le enseñamos las primeras maquetas, el borrador del libro de estilo, y le paseamos por la redacción. Era la primera vez que todo el equipo fundador del periódico se reunía con él y era fácil comprobar el miedo no disimulado que Ortega le profesaba y la distante relación que mantenía con Polanco. Durante la comida se comportó, sin motivo alguno para ello, como el oráculo intelectual del diario. En cualquier caso éramos conscientes de que reunía potencialmente en torno suyo al grupo más numeroso de accionistas.
A esas alturas Fraga había demostrado ya su peculiar manera de entender el Ministerio del Interior. Era famosa su frase «La calle es mía», pronunciada para justificar la dureza con la que acostumbraban sus policías a disolver todo tipo de manifestación popular, y amigos comunes me contaron que habían asistido a una cena en la que se definió a sí mismo como «un liberal que fusila». Yo había aprendido a guardarle cierto respeto, y aun admiración, tras las largas y frecuentes charlas que mantuve con él en la embajada en Londres, pero el poder le había transformado nuevamente en un monstruo autoritario. Como muestra de su talante, en su etapa de ministro de Información de Franco, durante una conferencia de prensa cortó con unas tijeras el hilo de un teléfono que no paraba de sonar sin que nadie lo atendiera. En cuestiones más serias, amén de haber emprendido la campaña contra José Antonio Novais, corresponsal de Le Monde, defendió sin tapujos el asesinato del líder comunista Julián Grimau, detenido en España a principios de los años sesenta, juzgado en consejo de guerra y fusilado. También justificó la represión brutal de los mineros que protagonizaron las huelgas de Asturias en 1962, cuando corrieron historias probablemente ciertas sobre cortes al rape del cabello de las mujeres de los revoltosos, y a las que la policía política habría administrado por la fuerza aceite de ricino, a fin de que convencieran a sus parejas para que depusieran el plante laboral.
Apenas tres días antes de que se publicara el primer número de El País un grave incidente de dos redactores nuestros con las fuerzas de orden público propició un serio empeoramiento de las relaciones con el ministerio. El fotógrafo César Lucas y el reportero Pepo Baviano, hermano de Javier, acudieron a Aranjuez a cubrir una manifestación sindical en celebración del Primero de Mayo. La demostración, convocada ilegalmente, acabó siendo dispersada por los guardias con inusitada violencia. A César le confiscaron la cámara y le detuvieron junto con Pepo. En el cuartelillo de la Guardia Civil fueron maltratados físicamente, de lo que daban fe los moratones y heridas en el cuerpo de Baviano. Cuando exhibieron su condición de periodistas se mofaron de ellos y argumentaron que el diario para el que trabajaban no existía, lo que en rigor era cierto, pues estaban realizando la información para uno de los números cero que fabricamos antes de salir a la luz pública. Tardaron horas en ponerlos en libertad, tras arduas gestiones con los mandos policiales. Indignado por los hechos llamé por teléfono a Fraga repetidas veces sin que me contestara en ningún momento. La primera devolución a mi demanda fue precisamente el telefonazo del 4 de mayo. Pensé que era el momento de protestar por el suceso, pero la fluida verbosidad del personaje y su arremolinada queja contra la línea del periódico me lo impidieron. Acabé escribiéndole una carta que nunca tuvo contestación.
Aquel fue el inicio de una relación preñada de desencuentros entre Manuel Fraga y el equipo de El País. Duraría años y prácticamente no se dulcificó hasta que él abandonó la política activa. Contribuyó a la reconciliación el matrimonio de Jesús Polanco con Mari Luz Barreiros, hija del magnate gallego del automóvil, cuya familia había mantenido una estrecha amistad con don Manuel. Este, mientras tanto, y hasta que la pacificación llegó, no dejó de expresar cuantas veces pudo sus desavenencias con quienes hacíamos el periódico y muy especialmente con el propio Jesús. Recién salido el diario, y con él ya fuera del gobierno, Ortega quiso intentar un acercamiento y le invitó a cenar con Valcárcel, Javier Baviano y yo mismo. Polanco no podía asistir por hallarse en América, y no sé hasta qué punto Ortega aprovechó esa circunstancia para organizar el encuentro sin la presencia de Jesús, con quien hablé por teléfono antes de la cena. Me pidió que disculpara su ausencia, lo que hice en cuanto llegué al restaurante. La respuesta de Fraga no se hizo esperar: «No importa que no venga Polanco. Al fin y al cabo no vamos a comprar ni a vender nada, sino a hablar de cosas serias».
Pese a esta hostilidad no fue muy activo a la hora de movilizar a los accionistas que le apoyaban y durante la guerra interna que el periódico padecería más tarde se mantuvo relativamente neutral frente a la belicosidad de Areilza en contra de nuestro equipo. Su forma de ser le acercaba a la imagen del perro ladrador, y aunque algunos de sus seguidores participaron en aquel conflicto, que acabó con la victoria de Polanco y mía, nunca anduvo en conspiraciones ni manejos y expresó siempre a las claras sus desacuerdos. El más famoso de todos ellos lo protagonizó en una cena en casa de Jesús. La había solicitado él, pues quería discutir sobre la situación política y los trabajos constitucionales. Polanco preparó el escenario con pulcritud. Decidió que nos sirviera la mesa una de sus hijas, interesada en conocer al personaje, y nos sentamos a ella la plana mayor del periódico. La discusión durante la comida transcurrió tan animada como tensa. En realidad apenas hubo discusión alguna, pues todo lo decía nuestro invitado, al que era preciso reconocer capacidades dialécticas y oratorias fuera de lo común. No aprecié que bebiera mucho vino ni alcoholes duros, pero a la hora del café comenzó a subir el tono de voz y a recriminarnos a todos nuestra conducta en relación con su persona, argumentando que el proyecto del periódico había sido suyo y le habíamos defraudado por completo. De José Ortega se quejó amargamente y a Valcárcel le acusó con fundamento de servir exclusivamente a los intereses de Areilza. La principal invectiva la lanzó contra mí. «Usted es un traidor –me espetó–, no ha cumplido con nada de lo que me prometió en nuestras conversaciones de Londres. No discuto la calidad profesional del periódico, sino su alineamiento político.» Me defendí como pude insistiendo en que creía haber sido fiel al proyecto y utilicé como argumento de autoridad mis relaciones con Pío Cabanillas y su influencia en el diario. «Pío Cabanillas es un cabrón –vociferó ya sin ambages, para concluir diciéndome a la cara–: Yo venía aquí en son de paz, incluso les regalé un libro a cada uno –en alusión a que a su llegada nos había entregado un ejemplar de su última obra–, pero ya está todo claro y con usted no tengo más que hablar.» Me retiró la palabra y me ignoró con la mirada durante el resto de la velada, que todavía duró más de una hora. Se comportó como un adolescente mal educado y refunfuñón porque las cosas no habían salido como él quería. La familia de Jesús asistió al espectáculo desde el piso superior del dúplex en el que habitaban en la calle O'Donnell. La violencia esperpéntica que desplegó el personaje ha sido durante décadas motivo de chanzas entre nosotros.
De modo que en aquella llamada de la mañana del 4 de mayo se hallaba inscrito lo que habría de ser durante años el comportamiento de Fraga respecto a nosotros. Sin embargo yo no sentía en absoluto haberle traicionado, ni lo creo todavía hoy. Antes bien, creo que fue él mismo el traidor a sus propias ideas. El Fraga del posfranquismo y de la Transición fue bien distinto según ocupara o no el poder. En cierta ocasión Felipe González declaró que le respetaba porque era un hombre que tenía el estado en la cabeza. Pradera me hizo un comentario bien irónico: «El único Estado que le cabe es el estado de excepción».
Tras desperezarme después de las llamadas del gabinete telegráfico, comprendí que a mis treinta y un años me veía al frente de un periódico que habría de protagonizar un capítulo importante de la vida pública española. Durante meses un grupo de hombres y mujeres muy jóvenes habíamos trabajando con ahínco para hacer posible lo que todavía nos parecía un milagro: un diario que sirviera a la construcción de la España democrática y moderna. Nacíamos con vocación sinceramente independiente y todavía no eran apreciables los signos de tendencia socialdemócrata que acabaron por germinar en nuestras señas de identidad. Me había esforzado por definir nuestros principios en el artículo que publiqué esa misma mañana, justo en el sitio que en el futuro habrían de ocupar los editoriales, y que encabecé como «Tribuna libre» para poner de relieve que la opinión del director no era necesaria ni compulsivamente la del propio diario, y que podía distanciarse personalmente de esta, siquiera de modo circunstancial. A estas alturas es obvio que se trataba de una ingenuidad, pero creo interesante comprobar cuáles eran las ideas que me animaban en la fundación y que yo hacía explícitas de esta guisa: «Nacemos con talante y concepción liberales de la vida, en lo que de actual y permanente tiene la palabra y en lo que significa la libertad de los hombres». Este tributo a la libertad, al liberalismo en su sentido más amplio y progresista, está en la raíz de todo mi comportamiento y creo haber sido siempre fiel a él. Sustentaba la voluntad de que la tribuna del diario estuviera «abierta a cuantas gentes e ideologías quieran expresarse en ella, con la sola condición de que sus propuestas, por discutibles que sean, sean también respetuosas con el contrario y propugnen soluciones de convivencia entre los españoles». Para terminar deseando, de forma redundante, «el advenimiento de un régimen de libertad y unas formas de convivencia modernas y civilizadas».
«Libertad» es una palabra que ha perdido prestigio últimamente en las democracias occidentales, enfrentadas a serias amenazas contra la seguridad colectiva. En nombre de esta última hemos visto alzarse barreras que limitan el disfrute de la libertad individual, principio que durante dos siglos sirvió de luminaria a los regímenes políticos más avanzados. Para quienes nos educamos en el franquismo la libertad era un objetivo absolutamente prioritario, el más deseado de la sagrada trilogía de la Revolución francesa. Habíamos sido educados bajo toda clase de prohibiciones y el bloqueo internacional al que fue sometida España durante décadas sirvió igualmente para edificar una cárcel interior, cultural y moral, de la que mi generación quería escapar al precio que fuera.
La noche del 3 al 4 de mayo de 1976 fue una vigilia de celebraciones en la calle de Miguel Yuste, sede del periódico. Acompañaron la impresión de los primeros ejemplares unas decenas, quizá un par de cientos de amigos, accionistas y colaboradores de la casa, entre los que lucía la ausencia de Ramón Tamames, consejero nuestro, encarcelado paradójicamente por su virtual accionista principal, el ministro del Interior. Había intelectuales de prestigio, entre ellos don Pedro Sainz Rodríguez, un escritor católico especialista en los místicos españoles que había colaborado con Franco en su primer gobierno durante la Guerra Civil y que aplaudía sin remilgos el nacimiento de un diario cuyo primer artículo de opinión estaba firmado por Rafael Alberti, todavía exiliado en Roma. Se trataba de un elogio del poeta León Felipe después de que fuera prohibido en Madrid un acto en su homenaje. Aquel resultaba un símbolo más de las contradicciones que habríamos de vivir durante los cambios políticos que se avecinaban. El que acabaría denominándose «periódico de la Transición» asistía de esta forma a su bautismo de fuego. Otros colaboradores de ese día eran Ricardo de la Cierva y José Jiménez Lozano, a quien décadas más tarde se le entregaría el premio Cervantes no tanto por sus méritos literarios, reconocibles aunque limitados, como por la imposición no disimulada de José María Aznar, entonces en la presidencia del gobierno.
Entre alborozos y parabienes surgió también el desconcierto cuando la flamante rotativa Harris Marinoni que habíamos comprado en París comenzó a romper el papel e interrumpir de forma sincopada la impresión. Los presentes exclamaron un «¡ah!» formidable, equiparable al que podría entonarse cuando se desinfla un aerostato y cae al suelo. El champán de la alegría se mezcló con la preocupación del momento. Javier Baviano se esforzaba en señalar que la máquina no había rodado más de tres horas antes de la noche inaugural y que eran necesarios nuevos ajustes. Por más que los operarios se esmeraron en enhebrar de nuevo el papel entre los rodillos de la rotativa para arrancarla con toda urgencia, las roturas se sucedieron repetida y estrepitosamente, hasta el punto de que a las ocho de la mañana apenas había salido la mitad de la tirada prevista. De madrugada Polanco se escabulló con sigilo y sin despedirse. Días después me explicaría que lo había hecho al contemplar a Ortega invitar a su mujer, Simone, a que apretara el botón que puso en marcha la rotativa. «Nos habíamos equivocado, yo no entendía la cultura esa de las madrinas fletando el barco», me dijo. Durante toda su vida me repitió el mismo argumento, pero siempre creí que se fue sobre todo porque ante la debacle técnica que se avecinaba temió un fracaso que no quería protagonizar. También porque nunca aceptó en su fuero interno que la presidencia de la empresa que él había puesto en marcha la ostentara el promotor de la idea y no quien verdaderamente la hizo posible.
La contribución de Jesús a la fundación del diario fue mucho más intensa e importante de lo que casi nadie a esas alturas reconocía. La financiación de la nueva rotativa que esa noche nos estaba dando tantos quebraderos la avaló personalmente ante el Banco Hispano, cuyo consejero delegado de la época, Alberto Oliart, le exigió que adjuntara como colateral del préstamo sus acciones en Santillana, lo que provocó un enfado monumental de Polanco. Como por otra parte la salida del periódico se retrasó más de un mes sobre lo inicialmente previsto, nos quedamos sin fondos y las nóminas de abril y mayo las adelantó Jesús de su bolsillo. Aquellos fueron signos inequívocos del compromiso que tenía con la aventura que comenzaba, tan incierta por otra parte, y encomendada a un jovenzuelo imberbe como yo, que acumulaba todos los fabulosos poderes de decisión que la legislación franquista, todavía vigente, entregaba a los directores de los periódicos. Su generosa actitud en los inicios del diario no respondía empero –al menos en esos momentos– a ningún afán de poder, sino a su deseo de contribuir a una obra que desde el principio él y yo considerábamos debía ser colectiva. Por lo mismo, tenía razones para irritarse por el personalismo de Ortega y su consorte en la noche inaugural. Aunque quizá su enfado se debiera también a motivos más entrañables e ingenuos. Lo descubrí años después, el día que lanzamos la edición catalana, en una jornada igualmente plagada de dificultades técnicas. Él fue quien presionó entonces el interruptor de la máquina y de ello da fe una fotografía que durante lustros presidió la biblioteca de su despacho. Se ve en ella a un Jesús absolutamente pletórico, flanqueado por el director de la edición, Antonio Franco, y por mí mismo, desparramando una sonrisa de entusiasmo al ver que su dedo pone en acción los rodillos de la impresora. Parece un adolescente encandilado al constatar la velocidad que alcanza el tren eléctrico que maneja.
Los problemas mecánicos fueron tan gigantescos a la hora de editar el primer número que la tirada terminó pasado el mediodía y hubo que duplicar o triplicar las rutas de distribución, de modo que no llegó a muchos quioscos sino bien entrado el atardecer. Aquella situación, que se prolongó en parte los días sucesivos hasta que la Harris entonó sus engranajes, fue origen de todo tipo de chascarrillos. El periódico lucía en su cabecera el eslogan «Diario independiente de la mañana» y las gentes se preguntaban:
—¿De qué es independiente El País?
—De la mañana –era la respuesta–, porque sale por la tarde.
Bromas aparte, a pesar de todos los obstáculos narrados, el diario cosechó un éxito formidable desde sus comienzos. En días sucesivos publicamos artículos de muchos líderes políticos de diverso pelaje. José María Gil-Robles, Enrique Tierno Galván, Joaquín Ruiz-Giménez, Joaquín Satrústegui, Enrique Fuentes Quintana… fueron algunos de los nombres que contribuyeron a la pluralidad de opiniones, de todas formas bastante escorada aún por entonces a lo que se conocía como «franquismo aperturista» y que acabaría fructificando en torno a Suárez con la fundación de la Unión de Centro Democrático (UCD). El nombramiento de Ricardo de la Cierva como columnista habitual había suscitado como ya he dicho un rechazo formidable por parte de Valcárcel y Ortega. Yo impuse la firma de Rafael Arias Salgado, yerno de Ruiz-Giménez e hijo del represor por excelencia de la libertad de información durante el franquismo, a pesar de lo cual había sido más que activo en la fundación de Cuadernos y nos había acompañado a Camuñas y a mí en nuestros incipientes escarceos políticos. También la de Josep Melià, mi antiguo asesor cuando fui director de informativos en Televisión. Pero desde un principio decidí igualmente dar voz a la izquierda, no solo a la socialdemocracia, sino también y sobre todo a representantes del partido comunista, sobre cuya legalización existían dudas incluso entre la oposición al régimen de signo no marxista. De modo que el día en que se debatía en las Cortes el primer proyecto de ley de asociaciones políticas, que incluía una prohibición explícita de aquellos partidos que practicaran obediencia a una internacional (en clara alusión a los comunistas), apareció en El País un artículo de Simón Sánchez Montero, miembro del Comité Central del PCE en la clandestinidad, escrito desde la cárcel de Carabanchel, en la que se hallaba confinado. Fue la mejor forma de explicar a quien quisiera saberlo que la legalización de todos los partidos, el comunista incluido, era la condición indispensable para ser aceptados por la Europa democrática, tal y como rezaba el titular de la primera página del número inaugural.
Lo que más llamó la atención, y fue convenientemente resaltado por la prensa extranjera, fue su editorial, publicado en portada bajo el título «Ante la reforma». En él se criticaba abiertamente el proceso político encabezado por Carlos Arias, símbolo de un continuismo imposible, y declarábamos liquidado su gobierno al tiempo que reclamábamos una reforma auténtica que desembocara en un régimen democrático. Lo escribí íntegramente yo y, una vez redactado, llamé a Polanco, pues quería consultarlo con él. El domingo previo a nuestra salida, mientras la Real Academia Española daba la bienvenida a don Salvador de Madariaga, recién llegado del exilio tras décadas durante las cuales la institución tuvo el acierto y la hidalguía de guardarle su plaza, me reuní con Jesús y Pío Cabanillas en el domicilio del primero para comentar mi artículo. Nadie más participó en su elaboración ni en la decisión de publicarlo. Su texto original no sufrió alteración alguna tras nuestra lectura conjunta.
En unas cuantas semanas el periódico se convirtió en una publicación de referencia para entender los sucesos de España. La prensa extranjera comenzó a citarlo como fuente de autoridad y yo, a experimentar la adulación del entorno político y empresarial, que se acercaba a nosotros con curiosidad no disimulada. El 24 de junio, apenas dos meses después, me invitaron junto con el resto de los directores de Madrid a una gran fiesta organizada con motivo de la onomástica del rey. Por primera vez después de su ascenso al trono se celebraba semejante acontecimiento y la Zarzuela quiso demostrar su poder social. Se preparó una gran recepción para cientos de invitados en el Campo del Moro, los antiguos jardines del Palacio Real. Asistió toda la nobleza junto con una nutrida representación de la milicia, el cuerpo diplomático, la jerarquía eclesiástica, algunos intelectuales y muchos empresarios. Nos hallábamos desde luego ante una generosa representación del antiguo régimen, pues aún no se habían legalizado ni partidos políticos ni sindicatos. Siendo la primera gran celebración de la corona se llevó a cabo en medio de un gran ceremonial protocolario, solo roto por la habitual campechanía del rey. Los caballeros, de esmoquin o uniforme de gala; las damas, vestidas con espléndidos ropajes de seda y satén, presidida su figura por encopetados arreglos capilares, luchando como jabatas por mantener el equilibrio sobre sus afilados tacones y mostrando amplios escotes a las miradas ávidas de los funcionarios, incitando ingenuamente a la lascivia de una sociedad inmune e insensible a la gigantesca crisis económica que atenazaba al país, con inflaciones de dos dígitos, escasez de aprovisionamiento energético, paro endémico y severas dudas sobre su futuro político. Los camareros se deslizaban con rapidez y destreza entre la muchedumbre cortesana ofreciendo canapés y barra libre, aunque ya por entonces comenzó a fraguarse la leyenda de la exigüidad alimentaria en los cócteles de palacio. Los meteorólogos habían previsto que luciera un sol estival, y así sucedió al principio, lo que estimuló de paso la sudoración de los cuerpos, ya muy activa por culpa de las generosas libaciones. Una hora después de comenzado el paseíllo del real besamanos, el cielo comenzó a cubrirse de amenazas. Para empezar fueron solo unas pocas gotas las que obligaron a los asistentes a refugiarse bajo las copas de los castaños de Indias, a ver si escampaba. No había carpas ni edificios en los que protegerse de la lluvia, pero tampoco ninguna gana de acabar con el festín, sabedores todos de que nuestra presencia allí era en gran medida la prueba de nuestra propia existencia. Frente al «Pienso, luego existo», nuestro lema era más bien «Soy porque he sido invitado». Pero los hombres del tiempo volvieron a equivocarse como tantas otras veces y cerca del ocaso las nubes se rompieron con horrísono estruendo sobre los jardines. Desde Noé no había caído nunca tanta agua del cielo como aquella tarde sobre los encopetados huéspedes del rey. Este y su familia se retiraron con celeridad, dejando a merced de los vientos y los huracanes la reverenciosa corte de políticos y funcionarios, mientras los enhiestos tocados de las baronesas se desmoronaban sobre sus nucas, convertidos los cabellos en un amasijo de empapadas hebras, chorreando los tafetanes que engalanaban el torso, los ojos anegados por una pasta negra que tiznaba sus pómulos, convertidas sus caras en dramáticas máscaras de un coro plañidero. Recorrimos a la carrera los casi mil metros que nos separaban de la puerta del parque, enarbolando las damas en la mano los picudos tacones, chapoteando semidescalzas en el lodo de palacio hasta conquistar la acera, pero ¿dónde están los coches?, los chóferes se habían ausentado a las tascas vecinas, a beber y echar un rato, no estaba previsto que aquella cena terminara antes de las once y apenas eran las diez de la noche, sin haberse inventado todavía los teléfonos móviles, sin edecanes que fueran a buscarlos, desparramados los asistentes de los militares por los bares de la zona, «¡corre, que el general espera su vehículo!», y el presidente en la cola como cada quien, murmurando embravecido: «¡Vaya inauguración de los fastos de la monarquía!, ¡alguien va a tener que pagar por esto, cojones!». Sin saber que el primero en hacerlo sería él mismo.
Tres semanas antes, en unas declaraciones a la prensa americana, el rey Juan Carlos había descrito al gobierno de Arias como un unmitigated disaster. De seguro el fiasco de la onomástica real no incidió para nada en su relevo, ya previsto de antemano por el monarca. Pero la frustración de la fiesta fue tan grande que sirvió para comprobar que el presidente del gobierno era tan incompetente que ni siquiera sabía servir las copas bien.
El 1 de julio el ministro de Asuntos Exteriores acompañaba al rey en el acto de presentación de credenciales de varios embajadores. A su término don Juan Carlos comentó que estaba esperando la visita en el propio palacio de Oriente del presidente del gobierno para comunicarle su destitución. «Tú, José María, tranquilo, no te muevas», habría añadido el monarca. Areilza debió de entender este comentario como una confirmación de que, en efecto, él era uno de los candidatos que sería incluido en la terna del Consejo del Reino para suceder al primer ministro. Así se lo debió de comentar a Darío Valcárcel, o al menos así me lo comentó a mí Darío. Estaba previsto que el consejo se reuniera dos días más tarde. Para esa fecha, primer sábado del mes, Areilza organizó una comida en su casa de Aravaca a la que asistieron entre otros Marcelino Oreja y Joaquín Garrigues. El conde de Motrico estaba convencido de que sería el elegido para presidir el gobierno y tenía todo dispuesto para hacer una primera declaración una vez que fuera designado. Naturalmente nos daría la primicia de una entrevista, pero había citado también a una televisión extranjera y a un par de corresponsales, que aguardaban en la antesala de su comedor. Hablé por teléfono con Darío, presente en el ágape, un par de veces. Me comentó que Areilza estaba tranquilo y feliz. Marcelino Oreja accedería a la vicepresidencia y podría atraer a los demócrata-cristianos al gobierno. Por su parte Garrigues, yerno del anfitrión e hijo del ministro de Justicia de Arias, esperaba ocupar el Ministerio de la Presidencia. Poco antes de las cinco de la tarde las agencias de noticias dieron a conocer la terna decidida por el Consejo del Reino de entre la que, según las leyes de la dictadura, debía escoger el rey al nuevo primer ministro. Para sorpresa y decepción de los invitados Areilza no figuraba entre ellos, dos ex ministros de Franco y Adolfo Suárez, ministro secretario general del Movimiento en el gabinete cesante. Una hora después se dio a conocer que era este el designado por don Juan Carlos. La sorpresa fue mayúscula y la decepción, general. Yo por mi parte comprendí que habíamos sido víctimas de la manipulación de Motrico, que desde un principio no cejó en tratar de hacer sentir su influencia en nuestro periódico. Ya antes de ese incidente se le ocurrió ofrecerle a Jesús el puesto de embajador en México. Sabía que era uno de los pocos destinos políticos que a Polanco le podían atraer, habida cuenta de su relación con el país, en el que entre otras cosas vivía la mitad de su familia. Llegó a verse seriamente tentado por la proposición, y me consultó qué hacer. Le di mi opinión de que en realidad lo que el ministro de Exteriores quería era eliminarle de su puesto en el periódico y acrecentar así su poder en él. Aunque lo pensó unos días, al final rechazó el cargo, aunque no con eso terminaron las maniobras del conde y su valido para quitarle de en medio.
Yo había conocido a Adolfo Suárez años antes en su etapa de director general de Radio Televisión, con motivo de unas jornadas celebradas en Salamanca por un grupo de procuradores en Cortes elegidos por el tercio familiar, y que fungían en aquella época como posibles protagonistas de algo parecido a una representación democrática. Sabía poco de él, aunque algunos de mis colegas me contaron en su día sobre sus aptitudes como gobernador civil de Segovia, donde, entre otras cosas, los periodistas podíamos obtener el carnet de conducir sin apenas examinarnos. Tras el asesinato de Carrero, Pío Cabanillas le defenestró de su puesto, haciendo hueco a Juan José Rosón, y pasó a ocupar un cargo menor como presidente de Entursa, la Empresa Nacional de Turismo. Ese exilio político duraría poco, pues fue vicesecretario general del Movimiento con Fernando Herrero Tejedor, al que sustituyó en el cargo tras su desaparición en accidente de automóvil. De modo que el rey depositaba su confianza para construir la democracia en alguien tan improbablemente demócrata como el jefe de lo que había sido en sus orígenes el partido único fascista de la dictadura. Para mayor inri se le consideraba afecto al Opus Dei y gran parte de su carrera política había discurrido bajo el patrocinio y mecenazgo del almirante asesinado, el más conspicuo de los integristas del régimen.
Me vino a la memoria el comentario de don Juan Carlos cuando le visité tras mi dimisión de TVE: «A ver si los Fragas y los Areilzas van a seguir diciéndome lo que tengo que hacer». Era evidente que el rey quería contar con alguien de su generación, y el designado iba a adquirir una deuda de gratitud tal que su lealtad estaba asegurada. Pero los perfiles del nuevo jefe de gobierno no podían resultar más desesperanzadores para los demócratas e incluso para los franquistas aperturistas, pues veían en él la negación de cualquier posible intento de construir un régimen homologable con los occidentales. Martín Patino, la eminencia gris del cardenal Tarancón, revelaría tiempo después en un artículo que Pío Cabanillas, al conocer la designación de Suárez, le comentó: «Comienza ahora la Tercera República española».
Yo participé también de esa opinión. Presumía de conocer bien a las gentes del Movimiento. Sabía, por experiencia propia y por tradición familiar, que la idea de que todos los falangistas o los franquistas eran corruptos y contrarios a que después de Franco hubiera un régimen democrático no era cierta. Conocía a muchas gentes que habían evolucionado desde sus antiguas convicciones a planteamientos abiertamente opuestos a la dictadura. No pensaba solo en Tovar, Ridruejo, Aranguren o Laín, sino en otros nombres más recientes con los que por mi profesión había tenido contacto. Durante meses, a principios de los años setenta, trabajé para escribir un libro de investigación sobre la Falange. Tuve oportunidad de tratar con frecuencia a líderes históricos como Ramón Serrano Suñer o José Luis de Arrese, y a otros más jóvenes entre los que podría mencionar a Fernando Suárez, que perteneció por un tiempo al consejo editorial de Cuadernos para el Diálogo, o Manuel Cantarero del Castillo. La mayoría de ellos seguían creyendo en el eslogan de la revolución pendiente, según el cual el franquismo había traicionado los anhelos de justicia social de la doctrina joseantoniana. Algunos incluso intuían que Franco había permitido que José Antonio fuera fusilado a fin de quitarse de en medio a un competidor temible. En mi interés por documentar el libro que nunca escribí tuve que leerme las obras completas del fundador de la Falange, me empapé de la historia personal de Onésimo Redondo y dediqué horas a los escritos de Ramiro Ledesma Ramos. Llegué a la conclusión de que José Antonio era un señorito de Jerez deslumbrado por la estética y la palabrería de Mussolini, mientras que Onésimo me pareció un vulgar pistolero fascista. Me interesó en cambio la prosa de Ledesma, de indudable profundidad intelectual y claramente inscrita en las corrientes nacionalsocialistas. Al final de todo pude hacerme una idea bastante clara de la sensibilidad y actitudes de los jóvenes del Movimiento, «los azules» como se les llamaba, que ocupaban cargos de responsabilidad en el ocaso de la dictadura. Reclamaban sus orígenes falangistas, pero expresaban su preocupación social como defensores de una socialdemocracia solo existente en su ensueño, enraizada todavía con la identidad de una España profunda y las raíces católicas de sus habitantes. La mayoría albergaba además sentimientos republicanos; habían cantado a voz en grito en los fuegos de campamento «no queremos reyes idiotas que pretendan gobernar; implantaremos por las pelotas el Estado sindical»; y los que aceptaban a regañadientes el régimen monárquico trataron de potenciar las aspiraciones al trono del primo de don Juan Carlos, don Alfonso de Borbón.
Cuando me preguntaron qué opinaba yo de la designación de Suárez como primer ministro contesté abiertamente: «Es un fascista, aunque él no lo sabe. ¿Habéis visto Novecento, la película de Bertolucci? Los fascistas, como los comunistas, odian a los ricos. Pero mientras los comunistas quieren acabar con ellos, destruir el sistema, los otros solo aspiran a sustituirlos». A las alturas de mi vida en que escribo estas líneas no repetiría un juicio semejante. Mi análisis fue precipitado y poco acorde con la realidad, pero lo dije en esos mismos términos, y semejante afirmación inspiró algunas de las decisiones que tomé en las fechas subsiguientes.
No solo socialistas y comunistas estimaron que aquello era una catástrofe. Fraga y Areilza decidieron boicotear al nuevo presidente y dificultar que formara gobierno, empezando por rechazar, igual que Antonio Garrigues, cualquier presencia suya en él. Dos o tres días después de la jura de Suárez este no había logrado aún formar el equipo. Pío Cabanillas, Polanco y yo nos reunimos a cenar, también con Matías Cortés. Pío comentó que todo dependía de los democristianos y, en especial, de Marcelino Oreja. Alfonso Osorio, virtual vicepresidente del nuevo equipo, estaba trabajando para atraérselo, pero Marcelino, que había estado con Areilza en el famoso almuerzo, se mostraba todavía reticente. Su presencia era indispensable para que los demócrata-cristianos, nucleados en torno a un grupo de opinión que publicaba sus artículos en el diario católico Ya, bajo la firma colectiva de Tácito, entraran en masa en el gabinete, pues Osorio era considerado como un franquista más. A mitad de la cena llamaron por teléfono a Cabanillas. El presidente Suárez reclamaba su presencia, y se ausentó por espacio de una hora. De regreso nos contó su entrevista. Oreja parecía dispuesto a cambiar su antigua fidelidad hacia Areilza e incorporarse como ministro de Exteriores. Adolfo quería el asentimiento de Cabanillas y, sobre todo, garantizar que no seguiría los pasos de Motrico y de Fraga. A la mañana siguiente los periódicos publicaron la lista del nuevo gobierno. En El País apareció un artículo de Ricardo de la Cierva en el que describía de esta forma al gabinete: «El primer gobierno franquista de la monarquía».
En su activa campaña contra Suárez, Areilza se decidió a utilizar toda clase de armas. A través de Darío Valcárcel me hizo llegar un reportaje, por llamarlo de alguna manera, en el que decía abiertamente que en realidad el nombramiento del nuevo jefe del gobierno se debía a presiones de la banca, verdadero poder oculto detrás del trono. No se trataba de una acusación indiscriminada, y se apuntaba con toda claridad al Banco Español de Crédito y a su presidente, Pablo Garnica, como el muñidor de la conspiración. Otros nombres del franquismo ligados a la misma institución, como Federico Silva, eran igualmente acusados. La tesis me pareció fascinante, aunque dudé mucho de su veracidad. Ya había sido expuesta de alguna manera por De la Cierva, pero no con la crudeza y claridad con que lo hacía Areilza. Naturalmente este se negaba a firmarla y quería que apareciera como una información del periódico, entre otras cosas porque su redactor, o más bien su amanuense, era el subdirector Valcárcel. Yo estimaba que no se habían cumplido los mínimos requisitos profesionales en la elaboración del reportaje: no se habían chequeado las fuentes y carecía de todo rigor la comprobación de los hechos. Convoqué de nuevo un encuentro con Cabanillas y Polanco para discutirlo. Hicieron grandes elogios de su contenido. Jesús desconfiaba también de que fuera cierto, pero con el realismo que le caracterizaba comentó: Si non è vero, è ben trovato. Lo publicamos el 14 de julio de manera muy destacada y con la sola firma del diario. Fue el segundo gran éxito del periódico, después de la buena acogida que había tenido el editorial contra el gobierno Arias. Se agotaron los ejemplares en muchos quioscos y los empleados de Banesto hicieron decenas, no sé si centenares, de fotocopias que distribuyeron entre las sucursales del banco. Uno de los atractivos de la pieza era que se publicaba junto con una foto de Pablo Garnica, aficionado al poder de las sombras, y cuya estampa era casi desconocida. Su efigie parecía la de una especie de Corleone local. Poco tiempo después constaté que las extendidas sospechas sobre el rigor de la información eran fundadas. Aunque el poder de la banca en general, y el de Banesto en particular, resultaba muy grande, la conspiración que el reportaje atribuía a sus gestores nunca existió. No obstante, gracias al artículo creció la popularidad e incluso la credibilidad del diario, que comenzó así a consagrarse como un contrapoder a base de cumplir una máxima bien conocida de nuestra profesión: «No dejes que la realidad te estropee un buen reportaje».