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La política del terror

 

La proliferación y brillo de las fiestas sociales en el Madrid de la época no lograban en ningún caso eclipsar el sórdido escenario de terror y miedo indiscriminados que los terroristas se empeñaban en construir. Contra lo que muchos imaginaban, el movimiento separatista vasco, lejos de cesar en sus ataques tras la implantación de la democracia y la aprobación de la amnistía política, protagonizó una singular escalada de violencia. Sus dirigentes estaban convencidos de la necesidad de radicalizar las contradicciones del momento político, acosando despiadadamente a miembros del ejército y las fuerzas de seguridad, y aumentando su presión sobre el empresariado a fin de recaudar fondos para financiar sus operaciones criminales. Creían en su loquinaria imaginación que podrían forzar la capitulación del Estado. Al mismo tiempo, mercenarios de extrema derecha, en conexión con los cuerpos policiales y sectores irredentos del franquismo, emprendieron una campaña de provocaciones criminales en pos de obtener la intervención del ejército y la entrega a este del poder político. La formidable respuesta ciudadana tras la matanza de Atocha, lejos de desalentar a sus inspiradores y autores, aumentó su irritación, espoleado su ánimo por el reconocimiento legal del partido comunista y lo que entendían como la traición del rey y su primer ministro al régimen del que provenían.
No cesaban las conspiraciones entre los herederos de la dictadura, irritados por la gobernación de Suárez, al que despreciaban de forma ostensible. Junto con ellos muchos sedicentes liberales no quisieron asumir que un antiguo jefe del Movimiento pudiera convertirse en el constructor de la democracia. Uno de los más activos entre esta pléyade de descontentos era Motrico. A mediados de septiembre de 1977 emprendí viaje a Canadá, invitado por el gobierno de aquel país, a fin de conocer sus instituciones políticas y mantener contactos con los medios de comunicación. Estaba previsto que el viaje durara dos semanas, pero a los siete días de comenzarlo decidí regresar a Madrid. Una llamada de Martín Prieto, que dirigía la redacción, me alertó sobre los movimientos y actitudes de Valcárcel, que trataba de orientar la línea editorial del periódico a beneficio de su tutor, el conde. «Si no vuelves pronto, para cuando lo hagas te encontrarás que ya han ocupado tu silla», me advirtió. Apenas días antes Javier Baviano nos había avisado también a Polanco y a mí de lo que él consideraba comportamientos desleales por parte de Darío, y durante un encuentro en Mayte Commodore, el restaurante de moda en la capital, decidimos los tres que debíamos prescindir de sus servicios cuanto antes. Acordamos esperar a que se produjera una coyuntura favorable para ello.
Después de mi regreso de Ottawa se produjo un atentado terrorista que conmocionó sobremanera a la opinión pública. La extrema derecha envió una bomba a la redacción de la revista satírica barcelonesa El Papus. Su explosión causó la muerte de un conserje. El suceso concitó una oleada de solidaridad con la publicación, que dirigía un pariente mío, Javier de Echarri Moltó, hijo de un primo hermano de mi madre con quien nuestra familia guardaba relación muy estrecha. Mi padre se había iniciado en el periodismo como secretario personal de mi tío Javier cuando este dirigía Arriba en los años de la inmediata posguerra.
El atentado contra El Papus constituyó el primer ataque frontal de los nostálgicos del franquismo a un medio de comunicación y los profesionales nos movilizamos de inmediato en contra de la amenaza que significaba. El jueves 22 de septiembre se convocó una reunión en la sede de la Asociación de la Prensa de Madrid a la que fuimos invitados los directores de periódicos de la capital. Se trataba de discutir las acciones que habría que emprender, entre las que destacaba la eventual convocatoria de una huelga. Yo estaba en contra del paro, porque entendía que los terroristas no podían acallar nuestras voces, ni siquiera por un día, a base de utilizar la violencia. A media tarde del citado día, cuando me disponía a acudir a la cita, solicité a Darío que se hiciera cargo del diario pues no sabía cuánto había de durar la reunión. Valcárcel había acordado conmigo que, frente a las jornadas agotadoras que la mayoría del equipo realizaba, él se podría marchar cada día sobre las ocho y media de la tarde, puesto que sus tareas no estaban directamente relacionadas con la actualidad noticiosa. Me pareció un abuso por su parte, pues los principales responsables del periódico, conmigo al frente, solíamos prolongar la jornada hasta bien entrada la madrugada. Pero accedí encantado porque también era la manera de que su presencia nos estorbara el menor tiempo posible. No obstante, en fecha tan señalada pensé que era bueno que permaneciera hasta mi regreso, habida cuenta de lo agitado del cotarro y de la inminencia de una huelga que yo aspiraba a desactivar. También le ofrecí que me acompañara a la reunión en la Asociación de la Prensa, si pensaba que era más útil allí.
—Ambas cosas me son imposibles –respondió–, tengo una cita importantísima a las ocho de esta tarde.
—¿Con quién? –pregunté.
—Me ha pedido Manuel Prado y Colón de Carvajal que le vaya a ver. Al parecer tiene un recado de las más altas instancias.
Manuel Prado, recién nombrado presidente de la compañía Iberia, pasaba por ser el mejor amigo del rey Juan Carlos y su enlace y testaferro en las relaciones con los países árabes, especialmente con el soberano de Arabia Saudí. Descendiente, según él directo, del descubridor de las Indias Occidentales, se le conocía popularmente como «el manco», pues en su juventud había perdido un brazo en un accidente de automóvil. Sus relaciones con don Juan Carlos eran íntimas y por el significado de las palabras de Valcárcel cabía suponer que el propio rey quería enviarnos un mensaje.
Darío partió hacia su cita con Prado y yo a la mía con los irritados periodistas reunidos en la sede de nuestra asociación. Los directores logramos atajar la huelga y encabezamos al día siguiente una manifestación por el centro de Madrid, en defensa de la libertad de expresión y contra la violencia. Entre otros nos acompañaba mi padre, entonces al frente del Servicio de Información Sindical, que hizo un amago de abandonar el desfile cuando las bases comenzaron a gritar: «Vosotros, fascistas, sois los terroristas». Logré retenerle no sin esfuerzo y comprendí entonces hasta qué punto la transición democrática constituía una ruptura interior para los militantes del antiguo régimen. Sin embargo, él no dudó ni por un momento respecto a la necesidad de dimitir como procurador en Cortes para dar paso a las elecciones que la reforma política de Suárez propició.
Pregunté a Darío ese mismo viernes por su entrevista con Prado y me dijo que había sido muy interesante y que le había transmitido la preocupación del rey por el momento político y la debilidad del gobierno, y la necesidad de tomar medidas al respecto. No concretó detalles de la conversación, aunque recalcó la frustración del monarca por el rumbo que había impreso Suárez a los acontecimientos, y quedamos en que hablaríamos más reposadamente en días sucesivos.
Hacía un calor considerable en esas fechas, lo que me permitía disfrutar los fines de semana de la piscina de mi pequeño chalet. En eso estaba cuando el sábado 24 me llamó Pío Cabanillas, de nuevo en el gobierno tras las elecciones de junio de ese año, para pedirme que me acercara cuanto antes a La Moncloa pues el presidente quería hablar conmigo. Me recibieron ambos, Suárez y el ministro, en la sala de columnas, el patio central del palacete. Transmitían un evidente nerviosismo y fueron al grano sin muchos preámbulos.
—Me acaba de llamar el rey –dijo Suárez– y me dice que mañana va a publicar El País una doble página en que se pide mi dimisión y la formación de un gobierno de unidad nacional presidido, por ejemplo, por Areilza.
—No sé nada de eso –respondí–, pero en cualquier caso te aseguro que no es cierto.
—Pues me ha dicho que se lo ha contado así Manolo Prado, a quien fue a ver el jueves Darío Valcárcel para comunicárselo y solicitar que le pasara el mensaje al rey.
Les comenté la versión de Darío, totalmente contradictoria con la del presidente de Iberia. De regreso al periódico comprobé que no había ningún reportaje como el que Suárez temía, y recordé los vagos comentarios de Valcárcel en el sentido de que había que hacer algo porque la situación era insoportable. Llamé a Polanco para contarle el incidente y coincidimos ambos en que quizá esa era la oportunidad que esperábamos para deshacernos de la presencia del vasallo de Areilza en el equipo del diario. Cualquiera que hubiera sido el contenido del mensaje, nos parecía inadmisible que tratara de enviar, por su cuenta y riesgo, recados al jefe del Estado sin comunicárnoslo. Decidimos que debíamos producir una destitución inmediata del subdirector por deslealtad.
—Pero antes –me dijo Jesús– prefiero comprobar que no mienten Suárez y Cabanillas, no vaya a ser que él tenga razón.
Levanté el teléfono en su presencia y pedí que me pusieran con Prado y Colón de Carvajal.
—Manolo, ¿fue Darío Valcárcel a visitarte el pasado jueves?
—Sí, efectivamente.
—¿Y le pediste tú que lo hiciera?
—En absoluto. Fue él quien me solicitó la cita, quería decirme algo importante, según explicó.
—Entonces, entiéndeme, porque no quiero ser muy explícito por teléfono, ¿le diste un recado de tu amigo para nosotros?
—De ninguna manera –respondió tajante–. Fue él quien me dio todos los recados para quien tú dices. Me quedé muy sorprendido, pero naturalmente los transmití según me pidió.
—Gracias, era cuanto quería saber.
Una vez que colgué, y reafirmados en nuestra decisión previa, nos dimos cuenta de que quedaba un problema: además de subdirector, Valcárcel era secretario del Consejo de Administración y miembro de la Junta de Fundadores. En nuestra opinión debía cesar en todos sus cargos, pues era la única forma de neutralizar del todo la influencia de Areilza. Así se lo hicimos ver de inmediato a José Ortega, que se comprometió a solicitar su renuncia después de que abandonara la subdirección.
Yo había convocado para la mañana siguiente una reunión del equipo directivo. Antes de que comenzara llamé a Valcárcel a mi despacho y le pedí que dimitiera de su puesto. Él trató de corregir la versión del gobierno respecto a sus maniobras contra Suárez. Le expliqué que no era ese el motivo de mi ruego, sino el patente engaño en lo que se refería a su entrevista con Prado, por lo que había perdido toda confianza en su persona. Darío tenía un carácter peculiar. Había incorporado rasgos inequívocos de la vieja nobleza y las palabras «confianza», «honor» o «caballerosidad» guardaban todavía un alto significado para él. Le gustaba además adoptar aires altisonantes, como si hablara de continuo para la posteridad, o al menos para la galería.
—Si es así, si se trata de que has perdido la confianza, entonces tienes mi dimisión. Entiendo que no puedo ser subdirector sin tu apoyo. No hay más que hablar.
Se despidió disgustado pero altivo, con un deje de cordialidad. Subí a la planta donde iba a celebrarse la reunión y comuniqué la noticia al resto del equipo. Eran las nueve de la mañana.
Tres o cuatro horas más tarde volvió Darío a llamar a la puerta de mi despacho. En tono más irritado e inseguro que el de la anterior conversación me dijo que lo había pensado mejor y que de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar. Por sus palabras entendí que había ido a visitar a Areilza y este le había conminado a que luchara por mantener su puesto.
—Es inútil –respondí–, ya he comunicado oficialmente tu marcha y, en cualquier caso, si esta no es voluntaria firmaré tu despido de inmediato.
Ante los hechos consumados se levantó dando voces, diciendo que de ninguna manera iba a permitir que le echáramos de su casa, «porque esta es mi casa, la he construido yo desde el principio». En su defensa acudió enseguida a José Ortega, que tenía la misión de hacerle abandonar los otros cargos. No solo no la cumplió, sino que le nombró adjunto a la Presidencia, en un acto que Polanco y yo entendimos de abierta hostilidad hacia nosotros, aunque estuviera basado en la debilidad del propio José. Con su actitud acababa de dar paso a una guerra entre accionistas que duraría años y marcaría el destino del periódico durante varias décadas.
El atentado contra El Papus no constituyó un hecho aislado. Se inscribía en una serie de acciones de amedrentamiento por parte de la extrema derecha a los activistas de izquierdas y a los órganos de opinión democráticos. Con sus crímenes presumían buscar un equilibrio a la furibunda actividad terrorista de ETA, que también eligió a periodistas, y no solo a militares y policías, como víctimas potenciales o reales de sus atentados. En las redacciones comenzamos a vivir un estado de permanente alarma, sobre todo después de que los etarras asesinaran vilmente a José María Portell, redactor jefe de La Gaceta del Norte, que había sugerido infructuosamente establecer negociaciones entre el gobierno y la banda terrorista. Al entierro de Portell, en Barakaldo, acudimos todos los directores de periódicos de Madrid y Barcelona. Quedamos impresionados por la masiva manifestación de luto popular tanto como por la ambigüedad del sermón episcopal durante el oficio religioso, al condenar como era frecuente «la violencia venga de donde venga». Durante años la Iglesia vasca olvidó reconocer la legitimidad del uso de la violencia por parte del Estado frente a los abusos y delirios de quienes querían imponer, por la violencia misma, sus particulares políticas al resto de la sociedad. El caso es que los directores de muchos medios nos vimos obligados a desplazarnos bajo la permanente vigilancia de escoltas, a veces policiales, a veces privadas. No se trataba de una rareza española. En Italia las Brigadas Rojas, que habían secuestrado y asesinado al presidente Aldo Moro, amenazaban también a columnistas y periodistas de prestigio mediante la práctica de dispararles a las piernas. En Alemania la Fracción del Ejército Rojo y en Francia Action Directe desarrollaron un terrorismo ideológico de inspiración radical marxista, mientras que el de marchamo fascista, sobre todo en el caso de los italianos, parecía haberse integrado con mejor o peor fortuna en los movimientos de extrema derecha españoles, con los que colaboraron en multitud de ocasiones. Por su parte el Reino Unido seguía azotado por el IRA que, como en el caso de ETA, combinaba los elementos ideológicos con las reivindicaciones nacionalistas. Pero en nuestro país los atentados, secuestros y asesinatos parecían destinados sobre todo a socavar los intentos de consolidar una democracia parlamentaria clásica, objetivo en el que coincidían los bárbaros de ambos extremos.
En la mañana, temprano, del 30 de octubre de 1978, fecha en la que yo cumplía treinta y cuatro años, llegué de Nueva York, donde había asistido a un seminario en la Universidad de Columbia sobre la Transición española. En él, por cierto, mantuve una agria polémica con Manuel Montesinos, sobrino de Federico García Lorca y diputado socialista, a cuenta de la apropiación por parte de la familia de la memoria del eximio poeta, de su obra y su significado, en perjuicio de la cultura española. «Lorca no fue familiar mío, pero en lo que representa, en su contribución a la cultura hispana, es tan mío como tuyo, como de todos los españoles», tuve que recordarle. Todavía con el regusto amargo de aquel encontronazo dialéctico y el cuerpo castigado por las horas sin dormir durante el trayecto, me zambullí en la ducha antes de ir a trabajar. Apenas llevaba un minuto bajo el reparador torrente de agua cuando el teléfono me arrancó de esas meditaciones menores, chorreando como estaba, para espetarme un grito de auxilio y terror:
—¡Director, ha estallado una bomba! ¡Es horrible, horrible!
Llegué a la sede del diario minutos más tarde, todavía con el pelo empapado. Un retén de guardias que trataba de contener a una multitud desorientada me impidió el paso. Tardé en convencerlos de que era el jefe de aquello, y solo mi insistencia y el hecho de que algunos trabajadores del periódico confirmaran mi identidad acabó por franquearme las puertas. Un paquete bomba, dirigido a uno de los redactores jefes, había hecho explosión en una sala contigua al despacho de Javier Baviano. Los conserjes habían sospechado de la naturaleza del envío y decidieron investigarlo antes de su entrega al destinatario, Julián García Candau. Se trataba de una caja de madera y, al abrir la tapa, hizo explosión y alcanzó de lleno a un botones, Andrés Fraguas, que murió horas después, y al jefe de los servicios, Juan Antonio Sampedro, que perdió un ojo, varios dedos, el bazo y casi la vida. Estuvo internado durante meses en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital, y tardó años en recuperarse por completo de sus heridas, físicas y psicológicas. Un tercer empleado, Carlos Barranco, sufrió solo heridas leves porque al desconfiar del contenido del paquete tuvo la precaución de esconderse bajo una mesa que le protegió de la onda expansiva.
Celebré una reunión con la representación sindical para estudiar las medidas que debíamos adoptar tras el atentado. Como en el caso de El Papus, enseguida plantearon la convocatoria de una huelga, a lo que nuevamente me opuse. Creía que nuestra obligación era publicar el diario precisamente para informar de lo sucedido y expresar nuestra indignación. Esta es una manera de pensar que me ha acompañado toda la vida. Que los periodistas protestemos haciendo callar a nuestros medios puede ser legítimo en según qué ocasiones, pero a mí no me parece deseable en ninguna. Nos debemos a la opinión pública, y ni el dolor ni la frustración que hechos como el que narro nos producen justifican la falta de respeto a los lectores que constituye tapar voluntariamente nuestras bocas precisamente en los momentos en que más necesitadas están de pronunciarse. Así lo expuse con claridad a los líderes sindicales, que asumieron mi decisión. Salí al exterior del edificio, todavía medio desalojado y repleto de artificieros y perros que husmeaban la eventual existencia de otros explosivos, y me fundí en abrazos con muchos compañeros. Alguien de una emisora me preguntó: «¿Qué vais a hacer ahora?». «Ahora hay que salir a la calle», contesté. Un joven cuadro de Comisiones Obreras comenzó a clamar junto a nosotros: «Eso, salir a la calle, es preciso salir a la calle, vamos a organizar una manifestación monstruo». Me sentí de nuevo malinterpretado. Para mí salir a la calle significaba publicar el periódico y nada más.
Andrés Fraguas falleció pocas horas después a resultas del atentado. Primer mártir de nuestra causa, contaba solo dieciocho años y era hijo de la cocinera de Jesús Polanco, razón por la que este le había facilitado el trabajo de botones. La familia procedía de Toledo y se mostró más bien afín al antiguo régimen, con lo que comenzó a cundir el reproche de que habían perdido al muchacho por culpa de los rojos del periódico. El gobernador de Madrid, Rosón, se reunió con ellos en un encuentro al que me pidió que asistiera. Les comunicó, después de presentar sus condolencias, que para ese tipo de sucesos el Estado contaba con una bolsa de indemnizaciones y les correspondían 10 millones de pesetas, procedentes de fondos reservados. Los familiares se mostraron tan apesadumbrados como displicentes y durante las honras fúnebres hubo algunos conatos de discusión entre ellos y algunos redactores. A mí y a muchos compañeros míos lo que nos pesaba verdaderamente es que aquella bomba que había segado la vida de un joven conserje iba dirigida en realidad contra los periodistas. Si no hubiera sido por la precaución de los empleados en servicios generales de no entregarla de inmediato, habría explosionado en mitad de la sala de redacción provocando muchas más víctimas, y no las que sucumbieron. Me parecía casi una injusticia divina que personas que para nada participaban en la línea editorial e informativa del diario pagaran con sus vidas por las decisiones que otros tomábamos. Durante el resto de mi vida la memoria de Andrés Fraguas y el destino de Sampedro me han acompañado como nadie puede siquiera imaginar. Cuantas veces tuve que tomar decisiones difíciles que suponían un enfrentamiento con cualquier tipo de poder en defensa de nuestra independencia, el recuerdo del sacrificio de aquellos jóvenes me sirvió para otorgarme las fuerzas y el valor necesarios. En cierta ocasión se lo comenté a Polanco y me apostilló: «Además yo perdí a mi cocinera, que se fue de casa». No entendí el significado de la frase. No quise entenderlo.
Años después asistí al juicio de los autores materiales del atentado, condenados a severas penas de cárcel. Me impresionó la volatilidad del procedimiento, la remisión de la prueba a los aspectos documentales, que se daban por leídos sin apenas declaraciones verbales, la sensación de que nos hallábamos más frente a un trámite burocrático que ante un verdadero juicio contradictorio. No me cupo duda de la culpabilidad de los acusados, pero acabé escandalizándome por el vertiginoso transcurso del juicio oral. A la salida de la audiencia me preguntaba a mí mismo si yo les habría condenado después de un procedimiento judicial tan confuso.
A partir del golpe contra el periódico mi seguridad personal se vio reforzada. Nos hallábamos de manera evidente ante una ofensiva coordinada de sectores provenientes del antiguo régimen que trataban de hacer naufragar la débil barca de la Transición política. El periódico se había ido convirtiendo poco a poco en uno de sus emblemas, al ejercer el papel de lo que el profesor Aranguren había descrito en sus páginas como «intelectual colectivo»: centro de reflexión y de impulso a la acción de la sociedad civil en los logros democráticos. Mientras tanto no cesaban las conspiraciones de la extrema derecha para abortar el proceso de democratización.
Desde el inicio de su fundación había adaptado mi jornada laboral al ciclo de trabajo en el diario. Me levantaba no muy tarde, pues de ordinario tenía que acudir muchos días a primera hora a declarar a los juzgados. La actividad judicial contra mi persona seguía siendo casi siempre impulsada por la fiscalía del Reino que ostentaba Juan Manuel Fanjul, un individuo de fina educación y proterva ideología. Había semanas en que tenía que acudir a la plaza de Castilla (o antes al barrio de las Salesas) tres y hasta cuatro veces, en ocasiones dos en el mismo día, a declarar en diligencias previas, y eventualmente ante juzgados militares. Fui procesado cinco veces, siempre por cuestiones relativas a lo publicado en el periódico y, según me explicó algún magistrado a la hora de solicitar perdón por su propia decisión, debido a que había sufrido muchas presiones de arriba. Finalmente cundió el acoso legal y en mayo de 1980 la sala segunda del Tribunal Supremo me condenó a tres meses de cárcel por la publicación de un editorial que bajo el título «Prensa y democracia» criticaba acerbamente una resolución judicial en contra de una colega. Ella era Mayte Mancebo, antigua compañera en Informaciones y simpatizante de la extrema derecha. Como directora de una revista de escasa circulación, había decidido servir a sus lectores unas cuantas fotografías de jóvenes modelos en ropa interior, ni siquiera en ningún caso desnudas. La condenaron a ocho años de inhabilitación profesional y publicamos un editorial, de puño y letra de Rafael Conte, en el que se criticaba el fallo comparándolo con las decisiones de los tribunales de Idi Amin, el sátrapa ugandés. Me acusó el fiscal de desacato por el contenido del artículo, del que me responsabilicé, y fui juzgado en la audiencia por la misma sala que había merecido nuestras críticas. Solo me impusieron una multa por desobediencia, pero recurrió el ministerio público y finalmente el Supremo me condenó por desacato. No cumplí la pena, aunque estuve durante cinco años en libertad condicional bajo la amenaza de que si se me incoaba otro proceso, cosa bien probable, ingresaría automáticamente en la cárcel. Ya durante el gobierno de Felipe González, recibí un oficio firmado por su ministro de Justicia, Fernando Ledesma, en el que se me comunicaba la anulación de mis antecedentes penales.
La sentencia me fue leída en sede judicial por su ponente, el magistrado Mariano Gómez de Liaño, patriarca de una saga de jueces con la que he tenido encontronazos durante varios años de mi vida. Me pareció sorprendentemente dura en su redacción, y muy limitativa de mi libertad de movimientos pese a que no tuviera que ingresar en prisión. Tanto que, cuando acabó su lectura, levanté el dedo para pedir la palabra y explicarle al juez que tenía previsto viajar a Nueva York al día siguiente para recibir el premio International Editor of the Year, que ya antes habían obtenido algunos auténticos mitos del periodismo mundial, como Harold Evans, del Sunday Times, y André Fontaine, de Le Monde. Quería yo saber si podía desplazarme libremente a los Estados Unidos habida cuenta de la sarta de amenazas que se me proferían en la referida sentencia. Gómez de Liaño me miró impávido y contestó tajante:
—Sobre eso no tenemos nada que opinar. El pasaporte es una cuestión administrativa.
Viajé en efecto a los Estados Unidos y aproveché mi comparecencia para criticar duramente al gobierno Suárez y a los jueces españoles, por sus claras agresiones a la libertad de expresión. El embajador en Washington, mi amigo Pepe Lladó, me acompañó en todo momento sin expresar para nada ningún desacuerdo con mis palabras. Perteneciente a la alta burguesía madrileña y ministro en gobiernos anteriores, Lladó se había distinguido, como antes su padre durante el franquismo, por su talante liberal y sus convicciones democráticas. Una vez que abandonó la vida política se dedicó con éxito al desarrollo empresarial, y durante décadas ha mantenido la fidelidad a nuestro vínculo amistoso, por él cultivado con enorme generosidad y persistencia.
En todas esas batallas judiciales conté con el inapreciable trabajo y el apoyo permanente de mi abogado, Diego Córdoba. Había sido magistrado del Tribunal de Orden Público franquista, el órgano de represión política de la dictadura, y al principio nadie entendió que lo reclutara. Fue esta una petición expresa de su compañero de colegio Jesús Polanco. En el primer encuentro que mantuve con él, medio se disculpó por su currículum y me explicó que había solicitado la plaza exclusivamente para poder trasladarse a Madrid y que había evitado en todo momento dictar sentencias de las que pudiera avergonzarse. «Yo no soy de izquierdas ni de derechas», me aclaró innecesariamente, a lo que enseguida respondí que a mi juicio eso solo lo decía precisamente la gente de derechas. Luego he visto, en pleno siglo XXI, como el líder de Podemos hacía la misma confesión, lo que me llevó por un momento a dudar de mi análisis, aunque creo que en lo sustancial sigue siendo correcto, pues Pablo Iglesias ha demostrado ser un maestro de la simulación. Diego era un gran abogado y una mejor persona, y creo que de alguna manera su relación conmigo y con otros redactores le hizo también un converso a la causa de la democracia. Los propios jueces y abogados que me criticaron por contratarle, la mayoría miembros de Justicia Democrática, me reconocieron sus muchos méritos y su muy discreta actuación en el Tribunal de Orden Público. Deposité siempre en él una absoluta confianza, que me fue correspondida en todo caso, y le debo haber podido dormir tranquilo muchas noches y haber tomado muchas decisiones de riesgo gracias a la seguridad y al buen criterio jurídico que me aportaba.
La prensa internacional se hizo amplio eco de mi condena, cuya difusión causó mucho más daño a la imagen de la judicatura española y de las instituciones en general que el comentario por el que quisieron enviarme a prisión. El partido comunista pidió que me indultaran y yo expresé mi deseo de recurrir al Tribunal de Estrasburgo. Suárez llamó entonces a Polanco para rogarle que me disuadiera de hacerlo, garantizándole que me indultaría. En ese tira y afloja se me pasó el plazo del recurso y dada la insistencia de Jesús fui a ver a Francisco Fernández Ordóñez, ministro de Justicia, con el fin de instrumentar los pasos necesarios para el indulto. Para entonces la misma sala que me había juzgado ya se había pronunciado negativamente al respecto y Paco veía en ello una dificultad añadida. Llamó a un tal Linde, secretario general del ministerio, para que me explicara las peculiaridades técnicas. Me dijeron que para indultarme tenía yo que ingresar previamente en la cárcel, pues no se podía perdonar una pena que no se estaba cumpliendo. Mi reacción fue de indignado regocijo.
—Pues envíame a la prisión de Carabanchel por unos días si es lo que quieres y así lo resolvemos. Publicaremos la foto en primera página.
—¿Estás loco? ¡Cómo voy yo a encarcelar al director de El País!
Y no me indultaron.
Las dificultades en la construcción de un régimen de libertad tras soportar cuarenta años de dictadura eran inmensas. El proceso se iba abriendo paso con más lentitud de lo esperado, pero también con total convicción por parte de la ciudadanía. Sus deseos al respecto se hicieron más que patentes tras las elecciones municipales de 1979, cuando el PSOE pudo gobernar en los ayuntamientos de muchas grandes capitales y de forma singular en Madrid, cuya cabecera de lista ostentó el profesor Tierno Galván después de que su pequeño partido se unificara con la formación de Felipe González. Enrique Tierno había sido un líder clásico de la oposición al franquismo en sus postrimerías y supo agrupar en torno a su figura a un pequeño pero influyente grupo de intelectuales entre los que destacaban algunos buenos diplomáticos. Representante oficial de una corriente de pensamiento inequívocamente marxista, se comportó como un pragmático capaz de orientar su agrupación hacia políticas socialdemócratas. Las bases que le apoyaban eran urbanas y profesionales, con amplia representación en la universidad, donde gozaba de enorme prestigio. Recibió la vara de alcalde gracias a un pacto establecido entre socialistas y comunistas que le dio a la izquierda la regiduría de muchas capitales de provincia, entre ellas las más importantes, como Barcelona, Madrid, Sevilla o Málaga. En Córdoba asumió el cargo Julio Anguita, del partido comunista, y ya desde entonces se le comenzó a llamar el Califa Rojo. Tierno en cambio tenía un apodo más convencional. Aunque apenas rebasaba los sesenta años cuando fue elegido al frente de la alcaldía, se le adjudicó el cariñoso mote de Viejo Profesor. Sus aires un poco decadentes, su porte rancio, la voz pausada, el gesto taciturno que sabía combinar con una sonrisa monacal, casi beatífica, sus impecables ternos, siempre de corbata, siempre con la raya del pantalón bien planchada, ayudaron a construirle un perfil entre populista y señorial, muy del agrado de las damas de la derecha, al tiempo que seguía sosteniendo sus postulados marxistas, a la izquierda de la izquierda del PSOE, para regocijo de sus votantes más jóvenes. Quienes le conocían bien aseguraban que en realidad era un cínico, un simulador, pero resultó ser también un administrador eficaz y se convirtió en un auténtico líder de masas sin necesidad de desmelenar su escaso cabello ni de proferir grandes vociferaciones. Bajo su mandato nació y creció la llamada «movida madrileña», una corriente de renovación cultural, con amplia participación ciudadana, como no ha vuelto a experimentar desde entonces la capital de España. En definitiva no solo fue un buen alcalde, sino un político de larga memoria, también recordado por sus famosos bandos municipales, en los que se permitió demostrar su dominio del castellano clásico. Su entierro constituyó un acontecimiento social de primera magnitud. Nunca en parecida ocasión había experimentado Madrid una demostración de masas semejante y es difícil imaginar que pueda volver a hacerlo.
Pero ni la instalación de la izquierda en el poder municipal ni los evidentes desarrollos democráticos que España experimentaba sirvieron para aplacar, antes al contrario, la actividad terrorista tanto de las fuerzas de extrema derecha como de los etarras, partidarios estos del «cuanto peor, mejor» como única estrategia de desgaste de las instituciones del Estado. Un domingo por la mañana, a mediados de noviembre de 1979, fue secuestrado por activistas vascos Javier Rupérez, diputado por el partido del gobierno. Con Javier había yo compartido muchas aventuras, desde la fundación de Cuadernos hasta aquel inolvidable viaje a Trieste, aunque la vida había acabado por distanciarnos. El tiempo en cambio me permitió estrechar mayores lazos con su hermano pequeño, Ignacio, que en el momento de su secuestro era redactor de El País al tiempo que preparaba su ingreso en la carrera diplomática. En las horas posteriores al suceso, cuando todo el mundo andaba medio atribulado tratando de buscar una respuesta que permitiera recuperar a Javier con vida, Nacho me pidió ayuda para redactar lo que fue el primer comunicado de la familia dirigido a la opinión pública. Lo discutimos largamente y, aunque no tengo a mano el texto final, sí me acuerdo de que consistía en una nota con tintes políticos, en la que de alguna forma se instaba al gobierno a negociar. Aquella declaración no sentó bien a Suárez y su partido, y el inicial protagonismo de Ignacio como portavoz de la familia acabó desdibujándose, al tiempo que se produjeron varias iniciativas para pedir la liberación de la víctima. Entre ellas cobró especial fuerza la encabezada por Joaquín Ruiz-Giménez, así como la creación de un comité en pro de la liberación de Javier. Nacho me comunicó las nuevas circunstancias y me dio a entender que el proceso se hallaba ya en otras manos, lo que me satisfizo, convencido de que la convergencia de esfuerzos acabaría por tener éxito en el objetivo para mí primordial: la recuperación con vida del secuestrado. Pero mi tranquilidad a este respecto duró poco. Un representante de ETA contactó con el corresponsal de El País en Bilbao, Javier Angulo, para hacerle una oferta muy concreta: una entrevista con Javier en su cautiverio a cambio de tres millones de pesetas para la banda. Angulo me lo comunicó enseguida y yo vi la oportunidad de comprobar, si la oferta era cierta, que Rupérez seguía con vida, pues hasta el momento los secuestradores no habían ofrecido una prueba fehaciente de ello. Algo similar había pensado durante mi etapa en Informaciones cuando pagué una importante suma por las fotografías del constructor Huarte, secuestrado también por terroristas vascos. Siempre he creído, contra las políticas de muchos gobiernos occidentales, que negociar con terroristas no es necesariamente una humillación ni el sometimiento a un chantaje, y que las decisiones que se han de tomar en ocasiones semejantes no pueden responder a una norma unívoca invariable, sino a una interpretación casuística que permita antes que nada salvar vidas humanas.
Yo no disponía en ese momento de los tres millones solicitados, por lo que acudí a Polanco para que me los facilitara. Al principio se resistió, bajo el argumento nada desdeñable de que con ese dinero se iban a financiar nuevas actividades terroristas, de modo que acabé por convencerle de que lo apropiado en ese caso era consultar al gobierno, al propio presidente, y tratar de coordinar nuestras acciones. Suárez nos citó después de la cena en su despacho. Mientras tanto Angulo me presionaba para que le diera alguna respuesta de cualquier género a la oferta de ETA, pues su interlocutor aseguraba no tener mucho tiempo por delante y había otros periodistas sobre idéntica pista.
Llegamos a La Moncloa al filo de la medianoche. Habíamos pactado que no se registraría oficialmente nuestra visita y un ayudante nos invitó a entrar en el edificio por la puerta trasera, tras la que se apilaban las bicicletas de los hijos del presidente y un montón de trastos variados pertenecientes al ajuar doméstico de la familia. El mandatario nos recibió en su despacho oficial, tras una mesa estilo imperio que había pertenecido al general Narváez en su etapa como primer ministro de Isabel II. Adolfo siempre le dio un gran valor simbólico a ese mueble que era, por lo demás, de escasa funcionalidad. En breves palabras le puse al tanto de lo que nos llevaba por ahí y de mi sugerencia de aceptar el trato que nos ofrecían a fin de obtener alguna prueba válida de que Javier seguía vivo.
—¿Y cómo puedes tú garantizar eso? –me preguntó–. ¿Qué clase de prueba podemos exigir?
—Mira, presidente, él y yo compartimos una novia en Italia durante un viaje de estudios. Solo nosotros dos sabemos cómo se llamaba.
Loredana tenía la piel morena y su mirada también azabache acabó por seducirnos a ambos hasta llevarnos a disputar por ella. Una noche, de vuelta de su casa, donde habíamos cenado con toda la familia, encabezada por su padre, encargado del cambio de agujas de la estación local, Javier quiso sincerarse conmigo.
—Más vale que lo dejes –me dijo–, yo sé que voy a ganar y no quiero echar a perder nuestra amistad.
Fue tan breve el tiempo de nuestra estancia en Trieste que no hubo caso, pero la amistad misma se fue diluyendo luego con la distancia, que también fue ideológica y política desde que Rupérez decidió militar en la derecha.
Suárez lo pensó brevemente y luego asintió. Decidimos pagar y seguir adelante con el plan. Enviaríamos unas preguntas por escrito para que el secuestrado las respondiera y entre ellas iría la referida a nuestra novia italiana. El tema no dio para más de media hora de conversación, pero los tres allí reunidos, Jesús, Adolfo y yo, éramos de naturaleza nocherniegos y comenzamos a explayarnos en otras disquisiciones acerca del momento político y la situación internacional.
—No sé por qué no colaboramos más en esto –señalé–. Yo tengo claro que la política exterior es una cuestión de Estado y siempre vamos a apoyar al gobierno, por crítica que sea nuestra opinión en otras cosas. Tengo buenos amigos en la prensa extranjera y podría echaros una mano.
—Ya lo sé –asintió el presidente–, pero es difícil porque no se fían de ti.
—¿No se fían? ¿Quiénes? No entiendo.
—Los funcionarios, los diplomáticos, la gente… dentro y fuera de España.
—No creo que eso sea verdad. ¿Y por qué no habrían de fiarse?
Jesús irrumpió con vehemencia en la conversación.
—¡Porque dicen que eres un agente del KGB!
Luego, dirigiéndose al presidente y apuntándole con el dedo, en un gesto muy suyo, añadió:
—Y tú tienes las pruebas que te han dado guardadas en ese cajón.
Adolfo titubeó un poco antes de abrir la gaveta de la mesa de Narváez y extrajo de ella una carpeta de color canela. De su interior sacó algunos papeles que me dio a leer. Eran fotocopias de cheques a mi nombre por varios millones de pesetas y librados por la compañía aérea soviética Aeroflot. Cartas con membrete con mi nombre, y mi firma torpemente imitada, dirigidas a diversos bancos, entre ellos el Leumi de Israel, en que ordenaba distintas transferencias. En una de las falsas misivas yo solicitaba que pararan los movimientos de fondos, lo que los autores del informe interpretaban como que había echado el freno a mi actividad de espía al sentirme vigilado.
—Todo esto es una patraña –protesté–. Y además muy mal montada. Jamás he usado, por ejemplo, papel personal con membrete, solo el de la empresa.
—Ya sabemos que es mentira, pero el informe ha circulado por muchas manos, entre ellas las de la CIA. –Y volviendo la mirada hacia Jesús–: ¿Tú cómo sabías que yo tenía esto en mi cajón?
—No sé, intuición pura…
El presidente nos explicó que el dossier lo habían elaborado los servicios de información militar, y que no era el único. Había otro contra Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey, de contenido sexual. Le acusaba de hacer cola en los cines porno de Madrid y de tener diversas aventuras amorosas.
—Sabemos que es una conspiración, pero tenemos que tener cuidado –remachó Suárez.
Me explicó que había también un relato sobre mi vida privada. Yo me había divorciado hacía pocos meses y convivía con Chamaca, una abogada militante del Partido del Trabajo, hija de un coronel de artillería y perteneciente a una amplia familia de militares. Uno de ellos, aviador, había sido fiel a la República en la Guerra Civil y tuvo que exiliarse en México, de donde le venía el apodo a mi pareja, pues siempre había llamado a su sobrina «la chamaca». «En el informe la llaman sin embargo “la rusa” –añadió el primer ministro–, porque tiene una larga ficha como activista de extrema izquierda.» Ironías del destino, Chamaca aguardaba en ese momento en nuestro apartamento la llamada de Angulo, al que no hacía más que dar largas sobre el tema de la entrevista con Rupérez, esperando a que yo volviera de La Moncloa.
—No sé cómo voy a hacerlo, pero voy a demostrarte que todo esto es mentira –me encaré con Suárez–. ¿Puedes darme esos papeles? Una copia al menos.
Se negó.
—Comprenderás que es confidencial…
—Pero dame algo, un dato, cualquier cosa…
Al final logré el número de una cuenta a mí adjudicada en un banco de Luxemburgo, el de la Unión de Trabajadores, donde se suponía que habían hecho varios ingresos mis jefes del espionaje soviético. También había falsas pruebas de mis relaciones con otras oficinas bancarias en México.
Salí de La Moncloa más preocupado con lo que acababa de vivir que con el motivo de mi visita. Llamé a Angulo y le dije que aceptara la proposición de ETA, pero que no pagaríamos hasta que tuviéramos las respuestas de Rupérez. Los terroristas sabían que cumpliríamos nuestra palabra, pues de otro modo matarían al rehén. Antes de llegar a casa, durante el trayecto, le pregunté a Polanco cómo se había enterado él de lo del KGB.
—Me lo ha dicho Robles Piquer, pero me exigió absoluto secreto.
—Y ¿cómo no me contaste nada?
—Sabía que era una patraña.
Robles había sido ministro de Educación con Arias Navarro y por entonces era secretario de Estado de Asuntos Exteriores. Cuñado de Fraga, fue también socio y amigo de Polanco, pero no tanto como para que no entendiera yo que la confidencia era sobre todo una advertencia y una intriga.
Escribí una misiva para Rupérez en que le preguntaba por nuestra antigua novia y le adjuntaba un cuestionario sencillo. Angulo se la entregó a su enlace etarra y esperé inútilmente respuesta. Mientras tanto la familia del secuestrado cambió de estrategia. El protagonismo de Ignacio como eventual portavoz suyo fue sustituido por el de su hermano mayor José Antonio, Tote, y el gobierno se esmeró en buscar una vía que le permitiera pagar un rescate de forma discreta. Eso es lo que hizo, aunque nunca se pudo probar. Días después de la liberación de Javier recibí en el correo una carta firmada por él desde su lugar de encierro. Era la respuesta a la que yo le había enviado y en ella me decía textualmente: «No sé por qué me preguntas ahora por Loredana». Resultó la prueba de que el contacto de Angulo era bueno, pero nosotros no habíamos pagado y el gobierno sí. Al cabo de algunas semanas llamé a Rupérez. Me invitó a almorzar en su casa con su mujer, Gerry. Me pareció un hombre acabado en muchos aspectos, en todo caso alguien muy distinto del amigo al que había frecuentado y querido. No recordaba haberse carteado conmigo desde su cautiverio, ni pareció darse por aludido respecto al relato que le hice. Era como si hubiera borrado de su memoria todo lo que le había sucedido. Su mujer intercedió para que yo no le apremiara demasiado. Más de una década después escribió un libro sobre su secuestro, que me envió dedicado. Ni una palabra sobre el hecho de que recibiera una carta mía durante este ni mucho menos sobre su contestación. Su memoria seguía siendo selectiva, como la de cualquier buen político.
En cuanto a las acusaciones de mi pertenencia al KGB me empeñé en desarticularlas como fuera. Jesús, que se sentía en deuda por no haberme comunicado los rumores, llamó a un banquero alemán amigo nuestro, Hans Budke, que tenía acceso al banco de Luxemburgo. Tras un forcejeo de semanas, quizá meses, logró levantar el secreto de la institución y pudo certificar que la tal cuenta numerada no existía ni a mi nombre ni al de ningún otro. Viajó a Madrid y trató de entrevistarse inútilmente con Suárez para dar fe de la mendacidad del informe elaborado contra mi persona. Al cabo de unos días de espera el presidente envió a alguien de su confianza a entrevistarse con él y dio por recibido el recado.
Meses más tarde, la Universidad Vanderbilt organizó en Nashville (Tennessee) un simposio sobre la Transición española al que fui invitado junto con Manuel Fraga, Raymond Carr, Juan Goytisolo, Francisco Ayala, Pilar Miró, Rafael Conte y Rosa Montero, entre otros. El evento se enmarcaba en los acuerdos de cooperación España-Estados Unidos, y su financiación corría a cargo de los americanos. Días antes de emprender el viaje me visitó el agregado de prensa de la embajada en Madrid para comunicarme que, lamentándolo mucho, no podrían sufragar mi invitación, pues estaba en una lista de sospechosos de espionaje. Aunque sabía que todo era una invención y se mostró seguro de que el tema habría de aclararse pronto, en el entretanto resultaba imposible que el gobierno federal me subvencionara el billete. Como la invitación procedía de la universidad, y eso no lo podían evitar, le dije que no se preocupara: el periódico correría con mis gastos. Todavía pasaron meses antes de que otro funcionario de la embajada me visitara para comunicarme que habían enviado investigadores a México e Israel para comprobar los datos bancarios que aparecían en el informe y habían llegado a la conclusión de que todo era mentira. Por fin estaba limpio.
La citada reunión en Vanderbilt fue la ocasión de mi primer encuentro con Francisco Ayala, con quien desde entonces guardé eterna y estrecha amistad, hasta el punto de que me presentaría años más tarde para ingresar en la Real Academia Española. Juan Goytisolo fue otro de los contertulios con quien tuve la fortuna de intimar. Durante las discusiones que mantuvimos en Tennessee se me ocurrió aventurar que existía en España un peligro cierto de golpe de Estado. Raymond Carr, uno de los hispanistas de Oxford con más prestigio entre los intelectuales españoles, rebatió con vehemencia mis opiniones, que respondían a rumores muy extendidos en Madrid y comentados en todos los mentideros. Había conocido a Carr tiempo atrás, cuando le visité en su cátedra de Oxford acompañado de su discípulo José María Maravall. Mantuvimos un encuentro de varias horas entre otras cosas porque Joan, la intérprete que me acompañaba para ayudarme con mi pobre inglés, cautivó la atención del profesor, que se mostró encantado de dedicarnos cuanto de su tiempo nos pareciera necesario. En Tennessee el reconocido hispanista, entroncado con algunas de las familias con mayor prosapia del señoritismo andaluz, descalificó acremente mis premoniciones de lo que habría de suceder en febrero de 1981 con el Tejerazo.
La exoneración de mis pecados por parte de la CIA no fue en ningún caso el punto final a mi relación, un tanto tortuosa a esas alturas, con los servicios de seguridad y las amenazas del terrorismo. Un domingo de febrero acudí a una cacería en los montes de Castilla organizada por el presidente de El Corte Inglés, Isidoro Álvarez. Se trataba de un personaje peculiar, de modales toscos y expresión oscura, cuya voluminosa humanidad ocultaba virtudes impredecibles. Yo no era cazador, pero El Corte Inglés figuraba entre los primeros anunciantes de España. Eso, junto con el afecto real que me unía al anfitrión, justificó mi presencia en el evento, al que acudí con una paralela de dos cañones, una Sarasqueta heredada de un tío mío que yo me había encargado de legalizar. El mejor recuerdo de la jornada, en la que abatí una docena de perdices, no fue la práctica de un deporte que nunca me ha atraído, sino el espectacular almuerzo que sirvieron en unas jaimas primorosamente decoradas en medio de una paramera repleta de charcos por las lluvias de días precedentes. De regreso a Madrid salí a cenar con amigos y sobre la una de la mañana me embutí en mi cama buscando un descanso merecido tras la intensidad de aquel día. El timbre del teléfono me despertó en mitad del primer sueño, que dicen que es el más reparador.
—¿Con quién hablo? –escuché al otro lado del hilo–. ¿Es don Juan Luis Cebrián?
Asentí no sé si muy convencido, habida cuenta del estado eidético en el que me encontraba.
—Soy el comisario jefe de Seguridad Ciudadana. Le llamo para decirle que su vida corre peligro. ¿Está usted solo en casa?
Afirmativo.
—Pues cierre bien la puerta, no abra a nadie, aléjese de las ventanas, no responda más al teléfono y apague las luces. He enviado un coche de policía para que vigile su portal, pero tardará unos minutos en llegar.
—¿Me dirá de qué se trata?
—Ahora no le puedo informar de nada más. El operativo sigue abierto. Le voy a dar mi número de teléfono. Si sucede algo no dude en llamar a cualquier hora.
Y colgó después de cumplir con ese encargo.
Comprobé los cerrojos de la puerta de mi apartamento, ubicado en un primer piso de un edificio del siglo XIX, y las cancelas de las cinco ventanas que se abrían frente a la iglesia de Jesús de Medinaceli. Pensé que desde la calle era fácil colar en casa una bomba o un cóctel molotov. Me sentía impotente ante una amenaza como la que me acababan de transmitir, y de la que ni siquiera sabía bien en qué consistía. Reparé entonces en la preciosa escopeta que había utilizado en mi excursión cinegética, apoyada ahora contra un rincón de mi dormitorio, junto a una canana repleta de cartuchos, algunos de ellos de postas. Agarré el arma, la cargué sin dudar un minuto y me senté en una silla tras un esquinazo de la cocina desde donde podía vislumbrar, entre visillos, la acera frente a mi domicilio, la calle contigua y, allá en el horizonte, la imagen singular de la fuente de Neptuno. Permanecí así durante casi una hora, esperando al vehículo policial, que llegó mucho más tarde de lo prometido. Un coche blanco con dos guardias a bordo que de vez en cuando encendían algún pitillo para matar el rato. Estuve contemplándolos un tiempo hasta que me tranquilicé después del susto que el comisario me había metido en el cuerpo. Luego me asaltó la risa y el sentido del ridículo. ¿Qué estaba haciendo yo montando guardia escopeta en mano como si fuera un personaje de cualquier película del Oeste? Dejé el arma donde la había encontrado, pero la mantuve cargada por si acaso. Y me venció de nuevo el sueño.
A la mañana siguiente no me dio tiempo de llamar a Juan Rosón, pues él se adelantó a hacerlo. Me dio cumplidas explicaciones de los hechos. En la noche del viernes al sábado precedente un comando de extrema derecha había secuestrado y asesinado a tiros a Yolanda González, joven activista de izquierdas. En los hechos participó un policía que, arrepentido, habría colaborado con sus superiores para el urgente esclarecimiento del caso. Durante las investigaciones se halló una lista escrita (o quizá se tratara de una confesión verbal) con los nombres de diez ciudadanos que los terroristas del llamado Batallón Vasco Español habían identificado como objetivos que abatir. Uno de ellos era yo.
El Batallón Vasco Español era en realidad una organización secreta integrada por policías y guardias civiles y relacionada con el partido fascista Fuerza Nueva. Los asesinos de Yolanda fueron detenidos con celeridad y la vigilancia policial sobre mi casa desapareció a los pocos días. El autor material de los disparos que acabaron con la vida de Yolanda, un experto informático llamado Emilio Hellín, fue condenado a cuarenta y tres años. Se escapó dos veces de la cárcel y en la segunda ocasión se fugó con su mujer e hijos a Paraguay, donde trabajó para el dictador Stroessner. Detenido por Interpol cumplió catorce años en prisión, a cuyo término se cambió el nombre y montó una empresa al servicio de la inteligencia militar y de la policía, que lo contrató. Un reportaje de José María Irujo, en febrero de 2013, desveló el vergonzoso hecho de que un criminal convicto y confeso, un terrorista que nunca dio muestras de arrepentimiento y cuya misión primordial había sido desestablizar la democracia, trabajara para los servicios de seguridad españoles. Aunque Hellín fue despedido cuando trascendió la noticia, que yo sepa ninguno de los mandos de la Policía y la Guardia Civil responsables de aquella monstruosidad fue sancionado. Ningún político asumió tampoco cualquier responsabilidad.
Nunca me ha cabido duda de que gran parte de la actividad violenta desatada durante la Transición por fuerzas de extrema derecha fue organizada, dirigida y orquestada por mandos militares y policiales. Las bombas contra El Papus y El País, el secuestro de Oriol y Villaescusa, los informes del servicio de inteligencia sobre mi supuesta pertenencia al espionaje soviético, los asesinatos de los abogados laboralistas y de Yolanda González respondían todos al mismo patrón. Bajo el pretexto de clamar venganza por la actividad terrorista etarra y devolver golpe por golpe, lo que sectores muy amplios de la milicia y los cuerpos de seguridad del Estado pretendían era desestabilizar la incipiente democracia y preparar el caldo de cultivo para que se produjera aquello cuya posibilidad el profesor Carr negaba con tanta vehemencia en nuestro encuentro en Tennessee: un golpe de Estado. El primer simulacro de este ya había tenido lugar antes de nuestras discusiones académicas. Se llamó Operación Galaxia.