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Ceremonia de la purificación
Dejé pasar unos días antes de reincorporarme
a Informaciones, donde Jesús de la Serna
me recibió con entusiasmo. El periódico, sin embargo, ya no era el
mismo. Durante mi ausencia habían tenido lugar pequeñas luchas
intestinas de poder y mi regreso dejó descolocados a los que habían
intrigado para sustituirme. Me instalé en un despacho junto al de
Jesús, diferente al que había tenido antes de mi marcha, y asumí
fundamentalmente las tareas relacionadas con la opinión y la línea
editorial. Recuperé mi vieja sección de comentario político que
durante años había firmado. Semanas después Jesús me informó de que
algo inesperado había sucedido. El Banco Santander había retirado
su apoyo al diario y vendido sus acciones. La decisión la había
tomado Emilio Botín de la noche a la mañana sin explicar los
motivos, pero a nosotros nos pareció que se debía a razones
políticas. El régimen se había endurecido tras la marcha de Pío
Cabanillas, mientras que el periódico había progresado en sus
tintes liberales. Informaciones se había
hecho un hueco considerable en el mercado, difundía casi cien mil
ejemplares y estaba cerca de la rentabilidad. Desaparecido el
Madrid, era uno de los muy pocos órganos
de expresión en los que la disidencia podía expresarse, y el único
entre los periódicos de la capital. La decisión del Santander nos
dejaba en manos de las otras instituciones financieras accionistas
de la empresa. La encabezaba a la sazón Antonio López Huertas, un
ingeniero de caminos que ostentaba también la presidencia de
Iberpistas, la mayor concesionaria de autopistas de la época. Era
persona agradable y muy educada, poco amiga de meterse en pleitos y
dispuesta siempre a ayudar. Le encantaba sentirse al frente de una
compañía de medios de comunicación, lo que le otorgaba la
posibilidad de asomar de vez en cuando, con ingenua arrogancia, su
cara oculta de intelectual y hombre público. Pero la marcha del
Santander habría de suponer un debilitamiento definitivo del diario
y eso lo sabíamos perfectamente Jesús y yo. Por eso cuando me
comentó que alguien le había sondeado sobre la posibilidad de que
fuera director de El País, por cuya
fundación trabajaba desde hacía más de un año el hijo menor de
Ortega y Gasset, le recomendé sin dudarlo que aceptara. Por
supuesto yo me iría con él.
Los trabajos para la publicación de
El País habían comenzado en 1973. Un
grupo de intelectuales y editores se habían unido para tratar de
sacar adelante el nuevo periódico. Yo apenas sabía nada del
proyecto, casi únicamente lo que se había dicho en la prensa, y
algunos comentarios ocasionales que me habían hecho Cabanillas y
Rosón, en el sentido de que Manuel Fraga era quien verdaderamente
lo apadrinaba. El almirante Carrero había decidido que nunca se
concedería el permiso para su publicación, pues a su juicio las
señas de identidad del diario lo emparentaban con las corrientes
liberales y masónicas. Lo de la masonería era una auténtica
obsesión en su caso. Pío me contó que durante un despacho con
Carrero, cuando aquel era subsecretario de Información, le había
explicado su escepticismo respecto a que los masones tuvieran
ningún peso en la política española, a lo que el valido de Franco
le respondió con gesto bien expresivo. Abrió el cajón de su mesa y
sacó unos papeles mecanografiados que le entregó. «Mire usted,
Cabanillas, aquí tiene la lista de todas las logias de España y de
sus miembros.» Ignoro si los astutos polizontes que habían
elaborado aquel informe incluyeron en él los nombres de algunos de
los promotores de El País, pero estaba
claro que el franquismo no iba a tolerar la aparición de un diario
que marchara por la senda intelectual del pensamiento del
«Orteguita ese de los cojones», como le calificó un comisario de
policía a un compañero mío de facultad detenido por propaganda
ilegal.
Jesús de la Serna maduró la oferta de
dirigirlo durante no mucho tiempo, tras lo cual me comunicó que la
había rechazado. Se sentía comprometido con la empresa de
Informaciones, más ahora que habían
emergido dificultades. También pude entrever en su negativa una
decisión personal de no abordar nuevas aventuras profesionales, por
lo que no le insistí, aunque lo lamenté mucho. Para mí resultaba
palmario el hecho de que nos hallábamos ante el final de un ciclo
histórico y la oportunidad de vivirlo desde la fundación de un
diario de nueva planta me parecía algo único.
Tras el cese de Cabanillas en el ministerio
todo su equipo fue licenciado por el nuevo titular de Información,
el militar León Herrera, con la excepción de Manuel Jiménez Quílez,
un hombre estrechamente ligado a Fraga, que fue nombrado
subsecretario del departamento. A Rosón le ofrecieron la dirección
de operaciones en la empresa de cable vinculada a Televisión
Española. Era en realidad una compañía fantasma, sin actividad
alguna. Su sede estaba en la calle Valverde, a menos de doscientos
metros de la redacción de Informaciones,
con lo que solíamos vernos a menudo. Adquirimos la costumbre de
salir todas las mañanas, hacia las diez, a tomar un café en un
establecimiento cerca de los bajos de la Asociación de la Prensa,
en plena Gran Vía, que todavía lucía el nombre de avenida de José
Antonio. Comentábamos la actualidad política y él aprovechaba para
tenerme al tanto de los movimientos de Fraga, que seguía de
embajador en Londres. Me contó de la tentativa de crear una
formación parapolítica, una vez que don Manuel había decidido no
presentar ninguna asociación para su inscripción en el Ministerio
del Interior, contra los deseos del gobierno, que todavía pretendía
hacer buena su promesa de una ley que organizara a su manera el
pluralismo político. Josep Melià era uno de los más activos en
aquel intento, junto con el propio Pío. Asistí a algunas reuniones
y rehusé sumarme al comprobar que el proyecto estaba demasiado
trufado de jóvenes burócratas del régimen, más o menos de
extracción falangista.
De todas formas el empeño estelar de Fraga
por aquella época era sacar El País a la
calle. Su agregado de prensa en la embajada, Carlos Mendo, figuraba
como consejero delegado y director in
pectore. Estaba presionando a Jiménez Quílez y al propio
ministro para que dieran el permiso, pero Herrera y Carlos Arias no
se atrevían, porque sabían que Franco no quería concederlo. De
todas formas los fundadores de la empresa parecían dispuestos a
seguir adelante. Ramón Tamames, miembro del Comité Central del
clandestino partido comunista, figuraba en el consejo de
administración. Había colaborado en Cuadernos
para el Diálogo y en Informaciones,
y yo mantenía con él una relación fluida, amistosa. Una tarde me
telefoneó para explicarme lo que sucedía entre los promotores del
diario. Estaban convencidos de que antes o después obtendrían la
licencia de publicación y había un acuerdo entre todos en el
sentido de que era preciso nombrar nuevos directivos que
sustituyeran a Mendo, pues de ninguna manera aquel podía
convertirse en un periódico de Fraga. Mientras se aclaraba quién
iba a ser el director habían decidido nombrar un consejero delegado
y se sopesaba el nombre de Jesús Polanco. Él quería impedirlo a
toda costa, aunque aseguraba ser su amigo, y me preguntó si yo
conocía a alguien que pudiera aceptar el puesto. Se me ocurrió
aventurarle que, aunque Jesús de la Serna había rechazado la
dirección, bien podría decidir hacerse cargo de la empresa. Ramón
propuso formalmente su nombre en sustitución de Mendo, pero no fue
aceptado.
Al poco de la conversación con Tamames, se
puso en contacto conmigo Darío Valcárcel, otro de los promotores
del proyecto. Almorzamos juntos en El Trabuco, un restaurante
cercano a la sede de Informaciones famoso
por la calidad de su cocina y que con el tiempo se convertiría en
un bar de alterne. Yo apenas conocía a Darío sino de referencias.
Sabía que trabajaba para José María de Areilza como su hombre de
confianza y me pareció un personaje curioso, de una elegancia
impostada, como si quisiera imitar los ademanes y el carácter del
propio conde de Motrico. Durante un par de horas me explicó el
proyecto de El País, la correlación
interna de fuerzas y su convencimiento de que muy pronto el diario
podría salir a la calle. Me interrogó levemente sobre mis
posicionamientos políticos, elogió mis artículos y me dijo que mi
nombre estaba siendo considerado para un potencial puesto de
responsabilidad. No el de director, porque se lo iban a ofrecer a
Miguel Delibes, el novelista y académico que por entonces dirigía
El Norte de Castilla de Valladolid, pero
sí un cargo relevante. Le comenté que me podía interesar, ya le
había dicho a La Serna que aquel era un proyecto atrayente, y le di
permiso para que se hiciera eco de mi actitud. Fue aquel el primer
contacto con el grupo fundacional de El
País, al que por lo demás no le di mucha importancia. Mis
preocupaciones se hallaban centradas en mi jornada profesional y,
todavía, en el seguimiento de los sucesos de la calle del Correo,
pues con Cavestany continuaba ocupándome en la distancia de la
situación de la antigua profesora de nuestros hijos y de otros de
los encarcelados.
Hacia finales de febrero de 1975, Francisco
Fernández Ordóñez pronunció una conferencia en el Club Siglo XXI de
Madrid, una tribuna pública presidida por Antonio Guerrero Burgos,
general auditor al que se le atribuían buenas relaciones con el
Caudillo. El club reunía entre sus fieles a un buen número de
militares y altos funcionarios del Movimiento, pero también daba
cobijo a algunos periodistas e intelectuales disidentes. Era de
hecho el único lugar de la capital en el que se celebraban debates
mínimamente interesantes. La intervención de Fernández Ordóñez, que
apenas duró media hora, causó un impacto formidable en la opinión.
Reclamó sin tapujos la apertura de un período constituyente a la
muerte de Franco. Paco había sido subsecretario de Hacienda antes
de su incorporación al Instituto Nacional de Industria, no había
militado en la oposición al régimen y era respetado entre los
cuadros de la administración. Su propuesta causó un gran revuelo
entre los asistentes y en la cena/debate posterior al acto. Al
acabar la disertación se me acercó una persona de mediana edad que
empinaba el esqueleto como si quisiera disimular su talla. Vestía
de forma convencional.
—¿Eres Cebrián? –preguntó.
Tras presentarse él mismo me dijo:
—Tenemos que hablar de El País.
Así conocí a Jesús Polanco.
Durante 1975 la salud del dictador se había
ido deteriorando a ojos vista y España entera se preparaba para el
posfranquismo. El debate en la prensa se hizo más abierto, al mismo
tiempo que se intensificaba la represión. Comenzaron a desdibujarse
las reglas del juego, las líneas rojas que indicaban claramente lo
que se podía hacer y lo que no, lo que se debía o podía decir y lo
que no estaba en absoluto permitido. Las huelgas menudeaban, lo
mismo que las manifestaciones ilegales, y también las muestras de
protesta de los sectores ultraderechistas a las que se sumaban más
o menos abiertamente jefes y oficiales del ejército. Los intentos
de publicar El País se enmarcaban en esa
corriente de renovación que la sociedad española buscaba casi con
desespero.
A principios de primavera viajé a Londres
para unas reuniones con la prensa internacional. Los diarios
The Times, Le
Monde, Die Welt y La Stampa publicaban un suplemento trimestral
llamado Europa y desde Informaciones nos habíamos sumado a esa iniciativa,
de la que no participábamos con pleno derecho debido a la
inexistencia de libertad de prensa en España. Aproveché el viaje
para visitar a Fraga en la embajada española. Había estado con él
un par de veces más desde que había publicado la entrevista de
Gentleman. Aunque su personalidad no
terminaba de agradarme reconocía sus dotes políticas y su capacidad
de acción, y me parecía indudable que habría de jugar un papel
primordial en el devenir español. Hablamos, como siempre, de la
actualidad política y en medio de la conversación me espetó, casi
sin venir a cuento:
—Entiendo que le han ofrecido la dirección
de El País.
Fraga acostumbraba a llamar a todo el mundo
de usted.
—Nadie me ha dicho nada –contesté–. Solo
tuve un encuentro con Darío Valcárcel, quien me preguntó si me
gustaría trabajar allí.
Pareció sorprendido.
—Pues me he debido de adelantar –comentó–,
aunque en cualquier caso es lo mismo, le van a hablar un día de
estos.
Le aclaré que a mi entender le iban a
ofrecer la dirección a Miguel Delibes.
—Así ha sido, pero la ha rechazado. Él
quiere poner a Manu Leguineche, que es muy amigo suyo… otra
posibilidad. No obstante, creo que se lo van a ofrecer a usted. O a
lo mejor es solo la dirección adjunta.
De regreso del viaje llamé a Polanco, con el
que había quedado citado para una de esas fechas, y le expliqué lo
sucedido. Me confirmó que efectivamente estaban pensando en mí para
ponerme al frente del periódico y sugirió que tuviéramos una serie
de reuniones con José Ortega y Darío Valcárcel, quienes formaban
con él un triunvirato en la comisión delegada de la empresa.
Pretendía que discutiéramos sobre temas concretos para averiguar
cómo veía yo el futuro periódico, sin establecer todavía ningún
compromiso. Así lo hicimos durante todo el mes de mayo. Yo acudía a
las oficinas que Prisa, la empresa llamada a ser la editora, había
instalado en la calle Núñez de Balboa. Cada tarde, durante un par
de horas o así, Ortega, Polanco, Valcárcel y yo hablábamos de las
características del potencial diario. Por fin, a principios de
verano José me invitó a comer y me ofreció informalmente la
dirección. Quedaba un último escollo por eliminar: todavía no
contaban con el permiso de publicación y no sabrían cuándo podría
salir el periódico a la calle. Semanas más tarde nos reunimos a
cenar los cuatro. Era una noche calurosa del mes de julio y
estábamos en la terraza del Club de Campo de Madrid, un lugar
frecuentado por militares y funcionarios del régimen. Ortega, con
cierta timidez muy típica suya, me explicó que aunque me había
ofrecido prácticamente dirigir el diario no iba a poder ser. Mi
nombre había sido vetado por el presidente del gobierno, y tenía
capacidad de hacerlo pues de él dependía el permiso de publicación.
Arias me detestaba, consideraba que seguía siendo un comunista
infiltrado y que le había engañado durante mi estancia en TVE. Mis
comensales estaban evidentemente incómodos, porque habíamos hablado
de que el periódico sería un órgano independiente y democrático, y
ahora resultaba que el gobierno tenía capacidad de decisión sobre
quién lo podía o no dirigir. Ortega sugirió una solución de
compromiso. Pensaba ofrecer el puesto a Vicente Gállego, un anciano
periodista de raigambre republicana que tenía casi ochenta años y
disfrutaba de cierto prestigio entre la intelectualidad liberal. Yo
ocuparía la dirección adjunta y sería en realidad quien fabricara
el diario.
Gállego fungió como profesor mío en la
Escuela de Periodismo, aunque nunca asistí a ninguna de sus clases
pues yo cursaba los estudios con dispensa de escolaridad. Cuando me
examinó coincidí en el aula con José Antonio Novais, corresponsal
de Le Monde, acremente perseguido por la
dictadura y que había decidido obtener el título oficial de
periodista después de que el gobierno le amenazara con retirarle
las credenciales si no cumplía ese requisito. Tras pronunciar
Gállego el nombre de Novais para que se presentara al examen oral,
enseguida dijo en alta voz, de modo que lo pudiéramos oír todos los
presentes:
—No soy yo quien le puede examinar, señor,
sino más bien usted a mí. Usted es un maestro del periodismo.
Le Monde era
considerado la biblia profesional de la época, en parte porque la
gente de mi generación dominaba mejor el francés que el inglés, y
también porque acostumbraba a publicar, con la firma de Novais,
noticias y crónicas de España rigurosamente censuradas en la prensa
nacional. El periódico fundado por Beuve-Méry era además el más
difundido entre las embajadas de cualquier país y su influencia en
la política internacional, orientada desde el Elíseo, resultaba más
que notable. A nadie extrañó el reconocimiento del viejo Gállego al
corresponsal de tan admirado diario, gesto que por otra parte ponía
de relieve la cualidad humana y profesional del ilustre profesor.
De modo que no me pareció mal la solución propuesta por Ortega.
Este se mostraba medio aturdido, molesto con la situación, y me
insistió en que Gállego no duraría mucho en el puesto, apenas unos
meses; tenía una edad muy avanzada y en realidad lo aceptaría solo
por hacerle un favor a él. Por lo demás en la primera página
aparecerían las firmas de los dos responsables del periódico: la
del director y la del director adjunto. Yo no estaba preocupado
para nada en ese momento por los oropeles del cargo ni por mi
propia imagen. Lo que quería era hacer el diario, demostrar que en
España había profesionales y lectores capaces de alumbrar un
periódico de alta calidad, comparable a cualquiera de los grandes
rotativos del mundo, que ayudara a la construcción democrática y la
renovación cultural del país. Un periódico como Le Monde, como The New York
Times, a la vez crítico e institucional, que pudiera ayudar en
las tareas del cambio que se necesitaba.
Al finalizar la cena, Polanco me llevó a
casa conduciendo él mismo un viejo Mercedes cuyo parabrisas lucía
una considerable grieta. «No lo arreglo porque es muy caro cambiar
ese cristal. En realidad uso muy poco este coche –añadió–, prefiero
los utilitarios, pero necesito un haiga para impresionar a los
clientes de América, no se vayan a creer que negocian con un
empresario sin dinero.» Luego me explicó que al principio de su
carrera, en sus frecuentes viajes al Cono Sur solía alojarse en
hoteles de lujo por el mismo motivo, pero solicitaba las
habitaciones más baratas. Así y todo, como no le daba el
presupuesto, lo que se gastaba en alojamiento lo ahorraba en
comida. Eso había sido, claro está, en los comienzos de sus
andanzas americanas. Ahora poseía una fortuna regular, aunque en
ningún caso se consideraba a sí mismo un hombre rico.
Dado que los promotores iniciales de la idea
del diario no tenían dinero, Ortega se había dedicado a pedirlo a
sus colegas editores, y esa fue la razón por la que Jesús Polanco,
Juan Salvat, José Manuel Lara y otros representantes del gremio
entraron en el accionariado. Valcárcel, por su parte, pasó el
cepillo entre sus amigos políticos y personales, muchos de ellos
vinculados a José María de Areilza, como Antonio Senillosa, y otros
al incipiente partido liberal de Joaquín Garrigues. Este era el
caso de Joaquín Muñoz Peirats, Ximo para los amigos, un dandi
valenciano con intereses en la industria agroalimentaria y aires de
playboy. Estaba además bien relacionado con la familia real, sobre
todo con don Juan de Borbón, a quien prácticamente yo no conocía.
Le había estrechado la mano durante un viaje que hizo a Madrid,
siendo Areilza su secretario político, y le había visitado
brevemente en su casa de Estoril, la famosa Villa Giralda, donde
pude comprobar en persona las estrecheces económicas que padecía.
Mantuvimos una larga conversación arrellanados en un tresillo de
piel cuya borra asomaba a borbotones por los agujeros que el tiempo
y el mal uso habían causado en el sofá. Se me antojó un símbolo de
la decadencia de la institución que don Juan encarnaba. Él era un
desconocido para los españoles de mi generación, y alguien al que
se le atribuía no haber tenido el coraje de reclamar el trono de
forma efectiva cuando pudo hacerlo tras la derrota del Eje en la
guerra mundial.
En el otoño de aquel año todo el mundo daba
por descontado que el franquismo agonizaba sin remedio, pero sus
coletazos finales resultaron durísimos, como si alguien quisiera
corear los estertores del dictador con las convulsiones sociales
originadas por la represión. El fusilamiento en septiembre de cinco
activistas del FRAP y ETA había provocado una protesta generalizada
en toda Europa. La embajada española en Lisboa fue asaltada por
revoltosos locales a los que protegía el propio ejército luso,
mandadas las tropas por el coronel Otelo Saraiva de Carvalho, al
que la prensa internacional consideraba un líder emblemático de la
Revolución de los Claveles, aunque muchos de quienes le conocían
pensaban que en realidad era poco más que un payaso. El 1 de
octubre se convocó una manifestación en la plaza de Oriente para
vitorear al Caudillo, que salió al balcón del Palacio Real
acompañado del príncipe y de la princesa Sofía. A nadie le pasó
desapercibido el semblante adusto del heredero. Coincidiendo con la
celebración del acto, en zonas de Madrid alejadas de la
concentración, tres policías armados cayeron asesinados en acciones
terroristas de incierto origen. Serían reivindicadas enseguida por
los GRAPO[8],
un grupúsculo violento y marginal que había protagonizado otras
acciones similares meses antes. Pero fue esa fecha del 1 de
octubre, cuando el dictador era aclamado por las masas que seguían
fieles a él, la adoptada por los terroristas para rebautizar su
organización.
Poco después, y cuando ya era evidente que
de una forma u otra yo dirigiría El País,
Muñoz Peirats me sugirió organizar un encuentro con el conde de
Barcelona para discutir sobre el futuro de España y explicarle cómo
veía yo el proyecto del periódico. Me pareció una buena idea y
quedamos citados en el hotel de Laussane donde se alojaba don Juan.
La fecha no era muy conveniente para mí, pues con gran anterioridad
había quedado para cenar también ese mismo día en Londres con
Manuel Fraga. Finalmente comprobé que los horarios de los aviones
me permitían combinar ambas cosas. Tomé a hora temprana un vuelo en
Madrid hacia Ginebra y conduje un coche de alquiler hasta la ciudad
vecina, residencia de mi anfitrión.
Don Juan me recibió con una enorme
cordialidad, tratándome de usted para mi sorpresa, en contra de la
costumbre borbónica de tutear a todo el mundo. Se movía
trabajosamente, arrastrando una gran humanidad que enseguida
inspiraba confianza al interlocutor. Apenas nos sentamos a la mesa,
un ayudante se acercó para susurrarle algo al oído. «Me va usted a
perdonar, pero me llama el príncipe, dice que es urgente.» Regresó
a los pocos minutos bastante alterado. «Al Caudillo –me llamó la
atención que lo llamara así– le ha dado un sofocón en pleno Consejo
de Ministros. Los médicos han interrumpido la reunión y se lo han
llevado con urgencia.» A partir de ahí la comida transcurrió con
más celeridad de la prevista y la conversación estuvo íntegramente
dedicada a analizar las dificultades que enfrentaría don Juan
Carlos cuando Franco muriera. En ningún momento el conde de
Barcelona dijo nada que hiciera suponer que fuera a reclamar sus
derechos dinásticos frente a su hijo. Todavía se levantó un par de
veces de la mesa antes del postre para atender llamadas sobre el
mismo tema y acabamos el almuerzo con cierta precipitación. Conduje
con celeridad mi auto alquilado hasta el aeropuerto, donde tomé
otro avión para Londres. Llegué más de una hora tarde a la cena con
el embajador. Nada más estrechar su mano me disculpé por el enorme
retraso.
—Estuve en Suiza comiendo con don Juan y la
comida se complicó por lo de Franco.
—Está muy bien don Juan –me replicó–, es una
persona apreciable. Solo hay una cosa que le diferencia a él de
usted y de mí, un obstáculo insalvable. –Sin darme tiempo a
preguntarle, enseguida sació mi curiosidad–. A nosotros nunca se
nos ocurriría pensar que podemos ser reyes de España, presidentes
de la República quizá sí, pero no reyes. Los que se han educado
pensando que pueden reinar son distintos al resto de los
mortales.
Cenamos a solas y tomamos un oporto tras los
postres. «Dado que no hay señoras no tenemos que invitarlas a pasar
a otro salón, como hacen los ingleses. Una tradición del todo
justificada.» Después de ese comentario, nuestra conversación se
alargó en torno a la situación política y la eventual publicación
de El País. «Por aquí han venido Jordi
Pujol y Ramón Tamames –murmuró–, la realidad es que viene mucha
gente. El otro día estuvieron Ortega y Polanco, quedamos en que
usted será el director, pero el permiso de publicación no llega,
hoy debía llevarlo León Herrera al Consejo de Ministros, aunque con
lo que ha sucedido, no sé…» Interrumpió su monólogo una llamada
telefónica para decirle que la BBC había dado la noticia de la
muerte del Generalísimo. «No es verdad, ya he hablado con Madrid,
está grave, pero no se muere aún.» Paseamos por los amplios salones
de la embajada, un palacete en el corazón de Belgravia adquirido
por el Estado antes de la boda de Alfonso XIII con la reina
Victoria Eugenia. Si la Casa Real española iba a emparentar con la
corte de san Jaime era preciso tener allí una sede diplomática a
tono con el acontecimiento. En su inauguración estuvo presente el
joven general Franco, que formaba parte del séquito real en la
ceremonia.
Fraga quería hablar del periódico, le
interesaba cómo sería la sección política, soñaba con una crónica
parlamentaria al estilo de las que publicaba el Times de Londres, pero también quería contar con
una sección de libros parecida a la de los grandes diarios
británicos. Como se hacía tarde me invitó a almorzar al día
siguiente para seguir conversando. «También viene un amigo mío, un
profesor americano, le divertirá conocerlo.» No se equivocó en la
predicción. El huésped era un antropólogo sexagenario que había
dedicado su vida al estudio de las costumbres de las tribus
indígenas en los Estados Unidos. Amenizó el almuerzo con infinidad
de anécdotas y al final del mismo, al que asistieron también su
esposa y la del embajador, le entregó a este una especie de cetro
tallado en madera del que colgaban unos abalorios de plumas.
—Sirve para ahuyentar los malos espíritus.
Lo podemos probar ahora si quieres.
Ni corto ni perezoso, empezó a ensayar una
danza ritual en los salones de la embajada al tiempo que invocaba a
Manitú. Los presentes le acompañamos con entusiasmo, ensayando los
pasos de una especie de cumbia improvisada, dando saltitos por los
corredores y entonando sonidos guturales cuya estridencia
tratábamos de regular poniendo de forma intermitente las manos
sobre la boca. A los pocos minutos dio por terminado el oficio y
nos comunicó con toda seriedad que la residencia y sus habitantes
habían quedado purificados. El tiempo demostraría cuán errado
estaba.
De regreso a Madrid me encargué de hacer los
preparativos para cuando llegara la noticia de la esperada muerte
de Franco. Me visitó Armando Muñoz Salinas, un escritor conocido en
pequeños círculos intelectuales que presumía de representar al
partido comunista en el interior. El Comité Central le había
ordenado desde París que tomara contacto con la mayoría de los
medios de comunicación, sobre todo con aquellos, como Informaciones, que cobijaban opiniones
democráticas. Daba por hecho que al Caudillo le quedaban unas pocas
horas y quería informarme de que el partido estaba preparado para
salir a la calle si era necesario, pero no había nada que temer,
ellos eran gente de orden, aunque no iban a aceptar la sucesión en
la persona de don Juan Carlos, al que Santiago Carrillo ya había
definido como Juan Carlos el Breve. El secretario del PC español
encabezaba, junto con el italiano Enrico Berlinguer y a un
reticente Georges Marchais, lo que dio en llamarse el
eurocomunismo, corriente que trataba de distanciarse de la Unión
Soviética después del fracaso del experimento Dubcek en
Checoslovaquia y que contaba con el cínico apoyo del tirano rumano.
Los comunistas españoles eran de hecho la única fuerza política de
oposición organizada en España. Contaban con la poderosa palanca
del sindicato Comisiones Obreras, que operaba como un instrumento
del propio partido, y con la alianza de sectores de la burguesía
representados en la Junta Democrática. Nadie parecía poder
disputarles el protagonismo en la izquierda, con un PSOE dividido
entre los históricos y los renovados del interior, y prácticamente
inexistente para la opinión pública durante los años de la
dictadura.
La agonía del dictador comenzaba a alargarse
más de lo previsto. Después de una azarosa operación a vida o
muerte en las instalaciones de la guardia del palacio de El Pardo,
la familia decidió ingresarle en el hospital La Paz. El país entero
vivía pendiente de los partes que se producían con regularidad y en
los que «el equipo médico habitual» informaba crípticamente de la
salud del general. Las gentes empezaban a tomárselo a broma. Se
saludaban entre ellas con jaculatorias como «está peor» o «está
mejor», referidas a la condición del estado último del Caudillo.
Todo el mundo esperaba un desenlace inminente y en la redacción de
Informaciones organizamos turnos que
cubrieran las veinticuatro horas. Para matar el rato jugábamos al
mus y al póquer aguardando la llamada de teléfono que nos informara
de la noticia que tanto esperábamos. Vivimos aquellos días sin
ningún dramatismo, incluso con cierto aire de fiesta, dando por
sentado que el régimen acabaría tras la muerte del general.
Una estrella emergente de nuestro teatro,
José Luis Gómez, recién llegado de Alemania, donde había comenzado
su brillante carrera de actor y director, se atrevió a poner en
escena por esos días La resistible ascensión
de Arturo Ui, sátira inmisericorde contra Adolf Hitler firmada
por Bertold Brecht. Para hacerla más tragable para la censura,
Gómez utilizó el truco sutil de estrenarla en versión de Camilo
José Cela, uno de los intelectuales más respetados por el régimen.
La sala del teatro donde se celebraba la función era un hervidero
de sobrentendidos. Resultaba imposible no relacionar la figura
histriónica de aquel monstruo genocida fundador del nazismo con la
piltrafa humana en que se había convertido el Generalísimo,
enchufado a una máquina y agujereado como un acerico, en la sala de
un hospital que él mismo había inaugurado con motivo de los
veinticinco años de la victoria de las tropas franquistas en la
Guerra Civil. Acudí a ver el montaje de Brecht aprovechando un
tiempo perdido entre los partes médicos que informaban con
regularidad a la ciudadanía de la salud del jefe del Estado. Vivir
semejante circunstancia causaba una extraña impresión. La agonía se
prolongaba tanto que las gentes desconfiaban de lo que en verdad
estuviera ocurriendo en el interior de la clínica. Cundía la
sospecha de que se trataba de prolongar artificialmente su vida a
fin de organizar la sucesión. Luego supimos que en realidad nadie
estaba preocupado de otra cosa que no fuera el reparto del pastel
entre la familia, enfrentada a los amigos y colaboradores del
dictador. Otro tema de discusión entre ellos eran las minucias
protocolarias del sepelio.
A última hora de la tarde del 19 de
noviembre de 1975 me encontraba en mi despacho a la espera de
novedades. Corrían rumores de que la muerte de Franco era inminente
y decidí quedarme a cenar en el periódico. Sobre las diez de la
noche recibí una llamada de fuente fiable que me aseguraba que
había fallecido. Intenté comprobar la noticia con el gobierno, que
guardaba un mutismo absoluto. Periodistas destacados en la clínica
y personal auxiliar de esta se hicieron igualmente eco de los
rumores mientras arreciaban las plegarias de los grupos de
fanáticos apostados a la puerta del hospital, empeñados en
solicitar al Altísimo la sanación del dictador o su resurrección si
conviniere. Antes de las once de la noche ya había un
convencimiento extendido en muchas dependencias oficiales de que
Franco había expirado, pero las noticias seguían sin confirmarse.
Alguien me susurró que efectivamente estaba muerto, pero que el
gobierno y la familia habían tomado la decisión de aguardar a la
medianoche con el fin de ganar todavía un tiempo para los
preparativos necesarios y, de paso, hacer coincidir la fecha del
fallecimiento con la del fusilamiento, cuarenta años atrás, de José
Antonio Primo de Rivera. Así fue. El 20N quedó para la historia
como fecha indeleble de la memoria del franquismo, en perfecta
comunión con el partido fascista español. Para mi generación marcó
el fin de una pesadilla que había divido y empobrecido al país
durante décadas.