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¡Marietta, Marietta!
Desde el comienzo del periódico traté de
combinar los muy amplios poderes que tenía como director con un
trabajo en equipo. El desafío ante el que me encontraba era grande
y mi mayor fortaleza era la redacción. Se trataba de un conjunto
tan joven e inexperto como motivado por la tarea que tenía entre
manos. Las principales decisiones institucionales que afectaban a
la estructura del diario, como el orden de páginas, que decidimos
que comenzara por la información internacional, y dos novedades
absolutas en el panorama de la prensa española de la época, el
libro de estilo y el estatuto de la redacción, fueron diseñadas en
interminables reuniones de trabajo en las que procurábamos buscar
el consenso. Trabajábamos en permanente debate e intentábamos hacer
una autocrítica severa sobre nuestra actuación, por lo que era
frecuente que convocara a mis colaboradores en horas tempranas del
día para someter a juicio nuestro propio trabajo. La mañana del 11
de diciembre de 1976 andábamos enfrascados en una de dichas
sesiones cuando llegó la noticia de que el presidente del Consejo
de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, había sido secuestrado
en su oficina por un comando de hombres armados.
Había sido aprehendido a plena luz del día,
en su propio despacho y en presencia de sus colaboradores, que
pudieron ver la cara a los delincuentes pues no iban enmascarados,
aunque los testigos se mostrarían luego incapaces de recordar con
precisión ningún rostro. Pasaron largas horas sin que nadie
reivindicara los hechos. La mayoría de las sospechas apuntaban a
ETA, pero el método utilizado no se correspondía con la forma de
actuar de los terroristas vascos, por lo que muchos dudaban a la
hora de atribuirles el secuestro. Le pedí a Jesús Ceberio,
corresponsal nuestro en Bilbao, que pasara a Francia y tratara de
ponerse en contacto con los etarras. En aquella época era
relativamente fácil y frecuente que los periodistas mantuvieran
contactos con el entorno abertzale. En
cualquier bar de Hendaya, San Juan de Luz o Biarritz se podía
encontrar uno con personas vinculadas a lo que ya por entonces se
llamaba Movimiento de Liberación Nacional Vasco dispuestas a
ofrecer e intercambiar información. A última hora de la tarde
recibí un telefonazo de Ceberio.
—¡No ha sido ETA! –dijo con su habitual
economía de palabras–. No saben nada, no tienen ni idea de dónde
parte esto.
Nada más colgar pedí a mi secretaria que me
pusiera al habla con Rosón, gobernador civil de Madrid.
—Juan –le dije–. Te aseguro que no ha sido
ETA.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan
seguro?
—Porque así me lo ha dicho Ceberio, y si él
lo dice no hay duda de que es verdad. Sus fuentes no fallan.
Mi confianza en Jesús y en sus dotes
profesionales era absoluta. Se trata de uno de los mejores
periodistas que he conocido en mi vida. Sobrio de maneras, sereno
de actitud, riguroso en su trabajo, le tocaría con el tiempo
dirigir El País en la etapa de mayor
esplendor del periódico.
Poco después de hablar con Rosón, que apenas
me hizo comentario alguno, se abrió sin que nadie avisara la puerta
de mi despacho e irrumpió en él Soledad Álvarez Coto: «¡Hay una
llamada de los secuestradores!». Parecía presa de una gran
excitación, hablaba atropelladamente y no ocultaba su nerviosismo.
Una vez calmada me explicó que había recibido un mensaje telefónico
que reivindicaba la autoría del hecho en nombre de los GRAPO, que
ya habían perpetrado varios asesinatos de guardias civiles y
policías en los meses precedentes. La banda se presentaba como el
brazo armado del Partido Comunista Reconstituido, una escisión
minúscula, manipulada por los servicios secretos y la policía
política, del Partido Comunista de España.
El comunicante indicó a Soledad que en una
cabina telefónica de la calle Alcalá de Madrid había un mensaje de
los secuestradores que explicaba algunos detalles. Mi despacho
estaba abarrotado de periodistas que oyeron la noticia, y Julio
Alonso, director de diseño y uno de los miembros más entusiastas
del equipo fundador, se ofreció a recoger el recado. Le ordené que
fuera acompañado e insistí en que tomara toda clase de
precauciones.
Cuando Julio marchó, Soledad me pidió hablar
a solas.
—No te lo creerás, pero yo sé quién ha
llamado –me espetó.
—¿Qué me dices?
—¡Como lo oyes! Era un compañero mío de la
Escuela de Periodismo. Un gallego de voz inconfundible. Incluso
creo que se esforzaba en poner de relieve su acento para que le
reconociéramos.
—¿Le reconociéramos quiénes? ¿Alguien más ha
hablado con él?
—Sí, Jesús de las Heras. Coincidimos los
tres en el curso y como estaba al otro lado de mi mesa le pedí que
cogiera el auricular para comprobar que yo no estaba
alucinando.
De las Heras, un experimentado reportero de
sucesos, ratificó una por una las aseveraciones de Álvarez
Coto.
—No tengo la menor duda, se trataba de Pío
Moa.
—¡Bueno! No le comentéis esto a nadie.
¿Sabéis algo más de él?
Lo sabían todo, o casi todo. Su dirección,
que al parecer había abandonado hacía tiempo pues se barruntaba que
la policía le seguía los pasos; el nombre de su novia y el
domicilio de esta; también no pocas anécdotas de su vida privada.
Les conminé a que guardaran absoluto silencio sobre lo que me
habían contado y enseguida llegó Julio Alonso, que volvía de
recoger el mensaje de los secuestradores. Le había costado mucho
encontrarlo. La cabina telefónica estaba sucia y repleta de
anuncios y avisos de gentes que solicitaban trabajo. Después de una
intensa búsqueda, y casi por chiripa, cuando ya desesperaba y
comenzaba a pensar que nos habían gastado una broma pesada, se dio
de bruces con un papelito doblado, semioculto entre la multitud de
residuos que alfombraban el lugar. Era una nota manuscrita a lápiz
en mayúsculas. Reivindicaba el secuestro del presidente del Consejo
de Estado y reclamaba, a cambio de su libertad, la de varios presos
políticos. La fotocopié antes de enviarla a Rosón, al que volví a
llamar para ponerle al tanto. El gobierno, por el momento, no tenía
ninguna noticia al respecto y ese fue el primer aviso que recibió
sobre la autoría del secuestro. Nada dije sobre la identificación
probable de uno de los terroristas, pero sí se lo comenté a Julio
Alonso, que también conocía a Moa. Publicamos al día siguiente el
comunicado y las circunstancias en que nos había sido transmitido,
aunque la credibilidad del mensaje permanecía en entredicho.
La mañana del día 12 amaneció soleada. Por
entonces los lunes no se publicaban diarios en España, y se
otorgaba la exclusiva de edición en dicha fecha a las Asociaciones
de la Prensa, que sacaban a la calle unos semanarios informativos
de medio pelo llamados Hoja del Lunes.
Los domingos eran, pues, los únicos días de asueto para los
periodistas. Habituales trasnochadores, aprovechábamos para
levantarnos tarde. Por eso me irritó que poco antes de las nueve
sonara el teléfono. El conserje, un guardia civil retirado cuya
corpulencia resaltaba aún más su cortedad mental, casi no podía
pronunciar palabra. «Han vuelto a llamar… –me dijo– … han vuelto a
hacerlo… Avisaron de que hay otra nota en los lavabos del bar
Cordero.» Este era una tasca a unos cientos de metros del diario,
en la plaza de la Cruz de los Caídos, habitual punto de
convocatoria de las manifestaciones obreras. Allí servían comidas
decentes y baratas, por lo que muchos redactores acudían con cierta
frecuencia. Restregándome todavía las legañas llamé de nuevo a
Julio Alonso, al que también saqué de la cama, para darle la
noticia. Descolgó el teléfono su compañera sentimental, Neliana
Tersigni, corresponsal del Paese Sera de
Italia. Cuando les expliqué de qué se trataba se pusieron de
inmediato en marcha, dispuestos a recoger el nuevo comunicado.
Luego hablé con Martín Villa, ministro del Interior, para darle
conocimiento del hecho, y enseguida recibí también las iras nada
contenidas del ministro de Información, Andrés Reguera, que se
quejó de que no le hubiera llamado a él.
—Soy tu ministro –explicó cuando le
interrogué por qué motivo debía haberlo hecho.
—Ah, perdón –contesté–, no sabía que los
periodistas teníamos un ministro al que dar cuenta de nuestros
actos.
Cuando Julio y Neliana llegaron al bar,
varias personas desayunaban en la barra. En una esquina, frente a
un café con churros, un individuo de mediana edad leía la edición
dominical de El País. Julio entró en el
servicio de caballeros y salió a los pocos minutos. Había divisado
un papel plegado entre la cisterna del inodoro y la pared, pero
estaba demasiado alto y ni aun subiéndose a la taza del retrete
podía alcanzarlo. Necesitaba la ayuda de Neliana, con la que se
encerró de nuevo en el cuarto de baño. Izándola en brazos, ella
pudo alcanzar el comunicado. Al salir se toparon con las miradas
adustas y censoras de algunos clientes y del camarero, que les
reprochaban en silencio su encierro en la toilette masculina. El individuo que leía el
periódico les regaló una sonrisa antes de ocultar el rostro entre
sus páginas.
Cuando llegaron a mi casa pasaban ya las
horas del mediodía. Martín Villa había enviado una limusina negra
con tres policías que me habrían de conducir a su despacho en
cuanto yo recibiera el mensaje. Se trataba de una carta manuscrita
del propio Antonio María de Oriol en la que decía estar bien de
salud y solicitaba a su familia que atendieran las condiciones para
su liberación. Antes de abandonar mi domicilio, Julio me narró su
peripecia con Neliana en el cuarto de baño, para añadir después:
«¿Sabes quién estaba en la barra tomando un café? ¡El mismísimo Pío
Moa!».
Pensé que este quería comprobar que los
redactores recogían la nota, aunque enseguida me asaltó otra
sospecha: pretendía quizá, de nuevo, comunicar que él era el
responsable de todo aquello. Si no había bastado su voz para
identificarle, convenía presentarse en persona.
En el despacho del ministro me encontré con
una verdadera aglomeración de prebostes políticos y mandos
militares. Junto a Martín Villa, apretujados en un espacio
relativamente reducido, estaban el director general de la Guardia
Civil, su jefe del Estado Mayor, el de la policía, el subsecretario
del Interior, el gobernador de Madrid, otro buen número de
uniformados y los hijos de Oriol, junto con su yerno Miguel Primo
de Rivera. Hubo un gran revuelo cuando saqué del bolsillo de mi
americana el papelito con la misiva de la víctima. La carta comenzó
a pasar de mano en mano y pensé que si había alguna esperanza de
que la policía científica pudiera identificar huellas o algo
parecido nada podría hacerse tras aquel manoseo espectacular. Al
fin los familiares de Oriol lograron apoderarse del mensaje. Lo
primero que dijeron, antes incluso de leerlo, fue: «No cabe duda.
Es la letra de nuestro padre».
Comenzaron a bombardearme a preguntas para
las que yo no tenía respuesta. Hablaban entre ellos acalorados. Sus
palabras no parecían tener objeto alguno más que el de expresar su
indignación y la necesidad de hacer algo, sin especificar qué. En
medio del pequeño tumulto, le dije al ministro que quería hablar a
solas con él. Rodolfo me invitó a pasar a un despacho contiguo, su
verdadero lugar de trabajo, pues aquel en el que nos encontrábamos
lo usaba únicamente para actos de representación. Intenté cerrar la
puerta a mis espaldas, pero una presión me lo impedía. El
subsecretario José Miguel Ortí Bordás la estaba empujando para
colarse materialmente en la habitación sin que nadie se lo hubiera
pedido. Me molestó, porque yo tenía una cierta relación con
Rodolfo, aunque lejana, desde sus tiempos de jefe nacional del SEU,
y me inspiraba confianza después de que hubiera ayudado a Suárez a
impulsar la Ley de Reforma Política, un paso previo a la llegada de
la democracia para facilitar una especie de continuidad legal con
las instituciones de la dictadura, a fin de evitar las acusaciones
de perjurio al rey, toda vez que había prometido lealtad a los
principios del Movimiento. De Ortí Bordás guardaba en cambio muy
mala imagen, originada en nuestros tiempos de la universidad. Me
parecía un fascista trasnochado y no me inspiraba simpatía
alguna.
—Lo que os voy a decir no quiero que salga
de aquí –comenté.
Me invitaron a hablar con total libertad,
garantizándome secreto absoluto.
—Aunque os parezca ridículo, yo sé quién ha
secuestrado a Oriol. Sé cómo se llama, conozco su último domicilio
y el de su novia.
Me miraron estupefactos. Les expliqué
enseguida las circunstancias en que se habían entregado las notas,
el inconfundible acento del interlocutor telefónico, su osadía al
presentarse en el bar ante los redactores del diario. Ortí Bordás
tomó notas de forma improvisada en el reverso de un tarjetón. Luego
añadí algo que era fruto de mi propia reflexión y del análisis
hecho por un grupo de redactores.
—Por el lugar donde se han depositado las
notas y otros detalles menores –les dije–, creemos que Oriol está
preso en un sitio no muy lejano del periódico, quizá en el barrio
de La Elipa.
No teníamos prueba alguna al respecto, pero
sí muchas intuiciones. Luego me encaré con los dos y les dije
abiertamente:
—Escuchad, sé que todo esto es muy
complicado, y estoy dispuesto a colaborar con la policía, con solo
una condición: el único interlocutor soy yo. No admito que sea
interrogado ningún redactor del diario. Si se rompe esta regla no
podremos seguir adelante.
No respondieron nada a mi solicitud, pero di
por hecho que habría de cumplirse. El gobierno continuaba
absolutamente a ciegas sobre la autoría del secuestro y nos
necesitaba.
Abandoné el ministerio pasadas las tres de
la tarde y me dirigí a casa de mis padres, donde acostumbraba a
almorzar los domingos con mi familia. Apenas empleé diez minutos en
el trayecto, un cuarto de hora a lo máximo. Cuando llegué mi madre
me estaba esperando con el teléfono en la mano y me dijo:
—Te llama Rodolfo Martín Villa.
—No puede ser –protesté–, acabo de estar con
él.
—Pues está él mismo al aparato.
Me abalancé sobre el auricular y no tuve ni
siquiera ocasión de preguntar nada.
—Lo que has contado funciona. Estamos sobre
la pista de Pío Moa y los datos vuestros son coherentes. Te ruego
que no lo publiques todavía.
—Y yo te insisto en que ningún redactor
nuestro sea detenido ni interrogado.
Colgué convencido de que se acababa de abrir
la caja de los truenos. Los acontecimientos posteriores así lo
demostraron.
El secuestro de Oriol y Urquijo se convirtió
en una verdadera pesadilla para el gobierno, que se encontraba
absolutamente a ciegas respecto a lo que sucedía. Los
secuestradores continuaron enviando recados a nuestra redacción en
que exigían la liberación de varios presos políticos, una suma de
dinero importante, a la que renunciarían en el curso de los
acontecimientos, y un avión que los condujera a Argel. Varios
despachos de abogados, entre ellos el de Joaquín Ruiz-Giménez, se
ofrecieron públicamente como intermediarios para negociar, y el
gobierno me pidió que nuestros periodistas trataran de conectar con
el Partido Comunista Reconstituido (PCR), el brazo político de los
GRAPO. En la redacción había un militante de dicho partido del que
todos sospechaban que era un confidente policial. Le preguntamos
por las posibilidades de establecer un contacto y, sin dar una
respuesta afirmativa, dio a entender que podía intentarse. Mientras
tanto el juez de la Audiencia Nacional José María Carretero, un
instructor de talante democrático que se encontraba de guardia el
día de autos, se encargó de la investigación. Me llamó a declarar y
me comunicó que los teléfonos del diario iban a ser intervenidos.
Al poco se estacionó una furgoneta delante de nuestra sede que
evidentemente cumplía con una función de vigilancia. Los militares
del servicio de inteligencia fueron por su parte más expeditivos.
Un capitán al mando de otros cuatro o cinco oficiales se me
presentó solicitando que les proporcionara un despacho cercano al
mío para poder intervenir las líneas telefónicas del diario.
Después de una breve negociación con el gobierno me vi obligado a
acceder a dicho ruego. No se fiaban del juez Carretero y pretendían
abrir una línea de investigación diferente. Desde una habitación
contigua a mi secretaría, los militares intentaron una negociación
con un presunto representante de los secuestradores y hubo un
equipo que se desplazó a París con una maleta repleta de billetes
en un intento fallido de pagar el rescate. Rosón por su parte me
pidió que hablase con el embajador argelino, con el que yo guardaba
una cierta amistad, y le preguntara si su gobierno estaba dispuesto
a conceder asilo a los terroristas. Me negué en un principio, pero
cedí después a la solicitud, cuando el propio Rosón me explicó que
el gobierno no podía dar signos de debilidad haciendo una consulta
oficial al respecto. Llamé pues al embajador. Se sintió muy
sorprendido y me preguntó por qué no se le preguntaba por la
adecuada vía diplomática. Tuve que pedir disculpas por mi
intervención y comprendí que había sido utilizado de mala manera.
Pero la vida de Oriol y Urquijo peligraba y, con ella, todo el
proceso de transición recién iniciado con la Ley de Reforma
Política. Me parecía un deber moral tratar de cooperar con el
gobierno para ayudar a evitar un desastre. Naturalmente mi actitud
respondía también a los indudables réditos informativos que nos
producía el estar en el núcleo de la noticia. Esto era así hasta
tal punto que, cuando los secuestradores dieron un ultimátum si no
se cumplían sus condiciones y anunciaron que ejecutarían a su
rehén, el ministro Reguera me llamó varias veces por teléfono la
noche en que se cumplió el plazo para saber si teníamos noticias
del desenlace. «Piensan que te van a arrojar el cadáver de Oriol a
la puerta del periódico», me comentó Martín Prieto, por entonces mi
mano derecha como adjunto a la dirección. Y algo debía de haber al
respecto. Pero los terroristas decidieron dar marcha atrás en sus
amenazas y enviaron una fotografía del secuestrado en el que este
aparecía leyendo un ejemplar de El País
de una fecha reciente, posterior al cumplimiento del ultimátum,
como prueba de vida.
Convertido nuestro periódico en casi el
único vínculo de diálogo con los secuestradores (semanas más tarde
enviarían también algunos comunicados a la redacción de Informaciones, dirigida por Jesús de la Serna),
anunciaron su disposición a hablar con los hijos del rehén.
Exigieron que el contacto se confirmara a través de un anuncio en
el periódico y así lo organizamos. Los equipos de intervención de
las comunicaciones nos pidieron que el diálogo tuviera lugar desde
la centralita del diario, a la que me trasladé junto con los
familiares de la víctima. La conversación duró poco, porque los
terroristas no propusieron nada nuevo. Uno de los hijos de Oriol
pidió hablar con su padre, favor que no le fue concedido, y acabó
presa de una enorme excitación insultando a sus captores: «Sois
unos hijos de puta, cabrones, nos las pagaréis». Todos esos
incidentes hicieron que aumentara extraordinariamente la tensión
interna en el periódico. Los redactores se sentían amenazados,
escudriñados e indefensos, y no solo los que cubrían la información
del secuestro. Algunos de los que se habían puesto en contacto con
militantes del PCR comenzaron a temer por su seguridad física.
Ángel Luis de la Calle entró una tarde en mi despacho con la cara
visiblemente demacrada y blandiendo un tubito de metal. Era el
conducto del líquido de frenos de su coche, que en su opinión había
sido serrado por alguien para provocarle un accidente. Comuniqué al
gobierno los hechos y no recuerdo ahora si llegamos a presentar una
denuncia en comisaría, siguiendo mi primer impulso. Desistimos
entonces de tratar de establecer diálogo alguno con los
secuestradores, que continuaban depositando mensajes en cabinas
telefónicas, lavabos de bares, estaciones de metro y bancos de los
parques públicos. En cierta ocasión el equipo que fue a recoger uno
de dichos recados fue detenido con brutalidad por la policía, que
pretextó haberlos confundido con los propios terroristas. Metieron
el cañón de sus pistolas en la boca de uno de los reporteros
mientras a otro le bajaban la cremallera de la bragueta al tiempo
que le apuntaban a los genitales. Conducidos a la Dirección General
de Seguridad, en la Puerta del Sol, fueron golpeados e interrogados
hasta que una intervención directa del ministro, con quien yo me
encontraba a la espera del comunicado, determinó su liberación.
Mientras padecíamos aquella sarta de agresiones, combinadas con
frecuentes visitas de la policía secreta que pretendían
intimidarme, como si de alguna manera el diario fuera responsable
de los hechos, iba creciendo entre nosotros la impresión de que el
GRAPO y el PCR eran en realidad montajes policiales que se les
habían escapado de las manos a sus creadores. El secuestro de Oriol
parecía formar parte de una estrategia de desestabilización
diseñada por alguien dispuesto a impedir el proceso democrático.
Para colmo, se encargó de la investigación un tal comisario Conesa,
inspector durante el franquismo de la Brigada Político-Social, una
especie de Gestapo de la dictadura. Corrían sobre él toda clase de
fundadas leyendas acerca de su siniestro proceder con los
detenidos, a los que torturaba con indisimulado placer. Javier
Pradera había sido interrogado por él cuando le detuvieron durante
los disturbios estudiantiles de 1956. Se negó a declarar exhibiendo
su condición de oficial jurídico del ejército. El policía sufrió
entonces un ataque de ira, comenzó a aporrear con fuerza su mesa y
a insultarle, «pero no me tocó un pelo, porque sabía que no podía
hacerlo y que debía ponerme de inmediato a disposición de las
autoridades militares». Estas prefirieron pactar con él una
discreta salida del cuerpo antes que el escándalo de someter a
consejo de guerra al hijo de un mártir de la Cruzada Nacional y
nieto del fundador del pensamiento tradicionalista español que
inspiraba los valores del Movimiento.
El tiempo pasaba mientras menudeaban nuevos
mensajes de los secuestradores y cartas del rehén a su familia,
entregadas a veces a la redacción de Informaciones y prioritariamente a la nuestra.
Parecía como si se hubiera estabilizado la situación. Oriol
insistía en sus misivas en la necesidad de una negociación que
permitiera liberarle, y yo me reunía con frecuencia con miembros
del gobierno y con el yerno del rehén, Miguel Primo de Rivera, para
tratar de colaborar en el rescate potencial de la víctima. Llegamos
a publicar un editorial que contenía un mensaje en clave para los
terroristas, tal y como ellos demandaron. Pero la actualidad
política se veía agitada por otros intereses, singularmente los de
la posibilidad o no de que se crearan partidos políticos después de
la reforma aprobada en referéndum, y la eventualidad de que los
comunistas decidieran integrarse en el proceso, pese a que los
militares habían recibido promesas formales de Suárez en el sentido
de que no se les permitiría.
En esas circunstancias, en vísperas de
Nochebuena fue detenido en Madrid Santiago Carrillo, que ya había
entrado antes repetidas veces en España disfrazado con una peluca
rubia. La noticia de su apresamiento causó un verdadero terremoto
en la opinión internacional, solo comparable al generado en España
por la de su puesta en libertad, al filo del Año Nuevo. Los
círculos franquistas comenzaban a ver en Suárez un auténtico
traidor al régimen del que procedía y así lo expresaban
públicamente y sin tapujos. Además el deterioro de la situación
económica era cada vez más palpable, con inflaciones de dos dígitos
y un aumento considerable del paro, al tiempo que muchos
empresarios, movilizados por los restos del sindicalismo vertical,
salían a manifestarse en la calle en contra del proceso
democrático. A principios de enero los GRAPO, todavía con Oriol en
su poder, sorprendieron a la opinión pública con un llamamiento a
la huelga general que apenas fue secundado. Parecía que quisieran
contribuir a la desestabilización por cualquier medio y fueran
conscientes de que la evolución de los acontecimientos políticos
les iba quitando protagonismo. Si eran un grupo autónomo o estaban
efectivamente manipulados por los sectores ultraderechistas es algo
todavía pendiente de esclarecer, aunque ya he señalado que esa era
la impresión que se tenía en muchos despachos de la capital. De lo
que no cabe la menor duda es de que en aquellos días los sectores
ultrarreaccionarios se emplearon a fondo para tratar de truncar la
llegada de la democracia. El domingo 23 de enero un estudiante que
participaba en una manifestación en el centro de Madrid, en
solicitud de la amnistía política, fue muerto a tiros por un
pistolero fascista. Al día siguiente una joven integrante de una
protesta por el asesinato del anterior murió víctima de la brutal
represión contra los manifestantes desatada por la policía
antidisturbios. Casi a la misma hora el general Villaescusa Quilis,
presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, era aprehendido
por un comando de los GRAPO a la puerta de su casa, un apartamento
de un condominio en el que se hallaba también el domicilio de Jesús
Polanco.
Ese mismo lunes, bautizado como el «lunes
negro de la Transición», yo había sido invitado a cenar a casa de
Julio Fernández, que había ayudado a resolver los problemas de
nuestros talleres de impresión. Apenas había dado cuenta del primer
plato, el redactor jefe del periódico me llamó presa de gran
agitación: había sucedido un tiroteo en un despacho de abogados y
varios de ellos estaban muertos. Dejé plantados a mis anfitriones y
me trasladé de inmediato a la redacción, donde me explicaron que se
trataba de un atentado contra un bufete laboralista muy conocido.
Minutos después llamó el teniente general Gutiérrez Mellado:
—¿Qué cree usted que está pasando,
Cebrián?
—Estamos ante una conspiración –le dije–; no
pueden ocurrir tantas cosas en un solo día sin que alguien lo haya
coordinado. Aunque quizá basta con agitar el cotarro para que algo
así suceda y alimentar un estado de ánimo contra el gobierno.
—Eso mismo pienso yo.
Gutiérrez Mellado había sido nombrado meses
antes vicepresidente del gobierno para asuntos de la Defensa, una
vez que había dimitido el general De Santiago de dicho puesto por
su disconformidad con la reforma política incoada por Suárez. Era
un hombre menudo, enjuto, de gesto contenido y porte elegante.
Había trabajado como informador de las tropas franquistas y fue
miembro de la quinta columna durante la Guerra Civil. En los años
finales de la dictadura se había distinguido por su talante
aperturista, que le granjeó la inquina y hasta el desprecio de
algunos de sus compañeros de armas. Uno de los que más
contribuyeron a su evolución ideológica fue su hijo Luis, antiguo
compañero mío en el colegio del Pilar y en la Congregación
Universitaria. A través de Luis entablé contacto con su padre, que
se esforzó durante meses en potenciar encuentros con el presidente
Suárez. Nos reuníamos a cenar de modo informal en diversos
restaurantes. Adolfo explicaba su visión de la reforma política,
sus preocupaciones y cuitas por las resistencias de sus antiguos
amigos falangistas a enterrar definitivamente las cenizas del
franquismo. Desde un principio quedó patente la admiración y el
cariño que el general profesaba respecto al primer ministro y su
lealtad incondicional a él. Se esforzaba en ponderarnos la magnitud
del trabajo que había emprendido y que no era todavía bien valorado
ni por los nostálgicos de la dictadura ni por los demandantes de un
régimen plenamente democrático. Frente a la decidida actitud de
Suárez y el rey de continuar con el proceso se alzaban poderosas
fuerzas, coaligadas de forma objetiva ese fin de semana para
sembrar el terror en Madrid. La tesis de la conspiración fue
abiertamente sostenida por El País en un
editorial, y poco después pareció verse confirmada por la
incoherente actividad de los propios GRAPO. Algunos de los
identificados por la policía como los captores de Oriol y
Villaescusa se arriesgaron, mientras mantenían a sus rehenes, a
atracar varias entidades bancarias en el sur de Madrid el mismo día
que en la capital se preparaba una gran manifestación, auspiciada
por el todavía ilegal partido comunista, con motivo del entierro de
los laboralistas acribillados en Atocha. Tres guardias civiles
fueron asesinados en el curso de los asaltos, pero tanta violencia
no logró desalentar a los ciudadanos. La multitud pacífica que
acompañó esa misma tarde al duelo por las víctimas del bufete fue
una gran demostración cívica con la que los comunistas demostraron
su voluntad de integrarse abiertamente en el proceso democrático.
La manifestación fúnebre recorrió en impresionante silencio, sin
distintivos ni pancartas, los barrios burgueses de la capital ante
la mirada atónita de muchos de sus habitantes, sorprendidos por la
madurez y el sentido de la solidaridad que los comunistas
demostraron en esa ocasión.
Habida cuenta del nivel de agitación en la
opinión pública y el menudeo de ataques terroristas –todavía no sé
si también de informaciones o datos que nunca se me comunicaron–,
Rosón decidió ponerme escolta policial, pese a que yo creía que en
aquellas circunstancias era sobre todo de la policía de la que
debía desconfiar. Se encargó de mi protección un inspector joven
con cierto aspecto yeyé que con frecuencia se retrasaba a la hora
de recogerme. En ocasiones era tosco y maleducado en sus formas,
pero llegué a tomarle cierto cariño y continúa ocupando el puesto
de decano entre las numerosas personas que se han ocupado desde
entonces de mi seguridad.
Vivíamos en un chalet adosado junto a la
calle Arturo Soria, en el fondo de una calle sin salida, por la que
no transcurría tráfico rodado alguno, salvo el de los coches de los
cinco vecinos que allí habitábamos, entre ellos el padre de mi
primera mujer. Una mañana soleada de febrero, poco después del
lunes negro de Atocha, estaba yo esperando a mi guardaespaldas
cuando sonó el timbre de la puerta. Me encontraba solo en casa, los
niños en el colegio, mi mujer en su trabajo, y el personal de
servicio no había llegado todavía. Al abrir me acosó un individuo
fornido, mal encarado, de cara tan grasienta como la gabardina en
que embutía su corpulenta humanidad.
—¿Es este el domicilio de Juan Luis
Cebrián?
—Sí, yo mismo –respondí al tiempo que un
nutrido grupo de hombres vestidos de civil se agolpaba detrás del
intruso y hacía su aparición un oficial de la Benemérita, gente
mayor, de aspecto esmirriado, tocado con el inevitable tricornio de
charol, que esbozó un tímido saludo militar. El de la gabardina me
abroncó en tono desabrido:
—Venimos a practicar un registro.
No dio lugar a solicitarle orden alguna
porque enseguida culminó su anuncio con una advertencia
añadida:
—Es innecesario mandato judicial porque le
aplicamos la Ley Antiterrorista.
Se trataba de una norma legal aprobada en
las postrimerías del franquismo que permitía la entrada
indiscriminada en los domicilios de los ciudadanos por parte de las
fuerzas del orden si existía sospecha de que se estuvieran
practicando actividades subversivas.
Empujó con fuerza la puerta, aunque yo no
ofrecí ninguna resistencia, y entraron en tromba cerca de una
docena de hombres, algunos armados de subfusiles, casi todos con
cara circunspecta, mientras el del tricornio pretendía
disculparse:
—Lo siento, soy el comandante de la línea;
no tengo nada que ver con esto, pero las ordenanzas mandan que he
de personarme en casos semejantes.
Durante cerca de una hora aquella manada de
bestias arrasó materialmente mi casa. Levantaron alfombras,
investigaron posibles zulos en las paredes, tanteándolas con las
culatas de sus metralletas o pateando con aparente atención la
tarima, escrudiñaron las armas de juguete de mis hijos,
descendieron a las instalaciones de depuración de la piscina,
abrieron armarios y archivos, pero no se interesaron por ningún
documento y no dieron explicación alguna de lo que estaban
buscando. Mi escolta llegó en mitad de la operación y al ver tal
concentración de fuerzas policiales ante mi casa pensó que había
sufrido un atentado o poco menos. Intentó mediar con los
responsables del registro, pero le explicaron que eran Guardia
Civil y él, de la Policía Nacional, por lo que no tenían nada que
compartir. Cuando terminaron me pusieron un papel a la firma y se
negaron a contestarme a la pregunta: «¿Qué están buscando en mi
casa?».
«Buscaban a Oriol –me dijo aquella misma
tarde Gutiérrez Mellado–, pero no es creíble. Se trata de una
provocación.» Poco después de que las fuerzas de ocupación
desalojaran mi domicilio me trasladé al periódico, desde donde
llamé a Suárez para explicarle lo sucedido. Enseguida me telefoneó
el vicepresidente, que amén de disculparse me pidió que fuera a
visitarle de inmediato. Ya en su despacho me confesó su amargura
por la situación en las fuerzas armadas y en los cuerpos de
seguridad del Estado.
«La agresión contra usted viene del Servicio
de Información de la Guardia Civil, un departamento que nada tiene
que ver con la tradición y el carácter del cuerpo y que habría que
eliminar de inmediato. Aquí todo el mundo quiere tener sus espías y
son un desastre, no se enteran de nada, no hacen más que intrigar
unos contra otros. Ahora dicen que buscaban a Oriol en su casa
porque su foto, en la que enarbolaba un ejemplar de El País, podía ser un mensaje oculto de los
secuestradores y aun del propio secuestrado. Pamplinas. Es una
excusa idiota, no hace sino empeorar las cosas. ¿Cómo buscar a un
rehén en casa de alguien que cuenta con protección policial y, por
lo tanto, está de paso bajo vigilancia?»
Traté de quitar importancia al incidente en
lo que me afectaba de forma personal. El general me hablaba en
realidad más de sus problemas que de los míos. Faltaba poco tiempo
para que grupos de militares fascistas aporrearan su coche en los
funerales de las víctimas de ETA reclamando la llegada del ejército
al poder, y ya había tenido que enfrentarse a la sorda rebelión de
muchos cuartos de banderas. No tan sorda. A diario me llegaban
denuncias de soldados arrestados por leer El
País en el cuartel, o de la prohibición de que nuestro
periódico entrara en muchas dependencias militares. Los nostálgicos
del régimen lo habían identificado como el símbolo de la democracia
y entendían que hostigarnos a nosotros era una manera de
dificultarla o incluso de impedirla.
Después del registro de mi chalet la Guardia
Civil se dedicó a explorar todo el barrio, como dando a entender
que tenían información fiable de que los rehenes no andaban lejos y
justificar así la violación de mi domicilio. Hasta que cuatro días
más tarde se anunció su liberación por las fuerzas del orden.
Varias horas antes de que se hiciera pública fuentes del gobierno
me comunicaron la noticia. Nuevamente tuve la impresión de que
alguien trataba de ganar tiempo para ofrecer una explicación
coherente de los hechos, de modo que las autoridades incurrieron en
numerosas contradicciones respecto al modo y tiempo en que se llevó
a cabo la operación. Asistí personalmente, por expresa invitación
del ministro Martín Villa, a la rueda de prensa en la que el
comisario Conesa dio explicaciones sobre lo que calificó de
«brillante operación de la policía» y regresé a mi casa aquella
noche con la convicción de que si los guardias no eran también los
ladrones en aquella historia, cuando menos había demasiadas
concomitancias entre ellos. Desde aquellos lejanos días, nunca me
ha abandonado la impresión, osaría incluso decir la convicción, de
que el secuestro de Oriol y la actividad del grupo terrorista que
lo perpetró formaban parte de una trama manipulada por los
servicios policiales de la época. Andando el tiempo la mayoría de
los que perpetraron el crimen fueron abatidos a tiros por las
fuerzas del orden, pero Pío Moa, acusado también de participar en
el asesinato de un policía nacional el 1 de octubre de 1975, fue
condenado por su papel en el secuestro a un solo año de cárcel que
no tuvo que cumplir. Hoy se dedica a dar lecciones de moralidad y
de historia en cuantas tribunas de la extrema derecha encuentra
amparo.
Quedaba pendiente por aclarar el
allanamiento de mi casa, que había causado gran conmoción porque
constituía una agresión directa al periódico. Miguel Ángel Aguilar,
a la sazón periodista de Diario 16, me
aseguró que el general Sáenz de Santamaría, jefe del Estado Mayor
de la Guardia Civil, era su responsable directo, y así se lo habría
confesado él mismo mientras tomaban copas en el bar Pigmalión, en
la calle Pinar de Madrid, lugar habitual de encuentro de los
servicios de inteligencia españoles, aunque denominarlos así
constituyera una indescriptible generosidad semántica. «A este le
voy a desmontar yo la segadora», le comentó el militar un par de
días antes del allanamiento de mi casa. Hacía referencia a un
documental que la Televisión Española proyectó sobre mi familia y
en el que yo aparecía jugando con mis hijos y cortando el césped de
mi jardín.
Liberados los rehenes, fuera por
arrepentimiento o, más probablemente, porque alguien le dio la
orden, el general pidió un encuentro conmigo. Polanco organizó una
cena en un reservado del restaurante La Nicolasa, un lugar de moda
donde servían buena cocina vasca en medio de una espantosa
decoración. Acudí a regañadientes solo porque me lo pidió Jesús.
Sáenz de Santamaría era muy bajo de estatura, rechoncho, de
complexión robusta, y tenía un gesto adusto y distante, como
correspondía a quien había sido uno de los represores del maquis en
Galicia, donde adquirió fama como sanguinario jefe de la
contrapartida. Llegó a la cita vestido de civil, parapetado tras
unas inevitables gafas oscuras que no se quitaba ni de día ni de
noche. Durante la conversación entonó un mea
culpa en toda regla, aunque insistió en el posible mensaje
oculto tras la fotografía de Oriol, versión ya desechada por todos
a esas alturas. Fuera por el alcohol, que consumimos generosamente,
o por lo explícito de la conversación, sus severas facciones
comenzaron a ablandarse a lo largo de las casi tres horas que duró
el encuentro y se inició entre nosotros la forja de una incipiente
simpatía mutua que habría de intensificarse con los años.
Santamaría demostraría más tarde, en ocasión del golpe de Estado
del 23F, su fidelidad al nuevo régimen, con el que probablemente
mantenía más disensiones intelectuales y anímicas de las que
abiertamente expresaba.
Otro encuentro casi inevitable tras la
liberación de Oriol fue una cita con el propio secuestrado,
organizada por Miguel Primo de Rivera. Jesús de la Serna y yo,
directores de los dos periódicos que habían mantenido contacto con
los plagiarios, fuimos invitados a almorzar a casa de su suegro en
El Plantío, una mansión sin carácter construida en medio de un
bosquecillo que la familia Oriol había urbanizado con prudencia.
Acompañaron al presidente del Consejo de Estado todos sus hijos con
los cónyuges respectivos. Oriol había sido ministro de Justicia con
Franco y era uno de los más conspicuos representantes del
integrismo católico y del capitalismo oligárquico. Su familia
llevaba décadas ligada a la industria eléctrica, que gozaba
merecida fama de ser un auténtico poder dentro del Estado. Se
mostró amable durante el almuerzo, emocionado a ratos por su propio
relato, plagado de anécdotas que ponían de relieve el leve síndrome
de Estocolmo del que fue presa. Entre todas ellas me llamó la
atención la que se refería al momento mismo de su captura. «Me
sentaron en un coche en la parte trasera, junto a la ventanilla
izquierda, me calaron una chapela y me colocaron un niño en brazos.
Yo debía parecer el abuelito. Apenas unos metros después de salir
del despacho, en la calle Alfonso XII, un semáforo en rojo obligó a
detenerse a nuestro auto. Y, ¡mira por dónde!, paró junto a
nosotros, al lado mismo mío, un coche de la Policía Nacional. El
guardia que iba en el asiento del copiloto me vio a través de la
ventanilla, y nuestras miradas se cruzaron. Tentado estuve de hacer
alguna seña, pero temí que un error mío desatara la violencia. No
fue mi vida la que quise proteger, sino la del niño que tenía sobre
las rodillas. Quizá si me hubiera atrevido el secuestro habría
terminado ahí.» Pero aquel hombre ya entrado en años, combatiente
en la guerra fratricida de España, condecorado por su pregonado
heroísmo con una cruz al mérito militar, se quedó paralizado.
Enseguida la luz verde del semáforo franqueó el paso al vehículo de
sus secuestradores.
Reacción muy distinta habría tenido desde
luego el general Sáenz de Santamaría en caso de encontrarse en
parecida situación. Después de la cena en La Nicolasa, tormentosa
en muchos aspectos, divertida en otros, salimos a la calle
Velázquez. Pasaba la una de la madrugada y apenas había tránsito.
Nos detuvimos a despedirnos sobre la acera, envueltos en la humedad
de la noche.
—Es que también los periodistas sois la
leche –me increpó en tono amistoso–. Vamos, que tenéis dos cojones.
¡Mira que esos cuentos de la Marietta…!
—¿Qué pasa con la Marietta? –le
interrogué.
Habíamos publicado que un grupo de fascistas
italianos merodeaba por Madrid y sus miembros eran responsables de
numerosos ataques violentos; se les relacionaba entre otros con los
disturbios protagonizados por una facción carlista que encabezaba
Sixto de Borbón y Parma, hermano de Carlos Hugo, pretendiente
tradicionalista al trono y cuñado de la reina Juliana de Holanda.
Se aseguraba también que habrían podido proporcionar a los
terroristas de extrema derecha, principalmente a los asesinos de
Atocha, armas sofisticadas, como la pistola ametralladora Ingram,
de fabricación americana y a la que en la jerga del hampa política
se la bautizó con el nombre de Marietta.
—Pues con la Marietta no pasa nada,
¡caramba! Son todo cuentos chinos. Mira, ¿quieres ver una?
Abrió la guantera de su coche al tiempo que
me hacía la pregunta y sacó de su interior una de aquellas
maquinitas de matar.
—¿Ves? Es cómoda y ligera, una buena chica
–comentó al tiempo que desplegaba la culata.
Hizo como que disparaba al aire.
—¡Ratatatatá! –exclamó entre carcajadas,
luego arrojó el arma sobre el asiento contiguo al del conductor, se
puso él mismo al volante y arrancó perdiéndose entre la bruma de la
madrugada.