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Un mundo de papel
El 20 de diciembre de 1973 ocupaba yo como
interino la dirección del periódico Informaciones de Madrid. Había llegado allí de la
mano de Jesús de la Serna, cuando un grupo de bancos decidió
adquirir un medio de comunicación con la sola intención de defender
sus intereses ante la presión de la opinión pública. La eventual
nacionalización de la banca era una demanda no solo de los sectores
izquierdistas (el entonces comunista Ramón Tamames había publicado
en Cuadernos un extenso y famoso trabajo
sobre el tema). Facciones falangistas, reivindicativas de lo que
llamaban la «revolución pendiente», también eran proclives a este
tipo de pronunciamientos. El hermano de Jesús, Víctor de la Serna,
mantenía una estrecha relación con la familia Botín y convenció al
patriarca de la saga para que se hiciera cargo del diario, junto
con el Banco Español de Crédito, el Central y la Confederación de
Cajas de Ahorros. Informaciones había
sido en su día propiedad de la familia La Serna y, mucho antes aún,
de don Juan March, quien financió el alzamiento franquista contra
la República. El padre de los La Serna, un periodista famoso hijo
de la escritora cántabra Concha Espina, se distinguió durante la
Segunda Guerra Mundial por su adhesión al Eje. Cuentan que cuando
el cuñado y superministro de Franco Ramón Serrano Suñer visitó
Berlín en plena contienda le preguntó a Hitler:
—Mi Führer, ¿cómo va la guerra?
—Muy bien –contestó el otro–, aunque no
tanto como dice Informaciones.
Lo que basta para hacerse una idea de cuál
era la imperturbable línea editorial del vespertino, coherente por
lo demás con las convicciones de su director y con la política
oficial del franquismo.
Tras la victoria aliada, el diario cayó en
desgracia. En pocos años, la familia perdió su propiedad, que fue a
parar a una serie sucesiva de diversos empresarios más o menos
aventureros. Mantuvieron viva la cabecera, pero no lograron ningún
propósito más ambicioso. El regreso de los de La Serna al periódico
en 1968, con Víctor como consejero delegado y Jesús como director,
tenía por lo mismo un significado sentimental, aunque ellos
establecieron una línea editorial bien distinta a la marcada por su
padre.
Yo había trabajado hasta entonces a las
órdenes de Jesús en el diario de la Organización Sindical
Pueblo, y él me llevó como redactor jefe
a Informaciones, que se encontraba en una
situación deplorable, tanto comercial como profesionalmente.
Carecía de influencia alguna, apenas vendía veinte mil ejemplares y
su redacción estaba por completo desmoralizada. La llegada de la
nueva empresa infundió esperanzas en el equipo. Se entendía que
teniendo a los bancos como padrinos al menos acabarían las penurias
económicas que había padecido durante lustros. Los nuevos gestores
imprimieron una inequívoca impronta liberal a la línea del diario,
dentro de lo que permitía la situación política, que no era mucho.
Víctor había vivido en Nueva York y Ginebra como agregado de prensa
en la representación española ante las Naciones Unidas y hacía gala
de un cosmopolitismo refinado. Era conocida su afición a la buena
mesa y a la gran literatura. Como experto diletante, no se
entrometía demasiado en las tareas del periódico, que tenía
completamente delegadas en el gerente. Jesús, en cambio, era un
auténtico adicto al trabajo. Desde mis comienzos en el periodismo
había sido mi jefe, mi maestro y mi amigo. A él debía ya entonces
cuanto sabía de nuestra profesión, y constituía además un ejemplo
de honestidad, de recto comportamiento moral y cívico. Desde que en
el verano de 1962 comencé mis prácticas como becario en la
redacción de Pueblo, establecimos entre
ambos una amistad perdurable que creo no haber traicionado jamás.
Depositó siempre en mí una confianza inmensa, hasta el punto de
nombrarme redactor jefe de las páginas de información local del
periódico de los sindicatos cuando yo solo contaba diecinueve años.
A los veintidós me encargaron, otra vez bajo su discreto
padrinazgo, la sección editorial. Solo con Jesús Polanco he sido
capaz de mantener una relación profesional e intelectual tan
estrecha como la que tuve con su homónimo La Serna. El secreto de
mi éxito en la profesión, sobre el que no exhibo ninguna falsa
modestia, proviene sobre todo de mi relación con ambos y de la
callada observación del comportamiento del otro periodista que más
ha influido en mi carrera: mi padre, Vicente Cebrián.
Con Jesús como director llevamos a cabo una
labor gigantesca en Informaciones. En
apenas cinco o seis años logramos que el periódico alcanzara los
cien mil ejemplares de difusión y equilibrara sus cuentas. Por
aquel tiempo tuve además oportunidad de conocer al patriarca de los
Botín en unas circunstancias nada comunes. Don Emilio era entonces,
como luego lo sería su hijo, el banquero más conocido y admirado
del panorama financiero español. En cierta ocasión fue convocado a
un almuerzo por el ministro de Obras Públicas de la época, Gonzalo
Fernández de la Mora, un intelectual espeso y ultraconservador,
cercano al Opus Dei y famoso por un libro en el que teorizaba sobre
el crepúsculo de las ideologías. Botín acudió a la comida
suponiendo que el ministro le iba a plantear cuestiones
relacionadas con su departamento, por lo que se asombró de que el
único tema de conversación versara, desde el comienzo, acerca de
Informaciones. El diario se había
distinguido ya por su línea de suave disidencia respecto al
régimen, que compartía con su competidor Madrid. Fernández de la Mora explicó al banquero
que el gobierno había llegado a la conclusión de que gran parte de
esa orientación, que consideraban subversiva, se debía a mi
influencia y le pidió que me despidieran. Emilio Botín no había
oído nunca hablar de mí, no sabía quién era y no tenía ni la más
mínima idea de hasta qué punto lo que decía el ministro era o no
verdad. Esa misma tarde llamó a su amigo Víctor de la Serna y le
contó la historia. Luego añadió: «Quiero conocer a Cebrián, y
también que le subáis el sueldo. Organiza una comida».
El ágape fue en la casa de Botín en
Somosaguas, y además de Víctor y Jesús estaba presente el hijo
menor del banquero, Jaime, al que yo conocía pues era quien asistía
en nombre del banco al consejo del periódico. En el aperitivo
sirvieron caviar beluga y champán Dom Pérignon. Por primera vez en
mi vida yo degustaba ambas cosas, y alguien elogió la calidad del
caldo. Nuestro anfitrión comentó entonces que lo único malo de él
era su precio. «Todo lo que es bueno es caro. Y lo más caro de todo
es la independencia», remachó. Jesús negó con la cabeza y respondió
en tono sentencioso: «La independencia no es cara, Emilio, la
independencia es muy pobre». La vida me habría de enseñar cuánta
razón tenía.
En diciembre de 1973 yo estaba, como he
dicho, al frente del periódico porque el director se encontraba
junto con el resto de sus colegas madrileños en la selva panameña,
invitados por el general Omar Torrijos. Por aquel entonces la
opinión pública española se mostraba muy preocupada a causa de las
explosiones de gas que habían producido un buen número de desastres
urbanos. El año anterior, una de ellas gigantesca había causado
dieciocho víctimas mortales en Barcelona, y otros incidentes
menores de parecido género tenían sobre aviso a la población. De
modo que, cuando aquella mañana las redacciones recibieron la
noticia de que un nuevo escape había provocado una explosión en la
calle Claudio Coello de la capital, todo el mundo se temió lo
peor.
Los madrileños se habían levantado ya ese
día en un ambiente de tensión debido a que en la misma fecha estaba
previsto celebrar el juicio contra nueve líderes del sindicato
clandestino Comisiones Obreras, en lo que se conocía como el
Proceso 1001. Desde la madrugada, largas colas de gente se
arremolinaban en torno a la plaza de las Salesas, a fin de no
perder asiento en la menguada sala en la que había de tener lugar
la vista. La policía había acordonado la zona con un gran
despliegue de efectivos. Las noticias sobre la explosión en la
calle Claudio Coello llegaron a las redacciones al tiempo que los
primeros informes sobre la violencia policial contra los
manifestantes que aguardaban a la puerta de los juzgados. Le pedí a
María Antonia Iglesias, redactora del periódico, que se acercara al
lugar para comprobar lo que había pasado. A los pocos minutos me
telefoneó y dijo que había rumores de que la explosión había
alcanzado al vehículo del presidente del gobierno que, como todos
los días, había asistido a misa de ocho en la iglesia de los
jesuitas de Serrano. Tratamos de confirmar los rumores con las
fuentes oficiales y solo obtuvimos como respuesta titubeos
inconsecuentes que parecían confirmar la gravedad de los hechos,
pero nada especificaban sobre su naturaleza. Hacia las diez y media
de la mañana supimos por fin con total certeza que el almirante
había muerto, pues otra redactora tuvo oportunidad de ver el
cadáver en el servicio clínico al que fue trasladado. Había tanta
confusión en el lugar que no le fue difícil burlar las escasas
medidas de seguridad. Desde una estancia cercana a donde yacía el
presidente, pudo contemplar su cuerpo yerto, el rostro pálido y
sereno, sin rasgos de violencia alguna. A esa hora comenzaron a
divulgarse importantes indicios que sugerían que se trataba de un
atentado, pero el gobierno prohibió que se comentaran los hechos o
que se hablara de cualquier acción terrorista. Incluso el ministro
de Educación, Julio Rodríguez, sugirió en una reunión urgente del
gabinete, bajo la dirección de su vicepresidente, la posibilidad de
difundir una exótica versión oficial: el militar habría muerto de
un infarto de miocardio como consecuencia del susto que le había
provocado la explosión. Sin embargo, para esa hora se sabía que su
coche había volado por los aires hasta la terraza de la residencia
de la iglesia de los jesuitas. El cuerpo del almirante quedó
pulverizado por dentro como consecuencia de la explosión. Las
autoridades prohibieron cualquier especulación sobre las
circunstancias del suceso y el director general de Prensa me
amenazó con secuestrar el diario si incumplía esas directrices. De
modo que poco antes del mediodía sacamos a la calle una edición
especial, cuyo titular de primera página rezaba escueta y
cínicamente: HA FALLECIDO EL PRESIDENTE DEL GOBIERNO. Todo el mundo
conocía ya que había sido por los efectos de una bomba.
Tardé varias horas en poder conectar con
Jesús, perdido en la selva caribeña y con enormes dificultades para
comunicarse por teléfono. Cuando por fin pudimos hablar, le
expliqué lo sucedido y le comenté que había decidido instalarme en
su despacho y en su mesa de director. Dada la gravedad de la
situación, creía que solo se podía gobernar la nave desde el puente
de mando. Le pareció bien. Desde muy joven he ocupado puestos de
responsabilidad en mi vida profesional y siempre he dado la
importancia adecuada a los signos externos del poder. No al
protocolo ni a los fastos, que nunca me han atraído, pero sí a la
necesidad de evidenciar físicamente dónde y cómo se toman las
decisiones. Trasladarme a la silla de Jesús en medio de aquella
gran crisis me pareció necesario para infundir confianza y respeto
a una redacción desorientada y presa de una enorme excitación. Cada
pocos minutos alguien me llamaba por teléfono para alertar de una
supuesta insurrección militar y aseguraban que se habían producido
altercados en varias provincias, que el gobernador civil de
Valladolid había sido asesinado y cosas por el estilo. El gobierno
estaba absolutamente a ciegas y la autoría de ETA no era la única
hipótesis que contemplaba. Algunos ministros temían que pudiera
tratarse de un golpe militar. Yo me veía en el compromiso de hacer
patente de manera palpable ante todos, trabajadores, accionistas,
gobierno y cualquier otro interlocutor, que en ausencia de Jesús
era yo quien mandaba. Además estaba obligado a hacerlo de forma
prácticamente autónoma, habida cuenta de las dificultades de
comunicación con el director. Aunque ya había sustituido a este en
numerosas ocasiones con motivo de los períodos vacacionales, y
también me tocó hacerlo por una enfermedad que le afectó durante
meses, aquella fue la primera y única vez que lo hice instalado en
su despacho y detrás de su mesa. Era esta, por cierto, una
auténtica reliquia de la ebanistería clásica. Había pertenecido al
padre de los La Serna, quien la rescató de un diario de principios
de siglo. En dicha época la redacción al completo solían componerla
ocho o diez personas a lo máximo y se reunían todas en torno a un
mismo pupitre para despachar el trabajo del día. La mesa de Jesús
estaba construida en maderas nobles y alicatada en bronce. Bajo el
tablero, el viejo Víctor había hecho instalar un soporte de pino
teñido que en su día albergó habitualmente una metralleta cargada y
armada, dispuesta a usarse. Era el sistema de seguridad del
patriarca de la familia frente a cualquier posible atentado del
maquis.
Aquel día de autos, yo tenía veintinueve
años recién cumplidos y de mi insensatez, o de mi excesiva
seguridad en mí mismo, da prueba el hecho de que en ningún momento
me asaltó la duda o la incertidumbre respecto a qué debía hacer
profesionalmente en semejante coyuntura. Vino a mi mente el
asesinato de Kennedy, que había vivido diez años antes en mi
humilde condición de meritorio en la redacción de Pueblo. Intenté repetir comportamientos e
inspirarme en actitudes que entonces había visto en Jesús, a la
sazón mi redactor jefe. Pero la muerte de Carrero a manos de ETA
constituía un suceso absolutamente singular y del todo inesperado.
El almirante era el verdadero delfín de Franco. Nombrado presidente
del gobierno apenas seis meses antes, se especulaba con las
transformaciones que habían de promoverse en el régimen a fin de
facilitar la sucesión del dictador, aquejado de una decrepitud
física y mental que a nadie le pasaba desapercibida. El día
anterior había visitado Madrid el secretario de Estado
norteamericano, Henry Kissinger, que se entrevistó con Franco en el
palacio de El Pardo y salió impresionado por el deterioro físico de
su interlocutor.
El presidente asesinado, un marino con más
experiencia en los despachos que en los barcos, fundió su destino
político y personal con el del Caudillo desde muy primera hora.
Subsecretario de la presidencia en 1941, continuó sin interrupción
en el cargo durante más de un cuarto de siglo con rango de
ministro. En 1967 fue nombrado vicepresidente del gobierno. Para
esas fechas se había convertido ya en la verdadera sombra del
Generalísimo: su confidente más preciado, su asesor más discreto,
el más servil de sus colaboradores. Carrero representaba la
encarnación prosaica del integrismo, en su doble vertiente católica
y militarista. Valedor del Opus Dei en el gobierno, estaba
obsesionado por la influencia del marxismo, el judaísmo y la
masonería en la sociedad española. Había inspirado la sucesión
monárquica en la persona de don Juan Carlos, pero evidenció su
disposición a hacer del futuro rey un auténtico pelele a la muerte
o incapacidad del dictador. Desde todos los puntos de vista, el
almirante era la pieza maestra para la continuidad del franquismo
después de Franco.
El número dos del gobierno, Torcuato
Fernández-Miranda, acudió a El Pardo a comunicarle al dictador los
hechos y el resultado de las investigaciones: una bomba colocada
bajo el pavimento hizo explosión al paso del vehículo que
transportaba al presidente. El coche voló materialmente por los
aires. Ninguna reivindicación todavía. El director de la Guardia
Civil, teniente general Iniesta, un provocador vocinglero y
fascista, aprovechó el desconcierto en los pasillos del poder para
cursar órdenes especiales de movilización a los más de setenta mil
integrantes del cuerpo. Tuvo que revocarlas personalmente
Fernández-Miranda, en medio de una tensión indescriptible. Torcuato
había sido preceptor del príncipe y encarnaba los esfuerzos de
algunos prohombres del régimen por eliminar los símbolos fascistas
del movimiento. Promotor de algún tipo de pluralismo que permitiera
la existencia de tendencias diferentes en el seno del sistema, un
poco según el modelo del PRI mexicano o del peronismo en Argentina,
era odiado por los ortodoxos de la Falange, irritados por los
esfuerzos que había hecho por eliminar de los actos oficiales la
camisa azul mahón, vestimenta fascista por excelencia. La oposición
democrática le despreciaba por lo mismo: frente a las demandas de
libertad, él solo representaba un lavado de cara que se refugiaba,
encima, en una logomaquia absurda que legó para la historia la
ridícula expresión «contraste de pareceres» como definición de las
opiniones disidentes en el seno del propio régimen.
El gobierno tardó más de siete horas en
pronunciarse sobre los hechos. El ministro de Información leyó en
la televisión pública un comunicado escueto en el que se declaraban
tres días de luto oficial y se daba el pésame a la familia del
finado. Ni una sola palabra acerca de los autores del crimen, sobre
cuya identidad se seguía a oscuras. Al caer la tarde pudimos
publicar las circunstancias del asesinato y el método para llevarlo
a cabo: los terroristas habían excavado un túnel desde el sótano de
una casa hasta la mitad de la calle, y habían alojado en él una
carga que fue explosionada mediante un detonador. La ausencia de
reivindicación favorecía las hipótesis más imaginativas sobre la
paternidad del atentado: se apuntaba al FRAP[4] –un extraño y manipulable embrión de
guerrilla urbana marxista– e incluso se habló de la eventualidad de
que antiguos activistas de la OAS o miembros del IRA hubieran
colaborado en la acción, dada la perfección técnica con la que se
había realizado. El líder comunista Simón Sánchez Montero fue
detenido en su domicilio por la policía, que dijo haber encontrado
un papel con su número de teléfono entre los sacos de arena
extraídos del túnel por los terroristas y abandonados en el sótano.
Fue el primero de los numerosos intentos que se repitieron a lo
largo de aquellos días por relacionar de algún modo el atentado con
el partido comunista y con el Proceso 1001, dispuestos como estaban
a fabricar pruebas falsas si fuese necesario con tal de establecer
una verdad oficial de los hechos que conviniera al régimen[5].
Pero las especulaciones sobre la autoría se vinieron abajo cuando,
a las once de la noche del mismo día 20 de diciembre, Radio París
interrumpió su emisión para leer un comunicado de ETA en el que
reclamaba la acción. Habían esperado para hacerlo a que sus autores
se encontraran a salvo y en lugar seguro.
A la 1.20 de la madrugada del 21 de
diciembre de 1973 me puse al volante de mi pequeño utilitario,
después de una jornada agotadora en la que publicamos numerosas
ediciones especiales. Camino de mi casa, atravesé la plaza de
Cibeles y me acerqué a la sede de la Presidencia, donde quedó
instalada la capilla ardiente del almirante. Un remolino de
uniformes entorchados se agolpaba en la puerta. Pensé inicialmente
que debía presentarme allí por razones institucionales, pero luego
deseché la idea. Yo no sentía pesar alguno por la muerte del valido
franquista, aunque tampoco participaba de la alegría de tantos
jóvenes españoles –algunos no tan jóvenes– que se apresuraron a
descorchar el champán en sus casas para brindar por el asesinato. A
decir verdad, siempre he creído que esa imagen pertenece más bien a
la leyenda urbana, pues desde mi punto de vista aquella noche los
ciudadanos, sin distinción de ideologías, fueron presa de una
enorme angustia. Naturalmente miles, quizá millones, de opositores
al régimen estaban de acuerdo con el tiranicidio, y algunos incluso
se animaron a manifestarse públicamente esa misma tarde para
celebrarlo. Muchos demócratas, enemigos de la violencia y del
terrorismo etarra, no tenían además otro remedio que reconocer –con
cuidado, no se les fuera a confundir– que, a la postre, los
terroristas habían cumplido con un destino histórico, pues su
acción habría de liquidar cualquier posibilidad de continuismo
franquista. Pero todos temían la respuesta represiva del régimen.
Decidí dar un largo rodeo hasta mi domicilio. Madrid era una ciudad
cerrada. Un silencio espeso y duro recorría las calles desiertas en
las que apenas podía percibirse algún dispositivo extraordinario de
seguridad. El comando Txikia, ocho hombres jóvenes que jamás serían
juzgados por su acción, había vuelto del revés el futuro político
de España. Ahora sobre el asfalto solo se respiraba miedo.
***
Informaciones
estaba ubicado en un edificio modesto de la calle de San Roque.
Desde su fundación había radicado allí, y en los tiempos de la
República había compartido sede con otro diario también propiedad
de don Juan March, La Libertad. Mientras
el primero defendía posiciones conservadoras, este seguía una línea
de extrema izquierda, cercana al anarquismo. El viejo
contrabandista y, ya por entonces, respetado banquero defendía de
este modo sus intereses subvencionando la expresión de opiniones
encontradas e incluso antagónicas. Algunas tardes, después de
cerrar el periódico, recalaba yo en su archivo, donde aún se
conservaba la colección casi completa de La
Libertad. Era una publicación bien hecha, profesionalmente
solvente, y su lectura me producía similar placer a la de
El Sol, el gran diario inspirado por
Ortega y Gasset, al que yo había tenido acceso en mi juventud dado
que sus números se guardaban en la biblioteca del Arriba.
Mi vida ha transcurrido siempre entre
periódicos, y todavía hoy no comprendo las críticas que se me han
hecho repetidas veces desde que anuncié la probable desaparición de
gran parte, o quizá de todos ellos, a manos de las nuevas
tecnologías. Entre los primeros recuerdos de mi infancia están mis
visitas a la redacción del órgano oficial de la Falange, en el que
mi padre se desempeñaba como redactor jefe. Había ingresado allí al
terminar la Guerra Civil. Aunque era estudiante de Medicina,
continuando la tradición familiar, la guerra le truncó la carrera y
tras la contienda decidió buscar trabajo para casarse cuanto antes.
El Arriba estaba instalado en la antigua
sede de El Sol, de la que se habían
incautado los falangistas tras su victoria. Que el periódico
oficial del partido único del régimen se editara en el mismo local
en que lo había hecho el más representativo de los voceros
republicanos no dejaba de ser provocador. Mi nostalgia más lejana
me transporta hasta la sala de aquella redacción, instalada sobre
los talleres en el primer piso del edificio, donde me tropecé en
ocasiones con un barbudo grandullón que después aprendí se llamaba
Camilo José Cela. Era una estancia no muy grande, aunque a mí
entonces me pareciera inmensa, en una de cuyas esquinas había un
despacho enjaulado desde el que el redactor jefe Vicente Cebrián
dirigía las tareas del diario. En medio de la sala, subido a un
soporte de madera y atado con una larga cadena metálica, un loro
presidía el panorama. El pájaro lo había traído mi padre desde
Guinea Ecuatorial. Durante un viaje a la colonia a mediados de los
cuarenta había comprado dos papagayos, pero uno murió en la
travesía de regreso a las Canarias. Mi madre, que siempre aborreció
los animales, se negó a albergar en casa al superviviente, con lo
que este acabó encontrando asilo en la sede del periódico. El loro
del Arriba era famoso en los mentideros
madrileños. Los periodistas le acostumbraron a beber vino y a comer
cacahuetes, y le enseñaban frases obscenas y epítetos políticos. No
era infrecuente que el visitante se sorprendiera con los alaridos
del pájaro gritando: «Franco, ¡cabrón!», o «¡Hijo de puta!»,
mientras a veces intentaba levantar infructuosamente el vuelo,
borracho como estaba de tanto cariñena.
El Sol fue un
órgano financiado por el industrial Urgoiti, propietario también de
la mayor fábrica de papel del país. En 1936 su director era don
Manuel Aznar Zubigaray, abuelo del que medio siglo después sería
presidente del gobierno de España, José María Aznar. Antiguo
peneuvista y connotado republicano, en los albores del
levantamiento militar don Manuel huyó al extranjero, de donde
regresó a instancias de sus hijos, militantes falangistas, que le
garantizaron inmunidad. Esta se cumplió a medias, pues en mitad de
la Guerra Civil fue encarcelado por un coronel que le reconoció
cuando paseaba por las calles de la capital rebelde. Enterado el
dictador del suceso, ordenó su liberación y desde aquel día Aznar
se convirtió en leal colaborador de Franco. Amanuense de sus
discursos primero, presidente de la agencia oficial de noticias
después, embajador de España ante el reino de Marruecos y ante las
Naciones Unidas por último, don Manuel acabaría sus días como
director de La Vanguardia de Barcelona,
donde tuve repetidas ocasiones de visitarle y conversar con él como
tantas veces lo había hecho antes en Madrid. En mis tiempos de
iniciación en Pueblo se dejaba caer con
relativa frecuencia por la redacción del diario sindical, donde se
organizaban enjundiosas tertulias en torno suyo. Era un hombre
inteligente, socarrón y descreído, calificativos que en ningún caso
cuadran con la personalidad de su nieto José María. Indalecio
Prieto, en sus memorias, le tildó de «gran perillán», pues nunca le
perdonó su transformismo ideológico y político, tan bien remunerado
como fue. Pero cauciones morales aparte, el diálogo con Aznar, al
que para mis adentros siempre bauticé como «Aznar el listo» por
oposición a la mediocridad de su descendencia, resultaba
enriquecedor en muchos aspectos.
La casa de Arriba
dio también fama a la tasca de enfrente, que ofrecía comidas
baratas y caseras. En El Puchero se podía cenar hasta muy tarde,
habida cuenta de los horarios atípicos de los periodistas, y pasada
la medianoche recalaba en su comedor un buen número de artistas y
gentes de la farándula. Con alguna frecuencia también lo hacía el
oficial de intendencia retirado Nicolás Franco, padre del dictador,
que habitaba un pisito no lejos de allí en la calle Fuencarral,
donde vivía con su amante, una antigua criada de la familia. Una
noche, borracho tanto o más que el loro de la redacción, el anciano
se encaró con un retrato de su hijo que adornaba las paredes de la
taberna, como era entonces frecuente en la mayoría de los
establecimientos públicos. Plantado ante su efigie, en la que lucía
camisa azul y un capote de campaña, comenzó a increparle:
—¡Ahí lo tenéis! ¡El más tonto de la familia
y el que más alto ha llegado!
Luego arrojó una copa de coñac sobre la foto
antes de que se lo llevaran discretamente los guardias, a quienes
el comisario había encarecido lo devolvieran a su casa sin armar
escándalo.
Anécdotas como esta las oí muchas veces de
mi padre, que siempre andaba prometiendo escribirlas al hilo de sus
memorias, aunque nunca se decidió a hacerlo. El caso es que gusté
por primera vez del olor a la tinta en aquellos talleres de la
calle Larra, y el concierto orquestado de máquinas de escribir,
linotipias y rotativas me acompañó para siempre hasta que las
tecnologías digitales invadieron los medios. Escribir en una
redacción de las de antaño exigía una concentración especial, una
especie de aislamiento interno frente a las agresiones del
ambiente, que terminaba constituyendo un auténtico ejercicio de
meditación en medio de la marabunta.
Al margen de su posicionamiento político, la
redacción de Arriba respondía a los
estándares del periodismo bohemio y un poco caótico inscrito en la
leyenda de la profesión. Por eso cuando pisé, a mis diecisiete años
de edad, la sede de Pueblo me recordó
mucho a aquella otra en la que había visto trabajar a mi
progenitor. Era una habitación pequeña, encaramada sobre la nave de
la rotativa y contigua a la de las linotipias, en donde se
confundía un abigarrado y diverso catálogo de especímenes humanos.
A principios de julio de 1962 entré en ella con la ilusión de un
adolescente para hacer prácticas tras mi segundo año en la Escuela
Oficial de Periodismo. Lo primero que vi al empujar la puerta
abatible fue una vieja Underwood volando por los aires que acabó
por estrellarse a los pies del cronista municipal. El lanzador de
tan pesado proyectil había sido Tomás García de la Puerta,
hombretón entrado en años que ejercía la crítica de cine y tenía
fama de haber formado parte en su juventud de las partidas de la
porra como guachimán de un ministro franquista. Tenía un aire a lo
gángster bueno que le hacía entrañable para cuantos le conocían.
Los contenciosos que mantenía con su colega encargado de la
información del Ayuntamiento eran de tipo personal y venían
provocados por comentarios despectivos que este último había
proferido respecto al comportamiento matrimonial del director del
periódico. Calmado el pequeño alboroto que el incidente produjo,
pude presentarme al redactor jefe suplente, que me ubicó en la mesa
de Extranjero, como llamaban a la sección de noticias
internacionales. Su equipo estaba compuesto por tres personas: el
jefe Cipriano Torre Enciso, un redactor y un taquígrafo. Faltaba un
cuarto miembro del conjunto, María Pura Ramos, esposa del redactor
jefe Jesús de la Serna. La pareja estaba de vacaciones por ser el
mes de julio. De mis compañeros de mesa ninguno hablaba idiomas,
como no fuera el gallego, y ninguno tenía una especialidad concreta
en relaciones internacionales. Torre Enciso, cercano ya a la edad
de jubilación, había dirigido Radio Nacional de España durante la
guerra, cuando la capital franquista se instaló en Burgos, y
resultó ser una persona afable y desinteresada, encarnación del
prototipo imaginario de los galaicos. Un día se topó con algún
conocido cuando descendía por la escalera del edificio principal de
la radio, después de cobrar sus haberes del mes.
—¿Se sube por aquí para ir a la caja? –le
preguntó el otro.
—Bajar se baja –confirmó Cipriano–, pero
subir no sé.
El redactor que le ayudaba en las tareas de
la sección no tenía ninguna formación periodística ni en relaciones
internacionales, procedía del cuerpo de Correos y Telégrafos, y
había entrado en el diario para ocuparse del mantenimiento del
único teletipo que allí había. Por mejor merecimiento era también
sobrino del redactor jefe suplente, un gordinflón oriundo de
Mondoñedo con afición a la buena mesa, soltero, trabajador y
bastante putero, al menos de boquilla. El último componente del
equipo, el taquígrafo Arquellada, parecía alguien arrancado de las
novelas de Dickens. Mal afeitado y peor vestido, le brillaba al
hablar un incisivo enfundado en oro, y hubiera podido infundir
miedo por lo siniestro de su aspecto, pero en realidad solo
inspiraba misericordia. Andaba siempre en zapatillas de fieltro a
cuadros, pues sufría de las piernas y el médico le había
recomendado utilizar calzado flexible y blando para combatir la
hinchazón que le consumía.
Por el teletipo, instalado en una cabinita
en la que apenas cabía su cuidador, transmitía únicamente el
corresponsal en Nueva York, Manuel Blanco Tobío. Los demás
colaboradores dictaban por teléfono sus crónicas al hombre de los
pies hinchados. La endeblez profesional de la mesa de Extranjero
saltaba a la vista, aunque estaba compensada por un buen equipo de
excelentes corresponsales: José María Bugella en Roma, Luis de
Castresana en Londres, Pilar Narvión en París y José María
Carrascal en Alemania. Torre Enciso, persona muy culta pero cuitada
como pocas, me explicó que hasta hacía algún tiempo también había
trabajado en la sección Enrique Ruiz García y que en su época lo
hizo igualmente Eduardo Haro Tecglen. Pretendía argumentar que
nadie había descuidado el peso intelectual de aquel equipo humano,
y que la fragilidad del momento se debía a motivos meramente
coyunturales. Ruiz García, un santanderino inteligente y
trabajador, había tenido que dimitir de su puesto después de
asistir al consejo del Movimiento Europeo, reunido en Munich. La
delegación española, presidida por Salvador de Madariaga, aprovechó
para denunciar el franquismo y reclamar la instauración de la
democracia en nuestro país. El acto sirvió de pretexto para que los
funcionarios de la dictadura, capitaneados por el catedrático de
Ética y director general de Prensa Adolfo Muñoz Alonso, el mismo
que me había examinado de mi ingreso en la escuela de periodismo,
montaran un gran escándalo y acusaran a los asistentes de organizar
un contubernio contra el régimen. A su vuelta a España fueron
detenidos e interrogados, y muchos sufrieron penas de exilio, entre
ellos el que más tarde sería fundador de UCD y ministro de
Educación y Cultura del gobierno de Suárez, Íñigo Cavero. Ruiz
García aprovechó la instancia para exiliarse de forma voluntaria y
dedicarse desde entonces a la alta política. Tiempo más tarde lo
encontré como hombre de confianza del ex presidente dominicano Juan
Bosch; posteriormente fue secretario político de José María de
Areilza y terminó por convertirse en consejero áulico del que fuera
presidente mexicano Luis Echeverría. El éxito de las columnas y
artículos de Enriquito, como le llamaban, se debía al fabuloso
archivo que conservaba en su casa y a sus dotes de motorista. Si
había un golpe de Estado, una revolución o unas elecciones en
cualquier parte del mundo, Ruiz García se precipitaba sobre la
calle, montaba en su vieja moto Vespa y corría raudo hacia su
domicilio, donde consultaba recortes y notas para pergeñar de
urgencia un artículo lleno de erudición y sabiduría, con datos que
casi nadie más que él manejaba en la España oscurantista de la
época.
La Vespa no era ni una metáfora ni una
excepción, sino más bien una puesta al día de los tradicionales
vehículos de transporte gracias a los cuales se podían entonces
fabricar los diarios. Desde la niñez había conocido yo la
importancia de los ciclistas en su elaboración, y su protagonismo
seguía vigente cuando me incorporé a mi primer destino profesional.
Las noticias, recopiladas la mayoría de agencias internacionales y
transmitidas por telégrafo o teléfono a la oficial Efe, cuyo nombre
respondía a la inicial de Franco y Falange, eran allí
convenientemente editadas y amañadas antes de ser reproducidas en
unas hojas de ciclostil que se enviaban a las redacciones mediante
mensajeros. Estos acarreaban urgentemente en sus velocípedos las
resmas de papel con las novedades de última hora. Cada sesenta
minutos, más o menos, recibíamos en la redacción una remesa de
telegramas. Armados de tijeras, un bolígrafo y un tarro de goma,
los despiezábamos, juntábamos los referentes a un mismo tema,
corregíamos algunos adjetivos, enmendábamos no pocas veces la
puntuación, mejorábamos la ortografía y pegábamos todo sobre un
papel reciclado de mala calidad antes de titular la noticia. Si en
ocasiones, muy pocas, el corta y pega resultaba excesivo
aguardábamos a que la máquina de escribir del taquígrafo quedara
libre y redactábamos ex novo a partir de
aquellos materiales la información completa.
Pueblo era un
periódico propiedad de la Organización Sindical, que agrupaba
durante la dictadura a las patronales y a los gremios. Respondía a
una concepción corporativista de las redacciones industriales y se
inscribía en lo más genuino del ideario de la dictadura. Durante
mucho tiempo la jefatura de los sindicatos verticales la ostentó
quien ocupaba también la del Movimiento, el partido único que
sustentaba al régimen. Dada su condición de portavoz sindical, se
suponía no obstante que aquel diario debía o podía adoptar posturas
más progresistas que las de otros en defensa de los derechos
sociales, ubicándose en una imaginaria izquierda del sistema, por
lo que en ocasiones se le permitía publicar cosas vedadas a sus
competidores. Eso era también mérito de su director epónimo, Emilio
Romero, cuya semblanza hice ya en uno de mis libros sobre
periodismo[6].
Él supo darle al diario un dinamismo especial, mezclando hábilmente
las noticias de la farándula con las consignas políticas, y
asumiendo un cierto papel de niño malo del sistema. Su vida
personal un tanto disipada, y algunas corrupciones menores que
protagonizó, unidas a la virulencia de su pluma, le valieron la
animadversión de la sociedad biempensante madrileña, pero Emilio
fue capaz de forjar una generación de nuevos periodistas que en el
futuro habrían de desempeñar un papel protagonista en la profesión.
Personalmente le debo mucho: confió en mí en hora muy temprana,
otorgándome gran libertad de actuación y fiándose de mis
criterios.
Cuando acabé mis prácticas como becario
obtuve una plaza de redactor meritorio y como primera consecuencia
me redujeron a la mitad el sueldo del que había disfrutado hasta
entonces. No me importó porque vivía en casa de mis padres y aún
debía terminar mis dos carreras: la de Filosofía y Letras y la de
Periodismo. Esta la cursaba por libre, sin asistir a clase y
acudiendo solo a los exámenes. Dependiendo de mi horario laboral,
en gran parte nocturno, por las mañanas me acercaba a la
Universidad Complutense, donde tras aprobar los cursos comunes me
matriculé en el primer año de especialidad. Comía, casi a la hora
de la merienda, en mi casa y al caer la noche me presentaba en la
redacción, hasta las dos o las tres de la mañana. Aunque el
periódico salía por la tarde, inmediatamente después de la hora del
almuerzo, gran parte de la edición se cerraba de madrugada a fin de
facilitar el proceso industrial. Continué adscrito a la sección
internacional, pero debido al desajuste horario y a mis deseos de
hacer otras cosas acepté entusiasmado encargarme del seguimiento de
un concurso que el diario había puesto en marcha para encontrar al
«español del año». Mi tarea consistía en escribir las crónicas que
relataban los perfiles y méritos de los aspirantes a tan preciado
título. El organizador del certamen era Carlos María Franco, un
jefe de relaciones públicas relamido y cortés, sumiso a las órdenes
del director pero brillante en algunas de sus ideas. No por cierto
en la que un día me espetó ante mi asombro absoluto:
—Mira, con esto del «español»… tu firma
empieza a ser conocida, y lo que tendrías que hacer es entrar más
en sociedad, ligar con Natalia Figueroa, por ejemplo.
La nieta del conde de Romanones y bisnieta
de Alonso Martínez era apenas unos años mayor que yo, y Romero la
había incorporado al famoseo local después de que hubiese publicado
un libro de poemas muy celebrado. Su imagen –y no recuerdo si su
firma– aparecía con frecuencia en el diario. A Emilio, hijo de un
telegrafista de Arévalo, le encantaba codearse no solo con el poder
político, sino también con los cómicos y la nobleza. Para su
segunda obra de teatro eligió como protagonista a Jaime de Mora y
Aragón, un parásito social cuyo mejor mérito era ser hermano de la
reina Fabiola de Bélgica, aunque en nada se parecía a ella. Fabiola
era fea, rancia y retrógrada, aferrada al tradicionalismo católico
y a todas las represiones y limitaciones del ejercicio del poder.
Fabiolo, como llamaban a su hermano, resultó un pollo calavera,
presumido hasta lo cursi, dedicado a despilfarrar la herencia de la
familia. Debido a esa afición a codearse con la jet, Romero contrató también como cronista de
esquí, en un intento fallido de fundar una revista a cuyo equipo me
sumé, a don Alfonso de Borbón, nieto mayor del rey Alfonso XIII y
futuro marido de la nieta de Franco. Nadie podía imaginar por
entonces que don Alfonso, que tentado estuvo de disputar el trono
español a su primo Juan Carlos, moriría decapitado décadas después
en un accidente cuando practicaba precisamente dicho deporte en
Colorado. Un cable que cruzaba la pista y que no vio el infortunado
actuó de moderna guillotina.
La búsqueda del «español del año» que con
tanto ahínco habíamos emprendido acabó como el rosario de la
aurora. Emilio Romero quería que aquel fuera un certamen limpio,
sin apaño alguno. Los candidatos eran presentados por corporaciones
e instituciones locales, y votados por representantes de los
lectores. El vencedor terminó siendo un hombrecillo amanerado,
dedicado a fomentar una institución benéfica para huérfanos e hijos
de madres solteras parecida a la Ciudad de los Muchachos. Aunque su
obra parecía meritoria, su personalidad era del todo insignificante
y no daba el juego requerido por las grandes operaciones
mediáticas. Su voz atiplada, su escaso y engominado pelo, su
bigotillo a la moda fascista, expurgado uno a uno cada pelo de más,
junto con una timidez exasperante y una ausencia total de discurso
provocaron la mofa de la redacción; algunos creyeron descubrir en
él, en mi opinión injustamente, un porte afeminado y, poseídos de
una homofobia muy a la moda, acabaron diciendo que en realidad no
era el «español del año», sino el «del ano», con lo que todo el
invento se vino finalmente abajo, la gran gala en la que se
esperaba entregar el galardón se redujo a una cena en un
restaurante de lujo con una veintena de comensales, y el concurso
no volvió a realizarse jamás.
Los personajes que bullían en el estrecho
espacio de la redacción del periódico sindical parecían un
compendio de la corte de los milagros y hubieran hecho las delicias
de un moderno Balzac dispuesto a escribir cualquier nueva comedia
humana. Una docena de redactores materialmente atados a sus mesas
fabricaban el periódico, a las órdenes directas de Jesús de la
Serna, mientras otros tantos entraban y salían haciendo honor a su
condición de reporteros. Destacaba entre ellos Tico Medina, que
había triunfado en radio y televisión, y era posiblemente el
periodista patrio más conocido de la época, sobre todo desde que se
convirtió en el descubridor y padrino del torero Manuel Benítez, el
Cordobés. Los editorialistas ocupaban una salita aparte, un
cubículo estrecho empapelado con fotografías de estarletes
semidesnudas. En aquel recinto que hedía a tabaco Diego Jalón se
ocupaba de confeccionar la «Tercera página», donde se publicaban
editoriales y comentarios del día. Entre otros miembros de su
equipo destacaban las figuras de Felipe Mellizo, que durante la
Transición política presentaría un telediario con quien después
sería mi mujer, y don Victoriano Fernández de Asís, una vieja y
respetada gloria de la profesión.
Julio Camarero, cronista de sucesos de
sangre, fumaba en pipa y tenía un aire a lo Hércules Poirot. Una
vez viajó en tren desde Valladolid con el brazo de un cadáver que
había aparecido flotando en las aguas del Pisuerga. Llevaba
envuelta la extremidad en papel de periódico, y su objetivo era
compartir el descubrimiento de aquellos restos con la policía
madrileña, habida cuenta de la incapacidad de los investigadores
locales para desvelar el misterio que la yerta mano encerraba.
Cuando supo del caso, Tico propagó la mofa de que en realidad se
trataba del brazo incorrupto de santa Teresa, reliquia que
acompañaba al Caudillo en todos sus desplazamientos y que, según
él, podría habérsele caído a algún componente de la comitiva
oficial durante cualquier viaje. Pero el miembro no olía
precisamente a santidad, pues pertenecía a una prostituta
descuartizada por su chulo. Camarero acabó siendo corresponsal en
Londres, aunque no sabía nada de inglés, en sustitución del fino
intelectual que fue Luis de Castresana, poseedor de un alma
cosmopolita y escéptica, amén de un singular estilo literario.
Alguien pensó que las dotes de Julio, una especie de Sherlock
Holmes manchego, encajaban bien con la figura de informador desde
la ciudad del Támesis, todavía asediada por la espesa niebla
entremezclada con la humareda insana de sus miles de
chimeneas.
Trabajar en la redacción de Pueblo consumía muchas horas pero, salvo para Jesús
de la Serna, que virtualmente fabricaba todo el periódico, no
demandaba una actividad muy intensa. Durante los tiempos muertos
los periodistas bajábamos al bar de Rafa, situado puerta con puerta
del periódico, en la calle de Narváez. En los días de buen tiempo
nos aposentábamos en su terracita, bajo las ventanas del diario, y
consumíamos febrilmente cañas de cerveza y gambas a la gabardina.
Si alguna noticia inesperada sucedía, o era preciso hacer algún
cambio imprevisto en la edición, Jesús se asomaba a una de las
ventanas que daban sobre el bar y reclamaba que subiera Fulano para
hacerse cargo de la situación. Después del almuerzo, o al caer la
tarde, organizábamos timbas de mus en la trastienda de Rafa,
rodeados de cubas de vino y abarrotes; otras veces convocábamos
imaginativos concursos, por ejemplo de camisas, a ver quién era
capaz de vestir la más fea o extravagante, de lo que guardo algún
documento gráfico; y en Semana Santa, o por la festividad de
Fátima, montábamos procesiones entre las mesas de la redacción, en
las que Tico solía interpretar a la Macarena y era portado en andas
por los más fuertes del equipo.
Cuando hacíamos turno de noche, que en mi
caso era frecuente como ya he señalado, terminábamos a las dos o
las tres de la madrugada. Con frecuencia rematábamos la jornada
tomando copas en alguno de los pocos establecimientos que seguían
abiertos a esa hora y que, irremediablemente, eran puteríos de
semilujo. Había dos muy connotados y bastante próximos entre sí.
Uno estaba en la terraza del Riscal, restaurante famoso por sus
paellas, que se servían también a domicilio y eran consumidas en
grandes cantidades por las familias burguesas de Madrid. El otro se
llamaba Alazán, un club «para caballeros» ubicado en la planta baja
de un edificio señorial de la Castellana que, décadas más tarde, se
convirtió en la sede central del Banco Santander. Alazán se
anunciaba en los clasificados de Pueblo,
no sé si por intercambio, bajo el eslogan de «Encanto y belleza de
Alazán», al que acompañaba la fotografía, absolutamente casta, de
una joven bien parecida. Junto con Pasapoga y Villa Rosa era el
burdel más frecuentado por la clase alta madrileña, en una España
en la que la prostitución constituía formalmente un delito apenas
tolerado por las autoridades. Nuestras visitas a aquel local tenían
no obstante como único objetivo tomar un cubalibre y hablar entre
nosotros, rara vez con las chicas. No recuerdo que nadie culminara
en ningún caso la noche contratando a alguna, aunque doy por
supuesto que la tentación tuvo que resultar invencible para según
quiénes. No para mí, que me sentía muy cohibido en aquel ambiente,
a un tiempo por mi aspecto aniñado y por mis reparos no tanto
morales como simplemente estéticos. Andando el tiempo comprendí que
aquel periodismo de trasnoche, alcohol y tabaco recorría
necesariamente senderos que conducían también al lado oscuro del
sexo. En mis años de Informaciones la
cosa fue todavía más evidente, pues el periódico estaba ubicado a
una manzana de la calle de la Ballesta, que vertebraba el barrio
prohibido de la capital. Pero para entonces yo estaba felizmente
casado y no tenía ningún empeño en prolongar la jornada después del
trabajo, por lo que jamás la rematé en los establecimientos de la
zona. En las noches del caluroso verano madrileño, las hetairas
salían a la calle y era preciso sortearlas a la hora de ir a buscar
mi viejo Seat 600, aparcado siempre de mala manera en alguna vía
circundante. No resultaba infrecuente verse envuelto, aunque solo
fuera como espectador, en algunas trifulcas considerables que
organizaban las putas, casi siempre en competencia por un cliente
con aparentes posibles. Yo asistía extasiado al espectáculo, entre
castizo y underground, relatado por Cela
en su prontuario sobre Izas, rabizas y
colipoterras. Recuerdo la imagen de una guineana apuesta y muy
alta enfrentándose en mitad de la calle a una ojerosa colega de la
noche y haciendo grandes aspavientos con los brazos amenazadores.
Parecía dispuesta a desenfundar la navaja de la liga, hasta que
llegó a poner orden una patrulla policial cuya comisaría moraba a
menos de doscientos metros del lugar. Apenas circulaba entonces la
droga entre los bajos fondos y las únicas sustancias prohibidas que
todavía consumíamos los jóvenes eran anfetaminas y un poco de
hierba, sobre todo los estudiantes universitarios. Por lo mismo era
habitual ver a las chicas que hacían la calle borrachas, pero no
colocadas. Su expresión no resultaba tan sórdida como la que el
consumo de caballo acabaría produciendo años más tarde en sus
miradas. Aquel era un puterío de rompe y rasga, bastante cutre pero
también alegre, del que me sentía absolutamente alejado, entre
otras cosas por mi temor a las enfermedades venéreas, pero con cuya
estampa disfrutaba tanto como con una escena del teatro de
Valle-Inclán. No sentía atracción mayor por aquel mundo, pero
tampoco un rechazo moral. Durante el período de instrucción del
servicio militar un recluta de mi compañía agarró unas purgaciones
triple A después de haberse tirado a una pobre buscona que le cobró
cinco pesetas por el servicio, realizado contra la tapia del
cuartel. Además de la infección le cayeron dos semanas de calabozo
y tuvo que padecer la rechifla general de los demás sorchis. En
otra ocasión un puñado de colegas periodistas me arrastró a un
burdel clásico de Las Palmas. Estábamos allí para cubrir un
acontecimiento social, la elección de Miss España en las Canarias,
y todavía no sé cómo acabamos diez o doce de nosotros en un piso
iluminado con tubos de neón, bajo cuya luz tenebrosa, casi
mortuoria, la madame hizo desfilar a un puñado de chicas no tan
jóvenes, muy desgarbadas, ataviadas con ropa interior barata y de
horribles colores, que se esforzaban en sonreír a los clientes.
Solo el mayor de entre nosotros, un cincuentón famoso por sus
programas musicales en la radio, alcanzó a aventurarse por la senda
allí propuesta. Los demás esperamos a que consumara el servicio
acodados en una barra americana del salón y conversando con la
alcahueta. Casi cincuenta años después, tengo todavía grabada casi
a fuego en la memoria aquella escena con ruido a palanganas y olor
a desinfectante. Entonces descubrí el lado triste del sexo, ese en
el que no hay alegría, ni pasión, ni dolor, ni belleza, ni deseo,
ni fantasía, ni ensueño, ni siquiera eficacia profesional; solo un
desabrimiento con el que se funde una desolación sin límites.
He titulado uno de mis libros sobre
periodismo El pianista en el burdel. Con
ello quería hacer referencia entre otras cosas a la atracción un
poco irracional que el mundo de los marginales ejerce sobre los
miembros de mi profesión; por lo menos lo hizo durante la edad de
oro de esta. El desorden horario que le es típico, el abuso del
alcohol, café y tabaco en las redacciones, lo absorbente de un
trabajo convertido en experiencia vital, en el que uno es testigo
de tantas y tan diversas realidades sociales, acaban perjudicando
con demasiada frecuencia al equilibrio familiar y terminan por
convertir a tu pareja y a tus hijos en víctimas propiciatorias de
un estilo de vida caracterizado por el egoísmo pese a estar
disfrazado de servicio a los demás. El desarrollo de las nuevas
tecnologías y los cambios en los hábitos ciudadanos han apuntillado
aquella noción errante de un periodismo acosado antaño por la
necesidad y embellecido por la poesía.
Había entrado en Pueblo siendo un adolescente y salí de él seis años
más tarde, casado, con un hijo y a la espera de un segundo, con la
mili recién terminada. Si no hubiera sido precisamente por el
servicio militar, aquella habría resultado para mí una época feliz.
Desperté a la vida real al tiempo que a la laboral, comencé a
viajar por Europa en un tiempo en que fui capaz de combinar
trabajos y placeres, y la camaradería y la amistad jugaban un papel
decisivo. Pero el aspecto atrabiliario de mi profesión me
acompañaba siempre. Cuando llegué a Informaciones, algunos redactores se disputaban la
cobertura de actos informativos o ruedas de prensa sin importancia
solo por el hecho de que en ellos se servían copas o refrigerios.
Con un poco de suerte uno podía volver cenado a casa. Era famosa la
cita de un ministro al que su jefe de prensa le comunicó:
—Señor, han llegado los periodistas.
—Que pasen y que coman.
La entrega de pequeñas coimas por parte de
las fuentes de las noticias a los reporteros especializados en
alguna rúbrica estaba a la orden del día y se contemplaba como algo
natural. Los equipos punteros de fútbol repartían sobres repletos
de billetes entre los enviados especiales a algunos partidos
memorables; los toreros de fama tenían a sueldo a muchos críticos y
los bancos distribuían entre quienes se encargaban de la
información financiera generosos complementos salariales, por medio
de comisiones publicitarias o de premios a la excelencia
profesional. Los cronistas más afectos al régimen conseguían
completar su escasa soldada mediante la obtención de galardones
literarios o el ejercicio de pregones festivos en los juegos
florales de los ayuntamientos, de acuerdo con las instrucciones
recibidas por el jefe local de Falange.
Este tejemaneje lo descubrí con el paso del
tiempo, mucho después de que a comienzos de 1963 decidiera
presentarme a un concurso organizado por el NO-DO[7]
para realizar un guión sobre el monasterio de El Escorial. El tema
me venía como anillo al dedo, pues desde muy pequeño aquella
inmensa mole de piedras precursora del más severo racionalismo
arquitectónico formaba parte de mi imaginario sentimental. Me
otorgaron el primer premio, primero también de cuantos galardones
he recibido en mi vida, pero la organización no cumplió con lo más
atrayente de la oferta, lo que más me interesaba: filmar el guión
elegido.
Viví en Pueblo
como redactor de la sección internacional la noticia del asesinato
del presidente Kennedy. Las informaciones iniciales llegaron a
primera hora de la tarde y me precipité escaleras abajo de mi casa,
corriendo hacia la redacción. La casualidad hizo, dado el ritmo de
trabajo habitual, que estuviera desierta cuando llegué. A decir
verdad en la escalera me crucé con un redactor que acababa su turno
y se aprestaba a abandonar el local. Era el único presente y le
comenté el suceso, que desconocía. «Yo me voy –me dijo
indiferente–, es la hora y me están esperando.» Abrumado, asqueado
incluso por la falta de sensibilidad de mi colega, entré en la sala
en la que tintineaban diez teléfonos a la vez. Por uno de ellos
salió la voz del general Muñoz Grandes, vicepresidente del
gobierno. Era el más prestigioso del ejército y probablemente el
único al que el Caudillo tenía respeto. Había estado al mando de la
División Azul, el escuadrón de voluntarios falangistas que
acudieron al frente de Rusia a combatir junto con las tropas del
Tercer Reich. Un hombre enteco, con fama de implacable honestidad,
que lucía con frecuencia bajo el uniforme el atuendo de los
fascistas españoles. De adolescente me lo había topado en ocasiones
a la puerta del colegio, al que solía acompañar algunas mañanas a
su nieto. Me preguntó sobre las novedades de Estados Unidos y
apenas le pude explicar nada. El único teletipo del periódico
echaba humo al ritmo de las crónicas que Manuel Blanco Tobío
enviaba desde Nueva York. Enseguida llegó Jesús de la Serna y
comenzó a reclutar a cuantos redactores pudo, hasta reunir diez o
doce que nos pusimos manos a la tarea.
Kennedy era un auténtico mito para los
jóvenes occidentales de la época. Se había embarcado en un programa
de modernización de su país que incluía el fin de la discriminación
racial y la lucha contra el poder de la mafia. Junto con su hermano
Bob, al que nombró fiscal federal, encarnaba un liderazgo
formidable que le valió la victoria electoral frente a Richard
Nixon. Le tocó lidiar además la mayor crisis internacional sucedida
durante la Guerra Fría, tras el descubrimiento de que la Unión
Soviética estaba instalando misiles con cabezas nucleares en Cuba.
Fue quizá el momento en que la humanidad estuvo más cerca que nunca
de una tercera conflagración mundial. Y permitió que la CIA
colaborara con el exilio cubano en Miami para organizar el
desembarco de una guerrilla anticastrista en la isla. Aniquilados
sus integrantes por el ejército del gobierno en Bahía de Cochinos,
los jefes de la expedición y sus mentores en Florida acusaron al
presidente americano de traición, argumentando que los había
engañado y no había ofrecido el apoyo aéreo prometido. Desde
entonces la colonia cubana en Miami le tuvo un odio visceral y se
alineó incondicionalmente con las posiciones del partido
republicano. Tuve ocasión de comprobar hasta qué extremos llegaba
esa fanática actitud con motivo de un viaje que hice diez años
después invitado por el gobierno de Washington para conocer el
país. Durante un mes recorrí de costa a costa la geografía de los
Estados Unidos, visitando universidades y minorías raciales
acompañado de un guía de origen cubano que me hacía las veces de
traductor. Durante más de tres semanas tuve que soportar su
adoctrinamiento persistente en contra de los demócratas y su
encarnizamiento verbal con la figura del presidente
asesinado.
La animadversión del anticastrismo hacia
Kennedy hizo sospechar desde el primer momento que si había
existido una conspiración para matarle no era improbable que el
exilio cubano estuviera en su entramado. La noche del suceso nos
sorprendió a todos la velocidad con que se iban produciendo los
acontecimientos. La policía encontró primero el rifle y enseguida
se puso sobre la pista de Lee Harvey Oswald. Todos cuantos nos
encargamos de elaborar la edición de urgencia del periódico
estábamos fascinados por el desarrollo de un guión que parecía
predeterminado y en el que abundaban materiales dignos del mejor
drama de Shakespeare. Tuve la impresión de estar asistiendo a uno
de los grandes acontecimientos de la historia y acabé casi por
convertirme en parte de ellos, habida cuenta de la intensidad con
la que me impliqué en los trabajos editoriales. Pasamos la noche en
vela y continuamos hasta después del mediodía del día siguiente.
Permanecimos más de veinticuatro horas sin dormir, sin un solo
minuto de descanso, atiborrados a café y coñac mientras
alimentábamos las máquinas a borbollones con los últimos
comentarios, las declaraciones, las explicaciones, las fotografías,
las lamentaciones, los análisis, las especulaciones sobre los
hechos. Agotado después de tan prolongada jornada regresé a mi casa
a descansar un poco. En el portal me encontré con el camión del
carbonero, que acababa de descargar miles de kilos con destino a
las calderas de la calefacción del inmueble. El portero había
fregado concienzudamente el suelo, hasta hacía unos minutos
ennegrecido por el paso de la carga. Para evitar resbalones, y
también para que las huellas de los zapatos no volvieran a manchar
el mármol, decidió extender sobre este las hojas desplegadas de la
primera edición del periódico en la que yo había derramado con
generosidad toda clase de esfuerzos, con una pasión y un empeño
nunca hasta entonces sentidos así. Mientras iba pisando con firmeza
la cara del presidente asesinado y los titulares de gran tamaño que
acompañaban a su fotografía (NO PELIGRA LA PAZ POR LA MUERTE DE
KENNEDY), me invadió una sensación entre risueña y amarga. Ahí
estaba yo mancillando aquello por lo que tanto había luchado,
hollando con mi planta algo más que unas hojas de papel: el relato
de unas horas terribles en las que se desvanecieron los sueños, las
promesas, de un mundo diferente y mejor. Asumí entonces, y para
siempre, lo volátil de mi profesión, la futilidad de su legado y la
impostación de su pretendida influencia.