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Un mundo de papel

 

El 20 de diciembre de 1973 ocupaba yo como interino la dirección del periódico Informaciones de Madrid. Había llegado allí de la mano de Jesús de la Serna, cuando un grupo de bancos decidió adquirir un medio de comunicación con la sola intención de defender sus intereses ante la presión de la opinión pública. La eventual nacionalización de la banca era una demanda no solo de los sectores izquierdistas (el entonces comunista Ramón Tamames había publicado en Cuadernos un extenso y famoso trabajo sobre el tema). Facciones falangistas, reivindicativas de lo que llamaban la «revolución pendiente», también eran proclives a este tipo de pronunciamientos. El hermano de Jesús, Víctor de la Serna, mantenía una estrecha relación con la familia Botín y convenció al patriarca de la saga para que se hiciera cargo del diario, junto con el Banco Español de Crédito, el Central y la Confederación de Cajas de Ahorros. Informaciones había sido en su día propiedad de la familia La Serna y, mucho antes aún, de don Juan March, quien financió el alzamiento franquista contra la República. El padre de los La Serna, un periodista famoso hijo de la escritora cántabra Concha Espina, se distinguió durante la Segunda Guerra Mundial por su adhesión al Eje. Cuentan que cuando el cuñado y superministro de Franco Ramón Serrano Suñer visitó Berlín en plena contienda le preguntó a Hitler:
—Mi Führer, ¿cómo va la guerra?
—Muy bien –contestó el otro–, aunque no tanto como dice Informaciones.
Lo que basta para hacerse una idea de cuál era la imperturbable línea editorial del vespertino, coherente por lo demás con las convicciones de su director y con la política oficial del franquismo.
Tras la victoria aliada, el diario cayó en desgracia. En pocos años, la familia perdió su propiedad, que fue a parar a una serie sucesiva de diversos empresarios más o menos aventureros. Mantuvieron viva la cabecera, pero no lograron ningún propósito más ambicioso. El regreso de los de La Serna al periódico en 1968, con Víctor como consejero delegado y Jesús como director, tenía por lo mismo un significado sentimental, aunque ellos establecieron una línea editorial bien distinta a la marcada por su padre.
Yo había trabajado hasta entonces a las órdenes de Jesús en el diario de la Organización Sindical Pueblo, y él me llevó como redactor jefe a Informaciones, que se encontraba en una situación deplorable, tanto comercial como profesionalmente. Carecía de influencia alguna, apenas vendía veinte mil ejemplares y su redacción estaba por completo desmoralizada. La llegada de la nueva empresa infundió esperanzas en el equipo. Se entendía que teniendo a los bancos como padrinos al menos acabarían las penurias económicas que había padecido durante lustros. Los nuevos gestores imprimieron una inequívoca impronta liberal a la línea del diario, dentro de lo que permitía la situación política, que no era mucho. Víctor había vivido en Nueva York y Ginebra como agregado de prensa en la representación española ante las Naciones Unidas y hacía gala de un cosmopolitismo refinado. Era conocida su afición a la buena mesa y a la gran literatura. Como experto diletante, no se entrometía demasiado en las tareas del periódico, que tenía completamente delegadas en el gerente. Jesús, en cambio, era un auténtico adicto al trabajo. Desde mis comienzos en el periodismo había sido mi jefe, mi maestro y mi amigo. A él debía ya entonces cuanto sabía de nuestra profesión, y constituía además un ejemplo de honestidad, de recto comportamiento moral y cívico. Desde que en el verano de 1962 comencé mis prácticas como becario en la redacción de Pueblo, establecimos entre ambos una amistad perdurable que creo no haber traicionado jamás. Depositó siempre en mí una confianza inmensa, hasta el punto de nombrarme redactor jefe de las páginas de información local del periódico de los sindicatos cuando yo solo contaba diecinueve años. A los veintidós me encargaron, otra vez bajo su discreto padrinazgo, la sección editorial. Solo con Jesús Polanco he sido capaz de mantener una relación profesional e intelectual tan estrecha como la que tuve con su homónimo La Serna. El secreto de mi éxito en la profesión, sobre el que no exhibo ninguna falsa modestia, proviene sobre todo de mi relación con ambos y de la callada observación del comportamiento del otro periodista que más ha influido en mi carrera: mi padre, Vicente Cebrián.
Con Jesús como director llevamos a cabo una labor gigantesca en Informaciones. En apenas cinco o seis años logramos que el periódico alcanzara los cien mil ejemplares de difusión y equilibrara sus cuentas. Por aquel tiempo tuve además oportunidad de conocer al patriarca de los Botín en unas circunstancias nada comunes. Don Emilio era entonces, como luego lo sería su hijo, el banquero más conocido y admirado del panorama financiero español. En cierta ocasión fue convocado a un almuerzo por el ministro de Obras Públicas de la época, Gonzalo Fernández de la Mora, un intelectual espeso y ultraconservador, cercano al Opus Dei y famoso por un libro en el que teorizaba sobre el crepúsculo de las ideologías. Botín acudió a la comida suponiendo que el ministro le iba a plantear cuestiones relacionadas con su departamento, por lo que se asombró de que el único tema de conversación versara, desde el comienzo, acerca de Informaciones. El diario se había distinguido ya por su línea de suave disidencia respecto al régimen, que compartía con su competidor Madrid. Fernández de la Mora explicó al banquero que el gobierno había llegado a la conclusión de que gran parte de esa orientación, que consideraban subversiva, se debía a mi influencia y le pidió que me despidieran. Emilio Botín no había oído nunca hablar de mí, no sabía quién era y no tenía ni la más mínima idea de hasta qué punto lo que decía el ministro era o no verdad. Esa misma tarde llamó a su amigo Víctor de la Serna y le contó la historia. Luego añadió: «Quiero conocer a Cebrián, y también que le subáis el sueldo. Organiza una comida».
El ágape fue en la casa de Botín en Somosaguas, y además de Víctor y Jesús estaba presente el hijo menor del banquero, Jaime, al que yo conocía pues era quien asistía en nombre del banco al consejo del periódico. En el aperitivo sirvieron caviar beluga y champán Dom Pérignon. Por primera vez en mi vida yo degustaba ambas cosas, y alguien elogió la calidad del caldo. Nuestro anfitrión comentó entonces que lo único malo de él era su precio. «Todo lo que es bueno es caro. Y lo más caro de todo es la independencia», remachó. Jesús negó con la cabeza y respondió en tono sentencioso: «La independencia no es cara, Emilio, la independencia es muy pobre». La vida me habría de enseñar cuánta razón tenía.
En diciembre de 1973 yo estaba, como he dicho, al frente del periódico porque el director se encontraba junto con el resto de sus colegas madrileños en la selva panameña, invitados por el general Omar Torrijos. Por aquel entonces la opinión pública española se mostraba muy preocupada a causa de las explosiones de gas que habían producido un buen número de desastres urbanos. El año anterior, una de ellas gigantesca había causado dieciocho víctimas mortales en Barcelona, y otros incidentes menores de parecido género tenían sobre aviso a la población. De modo que, cuando aquella mañana las redacciones recibieron la noticia de que un nuevo escape había provocado una explosión en la calle Claudio Coello de la capital, todo el mundo se temió lo peor.
Los madrileños se habían levantado ya ese día en un ambiente de tensión debido a que en la misma fecha estaba previsto celebrar el juicio contra nueve líderes del sindicato clandestino Comisiones Obreras, en lo que se conocía como el Proceso 1001. Desde la madrugada, largas colas de gente se arremolinaban en torno a la plaza de las Salesas, a fin de no perder asiento en la menguada sala en la que había de tener lugar la vista. La policía había acordonado la zona con un gran despliegue de efectivos. Las noticias sobre la explosión en la calle Claudio Coello llegaron a las redacciones al tiempo que los primeros informes sobre la violencia policial contra los manifestantes que aguardaban a la puerta de los juzgados. Le pedí a María Antonia Iglesias, redactora del periódico, que se acercara al lugar para comprobar lo que había pasado. A los pocos minutos me telefoneó y dijo que había rumores de que la explosión había alcanzado al vehículo del presidente del gobierno que, como todos los días, había asistido a misa de ocho en la iglesia de los jesuitas de Serrano. Tratamos de confirmar los rumores con las fuentes oficiales y solo obtuvimos como respuesta titubeos inconsecuentes que parecían confirmar la gravedad de los hechos, pero nada especificaban sobre su naturaleza. Hacia las diez y media de la mañana supimos por fin con total certeza que el almirante había muerto, pues otra redactora tuvo oportunidad de ver el cadáver en el servicio clínico al que fue trasladado. Había tanta confusión en el lugar que no le fue difícil burlar las escasas medidas de seguridad. Desde una estancia cercana a donde yacía el presidente, pudo contemplar su cuerpo yerto, el rostro pálido y sereno, sin rasgos de violencia alguna. A esa hora comenzaron a divulgarse importantes indicios que sugerían que se trataba de un atentado, pero el gobierno prohibió que se comentaran los hechos o que se hablara de cualquier acción terrorista. Incluso el ministro de Educación, Julio Rodríguez, sugirió en una reunión urgente del gabinete, bajo la dirección de su vicepresidente, la posibilidad de difundir una exótica versión oficial: el militar habría muerto de un infarto de miocardio como consecuencia del susto que le había provocado la explosión. Sin embargo, para esa hora se sabía que su coche había volado por los aires hasta la terraza de la residencia de la iglesia de los jesuitas. El cuerpo del almirante quedó pulverizado por dentro como consecuencia de la explosión. Las autoridades prohibieron cualquier especulación sobre las circunstancias del suceso y el director general de Prensa me amenazó con secuestrar el diario si incumplía esas directrices. De modo que poco antes del mediodía sacamos a la calle una edición especial, cuyo titular de primera página rezaba escueta y cínicamente: HA FALLECIDO EL PRESIDENTE DEL GOBIERNO. Todo el mundo conocía ya que había sido por los efectos de una bomba.
Tardé varias horas en poder conectar con Jesús, perdido en la selva caribeña y con enormes dificultades para comunicarse por teléfono. Cuando por fin pudimos hablar, le expliqué lo sucedido y le comenté que había decidido instalarme en su despacho y en su mesa de director. Dada la gravedad de la situación, creía que solo se podía gobernar la nave desde el puente de mando. Le pareció bien. Desde muy joven he ocupado puestos de responsabilidad en mi vida profesional y siempre he dado la importancia adecuada a los signos externos del poder. No al protocolo ni a los fastos, que nunca me han atraído, pero sí a la necesidad de evidenciar físicamente dónde y cómo se toman las decisiones. Trasladarme a la silla de Jesús en medio de aquella gran crisis me pareció necesario para infundir confianza y respeto a una redacción desorientada y presa de una enorme excitación. Cada pocos minutos alguien me llamaba por teléfono para alertar de una supuesta insurrección militar y aseguraban que se habían producido altercados en varias provincias, que el gobernador civil de Valladolid había sido asesinado y cosas por el estilo. El gobierno estaba absolutamente a ciegas y la autoría de ETA no era la única hipótesis que contemplaba. Algunos ministros temían que pudiera tratarse de un golpe militar. Yo me veía en el compromiso de hacer patente de manera palpable ante todos, trabajadores, accionistas, gobierno y cualquier otro interlocutor, que en ausencia de Jesús era yo quien mandaba. Además estaba obligado a hacerlo de forma prácticamente autónoma, habida cuenta de las dificultades de comunicación con el director. Aunque ya había sustituido a este en numerosas ocasiones con motivo de los períodos vacacionales, y también me tocó hacerlo por una enfermedad que le afectó durante meses, aquella fue la primera y única vez que lo hice instalado en su despacho y detrás de su mesa. Era esta, por cierto, una auténtica reliquia de la ebanistería clásica. Había pertenecido al padre de los La Serna, quien la rescató de un diario de principios de siglo. En dicha época la redacción al completo solían componerla ocho o diez personas a lo máximo y se reunían todas en torno a un mismo pupitre para despachar el trabajo del día. La mesa de Jesús estaba construida en maderas nobles y alicatada en bronce. Bajo el tablero, el viejo Víctor había hecho instalar un soporte de pino teñido que en su día albergó habitualmente una metralleta cargada y armada, dispuesta a usarse. Era el sistema de seguridad del patriarca de la familia frente a cualquier posible atentado del maquis.
Aquel día de autos, yo tenía veintinueve años recién cumplidos y de mi insensatez, o de mi excesiva seguridad en mí mismo, da prueba el hecho de que en ningún momento me asaltó la duda o la incertidumbre respecto a qué debía hacer profesionalmente en semejante coyuntura. Vino a mi mente el asesinato de Kennedy, que había vivido diez años antes en mi humilde condición de meritorio en la redacción de Pueblo. Intenté repetir comportamientos e inspirarme en actitudes que entonces había visto en Jesús, a la sazón mi redactor jefe. Pero la muerte de Carrero a manos de ETA constituía un suceso absolutamente singular y del todo inesperado. El almirante era el verdadero delfín de Franco. Nombrado presidente del gobierno apenas seis meses antes, se especulaba con las transformaciones que habían de promoverse en el régimen a fin de facilitar la sucesión del dictador, aquejado de una decrepitud física y mental que a nadie le pasaba desapercibida. El día anterior había visitado Madrid el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, que se entrevistó con Franco en el palacio de El Pardo y salió impresionado por el deterioro físico de su interlocutor.
El presidente asesinado, un marino con más experiencia en los despachos que en los barcos, fundió su destino político y personal con el del Caudillo desde muy primera hora. Subsecretario de la presidencia en 1941, continuó sin interrupción en el cargo durante más de un cuarto de siglo con rango de ministro. En 1967 fue nombrado vicepresidente del gobierno. Para esas fechas se había convertido ya en la verdadera sombra del Generalísimo: su confidente más preciado, su asesor más discreto, el más servil de sus colaboradores. Carrero representaba la encarnación prosaica del integrismo, en su doble vertiente católica y militarista. Valedor del Opus Dei en el gobierno, estaba obsesionado por la influencia del marxismo, el judaísmo y la masonería en la sociedad española. Había inspirado la sucesión monárquica en la persona de don Juan Carlos, pero evidenció su disposición a hacer del futuro rey un auténtico pelele a la muerte o incapacidad del dictador. Desde todos los puntos de vista, el almirante era la pieza maestra para la continuidad del franquismo después de Franco.
El número dos del gobierno, Torcuato Fernández-Miranda, acudió a El Pardo a comunicarle al dictador los hechos y el resultado de las investigaciones: una bomba colocada bajo el pavimento hizo explosión al paso del vehículo que transportaba al presidente. El coche voló materialmente por los aires. Ninguna reivindicación todavía. El director de la Guardia Civil, teniente general Iniesta, un provocador vocinglero y fascista, aprovechó el desconcierto en los pasillos del poder para cursar órdenes especiales de movilización a los más de setenta mil integrantes del cuerpo. Tuvo que revocarlas personalmente Fernández-Miranda, en medio de una tensión indescriptible. Torcuato había sido preceptor del príncipe y encarnaba los esfuerzos de algunos prohombres del régimen por eliminar los símbolos fascistas del movimiento. Promotor de algún tipo de pluralismo que permitiera la existencia de tendencias diferentes en el seno del sistema, un poco según el modelo del PRI mexicano o del peronismo en Argentina, era odiado por los ortodoxos de la Falange, irritados por los esfuerzos que había hecho por eliminar de los actos oficiales la camisa azul mahón, vestimenta fascista por excelencia. La oposición democrática le despreciaba por lo mismo: frente a las demandas de libertad, él solo representaba un lavado de cara que se refugiaba, encima, en una logomaquia absurda que legó para la historia la ridícula expresión «contraste de pareceres» como definición de las opiniones disidentes en el seno del propio régimen.
El gobierno tardó más de siete horas en pronunciarse sobre los hechos. El ministro de Información leyó en la televisión pública un comunicado escueto en el que se declaraban tres días de luto oficial y se daba el pésame a la familia del finado. Ni una sola palabra acerca de los autores del crimen, sobre cuya identidad se seguía a oscuras. Al caer la tarde pudimos publicar las circunstancias del asesinato y el método para llevarlo a cabo: los terroristas habían excavado un túnel desde el sótano de una casa hasta la mitad de la calle, y habían alojado en él una carga que fue explosionada mediante un detonador. La ausencia de reivindicación favorecía las hipótesis más imaginativas sobre la paternidad del atentado: se apuntaba al FRAP[4] –un extraño y manipulable embrión de guerrilla urbana marxista– e incluso se habló de la eventualidad de que antiguos activistas de la OAS o miembros del IRA hubieran colaborado en la acción, dada la perfección técnica con la que se había realizado. El líder comunista Simón Sánchez Montero fue detenido en su domicilio por la policía, que dijo haber encontrado un papel con su número de teléfono entre los sacos de arena extraídos del túnel por los terroristas y abandonados en el sótano. Fue el primero de los numerosos intentos que se repitieron a lo largo de aquellos días por relacionar de algún modo el atentado con el partido comunista y con el Proceso 1001, dispuestos como estaban a fabricar pruebas falsas si fuese necesario con tal de establecer una verdad oficial de los hechos que conviniera al régimen[5]. Pero las especulaciones sobre la autoría se vinieron abajo cuando, a las once de la noche del mismo día 20 de diciembre, Radio París interrumpió su emisión para leer un comunicado de ETA en el que reclamaba la acción. Habían esperado para hacerlo a que sus autores se encontraran a salvo y en lugar seguro.
A la 1.20 de la madrugada del 21 de diciembre de 1973 me puse al volante de mi pequeño utilitario, después de una jornada agotadora en la que publicamos numerosas ediciones especiales. Camino de mi casa, atravesé la plaza de Cibeles y me acerqué a la sede de la Presidencia, donde quedó instalada la capilla ardiente del almirante. Un remolino de uniformes entorchados se agolpaba en la puerta. Pensé inicialmente que debía presentarme allí por razones institucionales, pero luego deseché la idea. Yo no sentía pesar alguno por la muerte del valido franquista, aunque tampoco participaba de la alegría de tantos jóvenes españoles –algunos no tan jóvenes– que se apresuraron a descorchar el champán en sus casas para brindar por el asesinato. A decir verdad, siempre he creído que esa imagen pertenece más bien a la leyenda urbana, pues desde mi punto de vista aquella noche los ciudadanos, sin distinción de ideologías, fueron presa de una enorme angustia. Naturalmente miles, quizá millones, de opositores al régimen estaban de acuerdo con el tiranicidio, y algunos incluso se animaron a manifestarse públicamente esa misma tarde para celebrarlo. Muchos demócratas, enemigos de la violencia y del terrorismo etarra, no tenían además otro remedio que reconocer –con cuidado, no se les fuera a confundir– que, a la postre, los terroristas habían cumplido con un destino histórico, pues su acción habría de liquidar cualquier posibilidad de continuismo franquista. Pero todos temían la respuesta represiva del régimen. Decidí dar un largo rodeo hasta mi domicilio. Madrid era una ciudad cerrada. Un silencio espeso y duro recorría las calles desiertas en las que apenas podía percibirse algún dispositivo extraordinario de seguridad. El comando Txikia, ocho hombres jóvenes que jamás serían juzgados por su acción, había vuelto del revés el futuro político de España. Ahora sobre el asfalto solo se respiraba miedo.

 

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Informaciones estaba ubicado en un edificio modesto de la calle de San Roque. Desde su fundación había radicado allí, y en los tiempos de la República había compartido sede con otro diario también propiedad de don Juan March, La Libertad. Mientras el primero defendía posiciones conservadoras, este seguía una línea de extrema izquierda, cercana al anarquismo. El viejo contrabandista y, ya por entonces, respetado banquero defendía de este modo sus intereses subvencionando la expresión de opiniones encontradas e incluso antagónicas. Algunas tardes, después de cerrar el periódico, recalaba yo en su archivo, donde aún se conservaba la colección casi completa de La Libertad. Era una publicación bien hecha, profesionalmente solvente, y su lectura me producía similar placer a la de El Sol, el gran diario inspirado por Ortega y Gasset, al que yo había tenido acceso en mi juventud dado que sus números se guardaban en la biblioteca del Arriba.
Mi vida ha transcurrido siempre entre periódicos, y todavía hoy no comprendo las críticas que se me han hecho repetidas veces desde que anuncié la probable desaparición de gran parte, o quizá de todos ellos, a manos de las nuevas tecnologías. Entre los primeros recuerdos de mi infancia están mis visitas a la redacción del órgano oficial de la Falange, en el que mi padre se desempeñaba como redactor jefe. Había ingresado allí al terminar la Guerra Civil. Aunque era estudiante de Medicina, continuando la tradición familiar, la guerra le truncó la carrera y tras la contienda decidió buscar trabajo para casarse cuanto antes. El Arriba estaba instalado en la antigua sede de El Sol, de la que se habían incautado los falangistas tras su victoria. Que el periódico oficial del partido único del régimen se editara en el mismo local en que lo había hecho el más representativo de los voceros republicanos no dejaba de ser provocador. Mi nostalgia más lejana me transporta hasta la sala de aquella redacción, instalada sobre los talleres en el primer piso del edificio, donde me tropecé en ocasiones con un barbudo grandullón que después aprendí se llamaba Camilo José Cela. Era una estancia no muy grande, aunque a mí entonces me pareciera inmensa, en una de cuyas esquinas había un despacho enjaulado desde el que el redactor jefe Vicente Cebrián dirigía las tareas del diario. En medio de la sala, subido a un soporte de madera y atado con una larga cadena metálica, un loro presidía el panorama. El pájaro lo había traído mi padre desde Guinea Ecuatorial. Durante un viaje a la colonia a mediados de los cuarenta había comprado dos papagayos, pero uno murió en la travesía de regreso a las Canarias. Mi madre, que siempre aborreció los animales, se negó a albergar en casa al superviviente, con lo que este acabó encontrando asilo en la sede del periódico. El loro del Arriba era famoso en los mentideros madrileños. Los periodistas le acostumbraron a beber vino y a comer cacahuetes, y le enseñaban frases obscenas y epítetos políticos. No era infrecuente que el visitante se sorprendiera con los alaridos del pájaro gritando: «Franco, ¡cabrón!», o «¡Hijo de puta!», mientras a veces intentaba levantar infructuosamente el vuelo, borracho como estaba de tanto cariñena.
El Sol fue un órgano financiado por el industrial Urgoiti, propietario también de la mayor fábrica de papel del país. En 1936 su director era don Manuel Aznar Zubigaray, abuelo del que medio siglo después sería presidente del gobierno de España, José María Aznar. Antiguo peneuvista y connotado republicano, en los albores del levantamiento militar don Manuel huyó al extranjero, de donde regresó a instancias de sus hijos, militantes falangistas, que le garantizaron inmunidad. Esta se cumplió a medias, pues en mitad de la Guerra Civil fue encarcelado por un coronel que le reconoció cuando paseaba por las calles de la capital rebelde. Enterado el dictador del suceso, ordenó su liberación y desde aquel día Aznar se convirtió en leal colaborador de Franco. Amanuense de sus discursos primero, presidente de la agencia oficial de noticias después, embajador de España ante el reino de Marruecos y ante las Naciones Unidas por último, don Manuel acabaría sus días como director de La Vanguardia de Barcelona, donde tuve repetidas ocasiones de visitarle y conversar con él como tantas veces lo había hecho antes en Madrid. En mis tiempos de iniciación en Pueblo se dejaba caer con relativa frecuencia por la redacción del diario sindical, donde se organizaban enjundiosas tertulias en torno suyo. Era un hombre inteligente, socarrón y descreído, calificativos que en ningún caso cuadran con la personalidad de su nieto José María. Indalecio Prieto, en sus memorias, le tildó de «gran perillán», pues nunca le perdonó su transformismo ideológico y político, tan bien remunerado como fue. Pero cauciones morales aparte, el diálogo con Aznar, al que para mis adentros siempre bauticé como «Aznar el listo» por oposición a la mediocridad de su descendencia, resultaba enriquecedor en muchos aspectos.
La casa de Arriba dio también fama a la tasca de enfrente, que ofrecía comidas baratas y caseras. En El Puchero se podía cenar hasta muy tarde, habida cuenta de los horarios atípicos de los periodistas, y pasada la medianoche recalaba en su comedor un buen número de artistas y gentes de la farándula. Con alguna frecuencia también lo hacía el oficial de intendencia retirado Nicolás Franco, padre del dictador, que habitaba un pisito no lejos de allí en la calle Fuencarral, donde vivía con su amante, una antigua criada de la familia. Una noche, borracho tanto o más que el loro de la redacción, el anciano se encaró con un retrato de su hijo que adornaba las paredes de la taberna, como era entonces frecuente en la mayoría de los establecimientos públicos. Plantado ante su efigie, en la que lucía camisa azul y un capote de campaña, comenzó a increparle:
—¡Ahí lo tenéis! ¡El más tonto de la familia y el que más alto ha llegado!
Luego arrojó una copa de coñac sobre la foto antes de que se lo llevaran discretamente los guardias, a quienes el comisario había encarecido lo devolvieran a su casa sin armar escándalo.
Anécdotas como esta las oí muchas veces de mi padre, que siempre andaba prometiendo escribirlas al hilo de sus memorias, aunque nunca se decidió a hacerlo. El caso es que gusté por primera vez del olor a la tinta en aquellos talleres de la calle Larra, y el concierto orquestado de máquinas de escribir, linotipias y rotativas me acompañó para siempre hasta que las tecnologías digitales invadieron los medios. Escribir en una redacción de las de antaño exigía una concentración especial, una especie de aislamiento interno frente a las agresiones del ambiente, que terminaba constituyendo un auténtico ejercicio de meditación en medio de la marabunta.
Al margen de su posicionamiento político, la redacción de Arriba respondía a los estándares del periodismo bohemio y un poco caótico inscrito en la leyenda de la profesión. Por eso cuando pisé, a mis diecisiete años de edad, la sede de Pueblo me recordó mucho a aquella otra en la que había visto trabajar a mi progenitor. Era una habitación pequeña, encaramada sobre la nave de la rotativa y contigua a la de las linotipias, en donde se confundía un abigarrado y diverso catálogo de especímenes humanos. A principios de julio de 1962 entré en ella con la ilusión de un adolescente para hacer prácticas tras mi segundo año en la Escuela Oficial de Periodismo. Lo primero que vi al empujar la puerta abatible fue una vieja Underwood volando por los aires que acabó por estrellarse a los pies del cronista municipal. El lanzador de tan pesado proyectil había sido Tomás García de la Puerta, hombretón entrado en años que ejercía la crítica de cine y tenía fama de haber formado parte en su juventud de las partidas de la porra como guachimán de un ministro franquista. Tenía un aire a lo gángster bueno que le hacía entrañable para cuantos le conocían. Los contenciosos que mantenía con su colega encargado de la información del Ayuntamiento eran de tipo personal y venían provocados por comentarios despectivos que este último había proferido respecto al comportamiento matrimonial del director del periódico. Calmado el pequeño alboroto que el incidente produjo, pude presentarme al redactor jefe suplente, que me ubicó en la mesa de Extranjero, como llamaban a la sección de noticias internacionales. Su equipo estaba compuesto por tres personas: el jefe Cipriano Torre Enciso, un redactor y un taquígrafo. Faltaba un cuarto miembro del conjunto, María Pura Ramos, esposa del redactor jefe Jesús de la Serna. La pareja estaba de vacaciones por ser el mes de julio. De mis compañeros de mesa ninguno hablaba idiomas, como no fuera el gallego, y ninguno tenía una especialidad concreta en relaciones internacionales. Torre Enciso, cercano ya a la edad de jubilación, había dirigido Radio Nacional de España durante la guerra, cuando la capital franquista se instaló en Burgos, y resultó ser una persona afable y desinteresada, encarnación del prototipo imaginario de los galaicos. Un día se topó con algún conocido cuando descendía por la escalera del edificio principal de la radio, después de cobrar sus haberes del mes.
—¿Se sube por aquí para ir a la caja? –le preguntó el otro.
—Bajar se baja –confirmó Cipriano–, pero subir no sé.
El redactor que le ayudaba en las tareas de la sección no tenía ninguna formación periodística ni en relaciones internacionales, procedía del cuerpo de Correos y Telégrafos, y había entrado en el diario para ocuparse del mantenimiento del único teletipo que allí había. Por mejor merecimiento era también sobrino del redactor jefe suplente, un gordinflón oriundo de Mondoñedo con afición a la buena mesa, soltero, trabajador y bastante putero, al menos de boquilla. El último componente del equipo, el taquígrafo Arquellada, parecía alguien arrancado de las novelas de Dickens. Mal afeitado y peor vestido, le brillaba al hablar un incisivo enfundado en oro, y hubiera podido infundir miedo por lo siniestro de su aspecto, pero en realidad solo inspiraba misericordia. Andaba siempre en zapatillas de fieltro a cuadros, pues sufría de las piernas y el médico le había recomendado utilizar calzado flexible y blando para combatir la hinchazón que le consumía.
Por el teletipo, instalado en una cabinita en la que apenas cabía su cuidador, transmitía únicamente el corresponsal en Nueva York, Manuel Blanco Tobío. Los demás colaboradores dictaban por teléfono sus crónicas al hombre de los pies hinchados. La endeblez profesional de la mesa de Extranjero saltaba a la vista, aunque estaba compensada por un buen equipo de excelentes corresponsales: José María Bugella en Roma, Luis de Castresana en Londres, Pilar Narvión en París y José María Carrascal en Alemania. Torre Enciso, persona muy culta pero cuitada como pocas, me explicó que hasta hacía algún tiempo también había trabajado en la sección Enrique Ruiz García y que en su época lo hizo igualmente Eduardo Haro Tecglen. Pretendía argumentar que nadie había descuidado el peso intelectual de aquel equipo humano, y que la fragilidad del momento se debía a motivos meramente coyunturales. Ruiz García, un santanderino inteligente y trabajador, había tenido que dimitir de su puesto después de asistir al consejo del Movimiento Europeo, reunido en Munich. La delegación española, presidida por Salvador de Madariaga, aprovechó para denunciar el franquismo y reclamar la instauración de la democracia en nuestro país. El acto sirvió de pretexto para que los funcionarios de la dictadura, capitaneados por el catedrático de Ética y director general de Prensa Adolfo Muñoz Alonso, el mismo que me había examinado de mi ingreso en la escuela de periodismo, montaran un gran escándalo y acusaran a los asistentes de organizar un contubernio contra el régimen. A su vuelta a España fueron detenidos e interrogados, y muchos sufrieron penas de exilio, entre ellos el que más tarde sería fundador de UCD y ministro de Educación y Cultura del gobierno de Suárez, Íñigo Cavero. Ruiz García aprovechó la instancia para exiliarse de forma voluntaria y dedicarse desde entonces a la alta política. Tiempo más tarde lo encontré como hombre de confianza del ex presidente dominicano Juan Bosch; posteriormente fue secretario político de José María de Areilza y terminó por convertirse en consejero áulico del que fuera presidente mexicano Luis Echeverría. El éxito de las columnas y artículos de Enriquito, como le llamaban, se debía al fabuloso archivo que conservaba en su casa y a sus dotes de motorista. Si había un golpe de Estado, una revolución o unas elecciones en cualquier parte del mundo, Ruiz García se precipitaba sobre la calle, montaba en su vieja moto Vespa y corría raudo hacia su domicilio, donde consultaba recortes y notas para pergeñar de urgencia un artículo lleno de erudición y sabiduría, con datos que casi nadie más que él manejaba en la España oscurantista de la época.
La Vespa no era ni una metáfora ni una excepción, sino más bien una puesta al día de los tradicionales vehículos de transporte gracias a los cuales se podían entonces fabricar los diarios. Desde la niñez había conocido yo la importancia de los ciclistas en su elaboración, y su protagonismo seguía vigente cuando me incorporé a mi primer destino profesional. Las noticias, recopiladas la mayoría de agencias internacionales y transmitidas por telégrafo o teléfono a la oficial Efe, cuyo nombre respondía a la inicial de Franco y Falange, eran allí convenientemente editadas y amañadas antes de ser reproducidas en unas hojas de ciclostil que se enviaban a las redacciones mediante mensajeros. Estos acarreaban urgentemente en sus velocípedos las resmas de papel con las novedades de última hora. Cada sesenta minutos, más o menos, recibíamos en la redacción una remesa de telegramas. Armados de tijeras, un bolígrafo y un tarro de goma, los despiezábamos, juntábamos los referentes a un mismo tema, corregíamos algunos adjetivos, enmendábamos no pocas veces la puntuación, mejorábamos la ortografía y pegábamos todo sobre un papel reciclado de mala calidad antes de titular la noticia. Si en ocasiones, muy pocas, el corta y pega resultaba excesivo aguardábamos a que la máquina de escribir del taquígrafo quedara libre y redactábamos ex novo a partir de aquellos materiales la información completa.
Pueblo era un periódico propiedad de la Organización Sindical, que agrupaba durante la dictadura a las patronales y a los gremios. Respondía a una concepción corporativista de las redacciones industriales y se inscribía en lo más genuino del ideario de la dictadura. Durante mucho tiempo la jefatura de los sindicatos verticales la ostentó quien ocupaba también la del Movimiento, el partido único que sustentaba al régimen. Dada su condición de portavoz sindical, se suponía no obstante que aquel diario debía o podía adoptar posturas más progresistas que las de otros en defensa de los derechos sociales, ubicándose en una imaginaria izquierda del sistema, por lo que en ocasiones se le permitía publicar cosas vedadas a sus competidores. Eso era también mérito de su director epónimo, Emilio Romero, cuya semblanza hice ya en uno de mis libros sobre periodismo[6]. Él supo darle al diario un dinamismo especial, mezclando hábilmente las noticias de la farándula con las consignas políticas, y asumiendo un cierto papel de niño malo del sistema. Su vida personal un tanto disipada, y algunas corrupciones menores que protagonizó, unidas a la virulencia de su pluma, le valieron la animadversión de la sociedad biempensante madrileña, pero Emilio fue capaz de forjar una generación de nuevos periodistas que en el futuro habrían de desempeñar un papel protagonista en la profesión. Personalmente le debo mucho: confió en mí en hora muy temprana, otorgándome gran libertad de actuación y fiándose de mis criterios.
Cuando acabé mis prácticas como becario obtuve una plaza de redactor meritorio y como primera consecuencia me redujeron a la mitad el sueldo del que había disfrutado hasta entonces. No me importó porque vivía en casa de mis padres y aún debía terminar mis dos carreras: la de Filosofía y Letras y la de Periodismo. Esta la cursaba por libre, sin asistir a clase y acudiendo solo a los exámenes. Dependiendo de mi horario laboral, en gran parte nocturno, por las mañanas me acercaba a la Universidad Complutense, donde tras aprobar los cursos comunes me matriculé en el primer año de especialidad. Comía, casi a la hora de la merienda, en mi casa y al caer la noche me presentaba en la redacción, hasta las dos o las tres de la mañana. Aunque el periódico salía por la tarde, inmediatamente después de la hora del almuerzo, gran parte de la edición se cerraba de madrugada a fin de facilitar el proceso industrial. Continué adscrito a la sección internacional, pero debido al desajuste horario y a mis deseos de hacer otras cosas acepté entusiasmado encargarme del seguimiento de un concurso que el diario había puesto en marcha para encontrar al «español del año». Mi tarea consistía en escribir las crónicas que relataban los perfiles y méritos de los aspirantes a tan preciado título. El organizador del certamen era Carlos María Franco, un jefe de relaciones públicas relamido y cortés, sumiso a las órdenes del director pero brillante en algunas de sus ideas. No por cierto en la que un día me espetó ante mi asombro absoluto:
—Mira, con esto del «español»… tu firma empieza a ser conocida, y lo que tendrías que hacer es entrar más en sociedad, ligar con Natalia Figueroa, por ejemplo.
La nieta del conde de Romanones y bisnieta de Alonso Martínez era apenas unos años mayor que yo, y Romero la había incorporado al famoseo local después de que hubiese publicado un libro de poemas muy celebrado. Su imagen –y no recuerdo si su firma– aparecía con frecuencia en el diario. A Emilio, hijo de un telegrafista de Arévalo, le encantaba codearse no solo con el poder político, sino también con los cómicos y la nobleza. Para su segunda obra de teatro eligió como protagonista a Jaime de Mora y Aragón, un parásito social cuyo mejor mérito era ser hermano de la reina Fabiola de Bélgica, aunque en nada se parecía a ella. Fabiola era fea, rancia y retrógrada, aferrada al tradicionalismo católico y a todas las represiones y limitaciones del ejercicio del poder. Fabiolo, como llamaban a su hermano, resultó un pollo calavera, presumido hasta lo cursi, dedicado a despilfarrar la herencia de la familia. Debido a esa afición a codearse con la jet, Romero contrató también como cronista de esquí, en un intento fallido de fundar una revista a cuyo equipo me sumé, a don Alfonso de Borbón, nieto mayor del rey Alfonso XIII y futuro marido de la nieta de Franco. Nadie podía imaginar por entonces que don Alfonso, que tentado estuvo de disputar el trono español a su primo Juan Carlos, moriría decapitado décadas después en un accidente cuando practicaba precisamente dicho deporte en Colorado. Un cable que cruzaba la pista y que no vio el infortunado actuó de moderna guillotina.
La búsqueda del «español del año» que con tanto ahínco habíamos emprendido acabó como el rosario de la aurora. Emilio Romero quería que aquel fuera un certamen limpio, sin apaño alguno. Los candidatos eran presentados por corporaciones e instituciones locales, y votados por representantes de los lectores. El vencedor terminó siendo un hombrecillo amanerado, dedicado a fomentar una institución benéfica para huérfanos e hijos de madres solteras parecida a la Ciudad de los Muchachos. Aunque su obra parecía meritoria, su personalidad era del todo insignificante y no daba el juego requerido por las grandes operaciones mediáticas. Su voz atiplada, su escaso y engominado pelo, su bigotillo a la moda fascista, expurgado uno a uno cada pelo de más, junto con una timidez exasperante y una ausencia total de discurso provocaron la mofa de la redacción; algunos creyeron descubrir en él, en mi opinión injustamente, un porte afeminado y, poseídos de una homofobia muy a la moda, acabaron diciendo que en realidad no era el «español del año», sino el «del ano», con lo que todo el invento se vino finalmente abajo, la gran gala en la que se esperaba entregar el galardón se redujo a una cena en un restaurante de lujo con una veintena de comensales, y el concurso no volvió a realizarse jamás.
Los personajes que bullían en el estrecho espacio de la redacción del periódico sindical parecían un compendio de la corte de los milagros y hubieran hecho las delicias de un moderno Balzac dispuesto a escribir cualquier nueva comedia humana. Una docena de redactores materialmente atados a sus mesas fabricaban el periódico, a las órdenes directas de Jesús de la Serna, mientras otros tantos entraban y salían haciendo honor a su condición de reporteros. Destacaba entre ellos Tico Medina, que había triunfado en radio y televisión, y era posiblemente el periodista patrio más conocido de la época, sobre todo desde que se convirtió en el descubridor y padrino del torero Manuel Benítez, el Cordobés. Los editorialistas ocupaban una salita aparte, un cubículo estrecho empapelado con fotografías de estarletes semidesnudas. En aquel recinto que hedía a tabaco Diego Jalón se ocupaba de confeccionar la «Tercera página», donde se publicaban editoriales y comentarios del día. Entre otros miembros de su equipo destacaban las figuras de Felipe Mellizo, que durante la Transición política presentaría un telediario con quien después sería mi mujer, y don Victoriano Fernández de Asís, una vieja y respetada gloria de la profesión.
Julio Camarero, cronista de sucesos de sangre, fumaba en pipa y tenía un aire a lo Hércules Poirot. Una vez viajó en tren desde Valladolid con el brazo de un cadáver que había aparecido flotando en las aguas del Pisuerga. Llevaba envuelta la extremidad en papel de periódico, y su objetivo era compartir el descubrimiento de aquellos restos con la policía madrileña, habida cuenta de la incapacidad de los investigadores locales para desvelar el misterio que la yerta mano encerraba. Cuando supo del caso, Tico propagó la mofa de que en realidad se trataba del brazo incorrupto de santa Teresa, reliquia que acompañaba al Caudillo en todos sus desplazamientos y que, según él, podría habérsele caído a algún componente de la comitiva oficial durante cualquier viaje. Pero el miembro no olía precisamente a santidad, pues pertenecía a una prostituta descuartizada por su chulo. Camarero acabó siendo corresponsal en Londres, aunque no sabía nada de inglés, en sustitución del fino intelectual que fue Luis de Castresana, poseedor de un alma cosmopolita y escéptica, amén de un singular estilo literario. Alguien pensó que las dotes de Julio, una especie de Sherlock Holmes manchego, encajaban bien con la figura de informador desde la ciudad del Támesis, todavía asediada por la espesa niebla entremezclada con la humareda insana de sus miles de chimeneas.
Trabajar en la redacción de Pueblo consumía muchas horas pero, salvo para Jesús de la Serna, que virtualmente fabricaba todo el periódico, no demandaba una actividad muy intensa. Durante los tiempos muertos los periodistas bajábamos al bar de Rafa, situado puerta con puerta del periódico, en la calle de Narváez. En los días de buen tiempo nos aposentábamos en su terracita, bajo las ventanas del diario, y consumíamos febrilmente cañas de cerveza y gambas a la gabardina. Si alguna noticia inesperada sucedía, o era preciso hacer algún cambio imprevisto en la edición, Jesús se asomaba a una de las ventanas que daban sobre el bar y reclamaba que subiera Fulano para hacerse cargo de la situación. Después del almuerzo, o al caer la tarde, organizábamos timbas de mus en la trastienda de Rafa, rodeados de cubas de vino y abarrotes; otras veces convocábamos imaginativos concursos, por ejemplo de camisas, a ver quién era capaz de vestir la más fea o extravagante, de lo que guardo algún documento gráfico; y en Semana Santa, o por la festividad de Fátima, montábamos procesiones entre las mesas de la redacción, en las que Tico solía interpretar a la Macarena y era portado en andas por los más fuertes del equipo.
Cuando hacíamos turno de noche, que en mi caso era frecuente como ya he señalado, terminábamos a las dos o las tres de la madrugada. Con frecuencia rematábamos la jornada tomando copas en alguno de los pocos establecimientos que seguían abiertos a esa hora y que, irremediablemente, eran puteríos de semilujo. Había dos muy connotados y bastante próximos entre sí. Uno estaba en la terraza del Riscal, restaurante famoso por sus paellas, que se servían también a domicilio y eran consumidas en grandes cantidades por las familias burguesas de Madrid. El otro se llamaba Alazán, un club «para caballeros» ubicado en la planta baja de un edificio señorial de la Castellana que, décadas más tarde, se convirtió en la sede central del Banco Santander. Alazán se anunciaba en los clasificados de Pueblo, no sé si por intercambio, bajo el eslogan de «Encanto y belleza de Alazán», al que acompañaba la fotografía, absolutamente casta, de una joven bien parecida. Junto con Pasapoga y Villa Rosa era el burdel más frecuentado por la clase alta madrileña, en una España en la que la prostitución constituía formalmente un delito apenas tolerado por las autoridades. Nuestras visitas a aquel local tenían no obstante como único objetivo tomar un cubalibre y hablar entre nosotros, rara vez con las chicas. No recuerdo que nadie culminara en ningún caso la noche contratando a alguna, aunque doy por supuesto que la tentación tuvo que resultar invencible para según quiénes. No para mí, que me sentía muy cohibido en aquel ambiente, a un tiempo por mi aspecto aniñado y por mis reparos no tanto morales como simplemente estéticos. Andando el tiempo comprendí que aquel periodismo de trasnoche, alcohol y tabaco recorría necesariamente senderos que conducían también al lado oscuro del sexo. En mis años de Informaciones la cosa fue todavía más evidente, pues el periódico estaba ubicado a una manzana de la calle de la Ballesta, que vertebraba el barrio prohibido de la capital. Pero para entonces yo estaba felizmente casado y no tenía ningún empeño en prolongar la jornada después del trabajo, por lo que jamás la rematé en los establecimientos de la zona. En las noches del caluroso verano madrileño, las hetairas salían a la calle y era preciso sortearlas a la hora de ir a buscar mi viejo Seat 600, aparcado siempre de mala manera en alguna vía circundante. No resultaba infrecuente verse envuelto, aunque solo fuera como espectador, en algunas trifulcas considerables que organizaban las putas, casi siempre en competencia por un cliente con aparentes posibles. Yo asistía extasiado al espectáculo, entre castizo y underground, relatado por Cela en su prontuario sobre Izas, rabizas y colipoterras. Recuerdo la imagen de una guineana apuesta y muy alta enfrentándose en mitad de la calle a una ojerosa colega de la noche y haciendo grandes aspavientos con los brazos amenazadores. Parecía dispuesta a desenfundar la navaja de la liga, hasta que llegó a poner orden una patrulla policial cuya comisaría moraba a menos de doscientos metros del lugar. Apenas circulaba entonces la droga entre los bajos fondos y las únicas sustancias prohibidas que todavía consumíamos los jóvenes eran anfetaminas y un poco de hierba, sobre todo los estudiantes universitarios. Por lo mismo era habitual ver a las chicas que hacían la calle borrachas, pero no colocadas. Su expresión no resultaba tan sórdida como la que el consumo de caballo acabaría produciendo años más tarde en sus miradas. Aquel era un puterío de rompe y rasga, bastante cutre pero también alegre, del que me sentía absolutamente alejado, entre otras cosas por mi temor a las enfermedades venéreas, pero con cuya estampa disfrutaba tanto como con una escena del teatro de Valle-Inclán. No sentía atracción mayor por aquel mundo, pero tampoco un rechazo moral. Durante el período de instrucción del servicio militar un recluta de mi compañía agarró unas purgaciones triple A después de haberse tirado a una pobre buscona que le cobró cinco pesetas por el servicio, realizado contra la tapia del cuartel. Además de la infección le cayeron dos semanas de calabozo y tuvo que padecer la rechifla general de los demás sorchis. En otra ocasión un puñado de colegas periodistas me arrastró a un burdel clásico de Las Palmas. Estábamos allí para cubrir un acontecimiento social, la elección de Miss España en las Canarias, y todavía no sé cómo acabamos diez o doce de nosotros en un piso iluminado con tubos de neón, bajo cuya luz tenebrosa, casi mortuoria, la madame hizo desfilar a un puñado de chicas no tan jóvenes, muy desgarbadas, ataviadas con ropa interior barata y de horribles colores, que se esforzaban en sonreír a los clientes. Solo el mayor de entre nosotros, un cincuentón famoso por sus programas musicales en la radio, alcanzó a aventurarse por la senda allí propuesta. Los demás esperamos a que consumara el servicio acodados en una barra americana del salón y conversando con la alcahueta. Casi cincuenta años después, tengo todavía grabada casi a fuego en la memoria aquella escena con ruido a palanganas y olor a desinfectante. Entonces descubrí el lado triste del sexo, ese en el que no hay alegría, ni pasión, ni dolor, ni belleza, ni deseo, ni fantasía, ni ensueño, ni siquiera eficacia profesional; solo un desabrimiento con el que se funde una desolación sin límites.
He titulado uno de mis libros sobre periodismo El pianista en el burdel. Con ello quería hacer referencia entre otras cosas a la atracción un poco irracional que el mundo de los marginales ejerce sobre los miembros de mi profesión; por lo menos lo hizo durante la edad de oro de esta. El desorden horario que le es típico, el abuso del alcohol, café y tabaco en las redacciones, lo absorbente de un trabajo convertido en experiencia vital, en el que uno es testigo de tantas y tan diversas realidades sociales, acaban perjudicando con demasiada frecuencia al equilibrio familiar y terminan por convertir a tu pareja y a tus hijos en víctimas propiciatorias de un estilo de vida caracterizado por el egoísmo pese a estar disfrazado de servicio a los demás. El desarrollo de las nuevas tecnologías y los cambios en los hábitos ciudadanos han apuntillado aquella noción errante de un periodismo acosado antaño por la necesidad y embellecido por la poesía.
Había entrado en Pueblo siendo un adolescente y salí de él seis años más tarde, casado, con un hijo y a la espera de un segundo, con la mili recién terminada. Si no hubiera sido precisamente por el servicio militar, aquella habría resultado para mí una época feliz. Desperté a la vida real al tiempo que a la laboral, comencé a viajar por Europa en un tiempo en que fui capaz de combinar trabajos y placeres, y la camaradería y la amistad jugaban un papel decisivo. Pero el aspecto atrabiliario de mi profesión me acompañaba siempre. Cuando llegué a Informaciones, algunos redactores se disputaban la cobertura de actos informativos o ruedas de prensa sin importancia solo por el hecho de que en ellos se servían copas o refrigerios. Con un poco de suerte uno podía volver cenado a casa. Era famosa la cita de un ministro al que su jefe de prensa le comunicó:
—Señor, han llegado los periodistas.
—Que pasen y que coman.
La entrega de pequeñas coimas por parte de las fuentes de las noticias a los reporteros especializados en alguna rúbrica estaba a la orden del día y se contemplaba como algo natural. Los equipos punteros de fútbol repartían sobres repletos de billetes entre los enviados especiales a algunos partidos memorables; los toreros de fama tenían a sueldo a muchos críticos y los bancos distribuían entre quienes se encargaban de la información financiera generosos complementos salariales, por medio de comisiones publicitarias o de premios a la excelencia profesional. Los cronistas más afectos al régimen conseguían completar su escasa soldada mediante la obtención de galardones literarios o el ejercicio de pregones festivos en los juegos florales de los ayuntamientos, de acuerdo con las instrucciones recibidas por el jefe local de Falange.
Este tejemaneje lo descubrí con el paso del tiempo, mucho después de que a comienzos de 1963 decidiera presentarme a un concurso organizado por el NO-DO[7] para realizar un guión sobre el monasterio de El Escorial. El tema me venía como anillo al dedo, pues desde muy pequeño aquella inmensa mole de piedras precursora del más severo racionalismo arquitectónico formaba parte de mi imaginario sentimental. Me otorgaron el primer premio, primero también de cuantos galardones he recibido en mi vida, pero la organización no cumplió con lo más atrayente de la oferta, lo que más me interesaba: filmar el guión elegido.
Viví en Pueblo como redactor de la sección internacional la noticia del asesinato del presidente Kennedy. Las informaciones iniciales llegaron a primera hora de la tarde y me precipité escaleras abajo de mi casa, corriendo hacia la redacción. La casualidad hizo, dado el ritmo de trabajo habitual, que estuviera desierta cuando llegué. A decir verdad en la escalera me crucé con un redactor que acababa su turno y se aprestaba a abandonar el local. Era el único presente y le comenté el suceso, que desconocía. «Yo me voy –me dijo indiferente–, es la hora y me están esperando.» Abrumado, asqueado incluso por la falta de sensibilidad de mi colega, entré en la sala en la que tintineaban diez teléfonos a la vez. Por uno de ellos salió la voz del general Muñoz Grandes, vicepresidente del gobierno. Era el más prestigioso del ejército y probablemente el único al que el Caudillo tenía respeto. Había estado al mando de la División Azul, el escuadrón de voluntarios falangistas que acudieron al frente de Rusia a combatir junto con las tropas del Tercer Reich. Un hombre enteco, con fama de implacable honestidad, que lucía con frecuencia bajo el uniforme el atuendo de los fascistas españoles. De adolescente me lo había topado en ocasiones a la puerta del colegio, al que solía acompañar algunas mañanas a su nieto. Me preguntó sobre las novedades de Estados Unidos y apenas le pude explicar nada. El único teletipo del periódico echaba humo al ritmo de las crónicas que Manuel Blanco Tobío enviaba desde Nueva York. Enseguida llegó Jesús de la Serna y comenzó a reclutar a cuantos redactores pudo, hasta reunir diez o doce que nos pusimos manos a la tarea.
Kennedy era un auténtico mito para los jóvenes occidentales de la época. Se había embarcado en un programa de modernización de su país que incluía el fin de la discriminación racial y la lucha contra el poder de la mafia. Junto con su hermano Bob, al que nombró fiscal federal, encarnaba un liderazgo formidable que le valió la victoria electoral frente a Richard Nixon. Le tocó lidiar además la mayor crisis internacional sucedida durante la Guerra Fría, tras el descubrimiento de que la Unión Soviética estaba instalando misiles con cabezas nucleares en Cuba. Fue quizá el momento en que la humanidad estuvo más cerca que nunca de una tercera conflagración mundial. Y permitió que la CIA colaborara con el exilio cubano en Miami para organizar el desembarco de una guerrilla anticastrista en la isla. Aniquilados sus integrantes por el ejército del gobierno en Bahía de Cochinos, los jefes de la expedición y sus mentores en Florida acusaron al presidente americano de traición, argumentando que los había engañado y no había ofrecido el apoyo aéreo prometido. Desde entonces la colonia cubana en Miami le tuvo un odio visceral y se alineó incondicionalmente con las posiciones del partido republicano. Tuve ocasión de comprobar hasta qué extremos llegaba esa fanática actitud con motivo de un viaje que hice diez años después invitado por el gobierno de Washington para conocer el país. Durante un mes recorrí de costa a costa la geografía de los Estados Unidos, visitando universidades y minorías raciales acompañado de un guía de origen cubano que me hacía las veces de traductor. Durante más de tres semanas tuve que soportar su adoctrinamiento persistente en contra de los demócratas y su encarnizamiento verbal con la figura del presidente asesinado.
La animadversión del anticastrismo hacia Kennedy hizo sospechar desde el primer momento que si había existido una conspiración para matarle no era improbable que el exilio cubano estuviera en su entramado. La noche del suceso nos sorprendió a todos la velocidad con que se iban produciendo los acontecimientos. La policía encontró primero el rifle y enseguida se puso sobre la pista de Lee Harvey Oswald. Todos cuantos nos encargamos de elaborar la edición de urgencia del periódico estábamos fascinados por el desarrollo de un guión que parecía predeterminado y en el que abundaban materiales dignos del mejor drama de Shakespeare. Tuve la impresión de estar asistiendo a uno de los grandes acontecimientos de la historia y acabé casi por convertirme en parte de ellos, habida cuenta de la intensidad con la que me impliqué en los trabajos editoriales. Pasamos la noche en vela y continuamos hasta después del mediodía del día siguiente. Permanecimos más de veinticuatro horas sin dormir, sin un solo minuto de descanso, atiborrados a café y coñac mientras alimentábamos las máquinas a borbollones con los últimos comentarios, las declaraciones, las explicaciones, las fotografías, las lamentaciones, los análisis, las especulaciones sobre los hechos. Agotado después de tan prolongada jornada regresé a mi casa a descansar un poco. En el portal me encontré con el camión del carbonero, que acababa de descargar miles de kilos con destino a las calderas de la calefacción del inmueble. El portero había fregado concienzudamente el suelo, hasta hacía unos minutos ennegrecido por el paso de la carga. Para evitar resbalones, y también para que las huellas de los zapatos no volvieran a manchar el mármol, decidió extender sobre este las hojas desplegadas de la primera edición del periódico en la que yo había derramado con generosidad toda clase de esfuerzos, con una pasión y un empeño nunca hasta entonces sentidos así. Mientras iba pisando con firmeza la cara del presidente asesinado y los titulares de gran tamaño que acompañaban a su fotografía (NO PELIGRA LA PAZ POR LA MUERTE DE KENNEDY), me invadió una sensación entre risueña y amarga. Ahí estaba yo mancillando aquello por lo que tanto había luchado, hollando con mi planta algo más que unas hojas de papel: el relato de unas horas terribles en las que se desvanecieron los sueños, las promesas, de un mundo diferente y mejor. Asumí entonces, y para siempre, lo volátil de mi profesión, la futilidad de su legado y la impostación de su pretendida influencia.