6
Un espíritu burlón
La fotografía de Franco roto en sollozos
durante el funeral de su amigo y colaborador, el presidente
asesinado, resultó una expresiva prueba de su incapacidad senil y
convenció a propios y extraños de la necesidad de prepararse para
un cambio. Los acontecimientos habían puesto de relieve la
debilidad del poder, lo frágil de sus servicios de inteligencia, la
desorientación del régimen y la falta de conexión de este con la
sociedad española, que reaccionó entre la prudencia y el miedo,
emitiendo numerosos signos de que no estaba dispuesta a ningún tipo
de experiencia revolucionaria o traumática. La impresionante imagen
del joven príncipe presidiendo el sepelio del almirante, cuyo
oficio religioso se encargó al cardenal Tarancón, obispo de Madrid
y primado de España, proyectó un símbolo del futuro. Alto y
erguido, con un chaleco antibalas bajo la guerrera, don Juan Carlos
y el obispo soportaron en silencio los gritos de los
ultraderechistas, nostálgicos de la Falange Auténtica y del
nacionalcatolicismo. «Tarancón al paredón», bramaban furibundos. El
prelado se había distinguido por sus actitudes liberales, fruto en
gran medida de la positiva influencia que ejercía sobre él su
principal asesor y vicario de la diócesis, el jesuita José María
Martín Patino. Las muestras de rechazo a la jerarquía católica por
parte de las huestes franquistas no hacían sino poner aún más de
relieve el creciente distanciamiento entre el régimen y las
sotanas, lo que, habida cuenta de la historia patria, era síntoma
inequívoco de la debilidad de aquel.
El nombramiento de Arias Navarro como
presidente del gobierno dejó perpleja a mucha gente. Era persona de
toda la confianza del Caudillo y su familia, pero también el
titular del Ministerio del Interior con el gobierno Carrero, por lo
que se le hacía responsable directo de los fallos de seguridad que
habían propiciado el magnicidio. Su designación no constituyó tanto
una decisión política como una estrategia dirigida por la familia
del tirano, destinada a proteger antes que nada su entorno
particular. Por eso sorprendió su discurso de toma de posesión ante
las Cortes el 12 de febrero de 1974. Manifestó deseos de emprender
una etapa de apertura ligeramente democratizadora, que aventuraba
un proyecto de futuro para cuando Franco no estuviera en la
jefatura del Estado. Tuve ocasión de conocer las líneas generales
de aquel texto antes de que se pronunciara porque uno de sus
amanuenses, Gabriel Cisneros, me citó a desayunar la mañana misma
del acto para explicarme su significado. Cisneros pertenecía a los
falangistas más o menos modernizadores que no asumían que el
Movimiento fuera un remedo del fascismo y pensaban que la Falange,
como tal, respondía a un intento progresista de carácter cristiano
y patriótico. Acostumbraban a mirarse a sí mismos como
socialdemócratas y evocaban con frecuencia los debates
relativamente amistosos entre José Antonio Primo de Rivera y el
líder socialista Indalecio Prieto durante la campaña electoral que
dio la victoria al Frente Popular en 1936.
Gabriel Cisneros ocupaba un alto cargo
cercano al ministro de la Presidencia, cuyo titular era un
personaje cetrino y casi secreto, el profesor Carro, de talante más
liberal de lo que anunciaba su tenebroso aspecto. Eso hizo que
llamara también como colaborador a Juan Antonio Ortega y
Díaz-Ambrona, compañero mío en la universidad y una de las mentes
más lúcidas de la incipiente derecha española democrática. Cisneros
me explicó que pese a que Arias podía parecer un individuo
detestable, un auténtico cocodrilo, había decidido apoyarse en un
pequeño sector aperturista del gobierno, simbolizado entonces por
el ministro de Información, Pío Cabanillas. El discurso que el
presidente se aprestaba a pronunciar marcaría, en su opinión, el
comienzo de una evolución política del régimen que lo encaminaría a
algún tipo de experimento democrático. Quisieron hablar conmigo
porque Informaciones se había convertido
en un periódico influyente entre la disidencia y los opositores al
régimen, y deseaban que el gesto fuera valorado en su ajustada
medida. Aunque yo solo era subdirector del diario, de hecho marcaba
en gran medida la línea editorial, y además firmaba una columna
política bajo el título genérico de «En este país» que trataba
oníricamente de emular la influencia social de Larra, uno de mis
mitos perdurables en el universo del periodismo español. Además
compaginaba mis tareas en el diario con la dirección de Gentleman, una revista mensual que había lanzado
meses atrás con Ignacio Camuñas, él como editor y yo como
director.
Gentleman quería
ser un intento de magazine para hombres,
una mezcla entre Playboy y Esquire a la española, en la que convivían el
hedonismo y la política. Dirigida a las élites, contaba con un
nutrido elenco de colaboradores de gran calidad y defendía una
línea abiertamente democrática. Tan evidente era esto que el primer
número fue secuestrado por el gobierno. El motivo: una entrevista
con don Jaime de Borbón, hermano mayor de don Juan y tío carnal del
príncipe Juan Carlos, firmada por un famoso periodista monárquico,
Julián Cortés Cavanillas, con el que había trabado excelente
amistad después de que acompañáramos a los príncipes en el primer
viaje oficial que realizaron a Japón. En el reportaje, el hijo
sordomudo de Alfonso XIII parecía no estar dispuesto a renunciar a
la línea dinástica que él encarnaba, en beneficio de su primogénito
don Alfonso. Como la tirada estaba impresa íntegramente cuando nos
llegó la noticia del secuestro, Camuñas y yo nos vimos obligados a
negociar la manera de salvar los muebles. Si no podíamos poner los
ejemplares a la venta probablemente tendríamos que cerrar, pues no
contábamos con financiación suficiente. Al final acordamos
distribuirlos arrancando las páginas prohibidas, con lo que se hizo
evidente la bárbara actitud censora del ministerio. Como siempre
sucede en estos casos, la agresión funcionó casi como una operación
de marketing, y ayudó sobremanera a que se multiplicaran las
ventas.
La decisión de editar Gentleman la tomamos en la primavera de 1973, cinco
años después de que Camuñas hubiera puesto en marcha la editorial
Guadiana, en la que yo colaboraba. El primer libro que publicamos
se tituló El pentagonismo, y estaba
firmado por el ex presidente de la República Dominicana don Juan
Bosch, destituido del poder tras la invasión americana de la isla.
Yo le había conocido en una conferencia que dio en la sede de
Pueblo, invitado por Emilio Romero y
presentado por Enrique Ruiz García, el Enriquito del contubernio de
Munich. En el acto, a rebosar de público, eran mayoría los
militares de alta graduación y prebostes del franquismo. Me llamó
la atención que un político cercano al marxismo y obligado a
exiliarse para huir de la brutalidad del imperio yanqui fuera tan
bien acogido por el establishment
español. Lo atribuí al antiamericanismo profundo que anidaba en las
clases dirigentes de nuestro país.
Bosch apoyó la Revolución cubana, presidió
el Tribunal Russell y participó en cuantos congresos
antiimperialistas tuvieron lugar en los años setenta. Tenía la
firme convicción de que los males latinoamericanos eran
fundamentalmente culpa de la esquizofrénica relación de los Estados
Unidos de América con lo que la Casa Blanca consideraba el patio
trasero del imperio. La guerra de Vietnam acrecentó su rechazo a
las políticas de Washington, y su pensamiento se deslizó hacia el
marxismo teórico. Algunos de sus amigos o conocidos políticos, como
Haya de la Torre, fundador del APRA peruano, se consideraban
igualmente marxistas, lo mismo que quien fue primer alcalde de
Madrid por el PSOE, Enrique Tierno Galván. Pero todo en los
escritos de Bosch, e incluso en su acción como agitador y conductor
de masas, apunta a identificarle como un demócrata de los pies a la
cabeza. Su peripecia vital fue la de alguien enamorado de la
libertad y obsesionado por la lucha en pro de la justicia social y
contra las desigualdades. No fuimos pocos quienes en los años
sesenta y setenta padecimos por idénticos motivos el sambenito de
ser considerados comunistas.
Después de aquel encuentro, Camuñas y yo
viajamos a Benidorm, donde había establecido su residencia Bosch,
para solicitarle alguna obra suya. Nos entregó un folletito que
recogía una reciente comunicación a un congreso internacional y que
prácticamente no se había difundido. Fue una negociación breve,
aunque aleccionadora. Inicialmente don Juan se mostraba receloso
por boca de Ruiz García, pero la resistencia de ambos se derrumbó
cuando Ignacio sacó una chequera y extendió un talón por cien mil
pesetas como adelanto por los derechos editoriales. Con un prólogo
y unas correcciones de última hora, aquel folleto se convirtió en
la primera obra publicada por la editorial Guadiana. Constituía
todo un alegato contra la política imperialista de los Estados
Unidos, sometida en su opinión al complejo militar-industrial que
había denunciado ya el presidente Eisenhower. A raíz de aquel
encuentro comencé a frecuentar a Bosch en sus desplazamientos a
Madrid, me interesé por su literatura y, sobre todo, por su ideario
político. Admiré de él su lucidez intelectual y su extensa cultura.
No tuvo miedo en llamar a las cosas por su nombre y luchó con
coraje por un mundo más justo y pacífico. Nos ofreció un ejemplo de
honestidad y coherencia en un ambiente destruido por la
corrupción.
En Gentleman
publicamos algunos documentos interesantes. En el primer número de
la revista, el que se distribuyó con varias páginas seccionadas,
había una entrevista mía con Antonio Tovar, por entonces
catedrático de Lingüística Clásica en la Universidad de Tubinga.
Disfrutábamos de una estrecha relación, debido entre otras cosas a
que su hija Chelo estaba casada con un hermano de mi mujer, Gema
Torallas. Manteníamos una correspondencia regular y extensa, en la
que comentábamos los acontecimientos políticos y culturales del
momento. Sus declaraciones en Gentleman
eran un alarde de honestidad intelectual y política, una especie de
confesión en la que el intelectual explicaba por qué le había
deslumbrado el nacionalsocialismo durante su estancia como
estudiante en Alemania. También comentaba su experiencia como
integrante del equipo de traductores que asistió a Franco durante
su entrevista con Hitler en Hendaya. Sobre este tema dialogamos en
muchas ocasiones. Él quería destruir la leyenda, impostada por la
propaganda franquista, de que el dictador español había hecho
esperar adrede a Hitler durante largo tiempo en la estación de
Hendaya para ponerle nervioso antes del encuentro. En realidad el
tren en el que viajaba el Caudillo marchaba muy lentamente, y el
único nervioso era Franco. Se paseaba agitado y confuso por el
vagón, protestando porque la locomotora no podía ir más deprisa,
despotricando contra los maquinistas y consultando a cada minuto el
reloj.
Otra memorable pieza de Gentleman fue una larga entrevista con Manuel
Fraga, embajador a la sazón en Londres, y que titulé «Un animal
político». Pasé un día entero con él en la ciudad del Támesis,
acompañándole a todas sus actividades, y procuré reflejar fielmente
su abrumadora agenda, en la que podía llegar a asistir a tres
almuerzos y dos cenas diarias con tal de hacerse omnipresente. El
reportaje le gustó mucho y acostumbraba a tener un buen número de
ejemplares en su despacho londinense, para entregar una copia a sus
visitantes. Apreciaron mi escrito tanto los que amaban a Fraga como
quienes le detestaban, con lo que llegué a la conclusión de que
efectivamente había sido capaz de reflejar fielmente su
descabellada personalidad.
Después de aquello mantuve un contacto
relativamente frecuente con el ex ministro, a quien algunos
consideraban ya pieza clave para organizar el futuro del
posfranquismo. En cualquier caso la entrevista me hizo ganar
prestigio entre los comentaristas políticos, y a eso respondía
también la insistencia de Gabriel Cisneros en explicarme el
significado del discurso de Arias. Las palabras de este causaron no
poco revuelo en la opinión y alguien bautizó su ideario como «el
espíritu del 12 de febrero». La oposición democrática templada se
dejó seducir por ese aliento, que venía acompañado de promesas para
aprobar una ley de asociaciones y otra que permitiera la libertad
sindical. Personajes de adscripción democrática fueron convocados
para ocupar distintas responsabilidades políticas. El más relevante
de todos ellos resultó ser Francisco Fernández Ordóñez, que asumió
la presidencia del Instituto Nacional de Industria, al que se
incorporó también como jefe del Servicio de Estudios Miguel Boyer.
Aunque la sinceridad de las propuestas era difícil de creer, muchos
albergaban la convicción de que al menos permitirían relajar los
resortes represivos del régimen. La presencia de Cabanillas en el
gobierno parecía decisiva al respecto, y una de las pruebas de la
anunciada apertura era la revolución que se aprestaba a hacer en la
televisión pública, la única existente en la España de entonces.
Nombró director general de esta a Juan José Rosón, antiguo jefe del
sindicato del espectáculo y muñidor de la victoria de Massiel en el
festival de Eurovisión de 1968, después de que Serrat abandonara
por haberle prohibido cantar en catalán. Rosón, que sustituyó en el
cargo a Adolfo Suárez, considerado entonces una especie de delfín
del almirante Carrero, convocó en torno suyo a un grupo de
profesionales con prestigio. Como subdirector general puso a José
de las Casas, periodista con gran autoridad entre sus colegas, y de
director de la empresa a Fernando Gutiérrez, antiguo agregado de
prensa en diversos destinos en el extranjero, principalmente en
Bruselas durante la etapa de Alberto Ullastres como embajador ante
el Mercado Común. Fernando era un fino intelectual, lector
impenitente, bibliófilo experto y admirador de la cultura europea.
Ignoro si fue él o el propio Rosón quien llamó para ocupar la
dirección de programas a Narciso «Chicho» Ibáñez Serrador, el más
popular y conocido de los productores de televisión de la época. La
decisión, aplaudida por tirios y troyanos, contribuyó de forma
decisiva a transmitir el mensaje de que las cosas estaban
cambiando.
Chicho se había hecho famoso por una larga
serie de éxitos entre los que descollaba el concurso Un, dos, tres, pero recientemente había causado
gran impresión un programa sarcástico que hizo sobre la televisión
misma. En él una serie de esculturas de desnudos aparecían tapadas
por la censura con gruesas frazadas antes de que la mano liberadora
del autor las despojara de sus velos. Podría pensarse que se
trataba de una sátira contra la decisión de la alcaldesa de
Santander, una católica señora de tan refinado erotismo que no tuvo
mejor ocurrencia que la de ocultar con pesados velos las cariátides
en cueros de la plaza Porticada. Pero la escena era en realidad una
mofa acerca de la presencia del chal en los estudios de la
televisión pública, institucionalizada durante la época de Gabriel
Arias Salgado como ministro de Información. Retrógrado como pocos,
este caballero había dirigido la propaganda del régimen durante más
de una década haciendo gala de su integrismo católico y sus
represiones sexuales. Preocupado por que los españoles que
contemplaran la pequeña pantalla pudieran ver excitada su libido,
había ordenado que siempre estuviera disponible en los estudios un
rebozo o pañuelo, a fin de tapar el escote de las cantantes,
invitadas o actrices si a juicio del censor de turno, presente en
el plató, enseñaban demasiado el canalillo. El chal era toda una
institución y solía reposar en el respaldo de alguna silla junto a
los focos, en espera de una teta demasiado insinuante, merecedora
de ocultarse al lascivo mirar de los televidentes. Con la llegada
de Chicho sería enterrado en el baúl de los recuerdos.
Un par de días después del discurso de toma
de posesión de Arias Navarro, Juan José Rosón me ofreció hacerme
cargo de los servicios informativos de la televisión pública. Me
sorprendió la sugerencia, pues apenas meses antes me había hecho la
misma oferta el anterior equipo directivo y ya había expresado mi
negativa. No obstante, esta vez, al rebufo del espíritu del 12 de
febrero, dije que lo pensaría. «Pero no por mucho tiempo», me
espetó mi interlocutor. Fernández Sordo, amigo de mi padre y
ministro de Relaciones Sindicales en el nuevo gobierno, y Pío
Cabanillas fueron quienes decidieron tentarme de nuevo con una
experiencia profesional que a todas luces comenzaba a ser atractiva
para mí, aunque solo fuera por el empeño que a esas alturas parecía
tener todo el mundo en que dirigiera la información en TVE.
Suponían que nombrándome habrían de transmitir otro rasgo de
modernidad al programa gubernamental. Por un lado, aunque joven, yo
era un periodista ya con bastante experiencia, amén de que tenía
buenos contactos con los sectores liberales y democráticos; por
otro me miraban como al hijo de Vicente, una especie de enfant terrible de la situación, díscolo frente al
poder pero incapaz de alinearse con tesis revolucionarias o
subversivas. En definitiva, me consideraban un posibilista burgués
que podría ayudarlos a hacer la apertura prometida. Quizá no
estuvieran muy descaminados en su juicio, pero mi ánimo se turbó
enormemente ante la oferta. Me apetecía un cambio, llevaba ya seis
años en Informaciones y, aunque gozaba
allí de gran independencia y capacidad de acción, la sola idea de
poder estar al frente de un medio tan poderoso como TVE me atraía
sobremanera. Por otra parte no me acababa de fiar de las promesas
de Arias, y no quería que nadie creyera que estaba dispuesto a
colaborar con la dictadura. Consulté el tema con algunos amigos que
me animaron a aceptar, pero solo tomé la decisión después de hablar
con mi cuñado José Miguel Torallas, Payel, yerno de Antonio Tovar y
a la sazón militante del partido comunista. «Yo no lo dudaría ni un
minuto –me dijo de inmediato–. Cómo se ve que no eres de los
nuestros. Franco se va a morir pronto y en circunstancias como esta
hay que ocupar los sitios clave.» Tras el comentario me sentí
absuelto del pecado de colaboracionismo, llamé a Rosón y le dije
que estaba dispuesto a subirme al tren.
El tema me costó un distanciamiento, que
acabó en práctica ruptura, con uno de mis mejores amigos, Guillermo
Medina, periodista sevillano que había colaborado con la Democracia
Cristiana y al que yo había incorporado como director del Servicio
de Documentación de Informaciones. Era un
peso pesado de la profesión y me debía, entre otras cosas, el favor
de haberle enviado a mediados de los años sesenta a Chile como
redactor jefe de la agencia de noticias Interpress Service. Fundada
por un antiguo asesor de prensa de Aldo Moro, Roberto Savio, había
sido subvencionada por los partidos democristianos italiano y
alemán, y fue muy activa en la campaña electoral que llevó a
Eduardo Frei Montalva al poder en el país andino, bajo el eslogan
de «Revolución en libertad». El equipo de Cuadernos, en particular Óscar Alzaga y el propio
Gregorio Peces-Barba, había contactado con Savio durante un viaje a
Florencia, invitados por el alcalde de la ciudad, Giorgio Lapira,
líder del ala izquierdista de la DC italiana. Como corolario de su
encuentro Savio les dijo que necesitaba un corresponsal en España y
me ofrecieron serlo, cosa que acepté de inmediato. Meses más tarde,
tras la victoria de Frei, Roberto se presentó en Madrid y me
sugirió que me pusiera al frente de la agencia en Santiago de
Chile, donde iban a abrir la central latinoamericana subvencionados
por el nuevo gobierno. Yo acababa de salir de una hepatitis que me
había tenido meses en cama; estaba a punto de ingresar en el
servicio militar e, incluso, de casarme; además me encontraba a
gusto en mi trabajo en Pueblo. De modo
que decliné la oferta, pero ante la insistencia de Savio en la
necesidad de enviar a alguien cuanto antes sugerí el nombre de
Guillermo, que tuvo oportunidad de abrir la agencia en varios
países del subcontinente americano. De regreso a España se
incorporó al equipo de Informaciones.
Un año antes del asesinato de Carrero,
Guillermo fue contratado por cierto editor que quería poner en
marcha una revista. «Acabo de conocer a una persona interesante –me
dijo una tarde mientras jugábamos al billar eléctrico en el bar en
que solíamos reunirnos cerca de la sede del periódico–. Su nombre
es Jesús Polanco y me ha ofrecido la dirección de un boletín
mensual que se llama Aduanas. Quiere que
a partir de ahí pongamos en marcha una publicación de signo
económico.» Fue la primera ocasión en que oí hablar de Polanco.
Guillermo se enroló en el trabajo y enseguida puso en la calle la
revista deseada, con el título de Contrapunto. Al poco de salir esta, dos de sus
redactores, casi la mitad del equipo, fueron detenidos por la
policía acusados de conspiración terrorista. Lola Galán y su
marido, José Catalán, eran compañeros de un buen número de amigos
nuestros y habían sido acusados junto con otro colega, Manuel
Blanco Chivite, de preparar acciones terroristas. A este le
intervinieron una bolsa de deportes llena de balas y fue a parar
con sus huesos en la cárcel. El matrimonio Catalán, puesto en
libertad bajo fianza, aprovechó para fugarse y pedir asilo político
en Albania, donde Enver Hoxha gobernaba aplicando las reglas del
más estricto estalinismo. Corrieron rumores sobre la actitud de
Medina en el incidente y algunos le acusaron de haber delatado a
los detenidos. Él siempre lo negó. Guillermo era además amigo de
Marcelino Oreja, que ocupaba la subsecretaría del ministerio con
Cabanillas. Poco antes de que me encargaran a mí la dirección de
informativos de TVE, Oreja le había hecho similar ofrecimiento de
forma no oficial y dio por sentado que sería el elegido para el
cargo. Al verse desplazado, y pese a mi nula responsabilidad en
ello, se enfriaron nuestras relaciones. El incidente puso por otra
parte de relieve que Oreja no gozaba de la confianza del ministro,
cosa que pude comprobar en numerosas ocasiones.
Antes de mi toma de posesión en TVE me llamó
Cabanillas a su despacho, primorosamente decorado por un arquitecto
italiano a encargo de su predecesor Sánchez Bella. «Parece una
garçonnier», me dijo divertido y procedió
a ilustrarme de nuevo sobre el significado del espíritu del 12 de
febrero. En cuanto a mí, me habían elegido porque querían
liberalizar la información en la televisión pública, que se dieran
en ella las mismas noticias que en los periódicos, aun si
resultaban incómodas para el gobierno, pues la tele no podía seguir
transmitiendo a los españoles una imagen apartada del mundo real.
Convencido del propósito, pensé que en todo caso debía seguir
marcando distancias con el régimen franquista y que nadie
interpretara mal mi aceptación. Llamé por eso al secretario del
príncipe y le pedí audiencia con don Juan Carlos, que me recibió
enseguida. Tuvimos una conversación cordial en la que le expliqué
las razones por las que finalmente había aceptado el puesto. Yo
abominaba del régimen, pero creía que se avecinaba un cambio
político en España y que él lo iba a protagonizar. Pensaba que era
bueno que determinados lugares clave no estuvieran ocupados en
aquellos momentos por la ultraderecha, cada vez más amenazante. Me
consideraba un demócrata que no aspiraba a otra cosa que a la
creación de un sistema de libertades equiparable a los de nuestros
vecinos europeos, y aunque mis convicciones eran republicanas
pensaba que la corona podía jugar un papel decisivo en ello.
La decisión de visitar a don Juan Carlos no
fue fortuita. Le había conocido con motivo de aquel primer viaje a
Japón en 1973. Los periodistas que cubrimos informativamente el
evento viajamos en el mismo avión que los príncipes, lo que nos
permitió entablar con ellos frecuentes diálogos informales. En
cierta ocasión alguien manifestó su interés por los planes de don
Juan Carlos el día que asumiera el trono. Contestó con celeridad,
ante más de una docena de personas: «Quiero una monarquía a la
danesa, con un primer ministro socialista capaz de proclamar a
Margarita como nueva reina». En 1972, el socialdemócrata Jens Otto
Krag había entronizado a la soberana poco antes de lograr la
inclusión de su país en la Comunidad Europea. La imagen de aquella
joven y bella treintañera, aclamada ante las puertas de palacio por
el pueblo danés, tan desinhibido entonces a los ojos del español
medio, resultaba envidiable para cualquiera que deseara un proceso
democrático en España. Como las familias reales europeas tendían a
practicar una endogamia galopante, la reina Margarita era cuñada
del rey Constantino de Grecia, hermano a su vez de la entonces
princesa Sofía. Poco después de que en Copenhague se celebraran los
fastos de la coronación, Constantino fue destronado por los mismos
militares a los que había entregado el poder. Forzado a exiliarse,
se instaló en el hotel Claridge's de Londres, con su familia y
algunos cortesanos, a la espera de recuperar el trono, ocasión que
nunca le llegó. Un día, al entrar en el vestíbulo del hotel
londinense, me encontré allí sentado a don Juan Carlos y me acerqué
a saludarle. «Estoy aguardando a mi cuñado», explicó. Sin duda el
exilio de Constantino tenía que pesar en la evocación del entonces
príncipe de España sobre las relaciones entre las monarquías y el
socialismo. Habría de valorar en su fuero interno experiencias tan
distintas, y tan cercanas en el tiempo, sobre el papel de la corona
en los países nórdicos y en la Europa meridional.
Me despedí del equipo de Informaciones y tomé un breve descanso en Alicante
con la familia, después de fijar la fecha de mi incorporación a
Televisión Española para finales de febrero. El día antes de que
esta se cumpliera me llamó el subdirector general José de las Casas
a su despacho. Con gesto sombrío explicó que algo se había cruzado
en mi camino y que no podía asumir el puesto. Me acusaban de ser un
comunista infiltrado o algo parecido. Ellos sabían que no era
cierto, pero había mucha tensión interna en el gobierno y mi
nombramiento no era aceptado por todos. No me enfadé mucho, porque
mi entusiasmo por el cargo era limitado. Comprendí, eso sí, que lo
de la apertura política no resultaría tan sencillo como me lo
habían descrito, di las gracias por haber querido depositar su
confianza en mí y regresé al periódico, dispuesto a volver a ocupar
mi silla de subdirector si la empresa me aceptaba. No duró mucho el
intento. A las pocas horas me citó Juan José Rosón para decirme que
todo estaba arreglado y que ya me podía incorporar, pero necesitaba
cubrir un requisito: escribirle una carta al presidente del
gobierno en que le expresara mi lealtad a su proyecto político.
Entre otros argumentos utilizó unas recientes palabras de
Ruiz-Giménez que apoyaban la apertura, y algunas declaraciones
suyas anteriores en las que mostraba respeto para con la figura del
dictador. Escribí la misiva en el antedespacho del director
general, cuidando el texto, tratando de complacer los deseos de
Rosón sin necesidad de decir nada que yo no pensara. Al caer la
tarde me comunicaron que la carta no era suficiente. Tenía que ser
explícito en alguna mención positiva respecto al régimen. Me negué
en rotundo, dije que no firmaría nada contra mis ideas y decliné el
ofrecimiento de incorporarme. El ministro llamó entonces a mi
director en el periódico, Jesús de la Serna, para pedirle que me
presionara. Había dado la cara por mí ante el presidente del
gobierno, había amenazado incluso con dimitir si yo no era
nombrado, no podía admitir que un cargo tan relativamente bajo en
el escalafón como el de director de los Servicios Informativos de
Televisión no fuera decidido autónomamente por él, y había ganado
la batalla. «Sería un desastre que Cebrián no viniera ahora.» Jesús
me pidió, en realidad casi me ordenó, que aceptara y, aunque yo me
resistía, acabé cediendo. Cuando nos dimos un abrazo de despedida
me dijo en plan sentencioso: «Recuerda que el capitán del barco
come siempre solo en su camarote». No lo he olvidado nunca.
Faltaba, no obstante, el último requisito.
Rosón seguía reclamando la carta que yo debía dirigir a Carlos
Arias. El 27 de febrero, a la hora del desayuno, quedamos para
discutirla en la barra de la cafetería de un hotel. Sacó de su
bolsillo un papel plegado en cuatro y me lo enseñó. Era en gran
medida el mismo texto antes redactado por mí, pero alguien había
incorporado una explícita alusión al régimen que me repugnaba.
Concretamente cuando yo hablaba de «… lograr una realidad
progresiva para España…» se cambió la palabra «realidad» por
«continuidad» y añadieron una frase en el sentido de que dicha
continuidad asumiera «… sin reservas los logros de la obra de
Franco…». Otra vez me negué a firmarlo.
—No puedes hacerlo –insistió él–, ya está
todo arreglado, esto es solo un formalismo, no te compromete a nada
y lo importante es la tarea que tenemos por delante.
—Déjame un tiempo para pensarlo
–solicité.
Pero no había tiempo posible. La presión era
insoportable para todos y mi incorporación se había convertido en
un símbolo de la fortaleza de Cabanillas en el equipo de gobierno.
Mirando interiormente para otro lado, tomé el papel y estampé mi
rúbrica allí mismo. Regresé a mi casa con un nudo en el estómago,
sabedor de que había cometido una equivocación. No solo por firmar
la carta, que ni respondía a lo que yo pensaba ni tampoco a lo que
hubiera estado dispuesto a aparentar llegado el caso, sino sobre
todo por aceptar finalmente el puesto.
El 2 de marzo de 1974 entré en la redacción
de Televisión Española y me dirigí a mi nuevo despacho. Era
mediodía y estaban terminando de preparar la emisión del
Telediario. La noticia principal consistía en la ejecución del
activista político Salvador Puig Antich, condenado a muerte por el
asesinato de un policía en Barcelona. En los monitores de la sala
de producción se repetían una y otra vez las imágenes del reo. Ni
el mínimo atisbo de objetividad. Solo propaganda y justificación de
lo que constituía un execrable crimen perpetrado en nombre de la
justicia. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. «¡Vaya sitio al que
he venido a parar!», pensé.
El recibimiento de mis colegas y, desde ese
momento, subordinados fue más bien frío, hostil en ocasiones. La
redacción estaba absolutamente desmotivada. Muchos me criticaban
porque no había trabajado antes en el mundo audiovisual y alegaban
que mi ignorancia redundaría en perjuicio de los programas. Algunos
viejos amigos, con tradición en la empresa, vinieron en mi auxilio
durante los primeros días. Me pareció de justicia tratar de
incorporar a Guillermo Medina como segundo mío, pero se mostraba
reacio y los gerifaltes del ministerio tampoco lo facilitaban. Les
parecía alguien demasiado cercano al subsecretario Oreja y de
ninguna manera iban a permitir que hubiera cortocircuitos de ese
género, de modo que abandoné el empeño. Chicho me recibió con
entusiasmo y Fernando Gutiérrez me prestó todo su apoyo, lo mismo
que yo a ellos. Lo íbamos a necesitar desde el primer día.
Tras lo accidentado de mi llegada a Prado
del Rey comprendí que tenía que darme mucha prisa si quería que las
cosas cambiaran. El gobierno se hallaba dividido entre aperturistas
y falangistas nostálgicos. Estos, representados fundamentalmente
por el ministro de Trabajo José Utrera Molina, reivindicaban un
regreso a los orígenes del régimen como respuesta al desafío del
magnicidio cometido por ETA. Los comentaristas de prensa los
llamaban «el búnker» y los patrocinaba José Antonio Girón de
Velasco, un antiguo pistolero fascista encumbrado por el dictador
en los años cincuenta al puesto que ahora ocupaba Utrera. Girón
había construido el sistema de la Seguridad Social tras la Guerra
Civil, y eso le valió por algún tiempo popularidad entre las clases
bajas. Fiel representante de la dialéctica de los puños y las
pistolas, tenía toda la apariencia de un capo sindical metido a
político. Las tapias de su palacete, construido en primera línea de
playa en Fuengirola, cortaban el paseo de los bañistas invadiendo
con descaro el dominio público, en demostración del estilo bananero
de la política que él practicaba. Tras la muerte del almirante
había vuelto a la vida pública utilizando un periódico de la
extrema derecha, El Alcázar, para hacer
valer sus posiciones. Como miembro que era del Consejo del Reino y
veterano líder de Falange, la voz del león de Fuengirola, según le
apodó la prensa, era más temida que escuchada. El ideólogo oficial
de la extrema derecha, Blas Piñar, le ayudaba a iluminar con
siniestro ingenio sus eyaculaciones verbales.
La primera prueba de fuego que tuve que
enfrentar recién llegado a televisión fue el llamado caso Añoveros.
Este obispo de Bilbao, al rebufo de las esperanzas suscitadas por
el espíritu del 12 de febrero, había publicado ese mismo mes una
pastoral, de lectura obligatoria en todas las iglesias de la
diócesis, en defensa del derecho del pueblo vasco a su identidad.
Añoveros se había distinguido ya por pronunciar homilías en euskera
y amenazar con la excomunión a policías acusados de torturas y
sevicias contra los activistas de ETA detenidos. Presionado por el
búnker, la respuesta del presidente Arias a la pastoral fue
decretar de manera preventiva el arresto domiciliario del prelado y
su ayudante, el vicario Ubieta, con la inmediata intención de
expulsarlos de España. El gobierno envió incluso un avión que
esperaba en el aeropuerto de Sondika para conducir al destierro a
los prelados. El escándalo fue monumental. El cardenal Tarancón
hizo explícito que si se ejecutaba el extrañamiento él mismo
excomulgaría a todo el gobierno, con Franco a la cabeza.
El corresponsal de TVE en Bilbao, Ismael
López Muñoz, tuvo acceso directo a Añoveros desde el primer
momento. Durante aquellos días él y el representante de Informaciones, Jesús Ceberio, me telefonearon cada
mañana desde la sede episcopal misma para darme el parte de cuál
era la actitud del prelado, siempre dispuesto a rechazar las
órdenes del poder político, pero opuesto a realizar ningún tipo de
declaración. Yo a mi vez transmitía a Rosón las opiniones del
obispo y la situación que se vivía en su entorno, pues el gobierno
no tenía comunicación directa. La amenaza exhibida por Tarancón
surtió los efectos deseados y en un consejo del gabinete celebrado
el 8 de marzo Franco intervino para echar una especie de reprimenda
a su primer ministro, obligándole a retirar las órdenes de arresto
y expulsión. Esa misma tarde el obispo abandonó su sede en Bilbao,
llamado a Madrid por el cardenal primado. Al subirse al coche que
lo transportaría a la capital, las cámaras de televisión lo
mostraron tocado con una inmensa txapela,
prenda que había usado desde muy joven de acuerdo con la tradición
de su tierra. La imagen del cura rebelde luciendo uno de los signos
distintivos de la típica indumentaria vasca parecía un icono de los
nuevos tiempos.
Aunque a estas alturas pueda parecer
ridículo, la presencia de aquella boina en las pantallas fue para
muchos la primera señal de que la apertura en Televisión Española
había comenzado. Pero las presiones seguían siendo importantes.
Después del incidente Añoveros, Tarancón se desplazó a Roma para
hablar con el secretario de Estado sobre las negociaciones secretas
en torno a la renovación del concordato con la Santa Sede. Envié un
equipo al aeropuerto, que le hizo una entrevista de cuyo contenido
guardo copia. Leída hoy produce sonrojo que me prohibieran
emitirla, porque se consideraba que era una manera de exaltar la
figura del cardenal. Por si fuera poco me recriminaron que no
hubiera consultado arriba antes de enviar las cámaras a
entrevistarle. Una de las pocas veces que tomé notas durante mi
estancia en aquel puesto escribí: «Mientras el ministro pretenda
dirigir TVE, esta nunca tendrá la apariencia de autonomía que él
pretende». El comentario es más que explicativo del clima
reinante.
Suceso similar ocurrió con otra entrevista,
también censurada, con el entonces jefe del Estado Mayor, general
Díez-Alegría, cuyo hermano jesuita, José María, era uno de los
exponentes tempranos de la teología de la liberación en España.
Quizá influido por este, el general era un hombre aperturista o al
menos brillaba por su sentido común, lo que hizo que la derecha más
reaccionaria tratara de apartarle de tan importante cargo. El jefe
del Estado Mayor se desplazó a Bucarest para entrevistarse con
Nicolae Ceausescu, entonces aliado de Occidente frente a la
hegemonía comunista de la Rusia soviética. Se rumoreaba, sin
fundamento aparente, que además había visto al buen amigo del
sátrapa rumano Santiago Carrillo, secretario general del Partido
Comunista de España, y que como consecuencia de ello iba a ser
destituido de su cargo. Los periodistas le abordaron en el
aeropuerto a su regreso de un viaje oficial al Magreb y él se
mostró bastante parlanchín sobre la posibilidad de su cese: «Creo
que alguna vez todo el mundo tiene derecho al descanso». Añadió que
el presidente Arias le había llamado a Túnez «pero como el viaje
era corto y oficial, con una agenda de actos muy apretada, no
pudieron localizarme. Luego intenté hablar con él sin conseguirlo».
Declaró además que su viaje a Bucarest había sido autorizado y que
«en esta clase de visitas nunca se sabe exactamente lo que se va a
hacer».
Los contactos informales o semiclandestinos
con Ceausescu habían comenzado años antes, desde que el príncipe
había coincidido con él en las celebraciones imperiales organizadas
por el sah de Persia en Persépolis en 1971. A partir de entonces
hubo discretas operaciones de la diplomacia en la sombra para
comunicarse con él y con Carrillo, siendo Nicolás Franco, sobrino
del dictador y amigo de Juan Carlos, uno de los que oficiaron de
correveidiles. Aunque Díez-Alegría nunca dijo quién le había
autorizado aquel viaje, muchos supusieron que se refería al propio
príncipe, no al presidente del gobierno, e imaginaban que el
Caudillo se enteró a posteriori. Sea como
fuera se me prohibió dar la entrevista con el general, que fue
destituido de su puesto poco después.
A mi llegada los telediarios se emitían en
diferido, decían que por motivos profesionales, a fin de poder
controlar cualquier error o desvarío, entendiendo como tal algo que
molestara a la autoridad de turno. Hay que tener en cuenta que la
única televisión existente en el país era la del Estado y que solo
la primera cadena cubría prácticamente todo el territorio nacional.
Las audiencias superaban con facilidad los quince millones de
espectadores, y cualquiera cuya profesión tuviera que ver con la
opinión pública no tenía otro remedio que someterse a las
condiciones que los directivos de la televisión establecieran.
Comencé por recuperar el directo y renovar a los presentadores de
noticias. Las mujeres habían desaparecido de la pantalla durante
los años anteriores por influencia del Opus, y solo desempeñaban
tareas como locutoras de continuidad. En cada telediario puse una
pareja mixta y desde entonces prevaleció ese modelo en la empresa.
Enseguida luché también por hacerme con el mayor número posible de
programas. Con la complicidad de Chicho logré que me adjudicaran
una hora más en las sobremesas y que se multiplicaran los espacios
de reportajes. En los puestos directivos coloqué únicamente a
personal interno, pero contraté colaboradores de fuera para los
nuevos espacios. De un día para otro empezamos a emitir noticias
sobre los juicios en el Tribunal de Orden Público (la corte de
justicia dedicada a la represión política) y sobre las numerosas
huelgas y manifestaciones ilegales que se producían casi a diario.
Inauguré un espacio de debate al que intentaba invitar a mis amigos
del entorno de Cuadernos, no siempre con
éxito. Ya al final de mi mandato, que apenas duró ocho meses, logré
convencer a Manuel Vázquez Montalbán para que participara en alguno
de ellos, si bien su presencia fue rechazada por el mando y me
prohibieron grabar el programa para el que había sido invitado
cuando ya Manolo estaba en el plató.
Para facilitarme la lucha contra el
oscurantismo, a Rosón se le ocurrió nombrar un consejo asesor que
se reunía con nosotros todas las semanas a fin de analizar los
contenidos bajo mi responsabilidad. Se trataba de diluir así la
toma de decisiones y procurar que dejaran de señalarme con el dedo
como a un peligroso subversivo infiltrado en las redes del sistema.
El consejo lo formaban Luis María Ansón, famoso periodista de
filiación monárquica, antiguo director del suplemento semanal de
ABC y estrecho colaborador de don Juan de
Borbón; Luis Apostua, directivo de la Editorial Católica y afecto a
los sectores conservadores de la democracia cristiana, y Josep
Melià, mallorquín inteligente y resabiado, ubicado entre los
aperturistas del Movimiento. Las reuniones demostraron su utilidad
y constituyeron un parapeto frente a las críticas que recibíamos
por tratar de que la televisión pública abandonara su aislamiento
de la realidad española. Solo uno de los programas que presenté, un
debate sobre el aborto, fue prohibido y hubo que grabarlo
nuevamente. La razón: uno de los participantes en representación de
los provida era un cura estrafalario y locuaz. Ansón me acusó
irónicamente de haber escogido al más tonto del clero para
desprestigiar sus posturas. El nuevo debate se llevó a cabo con un
sacerdote más prudente en sus afirmaciones. El resto de los
participantes, varios de ellos a favor del derecho de la mujer a
decidir, fueron los mismos que en el anterior y mantuvieron de
nuevo sus tesis partidarias de la legalización de la interrupción
voluntaria del embarazo. Pudimos emitir el espacio y constituyó
todo un éxito.
***
La apertura se abría paso a trompicones en
los estudios de Prado del Rey. Algunos eventos simbólicos causaron
tal impacto en la opinión pública que casi se paralizó el aire. La
desaparición del chal permitió que Rocío Jurado se presentara una
tarde con un descomunal escote que mostraba con rotundidad todo lo
que había estado reservado hasta entonces a la imaginación. Oreja
llamó para protestar «por aquella indecencia», pero pidió a
Fernando Gutiérrez que no comentara nada al ministro, pues era solo
una opinión personal y reservada. Lo más sonado fue la reaparición
de Serrat, vetado en la pantalla desde que en 1968 había dado la
espantada por no haberle permitido cantar en catalán. Esta vez sí
lo hizo y cosechó índices de audiencia tan crecidos como los del
traje palabra de honor de la Jurado.
Anécdotas así permiten hacerse una cabal
idea de cuál era el clima social y político que se respiraba en la
España del tardofranquismo y que provocaba situaciones del todo
chuscas. En cierta ocasión se me ocurrió encargar al buen
periodista que fue Enrique Meneses un programa sobre la brujería,
que él filmó en el Reino Unido y en Galicia. Alguna secuencia
incluía breves desnudos femeninos y en general todo el contenido,
según se decía en los anuncios de la propia Televisión, «podía
afectar a la sensibilidad de los espectadores». El consejo asesor
dio luz verde al programa, pero como incursionaba en cuestiones de
religión se le ocurrió a Gutiérrez mostrárselo al padre Boulart,
confesor de Franco, para contar con todas las bendiciones posibles
antes de emitirlo. Se prestó gustoso. Durante la proyección le vi
no obstante con gesto adusto. Cuando las hechiceras de la pantalla
invocaron a Belcebú danzando en cueros alrededor de una hoguera,
comprendí que era imposible que aprobara la difusión del reportaje.
Al finalizar la sesión, se levantó de su butaca como impulsado por
un resorte y dio un grito formidable que hizo prender la alarma.
«¡Increíble! –dijo, para después añadir–: Fantástico, hay que darlo
sin tocar una coma, ni un fotograma. Está muy bien hecho, y lo digo
con conocimiento de causa porque soy experto en brujería.»
Semejante declaración nos llenó de estupor y de satisfacción a un
tiempo. Me sirvió de paso para comprobar una vez más que el ego de
las personas suele ser superior a sus convicciones. El confesor de
Franco estaba tan satisfecho de que se le consultara sobre
cualquier cosa que no tenía nada más que añadir a la interlocución.
Días más tarde programamos el espacio y decidí verlo de nuevo, por
cuarta o quinta vez, desde el salón de mi casa, para comprobar el
efecto de su emisión pública. Al terminar comenzó el Telediario de
medianoche. El presentador, Ramón Sánchez-Ocaña, abrió las noticias
con un comentario en el que más o menos dijo lo siguiente: «El
espacio que acaban ustedes de ver en el programa Los reporteros sobre la brujería se refería a
culturas y ambientes que para nada tienen que ver con la tradición
religiosa española. A fin de aportar una visión católica al
respecto, el próximo jueves, en su espacio habitual de las tardes,
el sacerdote don Salvador Muñoz Iglesias dedicará un comentario al
respecto». Me quedé absolutamente petrificado y llamé de inmediato
al locutor. «Me ha telefoneado el ministro en persona para pedirme
que dijera esto o algo parecido, he improvisado sobre la marcha»,
se explicó. Nada más colgar recibí un telefonazo de Muñoz Iglesias.
«Oiga, acabo de oír en la tele que el próximo jueves voy a dedicar
un comentario a la brujería. ¿Sabe usted algo de eso?» Le expliqué
que estaba tan desconcertado como él. Enseguida se puso en contacto
conmigo Rosón. «Estoy cenando con el ministro en un restaurante y
nos acaba de llamar doña Carmen, la mujer de Franco, para protestar
por el programa. Estaba tan cabreada que lo único que se le ha
ocurrido a Pío es telefonear al plató y pedir que dijeran lo que
has oído.» Ya la primera dama había protestado antes porque en un
espacio semanal dedicado al pop-rock los cantantes y el presentador
andaban descamisados y se les veían los pelos del pecho. En
cualquier caso el incidente de las brujas quedó ahí. No hubo
después programa explicativo de ningún género y nadie volvió a
decir una palabra al respecto.
La puntillosa atención de Carmen Polo sobre
los programas no era casual. Por entonces la ocupación más activa
de los inquilinos del palacio de El Pardo era ver la tele. Aunque
los historiadores no se ponen de acuerdo, parece que las largas
horas que el Caudillo pasó ese verano contemplando la retransmisión
de los partidos de fútbol del mundial de Alemania estaban en el
origen de la flebitis que le obligó en julio a renunciar
temporalmente a la jefatura del Estado. Tanto tiempo en posición
sedentaria le habría provocado un trombo. Pero antes de que eso
sucediera, con las consecuencias que luego comentaré, la revolución
portuguesa de abril constituyó una señal de alarma respecto a la
precariedad de las dictaduras en la península Ibérica y me obligó a
enfrentar una situación del todo inédita.
El 16 de marzo de 1974 el levantamiento de
un regimiento de la infantería portuguesa en la localidad de Caldas
da Rainha había sido sofocado por fuerzas leales al gobierno de
Marcello Caetano, sucesor del que había sido dictador luso durante
décadas, Oliveira Salazar. Llamé a mi amigo Francisco Pinto
Balsemão para interesarme por la gravedad del incidente. Me pareció
que su teléfono estaba intervenido, porque su respuesta fue casi
intrascendente: «No pasa nada, falsa alarma, no hace falta que
envíes un equipo, si algo sucediera yo te avisaría». Me llamó
además el director general de Seguridad, según él de parte del
presidente del gobierno, para decirme que procurara quitar
importancia a la pequeña asonada. Era una petición del embajador
español y de su agregado militar, añadió.
Balsemão cumplió su promesa de avisarme y lo
hizo un mes más tarde, el 25 de abril, cuando estalló la Revolución
de los Claveles. Como de costumbre, los diversos servicios secretos
internacionales para nada habían previsto lo sucedido, y los
sucesos de Lisboa pillaron a casi todo el mundo por sorpresa.
Obsesionados la mayoría de los observadores por la evolución de los
acontecimientos en nuestro país tras el magnicidio del 20 de
diciembre, olvidaron prestar atención al muy palpable descontento
del ejército portugués. En febrero el general António Spínola,
antiguo jefe de las tropas en Angola, había publicado su libro
Portugal y el futuro, en el que exponía
bien a las claras que la guerra colonial en la que estaba inmersa
la metrópoli desde hacía años no se podría ganar y reclamaba una
solución política. Amparada por amplios sectores del generalato, la
revolución estuvo a cargo de coroneles y capitanes, como es
costumbre en esos casos. Cuando Balsemão me confirmó que esa vez
iba en serio, no como cuando la asonada de Caldas, envié a Lisboa
un equipo de filmación al mando de Manolo Alcalá, el más hábil de
cuantos reporteros integraban mi equipo. Salieron con toda urgencia
y lograron entrar en el país por Badajoz antes de que se decretara
el cierre de fronteras. De esta forma asistieron a la primera
comparecencia pública de Spínola como jefe del nuevo gobierno
militar. Alcalá hizo una entrevista al general cuyo contenido dio
la vuelta al mundo, puesto que la mayoría de los enviados
especiales no habían podido llegar a tiempo. Con los propios medios
de comunicación portugueses colapsados y perplejos, el equipo de
TVE realizó además un impresionante reportaje de la persecución a
la policía política por los infantes de marina a través de las
callejas del Chiado. Los matones de la dictadura corrían
despavoridos para escapar de los soldados antes de arrodillarse
ante ellos y bajarse los pantalones a fin de demostrar que no
ocultaban armas en su ropa interior. También había un documental
sobre lo que podría denominarse el museo de la tortura, el centro
de detención e interrogatorios de la PIDE, policía política
salazarista. El material era tan delicado y los medios técnicos tan
escasos que decidimos que Alcalá volviera cuanto antes a Madrid
transportando personalmente las bobinas de la filmación.
No había regresado todavía el equipo de
Lisboa cuando una tarde sonó el teléfono directo, y supuestamente
secreto, que tenía en mi despacho. Era una línea por la que
únicamente me podía comunicar con Rosón y con el ministro si era
necesario, pero nunca nadie la había utilizado hasta
entonces.
—¿Es usted el señor Cebrián? –inquirió mi
comunicante.
—Sí, yo soy. ¿Quién llama?
—¿El mismo señor Cebrián, el director de los
Servicios Informativos?
—En efecto, ¿quién llama?
—Soy el director general de Seguridad, ¿se
acuerda de mí? ¿Dónde se encuentra usted ahora?
—En mi despacho –contesté.
—¿En su despacho de Televisión?
—Así es.
—Bueno, mire, era para saber si tienen
alguna noticia nueva de Portugal.
Cuando le expliqué que no había nada digno
de mención me espetó:
—Pues sean cuidadosos con la
información.
Y colgó sin explicaciones.
Desde mi entrada en TVE no había vuelto a
hablar a solas con Pío Cabanillas, pero me sorprendió tanto la
llamada que decidí hacerlo también yo en esta ocasión por el
teléfono rojo. Le expliqué lo sucedido y me dijo no saber a qué
respondía. Horas más tarde supe que el jefe de la policía quería
comprobar personalmente mi presencia física en el despacho, pues
habían recibido un informe de los servicios del ejército que
aseguraba que yo estaba en Lisboa colaborando con las fuerzas de la
revolución. La fuente era el agregado de prensa en la embajada
española en Portugal y agente de la inteligencia militar Herrero
Tejedor, hermano del que sería luego ministro del Movimiento.
No me sorprendió demasiado la intriga. Días
antes había recibido también a un individuo menudo con aspecto
vulgar que se me presentó como el policía destacado en la sede de
Televisión. Quería saludarme y, de paso, entregarme un dossier que
había elevado a la superioridad. Me entregó una carpetilla roja
estampillada con el siempre intrigante calificativo de SECRETO. En
la soledad de mi despacho abrí con fruición el documento: «La
subversión comunista en TVE», decía en su primera página. El título
excitó mi pituitaria y me dispuse ávidamente a la lectura. Mis
ansias duraron poco. El primer capítulo, dedicado íntegramente a mi
persona, me señalaba como el militante comunista con más alto rango
en la estructura de la empresa. Entre las supuestas pruebas de mi
pertenencia al partido figuraba un viaje mío a Chile para visitar
al presidente Allende y se adjuntaba una esquela que yo habría
intentado publicar en el ABC en memoria
del infortunado mandatario tras el golpe de Estado de Pinochet. La
verdad es que yo no había estado nunca en Chile y desde luego el
periódico monárquico no era precisamente la mejor plataforma para
rendir homenaje a las víctimas del fascismo. Pensé que si toda la
información que había en el informe era tan rigurosa y cierta como
la que se refería a mí, su lectura carecía de interés, y no le
dediqué ni un minuto más, aunque anoté los nombres a los que se
refería, casi todos de personas con ninguna relevancia en la
empresa y a la mayoría de los cuales no conocía personalmente. A
través de amigos comunes, de forma indirecta y con discreción,
procuré avisarlos de que estaban siendo investigados, tratando por
lo demás de no alarmarlos.
Cuando Manolo Alcalá regresó de Lisboa con
las filmaciones que su equipo había hecho, saltamos de gozo. Era un
reportaje excepcional, de un dramatismo indudable y absolutamente
revelador respecto a lo que sucedía en el país vecino. De manera
inmediata llamé a Rosón para enseñárselo y este me ordenó que no se
emitiera ni un fotograma. Constituyó la censura más radical de
cuantas había sufrido tras dos meses en televisión. El director
general me pidió en cambio que le enviara una copia de todo aquello
para que lo viera Cabanillas. Cuando comprobó el interés de la
filmación el ministro decidió que había que organizar un visionado
con el presidente Arias y otros miembros del gobierno. Lo que los
españoles no podían ver era de obligado conocimiento para el poder.
Le hice ver a Rosón mi desacuerdo con el procedimiento y, aunque no
le presenté mi dimisión, le sugerí que quizá yo no era el más
adecuado para ocupar el puesto en el que estaba. «No puedes
dejarnos tirados», comentó, dando por hecho que no lo haría.
Preparamos los avíos precisos para enseñar
el reportaje al gobierno en el auditorio del ministerio. La cita
era a las cinco de la tarde. La mañana de autos vino a verme un
jefe adscrito al Servicio de Inteligencia de la Presidencia, que
por entonces dirigía el coronel San Martín. Su enlace, el teniente
coronel Monzón, quería ver las películas porque sus superiores le
habían ordenado que las comentara ante la distinguida audiencia
prevista. Se las mostré con la advertencia de que sería yo quien
explicaría lo que había en pantalla, pues solo a mí me habían
informado con puntualidad los periodistas que habían realizado el
documental. Comprendí además que Monzón no había recibido ninguna
orden y solo aspiraba a colgarse galones ante el mando. A la sesión
privada del ministerio acudieron el presidente Arias, los ministros
de la Presidencia y de Gobernación, Pío Cabanillas con todo su
equipo, y una nutrida representación militar. Llegaron acompañados
de una miríada de guardaespaldas que contribuyeron a llenar la
sala. Durante dos horas soportaron en silencio las imágenes de la
revolución portuguesa, cagándose las gentes encima de las estatuas
derribadas de los próceres del régimen, huyendo despavoridos los
policías secretos perseguidos por una multitud dispuesta a
lincharlos, explicando los militares rebeldes con todo detalle las
diversas torturas de la PIDE, coreando los manifestantes en las
calles «O povo unido jamais será vencido», y aclamando al comunista
Cabral en la estación de Lisboa a su llegada desde el exilio
moscovita… Traté de explicar con objetividad las imágenes mientras
Monzón introducía algunas morcillas para hacerse notar. Como había
varios rollos y solo una cámara de proyección, durante el cambio de
bobinas era de esperar algún comentario entre los asistentes, pero
el silencio con el que seguían la película se hacía más espeso en
dichos intervalos. A la salida un grupo de escoltas se me acercó a
preguntar abiertamente:
—A nosotros no nos pasará lo que hemos visto
en la peli, ¿no? Nosotros no somos la PIDE.
La Revolución de los Claveles causó un gran
impacto en la vida política española y aumentó el nerviosismo en
las filas del régimen. A la muerte de Oliveira Salazar el doctor
Marcello Caetano había intentado un experimento en cierta medida
parecido al de Arias Navarro en España, una especie de apertura
controlada que permitió algunas fisuras en la férrea estructura del
sistema. Esa fue una oportunidad aprovechada por Francisco Pinto
Balsemão para fundar un semanario político bajo el título de
Expresso, que pretendía emular a la gran
prensa anglosajona. Desde el primer número me encargué de la
corresponsalía en Madrid y publiqué mis crónicas con cierta
regularidad durante 1973. En agosto de ese año el ejército
portugués llevó a cabo una masacre en Mozambique y detuvo y
enjuició a dos sacerdotes españoles que la habían denunciado,
acusándolos de actividades subversivas. El suceso generó una
profunda emoción en las filas de la Iglesia católica y el cardenal
Tarancón envió un informe completo al Papa con documentación
gráfica y escrita sobre la matanza. Las autoridades portuguesas se
empeñaron en negar los hechos, que supusieron un punto de no
retorno en sus relaciones con el Vaticano. Caetano había tratado de
mejorarlas permitiendo el regreso del obispo de Oporto, António
Ferreira Gomes, en el exilio durante diez años por orden de Salazar
después de que escribiera una carta al dictador en que le instaba a
hacer reformas democráticas. Tras el retorno a su país, monseñor
Ferreira me ofreció en el impresionante palacio episcopal de la
ciudad del Duero un almuerzo de una suculencia inolvidable. Me
pareció una persona en extremo educada y muy conservadora, nada que
ver con el perfil de rebelde que el régimen le había regalado.
Hablamos del futuro del país y de las dificultades crecientes que
emergían de la guerra en las colonias africanas. A la salida de la
comida comenté a quienes me acompañaban lo exquisito de los
alimentos, notables tanto por su cantidad como por la calidad. Los
habían servido con primorosa atención media docena de monjitas
tocadas a la antigua usanza, que se movían como gaviotas
revoloteando en torno a su alpiste. «Ahora –exclamé– ya sé qué
significa la frase vivir como un obispo.»
Mi amistad con Balsemão y la colaboración
con Expresso justificaban los varios
desplazamientos que hice en aquella época a Lisboa. Mis relaciones
con la prensa y la oposición portuguesa eran fluidas y mi
conocimiento de la situación allí, bastante preciso. Acompañé
muchas veces a Francisco a la hora del cierre de la revista, que
siempre se retrasaba por culpa de la censura. Durante tiempo
interminable aguardábamos, a veces en la calle, a las puertas
mismas del despacho de los inquisidores, el nihil obstat para la publicación. Mis crónicas
salían frecuentemente mutiladas. Aquellos procedimientos por parte
de los guardianes de la ortodoxia resultaban brutales incluso para
los españoles. Era como un viaje hacia atrás en el tiempo, un
regresar a la época más siniestra del franquismo. Quizá estas
circunstancias pudieron hacer sospechar a alguna mente
calenturienta que yo andaba inmiscuido de alguna forma en los
preparativos del 25 de abril, pero nada más lejos de la
realidad.
La evolución de los sucesos en el país
vecino atrajo la atención de la opinión pública internacional
durante meses y aumentó la incertidumbre sobre el futuro de España.
Los analistas se esforzaban en comentar que había una diferencia
esencial entre ambos regímenes: la prolongada guerra en las
colonias africanas había minado la lealtad de los oficiales
portugueses, mientras que las fuerzas armadas españolas seguían
fieles al Caudillo. Una revolución liderada por militares era
impensable en España, y una revuelta que hiciera frente al
ejército, completamente imposible. De todas formas el gobierno se
esforzó en controlar cuantas informaciones venían de Lisboa y
durante el mes de mayo aumentó la presión de tal forma que decidí
presentar, esta vez formalmente, mi dimisión, nuevamente desoída
con los mismos argumentos que antaño. Ya para esas fechas yo había
comprendido que el espíritu del 12 de febrero no había sido sino un
flatus vocis. Las fuerzas de la reacción
se habían enseñoreado del poder y resultaba impensable una
transformación democrática del franquismo. También asumí las
dificultades que comportaba trabajar en una empresa pública,
sometida al arbitrismo y la burocracia. Es verdad que Pueblo lo era también en algún sentido, pero la
libertad de acción de la que había gozado Emilio Romero le permitió
una autonomía de funcionamiento imposible de soñar en Televisión
Española. No sabía yo cuánto tiempo más duraría en mi puesto, pero
me hice el firme propósito de que nunca más trabajaría para la
administración pública.
Mientras todas estas cosas sucedían en la
península Ibérica, al otro lado del Atlántico el Tribunal Supremo
preparaba el impeachment del presidente
Nixon por obstrucción a la justicia. La reiterada negativa del
inquilino de la Casa Blanca a entregar las cintas de sus
conversaciones en el Despacho Oval, que había grabado
clandestinamente, le había conducido a un callejón sin salida. Las
espectaculares noticias que llegaban de Portugal tenían que
competir en la pantalla con las que narraban la más grave crisis
política de los Estados Unidos desde la guerra mundial. Hasta que a
mediodía del 9 de julio irrumpió en mi oficina el director de los
servicios técnicos de TVE. «Le ha debido de pasar algo a Franco,
porque me han llamado para que vaya urgentemente al hospital. Por
lo visto le han ingresado allí y he de instalar un televisor en su
cuarto.»
El ingeniero jefe de Televisión fue uno de
los primeros en acceder a la estancia donde el dictador se hallaba
recluido. Tuvo que hacer los arreglos adecuados para sintonizar la
señal y dejar el aparato acorde con los deseos del enfermo, lo que
le llevó más tiempo del previsto, y eso le permitió convivir
inicialmente con la familia y allegados que pululaban en torno a la
cama del Caudillo. De este modo tuvimos enseguida información de
primera mano tanto sobre la apariencia externa de este como
respecto a los comentarios y chismes a su alrededor.
Los cortesanos y parientes se disputaban el
mando de la situación y emergieron acres discrepancias entre ellos.
Al principio todos pensaban que la estancia en el hospital sería
breve, pero al paso de los primeros días los médicos confirmaron
que la tromboflebitis exigiría un período relativamente largo de
internamiento. Parecía que el enfermo no se encontraba en
condiciones de trabajar ni de concentrarse, y su mejor manera de
matar el rato era ver la tele. Entonces los doctores llegaron a la
conclusión, probablemente inducidos por opiniones de la familia, de
que la fiebre se le alteraba en función de lo que veía y hubo orden
tajante de enviar los guiones de los programas con suficiente
anticipación al duque de Cádiz, don Alfonso de Borbón, para que
evaluara los efectos de su contenido sobre la salud del padre de su
suegra. Él se encargaría de apagar o encender el aparato, con
cualquier excusa, a fin de evitar que Franco viera lo que no debía
ver y circunscribir al máximo los daños colaterales en su
convalecencia. Cuando llegaron tan exóticas órdenes a Prado del Rey
puse de relieve que eran de imposible cumplimiento en lo que se
refería a los telediarios, pues naturalmente la edición de estos se
cerraba minutos antes de su emisión y si había noticias de última
hora se incluían sobre la marcha. Le daba yo tanta importancia a la
información en directo que establecí la costumbre de que los
presentadores comenzaran con una referencia a la hora presente, a
fin de demostrar que efectivamente no se había pregrabado el
programa con el fin de manipularlo. Cuando se le expuso al duque la
situación pidió que se extremara el cuidado respecto a los
noticiarios que se emitían, ya que captaban la absoluta atención
del abuelo de su mujer, y su ánimo se veía seriamente perturbado
por el conocimiento sobre huelgas, desórdenes o protestas
callejeras. También le afectaban mucho las crónicas acerca de la
situación portuguesa.
Para cumplir fielmente la instrucción del
duque se desplazó a Prado del Rey José de las Casas, que acabó
instalándose en una sala contigua a la mía a fin de que despachara
directamente con él los minutados y textos de los noticiarios. De
las Casas era formalmente subdirector general de la empresa y tenía
autoridad funcional sobre mí. Siempre he sido muy disciplinado en
la vida, en todos los sentidos, y muchas veces he pensado que, si
pude mandar equipos de personas desde muy joven, fue sobre todo
porque también supe obedecer cuando era el caso. De modo que me
presenté ante mi jefe con el manojo de papeles del primer
telediario sometido a supervisión. Se lo entregué sin más. Tomó los
folios, los contempló a la distancia y me los devolvió. «Todo esto
es una tontería, pero hagamos el paripé –declaró sonriente–. No es
una señal de desconfianza hacia ti, pero hasta el 18 de julio no se
pueden cometer errores. Si yo me hago directamente responsable,
nadie podrá decir que soy rojo en caso de que pase algo.» Le
insinué que quizá lo mejor para todos sería que yo me fuera. «¡Vaya
palo para Pío y para Juan Rosón! –me espetó–, no lo puedes hacer,
ellos dieron la cara por ti.» Durante dos o tres días mantuvimos
entrevistas similares en las que yo depositaba en su mano derecha
las páginas del informativo de turno y, sin ni siquiera echarles un
vistazo, él me las devolvía con la izquierda. Luego hablábamos unos
minutos del mar y de los peces y, en ocasiones también, de las
noticias que se iban a emitir. En ningún caso puso la más mínima
objeción.
Días atrás habíamos celebrado una cena el
grupito de Nueva Generación, con Ignacio Camuñas, Rafael Arias
Salgado y Juan Antonio Sagardoy, entre otros. Hablamos de la
conveniencia de que dimitiéramos en bloque quienes habíamos
aceptado colaborar con el gobierno «de la apertura», porque no se
cumplían las condiciones mínimas que en su día habíamos exigido. En
algunas notas que tomé después del encuentro apunté las mías y su
grado de consecución. «Apertura informativa: apenas existe. Manos
libres en lo profesional: no las tengo en absoluto. Dinero para
hacer cosas: hay suficiente, pero la estructura de gestión es
calamitosa.» Le comenté entonces a Jesús de la Serna lo sucedido
con José de las Casas y me animó a que regresara a Informaciones como director adjunto.
La enfermedad del anciano y sanguinario
general se prolongaba mientras se acercaba el 18 de julio, día de
la Fiesta Nacional en conmemoración del alzamiento militar contra
la República. Desde hacía mucho, para celebrar la fecha, tenía
lugar en los jardines del palacio de La Granja un magno festival
artístico bajo la presidencia del dictador. Era uno de los
espectáculos favoritos de Franco. Muchos pensaron que dadas las
circunstancias lo lógico era suspender la españolada, pero el
ilustre enfermo comentó que, ya que ese año no podía asistir, lo
vería por televisión. Ignoraba que los directivos de TVE no tenían
la más mínima intención de retransmitir un evento de limitado
interés para el público y que constituía un muy pobre soporte
publicitario. El ministro convocó entonces un sanedrín de alto
nivel al que acudimos todos los responsables de la empresa y en el
que alguien sugirió que se enviara un equipo móvil a La Granja y
retransmitiera el acto por un enlace especial al hospital madrileño
en el que estaba internado Franco. Así este podría verlo y creería
que se trataba de una emisión ordinaria, mientras que para el resto
de los españoles se programaría una película de calidad. Permanecí
callado en la discusión, de la que solo me interesaba comprobar
cómo desde dentro del régimen se articulaba ya un sistema de
engaños al propio Generalísimo tendente a garantizar el entramado
de intereses tejido en torno suyo. Al final se aprobó la propuesta
de retransmitir, solo para aquel privilegiado telespectador, el
charivari musical patriótico. Afortunadamente alguien, creo que el
propio Cabanillas, decidió que aquello era un contrasentido y no se
perpetró la farsa.
Habida cuenta de la tardanza en su mejoría,
Franco decidió que Juan Carlos asumiera interina y temporalmente
los poderes de jefe del Estado. El príncipe se resistió inútilmente
y el hecho cayó como una bomba entre los fieles al Generalísimo.
Dichos poderes eran todos los imaginables, y aún alguno más, por lo
que el traspaso no se refería a una mera formalidad protocolaria
para sustituir a Franco en los actos públicos. O sea que desde el
primer día que tomó la decisión su entorno comenzó a conspirar para
revocarla y de facto el dictador siguió
gobernando desde el hospital.
Por las mismas fechas se hizo público que en
París un grupo de demócratas entre los que se encontraban
representantes de muchos partidos de la oposición, pero no del
PSOE, habían fundado junto con Carrillo, primer secretario del
Partido Comunista de España, la Junta Democrática, que incluía en
su proclama la creación de un gobierno provisional una vez que
muriera el Caudillo. Nadie daba ya un chavo por la vida de este,
avejentado y senil como se le veía, mientras que en el gobierno se
libraba una batalla cada vez más imposible entre los aperturistas
encabezados por Cabanillas y el búnker alimentado por la extrema
derecha y los partidarios de Girón. El más servil de sus
colaboradores, Utrera Molina, se había dedicado a potenciar un
borrador de Ley de Asociaciones Políticas contra el proyecto que
alentaba el ministro de la Presidencia y que había redactado Juan
Antonio Ortega y Díaz-Ambrona.
El mes de agosto supuso, como de habitual en
España, un impasse en la contienda
política, y los sucesos del interior fueron ofuscados por la
dimisión del presidente de los Estados Unidos. Franco salió del
hospital y, convaleciente, se retiró unos días a su residencia del
pazo de Meirás en Galicia. Como la familia seguía conspirando para
retirarle los poderes al príncipe, comprendieron lo necesario que
era demostrar a la opinión pública que el restablecimiento del
anciano dictador era completo, para lo que organizaron una jornada
de golf con el fin de mostrar la buena forma física del Caudillo.
Las cámaras de Televisión Española fueron convocadas y el centro de
producción de Galicia envió la filmación. Su visionado no pudo ser
más descorazonador para quienes habían preparado la operación. Se
veía a un Franco torpe, con dificultades para andar, al que le
entregaban un palo de golf que él enarbolaba sin convicción antes
de propinar un golpe certero a la pelota. Lo llamativo era que
después de este se quedaba con el palo en alto, como ensimismado,
incapaz de depositarlo en el suelo, hasta que uno de los ayudantes
le ayudaba a hacerlo. Parecía un robot oxidado, un muñeco sin
voluntad al que los otros movían las articulaciones hasta componer
la figura deseada. En la sala de montaje de vídeos de TVE, bajo
instrucciones que llegaban del gobierno, nos vimos obligados a
eliminar los fotogramas que demostraban la absoluta inanidad física
del individuo. Cualquiera que viera el reportaje al completo habría
comprendido que el autócrata se había convertido en una piltrafa
humana, pero la pequeña pantalla engañaba a los españoles
presentando la habilidad de un anciano deportista a la hora de
impulsar la pelota de golf.
A la vuelta del verano un suceso inesperado
y trágico convulsionó a la ciudadanía, ya muy aturdida por tantos
acontecimientos sobrevenidos a lo largo del año. La explosión de
una bomba en una cafetería en la calle del Correo de Madrid, frente
a la Dirección General de Seguridad, causó una docena de muertos,
entre ellos una joven estudiante. La imagen de su cuerpo inerte en
brazos de un hombre que había corrido a prestar sus auxilios
conmocionó las conciencias de los ciudadanos. El atentado iba
dirigido contra la policía, pues muchos de sus miembros
acostumbraban a tomar el aperitivo en dicho bar, pero la mayoría de
las víctimas fueron civiles. El ataque terrorista fue
inmediatamente atribuido a ETA, aunque se descubrieron en él
oscuras o ficticias conexiones con algunos miembros del partido
comunista. La presencia entre los sospechosos de Genoveva Forest,
intelectual de izquierdas casada con Alfonso Sastre, uno de los más
reputados y famosos autores teatrales españoles, conmovió las filas
de la oposición, que siempre había rechazado el uso de la
violencia. Santiago Carrillo se apresuró a expulsar de su formación
política a cuantos tuvieran la más mínima relación con los hechos y
condenó taxativamente la acción. El franquismo, por su parte, se
aprestó a utilizar a fondo los aspectos propagandísticos de un
drama que había impresionado profundamente a la opinión. Los
cámaras de Televisión Española llamados para filmar el interior de
los domicilios de los detenidos me contaron que la policía se
dedicaba a decorar el ambiente, colocando muñecos de peluche sobre
las camas de los hijos de los supuestos terroristas, en un intento
de potenciar el dramatismo de las informaciones. Se insistía en la
pertenencia a la clase media acomodada y a los círculos
intelectuales de la mayoría de los sospechosos, tratando en todo
momento de vincular a los comunistas con el atentado.
La casualidad quiso que entre los detenidos
figurara la profesora de mis hijos, Mari Luz, inocente de todo
aquello, militante del partido comunista e hija de unos obreros del
metal exiliados en Bélgica que habían regresado recientemente a
España. Sus padres también cayeron en la redada. Me encontré así en
la extraña situación de participar de manera intensa de los hechos
desde diferentes lados de la mesa. Por la mañana recibía las
informaciones especiosas y rotundas de quienes explicaban al
milímetro los detalles del atentado y la involucración de cada uno
de los arrestados, fuera cierta o no. Por la tarde participaba de
la angustia de las familias de estos, y con mi amigo Enrique
Cavestany, cuya mujer, Begoña, era compañera de Mari Luz en la
misma escuela, organizábamos la ayuda material y psicológica que
estimábamos que necesitaban los acusados. Todo aquello me suscitaba
sentimientos muy encontrados, y me embargó una sensación difusa de
irrealidad e injusticia que me produjo una honda turbación. El
horror de los cuerpos destrozados en la cafetería Rolando se
mezclaba en las imágenes que emitíamos en la televisión con las
fichas policiales de los detenidos, muchos de cuyos rostros me eran
cercanos y hasta familiares. Pasado el tiempo y tras los juicios
que llevaron a la cárcel a Eva Forest y otros implicados, me
pareció finalmente claro que algunos comunistas habían establecido
lazos con ETA, al margen e incluso en contra de las directrices de
su partido, y que se vieron envueltos involuntaria y absurdamente
en aquel terrible drama de la calle del Correo. La decisión de
Carrillo de apartar de su partido, de forma urgente y lapidaria, a
todo el que hubiera tenido la más leve relación con los
acontecimientos le salvó no obstante del descrédito, y potenció la
imagen de su líder como uno de los protagonistas del cambio
político que se avecinaba.
Mientras tanto la controversia en el seno
del gobierno subía de tono. Franco había recuperado sus poderes a
primeros de septiembre y lo hizo de forma tan precipitada que ni
siquiera avisó de ello al príncipe. Don Juan Carlos se enteró de la
noticia justo en el momento de producirse. El 23 de ese mismo mes,
fiesta de la Merced, Pío Cabanillas visitó Barcelona y tuvo la
ocurrencia de tocarse con una barretina, el gorro típico de
Cataluña. Su fotografía de esta guisa salió al día siguiente en la
primera página de todos los periódicos. Fue entonces cuando
Victoriano Fernández de Asís entró en mi despacho con el ABC en la mano derecha y un cigarrillo en la
izquierda.
—¿Ha visto, Cebrián, al ministro disfrazado
de payés? Esto se está poniendo feo.
Fernández de Asís, don Victoriano para todos
quienes le tratábamos, era una autoridad en Televisión. Había
dirigido sus Servicios Informativos desde el comienzo de las
emisiones y gozaba de fundada fama de descreído y liberal pese a lo
frecuente de sus adulaciones públicas al régimen. Eran estas tan
untuosas que en su propia exageración disminuían la eficacia del
elogio. Amigo de Cipriano Torre Enciso, mi primer jefe en la
sección internacional de Pueblo, había
sido también colaborador habitual de la «Tercera página», su famosa
sección editorial, y era a medias respetado y temido por la mayoría
de los periodistas de la época. Al regreso del veraneo yo le había
encargado la dirección del Telediario de medianoche y él puso en
pie un proyecto revolucionario para la época, pues decidió hacer el
programa sin presentadores, solo a base de imágenes y locución en
off. El experimento fue muy criticado y
no duró mucho en antena. Años más tarde cadenas internacionales
como Sky o Euronews impusieron con éxito idéntico formato y pude
comprobar que Fernández de Asís había sido, una vez más, pionero
del medio, frente al escepticismo y hasta la chunga
generalizados.
—No crea usted que le digo en broma lo de la
barretina –insistió–. Nadie que se la ponga sale con vida de la
política española. Es letal de necesidad.
Sus palabras resultaron premonitorias.
Por su parte la oposición continuaba con una
actividad febril. En julio había sido constituida la Unión de
Militares Demócratas (UMD), que no se daría a conocer sino meses
más tarde y constituía una agrupación de oficiales y jefes del
ejército, inspirados por la revolución portuguesa y dispuestos a
evitar la continuidad del régimen franquista. En octubre se celebró
un congreso en Suresnes (Francia), donde el Partido Socialista
Obrero Español eligió como secretario general a un joven abogado
laboralista, Felipe González, que respondía al nombre de guerra de
Isidoro frente a los intentos de los líderes históricos de mantener
la dirección en el exilio. Hasta ese momento los socialistas
españoles del interior estaban representados por el propio PSOE,
cuya delegación dentro del país ostentaba el abogado Pablo
Castellanos. La actividad de este era muy limitada e incluso
confusa a ojos de cualquier observador, mientras que otro partido
socialista, liderado por el profesor Tierno Galván, hacía la
competencia al histórico. Tierno mantenía un alto prestigio y
colaboraban con él numerosos miembros del servicio exterior porque
había dado clases durante años en la Escuela Diplomática y muchos
de los que egresaron de ella decidieron unirse a su formación.
Haber sido represaliado y expulsado de la universidad, junto con
López Aranguren y García Calvo, era otro de sus distintivos de
gloria ante las nuevas generaciones. Una tercera fuerza socialista
en ciernes, esta de signo no marxista, era la Unión Socialdemócrata
fundada por Dionisio Ridruejo.
La elección de Felipe como secretario
general del PSOE anunciaba la decisión de los socialistas españoles
en el interior de hacerse más presentes en la oposición al régimen
de lo que hasta el momento habían sido. El partido tenía una muy
reducida militancia, que se concentraba sobre todo en el País Vasco
y Andalucía. Su filial sindical, la UGT, era igualmente pequeña,
pese a constituir uno de los grandes sindicatos históricos. Su
estrella palidecía ante la aguerrida penetración de Comisiones
Obreras, de obediencia comunista, en el entramado sindical
oficial.
En medio de tantos remolinos políticos,
apenas un mes más tarde de mi conversación con Fernández de Asís,
el 29 de octubre, fecha conmemorativa de la fundación de Falange
Española, Pío Cabanillas cesaba como ministro de Información. La
noticia se extendió como un terremoto: constituía la victoria de la
extrema derecha frente a los intentos de aperturismo. Los viejos
fascistas, arengados por la resurrección política de Girón de
Velasco, anunciaron con todo lujo de detalles que su programa
político para el futuro era la continuidad del franquismo sin
Franco. Las consecuencias de la defenestración de la barretinada
cabeza de Cabanillas no se hicieron esperar. Muchos de los que se
habían incorporado al gobierno atraídos por la llamarada espuria
del espíritu del 12 de febrero dimitirían de sus cargos tras el
cese del ministro. Entre ellos, el titular de la cartera de
Hacienda, Antonio Barrera de Irimo, preocupado además porque la
incapacidad evidente de Franco le había impedido tomar las medidas
necesarias para conjurar la crisis del petróleo, que estaba
arruinando las economías occidentales. Fernández Ordóñez,
presidente del INI, y Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona
abandonaron igualmente sus cargos. Pero creo que el primero de
todos en hacerlo fui yo mismo, no por otra razón sino porque de
hecho ya había dimitido varias veces antes del verano y mi
permanencia en Televisión se debía exclusivamente a mi lealtad
hacia el ministro que había «dado la cara por mí». El mismo día 29
le hice saber a Rosón que abandonaba la dirección de los Servicios
Informativos. Intentó retenerme con el argumento de que, como en
cualquier caso me iban a echar, por lo menos tendría derecho a una
indemnización cuando lo hicieran. La verdad es que deseaba tanto
irme que no habría existido motivo de ningún género que me pudiera
disuadir de ello. Renuncié gustoso a la indemnización por despido
de un año de mi sueldo y el día 30 por la mañana reuní a mis
colaboradores para anunciarles mi marcha. Recuerdo su cara de
sorpresa y comprensión a un tiempo, y el abrazo discreto de mi
subdirector Mauro Muñiz, un asturiano socarrón y listo, buen
escritor, muy querido entre los periodistas de la época, cuyas
ideas liberales chocaban con su talante humano conservador. Un día
me confesó que le gustaba vivir cerca de una casa cuartel de la
Guardia Civil, como garantía para la seguridad de su familia.
Todavía evoco muy vívidamente el sentimiento
de liberación que tuve cuando anuncié mi partida, cerrando así
cualquier especulación y evitando toda presión que me obligara a
quedarme. Es la única vez en mi vida que he dimitido de algo. Lo
hice porque de hecho ya estaba convencido del error de haber
aceptado el puesto y, sobre todo, porque durante aquellos ocho
meses había podido comprobar por mí mismo hasta qué punto el
régimen de Franco moriría con el dictador y era impensable pensar
en una democratización ordenada del sistema. También había sufrido
el martirio de trabajar para una empresa que se comportaba como una
rama de la administración y en la que las trabas burocráticas eran
de tal naturaleza que imposibilitaban cualquier iniciativa o
creatividad. Recogí los pocos bártulos personales que guardaba en
mi despacho y abandoné Prado del Rey en medio de un sentimiento
desbordante de felicidad. Al llegar a mi domicilio me esperaba la
familia alborozada en torno a una mesa presidida por una enorme
tarta con muchas velas encendidas. Solo entonces caí en la cuenta
de que en esa misma fecha cumplía yo treinta años.
Al día siguiente cené en un restaurante de
lujo con Pío Cabanillas y Juan José Rosón. Al ágape se sumaron los
militares del Servicio de Inteligencia, Monzón entre ellos, que
hacían de enlace con Televisión Española. Cuando Pío entró en el
comedor, la mayoría de los clientes se levantó y prorrumpió en
aplausos. Era impensable que ninguno de los presentes perteneciera
a partidos de izquierda o de oposición, y aquella muestra
espontánea de adhesión al ministro destituido me pareció una
evidencia más de que la base social del franquismo había comenzado
a retirar su apoyo al régimen. Durante la cena Rosón dijo que había
intentado disuadirme respecto a mi dimisión, pero los militares
comentaron que había hecho bien en irme. «Total, te iban a echar de
todas formas.»
Pedí enseguida nueva audiencia con el
príncipe. Me parecía normal que si había ido a verle al recibir mi
nombramiento, le visitara para explicar los motivos de mi renuncia.
Me atendió en el palacio de la Quinta, un antiguo pabellón de caza
de los Borbones habilitado como sede temporal de su despacho
mientras se hacían arreglos en la Zarzuela. Tuvimos una
conversación larga, la primera en la que recuerdo haber dialogado
sin ningún tipo de cortapisas con don Juan Carlos. Estaba indignado
por la manera como le habían otorgado y retirado los poderes de
jefe de Estado. Se sentía tratado como un pelele. Comentamos la
volatilidad de la situación política habida cuenta de la enfermedad
de Franco y lo probable de su cercana muerte. Le pregunté por las
relaciones con su padre, que me dijo que eran buenas, y me narró
algunas vicisitudes personales que había vivido su familia desde el
exilio de Alfonso XIII. «Estoy muy agradecido a los Botín –señaló–,
se portaron muy generosamente con nosotros.» Luego hablamos del
futuro, de quiénes serían los hombres en los que habría de apoyarse
cuando subiera al trono. ¿Fraga? ¿Areilza? «Ninguno de los dos –me
dijo enfático–. A ver si se van a creer estos que me van a estar
diciendo todo el rato lo que tengo que hacer.» Le insistí en que mi
breve paso por Televisión me había servido para comprobar que era
imposible que el franquismo se democratizara y estaba claro que,
cualquiera que fuera el devenir de los acontecimientos, el régimen
moriría con su titular. Al despedirnos me abrazó con su gran
humanidad y me pidió que siguiéramos en contacto.