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Un espíritu burlón

 

La fotografía de Franco roto en sollozos durante el funeral de su amigo y colaborador, el presidente asesinado, resultó una expresiva prueba de su incapacidad senil y convenció a propios y extraños de la necesidad de prepararse para un cambio. Los acontecimientos habían puesto de relieve la debilidad del poder, lo frágil de sus servicios de inteligencia, la desorientación del régimen y la falta de conexión de este con la sociedad española, que reaccionó entre la prudencia y el miedo, emitiendo numerosos signos de que no estaba dispuesta a ningún tipo de experiencia revolucionaria o traumática. La impresionante imagen del joven príncipe presidiendo el sepelio del almirante, cuyo oficio religioso se encargó al cardenal Tarancón, obispo de Madrid y primado de España, proyectó un símbolo del futuro. Alto y erguido, con un chaleco antibalas bajo la guerrera, don Juan Carlos y el obispo soportaron en silencio los gritos de los ultraderechistas, nostálgicos de la Falange Auténtica y del nacionalcatolicismo. «Tarancón al paredón», bramaban furibundos. El prelado se había distinguido por sus actitudes liberales, fruto en gran medida de la positiva influencia que ejercía sobre él su principal asesor y vicario de la diócesis, el jesuita José María Martín Patino. Las muestras de rechazo a la jerarquía católica por parte de las huestes franquistas no hacían sino poner aún más de relieve el creciente distanciamiento entre el régimen y las sotanas, lo que, habida cuenta de la historia patria, era síntoma inequívoco de la debilidad de aquel.
El nombramiento de Arias Navarro como presidente del gobierno dejó perpleja a mucha gente. Era persona de toda la confianza del Caudillo y su familia, pero también el titular del Ministerio del Interior con el gobierno Carrero, por lo que se le hacía responsable directo de los fallos de seguridad que habían propiciado el magnicidio. Su designación no constituyó tanto una decisión política como una estrategia dirigida por la familia del tirano, destinada a proteger antes que nada su entorno particular. Por eso sorprendió su discurso de toma de posesión ante las Cortes el 12 de febrero de 1974. Manifestó deseos de emprender una etapa de apertura ligeramente democratizadora, que aventuraba un proyecto de futuro para cuando Franco no estuviera en la jefatura del Estado. Tuve ocasión de conocer las líneas generales de aquel texto antes de que se pronunciara porque uno de sus amanuenses, Gabriel Cisneros, me citó a desayunar la mañana misma del acto para explicarme su significado. Cisneros pertenecía a los falangistas más o menos modernizadores que no asumían que el Movimiento fuera un remedo del fascismo y pensaban que la Falange, como tal, respondía a un intento progresista de carácter cristiano y patriótico. Acostumbraban a mirarse a sí mismos como socialdemócratas y evocaban con frecuencia los debates relativamente amistosos entre José Antonio Primo de Rivera y el líder socialista Indalecio Prieto durante la campaña electoral que dio la victoria al Frente Popular en 1936.
Gabriel Cisneros ocupaba un alto cargo cercano al ministro de la Presidencia, cuyo titular era un personaje cetrino y casi secreto, el profesor Carro, de talante más liberal de lo que anunciaba su tenebroso aspecto. Eso hizo que llamara también como colaborador a Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona, compañero mío en la universidad y una de las mentes más lúcidas de la incipiente derecha española democrática. Cisneros me explicó que pese a que Arias podía parecer un individuo detestable, un auténtico cocodrilo, había decidido apoyarse en un pequeño sector aperturista del gobierno, simbolizado entonces por el ministro de Información, Pío Cabanillas. El discurso que el presidente se aprestaba a pronunciar marcaría, en su opinión, el comienzo de una evolución política del régimen que lo encaminaría a algún tipo de experimento democrático. Quisieron hablar conmigo porque Informaciones se había convertido en un periódico influyente entre la disidencia y los opositores al régimen, y deseaban que el gesto fuera valorado en su ajustada medida. Aunque yo solo era subdirector del diario, de hecho marcaba en gran medida la línea editorial, y además firmaba una columna política bajo el título genérico de «En este país» que trataba oníricamente de emular la influencia social de Larra, uno de mis mitos perdurables en el universo del periodismo español. Además compaginaba mis tareas en el diario con la dirección de Gentleman, una revista mensual que había lanzado meses atrás con Ignacio Camuñas, él como editor y yo como director.
Gentleman quería ser un intento de magazine para hombres, una mezcla entre Playboy y Esquire a la española, en la que convivían el hedonismo y la política. Dirigida a las élites, contaba con un nutrido elenco de colaboradores de gran calidad y defendía una línea abiertamente democrática. Tan evidente era esto que el primer número fue secuestrado por el gobierno. El motivo: una entrevista con don Jaime de Borbón, hermano mayor de don Juan y tío carnal del príncipe Juan Carlos, firmada por un famoso periodista monárquico, Julián Cortés Cavanillas, con el que había trabado excelente amistad después de que acompañáramos a los príncipes en el primer viaje oficial que realizaron a Japón. En el reportaje, el hijo sordomudo de Alfonso XIII parecía no estar dispuesto a renunciar a la línea dinástica que él encarnaba, en beneficio de su primogénito don Alfonso. Como la tirada estaba impresa íntegramente cuando nos llegó la noticia del secuestro, Camuñas y yo nos vimos obligados a negociar la manera de salvar los muebles. Si no podíamos poner los ejemplares a la venta probablemente tendríamos que cerrar, pues no contábamos con financiación suficiente. Al final acordamos distribuirlos arrancando las páginas prohibidas, con lo que se hizo evidente la bárbara actitud censora del ministerio. Como siempre sucede en estos casos, la agresión funcionó casi como una operación de marketing, y ayudó sobremanera a que se multiplicaran las ventas.
La decisión de editar Gentleman la tomamos en la primavera de 1973, cinco años después de que Camuñas hubiera puesto en marcha la editorial Guadiana, en la que yo colaboraba. El primer libro que publicamos se tituló El pentagonismo, y estaba firmado por el ex presidente de la República Dominicana don Juan Bosch, destituido del poder tras la invasión americana de la isla. Yo le había conocido en una conferencia que dio en la sede de Pueblo, invitado por Emilio Romero y presentado por Enrique Ruiz García, el Enriquito del contubernio de Munich. En el acto, a rebosar de público, eran mayoría los militares de alta graduación y prebostes del franquismo. Me llamó la atención que un político cercano al marxismo y obligado a exiliarse para huir de la brutalidad del imperio yanqui fuera tan bien acogido por el establishment español. Lo atribuí al antiamericanismo profundo que anidaba en las clases dirigentes de nuestro país.
Bosch apoyó la Revolución cubana, presidió el Tribunal Russell y participó en cuantos congresos antiimperialistas tuvieron lugar en los años setenta. Tenía la firme convicción de que los males latinoamericanos eran fundamentalmente culpa de la esquizofrénica relación de los Estados Unidos de América con lo que la Casa Blanca consideraba el patio trasero del imperio. La guerra de Vietnam acrecentó su rechazo a las políticas de Washington, y su pensamiento se deslizó hacia el marxismo teórico. Algunos de sus amigos o conocidos políticos, como Haya de la Torre, fundador del APRA peruano, se consideraban igualmente marxistas, lo mismo que quien fue primer alcalde de Madrid por el PSOE, Enrique Tierno Galván. Pero todo en los escritos de Bosch, e incluso en su acción como agitador y conductor de masas, apunta a identificarle como un demócrata de los pies a la cabeza. Su peripecia vital fue la de alguien enamorado de la libertad y obsesionado por la lucha en pro de la justicia social y contra las desigualdades. No fuimos pocos quienes en los años sesenta y setenta padecimos por idénticos motivos el sambenito de ser considerados comunistas.
Después de aquel encuentro, Camuñas y yo viajamos a Benidorm, donde había establecido su residencia Bosch, para solicitarle alguna obra suya. Nos entregó un folletito que recogía una reciente comunicación a un congreso internacional y que prácticamente no se había difundido. Fue una negociación breve, aunque aleccionadora. Inicialmente don Juan se mostraba receloso por boca de Ruiz García, pero la resistencia de ambos se derrumbó cuando Ignacio sacó una chequera y extendió un talón por cien mil pesetas como adelanto por los derechos editoriales. Con un prólogo y unas correcciones de última hora, aquel folleto se convirtió en la primera obra publicada por la editorial Guadiana. Constituía todo un alegato contra la política imperialista de los Estados Unidos, sometida en su opinión al complejo militar-industrial que había denunciado ya el presidente Eisenhower. A raíz de aquel encuentro comencé a frecuentar a Bosch en sus desplazamientos a Madrid, me interesé por su literatura y, sobre todo, por su ideario político. Admiré de él su lucidez intelectual y su extensa cultura. No tuvo miedo en llamar a las cosas por su nombre y luchó con coraje por un mundo más justo y pacífico. Nos ofreció un ejemplo de honestidad y coherencia en un ambiente destruido por la corrupción.
En Gentleman publicamos algunos documentos interesantes. En el primer número de la revista, el que se distribuyó con varias páginas seccionadas, había una entrevista mía con Antonio Tovar, por entonces catedrático de Lingüística Clásica en la Universidad de Tubinga. Disfrutábamos de una estrecha relación, debido entre otras cosas a que su hija Chelo estaba casada con un hermano de mi mujer, Gema Torallas. Manteníamos una correspondencia regular y extensa, en la que comentábamos los acontecimientos políticos y culturales del momento. Sus declaraciones en Gentleman eran un alarde de honestidad intelectual y política, una especie de confesión en la que el intelectual explicaba por qué le había deslumbrado el nacionalsocialismo durante su estancia como estudiante en Alemania. También comentaba su experiencia como integrante del equipo de traductores que asistió a Franco durante su entrevista con Hitler en Hendaya. Sobre este tema dialogamos en muchas ocasiones. Él quería destruir la leyenda, impostada por la propaganda franquista, de que el dictador español había hecho esperar adrede a Hitler durante largo tiempo en la estación de Hendaya para ponerle nervioso antes del encuentro. En realidad el tren en el que viajaba el Caudillo marchaba muy lentamente, y el único nervioso era Franco. Se paseaba agitado y confuso por el vagón, protestando porque la locomotora no podía ir más deprisa, despotricando contra los maquinistas y consultando a cada minuto el reloj.
Otra memorable pieza de Gentleman fue una larga entrevista con Manuel Fraga, embajador a la sazón en Londres, y que titulé «Un animal político». Pasé un día entero con él en la ciudad del Támesis, acompañándole a todas sus actividades, y procuré reflejar fielmente su abrumadora agenda, en la que podía llegar a asistir a tres almuerzos y dos cenas diarias con tal de hacerse omnipresente. El reportaje le gustó mucho y acostumbraba a tener un buen número de ejemplares en su despacho londinense, para entregar una copia a sus visitantes. Apreciaron mi escrito tanto los que amaban a Fraga como quienes le detestaban, con lo que llegué a la conclusión de que efectivamente había sido capaz de reflejar fielmente su descabellada personalidad.
Después de aquello mantuve un contacto relativamente frecuente con el ex ministro, a quien algunos consideraban ya pieza clave para organizar el futuro del posfranquismo. En cualquier caso la entrevista me hizo ganar prestigio entre los comentaristas políticos, y a eso respondía también la insistencia de Gabriel Cisneros en explicarme el significado del discurso de Arias. Las palabras de este causaron no poco revuelo en la opinión y alguien bautizó su ideario como «el espíritu del 12 de febrero». La oposición democrática templada se dejó seducir por ese aliento, que venía acompañado de promesas para aprobar una ley de asociaciones y otra que permitiera la libertad sindical. Personajes de adscripción democrática fueron convocados para ocupar distintas responsabilidades políticas. El más relevante de todos ellos resultó ser Francisco Fernández Ordóñez, que asumió la presidencia del Instituto Nacional de Industria, al que se incorporó también como jefe del Servicio de Estudios Miguel Boyer. Aunque la sinceridad de las propuestas era difícil de creer, muchos albergaban la convicción de que al menos permitirían relajar los resortes represivos del régimen. La presencia de Cabanillas en el gobierno parecía decisiva al respecto, y una de las pruebas de la anunciada apertura era la revolución que se aprestaba a hacer en la televisión pública, la única existente en la España de entonces. Nombró director general de esta a Juan José Rosón, antiguo jefe del sindicato del espectáculo y muñidor de la victoria de Massiel en el festival de Eurovisión de 1968, después de que Serrat abandonara por haberle prohibido cantar en catalán. Rosón, que sustituyó en el cargo a Adolfo Suárez, considerado entonces una especie de delfín del almirante Carrero, convocó en torno suyo a un grupo de profesionales con prestigio. Como subdirector general puso a José de las Casas, periodista con gran autoridad entre sus colegas, y de director de la empresa a Fernando Gutiérrez, antiguo agregado de prensa en diversos destinos en el extranjero, principalmente en Bruselas durante la etapa de Alberto Ullastres como embajador ante el Mercado Común. Fernando era un fino intelectual, lector impenitente, bibliófilo experto y admirador de la cultura europea. Ignoro si fue él o el propio Rosón quien llamó para ocupar la dirección de programas a Narciso «Chicho» Ibáñez Serrador, el más popular y conocido de los productores de televisión de la época. La decisión, aplaudida por tirios y troyanos, contribuyó de forma decisiva a transmitir el mensaje de que las cosas estaban cambiando.
Chicho se había hecho famoso por una larga serie de éxitos entre los que descollaba el concurso Un, dos, tres, pero recientemente había causado gran impresión un programa sarcástico que hizo sobre la televisión misma. En él una serie de esculturas de desnudos aparecían tapadas por la censura con gruesas frazadas antes de que la mano liberadora del autor las despojara de sus velos. Podría pensarse que se trataba de una sátira contra la decisión de la alcaldesa de Santander, una católica señora de tan refinado erotismo que no tuvo mejor ocurrencia que la de ocultar con pesados velos las cariátides en cueros de la plaza Porticada. Pero la escena era en realidad una mofa acerca de la presencia del chal en los estudios de la televisión pública, institucionalizada durante la época de Gabriel Arias Salgado como ministro de Información. Retrógrado como pocos, este caballero había dirigido la propaganda del régimen durante más de una década haciendo gala de su integrismo católico y sus represiones sexuales. Preocupado por que los españoles que contemplaran la pequeña pantalla pudieran ver excitada su libido, había ordenado que siempre estuviera disponible en los estudios un rebozo o pañuelo, a fin de tapar el escote de las cantantes, invitadas o actrices si a juicio del censor de turno, presente en el plató, enseñaban demasiado el canalillo. El chal era toda una institución y solía reposar en el respaldo de alguna silla junto a los focos, en espera de una teta demasiado insinuante, merecedora de ocultarse al lascivo mirar de los televidentes. Con la llegada de Chicho sería enterrado en el baúl de los recuerdos.
Un par de días después del discurso de toma de posesión de Arias Navarro, Juan José Rosón me ofreció hacerme cargo de los servicios informativos de la televisión pública. Me sorprendió la sugerencia, pues apenas meses antes me había hecho la misma oferta el anterior equipo directivo y ya había expresado mi negativa. No obstante, esta vez, al rebufo del espíritu del 12 de febrero, dije que lo pensaría. «Pero no por mucho tiempo», me espetó mi interlocutor. Fernández Sordo, amigo de mi padre y ministro de Relaciones Sindicales en el nuevo gobierno, y Pío Cabanillas fueron quienes decidieron tentarme de nuevo con una experiencia profesional que a todas luces comenzaba a ser atractiva para mí, aunque solo fuera por el empeño que a esas alturas parecía tener todo el mundo en que dirigiera la información en TVE. Suponían que nombrándome habrían de transmitir otro rasgo de modernidad al programa gubernamental. Por un lado, aunque joven, yo era un periodista ya con bastante experiencia, amén de que tenía buenos contactos con los sectores liberales y democráticos; por otro me miraban como al hijo de Vicente, una especie de enfant terrible de la situación, díscolo frente al poder pero incapaz de alinearse con tesis revolucionarias o subversivas. En definitiva, me consideraban un posibilista burgués que podría ayudarlos a hacer la apertura prometida. Quizá no estuvieran muy descaminados en su juicio, pero mi ánimo se turbó enormemente ante la oferta. Me apetecía un cambio, llevaba ya seis años en Informaciones y, aunque gozaba allí de gran independencia y capacidad de acción, la sola idea de poder estar al frente de un medio tan poderoso como TVE me atraía sobremanera. Por otra parte no me acababa de fiar de las promesas de Arias, y no quería que nadie creyera que estaba dispuesto a colaborar con la dictadura. Consulté el tema con algunos amigos que me animaron a aceptar, pero solo tomé la decisión después de hablar con mi cuñado José Miguel Torallas, Payel, yerno de Antonio Tovar y a la sazón militante del partido comunista. «Yo no lo dudaría ni un minuto –me dijo de inmediato–. Cómo se ve que no eres de los nuestros. Franco se va a morir pronto y en circunstancias como esta hay que ocupar los sitios clave.» Tras el comentario me sentí absuelto del pecado de colaboracionismo, llamé a Rosón y le dije que estaba dispuesto a subirme al tren.
El tema me costó un distanciamiento, que acabó en práctica ruptura, con uno de mis mejores amigos, Guillermo Medina, periodista sevillano que había colaborado con la Democracia Cristiana y al que yo había incorporado como director del Servicio de Documentación de Informaciones. Era un peso pesado de la profesión y me debía, entre otras cosas, el favor de haberle enviado a mediados de los años sesenta a Chile como redactor jefe de la agencia de noticias Interpress Service. Fundada por un antiguo asesor de prensa de Aldo Moro, Roberto Savio, había sido subvencionada por los partidos democristianos italiano y alemán, y fue muy activa en la campaña electoral que llevó a Eduardo Frei Montalva al poder en el país andino, bajo el eslogan de «Revolución en libertad». El equipo de Cuadernos, en particular Óscar Alzaga y el propio Gregorio Peces-Barba, había contactado con Savio durante un viaje a Florencia, invitados por el alcalde de la ciudad, Giorgio Lapira, líder del ala izquierdista de la DC italiana. Como corolario de su encuentro Savio les dijo que necesitaba un corresponsal en España y me ofrecieron serlo, cosa que acepté de inmediato. Meses más tarde, tras la victoria de Frei, Roberto se presentó en Madrid y me sugirió que me pusiera al frente de la agencia en Santiago de Chile, donde iban a abrir la central latinoamericana subvencionados por el nuevo gobierno. Yo acababa de salir de una hepatitis que me había tenido meses en cama; estaba a punto de ingresar en el servicio militar e, incluso, de casarme; además me encontraba a gusto en mi trabajo en Pueblo. De modo que decliné la oferta, pero ante la insistencia de Savio en la necesidad de enviar a alguien cuanto antes sugerí el nombre de Guillermo, que tuvo oportunidad de abrir la agencia en varios países del subcontinente americano. De regreso a España se incorporó al equipo de Informaciones.
Un año antes del asesinato de Carrero, Guillermo fue contratado por cierto editor que quería poner en marcha una revista. «Acabo de conocer a una persona interesante –me dijo una tarde mientras jugábamos al billar eléctrico en el bar en que solíamos reunirnos cerca de la sede del periódico–. Su nombre es Jesús Polanco y me ha ofrecido la dirección de un boletín mensual que se llama Aduanas. Quiere que a partir de ahí pongamos en marcha una publicación de signo económico.» Fue la primera ocasión en que oí hablar de Polanco. Guillermo se enroló en el trabajo y enseguida puso en la calle la revista deseada, con el título de Contrapunto. Al poco de salir esta, dos de sus redactores, casi la mitad del equipo, fueron detenidos por la policía acusados de conspiración terrorista. Lola Galán y su marido, José Catalán, eran compañeros de un buen número de amigos nuestros y habían sido acusados junto con otro colega, Manuel Blanco Chivite, de preparar acciones terroristas. A este le intervinieron una bolsa de deportes llena de balas y fue a parar con sus huesos en la cárcel. El matrimonio Catalán, puesto en libertad bajo fianza, aprovechó para fugarse y pedir asilo político en Albania, donde Enver Hoxha gobernaba aplicando las reglas del más estricto estalinismo. Corrieron rumores sobre la actitud de Medina en el incidente y algunos le acusaron de haber delatado a los detenidos. Él siempre lo negó. Guillermo era además amigo de Marcelino Oreja, que ocupaba la subsecretaría del ministerio con Cabanillas. Poco antes de que me encargaran a mí la dirección de informativos de TVE, Oreja le había hecho similar ofrecimiento de forma no oficial y dio por sentado que sería el elegido para el cargo. Al verse desplazado, y pese a mi nula responsabilidad en ello, se enfriaron nuestras relaciones. El incidente puso por otra parte de relieve que Oreja no gozaba de la confianza del ministro, cosa que pude comprobar en numerosas ocasiones.
Antes de mi toma de posesión en TVE me llamó Cabanillas a su despacho, primorosamente decorado por un arquitecto italiano a encargo de su predecesor Sánchez Bella. «Parece una garçonnier», me dijo divertido y procedió a ilustrarme de nuevo sobre el significado del espíritu del 12 de febrero. En cuanto a mí, me habían elegido porque querían liberalizar la información en la televisión pública, que se dieran en ella las mismas noticias que en los periódicos, aun si resultaban incómodas para el gobierno, pues la tele no podía seguir transmitiendo a los españoles una imagen apartada del mundo real. Convencido del propósito, pensé que en todo caso debía seguir marcando distancias con el régimen franquista y que nadie interpretara mal mi aceptación. Llamé por eso al secretario del príncipe y le pedí audiencia con don Juan Carlos, que me recibió enseguida. Tuvimos una conversación cordial en la que le expliqué las razones por las que finalmente había aceptado el puesto. Yo abominaba del régimen, pero creía que se avecinaba un cambio político en España y que él lo iba a protagonizar. Pensaba que era bueno que determinados lugares clave no estuvieran ocupados en aquellos momentos por la ultraderecha, cada vez más amenazante. Me consideraba un demócrata que no aspiraba a otra cosa que a la creación de un sistema de libertades equiparable a los de nuestros vecinos europeos, y aunque mis convicciones eran republicanas pensaba que la corona podía jugar un papel decisivo en ello.
La decisión de visitar a don Juan Carlos no fue fortuita. Le había conocido con motivo de aquel primer viaje a Japón en 1973. Los periodistas que cubrimos informativamente el evento viajamos en el mismo avión que los príncipes, lo que nos permitió entablar con ellos frecuentes diálogos informales. En cierta ocasión alguien manifestó su interés por los planes de don Juan Carlos el día que asumiera el trono. Contestó con celeridad, ante más de una docena de personas: «Quiero una monarquía a la danesa, con un primer ministro socialista capaz de proclamar a Margarita como nueva reina». En 1972, el socialdemócrata Jens Otto Krag había entronizado a la soberana poco antes de lograr la inclusión de su país en la Comunidad Europea. La imagen de aquella joven y bella treintañera, aclamada ante las puertas de palacio por el pueblo danés, tan desinhibido entonces a los ojos del español medio, resultaba envidiable para cualquiera que deseara un proceso democrático en España. Como las familias reales europeas tendían a practicar una endogamia galopante, la reina Margarita era cuñada del rey Constantino de Grecia, hermano a su vez de la entonces princesa Sofía. Poco después de que en Copenhague se celebraran los fastos de la coronación, Constantino fue destronado por los mismos militares a los que había entregado el poder. Forzado a exiliarse, se instaló en el hotel Claridge's de Londres, con su familia y algunos cortesanos, a la espera de recuperar el trono, ocasión que nunca le llegó. Un día, al entrar en el vestíbulo del hotel londinense, me encontré allí sentado a don Juan Carlos y me acerqué a saludarle. «Estoy aguardando a mi cuñado», explicó. Sin duda el exilio de Constantino tenía que pesar en la evocación del entonces príncipe de España sobre las relaciones entre las monarquías y el socialismo. Habría de valorar en su fuero interno experiencias tan distintas, y tan cercanas en el tiempo, sobre el papel de la corona en los países nórdicos y en la Europa meridional.
Me despedí del equipo de Informaciones y tomé un breve descanso en Alicante con la familia, después de fijar la fecha de mi incorporación a Televisión Española para finales de febrero. El día antes de que esta se cumpliera me llamó el subdirector general José de las Casas a su despacho. Con gesto sombrío explicó que algo se había cruzado en mi camino y que no podía asumir el puesto. Me acusaban de ser un comunista infiltrado o algo parecido. Ellos sabían que no era cierto, pero había mucha tensión interna en el gobierno y mi nombramiento no era aceptado por todos. No me enfadé mucho, porque mi entusiasmo por el cargo era limitado. Comprendí, eso sí, que lo de la apertura política no resultaría tan sencillo como me lo habían descrito, di las gracias por haber querido depositar su confianza en mí y regresé al periódico, dispuesto a volver a ocupar mi silla de subdirector si la empresa me aceptaba. No duró mucho el intento. A las pocas horas me citó Juan José Rosón para decirme que todo estaba arreglado y que ya me podía incorporar, pero necesitaba cubrir un requisito: escribirle una carta al presidente del gobierno en que le expresara mi lealtad a su proyecto político. Entre otros argumentos utilizó unas recientes palabras de Ruiz-Giménez que apoyaban la apertura, y algunas declaraciones suyas anteriores en las que mostraba respeto para con la figura del dictador. Escribí la misiva en el antedespacho del director general, cuidando el texto, tratando de complacer los deseos de Rosón sin necesidad de decir nada que yo no pensara. Al caer la tarde me comunicaron que la carta no era suficiente. Tenía que ser explícito en alguna mención positiva respecto al régimen. Me negué en rotundo, dije que no firmaría nada contra mis ideas y decliné el ofrecimiento de incorporarme. El ministro llamó entonces a mi director en el periódico, Jesús de la Serna, para pedirle que me presionara. Había dado la cara por mí ante el presidente del gobierno, había amenazado incluso con dimitir si yo no era nombrado, no podía admitir que un cargo tan relativamente bajo en el escalafón como el de director de los Servicios Informativos de Televisión no fuera decidido autónomamente por él, y había ganado la batalla. «Sería un desastre que Cebrián no viniera ahora.» Jesús me pidió, en realidad casi me ordenó, que aceptara y, aunque yo me resistía, acabé cediendo. Cuando nos dimos un abrazo de despedida me dijo en plan sentencioso: «Recuerda que el capitán del barco come siempre solo en su camarote». No lo he olvidado nunca.
Faltaba, no obstante, el último requisito. Rosón seguía reclamando la carta que yo debía dirigir a Carlos Arias. El 27 de febrero, a la hora del desayuno, quedamos para discutirla en la barra de la cafetería de un hotel. Sacó de su bolsillo un papel plegado en cuatro y me lo enseñó. Era en gran medida el mismo texto antes redactado por mí, pero alguien había incorporado una explícita alusión al régimen que me repugnaba. Concretamente cuando yo hablaba de «… lograr una realidad progresiva para España…» se cambió la palabra «realidad» por «continuidad» y añadieron una frase en el sentido de que dicha continuidad asumiera «… sin reservas los logros de la obra de Franco…». Otra vez me negué a firmarlo.
—No puedes hacerlo –insistió él–, ya está todo arreglado, esto es solo un formalismo, no te compromete a nada y lo importante es la tarea que tenemos por delante.
—Déjame un tiempo para pensarlo –solicité.
Pero no había tiempo posible. La presión era insoportable para todos y mi incorporación se había convertido en un símbolo de la fortaleza de Cabanillas en el equipo de gobierno. Mirando interiormente para otro lado, tomé el papel y estampé mi rúbrica allí mismo. Regresé a mi casa con un nudo en el estómago, sabedor de que había cometido una equivocación. No solo por firmar la carta, que ni respondía a lo que yo pensaba ni tampoco a lo que hubiera estado dispuesto a aparentar llegado el caso, sino sobre todo por aceptar finalmente el puesto.
El 2 de marzo de 1974 entré en la redacción de Televisión Española y me dirigí a mi nuevo despacho. Era mediodía y estaban terminando de preparar la emisión del Telediario. La noticia principal consistía en la ejecución del activista político Salvador Puig Antich, condenado a muerte por el asesinato de un policía en Barcelona. En los monitores de la sala de producción se repetían una y otra vez las imágenes del reo. Ni el mínimo atisbo de objetividad. Solo propaganda y justificación de lo que constituía un execrable crimen perpetrado en nombre de la justicia. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. «¡Vaya sitio al que he venido a parar!», pensé.
El recibimiento de mis colegas y, desde ese momento, subordinados fue más bien frío, hostil en ocasiones. La redacción estaba absolutamente desmotivada. Muchos me criticaban porque no había trabajado antes en el mundo audiovisual y alegaban que mi ignorancia redundaría en perjuicio de los programas. Algunos viejos amigos, con tradición en la empresa, vinieron en mi auxilio durante los primeros días. Me pareció de justicia tratar de incorporar a Guillermo Medina como segundo mío, pero se mostraba reacio y los gerifaltes del ministerio tampoco lo facilitaban. Les parecía alguien demasiado cercano al subsecretario Oreja y de ninguna manera iban a permitir que hubiera cortocircuitos de ese género, de modo que abandoné el empeño. Chicho me recibió con entusiasmo y Fernando Gutiérrez me prestó todo su apoyo, lo mismo que yo a ellos. Lo íbamos a necesitar desde el primer día.
Tras lo accidentado de mi llegada a Prado del Rey comprendí que tenía que darme mucha prisa si quería que las cosas cambiaran. El gobierno se hallaba dividido entre aperturistas y falangistas nostálgicos. Estos, representados fundamentalmente por el ministro de Trabajo José Utrera Molina, reivindicaban un regreso a los orígenes del régimen como respuesta al desafío del magnicidio cometido por ETA. Los comentaristas de prensa los llamaban «el búnker» y los patrocinaba José Antonio Girón de Velasco, un antiguo pistolero fascista encumbrado por el dictador en los años cincuenta al puesto que ahora ocupaba Utrera. Girón había construido el sistema de la Seguridad Social tras la Guerra Civil, y eso le valió por algún tiempo popularidad entre las clases bajas. Fiel representante de la dialéctica de los puños y las pistolas, tenía toda la apariencia de un capo sindical metido a político. Las tapias de su palacete, construido en primera línea de playa en Fuengirola, cortaban el paseo de los bañistas invadiendo con descaro el dominio público, en demostración del estilo bananero de la política que él practicaba. Tras la muerte del almirante había vuelto a la vida pública utilizando un periódico de la extrema derecha, El Alcázar, para hacer valer sus posiciones. Como miembro que era del Consejo del Reino y veterano líder de Falange, la voz del león de Fuengirola, según le apodó la prensa, era más temida que escuchada. El ideólogo oficial de la extrema derecha, Blas Piñar, le ayudaba a iluminar con siniestro ingenio sus eyaculaciones verbales.
La primera prueba de fuego que tuve que enfrentar recién llegado a televisión fue el llamado caso Añoveros. Este obispo de Bilbao, al rebufo de las esperanzas suscitadas por el espíritu del 12 de febrero, había publicado ese mismo mes una pastoral, de lectura obligatoria en todas las iglesias de la diócesis, en defensa del derecho del pueblo vasco a su identidad. Añoveros se había distinguido ya por pronunciar homilías en euskera y amenazar con la excomunión a policías acusados de torturas y sevicias contra los activistas de ETA detenidos. Presionado por el búnker, la respuesta del presidente Arias a la pastoral fue decretar de manera preventiva el arresto domiciliario del prelado y su ayudante, el vicario Ubieta, con la inmediata intención de expulsarlos de España. El gobierno envió incluso un avión que esperaba en el aeropuerto de Sondika para conducir al destierro a los prelados. El escándalo fue monumental. El cardenal Tarancón hizo explícito que si se ejecutaba el extrañamiento él mismo excomulgaría a todo el gobierno, con Franco a la cabeza.
El corresponsal de TVE en Bilbao, Ismael López Muñoz, tuvo acceso directo a Añoveros desde el primer momento. Durante aquellos días él y el representante de Informaciones, Jesús Ceberio, me telefonearon cada mañana desde la sede episcopal misma para darme el parte de cuál era la actitud del prelado, siempre dispuesto a rechazar las órdenes del poder político, pero opuesto a realizar ningún tipo de declaración. Yo a mi vez transmitía a Rosón las opiniones del obispo y la situación que se vivía en su entorno, pues el gobierno no tenía comunicación directa. La amenaza exhibida por Tarancón surtió los efectos deseados y en un consejo del gabinete celebrado el 8 de marzo Franco intervino para echar una especie de reprimenda a su primer ministro, obligándole a retirar las órdenes de arresto y expulsión. Esa misma tarde el obispo abandonó su sede en Bilbao, llamado a Madrid por el cardenal primado. Al subirse al coche que lo transportaría a la capital, las cámaras de televisión lo mostraron tocado con una inmensa txapela, prenda que había usado desde muy joven de acuerdo con la tradición de su tierra. La imagen del cura rebelde luciendo uno de los signos distintivos de la típica indumentaria vasca parecía un icono de los nuevos tiempos.
Aunque a estas alturas pueda parecer ridículo, la presencia de aquella boina en las pantallas fue para muchos la primera señal de que la apertura en Televisión Española había comenzado. Pero las presiones seguían siendo importantes. Después del incidente Añoveros, Tarancón se desplazó a Roma para hablar con el secretario de Estado sobre las negociaciones secretas en torno a la renovación del concordato con la Santa Sede. Envié un equipo al aeropuerto, que le hizo una entrevista de cuyo contenido guardo copia. Leída hoy produce sonrojo que me prohibieran emitirla, porque se consideraba que era una manera de exaltar la figura del cardenal. Por si fuera poco me recriminaron que no hubiera consultado arriba antes de enviar las cámaras a entrevistarle. Una de las pocas veces que tomé notas durante mi estancia en aquel puesto escribí: «Mientras el ministro pretenda dirigir TVE, esta nunca tendrá la apariencia de autonomía que él pretende». El comentario es más que explicativo del clima reinante.
Suceso similar ocurrió con otra entrevista, también censurada, con el entonces jefe del Estado Mayor, general Díez-Alegría, cuyo hermano jesuita, José María, era uno de los exponentes tempranos de la teología de la liberación en España. Quizá influido por este, el general era un hombre aperturista o al menos brillaba por su sentido común, lo que hizo que la derecha más reaccionaria tratara de apartarle de tan importante cargo. El jefe del Estado Mayor se desplazó a Bucarest para entrevistarse con Nicolae Ceausescu, entonces aliado de Occidente frente a la hegemonía comunista de la Rusia soviética. Se rumoreaba, sin fundamento aparente, que además había visto al buen amigo del sátrapa rumano Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España, y que como consecuencia de ello iba a ser destituido de su cargo. Los periodistas le abordaron en el aeropuerto a su regreso de un viaje oficial al Magreb y él se mostró bastante parlanchín sobre la posibilidad de su cese: «Creo que alguna vez todo el mundo tiene derecho al descanso». Añadió que el presidente Arias le había llamado a Túnez «pero como el viaje era corto y oficial, con una agenda de actos muy apretada, no pudieron localizarme. Luego intenté hablar con él sin conseguirlo». Declaró además que su viaje a Bucarest había sido autorizado y que «en esta clase de visitas nunca se sabe exactamente lo que se va a hacer».
Los contactos informales o semiclandestinos con Ceausescu habían comenzado años antes, desde que el príncipe había coincidido con él en las celebraciones imperiales organizadas por el sah de Persia en Persépolis en 1971. A partir de entonces hubo discretas operaciones de la diplomacia en la sombra para comunicarse con él y con Carrillo, siendo Nicolás Franco, sobrino del dictador y amigo de Juan Carlos, uno de los que oficiaron de correveidiles. Aunque Díez-Alegría nunca dijo quién le había autorizado aquel viaje, muchos supusieron que se refería al propio príncipe, no al presidente del gobierno, e imaginaban que el Caudillo se enteró a posteriori. Sea como fuera se me prohibió dar la entrevista con el general, que fue destituido de su puesto poco después.
A mi llegada los telediarios se emitían en diferido, decían que por motivos profesionales, a fin de poder controlar cualquier error o desvarío, entendiendo como tal algo que molestara a la autoridad de turno. Hay que tener en cuenta que la única televisión existente en el país era la del Estado y que solo la primera cadena cubría prácticamente todo el territorio nacional. Las audiencias superaban con facilidad los quince millones de espectadores, y cualquiera cuya profesión tuviera que ver con la opinión pública no tenía otro remedio que someterse a las condiciones que los directivos de la televisión establecieran. Comencé por recuperar el directo y renovar a los presentadores de noticias. Las mujeres habían desaparecido de la pantalla durante los años anteriores por influencia del Opus, y solo desempeñaban tareas como locutoras de continuidad. En cada telediario puse una pareja mixta y desde entonces prevaleció ese modelo en la empresa. Enseguida luché también por hacerme con el mayor número posible de programas. Con la complicidad de Chicho logré que me adjudicaran una hora más en las sobremesas y que se multiplicaran los espacios de reportajes. En los puestos directivos coloqué únicamente a personal interno, pero contraté colaboradores de fuera para los nuevos espacios. De un día para otro empezamos a emitir noticias sobre los juicios en el Tribunal de Orden Público (la corte de justicia dedicada a la represión política) y sobre las numerosas huelgas y manifestaciones ilegales que se producían casi a diario. Inauguré un espacio de debate al que intentaba invitar a mis amigos del entorno de Cuadernos, no siempre con éxito. Ya al final de mi mandato, que apenas duró ocho meses, logré convencer a Manuel Vázquez Montalbán para que participara en alguno de ellos, si bien su presencia fue rechazada por el mando y me prohibieron grabar el programa para el que había sido invitado cuando ya Manolo estaba en el plató.
Para facilitarme la lucha contra el oscurantismo, a Rosón se le ocurrió nombrar un consejo asesor que se reunía con nosotros todas las semanas a fin de analizar los contenidos bajo mi responsabilidad. Se trataba de diluir así la toma de decisiones y procurar que dejaran de señalarme con el dedo como a un peligroso subversivo infiltrado en las redes del sistema. El consejo lo formaban Luis María Ansón, famoso periodista de filiación monárquica, antiguo director del suplemento semanal de ABC y estrecho colaborador de don Juan de Borbón; Luis Apostua, directivo de la Editorial Católica y afecto a los sectores conservadores de la democracia cristiana, y Josep Melià, mallorquín inteligente y resabiado, ubicado entre los aperturistas del Movimiento. Las reuniones demostraron su utilidad y constituyeron un parapeto frente a las críticas que recibíamos por tratar de que la televisión pública abandonara su aislamiento de la realidad española. Solo uno de los programas que presenté, un debate sobre el aborto, fue prohibido y hubo que grabarlo nuevamente. La razón: uno de los participantes en representación de los provida era un cura estrafalario y locuaz. Ansón me acusó irónicamente de haber escogido al más tonto del clero para desprestigiar sus posturas. El nuevo debate se llevó a cabo con un sacerdote más prudente en sus afirmaciones. El resto de los participantes, varios de ellos a favor del derecho de la mujer a decidir, fueron los mismos que en el anterior y mantuvieron de nuevo sus tesis partidarias de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Pudimos emitir el espacio y constituyó todo un éxito.

 

***

 

La apertura se abría paso a trompicones en los estudios de Prado del Rey. Algunos eventos simbólicos causaron tal impacto en la opinión pública que casi se paralizó el aire. La desaparición del chal permitió que Rocío Jurado se presentara una tarde con un descomunal escote que mostraba con rotundidad todo lo que había estado reservado hasta entonces a la imaginación. Oreja llamó para protestar «por aquella indecencia», pero pidió a Fernando Gutiérrez que no comentara nada al ministro, pues era solo una opinión personal y reservada. Lo más sonado fue la reaparición de Serrat, vetado en la pantalla desde que en 1968 había dado la espantada por no haberle permitido cantar en catalán. Esta vez sí lo hizo y cosechó índices de audiencia tan crecidos como los del traje palabra de honor de la Jurado.
Anécdotas así permiten hacerse una cabal idea de cuál era el clima social y político que se respiraba en la España del tardofranquismo y que provocaba situaciones del todo chuscas. En cierta ocasión se me ocurrió encargar al buen periodista que fue Enrique Meneses un programa sobre la brujería, que él filmó en el Reino Unido y en Galicia. Alguna secuencia incluía breves desnudos femeninos y en general todo el contenido, según se decía en los anuncios de la propia Televisión, «podía afectar a la sensibilidad de los espectadores». El consejo asesor dio luz verde al programa, pero como incursionaba en cuestiones de religión se le ocurrió a Gutiérrez mostrárselo al padre Boulart, confesor de Franco, para contar con todas las bendiciones posibles antes de emitirlo. Se prestó gustoso. Durante la proyección le vi no obstante con gesto adusto. Cuando las hechiceras de la pantalla invocaron a Belcebú danzando en cueros alrededor de una hoguera, comprendí que era imposible que aprobara la difusión del reportaje. Al finalizar la sesión, se levantó de su butaca como impulsado por un resorte y dio un grito formidable que hizo prender la alarma. «¡Increíble! –dijo, para después añadir–: Fantástico, hay que darlo sin tocar una coma, ni un fotograma. Está muy bien hecho, y lo digo con conocimiento de causa porque soy experto en brujería.» Semejante declaración nos llenó de estupor y de satisfacción a un tiempo. Me sirvió de paso para comprobar una vez más que el ego de las personas suele ser superior a sus convicciones. El confesor de Franco estaba tan satisfecho de que se le consultara sobre cualquier cosa que no tenía nada más que añadir a la interlocución. Días más tarde programamos el espacio y decidí verlo de nuevo, por cuarta o quinta vez, desde el salón de mi casa, para comprobar el efecto de su emisión pública. Al terminar comenzó el Telediario de medianoche. El presentador, Ramón Sánchez-Ocaña, abrió las noticias con un comentario en el que más o menos dijo lo siguiente: «El espacio que acaban ustedes de ver en el programa Los reporteros sobre la brujería se refería a culturas y ambientes que para nada tienen que ver con la tradición religiosa española. A fin de aportar una visión católica al respecto, el próximo jueves, en su espacio habitual de las tardes, el sacerdote don Salvador Muñoz Iglesias dedicará un comentario al respecto». Me quedé absolutamente petrificado y llamé de inmediato al locutor. «Me ha telefoneado el ministro en persona para pedirme que dijera esto o algo parecido, he improvisado sobre la marcha», se explicó. Nada más colgar recibí un telefonazo de Muñoz Iglesias. «Oiga, acabo de oír en la tele que el próximo jueves voy a dedicar un comentario a la brujería. ¿Sabe usted algo de eso?» Le expliqué que estaba tan desconcertado como él. Enseguida se puso en contacto conmigo Rosón. «Estoy cenando con el ministro en un restaurante y nos acaba de llamar doña Carmen, la mujer de Franco, para protestar por el programa. Estaba tan cabreada que lo único que se le ha ocurrido a Pío es telefonear al plató y pedir que dijeran lo que has oído.» Ya la primera dama había protestado antes porque en un espacio semanal dedicado al pop-rock los cantantes y el presentador andaban descamisados y se les veían los pelos del pecho. En cualquier caso el incidente de las brujas quedó ahí. No hubo después programa explicativo de ningún género y nadie volvió a decir una palabra al respecto.
La puntillosa atención de Carmen Polo sobre los programas no era casual. Por entonces la ocupación más activa de los inquilinos del palacio de El Pardo era ver la tele. Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo, parece que las largas horas que el Caudillo pasó ese verano contemplando la retransmisión de los partidos de fútbol del mundial de Alemania estaban en el origen de la flebitis que le obligó en julio a renunciar temporalmente a la jefatura del Estado. Tanto tiempo en posición sedentaria le habría provocado un trombo. Pero antes de que eso sucediera, con las consecuencias que luego comentaré, la revolución portuguesa de abril constituyó una señal de alarma respecto a la precariedad de las dictaduras en la península Ibérica y me obligó a enfrentar una situación del todo inédita.
El 16 de marzo de 1974 el levantamiento de un regimiento de la infantería portuguesa en la localidad de Caldas da Rainha había sido sofocado por fuerzas leales al gobierno de Marcello Caetano, sucesor del que había sido dictador luso durante décadas, Oliveira Salazar. Llamé a mi amigo Francisco Pinto Balsemão para interesarme por la gravedad del incidente. Me pareció que su teléfono estaba intervenido, porque su respuesta fue casi intrascendente: «No pasa nada, falsa alarma, no hace falta que envíes un equipo, si algo sucediera yo te avisaría». Me llamó además el director general de Seguridad, según él de parte del presidente del gobierno, para decirme que procurara quitar importancia a la pequeña asonada. Era una petición del embajador español y de su agregado militar, añadió.
Balsemão cumplió su promesa de avisarme y lo hizo un mes más tarde, el 25 de abril, cuando estalló la Revolución de los Claveles. Como de costumbre, los diversos servicios secretos internacionales para nada habían previsto lo sucedido, y los sucesos de Lisboa pillaron a casi todo el mundo por sorpresa. Obsesionados la mayoría de los observadores por la evolución de los acontecimientos en nuestro país tras el magnicidio del 20 de diciembre, olvidaron prestar atención al muy palpable descontento del ejército portugués. En febrero el general António Spínola, antiguo jefe de las tropas en Angola, había publicado su libro Portugal y el futuro, en el que exponía bien a las claras que la guerra colonial en la que estaba inmersa la metrópoli desde hacía años no se podría ganar y reclamaba una solución política. Amparada por amplios sectores del generalato, la revolución estuvo a cargo de coroneles y capitanes, como es costumbre en esos casos. Cuando Balsemão me confirmó que esa vez iba en serio, no como cuando la asonada de Caldas, envié a Lisboa un equipo de filmación al mando de Manolo Alcalá, el más hábil de cuantos reporteros integraban mi equipo. Salieron con toda urgencia y lograron entrar en el país por Badajoz antes de que se decretara el cierre de fronteras. De esta forma asistieron a la primera comparecencia pública de Spínola como jefe del nuevo gobierno militar. Alcalá hizo una entrevista al general cuyo contenido dio la vuelta al mundo, puesto que la mayoría de los enviados especiales no habían podido llegar a tiempo. Con los propios medios de comunicación portugueses colapsados y perplejos, el equipo de TVE realizó además un impresionante reportaje de la persecución a la policía política por los infantes de marina a través de las callejas del Chiado. Los matones de la dictadura corrían despavoridos para escapar de los soldados antes de arrodillarse ante ellos y bajarse los pantalones a fin de demostrar que no ocultaban armas en su ropa interior. También había un documental sobre lo que podría denominarse el museo de la tortura, el centro de detención e interrogatorios de la PIDE, policía política salazarista. El material era tan delicado y los medios técnicos tan escasos que decidimos que Alcalá volviera cuanto antes a Madrid transportando personalmente las bobinas de la filmación.
No había regresado todavía el equipo de Lisboa cuando una tarde sonó el teléfono directo, y supuestamente secreto, que tenía en mi despacho. Era una línea por la que únicamente me podía comunicar con Rosón y con el ministro si era necesario, pero nunca nadie la había utilizado hasta entonces.
—¿Es usted el señor Cebrián? –inquirió mi comunicante.
—Sí, yo soy. ¿Quién llama?
—¿El mismo señor Cebrián, el director de los Servicios Informativos?
—En efecto, ¿quién llama?
—Soy el director general de Seguridad, ¿se acuerda de mí? ¿Dónde se encuentra usted ahora?
—En mi despacho –contesté.
—¿En su despacho de Televisión?
—Así es.
—Bueno, mire, era para saber si tienen alguna noticia nueva de Portugal.
Cuando le expliqué que no había nada digno de mención me espetó:
—Pues sean cuidadosos con la información.
Y colgó sin explicaciones.
Desde mi entrada en TVE no había vuelto a hablar a solas con Pío Cabanillas, pero me sorprendió tanto la llamada que decidí hacerlo también yo en esta ocasión por el teléfono rojo. Le expliqué lo sucedido y me dijo no saber a qué respondía. Horas más tarde supe que el jefe de la policía quería comprobar personalmente mi presencia física en el despacho, pues habían recibido un informe de los servicios del ejército que aseguraba que yo estaba en Lisboa colaborando con las fuerzas de la revolución. La fuente era el agregado de prensa en la embajada española en Portugal y agente de la inteligencia militar Herrero Tejedor, hermano del que sería luego ministro del Movimiento.
No me sorprendió demasiado la intriga. Días antes había recibido también a un individuo menudo con aspecto vulgar que se me presentó como el policía destacado en la sede de Televisión. Quería saludarme y, de paso, entregarme un dossier que había elevado a la superioridad. Me entregó una carpetilla roja estampillada con el siempre intrigante calificativo de SECRETO. En la soledad de mi despacho abrí con fruición el documento: «La subversión comunista en TVE», decía en su primera página. El título excitó mi pituitaria y me dispuse ávidamente a la lectura. Mis ansias duraron poco. El primer capítulo, dedicado íntegramente a mi persona, me señalaba como el militante comunista con más alto rango en la estructura de la empresa. Entre las supuestas pruebas de mi pertenencia al partido figuraba un viaje mío a Chile para visitar al presidente Allende y se adjuntaba una esquela que yo habría intentado publicar en el ABC en memoria del infortunado mandatario tras el golpe de Estado de Pinochet. La verdad es que yo no había estado nunca en Chile y desde luego el periódico monárquico no era precisamente la mejor plataforma para rendir homenaje a las víctimas del fascismo. Pensé que si toda la información que había en el informe era tan rigurosa y cierta como la que se refería a mí, su lectura carecía de interés, y no le dediqué ni un minuto más, aunque anoté los nombres a los que se refería, casi todos de personas con ninguna relevancia en la empresa y a la mayoría de los cuales no conocía personalmente. A través de amigos comunes, de forma indirecta y con discreción, procuré avisarlos de que estaban siendo investigados, tratando por lo demás de no alarmarlos.
Cuando Manolo Alcalá regresó de Lisboa con las filmaciones que su equipo había hecho, saltamos de gozo. Era un reportaje excepcional, de un dramatismo indudable y absolutamente revelador respecto a lo que sucedía en el país vecino. De manera inmediata llamé a Rosón para enseñárselo y este me ordenó que no se emitiera ni un fotograma. Constituyó la censura más radical de cuantas había sufrido tras dos meses en televisión. El director general me pidió en cambio que le enviara una copia de todo aquello para que lo viera Cabanillas. Cuando comprobó el interés de la filmación el ministro decidió que había que organizar un visionado con el presidente Arias y otros miembros del gobierno. Lo que los españoles no podían ver era de obligado conocimiento para el poder. Le hice ver a Rosón mi desacuerdo con el procedimiento y, aunque no le presenté mi dimisión, le sugerí que quizá yo no era el más adecuado para ocupar el puesto en el que estaba. «No puedes dejarnos tirados», comentó, dando por hecho que no lo haría.
Preparamos los avíos precisos para enseñar el reportaje al gobierno en el auditorio del ministerio. La cita era a las cinco de la tarde. La mañana de autos vino a verme un jefe adscrito al Servicio de Inteligencia de la Presidencia, que por entonces dirigía el coronel San Martín. Su enlace, el teniente coronel Monzón, quería ver las películas porque sus superiores le habían ordenado que las comentara ante la distinguida audiencia prevista. Se las mostré con la advertencia de que sería yo quien explicaría lo que había en pantalla, pues solo a mí me habían informado con puntualidad los periodistas que habían realizado el documental. Comprendí además que Monzón no había recibido ninguna orden y solo aspiraba a colgarse galones ante el mando. A la sesión privada del ministerio acudieron el presidente Arias, los ministros de la Presidencia y de Gobernación, Pío Cabanillas con todo su equipo, y una nutrida representación militar. Llegaron acompañados de una miríada de guardaespaldas que contribuyeron a llenar la sala. Durante dos horas soportaron en silencio las imágenes de la revolución portuguesa, cagándose las gentes encima de las estatuas derribadas de los próceres del régimen, huyendo despavoridos los policías secretos perseguidos por una multitud dispuesta a lincharlos, explicando los militares rebeldes con todo detalle las diversas torturas de la PIDE, coreando los manifestantes en las calles «O povo unido jamais será vencido», y aclamando al comunista Cabral en la estación de Lisboa a su llegada desde el exilio moscovita… Traté de explicar con objetividad las imágenes mientras Monzón introducía algunas morcillas para hacerse notar. Como había varios rollos y solo una cámara de proyección, durante el cambio de bobinas era de esperar algún comentario entre los asistentes, pero el silencio con el que seguían la película se hacía más espeso en dichos intervalos. A la salida un grupo de escoltas se me acercó a preguntar abiertamente:
—A nosotros no nos pasará lo que hemos visto en la peli, ¿no? Nosotros no somos la PIDE.
La Revolución de los Claveles causó un gran impacto en la vida política española y aumentó el nerviosismo en las filas del régimen. A la muerte de Oliveira Salazar el doctor Marcello Caetano había intentado un experimento en cierta medida parecido al de Arias Navarro en España, una especie de apertura controlada que permitió algunas fisuras en la férrea estructura del sistema. Esa fue una oportunidad aprovechada por Francisco Pinto Balsemão para fundar un semanario político bajo el título de Expresso, que pretendía emular a la gran prensa anglosajona. Desde el primer número me encargué de la corresponsalía en Madrid y publiqué mis crónicas con cierta regularidad durante 1973. En agosto de ese año el ejército portugués llevó a cabo una masacre en Mozambique y detuvo y enjuició a dos sacerdotes españoles que la habían denunciado, acusándolos de actividades subversivas. El suceso generó una profunda emoción en las filas de la Iglesia católica y el cardenal Tarancón envió un informe completo al Papa con documentación gráfica y escrita sobre la matanza. Las autoridades portuguesas se empeñaron en negar los hechos, que supusieron un punto de no retorno en sus relaciones con el Vaticano. Caetano había tratado de mejorarlas permitiendo el regreso del obispo de Oporto, António Ferreira Gomes, en el exilio durante diez años por orden de Salazar después de que escribiera una carta al dictador en que le instaba a hacer reformas democráticas. Tras el retorno a su país, monseñor Ferreira me ofreció en el impresionante palacio episcopal de la ciudad del Duero un almuerzo de una suculencia inolvidable. Me pareció una persona en extremo educada y muy conservadora, nada que ver con el perfil de rebelde que el régimen le había regalado. Hablamos del futuro del país y de las dificultades crecientes que emergían de la guerra en las colonias africanas. A la salida de la comida comenté a quienes me acompañaban lo exquisito de los alimentos, notables tanto por su cantidad como por la calidad. Los habían servido con primorosa atención media docena de monjitas tocadas a la antigua usanza, que se movían como gaviotas revoloteando en torno a su alpiste. «Ahora –exclamé– ya sé qué significa la frase vivir como un obispo.»
Mi amistad con Balsemão y la colaboración con Expresso justificaban los varios desplazamientos que hice en aquella época a Lisboa. Mis relaciones con la prensa y la oposición portuguesa eran fluidas y mi conocimiento de la situación allí, bastante preciso. Acompañé muchas veces a Francisco a la hora del cierre de la revista, que siempre se retrasaba por culpa de la censura. Durante tiempo interminable aguardábamos, a veces en la calle, a las puertas mismas del despacho de los inquisidores, el nihil obstat para la publicación. Mis crónicas salían frecuentemente mutiladas. Aquellos procedimientos por parte de los guardianes de la ortodoxia resultaban brutales incluso para los españoles. Era como un viaje hacia atrás en el tiempo, un regresar a la época más siniestra del franquismo. Quizá estas circunstancias pudieron hacer sospechar a alguna mente calenturienta que yo andaba inmiscuido de alguna forma en los preparativos del 25 de abril, pero nada más lejos de la realidad.
La evolución de los sucesos en el país vecino atrajo la atención de la opinión pública internacional durante meses y aumentó la incertidumbre sobre el futuro de España. Los analistas se esforzaban en comentar que había una diferencia esencial entre ambos regímenes: la prolongada guerra en las colonias africanas había minado la lealtad de los oficiales portugueses, mientras que las fuerzas armadas españolas seguían fieles al Caudillo. Una revolución liderada por militares era impensable en España, y una revuelta que hiciera frente al ejército, completamente imposible. De todas formas el gobierno se esforzó en controlar cuantas informaciones venían de Lisboa y durante el mes de mayo aumentó la presión de tal forma que decidí presentar, esta vez formalmente, mi dimisión, nuevamente desoída con los mismos argumentos que antaño. Ya para esas fechas yo había comprendido que el espíritu del 12 de febrero no había sido sino un flatus vocis. Las fuerzas de la reacción se habían enseñoreado del poder y resultaba impensable una transformación democrática del franquismo. También asumí las dificultades que comportaba trabajar en una empresa pública, sometida al arbitrismo y la burocracia. Es verdad que Pueblo lo era también en algún sentido, pero la libertad de acción de la que había gozado Emilio Romero le permitió una autonomía de funcionamiento imposible de soñar en Televisión Española. No sabía yo cuánto tiempo más duraría en mi puesto, pero me hice el firme propósito de que nunca más trabajaría para la administración pública.
Mientras todas estas cosas sucedían en la península Ibérica, al otro lado del Atlántico el Tribunal Supremo preparaba el impeachment del presidente Nixon por obstrucción a la justicia. La reiterada negativa del inquilino de la Casa Blanca a entregar las cintas de sus conversaciones en el Despacho Oval, que había grabado clandestinamente, le había conducido a un callejón sin salida. Las espectaculares noticias que llegaban de Portugal tenían que competir en la pantalla con las que narraban la más grave crisis política de los Estados Unidos desde la guerra mundial. Hasta que a mediodía del 9 de julio irrumpió en mi oficina el director de los servicios técnicos de TVE. «Le ha debido de pasar algo a Franco, porque me han llamado para que vaya urgentemente al hospital. Por lo visto le han ingresado allí y he de instalar un televisor en su cuarto.»
El ingeniero jefe de Televisión fue uno de los primeros en acceder a la estancia donde el dictador se hallaba recluido. Tuvo que hacer los arreglos adecuados para sintonizar la señal y dejar el aparato acorde con los deseos del enfermo, lo que le llevó más tiempo del previsto, y eso le permitió convivir inicialmente con la familia y allegados que pululaban en torno a la cama del Caudillo. De este modo tuvimos enseguida información de primera mano tanto sobre la apariencia externa de este como respecto a los comentarios y chismes a su alrededor.
Los cortesanos y parientes se disputaban el mando de la situación y emergieron acres discrepancias entre ellos. Al principio todos pensaban que la estancia en el hospital sería breve, pero al paso de los primeros días los médicos confirmaron que la tromboflebitis exigiría un período relativamente largo de internamiento. Parecía que el enfermo no se encontraba en condiciones de trabajar ni de concentrarse, y su mejor manera de matar el rato era ver la tele. Entonces los doctores llegaron a la conclusión, probablemente inducidos por opiniones de la familia, de que la fiebre se le alteraba en función de lo que veía y hubo orden tajante de enviar los guiones de los programas con suficiente anticipación al duque de Cádiz, don Alfonso de Borbón, para que evaluara los efectos de su contenido sobre la salud del padre de su suegra. Él se encargaría de apagar o encender el aparato, con cualquier excusa, a fin de evitar que Franco viera lo que no debía ver y circunscribir al máximo los daños colaterales en su convalecencia. Cuando llegaron tan exóticas órdenes a Prado del Rey puse de relieve que eran de imposible cumplimiento en lo que se refería a los telediarios, pues naturalmente la edición de estos se cerraba minutos antes de su emisión y si había noticias de última hora se incluían sobre la marcha. Le daba yo tanta importancia a la información en directo que establecí la costumbre de que los presentadores comenzaran con una referencia a la hora presente, a fin de demostrar que efectivamente no se había pregrabado el programa con el fin de manipularlo. Cuando se le expuso al duque la situación pidió que se extremara el cuidado respecto a los noticiarios que se emitían, ya que captaban la absoluta atención del abuelo de su mujer, y su ánimo se veía seriamente perturbado por el conocimiento sobre huelgas, desórdenes o protestas callejeras. También le afectaban mucho las crónicas acerca de la situación portuguesa.
Para cumplir fielmente la instrucción del duque se desplazó a Prado del Rey José de las Casas, que acabó instalándose en una sala contigua a la mía a fin de que despachara directamente con él los minutados y textos de los noticiarios. De las Casas era formalmente subdirector general de la empresa y tenía autoridad funcional sobre mí. Siempre he sido muy disciplinado en la vida, en todos los sentidos, y muchas veces he pensado que, si pude mandar equipos de personas desde muy joven, fue sobre todo porque también supe obedecer cuando era el caso. De modo que me presenté ante mi jefe con el manojo de papeles del primer telediario sometido a supervisión. Se lo entregué sin más. Tomó los folios, los contempló a la distancia y me los devolvió. «Todo esto es una tontería, pero hagamos el paripé –declaró sonriente–. No es una señal de desconfianza hacia ti, pero hasta el 18 de julio no se pueden cometer errores. Si yo me hago directamente responsable, nadie podrá decir que soy rojo en caso de que pase algo.» Le insinué que quizá lo mejor para todos sería que yo me fuera. «¡Vaya palo para Pío y para Juan Rosón! –me espetó–, no lo puedes hacer, ellos dieron la cara por ti.» Durante dos o tres días mantuvimos entrevistas similares en las que yo depositaba en su mano derecha las páginas del informativo de turno y, sin ni siquiera echarles un vistazo, él me las devolvía con la izquierda. Luego hablábamos unos minutos del mar y de los peces y, en ocasiones también, de las noticias que se iban a emitir. En ningún caso puso la más mínima objeción.
Días atrás habíamos celebrado una cena el grupito de Nueva Generación, con Ignacio Camuñas, Rafael Arias Salgado y Juan Antonio Sagardoy, entre otros. Hablamos de la conveniencia de que dimitiéramos en bloque quienes habíamos aceptado colaborar con el gobierno «de la apertura», porque no se cumplían las condiciones mínimas que en su día habíamos exigido. En algunas notas que tomé después del encuentro apunté las mías y su grado de consecución. «Apertura informativa: apenas existe. Manos libres en lo profesional: no las tengo en absoluto. Dinero para hacer cosas: hay suficiente, pero la estructura de gestión es calamitosa.» Le comenté entonces a Jesús de la Serna lo sucedido con José de las Casas y me animó a que regresara a Informaciones como director adjunto.
La enfermedad del anciano y sanguinario general se prolongaba mientras se acercaba el 18 de julio, día de la Fiesta Nacional en conmemoración del alzamiento militar contra la República. Desde hacía mucho, para celebrar la fecha, tenía lugar en los jardines del palacio de La Granja un magno festival artístico bajo la presidencia del dictador. Era uno de los espectáculos favoritos de Franco. Muchos pensaron que dadas las circunstancias lo lógico era suspender la españolada, pero el ilustre enfermo comentó que, ya que ese año no podía asistir, lo vería por televisión. Ignoraba que los directivos de TVE no tenían la más mínima intención de retransmitir un evento de limitado interés para el público y que constituía un muy pobre soporte publicitario. El ministro convocó entonces un sanedrín de alto nivel al que acudimos todos los responsables de la empresa y en el que alguien sugirió que se enviara un equipo móvil a La Granja y retransmitiera el acto por un enlace especial al hospital madrileño en el que estaba internado Franco. Así este podría verlo y creería que se trataba de una emisión ordinaria, mientras que para el resto de los españoles se programaría una película de calidad. Permanecí callado en la discusión, de la que solo me interesaba comprobar cómo desde dentro del régimen se articulaba ya un sistema de engaños al propio Generalísimo tendente a garantizar el entramado de intereses tejido en torno suyo. Al final se aprobó la propuesta de retransmitir, solo para aquel privilegiado telespectador, el charivari musical patriótico. Afortunadamente alguien, creo que el propio Cabanillas, decidió que aquello era un contrasentido y no se perpetró la farsa.
Habida cuenta de la tardanza en su mejoría, Franco decidió que Juan Carlos asumiera interina y temporalmente los poderes de jefe del Estado. El príncipe se resistió inútilmente y el hecho cayó como una bomba entre los fieles al Generalísimo. Dichos poderes eran todos los imaginables, y aún alguno más, por lo que el traspaso no se refería a una mera formalidad protocolaria para sustituir a Franco en los actos públicos. O sea que desde el primer día que tomó la decisión su entorno comenzó a conspirar para revocarla y de facto el dictador siguió gobernando desde el hospital.
Por las mismas fechas se hizo público que en París un grupo de demócratas entre los que se encontraban representantes de muchos partidos de la oposición, pero no del PSOE, habían fundado junto con Carrillo, primer secretario del Partido Comunista de España, la Junta Democrática, que incluía en su proclama la creación de un gobierno provisional una vez que muriera el Caudillo. Nadie daba ya un chavo por la vida de este, avejentado y senil como se le veía, mientras que en el gobierno se libraba una batalla cada vez más imposible entre los aperturistas encabezados por Cabanillas y el búnker alimentado por la extrema derecha y los partidarios de Girón. El más servil de sus colaboradores, Utrera Molina, se había dedicado a potenciar un borrador de Ley de Asociaciones Políticas contra el proyecto que alentaba el ministro de la Presidencia y que había redactado Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona.
El mes de agosto supuso, como de habitual en España, un impasse en la contienda política, y los sucesos del interior fueron ofuscados por la dimisión del presidente de los Estados Unidos. Franco salió del hospital y, convaleciente, se retiró unos días a su residencia del pazo de Meirás en Galicia. Como la familia seguía conspirando para retirarle los poderes al príncipe, comprendieron lo necesario que era demostrar a la opinión pública que el restablecimiento del anciano dictador era completo, para lo que organizaron una jornada de golf con el fin de mostrar la buena forma física del Caudillo. Las cámaras de Televisión Española fueron convocadas y el centro de producción de Galicia envió la filmación. Su visionado no pudo ser más descorazonador para quienes habían preparado la operación. Se veía a un Franco torpe, con dificultades para andar, al que le entregaban un palo de golf que él enarbolaba sin convicción antes de propinar un golpe certero a la pelota. Lo llamativo era que después de este se quedaba con el palo en alto, como ensimismado, incapaz de depositarlo en el suelo, hasta que uno de los ayudantes le ayudaba a hacerlo. Parecía un robot oxidado, un muñeco sin voluntad al que los otros movían las articulaciones hasta componer la figura deseada. En la sala de montaje de vídeos de TVE, bajo instrucciones que llegaban del gobierno, nos vimos obligados a eliminar los fotogramas que demostraban la absoluta inanidad física del individuo. Cualquiera que viera el reportaje al completo habría comprendido que el autócrata se había convertido en una piltrafa humana, pero la pequeña pantalla engañaba a los españoles presentando la habilidad de un anciano deportista a la hora de impulsar la pelota de golf.
A la vuelta del verano un suceso inesperado y trágico convulsionó a la ciudadanía, ya muy aturdida por tantos acontecimientos sobrevenidos a lo largo del año. La explosión de una bomba en una cafetería en la calle del Correo de Madrid, frente a la Dirección General de Seguridad, causó una docena de muertos, entre ellos una joven estudiante. La imagen de su cuerpo inerte en brazos de un hombre que había corrido a prestar sus auxilios conmocionó las conciencias de los ciudadanos. El atentado iba dirigido contra la policía, pues muchos de sus miembros acostumbraban a tomar el aperitivo en dicho bar, pero la mayoría de las víctimas fueron civiles. El ataque terrorista fue inmediatamente atribuido a ETA, aunque se descubrieron en él oscuras o ficticias conexiones con algunos miembros del partido comunista. La presencia entre los sospechosos de Genoveva Forest, intelectual de izquierdas casada con Alfonso Sastre, uno de los más reputados y famosos autores teatrales españoles, conmovió las filas de la oposición, que siempre había rechazado el uso de la violencia. Santiago Carrillo se apresuró a expulsar de su formación política a cuantos tuvieran la más mínima relación con los hechos y condenó taxativamente la acción. El franquismo, por su parte, se aprestó a utilizar a fondo los aspectos propagandísticos de un drama que había impresionado profundamente a la opinión. Los cámaras de Televisión Española llamados para filmar el interior de los domicilios de los detenidos me contaron que la policía se dedicaba a decorar el ambiente, colocando muñecos de peluche sobre las camas de los hijos de los supuestos terroristas, en un intento de potenciar el dramatismo de las informaciones. Se insistía en la pertenencia a la clase media acomodada y a los círculos intelectuales de la mayoría de los sospechosos, tratando en todo momento de vincular a los comunistas con el atentado.
La casualidad quiso que entre los detenidos figurara la profesora de mis hijos, Mari Luz, inocente de todo aquello, militante del partido comunista e hija de unos obreros del metal exiliados en Bélgica que habían regresado recientemente a España. Sus padres también cayeron en la redada. Me encontré así en la extraña situación de participar de manera intensa de los hechos desde diferentes lados de la mesa. Por la mañana recibía las informaciones especiosas y rotundas de quienes explicaban al milímetro los detalles del atentado y la involucración de cada uno de los arrestados, fuera cierta o no. Por la tarde participaba de la angustia de las familias de estos, y con mi amigo Enrique Cavestany, cuya mujer, Begoña, era compañera de Mari Luz en la misma escuela, organizábamos la ayuda material y psicológica que estimábamos que necesitaban los acusados. Todo aquello me suscitaba sentimientos muy encontrados, y me embargó una sensación difusa de irrealidad e injusticia que me produjo una honda turbación. El horror de los cuerpos destrozados en la cafetería Rolando se mezclaba en las imágenes que emitíamos en la televisión con las fichas policiales de los detenidos, muchos de cuyos rostros me eran cercanos y hasta familiares. Pasado el tiempo y tras los juicios que llevaron a la cárcel a Eva Forest y otros implicados, me pareció finalmente claro que algunos comunistas habían establecido lazos con ETA, al margen e incluso en contra de las directrices de su partido, y que se vieron envueltos involuntaria y absurdamente en aquel terrible drama de la calle del Correo. La decisión de Carrillo de apartar de su partido, de forma urgente y lapidaria, a todo el que hubiera tenido la más leve relación con los acontecimientos le salvó no obstante del descrédito, y potenció la imagen de su líder como uno de los protagonistas del cambio político que se avecinaba.
Mientras tanto la controversia en el seno del gobierno subía de tono. Franco había recuperado sus poderes a primeros de septiembre y lo hizo de forma tan precipitada que ni siquiera avisó de ello al príncipe. Don Juan Carlos se enteró de la noticia justo en el momento de producirse. El 23 de ese mismo mes, fiesta de la Merced, Pío Cabanillas visitó Barcelona y tuvo la ocurrencia de tocarse con una barretina, el gorro típico de Cataluña. Su fotografía de esta guisa salió al día siguiente en la primera página de todos los periódicos. Fue entonces cuando Victoriano Fernández de Asís entró en mi despacho con el ABC en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda.
—¿Ha visto, Cebrián, al ministro disfrazado de payés? Esto se está poniendo feo.
Fernández de Asís, don Victoriano para todos quienes le tratábamos, era una autoridad en Televisión. Había dirigido sus Servicios Informativos desde el comienzo de las emisiones y gozaba de fundada fama de descreído y liberal pese a lo frecuente de sus adulaciones públicas al régimen. Eran estas tan untuosas que en su propia exageración disminuían la eficacia del elogio. Amigo de Cipriano Torre Enciso, mi primer jefe en la sección internacional de Pueblo, había sido también colaborador habitual de la «Tercera página», su famosa sección editorial, y era a medias respetado y temido por la mayoría de los periodistas de la época. Al regreso del veraneo yo le había encargado la dirección del Telediario de medianoche y él puso en pie un proyecto revolucionario para la época, pues decidió hacer el programa sin presentadores, solo a base de imágenes y locución en off. El experimento fue muy criticado y no duró mucho en antena. Años más tarde cadenas internacionales como Sky o Euronews impusieron con éxito idéntico formato y pude comprobar que Fernández de Asís había sido, una vez más, pionero del medio, frente al escepticismo y hasta la chunga generalizados.
—No crea usted que le digo en broma lo de la barretina –insistió–. Nadie que se la ponga sale con vida de la política española. Es letal de necesidad.
Sus palabras resultaron premonitorias.
Por su parte la oposición continuaba con una actividad febril. En julio había sido constituida la Unión de Militares Demócratas (UMD), que no se daría a conocer sino meses más tarde y constituía una agrupación de oficiales y jefes del ejército, inspirados por la revolución portuguesa y dispuestos a evitar la continuidad del régimen franquista. En octubre se celebró un congreso en Suresnes (Francia), donde el Partido Socialista Obrero Español eligió como secretario general a un joven abogado laboralista, Felipe González, que respondía al nombre de guerra de Isidoro frente a los intentos de los líderes históricos de mantener la dirección en el exilio. Hasta ese momento los socialistas españoles del interior estaban representados por el propio PSOE, cuya delegación dentro del país ostentaba el abogado Pablo Castellanos. La actividad de este era muy limitada e incluso confusa a ojos de cualquier observador, mientras que otro partido socialista, liderado por el profesor Tierno Galván, hacía la competencia al histórico. Tierno mantenía un alto prestigio y colaboraban con él numerosos miembros del servicio exterior porque había dado clases durante años en la Escuela Diplomática y muchos de los que egresaron de ella decidieron unirse a su formación. Haber sido represaliado y expulsado de la universidad, junto con López Aranguren y García Calvo, era otro de sus distintivos de gloria ante las nuevas generaciones. Una tercera fuerza socialista en ciernes, esta de signo no marxista, era la Unión Socialdemócrata fundada por Dionisio Ridruejo.
La elección de Felipe como secretario general del PSOE anunciaba la decisión de los socialistas españoles en el interior de hacerse más presentes en la oposición al régimen de lo que hasta el momento habían sido. El partido tenía una muy reducida militancia, que se concentraba sobre todo en el País Vasco y Andalucía. Su filial sindical, la UGT, era igualmente pequeña, pese a constituir uno de los grandes sindicatos históricos. Su estrella palidecía ante la aguerrida penetración de Comisiones Obreras, de obediencia comunista, en el entramado sindical oficial.
En medio de tantos remolinos políticos, apenas un mes más tarde de mi conversación con Fernández de Asís, el 29 de octubre, fecha conmemorativa de la fundación de Falange Española, Pío Cabanillas cesaba como ministro de Información. La noticia se extendió como un terremoto: constituía la victoria de la extrema derecha frente a los intentos de aperturismo. Los viejos fascistas, arengados por la resurrección política de Girón de Velasco, anunciaron con todo lujo de detalles que su programa político para el futuro era la continuidad del franquismo sin Franco. Las consecuencias de la defenestración de la barretinada cabeza de Cabanillas no se hicieron esperar. Muchos de los que se habían incorporado al gobierno atraídos por la llamarada espuria del espíritu del 12 de febrero dimitirían de sus cargos tras el cese del ministro. Entre ellos, el titular de la cartera de Hacienda, Antonio Barrera de Irimo, preocupado además porque la incapacidad evidente de Franco le había impedido tomar las medidas necesarias para conjurar la crisis del petróleo, que estaba arruinando las economías occidentales. Fernández Ordóñez, presidente del INI, y Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona abandonaron igualmente sus cargos. Pero creo que el primero de todos en hacerlo fui yo mismo, no por otra razón sino porque de hecho ya había dimitido varias veces antes del verano y mi permanencia en Televisión se debía exclusivamente a mi lealtad hacia el ministro que había «dado la cara por mí». El mismo día 29 le hice saber a Rosón que abandonaba la dirección de los Servicios Informativos. Intentó retenerme con el argumento de que, como en cualquier caso me iban a echar, por lo menos tendría derecho a una indemnización cuando lo hicieran. La verdad es que deseaba tanto irme que no habría existido motivo de ningún género que me pudiera disuadir de ello. Renuncié gustoso a la indemnización por despido de un año de mi sueldo y el día 30 por la mañana reuní a mis colaboradores para anunciarles mi marcha. Recuerdo su cara de sorpresa y comprensión a un tiempo, y el abrazo discreto de mi subdirector Mauro Muñiz, un asturiano socarrón y listo, buen escritor, muy querido entre los periodistas de la época, cuyas ideas liberales chocaban con su talante humano conservador. Un día me confesó que le gustaba vivir cerca de una casa cuartel de la Guardia Civil, como garantía para la seguridad de su familia.
Todavía evoco muy vívidamente el sentimiento de liberación que tuve cuando anuncié mi partida, cerrando así cualquier especulación y evitando toda presión que me obligara a quedarme. Es la única vez en mi vida que he dimitido de algo. Lo hice porque de hecho ya estaba convencido del error de haber aceptado el puesto y, sobre todo, porque durante aquellos ocho meses había podido comprobar por mí mismo hasta qué punto el régimen de Franco moriría con el dictador y era impensable pensar en una democratización ordenada del sistema. También había sufrido el martirio de trabajar para una empresa que se comportaba como una rama de la administración y en la que las trabas burocráticas eran de tal naturaleza que imposibilitaban cualquier iniciativa o creatividad. Recogí los pocos bártulos personales que guardaba en mi despacho y abandoné Prado del Rey en medio de un sentimiento desbordante de felicidad. Al llegar a mi domicilio me esperaba la familia alborozada en torno a una mesa presidida por una enorme tarta con muchas velas encendidas. Solo entonces caí en la cuenta de que en esa misma fecha cumplía yo treinta años.
Al día siguiente cené en un restaurante de lujo con Pío Cabanillas y Juan José Rosón. Al ágape se sumaron los militares del Servicio de Inteligencia, Monzón entre ellos, que hacían de enlace con Televisión Española. Cuando Pío entró en el comedor, la mayoría de los clientes se levantó y prorrumpió en aplausos. Era impensable que ninguno de los presentes perteneciera a partidos de izquierda o de oposición, y aquella muestra espontánea de adhesión al ministro destituido me pareció una evidencia más de que la base social del franquismo había comenzado a retirar su apoyo al régimen. Durante la cena Rosón dijo que había intentado disuadirme respecto a mi dimisión, pero los militares comentaron que había hecho bien en irme. «Total, te iban a echar de todas formas.»
Pedí enseguida nueva audiencia con el príncipe. Me parecía normal que si había ido a verle al recibir mi nombramiento, le visitara para explicar los motivos de mi renuncia. Me atendió en el palacio de la Quinta, un antiguo pabellón de caza de los Borbones habilitado como sede temporal de su despacho mientras se hacían arreglos en la Zarzuela. Tuvimos una conversación larga, la primera en la que recuerdo haber dialogado sin ningún tipo de cortapisas con don Juan Carlos. Estaba indignado por la manera como le habían otorgado y retirado los poderes de jefe de Estado. Se sentía tratado como un pelele. Comentamos la volatilidad de la situación política habida cuenta de la enfermedad de Franco y lo probable de su cercana muerte. Le pregunté por las relaciones con su padre, que me dijo que eran buenas, y me narró algunas vicisitudes personales que había vivido su familia desde el exilio de Alfonso XIII. «Estoy muy agradecido a los Botín –señaló–, se portaron muy generosamente con nosotros.» Luego hablamos del futuro, de quiénes serían los hombres en los que habría de apoyarse cuando subiera al trono. ¿Fraga? ¿Areilza? «Ninguno de los dos –me dijo enfático–. A ver si se van a creer estos que me van a estar diciendo todo el rato lo que tengo que hacer.» Le insistí en que mi breve paso por Televisión me había servido para comprobar que era imposible que el franquismo se democratizara y estaba claro que, cualquiera que fuera el devenir de los acontecimientos, el régimen moriría con su titular. Al despedirnos me abrazó con su gran humanidad y me pidió que siguiéramos en contacto.