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En el nombre del otro
—¡Saluda al ministro! ¡Brazo en alto!
—¡A sus órdenes, señor!
La primera vez que vi a Joaquín Ruiz-Giménez
fue en el verano del año 55. Mi hermano mayor había pasado un mes
en un campamento del Frente de Juventudes, la organización juvenil
de Falange Española, y acudí con mis padres a la clausura del
curso, presidida por el ministro de Educación, uno de cuyos hijos
era también flecha en aquel grupo. «Flechas», por alusión al haz en
el escudo del fascismo español, eran los alevines de la
organización, que al graduarse recibían el nombre de «pelayos» en
homenaje al mítico guerrero al que se atribuye el comienzo de la
resistencia contra la invasión árabe de la península. Estaba yo
visitando la tienda de campaña en la que se alojaba mi hermano,
hurgando en el petate y comprobando la tensión de los vientos que
mantenían erguida la lona, cuando entró un hombre alto, con porte a
lo Gary Cooper y mirada encendida.
—¡Saluda al ministro! –exclamó mi
padre.
Imitando a los chavales que me habían
precedido en el gesto, me cuadré marcial ante la rigurosa anatomía
de don Joaquín, levanté el brazo mirándole fijamente a los ojos y
di un soberbio taconazo a la vez que grité con todas mis
fuerzas:
—¡A sus órdenes, señor!
Me respondió con idéntico ademán y me dio
las gracias. Esa fue la primera y última vez en mi vida que hice el
saludo fascista, pese a haberme educado en un hogar de falangistas
y a lo común que resultaba el gesto entre los jóvenes de la
época.
Ruiz-Giménez había sido embajador en el
Vaticano y ministro de Educación en los años cincuenta. Hombre de
acendrada fe católica, hijo de un ministro liberal de Romanones que
fue cuatro veces alcalde de Madrid con la monarquía, a él se debía
en su mayor parte el éxito en la negociación con la Santa Sede para
la firma del Concordato de 1953. Junto con el acuerdo sobre la
instalación de bases militares estadounidenses en España, ese fue
uno de los primeros indicios de la salida del país del gueto
internacional al que estaba sometido. Como ministro, Ruiz-Giménez
se esforzó por recuperar del exilio exterior e interior a
prestigiosos profesores. Personajes como Antonio Tovar y Pedro Laín
Entralgo, que habían marcado severas distancias respecto al
franquismo después de militar abiertamente en sus filas, se
incorporaron al gobierno de las universidades en Salamanca y
Madrid. Por tímida que fuera, aquella parecía una primera apertura
en la falda del régimen. Frente a ella los sectores más radicales
de Falange pugnaban por recuperar un poder que veían seriamente
amenazado. La tensión entre ambos bandos se hizo insoportable
cuando en 1956 sucedieron grandes disturbios en la universidad
española. Una manifestación de falangistas frente a la sede central
de San Bernardo fue disuelta después de que uno de los integrantes
de la marcha recibiera un tiro en la cabeza. Nunca se supo quién ni
cómo efectuó el disparo, pero muchos supusieron que se trataba de
un acto provocador de la policía.
Aquellos disturbios desencadenaron una caza
de brujas que acabó con la detención de los dirigentes juveniles
comunistas, entre ellos Enrique Múgica y Javier Pradera. También
sirvieron para acabar con el experimento más o menos aperturista
del ministro, destituido de forma casi fulminante. A partir de
entonces comenzó una evolución espiritual que le llevaría a la
ruptura con el dictador. Se refugió en el ejercicio de la docencia
jurídica en Salamanca y asistió como perito a los trabajos del
Concilio Vaticano II. Las ideas y el comportamiento político de don
Joaquín experimentaron gradualmente una considerable mutación,
encaminándole a posiciones cada vez más democráticas y
comprometidas con la realidad social. A su regreso del concilio, en
conversación con determinados prebostes del régimen, le preguntaron
si a su juicio la estructura del Estado español era conforme o no a
la nueva doctrina de la Iglesia. «Esto hay que cambiarlo, y
cambiarlo en profundidad –les dijo–. Tenemos que hacerlo además en
diálogo con todos, sin necesidad de condenar una cosa u
otra.»
En esa declaración alumbraba ya el proyecto
de crear Cuadernos para el Diálogo, la
publicación mensual que marcó un precedente indudable respecto a lo
que habría de ser la futura Transición a la democracia. La revista
nació desde el primer día con la definida intención política de
establecer puentes entre el régimen y la oposición como método para
ir facilitando un cambio democrático. También demostró un rasgo de
modernidad casi inédito en aquellas fechas: estaba realizada
conjuntamente por profesores y alumnos, de modo que el diálogo al
que aludía su nombre era no solamente político o cultural, sino
también generacional, en un intento de dar protagonismo y voz a
quienes no habíamos vivido la guerra pero sufríamos sus inmediatas
secuelas. Eso me permitió, a mis dieciocho años, integrar el grupo
fundador y ser miembro de su consejo de redacción. Cuadernos salió a la calle con muy pocos medios,
financiada casi exclusivamente por el propio Ruiz-Giménez y un par
de amigos suyos. La primera reunión formal para su fundación se
celebró en los locales de la Papelera Española, de la que don
Joaquín era presidente, pero enseguida nos mudamos,
alternativamente, a su domicilio particular o a su despacho
profesional, instalado en un hermoso edificio del barrio de
Salamanca que era ni más ni menos que la vivienda de la madre del
profesor. Doña Antonia, persona ya muy entrada en años, no dejó ni
un solo día de hacernos los honores como anfitriona y obsequiarnos
con dulces y pastas durante las largas y acaloradas sesiones del
consejo editorial. La voluntad y el entusiasmo de un puñado de
gentes suplieron así desde el comienzo la ausencia de un entorno
profesional adecuado. La informalidad del marco en que se
desarrollaban los trabajos nos permitía, de paso, aunque injusta e
ingenuamente, suponer que todo aquello se llevaba a cabo en un
ámbito de semiclandestinidad.
La revista tenía una orientación
inequívocamente demócrata-cristiana, basada en el pensamiento
personalista de Mounier y Maritain, en el que Peces-Barba nos había
introducido a muchos de nosotros. Pero enseguida acogió en sus
páginas y en sus órganos de dirección a sectores y representantes
marxistas. Descollaba entre ellos Marcelino Camacho, histórico
líder de Comisiones Obreras y del partido comunista, con el que
Ruiz-Giménez mantenía una estrecha relación desde que le había
apoyado políticamente y había sido su defensor en ocasión de unas
huelgas organizadas por Camacho en Perkins Hispania, sociedad que
el propio don Joaquín presidía cuando estallaron las
revueltas.
Cuadernos se
esforzó en impulsar el diálogo cristiano-marxista, de modo que se
convirtió en privilegiado lugar de encuentro entre miembros de la
oposición activa al franquismo y antiguos e incluso recientes
colaboradores del régimen; desde un principio, el gobierno exhibió
una beligerante hostilidad, teñida de la chulería habitual de la
época, hacia la publicación y hacia quienes la hacíamos. Llenaron a
Ruiz-Giménez de insultos y descalificaciones personales (era
frecuente en los sectores oficiales referirse a él como «sor
Intrépida»), investigaron a sus colaboradores, entorpecieron sus
carreras académicas, ridiculizaron el proyecto y trataron de
desprestigiarlo por todos los medios. Mientras tanto el mensual se
fue escorando progresivamente hacia posiciones socialistas y al
final las adoptó de manera casi abierta, aunque nunca militante,
dada la influencia de Gregorio Peces-Barba y Pedro Altares, que,
fugitivos de sus iniciales convicciones demócrata-cristianas,
habían ingresado en el PSOE y constituían ya un núcleo poderoso del
socialismo católico en nuestro país. El devenir de Cuadernos hizo que Ruiz-Giménez se distanciara más
y más del franquismo pese a que se esforzó en mantener relaciones
cordiales con sus representantes y buscó siempre la coherencia
personal de sus propias actitudes. Muchos intelectuales de su
generación siguieron idéntico camino, aunque muy pocos optaron por
la vía del activismo político.
Recién estrenada la democracia don Joaquín
se presentó a las primeras elecciones como líder de un partido de
nueva creación, de inspiración demócrata-cristiana, aunque con
talante y nombre progresistas. Contaba con el apoyo de algunos
personajes históricos de fuste, pero la acertada decisión de la
Iglesia española, gobernada entonces por el cardenal Tarancón, de
no alentar políticas confesionales hizo que las formaciones y las
personalidades de perfil democristiano cosecharan una derrota
estrepitosa. Mientras, otros políticos cristianos y demócratas,
seguramente mucho más lo primero que lo segundo, de pronunciado
talante conservador cuando no abiertamente colaboracionistas con la
dictadura, encontraban acomodo y futuro en las filas de UCD. La no
presencia de Ruiz-Giménez en el primer Parlamento democrático tras
la muerte de Franco constituyó una injusticia histórica y, de paso,
una prueba palpable de la pureza de sus planteamientos, de su
vocación de servicio y su nula ambición de poder. Dicha injusticia
se vería luego coronada por el cierre de la propia revista,
convertida por entonces en semanario de información política. La
persona y la institución que más habían hecho, en condiciones muy
difíciles, por elaborar el espíritu de consenso y reconciliación
entre los españoles que haría posible la Transición fueron víctimas
primerizas de esta. Tuvo que llegar el partido socialista al poder
para que pudiera repararse no solo aquel auténtico fallo moral en
que había incurrido el proceso, sino la ausencia lamentable en las
tareas de reconstrucción democrática de uno de los políticos más
brillantes y honestos con que contaba España. En 1982, Joaquín
Ruiz-Giménez fue nombrado, por votación de una amplísima mayoría
del Congreso, primer Defensor del Pueblo en nuestro país. Eso le
permitió ejercer las responsabilidades del cargo y, sobre todo,
delinear sus competencias y dotarlo de una funcionalidad que
posteriormente ha ido perdiendo.
Mi participación en Cuadernos para el Diálogo fue muy intensa en el
inicio. Todavía guardo una vieja cartera de piel que el propio don
Joaquín, como le llamábamos tan afectuosa como respetuosamente, me
entregó en la despedida que el equipo me ofreció cuando, en 1964,
partí para ampliar estudios de periodismo en Europa. La revista
había visto la luz menos de un año antes, y yo había estado
presente y activo en cuantas reuniones previas tuvieron lugar para
su preparación. El grupo original era una amalgama curiosa de
profesores, la mayoría agregados a la cátedra del fundador, y
estudiantes. Estos últimos, entre los que me encontraba, habían
sido convocados por Peces-Barba, que cursaba el último año de la
carrera y se desempeñaba como ayudante de Ruiz-Giménez en las
clases de Derecho Natural. Éramos fundamentalmente cinco amigos, de
edades diferentes y consecutivas. Además de Gregorio (el mayor de
todos) y de mí (el más joven) estaban Ignacio Camuñas, Javier
Rupérez y Julio Rodríguez Aramberri. En la CUMI combinábamos la
acción política con la apostólica y los ratos de ocio. Nos veíamos
de continuo, puede decirse que estábamos constantemente juntos, y
nos desplazábamos en un Seat 600 propiedad de la familia de
Rupérez. Mi padre se mofaba de nosotros: «Sois como Maura y su
partido», en referencia a la chusca anécdota que se contaba de
quien fue primer ministro con la monarquía alfonsina. Decían que su
facción era tan pequeña que cabía en un taxi.
Entre los profesores, el más activo en las
tareas de la revista era Mariano Aguilar Navarro, catedrático de
Derecho Internacional Privado, abierto opositor a Franco. También
había antiguos colaboradores de Ruiz-Giménez, como el general
Francisco Sintes Obrador, un artillero que fue director general de
Archivos y Bibliotecas con don Joaquín en el ministerio y le
profesaba una lealtad absoluta. La presencia entre nosotros de un
jefe del ejército todavía en activo nos intimidaba y tranquilizaba
a un tiempo, aunque respondía a los motivos fundacionales de la
publicación: Ruiz-Giménez creía todavía entonces que el franquismo
podía y debía evolucionar hacia algún tipo de democracia, y no solo
había convocado a Sintes sino que invitó a colaborar a personajes
afectos al régimen tan insólitos como Pilar Primo de Rivera,
hermana del fundador de la Falange, y otros conspicuos
representantes de la dictadura. Incluso, no mucho antes del
lanzamiento de la revista, aceptó ser designado por el propio
Franco miembro del Consejo Nacional del Movimiento, del que
dimitiría poco después tras un serio altercado con Jesús Fueyo, un
siniestro intelectual de la Falange con el que casi llegó a las
manos, o cuando menos se agarraron de las solapas, después de que
acusara de traidor al ex ministro. Fueyo era un dipsómano
incontinente y un notable cínico; se le atribuía una frase que
encerraba en sí misma todo el sentido de su ideario político: «Yo
ministro, aunque sea de Marina». Nunca lo consiguió.
Como yo era el único periodista profesional
en el colectivo inicial de Cuadernos, se
me encargó la confección tipográfica de la publicación y el trato
con la imprenta. Se incorporó para ayudarme en esas tareas Pedro
Altares, un militante católico de base al que habíamos conocido a
través del jesuita padre Marzal. Con ellos y con Peli, la novia de
Pedro, organizábamos lecturas de teatro, que era una de nuestras
grandes aficiones y también una forma de internarnos en la cultura
prohibida. A puerta cerrada y El Diablo y el buen Dios fueron algunas de las
obras que representamos verbalmente. En el pisito de la
congregación, amén de esos espectáculos, organizábamos también
guateques donde mezclábamos con cierta turbiedad el cortejo amoroso
a las invitadas con la meditación en la capilla, instalada en una
de las habitaciones del apartamento. Pasábamos allí largas horas de
estudio y promovíamos encuentros con algunos intelectuales. Para
ayudarnos a mantener el cerebro despierto en el tiempo de exámenes
consumíamos grandes cantidades de anfetaminas que comprábamos sin
dificultad alguna en los pasillos de la facultad. La religión, la
política y el sexo (más bien su ausencia) se mezclaban en un
batiburrillo de relaciones en el que sobresalía la discusión acerca
del futuro de España.
Cuadernos tuvo una
gran acogida entre la opinión pública. En su primer número yo firmé
un artículo titulado «Diálogo para la acción». Era un intento de
conciliar la reflexión social cristiana con la praxis marxista y
constituía una llamada a poner en práctica el compromiso temporal o
lo que la teología francesa más a la moda llamaba l’engagement. Nuestro grupo se hallaba muy influido
por las ideas de aquellos pensadores de la vanguardia católica, que
en alguna medida precedieron a la teología de la liberación. Se
debió sobre todo al peso de Enrique Miret Magdalena, por entonces
presidente de los Hombres de Acción Católica, con el que mantuvimos
un seminario de análisis e interpretación del marxismo. Aunque yo
estudiaba Filosofía, la enseñanza de las teorías de Karl Marx
brillaba por su ausencia en las aulas de la facultad, y la mayoría
de sus libros, si no todos, al igual que los de Engels, estaban
prohibidos por la censura. Los jóvenes de hoy no pueden ni siquiera
imaginar las dificultades de todo tipo que en los años cincuenta y
sesenta teníamos que sortear para hacernos con las obras que nos
interesaban, y que debíamos comprar en nuestros desplazamientos al
extranjero o pedir a algún librero que las importaba
clandestinamente.
Miret era un intelectual hecho a sí mismo,
dueño de una pequeña empresa familiar de la que cuidaba
personalmente, pero dedicado la mayor parte del tiempo al estudio y
la actividad apostólica. Se incluía sin ambages en las corrientes
izquierdistas o sociales del cristianismo y, pese a la gran
diferencia de edad que nos separaba, trabé con él una gran amistad
que me acompañó hasta su muerte, ya entrado el siglo XXI. Tenía una
espléndida biblioteca y nos enseñó a interpretar el marxismo a la
luz de los pensadores católicos franceses, entre los que sobresalía
el jesuita Jean-Yves Calvez. Gracias a él conocimos asimismo la
obra de otros muchos autores que habían comenzado a elaborar una
doctrina del catolicismo volcada hacia el compromiso con el pueblo
y la justicia social. Otro de los asiduos a nuestras tertulias era
José María González Ruiz, teólogo oficial del concilio y canónigo
de la catedral de Málaga. González Ruiz, Cheuá para los amigos,
daba enormes dolores de cabeza a la jerarquía episcopal de su
tiempo. Sus revolucionarias tesis teológicas ponían en jaque la
doctrina eclesiástica tradicional. Fue sonado el escándalo que
originó una declaración suya en el sentido de que Dios deja solo al
hombre, hasta el punto de que su futuro depende exclusivamente de
su libre albedrío y las circunstancias que lo condicionen, pero no
de intervención sobrenatural alguna. Esta consideración me ha
iluminado perdurablemente, aunque ya entonces la veía salpicada por
las alusiones sartrianas a la angustia existencial: frente a la
libertad dudosa de la que podíamos disfrutar, y que el franquismo
había anulado, estábamos arrojados sin más a una existencia sin un
antes ni un después. Por eso solo lográbamos superar la amargura
desde el optimismo incomprensible de la fe. También el cura Marzal,
al que antes cité y era otro de nuestros maestrillos de cabecera,
solía decir que él era marxista pero optimista. La lucha contra el
determinismo de la historia era casi lo único que nos quedaba a la
hora de diferenciarnos intelectualmente del comunismo de la
época.
Ruiz-Giménez avizoró mejor que nadie entre
los políticos españoles que el futuro de nuestro país sería
democrático, pero no habría en realidad una vuelta de la tortilla:
se haría a partir de una reconciliación efectiva y real entre los
vencedores y los vencidos, mejor aún, entre los hijos de los
vencedores y los hijos de los vencidos de la Guerra Civil. Su
reclamo del diálogo hacía referencia a ese intento de reunir las
dos Españas machadianas, y a su firme deseo de que el cambio
político se produjera sin violencia. Sorprendía el respeto que
mantenía por la figura de Franco, al que había servido como
embajador y como ministro, y sobre el que no acostumbraba a decir
nada que le descalificara personalmente. Sin duda ese respeto era
también para con su propia historia. Pero al mismo tiempo se
rodeaba en el consejo editorial de un buen número de demócratas y
liberales de todo signo, muchos de los cuales habían sufrido
persecución, tortura y cárcel por su militancia política.
El grupo de estudiantes que colaboramos en
la fundación de Cuadernos se formó en ese
ambiente que hacía preludiar ya Mayo del 68. Cuando Herbert Marcuse
comenzó a agitar a sus seguidores en la Universidad Libre de
Berlín, quienes habíamos asistido a las reuniones dirigidas por
Miret en los locales en que paradójicamente luego se instalaría la
COPE, la emisora episcopal vocera de lo más rancio y cavernícola de
la reacción, comprendimos enseguida de qué se trataba. La
revolución universitaria fue la primera insurrección popular contra
un sistema instalado en la Guerra Fría y la dialéctica del terror
nuclear. Pero en el caso español se sumaban además el inconformismo
frente a la dictadura y el intento de construir un país, como
decíamos entonces, normal. Ser normal era para nosotros ser como
Francia o Italia, donde funcionaban los partidos políticos y los
sindicatos, había elecciones libres, las costumbres no eran
vigiladas por la inquisición eclesiástica y el desarrollo económico
galopaba a lomos de los trabajadores inmigrantes, del sur de Europa
y el norte de África.
***
Aunque la Iglesia española haya estado
alineada en los albores del siglo XXI con lo más granado de la
reacción y el oscurantismo, el actual ejemplo del papa Francisco y
sus manifestaciones tantas veces provocadoras nos permiten
finalmente comprender la influencia que el cristianismo de base
tuvo en los movimientos políticos y sindicales de oposición al
régimen franquista. Prohibidas como estaban todo tipo de
asociaciones que no apoyaran a la dictadura, comunistas, liberales
y socialistas encontraban en los movimientos apostólicos una
auténtica tapadera para llevar a cabo sus actividades clandestinas.
No se trataba de una simple añagaza. Un sector del clero de base
estaba claramente identificado con las demandas de democracia y los
templos eran frecuentemente utilizados, según ya he dicho, para
reuniones políticas y sindicales, protegidos como estaban frente a
la policía. Con el paso del tiempo este privilegio desapareció y
hubo allanamientos por las fuerzas del orden de lugares de culto,
residencias religiosas o monasterios, cuyos rectores eran acusados
de convertir los centros en reductos de la subversión.
En el País Vasco decenas de párrocos
colaboraban con los activistas de ETA, incluso con los que
perpetraban delitos de sangre, ocultándolos con frecuencia en las
sacristías, dándoles cobijo y confortándolos moralmente. Aunque las
demandas más extendidas reclamaban una democracia formal al uso,
muchos opositores a Franco entendían que el fin justificaba los
medios, y lo argumentaban blandiendo las enseñanzas del padre
Mariana sobre la licitud de asesinar al tirano.
Cuadernos para el
Diálogo germinó en ese cultivo indiscriminado en el que
convivían entrelazados la religión y los asuntos temporales.
Parecía desde luego la semilla de un partido demócrata-cristiano,
hasta que la presión de Peces-Barba por encaminarnos a todo el
equipo hacia el PSOE acabó por determinar una ruptura en el
interior del grupo. La revista, con el paso de no mucho tiempo y el
éxito conseguido, había crecido, y su empresa publicaba libros y
números especiales que le permitían autofinanciarse. O al menos eso
creíamos. A partir de la aprobación de la Ley Fraga, para dirigir
una publicación periódica era necesaria la obtención administrativa
de un carnet de prensa. Esta medida, destinada al control de los
medios una vez que había desaparecido la censura previa como tal,
era paradójicamente apoyada por amplios sectores de la profesión,
so pretexto de defender así sus derechos y luchar contra lo que
denominaban el «intrusismo». Ruiz-Giménez no tenía ese título ni
por tanto podía optar al susodicho carnet. De modo que tuvo que
abandonar, al menos formalmente, la dirección. Aquella era una
prueba más de la estúpida arbitrariedad de los burócratas. Ya se
decía por entonces que la de Franco era una dictadura terrible
mitigada por la ineficacia y la corrupción administrativas. Que
alguien que era catedrático de universidad, y había sido embajador
y ministro de Educación, no pudiera dirigir una publicación mensual
de pensamiento político por no poseer un carnet profesional
demostraba las motivaciones de control absoluto que se ocultaban
tras la supuesta lucha contra el intrusismo y por la llamada
«dignificación periodística». Comenzó entonces la ardua tarea de
buscarle sustituto a don Joaquín, cosa harto peliaguda porque Pedro
Altares, que ya era el hombre fuerte de la publicación, tampoco
tenía el carnet de marras. Y porque, aunque se tratara de encontrar
lo más parecido a un hombre de paja, los poderes del director, de
acuerdo con la ley, eran casi absolutos, habida cuenta de las
responsabilidades en las que incurría, tanto civiles y
administrativas como penales. Primero de manera soterrada y luego
más abiertamente, el caso de la sucesión se tornó en una discusión
interna sobre quién habría de determinar la línea editorial de un
medio convertido por entonces en casi el único referente de la
oposición a la dictadura más o menos tolerada en el interior del
país. Ruiz-Giménez consultó en persona con cada uno de nosotros
sobre la decisión que había de tomarse, y en la entrevista que
sostuvimos me dejó caer, casi como quien no quiere la cosa, que le
gustaría para el puesto alguien como Jaime Campmany, pero claro,
eso no iba a entenderlo el resto del equipo. Campmany, muy amigo de
mi familia, era un columnista de moda en las páginas de Arriba, diario que acabaría dirigiendo. Ludópata
empedernido y escritor de cierta garra aunque de atosigante
manierismo, que es una forma más de la cursilería, amén de poeta
frustrado, militaba ya –sin saberlo él mismo quizá– en las filas de
la reacción más castiza y provinciana que se pueda imaginar. Ni su
espíritu ni su letra tenían nada que ver con el proyecto de
Cuadernos, cosa que le hice ver a su
fundador. En realidad nunca supe si me sugirió el nombre
simplemente para ver mi reacción o si efectivamente era un
candidato que tenía in mente. Fuera como
fuera, después de una ardua búsqueda se llegó a la conclusión de
nombrar a un profesional sin brillo alguno que desempeñó el cargo
durante unos años antes de cederle el testigo a Félix Santos. A fin
de cuentas el poder real lo ostentaba Altares, que continuó
acercando las tesis de Cuadernos a las
defendidas por los socialistas, lo que desató una escisión
ideológica considerable en el seno del grupo fundacional. Para esa
época yo ya me había distanciado de este. Desempeñaba mis tareas
profesionales en la prensa de Madrid, me había casado y era padre
de dos hijos, y aunque mantenía el contacto con el núcleo
originario y pertenecía formalmente al comité de dirección, apenas
asistía a sus reuniones. Algunos demócratas cristianos, encabezados
por Óscar Alzaga, y entre los que se encontraban Juan Antonio
Ortega y Díaz-Ambrona, Eugenio Nasarre, José Juan Toharia, Julio
Rodríguez Aramberri, Javier Rupérez e Ignacio Camuñas, me enviaron
recados en el sentido de que había que parar los pies a los
socialistas con el fin de recuperar el ideario original que animaba
el proyecto. Me sentí completamente ajeno a aquella polémica aunque
expresé mi simpatía por las posiciones de mis antiguos amigos.
Intenté hablar con Altares para contribuir a la búsqueda de una
solución, pero era evidente que cualquier esfuerzo en ese sentido
estaba condenado al fracaso. Se me reprochaba además no haberme
ofrecido como potencial director «de paja» en ocasión del conflicto
sobre el carnet. Quedé sorprendido por la acusación, pues me
hubiera encantado dirigir Cuadernos,
incluso de forma vicaria, cosa que podría haber combinado con mis
otras tareas, pero mi prudencia o mi timidez me habían impedido
presentarme como candidato. En realidad me hubiera parecido una
osadía hacerlo, y todavía me lo parecería hoy.
La fundación de Cuadernos para el Diálogo, en muchos aspectos una
aventura juvenil, fue también para mí un acto iniciático político e
intelectual. Yo era aún casi un adolescente, empeñado en vivir mi
religiosidad de forma compatible con mis preocupaciones sociales y
mi talante liberal, forjado en el seno de mi propia familia pese a
la afiliación falangista de mi padre. Él nunca nos adoctrinó e hizo
gala de un respeto singular por nuestras actitudes y convicciones
de todo tipo. En el equipo de Cuadernos
gocé por vez primera de la oportunidad de colaborar con gentes de
toda clase de creencias, edad y procedencia social. Esa particular
ruptura del cascarón me ayudó a confrontarme con una realidad sobre
la que nadie me había ilustrado antes adecuadamente. De
Ruiz-Giménez aprendí a ponerme en el lugar del otro en las
discusiones, y procurar actuar en su nombre si las circunstancias
lo requerían. Se trataba de ejercer el cambio posible, renunciando
a lo mejor en beneficio de lo bueno; también asumí gracias a él la
fe en el diálogo y la búsqueda del consenso, cualidades que he
procurado ejercitar en todo momento a lo largo de mi vida y que hoy
escasean, por desgracia, en el panorama hispano.