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En el nombre del otro

 

—¡Saluda al ministro! ¡Brazo en alto!
—¡A sus órdenes, señor!
La primera vez que vi a Joaquín Ruiz-Giménez fue en el verano del año 55. Mi hermano mayor había pasado un mes en un campamento del Frente de Juventudes, la organización juvenil de Falange Española, y acudí con mis padres a la clausura del curso, presidida por el ministro de Educación, uno de cuyos hijos era también flecha en aquel grupo. «Flechas», por alusión al haz en el escudo del fascismo español, eran los alevines de la organización, que al graduarse recibían el nombre de «pelayos» en homenaje al mítico guerrero al que se atribuye el comienzo de la resistencia contra la invasión árabe de la península. Estaba yo visitando la tienda de campaña en la que se alojaba mi hermano, hurgando en el petate y comprobando la tensión de los vientos que mantenían erguida la lona, cuando entró un hombre alto, con porte a lo Gary Cooper y mirada encendida.
—¡Saluda al ministro! –exclamó mi padre.
Imitando a los chavales que me habían precedido en el gesto, me cuadré marcial ante la rigurosa anatomía de don Joaquín, levanté el brazo mirándole fijamente a los ojos y di un soberbio taconazo a la vez que grité con todas mis fuerzas:
—¡A sus órdenes, señor!
Me respondió con idéntico ademán y me dio las gracias. Esa fue la primera y última vez en mi vida que hice el saludo fascista, pese a haberme educado en un hogar de falangistas y a lo común que resultaba el gesto entre los jóvenes de la época.
Ruiz-Giménez había sido embajador en el Vaticano y ministro de Educación en los años cincuenta. Hombre de acendrada fe católica, hijo de un ministro liberal de Romanones que fue cuatro veces alcalde de Madrid con la monarquía, a él se debía en su mayor parte el éxito en la negociación con la Santa Sede para la firma del Concordato de 1953. Junto con el acuerdo sobre la instalación de bases militares estadounidenses en España, ese fue uno de los primeros indicios de la salida del país del gueto internacional al que estaba sometido. Como ministro, Ruiz-Giménez se esforzó por recuperar del exilio exterior e interior a prestigiosos profesores. Personajes como Antonio Tovar y Pedro Laín Entralgo, que habían marcado severas distancias respecto al franquismo después de militar abiertamente en sus filas, se incorporaron al gobierno de las universidades en Salamanca y Madrid. Por tímida que fuera, aquella parecía una primera apertura en la falda del régimen. Frente a ella los sectores más radicales de Falange pugnaban por recuperar un poder que veían seriamente amenazado. La tensión entre ambos bandos se hizo insoportable cuando en 1956 sucedieron grandes disturbios en la universidad española. Una manifestación de falangistas frente a la sede central de San Bernardo fue disuelta después de que uno de los integrantes de la marcha recibiera un tiro en la cabeza. Nunca se supo quién ni cómo efectuó el disparo, pero muchos supusieron que se trataba de un acto provocador de la policía.
Aquellos disturbios desencadenaron una caza de brujas que acabó con la detención de los dirigentes juveniles comunistas, entre ellos Enrique Múgica y Javier Pradera. También sirvieron para acabar con el experimento más o menos aperturista del ministro, destituido de forma casi fulminante. A partir de entonces comenzó una evolución espiritual que le llevaría a la ruptura con el dictador. Se refugió en el ejercicio de la docencia jurídica en Salamanca y asistió como perito a los trabajos del Concilio Vaticano II. Las ideas y el comportamiento político de don Joaquín experimentaron gradualmente una considerable mutación, encaminándole a posiciones cada vez más democráticas y comprometidas con la realidad social. A su regreso del concilio, en conversación con determinados prebostes del régimen, le preguntaron si a su juicio la estructura del Estado español era conforme o no a la nueva doctrina de la Iglesia. «Esto hay que cambiarlo, y cambiarlo en profundidad –les dijo–. Tenemos que hacerlo además en diálogo con todos, sin necesidad de condenar una cosa u otra.»
En esa declaración alumbraba ya el proyecto de crear Cuadernos para el Diálogo, la publicación mensual que marcó un precedente indudable respecto a lo que habría de ser la futura Transición a la democracia. La revista nació desde el primer día con la definida intención política de establecer puentes entre el régimen y la oposición como método para ir facilitando un cambio democrático. También demostró un rasgo de modernidad casi inédito en aquellas fechas: estaba realizada conjuntamente por profesores y alumnos, de modo que el diálogo al que aludía su nombre era no solamente político o cultural, sino también generacional, en un intento de dar protagonismo y voz a quienes no habíamos vivido la guerra pero sufríamos sus inmediatas secuelas. Eso me permitió, a mis dieciocho años, integrar el grupo fundador y ser miembro de su consejo de redacción. Cuadernos salió a la calle con muy pocos medios, financiada casi exclusivamente por el propio Ruiz-Giménez y un par de amigos suyos. La primera reunión formal para su fundación se celebró en los locales de la Papelera Española, de la que don Joaquín era presidente, pero enseguida nos mudamos, alternativamente, a su domicilio particular o a su despacho profesional, instalado en un hermoso edificio del barrio de Salamanca que era ni más ni menos que la vivienda de la madre del profesor. Doña Antonia, persona ya muy entrada en años, no dejó ni un solo día de hacernos los honores como anfitriona y obsequiarnos con dulces y pastas durante las largas y acaloradas sesiones del consejo editorial. La voluntad y el entusiasmo de un puñado de gentes suplieron así desde el comienzo la ausencia de un entorno profesional adecuado. La informalidad del marco en que se desarrollaban los trabajos nos permitía, de paso, aunque injusta e ingenuamente, suponer que todo aquello se llevaba a cabo en un ámbito de semiclandestinidad.
La revista tenía una orientación inequívocamente demócrata-cristiana, basada en el pensamiento personalista de Mounier y Maritain, en el que Peces-Barba nos había introducido a muchos de nosotros. Pero enseguida acogió en sus páginas y en sus órganos de dirección a sectores y representantes marxistas. Descollaba entre ellos Marcelino Camacho, histórico líder de Comisiones Obreras y del partido comunista, con el que Ruiz-Giménez mantenía una estrecha relación desde que le había apoyado políticamente y había sido su defensor en ocasión de unas huelgas organizadas por Camacho en Perkins Hispania, sociedad que el propio don Joaquín presidía cuando estallaron las revueltas.
Cuadernos se esforzó en impulsar el diálogo cristiano-marxista, de modo que se convirtió en privilegiado lugar de encuentro entre miembros de la oposición activa al franquismo y antiguos e incluso recientes colaboradores del régimen; desde un principio, el gobierno exhibió una beligerante hostilidad, teñida de la chulería habitual de la época, hacia la publicación y hacia quienes la hacíamos. Llenaron a Ruiz-Giménez de insultos y descalificaciones personales (era frecuente en los sectores oficiales referirse a él como «sor Intrépida»), investigaron a sus colaboradores, entorpecieron sus carreras académicas, ridiculizaron el proyecto y trataron de desprestigiarlo por todos los medios. Mientras tanto el mensual se fue escorando progresivamente hacia posiciones socialistas y al final las adoptó de manera casi abierta, aunque nunca militante, dada la influencia de Gregorio Peces-Barba y Pedro Altares, que, fugitivos de sus iniciales convicciones demócrata-cristianas, habían ingresado en el PSOE y constituían ya un núcleo poderoso del socialismo católico en nuestro país. El devenir de Cuadernos hizo que Ruiz-Giménez se distanciara más y más del franquismo pese a que se esforzó en mantener relaciones cordiales con sus representantes y buscó siempre la coherencia personal de sus propias actitudes. Muchos intelectuales de su generación siguieron idéntico camino, aunque muy pocos optaron por la vía del activismo político.
Recién estrenada la democracia don Joaquín se presentó a las primeras elecciones como líder de un partido de nueva creación, de inspiración demócrata-cristiana, aunque con talante y nombre progresistas. Contaba con el apoyo de algunos personajes históricos de fuste, pero la acertada decisión de la Iglesia española, gobernada entonces por el cardenal Tarancón, de no alentar políticas confesionales hizo que las formaciones y las personalidades de perfil democristiano cosecharan una derrota estrepitosa. Mientras, otros políticos cristianos y demócratas, seguramente mucho más lo primero que lo segundo, de pronunciado talante conservador cuando no abiertamente colaboracionistas con la dictadura, encontraban acomodo y futuro en las filas de UCD. La no presencia de Ruiz-Giménez en el primer Parlamento democrático tras la muerte de Franco constituyó una injusticia histórica y, de paso, una prueba palpable de la pureza de sus planteamientos, de su vocación de servicio y su nula ambición de poder. Dicha injusticia se vería luego coronada por el cierre de la propia revista, convertida por entonces en semanario de información política. La persona y la institución que más habían hecho, en condiciones muy difíciles, por elaborar el espíritu de consenso y reconciliación entre los españoles que haría posible la Transición fueron víctimas primerizas de esta. Tuvo que llegar el partido socialista al poder para que pudiera repararse no solo aquel auténtico fallo moral en que había incurrido el proceso, sino la ausencia lamentable en las tareas de reconstrucción democrática de uno de los políticos más brillantes y honestos con que contaba España. En 1982, Joaquín Ruiz-Giménez fue nombrado, por votación de una amplísima mayoría del Congreso, primer Defensor del Pueblo en nuestro país. Eso le permitió ejercer las responsabilidades del cargo y, sobre todo, delinear sus competencias y dotarlo de una funcionalidad que posteriormente ha ido perdiendo.
Mi participación en Cuadernos para el Diálogo fue muy intensa en el inicio. Todavía guardo una vieja cartera de piel que el propio don Joaquín, como le llamábamos tan afectuosa como respetuosamente, me entregó en la despedida que el equipo me ofreció cuando, en 1964, partí para ampliar estudios de periodismo en Europa. La revista había visto la luz menos de un año antes, y yo había estado presente y activo en cuantas reuniones previas tuvieron lugar para su preparación. El grupo original era una amalgama curiosa de profesores, la mayoría agregados a la cátedra del fundador, y estudiantes. Estos últimos, entre los que me encontraba, habían sido convocados por Peces-Barba, que cursaba el último año de la carrera y se desempeñaba como ayudante de Ruiz-Giménez en las clases de Derecho Natural. Éramos fundamentalmente cinco amigos, de edades diferentes y consecutivas. Además de Gregorio (el mayor de todos) y de mí (el más joven) estaban Ignacio Camuñas, Javier Rupérez y Julio Rodríguez Aramberri. En la CUMI combinábamos la acción política con la apostólica y los ratos de ocio. Nos veíamos de continuo, puede decirse que estábamos constantemente juntos, y nos desplazábamos en un Seat 600 propiedad de la familia de Rupérez. Mi padre se mofaba de nosotros: «Sois como Maura y su partido», en referencia a la chusca anécdota que se contaba de quien fue primer ministro con la monarquía alfonsina. Decían que su facción era tan pequeña que cabía en un taxi.
Entre los profesores, el más activo en las tareas de la revista era Mariano Aguilar Navarro, catedrático de Derecho Internacional Privado, abierto opositor a Franco. También había antiguos colaboradores de Ruiz-Giménez, como el general Francisco Sintes Obrador, un artillero que fue director general de Archivos y Bibliotecas con don Joaquín en el ministerio y le profesaba una lealtad absoluta. La presencia entre nosotros de un jefe del ejército todavía en activo nos intimidaba y tranquilizaba a un tiempo, aunque respondía a los motivos fundacionales de la publicación: Ruiz-Giménez creía todavía entonces que el franquismo podía y debía evolucionar hacia algún tipo de democracia, y no solo había convocado a Sintes sino que invitó a colaborar a personajes afectos al régimen tan insólitos como Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de la Falange, y otros conspicuos representantes de la dictadura. Incluso, no mucho antes del lanzamiento de la revista, aceptó ser designado por el propio Franco miembro del Consejo Nacional del Movimiento, del que dimitiría poco después tras un serio altercado con Jesús Fueyo, un siniestro intelectual de la Falange con el que casi llegó a las manos, o cuando menos se agarraron de las solapas, después de que acusara de traidor al ex ministro. Fueyo era un dipsómano incontinente y un notable cínico; se le atribuía una frase que encerraba en sí misma todo el sentido de su ideario político: «Yo ministro, aunque sea de Marina». Nunca lo consiguió.
Como yo era el único periodista profesional en el colectivo inicial de Cuadernos, se me encargó la confección tipográfica de la publicación y el trato con la imprenta. Se incorporó para ayudarme en esas tareas Pedro Altares, un militante católico de base al que habíamos conocido a través del jesuita padre Marzal. Con ellos y con Peli, la novia de Pedro, organizábamos lecturas de teatro, que era una de nuestras grandes aficiones y también una forma de internarnos en la cultura prohibida. A puerta cerrada y El Diablo y el buen Dios fueron algunas de las obras que representamos verbalmente. En el pisito de la congregación, amén de esos espectáculos, organizábamos también guateques donde mezclábamos con cierta turbiedad el cortejo amoroso a las invitadas con la meditación en la capilla, instalada en una de las habitaciones del apartamento. Pasábamos allí largas horas de estudio y promovíamos encuentros con algunos intelectuales. Para ayudarnos a mantener el cerebro despierto en el tiempo de exámenes consumíamos grandes cantidades de anfetaminas que comprábamos sin dificultad alguna en los pasillos de la facultad. La religión, la política y el sexo (más bien su ausencia) se mezclaban en un batiburrillo de relaciones en el que sobresalía la discusión acerca del futuro de España.
Cuadernos tuvo una gran acogida entre la opinión pública. En su primer número yo firmé un artículo titulado «Diálogo para la acción». Era un intento de conciliar la reflexión social cristiana con la praxis marxista y constituía una llamada a poner en práctica el compromiso temporal o lo que la teología francesa más a la moda llamaba l’engagement. Nuestro grupo se hallaba muy influido por las ideas de aquellos pensadores de la vanguardia católica, que en alguna medida precedieron a la teología de la liberación. Se debió sobre todo al peso de Enrique Miret Magdalena, por entonces presidente de los Hombres de Acción Católica, con el que mantuvimos un seminario de análisis e interpretación del marxismo. Aunque yo estudiaba Filosofía, la enseñanza de las teorías de Karl Marx brillaba por su ausencia en las aulas de la facultad, y la mayoría de sus libros, si no todos, al igual que los de Engels, estaban prohibidos por la censura. Los jóvenes de hoy no pueden ni siquiera imaginar las dificultades de todo tipo que en los años cincuenta y sesenta teníamos que sortear para hacernos con las obras que nos interesaban, y que debíamos comprar en nuestros desplazamientos al extranjero o pedir a algún librero que las importaba clandestinamente.
Miret era un intelectual hecho a sí mismo, dueño de una pequeña empresa familiar de la que cuidaba personalmente, pero dedicado la mayor parte del tiempo al estudio y la actividad apostólica. Se incluía sin ambages en las corrientes izquierdistas o sociales del cristianismo y, pese a la gran diferencia de edad que nos separaba, trabé con él una gran amistad que me acompañó hasta su muerte, ya entrado el siglo XXI. Tenía una espléndida biblioteca y nos enseñó a interpretar el marxismo a la luz de los pensadores católicos franceses, entre los que sobresalía el jesuita Jean-Yves Calvez. Gracias a él conocimos asimismo la obra de otros muchos autores que habían comenzado a elaborar una doctrina del catolicismo volcada hacia el compromiso con el pueblo y la justicia social. Otro de los asiduos a nuestras tertulias era José María González Ruiz, teólogo oficial del concilio y canónigo de la catedral de Málaga. González Ruiz, Cheuá para los amigos, daba enormes dolores de cabeza a la jerarquía episcopal de su tiempo. Sus revolucionarias tesis teológicas ponían en jaque la doctrina eclesiástica tradicional. Fue sonado el escándalo que originó una declaración suya en el sentido de que Dios deja solo al hombre, hasta el punto de que su futuro depende exclusivamente de su libre albedrío y las circunstancias que lo condicionen, pero no de intervención sobrenatural alguna. Esta consideración me ha iluminado perdurablemente, aunque ya entonces la veía salpicada por las alusiones sartrianas a la angustia existencial: frente a la libertad dudosa de la que podíamos disfrutar, y que el franquismo había anulado, estábamos arrojados sin más a una existencia sin un antes ni un después. Por eso solo lográbamos superar la amargura desde el optimismo incomprensible de la fe. También el cura Marzal, al que antes cité y era otro de nuestros maestrillos de cabecera, solía decir que él era marxista pero optimista. La lucha contra el determinismo de la historia era casi lo único que nos quedaba a la hora de diferenciarnos intelectualmente del comunismo de la época.
Ruiz-Giménez avizoró mejor que nadie entre los políticos españoles que el futuro de nuestro país sería democrático, pero no habría en realidad una vuelta de la tortilla: se haría a partir de una reconciliación efectiva y real entre los vencedores y los vencidos, mejor aún, entre los hijos de los vencedores y los hijos de los vencidos de la Guerra Civil. Su reclamo del diálogo hacía referencia a ese intento de reunir las dos Españas machadianas, y a su firme deseo de que el cambio político se produjera sin violencia. Sorprendía el respeto que mantenía por la figura de Franco, al que había servido como embajador y como ministro, y sobre el que no acostumbraba a decir nada que le descalificara personalmente. Sin duda ese respeto era también para con su propia historia. Pero al mismo tiempo se rodeaba en el consejo editorial de un buen número de demócratas y liberales de todo signo, muchos de los cuales habían sufrido persecución, tortura y cárcel por su militancia política.
El grupo de estudiantes que colaboramos en la fundación de Cuadernos se formó en ese ambiente que hacía preludiar ya Mayo del 68. Cuando Herbert Marcuse comenzó a agitar a sus seguidores en la Universidad Libre de Berlín, quienes habíamos asistido a las reuniones dirigidas por Miret en los locales en que paradójicamente luego se instalaría la COPE, la emisora episcopal vocera de lo más rancio y cavernícola de la reacción, comprendimos enseguida de qué se trataba. La revolución universitaria fue la primera insurrección popular contra un sistema instalado en la Guerra Fría y la dialéctica del terror nuclear. Pero en el caso español se sumaban además el inconformismo frente a la dictadura y el intento de construir un país, como decíamos entonces, normal. Ser normal era para nosotros ser como Francia o Italia, donde funcionaban los partidos políticos y los sindicatos, había elecciones libres, las costumbres no eran vigiladas por la inquisición eclesiástica y el desarrollo económico galopaba a lomos de los trabajadores inmigrantes, del sur de Europa y el norte de África.

 

***

 

Aunque la Iglesia española haya estado alineada en los albores del siglo XXI con lo más granado de la reacción y el oscurantismo, el actual ejemplo del papa Francisco y sus manifestaciones tantas veces provocadoras nos permiten finalmente comprender la influencia que el cristianismo de base tuvo en los movimientos políticos y sindicales de oposición al régimen franquista. Prohibidas como estaban todo tipo de asociaciones que no apoyaran a la dictadura, comunistas, liberales y socialistas encontraban en los movimientos apostólicos una auténtica tapadera para llevar a cabo sus actividades clandestinas. No se trataba de una simple añagaza. Un sector del clero de base estaba claramente identificado con las demandas de democracia y los templos eran frecuentemente utilizados, según ya he dicho, para reuniones políticas y sindicales, protegidos como estaban frente a la policía. Con el paso del tiempo este privilegio desapareció y hubo allanamientos por las fuerzas del orden de lugares de culto, residencias religiosas o monasterios, cuyos rectores eran acusados de convertir los centros en reductos de la subversión.
En el País Vasco decenas de párrocos colaboraban con los activistas de ETA, incluso con los que perpetraban delitos de sangre, ocultándolos con frecuencia en las sacristías, dándoles cobijo y confortándolos moralmente. Aunque las demandas más extendidas reclamaban una democracia formal al uso, muchos opositores a Franco entendían que el fin justificaba los medios, y lo argumentaban blandiendo las enseñanzas del padre Mariana sobre la licitud de asesinar al tirano.
Cuadernos para el Diálogo germinó en ese cultivo indiscriminado en el que convivían entrelazados la religión y los asuntos temporales. Parecía desde luego la semilla de un partido demócrata-cristiano, hasta que la presión de Peces-Barba por encaminarnos a todo el equipo hacia el PSOE acabó por determinar una ruptura en el interior del grupo. La revista, con el paso de no mucho tiempo y el éxito conseguido, había crecido, y su empresa publicaba libros y números especiales que le permitían autofinanciarse. O al menos eso creíamos. A partir de la aprobación de la Ley Fraga, para dirigir una publicación periódica era necesaria la obtención administrativa de un carnet de prensa. Esta medida, destinada al control de los medios una vez que había desaparecido la censura previa como tal, era paradójicamente apoyada por amplios sectores de la profesión, so pretexto de defender así sus derechos y luchar contra lo que denominaban el «intrusismo». Ruiz-Giménez no tenía ese título ni por tanto podía optar al susodicho carnet. De modo que tuvo que abandonar, al menos formalmente, la dirección. Aquella era una prueba más de la estúpida arbitrariedad de los burócratas. Ya se decía por entonces que la de Franco era una dictadura terrible mitigada por la ineficacia y la corrupción administrativas. Que alguien que era catedrático de universidad, y había sido embajador y ministro de Educación, no pudiera dirigir una publicación mensual de pensamiento político por no poseer un carnet profesional demostraba las motivaciones de control absoluto que se ocultaban tras la supuesta lucha contra el intrusismo y por la llamada «dignificación periodística». Comenzó entonces la ardua tarea de buscarle sustituto a don Joaquín, cosa harto peliaguda porque Pedro Altares, que ya era el hombre fuerte de la publicación, tampoco tenía el carnet de marras. Y porque, aunque se tratara de encontrar lo más parecido a un hombre de paja, los poderes del director, de acuerdo con la ley, eran casi absolutos, habida cuenta de las responsabilidades en las que incurría, tanto civiles y administrativas como penales. Primero de manera soterrada y luego más abiertamente, el caso de la sucesión se tornó en una discusión interna sobre quién habría de determinar la línea editorial de un medio convertido por entonces en casi el único referente de la oposición a la dictadura más o menos tolerada en el interior del país. Ruiz-Giménez consultó en persona con cada uno de nosotros sobre la decisión que había de tomarse, y en la entrevista que sostuvimos me dejó caer, casi como quien no quiere la cosa, que le gustaría para el puesto alguien como Jaime Campmany, pero claro, eso no iba a entenderlo el resto del equipo. Campmany, muy amigo de mi familia, era un columnista de moda en las páginas de Arriba, diario que acabaría dirigiendo. Ludópata empedernido y escritor de cierta garra aunque de atosigante manierismo, que es una forma más de la cursilería, amén de poeta frustrado, militaba ya –sin saberlo él mismo quizá– en las filas de la reacción más castiza y provinciana que se pueda imaginar. Ni su espíritu ni su letra tenían nada que ver con el proyecto de Cuadernos, cosa que le hice ver a su fundador. En realidad nunca supe si me sugirió el nombre simplemente para ver mi reacción o si efectivamente era un candidato que tenía in mente. Fuera como fuera, después de una ardua búsqueda se llegó a la conclusión de nombrar a un profesional sin brillo alguno que desempeñó el cargo durante unos años antes de cederle el testigo a Félix Santos. A fin de cuentas el poder real lo ostentaba Altares, que continuó acercando las tesis de Cuadernos a las defendidas por los socialistas, lo que desató una escisión ideológica considerable en el seno del grupo fundacional. Para esa época yo ya me había distanciado de este. Desempeñaba mis tareas profesionales en la prensa de Madrid, me había casado y era padre de dos hijos, y aunque mantenía el contacto con el núcleo originario y pertenecía formalmente al comité de dirección, apenas asistía a sus reuniones. Algunos demócratas cristianos, encabezados por Óscar Alzaga, y entre los que se encontraban Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona, Eugenio Nasarre, José Juan Toharia, Julio Rodríguez Aramberri, Javier Rupérez e Ignacio Camuñas, me enviaron recados en el sentido de que había que parar los pies a los socialistas con el fin de recuperar el ideario original que animaba el proyecto. Me sentí completamente ajeno a aquella polémica aunque expresé mi simpatía por las posiciones de mis antiguos amigos. Intenté hablar con Altares para contribuir a la búsqueda de una solución, pero era evidente que cualquier esfuerzo en ese sentido estaba condenado al fracaso. Se me reprochaba además no haberme ofrecido como potencial director «de paja» en ocasión del conflicto sobre el carnet. Quedé sorprendido por la acusación, pues me hubiera encantado dirigir Cuadernos, incluso de forma vicaria, cosa que podría haber combinado con mis otras tareas, pero mi prudencia o mi timidez me habían impedido presentarme como candidato. En realidad me hubiera parecido una osadía hacerlo, y todavía me lo parecería hoy.
La fundación de Cuadernos para el Diálogo, en muchos aspectos una aventura juvenil, fue también para mí un acto iniciático político e intelectual. Yo era aún casi un adolescente, empeñado en vivir mi religiosidad de forma compatible con mis preocupaciones sociales y mi talante liberal, forjado en el seno de mi propia familia pese a la afiliación falangista de mi padre. Él nunca nos adoctrinó e hizo gala de un respeto singular por nuestras actitudes y convicciones de todo tipo. En el equipo de Cuadernos gocé por vez primera de la oportunidad de colaborar con gentes de toda clase de creencias, edad y procedencia social. Esa particular ruptura del cascarón me ayudó a confrontarme con una realidad sobre la que nadie me había ilustrado antes adecuadamente. De Ruiz-Giménez aprendí a ponerme en el lugar del otro en las discusiones, y procurar actuar en su nombre si las circunstancias lo requerían. Se trataba de ejercer el cambio posible, renunciando a lo mejor en beneficio de lo bueno; también asumí gracias a él la fe en el diálogo y la búsqueda del consenso, cualidades que he procurado ejercitar en todo momento a lo largo de mi vida y que hoy escasean, por desgracia, en el panorama hispano.