ROBERT LOUIS STEVENSON
LA NUEVAS NOCHES ÁRABES. MARKHEIM
Noches pasadas, me detuvo un desconocido en la calle Maipú.
—Borges, quiero agradecerle una cosa —me dijo.
Le pregunté qué era y me contestó:
—Usted me ha hecho conocer a Stevenson.
Me sentí justificado y feliz. Estoy seguro de que el lector de este volumen compartirá esa gratitud. Como el de Montaigne o el de sir Thomas Browne, el descubrimiento de Stevenson es una de las perdurables felicidades que puede deparar la literatura.
Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo a principios de 1850. Sus padres fueron ingenieros constructores de faros; una línea famosa rememora las torres que fundaron y las lámparas que encendieron. Su vida fue dura y valerosa. Guardó hasta el fin, como él escribió de un amigo suyo, la voluntad de sonreír. La tuberculosis lo llevó de Inglaterra al Mediterráneo, del Mediterráneo a California, de California, definitivamente, a Samoa, en el otro hemisferio. Murió en 1894. Los nativos lo llamaban Tusitala, el narrador de cuentos; Stevenson abordó todos los géneros, incluso la plegaria, la fábula y la poesía, pero la posteridad prefiere recordarlo como narrador. Abjuró del calvinismo, pero creía, como los hindúes, que el universo está regido por una ley moral y que un rufián, un tigre o una hormiga saben que hay cosas que no deben hacer.
Andrew Lang celebró en 1891 «las aventuras del príncipe Floristán en un Londres de cuento de hadas». Ese Londres fantástico, el de los dos relatos iniciales de nuestro libro, fue soñado por Stevenson en 1882. En la primera década de este siglo lo exploraría, venturosamente para nosotros, el Padre Brown. El estilo de Chesterton es barroco; el de Stevenson, irónico y clásico.
El alter ego, que los espejos del cristal y del agua han sugerido a las generaciones, preocupó siempre a Stevenson. Cuatro variaciones de ese tema están en su obra. La primera, en la hoy olvidada comedia Deacon Brodie, que escribió en colaboración con W. E. Henley y cuyo héroe es un ebanista que es también un ladrón. La segunda, en el relato alegórico Markheim, cuyo fin es imprevisible y fatal. La tercera, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, cuyo argumento le fue dado por una pesadilla. Esa historia ha sido llevada más de una vez al cinematógrafo; los directores invariablemente encargan a un solo actor el papel de ambos personajes, lo que destruye la sorpresa del fin. La cuarta, en la balada Ticonderoga, donde el doble, el fetch, viene a buscar a su hombre, un highlander, para encaminarlo a la muerte.
Robert Louis Stevenson es uno de los autores más escrupulosos, más inventivos y más apasionados de la literatura. André Gide ha escrito de Stevenson: «Si la vida lo embriaga, es como un ligero champagne».