EDWARD GIBBON

PÁGINAS DE HISTORIA Y DE AUTOBIOGRAFÍA

Edward Gibbon nació en las cercanías de Londres, el día 27 de abril de 1737. Su linaje era antiguo pero no especialmente ilustre, si bien algún antepasado suyo fue marmorarius o arquitecto del rey en el siglo XIV. Su madre, Judith Porten, parece haberlo desatendido durante los años azarosos de su niñez. La devoción de una tía soltera, Catherine Porten, le permitió sobreponerse a diversas y tenaces enfermedades. Gibbon la llamaría después la verdadera madre de su mente y de su salud; de ella aprendió a leer y a escribir, a una edad tan temprana que pudo olvidar su aprendizaje y casi creer que esas facultades eran innatas. A los siete años adquirió, a costa de algunas lágrimas y de mucha sangre, un conocimiento rudimentario de la sintaxis latina. Las fábulas de Esopo, las epopeyas de Homero en la majestuosa versión de Alexander Pope y Las mil y una noches que Galland acababa de revelar a la imaginación europea fueron sus lecturas preferidas. A estas magias orientales hay que agregar otras del orbe clásico: las Metamorfosis de Ovidio leídas en el texto original.

A la edad de catorce años recibió, en una biblioteca de Wiltshire, el primer llamado de la historia: un volumen suplementario de la historia romana de Echard le descubrió las vicisitudes del Imperio después de la caída de Constantino. «Yo estaba abstraído en la travesía del Danubio por los godos, cuando la campana de la comida me hizo dejar de mala gana mi festín intelectual». Después de Roma, el Oriente fascinó a Gibbon, y éste cursó la biografía de Mahoma en versiones francesas o latinas de textos árabes. De la historia pasó, por gravitación natural, a la geografía y a la cronología, e intentó conciliar, a los quince años, los sistemas de Scalígero y de Petavio, de Marsham y de Newton. Por aquellos años, ingresó en la Universidad de Cambridge. Después escribiría: «No tengo por qué reconocer una deuda imaginaria para asumir el mérito de una justa o generosa retribución». Sobre la antigüedad de Cambridge observa: «Quizás intentaré alguna vez un examen imparcial de las fabulosas o genuinas edades de nuestras universidades hermanas, tema que ha encendido tantas encarnizadas y necias discusiones entre sus fanáticos hijos. Limitémonos ahora a reconocer que ambas venerables instituciones son lo bastante viejas para acusar todos los prejuicios y achaques de la decrepitud. Los profesores —nos dice— habían absuelto su conciencia de la tarea de leer, pensar o escribir»; su silencio [no era obligatorio asistir a las clases] hizo que el joven Gibbon ensayara por su cuenta estudios teológicos. Una lectura de Bossuet lo convirtió a la fe católica; creyó o creyó creer —nos dice— en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Un jesuita lo bautizó en la fe de Roma. Gibbon envió a su padre una larga epístola polémica, «escrita con toda la pompa, dignidad y complacencia de un mártir». Ser estudiante de Oxford y ser católico eran estados incompatibles; el joven y fervoroso apóstata fue expulsado por las autoridades universitarias y su padre lo envió a Lausanne, que era entonces un baluarte del calvinismo. Se alojó en casa de un pastor protestante, el señor Pavilliard, que al cabo de dos años de diálogo lo condujo al recto camino. Cinco años pasó Gibbon en Suiza; el hábito de la lengua francesa y la frecuentación de sus letras fueron el resultado más importante de este período. A estos años corresponde el único episodio sentimental que registra la biografía de Gibbon: su amor por Mlle. Curchod, que fue después madre de Mme. de Staël. El señor Gibbon prohibió epistolarmente la boda: Edward «suspiró como amante, pero obedeció como hijo».

En 1758 regresó a Inglaterra; su primera tarea literaria fue la formación gradual de una biblioteca. Ni la ostentación, ni la vanidad intervinieron en la compra de los volúmenes y, al cabo de los años, pudo aprobar la tolerante máxima de Plinio, que dice que no hay libro tan malo que no encierre algo de bueno[1]. En 1761 apareció su primera publicación, redactada en francés, que seguía siendo el idioma de su intimidad. Se titulaba Essai sur l’étude de la littérature y vindicaba las letras clásicas, entonces algo desdeñadas por los enciclopedistas. Gibbon nos dice que su trabajo fue recibido en Inglaterra con fría indiferencia, poco leído y rápidamente olvidado.

Un viaje a Italia que inició en abril de 1765, le exigió varios años de lecturas preliminares. Conoció a Roma; su primera noche en la ciudad eterna fue una noche de insomnio, como si ya presintiera y ya lo inquietara el rumor de los millares de palabras que integrarían su historia. En su autobiografía escribe que no puede olvidar ni expresar las fuertes emociones que lo agitaron. Fue en las ruinas del Capitolio, mientras los frailes descalzos cantaban vísperas en el templo de Júpiter, que vislumbró la posibilidad de escribir la declinación y la caída de Roma. Al principio la vastedad de la empresa lo intimidó, y optó por escribir una historia de la independencia de Suiza, obra que no terminaría.

Por aquellos años ocurrió un singular episodio. Los deístas, al promediar el siglo XVIII, argüían que el Antiguo Testamento no es de origen divino, ya que sus páginas no enseñan que el alma es inmortal ni registran una doctrina de futuros castigos y recompensas. A despecho de algunos pasajes ambiguos, la observación es justa; Paul Deussen, en su Die Philosophie der Bibel, declara: «Al principio, los semitas no tuvieron conciencia alguna de la inmortalidad del alma. Esta inconsciencia duró hasta que los hebreos se relacionaron con los iranios». En 1737, el teólogo inglés William Warburton publicó un extenso tratado que se titula The Divine Legation of Moses, en el que paradójicamente se razona que la omisión de toda referencia a la inmortalidad es un argumento a favor de la autoridad divina de Moisés, que se sabía enviado por el Señor y no necesitaba recurrir a premios o castigos sobrenaturales. El razonamiento era ingenioso, pero Warburton previó que los deístas le opondrían el paganismo griego, que tampoco enseñó futuros castigos y recompensas y que, sin embargo, no era divino. Para salvar su tesis, Warburton resolvió atribuir un sistema de premios y de penas ultraterrenas a la religión griega y sostuvo que éstos eran revelados en los misterios eleusinos. Démeter había perdido a su hija Perséfone, robada por Hades, y al cabo de años de vagar por el mundo entero, dio con ella en Eleusis. Tal es el origen mítico de los ritos; éstos, que al principio fueron agrarios —Démeter es diosa del trigo—, simbolizaron después, por una suerte de metáfora análoga a la que usaría san Pablo (así también es la resurrección de los muertos; se siembra en corrupción, se levantará en incorrupción), la inmortalidad. Perséfone renace de los reinos subterráneos de Hades; el alma renacerá de la muerte. La leyenda de Démeter consta en uno de los himnos homéricos, donde se lee asimismo que el iniciado será feliz después de la muerte. Warburton, pues, parece haber tenido razón en aquella parte de su tesis que se refiere al sentido de los misterios; no así en otra que agregó como una suerte de lujo y que el joven Gibbon censuró. El sexto libro de la Eneida refiere el viaje del héroe y de la Sibila a las regiones infernales; Warburton conjeturó que representaba la iniciación de Eneas como legislador en los misterios de Eleusis. Eneas, ejecutado su descenso al Averno y a los Campos Elíseos, sale por la puerta de marfil, que corresponde a los sueños vanos, no por la de cuerno, que es la de los sueños proféticos; esto puede significar que el infierno es fundamentalmente irreal, o que el mundo al que regresa Eneas también lo es, o que Eneas, individuo, es un sueño, como tal vez lo somos nosotros. El episodio entero, según Warburton, no es ilusorio sino mímico. Virgilio habría descrito en esa ficción el mecanismo de los misterios; para borrar o mitigar la infidencia así cometida habría hecho que el héroe saliera por la puerta de marfil, que, según se ha dicho, corresponde a las falsedades. Sin esta clave, resulta inexplicable que Virgilio sugiera que es apócrifa una visión que profetiza la grandeza de Roma. Gibbon, en un trabajo anónimo de 1770, razonó que si Virgilio no había sido iniciado, no podía revelar lo que no había visto, y, si lo habían iniciado, tampoco, ya que esta revelación habría constituido (para el sentimiento pagano) una profanación y una infamia. Quienes traicionaban el secreto eran condenados a muerte y crucificados públicamente; la justicia divina podía anticiparse a esta decisión y era temerario vivir bajo el mismo techo que el miserable a quien se atribuía este crimen. Estas Critical Observations de Gibbon fueron su primer ejercicio de prosa inglesa, apunta Cotter Morison, y tal vez el más claro y el más directo. Warburton optó por el silencio.

A partir de 1768, Gibbon se dedicó a las tareas preliminares de su empresa; sabía, casi de memoria, los clásicos, y ahora leyó o releyó, pluma en mano, todas las fuentes originales de la historia romana desde Trajano hasta el último César del Occidente. Sobre estos textos arrojó, para repetir sus propias palabras, «los rayos subsidiarios de medallas y de inscripciones, de la geografía y de la cronología».

Siete años le exigió la redacción del primer volumen que apareció en 1776 y que se agotó en pocos días. La obra motivó felicitaciones de Robertson y de Hume, y lo que Gibbon llamaría casi una biblioteca de polémica. «La primera descarga de la artillería eclesiástica» (se transcriben aquí sus propias palabras) lo aturdió, pero no tardó en sentir que este vano estrépito sólo era dañino en el propósito, y replicó desdeñosamente a sus contradictores. Refiriéndose a Davies y Chelsum dice que una victoria sobre tales antagonistas era una humillación suficiente.

Dos volúmenes subsiguientes de la Declinación y caída aparecieron en 1781; su materia era histórica, no religiosa, y no suscitaron controversias, pero fueron leídos, afirma Rogers, con silenciosa avidez. La obra fue concluida en Lausanne en 1783. La fecha de los tres últimos volúmenes es de 1788.

Gibbon fue miembro de la Cámara de los Comunes; su actuación política no merece mayor comentario. Él mismo ha confesado que su timidez lo incapacitó para los debates y que el éxito de su pluma desalentó los esfuerzos de su voz.

La redacción de su autobiografía ocupó los años finales del historiador. En abril de 1793, la muerte de lady Sheffield determinó su regreso a Inglaterra. Gibbon murió sin agonía el 15 de enero de 1794, al cabo de una breve enfermedad. Las circunstancias de su muerte están referidas en el ensayo de Lytton Strachey.

Es arriesgado atribuir inmortalidad a una obra literaria. Este riesgo se agrava si la obra es de índole histórica y ha sido redactada siglos después de los acontecimientos que estudia. Sin embargo, si nos resolvemos a olvidar algunos malhumores de Coleridge, o alguna incomprensión de Sainte-Beuve, el consenso crítico de Inglaterra y del continente ha prodigado, durante unos doscientos años, el título de clásica a La historia de la declinación y caída del Imperio romano, y se sabe que este calificativo incluye la connotación de inmortalidad. Las propias deficiencias, o, si se quiere, abstenciones de Gibbon, son favorables a la obra. Si ésta hubiera sido escrita en función de tal o cual teoría, la aprobación o desaprobación del lector dependerían del juicio que la tesis pudiera merecerle. Tal no es, ciertamente, el caso de Gibbon. Fuera de aquella prevención contra el sentimiento religioso en general y contra la fe cristiana en particular que declara en ciertos famosos capítulos, Gibbon parece abandonarse a los hechos que narra y los refleja con una divina inconsciencia que lo asemeja al ciego destino, al propio curso de la historia. Como quien sueña y sabe que sueña, como quien condesciende a los azares y a las trivialidades de un sueño, Gibbon, en su siglo XVIII, volvió a soñar lo que vivieron o soñaron los hombres de ciclos anteriores, en las murallas de Bizancio o en los desiertos árabes. Para construir su obra, hubo de compulsar y resumir centenares de textos heterogéneos; es indiscutiblemente más grato leer su compendio irónico que perderse en las fuentes originales de oscuros o inaccesibles cronistas. El buen sentido y la ironía son costumbres de Gibbon. Tácito alaba la reverencia de los germanos, que no encerraron a sus dioses entre paredes y que no se atrevieron a figurarlos en madera o en mármol; Gibbon se limita a observar que mal podían tener templos o estatuas quienes apenas tenían chozas. En lugar de escribir que no hay confirmación alguna de los milagros que divulga la Biblia, Gibbon censura la imperdonable distracción de aquellos paganos que, en sus largos catálogos de prodigios, nada nos dicen de la luna y del sol, que detuvieron todo un día su curso, o del eclipse y del terremoto que acompañaron la muerte de Jesús.

De Quincey escribe que la historia es una disciplina infinita, o, a lo menos, indefinida, ya que los mismos hechos pueden combinarse, o interpretarse, de muchos modos. Esta observación data del siglo XIX; desde entonces, las interpretaciones han crecido bajo el influjo de la evolución de la psicología y se han exhumado culturas y civilizaciones insospechadas. Sin embargo, la obra de Gibbon sigue incólume y es verosímil conjeturar que no la tocarán las vicisitudes del porvenir. Dos causas colaboran en esta perduración. La primera y quizá la más importante, es de orden estético; estriba en el encanto, que, según Stevenson, es la imprescindible y esencial virtud de la literatura. La otra razón estribaría en el hecho, acaso melancólico, de que al cabo del tiempo, el historiador se convierte en historia y no sólo nos importa saber cómo era el campamento de Atila sino cómo podía imaginárselo un caballero inglés del siglo XVIII. Épocas hubo en que se leían las páginas de Plinio en busca de precisiones; hoy las leemos en busca de maravillas, y ese cambio no ha vulnerado la fortuna de Plinio. Para Gibbon no ha llegado aún ese día y no sabemos si llegará. Cabe sospechar que Carlyle o cualquier otro historiador romántico está más lejos de nosotros que Gibbon.

Pensar en Gibbon es pensar en Voltaire, a quien tanto leyó y de cuyas aptitudes teatrales nos ha dejado un juicio nada entusiasta. Comparten un mismo desdén por las religiones o supersticiones humanas, pero su conducta literaria es harto distinta. Voltaire empleó su extraordinario estilo para manifestar o sugerir que los hechos de la historia son deleznables; Gibbon no tiene mejor opinión de los hombres, pero sus acciones lo atraen como un espectáculo, y usa de esa atracción para entretener y fascinar al lector. No participa nunca de las pasiones que movieron las edades pretéritas, y las considera con una incredulidad que no excluye la indulgencia y, tal vez, la lástima.

Recorrer el Decline and Fall es internarse y venturosamente perderse en una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo, y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos.