4
Mamá se había ido, pues ya había empezado su turno en Winchester. Había esperado que estuviera en casa para poder charlar con ella un rato y quitarme de la cabeza el asunto de la taquilla, pero había olvidado que era miércoles… también conocido como «el día de arréglatelas sola».
Sentía un dolor extraño detrás de los ojos, como si me hubiera dislocado los ojos, aunque no sabía si eso era posible. Había empezado después del incidente de la taquilla y no parecía que fuera a aliviarse.
Llené la secadora antes de darme cuenta de que no había toallitas suavizantes. Maldita sea. Rebusqué en el armario esperando encontrar algo. Al final, me di por vencida y decidí que lo único que iba a mejorar un poco aquel día era el té helado que había visto en la nevera por la mañana.
Y, de repente, algo de cristal se hizo añicos.
Di un brinco al oírlo y fui corriendo a la cocina, creyendo que alguien había roto la ventana desde fuera; aunque tampoco teníamos muchos visitantes, a menos que un agente del Departamento de Defensa estuviera asaltando la casa. El corazón se me aceleró un poco al pensarlo mientras mi mirada se posaba en la encimera situada debajo de un armario abierto. Sobre la encimera había un vaso alto de cristal partido en tres trozos grandes.
Plop. Plop. Plop.
Miré a mi alrededor frunciendo el ceño, sin saber de dónde venía aquel ruido. Cristal roto y líquido goteando… Entonces se me ocurrió. El pulso se me disparó al abrir la nevera.
La jarra de té estaba volcada. Se había destapado y el líquido marrón se extendía por la balda y bajaba por los lados. Miré hacia la encimera. Había pensado en tomar té, para lo que se precisa un vaso… y té, claro.
—Ni hablar —susurré mientras retrocedía.
Era imposible que el hecho de querer tomar té hubiera acabado causando aquello.
Pero ¿qué otra explicación podía haber? Ni que hubiera un extraterrestre escondido debajo de la mesa moviendo las cosas para divertirse.
Lo comprobé para asegurarme.
Era la segunda vez en un día que algo se movía solo. ¿Dos coincidencias?
Cogí un paño y limpié aquel desastre. Tenía la mente entumecida, no conseguía dejar de pensar en la puerta de la taquilla. Se había abierto antes de que la tocara. Pero no pude haberlo hecho yo. Los alienígenas eran capaces de hacer ese tipo de cosas, pero yo no. Tal vez se había producido un pequeño terremoto o algo por el estilo. ¿Un terremoto que solo afectaba a vasos y a té? No me lo tragaba.
Aquello era demasiado. Cogí un libro del sofá y me tumbé. Necesitaba distraerme urgentemente.
Mamá odiaba que hubiera libros por todas partes. Aunque, en realidad, no estaban por todas partes, solo donde yo pasaba tiempo: el sofá, el sillón reclinable, la encimera de la cocina, el cuarto de la lavadora e incluso el baño. Eso no ocurriría si mamá aceptara colocar una librería que llegara hasta el techo.
Sin embargo, por mucho que me esforcé por concentrarme en el libro que estaba leyendo, no funcionó. En parte era culpa del libro. Iba de amor a primera vista, la cruz de mi vida. Chica ve a chico y se enamora al instante. Es su alma gemela, la deja sin aliento, la hace estremecer, el amor surge después de una sola conversación. El chico aparta a la chica por tal o cual razón paranormal. La chica sigue enamorada del chico. Al final, el chico admite que también la ama.
¿A quién quería engañar? En realidad me encantaba aquel rollo. No era culpa del libro, sino mía. No podía despejar la mente y enfrascarme por completo en los personajes. Cogí un marcapáginas de la mesa de centro y lo metí en el libro. Doblar las páginas es un sacrilegio para cualquier amante de la lectura.
Ignorar lo que estaba sucediendo no funcionaba. No era propio de mí huir así de los problemas. Además, para ser sincera, debía admitir que lo que estaba pasando me asustaba bastante. ¿Y si estaba imaginándome que podía mover cosas? La fiebre podía haberme matado unas cuantas neuronas. Respiré tan rápido que me dio vueltas la cabeza. ¿La fiebre podía causar esquizofrenia?
Menuda estupidez.
Me senté y apoyé la cabeza contra las rodillas. No me pasaba nada. Lo que estaba ocurriendo… seguro que tenía una explicación lógica. No había cerrado bien la puerta de la taquilla y los pesados pasos de Simon la sacudieron y se abrió. En cuanto al vaso… simplemente estaba en el borde. Y era muy probable que mamá hubiera dejado floja la tapa de la jarra de té. Siempre hacía cosas así.
Respiré hondo varias veces más. Todo iba bien. Las explicaciones lógicas movían el mundo. El único fallo en esa teoría era que mis vecinos eran extraterrestres, y eso no tenía nada de lógico.
Me levanté del sofá y miré por la ventana para comprobar si el coche de Dee estaba aparcado fuera. Me puse una sudadera y me dirigí a su casa.
Dee me llevó de inmediato a la cocina, que olía a algo dulce y a quemado.
—Es genial que hayas venido. Estaba a punto de ir a buscarte —dijo mientras me soltaba el brazo y se acercaba rápidamente a la encimera, donde había varias ollas.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté echando un vistazo por encima de su hombro. Una de las ollas parecía estar llena de alquitrán—. Puaj.
Dee suspiró.
—Estaba intentando derretir chocolate.
—¿Con tus manos de efecto microondas?
—Es un fracaso total. —Pinchó aquel pringue con una espátula—. No consigo la temperatura adecuada.
—¿Y por qué no usas un fogón y ya está?
—Uf, odio los fogones. —Dee levantó la espátula. Casi se había derretido—. Caramba.
—Muy chulo —comenté mientras me acercaba a la mesa.
Dee agitó una mano y las ollas volaron hasta el fregadero. El grifo se abrió.
—Cada vez se me da mejor. —Cogió un poco de detergente—. ¿Qué hicisteis Daemon y tú a la hora de la comida?
Dudé.
—Quería hablar con él del asunto del lago. Pensaba que… lo había soñado.
Dee se estremeció.
—No, fue real. Me llamó cuando te trajo de vuelta. Por cierto, fui yo quien te puso ropa seca.
—Eso esperaba. —Me reí.
—Aunque se ofreció voluntario para la tarea —dijo poniendo los ojos en blanco—. Daemon es muy amable.
—Desde luego. Y… ¿dónde está?
Dee se encogió de hombros.
—Ni idea. —Me miró entrecerrando los ojos—. ¿Por qué no dejas de rascarte el brazo?
—¿Cómo? —Me detuve; ni siquiera me había dado cuenta de que lo estaba haciendo—. Ah, me sacaron sangre en el hospital para asegurarse de que no tenía la rabia ni nada por el estilo.
Soltó una risa mientras me remangaba la sudadera.
—Tengo algo que puedes ponerte en… Madre mía, Katy.
—¿Qué? —Me miré el brazo y contuve bruscamente el aliento—. Qué grima.
Toda la parte interna del codo parecía una fresa carnosa. Lo único que le faltaba era una corona de hojitas verdes. Los manchones hinchados de piel roja estaban moteados de puntos más oscuros.
Dee pasó un dedo por encima.
—¿Te duele? —Negué con la cabeza. Solo picaba una barbaridad. Me soltó la mano—. ¿Lo único que hicieron fue sacarte sangre?
—Sí —contesté sin apartar la mirada del brazo.
—Qué raro. Es como si hubieras sufrido algún tipo de reacción a algo. Voy a buscar un poco de aloe. Eso debería ayudar.
—Vale.
Me contemplé el brazo con el ceño fruncido. ¿Qué podría haber causado eso?
Dee regresó con un tarro lleno de una sustancia pringosa y refrescante que me alivió el picor. Cuando volvió a bajarme la manga, mi vecina pareció olvidarse del tema. Me quedé con ella un par de horas, observándola destruir una olla tras otra. Me reí tanto que me dolió el estómago cuando se acercó demasiado a un recipiente que estaba calentando y le prendió fuego a su camiseta por accidente. Ella enarcó una ceja haciendo un gesto en dirección a mi pecho (más voluminoso), como diciéndome que le habría gustado ver cómo hubiera evitado yo el mismo error, lo que me provocó otro ataque de risa.
Cuando se quedó sin chocolate ni espátulas de plástico, Dee aceptó al fin la derrota. Eran más de las diez, así que me despedí y me fui a casa a descansar un poco. Había sido un primer día de clase muy largo, pero me alegraba de haber ido a casa de Dee y haber pasado la tarde con ella.
Daemon estaba cruzando la carretera justo cuando cerré la puerta principal detrás de mí. Menos de un segundo después, ya se encontraba en el último escalón.
—Gatita.
—Hola. —Evité sus increíbles ojos e incluso su cara, porque… bueno, me estaba costando una barbaridad olvidar la sensación de su boca sobre la mía horas antes—. ¿Dónde…? Esto, ¿qué has estado haciendo?
—Patrullar. —Pisó el porche y, aunque yo estaba muy ocupada observando una grieta en el suelo de madera, pude sentir su mirada en mi cara y el calor que emanaba de su cuerpo. Estaba cerca, demasiado cerca—. Sin novedad en el frente.
Esbocé una sonrisa.
—Buena referencia.
Cuando habló, su aliento me agitó el pelo suelto que me rodeaba la sien.
—Resulta que es mi libro favorito.
Levanté la cabeza bruscamente hacia él, evitando una colisión por los pelos. Disimulé la sorpresa.
—No sabía que leyeras clásicos.
Una perezosa sonrisa apareció en su rostro, y juraría que se las arregló para acercarse más. Nuestras piernas se tocaron y me rozó el brazo con el hombro.
—Bueno, por lo general prefiero libros con ilustraciones y frases cortas, pero a veces me gusta probar cosas nuevas.
No pude contener una carcajada.
—Déjame adivinar: los libros con ilustraciones que más te gustan son los de colorear, ¿no?
—Siempre me salgo de las líneas —contestó guiñándome un ojo. Solo a él se le ocurriría soltar algo así.
—Ya me lo imagino.
Aparté la mirada mientras tragaba saliva. A veces resultaba demasiado fácil ponerme a bromear con él. Maldita sea, era demasiado fácil imaginarme haciendo eso mismo con él todas las noches. Tomándonos el pelo y riéndonos. Involucrándome demasiado.
—Tengo… que irme.
Daemon dio media vuelta.
—Te acompaño a casa.
—Esto… vivo ahí mismo.
«Menuda tontería, como si él no lo supiera.» Aquella sonrisilla perezosa se hizo más pronunciada.
—Oye, que estoy siendo caballeroso. —Me ofreció el brazo—. ¿Me permites?
Negué con la cabeza, riéndome entre dientes, pero le di el brazo. Cuando quise darme cuenta, me había cogido en brazos. Casi se me sale el corazón por la boca.
—Daemon…
—¿Te había dicho que te llevé a casa en brazos la noche que te pusiste enferma? Así que pensaste que fue un sueño, ¿eh? Pues no, fue real. —Bajó un escalón mientras yo lo miraba boquiabierta—. Dos veces en una semana. Se está convirtiendo en una costumbre.
Entonces salió disparado del porche y el rugido del viento ahogó mi chillido de sorpresa. Un segundo después, estaba delante de la puerta de mi casa, sonriéndome.
—La última vez fui más rápido.
—Ya te vale —repuse despacio, casi sin habla. Tenía las mejillas entumecidas—. ¿Piensas… bajarme algún día?
—Pues… —Nuestros ojos se encontraron. En los suyos se reflejó una mirada tierna que me reconfortó y me asustó a la vez—. ¿Has pensado en nuestra apuesta? ¿Quieres rendirte ya?
Y así arruinó del todo aquel momento tierno.
—Bájame, Daemon.
Me dejó sobre mis pies, aunque siguió rodeándome con los brazos, y no supe qué decir.
—He estado pensando…
—Ay, Dios… —murmuré.
Le temblaron los labios.
—Esta apuesta no es nada justa para ti. ¿Año Nuevo? Por favor, conseguiré que me jures amor eterno antes de Acción de Gracias.
Puse los ojos en blanco.
—Estoy segura de que podré aguantar hasta Halloween.
—Eso ya ha pasado.
—Exactamente —mascullé.
Daemon alargó una mano, riéndose entre dientes, y me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Me rozó la mejilla con los nudillos y tuve que apretar los labios para contener un suspiro. En el pecho me brotó una calidez que no tenía ninguna relación con aquella sencilla caricia, sino con el dolor que pude ver en sus ojos. Pero entonces Daemon dio media vuelta y echó la cabeza hacia atrás. Transcurrieron varios segundos en silencio.
—Las estrellas… están preciosas esta noche.
Seguí su mirada, un tanto confundida por el repentino cambio de tema. El cielo estaba oscuro, aunque había centenares de puntitos brillantes que parpadeaban contra el negro manto nocturno.
—Sí, es verdad. —Me mordí el labio—. ¿Te recuerdan a tu casa?
Hubo una pausa.
—Ojalá. Los recuerdos, incluso los agridulces, son mejor que nada, ¿sabes?
Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Por qué había tenido que preguntarle eso? Ya sabía que no recordaba nada de su planeta. Volví a apartarme el pelo de la cara y me situé a su lado, observando el cielo con los ojos entrecerrados.
—¿Los mayores… recuerdan algo de Lux? —Daemon asintió con la cabeza—. ¿Les has pedido alguna vez que te hablen de aquello?
Empezó a responder y luego se rió.
—Así de simple, ¿no? El problema es que intento evitar la colonia en la medida de lo posible.
Algo comprensible, aunque no estaba del todo segura de cuál era el motivo. Daemon y Dee casi nunca hablaban de los Luxen que seguían viviendo en la colonia ubicada en lo más recóndito del bosque que rodeaba Seneca Rocks.
—¿Y qué me dices del señor Garrison?
—¿Matthew? —Negó con la cabeza—. No le gusta hablar de eso. Creo que le resulta demasiado duro… por la guerra y lo de perder a su familia.
Me olvidé de las estrellas y miré a Daemon. En su perfil pude ver una expresión dura y atormentada. Santo cielo, todos los Luxen habían tenido una vida dura. La guerra los había convertido en refugiados y, teniendo en cuenta cómo debían vivir, la Tierra era prácticamente un planeta hostil para ellos. Daemon y Dee no recordaban a sus padres y habían perdido a su hermano. El señor Garrison lo había perdido todo, y quién sabe cuántos de ellos habían sufrido la misma tragedia.
El nudo que me atenazaba la garganta era cada vez mayor.
—Lo siento.
Daemon volvió la cabeza hacia mí bruscamente.
—¿Por qué te disculpas?
—Es que… siento todo por lo que habéis tenido que pasar. —Y lo decía de corazón.
Me sostuvo la mirada un instante y luego la apartó, riéndose entre dientes. Aquel sonido carecía de humor, por lo que me pregunté si habría dicho algo que no debía. No me habría extrañado nada.
—Ay, gatita, si sigues hablando así voy a…
—¿Qué vas a hacer?
Daemon bajó del porche esbozando su típica sonrisa misteriosa.
—He decidido ir despacio contigo, así que voy a mantener el día de Año Nuevo como fecha tope.
Quise responder, pero desapareció en un visto y no visto antes de que pudiera decir nada. Me llevé una mano al pecho y me quedé allí de pie intentando entender lo que acababa de ocurrir. Durante un instante, un demencial instante, habíamos compartido algo infinitamente más intenso que una desenfrenada lujuria animal.
Y eso me asustaba.
Entré en casa y, al cabo de un rato, logré relegar a Daemon al fondo de mi mente. Cogí el móvil y fui de habitación en habitación hasta que conseguí cobertura. Llamé a mamá y le dejé un mensaje. Cuando me devolvió la llamada, le conté lo del brazo. Me respondió que probablemente me habría dado un golpe con algo, aunque no me doliera ni tuviera un moratón, y me prometió que me traería una pomada. El simple hecho de oír su voz me hizo sentir mejor.
Me senté en la cama e intenté olvidarme de todas las cosas raras que habían pasado y concentrarme en los deberes de Historia. Teníamos un examen el lunes. No había nada más patético que pasarse un viernes estudiando, pero era eso o suspender. Y me negaba a suspender. Historia era una de mis asignaturas favoritas.
Horas después, sentí que me subía por el cuello aquella extraña calidez que cada vez me resultaba más familiar. Cerré el libro, me bajé de la cama y me acerqué poco a poco a la ventana. La luna llena lo iluminaba todo con un pálido resplandor plateado.
Me remangué la blusa y vi que la piel seguía roja e irregular. ¿Mi enfermedad tendría algo que ver con la taquilla, el vaso de té y la conexión con Daemon?
Volví a mirar por la ventana y examiné el terreno, pero no vi a nadie. Un anhelo despertó en mi pecho. Abrí más la cortina y apreté la frente contra el frío cristal. No podía entender ni explicar cómo lo sabía, pero era así. En algún lugar, oculto entre las sombras, estaba Daemon.
Y cada fibra de mi ser quería (no, necesitaba) ir con él. Aquel dolor que había visto en sus ojos… era inmensamente profundo, iba más allá de nosotros dos. Era más profundo de lo que, sin lugar a dudas, yo podría entender.
Ignorar aquella ansia fue una de las cosas más difíciles que había hecho nunca, pero solté la cortina y regresé a la cama. Volví a abrir el libro de Historia y me concentré en el capítulo.
«¿Año Nuevo? Ni hablar.»
Estaba teniendo uno de esos días en los que me daban ganas de empezar a tirar cosas porque romper algo era lo único que me haría sentir mejor. Ya había superado el límite de sucesos extraños que podía aceptar en mi vida cotidiana.
El sábado, el agua de la ducha empezó a salir antes de abrir el grifo. El domingo por la noche, la puerta de mi habitación se abrió cuando iba hacia ella y me dio en plena cara. Y esa mañana, para rematar, me había quedado dormida y me había perdido las dos primeras clases; eso sin mencionar que todo el armario se había vaciado solo en el suelo mientras decidía qué ponerme.
O bien estaba convirtiéndome en una alienígena, y pronto un ser extraterrestre me desgarraría el estómago para salir, o me había vuelto loca.
Lo único bueno de ese día era que al despertar ya no tenía aquel incómodo sarpullido en el brazo.
De camino al instituto, no dejé de pensar en lo que debía hacer. Ya no podía fingir que todo aquello eran coincidencias. Tenía que admitirlo y afrontarlo. Mi nueva actitud de no limitarme a ser una mera espectadora en la vida implicaba que tenía que hacer frente al hecho de que algo había cambiado en mí. Y debía hacer algo al respecto antes de exponerlos a todos. Considerar esa posibilidad me dejó un sabor amargo en la boca. No podía acudir a Dee, porque le había prometido a Daemon que no le contaría a nadie que me había curado. Así que no me quedaba más alternativa que agobiarlo con otro de mis problemas.
Así me sentía, al menos. No le había causado más que problemas desde que me mudé allí: me hice amiga de su hermana, planteé demasiadas preguntas y casi consigo que me maten… dos veces. Además, descubrí su gran secreto y acabé con un rastro infinidad de veces.
Me bajé del coche con el ceño fruncido y cerré de un portazo. No era de extrañar que Daemon se hubiera comportado como un auténtico cretino todos esos meses. No causaba más que problemas. Se podría decir lo mismo de él, pero ese era otro tema.
Llegaba tarde a Biología, así que eché a correr sin aliento por el pasillo casi desierto, rezando para poder estar ya sentada en mi sitio cuando el señor Garrison entrara en el aula. Estiré una mano hacia la pesada puerta, pero esta se abrió con un potente impulso y se estrelló contra la pared. El ruido retumbó por el pasillo, llamando la atención de algunos alumnos que también llegaban tarde.
Me quedé pálida poco a poco al oír una exclamación de sorpresa a mi espalda, y supe que me habían pillado. Un millar de ideas se agolparon en mi cerebro entumecido, pero todas eran un asco. Cerré los ojos y noté cómo el miedo hacía que se me revolviera el estómago. ¿Qué me pasaba? Algo iba… algo iba muy mal.
—Malditas corrientes —dijo el señor Garrison, y luego carraspeó—. Menudo susto.
Abrí los ojos de golpe. Mi profesor se enderezó la corbata mientras aferraba el maletín marrón con la mano derecha. Abrí la boca para asentir. Asentir estaría bien. «Sí, malditas corrientes.» Pero no salió ningún sonido. Simplemente me quedé allí plantada abriendo y cerrando la boca como un pez.
El señor Garrison entrecerró sus ojos azules y frunció tanto el ceño que pensé que le quedaría una marca permanente en la cara.
—¿No debería estar en clase, señorita Swartz?
—Sí, lo siento —conseguí responder con voz ronca.
—Bueno, pues muévase. —Extendió los brazos y me hizo entrar—. Y llega tarde. Es su segunda falta.
No estaba segura de por qué había recibido la primera, pero entré en clase arrastrando los pies e intentando ignorar las risitas de los otros alumnos, que al parecer habían oído cómo me echaba la bronca. Me puse colorada.
—Putón —murmuró Kimmy tapándose con una mano.
Se oyeron más risas en ese lado de la clase, pero, antes de que yo pudiera decir nada, Lesa fulminó a la chica rubia con la mirada.
—Qué gracia viniendo de ti —dijo—. ¿No eres tú la animadora que olvidó ponerse ropa interior durante la concentración del año pasado?
Kimmy se puso como un tomate.
—Atención —dijo el señor Garrison entrecerrando los ojos—. Ya basta.
Le dediqué una sonrisa de gratitud a Lesa y ocupé mi asiento junto a Blake. Saqué el libro de la mochila con movimientos bruscos mientras el señor Garrison empezaba a pasar lista, dando golpecitos con su querido bolígrafo rojo. Se saltó mi nombre, pero estaba segura de que lo había hecho a propósito.
Blake me dio un toque con el codo.
—¿Va todo bien?
Asentí con la cabeza. No iba a permitir que pensara que Kimmy era la razón por la que me había quedado blanca como el papel. Además, que Kimmy me llamara «putón» probablemente tuviera que ver con Simon, algo por lo que ahora mismo ni siquiera merecía la pena que me enfadara.
—Sí, perfectamente.
Me sonrió, pero el gesto parecía forzado.
El señor Garrison apagó las luces y se lanzó a una estimulante charla sobre la savia. Me olvidé del chico sentado a mi lado y empecé a reproducir en mi cabeza el incidente de la puerta una y otra vez. ¿El señor Garrison había pensado de verdad que había sido una corriente? Y, si no era así, ¿qué le impedía llamar al Departamento de Defensa para entregarme?
La inquietud me provocó un nudo en el estómago. ¿Iba a terminar como Bethany?