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Transcurrieron diez segundos desde que Daemon Black se sentó hasta que me propinó un toquecito en la espalda con el dichoso boli. Diez segundos enteros. Me di la vuelta en la silla y aspiré aquel aroma a aire libre que lo caracterizaba.

Daemon apartó la mano y se dio golpecitos en la comisura de los labios con la tapa del bolígrafo. Unos labios que yo conocía perfectamente.

—Buenos días, gatita.

Me obligué a dirigir la mirada a sus ojos. Eran de un verde intenso, como el tallo de una rosa recién cortada.

—Buenos días, Daemon.

Unos mechones rebeldes de pelo oscuro le cayeron sobre la frente cuando ladeó la cabeza.

—No te olvides de que tenemos planes para esta noche.

—Lo sé. Estoy impaciente —respondí con tono seco.

Daemon se inclinó hacia delante, empujando el pupitre hacia abajo, y el jersey se le tensó sobre los anchos hombros. Oí cómo mis amigas Carissa y Lesa ahogaban una exclamación. Toda la clase nos observaba. Daemon levantó la comisura de sus labios, como si estuviera riéndose por dentro.

No pude soportar más aquel silencio.

—¿Qué pasa?

—Tenemos que deshacernos de tu rastro —dijo lo bastante bajo para que solo yo pudiera oírlo.

Gracias a Dios. No me apetecía nada intentar explicar a la gente normal lo que era ese rastro. «Bueno, es un residuo alienígena que se les pega a los humanos y los ilumina como si fueran un árbol de Navidad y actúa como una especie de faro para una malvada raza extraterrestre. ¿Quieres un poco?»

Ni de coña.

Cogí mi bolígrafo y me planteé clavárselo.

—Sí, ya me lo imaginaba.

—Y se me ha ocurrido una manera muy divertida de conseguirlo.

Ya suponía en qué consistía esa manera tan divertida: pegarnos el lote. Sonreí y sus ojos verdes brillaron.

—¿Te gusta la idea? —murmuró bajando la mirada hasta mis labios.

Una abrumadora oleada de deseo me provocó un estremecimiento por todo el cuerpo, y tuve que recordarme que el repentino cambio de actitud de Daemon tenía más que ver con el efecto que sus extrañas habilidades alienígenas tenían en mí que conmigo misma. Desde que Daemon me curó tras la batalla con los Arum, estábamos conectados, y aunque a él eso parecía bastarle para meterse en una relación, a mí no.

No era real.

Yo quería lo que habían tenido mis padres: amor eterno. Intenso y auténtico. No me conformaría con esa locura de vínculo extraterrestre.

—Ni lo sueñes, chaval —dije al fin.

—Es inútil que te resistas, gatita.

—Tan inútil como tus encantos.

—Ya veremos.

Puse los ojos en blanco y me volví hacia la parte delantera del aula. Daemon estaba como un tren, pero a veces me entraban ganas de matarlo, lo que hacía que me olvidara de lo guapo que era. Aunque no siempre.

Nuestro anciano profesor de Trigonometría entró arrastrando los pies y aferrando un grueso fajo de papeles mientras esperaba a que sonara la campana, que ya se retrasaba.

Daemon me dio otro toquecito con el boli.

Apreté los puños y pensé en ignorarlo, pero sabía que él seguiría insistiendo, así que me volví y lo fulminé con la mirada.

—¿Qué quieres, Daemon?

Se movió veloz como un rayo. Con una sonrisa que me provocó una sensación extraña en el estómago, me pasó los dedos por la mejilla mientras me sacaba una pelusilla del pelo.

Me quedé mirándolo.

—Cuando terminen las clases…

Se me pasaron por la cabeza todo tipo de locuras cuando su sonrisa adquirió un aire pícaro, pero no pensaba seguir con ese jueguecito. Puse los ojos en blanco y me di la vuelta. No me dejaría llevar por mis hormonas… ni por el modo en que aquel chico me sacaba de mis casillas.

Durante el resto de la mañana noté un ligero dolor detrás del ojo izquierdo, del que hice completamente responsable a Daemon. Cuando llegó la hora de la comida, me sentía como si me hubieran dado un buen mamporro en la cabeza. El ruido constante de la cafetería y la mezcla del olor a desinfectante y comida quemada hicieron que me entraran ganas de salir corriendo de allí.

—¿Vas a comerte eso? —Dee Black señaló el requesón con piña que seguía intacto en mi plato.

Negué con la cabeza y le pasé la bandeja. El estómago se me revolvió cuando mi amiga empezó a zamparse mi comida.

—Pareces un saco sin fondo. —En los oscuros ojos de Lesa se reflejó claramente la envidia mientras observaba a Dee. No la culpaba. Una vez vi a Dee comerse un paquete entero de galletas Oreo de una sentada—. ¿Cómo lo haces?

Dee encogió sus delicados hombros.

—Supongo que tengo un metabolismo rápido.

—¿Qué habéis hecho el fin de semana? —preguntó Carissa frunciendo el ceño mientras se limpiaba las gafas con la manga de la camisa—. Yo he estado rellenando solicitudes para la universidad.

—Pues yo he estado dándome el lote con Chad todo el fin de semana —soltó Lesa con una amplia sonrisa.

Las dos chicas nos miraron a Dee y a mí, esperando que explicáramos a qué habíamos dedicado el fin de semana. Supuse que no sería apropiado comentar lo de matar a un alienígena psicópata y casi morir en el intento.

—Quedamos y vimos películas malas —contestó Dee, quien me dirigió una leve sonrisa mientras se colocaba un mechón de reluciente pelo negro detrás de la oreja—. Nos aburrimos bastante, la verdad.

Lesa resopló.

—Pero qué sosas sois.

Empecé a esbozar una sonrisa, pero entonces noté un cálido hormigueo en la nuca. El sonido de la conversación se desvaneció a mi alrededor y, unos segundos después, Daemon ocupó el asiento situado a mi izquierda. Me colocó delante un vaso de plástico lleno de batido de fresa (mi preferido). Me dejó completamente asombrada recibir un regalo de Daemon, más aún tratándose de una de mis bebidas favoritas. Mis dedos rozaron los suyos cuando cogí el vaso y sentí que un chispazo de electricidad me recorría la piel.

Aparté la mano y di un sorbo. Estaba riquísimo. Quizá consiguiera que se me pasara el malestar. Y quizá pudiera acostumbrarme a ese nuevo Daemon que hacía regalos. Era mucho mejor que su otra versión, la que actuaba como un cretino.

—Gracias.

Sonrió a modo de respuesta.

—¿Y los nuestros? —bromeó Lesa.

Daemon se rió.

—Solo me dedico a complacer a una persona en particular.

Las mejillas me ardían mientras apartaba un poco la silla.

—No haces nada para complacerme.

Daemon se inclinó hacia mí, anulando la distancia que yo acababa de conseguir.

—Todavía no.

—¡Por el amor de Dios, Daemon, que estoy aquí! —exclamó Dee con el ceño fruncido—. Vas a hacer que pierda el apetito.

—Como si eso fuera posible —repuso Lesa poniendo los ojos en blanco.

Daemon sacó un bocadillo de la mochila. Todas las chicas de la mesa, salvo su hermana, se habían quedado mirándolo. Y algunos chicos también. Impasible, le ofreció una galleta de avena a Dee.

—¿No tenemos que hacer planes? —preguntó Carissa con las mejillas coloradas.

—Así es —respondió Dee sonriéndole a Lesa—. Grandes planes.

—¿Qué planes son esos? —Me pasé una mano por la frente húmeda.

—Dee y yo hemos estado hablando en clase de Inglés de montar una fiesta dentro de dos semanas —me informó Carissa—. Algo…

—Bestial —intervino Lesa.

—Pequeño —la corrigió Carissa con cara seria—. Solo algunas personas.

Dee asintió con la cabeza y el entusiasmo se reflejó en sus brillantes ojos verdes.

—Nuestros padres van a estar fuera el viernes, así que es perfecto.

Miré a Daemon. Me guiñó un ojo y sentí que mi estúpido corazón daba un vuelco.

—Es genial que vuestros padres os permitan dar una fiesta en casa —dijo Carissa—. A los míos les daría un infarto si les sugiriera algo así.

—Nuestros padres son bastante guays. —Dee se encogió de hombros y apartó la mirada.

Me obligué a poner cara de póquer mientras sentía una punzada de dolor en el pecho. Estaba segura de que Dee deseaba que sus padres estuvieran vivos más que nada en este mundo. Y probablemente Daemon también. De ese modo no tendría que cargar con la responsabilidad de ocuparse de su familia. Durante el tiempo que habíamos pasado juntos, había llegado a entender que la mayor parte de su horrible actitud se debía al estrés. Y además estaba el asunto de la muerte de su hermano gemelo…

La fiesta se convirtió en el tema de conversación durante el resto de la comida. La fecha fijada me venía genial, puesto que mi cumpleaños era el siguiente sábado. Sin embargo, para cuando llegara el viernes, todo el instituto se habría enterado de lo de la fiesta. En un pueblo en el que beber en un maizal un viernes por la noche se consideraba lo más emocionante del mundo, no había forma de que aquello siguiera siendo una fiesta «pequeña». ¿Acaso Dee no se daba cuenta?

—¿Tú estás de acuerdo con esto? —le susurré a Daemon.

—No puedo impedírselo —dijo encogiéndose de hombros.

Sabía que podría hacerlo si quisiera, lo que significaba que no le importaba que montara la fiesta.

—¿Una galletita? —me ofreció mientras sostenía una galleta con trozos de chocolate.

A pesar de tener la barriga revuelta, no podía rechazar algo así.

—Claro.

Levantó el labio y se inclinó hacia mí. Su boca quedó a pocos centímetros de la mía.

—Ven a cogerla.

¿Que fuera a cogerla…? Daemon se colocó media galleta entre aquellos labios carnosos que daban ganas de besar.

«Dios mío…»

Me quedé boquiabierta. Varias de las chicas sentadas a la mesa emitieron unos ruiditos que me hicieron pensar que se estaban ahogando en babas, pero no logré apartar la mirada para comprobar qué estaba pasando. Tenía la galleta, y aquellos labios, justo delante de mí.

Me puse roja como un tomate. Santo cielo, podía sentir que todo el mundo nos miraba mientras Daemon enarcaba las cejas, retándome.

Dee simuló una arcada.

—Creo que voy a vomitar.

Deseé que la tierra me tragara. Pero ¿qué pensaba Daemon que iba a hacer? ¿Coger la galleta de su boca como si estuviéramos en una versión para mayores de edad de La dama y el vagabundo? Mierda, la verdad era que me apetecía hacerlo, y no estaba segura de en qué me convertía eso.

Daemon se sacó la galleta de la boca. Le brillaban los ojos, como si hubiera ganado una batalla.

—Se te acabó el tiempo, gatita.

Me quedé mirándolo sin decir nada mientras partía la galleta en dos y me pasaba el trozo más grande. Lo cogí enfadada y estuve tentada de tirárselo a la cara… pero tenía trozos de chocolate. Así que me lo comí. Me encantó.

Tomé otro sorbo de batido y sentí un escalofrío en la espalda, como si alguien estuviera observándome. Recorrí la cafetería con la mirada, esperando encontrar a la ex novia alienígena de Daemon fulminándome con la mirada, pero Ash Thompson estaba charlando con un chico. Vaya, ¿sería otro Luxen? No había muchos de su edad, pero dudaba que la creída de Ash se dignara sonreírle a un humano. Aparté la vista de su mesa y seguí examinando el resto de la cafetería.

El señor Garrison estaba junto a las puertas dobles que conducían a la biblioteca, pero tenía la mirada clavada en una mesa llena de deportistas que realizaban elaborados diseños con el puré de patatas. Nadie nos prestaba la más mínima atención.

Negué con la cabeza; me preocupaba sin motivo. Como si un Arum fuera a asaltar la cafetería del instituto. Quizá había pillado la gripe. Las manos me temblaron levemente cuando toqué la cadena que me rodeaba el cuello. Noté el reconfortante tacto frío del colgante de obsidiana contra mi piel: aquello era mi salvación. Tenía que dejar de imaginarme cosas. Tal vez por eso me sentía aturdida y mareada.

No tenía nada que ver con el chico que estaba sentado a mi lado. Claro que no.

Había varios paquetes esperándome en la oficina de correos, pero apenas chillé de emoción. Se trataba de copias adelantadas de libros que otros blogueros me habían pasado para reseñar. Y yo ni me inmuté. Prueba irrefutable de que había contraído la enfermedad de las vacas locas.

El viaje a casa fue una tortura. Sentía las manos débiles y no podía pensar con claridad. Apreté el paquete contra el pecho e ignoré el hormigueo que noté en la nuca mientras subía los escalones del porche. Y también ignoré al chico de más de metro ochenta que estaba apoyado contra la barandilla.

—No has venido directa a casa después de clase —dijo malhumorado, como si fuera un neurótico y supersexy agente del servicio secreto y yo hubiera logrado darle esquinazo.

—¿No es evidente que tenía que ir a la oficina de correos? —contesté mientras sacaba las llaves con la mano libre.

Abrí la puerta y dejé el paquete en la mesita del recibidor. Daemon estaba justo detrás de mí, naturalmente, sin aguardar a que lo invitara a pasar.

—El correo podía haber esperado —repuso mientras me seguía hasta la cocina—. ¿Había algo importante o solo libros?

Saqué el zumo de naranja de la nevera dando un suspiro. La gente a la que no le entusiasman los libros no lo entiende.

—Pues no, solo había libros.

—Lo más probable es que no haya ningún Arum merodeando por la zona, pero no podemos bajar la guardia, y además con ese rastro los guiarías derechitos a nuestra puerta. Ahora mismo, eso es más importante que tus libros.

Qué va, los libros eran más importantes que los Arum.

Me serví un vaso de zumo, demasiado hecha polvo para discutir con Daemon. Estaba claro que aún no dominábamos el arte de mantener conversaciones educadas.

—¿Tienes sed?

Suspiró.

—Pues sí. ¿Tienes leche?

Señalé la nevera.

—Sírvete tú mismo.

—¿Me ofreces algo de beber y no me lo sirves?

—Te he ofrecido zumo de naranja —contesté mientras llevaba el vaso a la mesa—, y tú has elegido leche. Y baja la voz, que mi madre está durmiendo.

Se sirvió un vaso de leche mientras mascullaba algo. Cuando se sentó a mi lado, me di cuenta de que llevaba unos pantalones de chándal negros, lo que me recordó la última vez que había estado en mi casa vestido así. Nos habíamos enrollado. Nuestra discusión se había convertido en un apasionado beso sacado de una de esas noveluchas románticas que me gustaba leer. Aquel encuentro todavía me quitaba el sueño. Pero no pensaba admitirlo ni en un millón de años.

Fue tan intenso que los poderes extraterrestres de Daemon habían reventado la mayor parte de las bombillas de la casa y me habían frito el portátil. Echaba tantísimo de menos mi ordenador y mi blog… Mamá me había prometido uno nuevo por mi cumpleaños, pero aún faltaban dos semanas.

Jugueteé con el vaso sin levantar la vista.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Eso depende —contestó con soltura.

—¿Sientes… algo cuando estamos juntos?

—¿Aparte de lo que he sentido esta mañana cuando he visto lo bien que te quedaban esos vaqueros?

—Daemon. —Suspiré a la vez que intentaba ignorar a la adolescente que gritaba en mi interior: «¡Se ha fijado en mí!»—. Hablo en serio.

Trazó círculos, distraído, sobre la mesa de madera con sus largos dedos.

—Noto calor y un cosquilleo en la nuca. ¿Te refieres a eso?

Levanté la mirada y vi que se le había dibujado una media sonrisa.

—Sí. Así que tú también lo sientes, ¿no?

—Siempre que estamos cerca.

—¿Y no te molesta?

—¿A ti sí?

No sabía qué decir. El cosquilleo no resultaba doloroso ni nada por el estilo, solo raro. Pero lo que sí me molestaba era lo que simbolizaba: aquella maldita conexión de la que no sabíamos nada. Hasta nuestros corazones latían al mismo ritmo.

—Podría ser un… efecto secundario de la curación. —Daemon me observaba por encima de su vaso. Seguro que estaría sexy hasta con un bigote de leche—. ¿Te encuentras bien? —me preguntó.

No mucho, la verdad.

—¿Por qué?

—Estás que das pena.

En cualquier otro momento, ese comentario habría desencadenado una guerra entre ambos, pero ese día simplemente dejé el vaso medio vacío sobre la mesa y dije:

—Creo que estoy enferma.

Daemon arrugó el ceño. La idea de estar enfermo era algo desconocido para él, pues los Luxen jamás enfermaban.

—¿Qué te pasa?

—No lo sé. Probablemente haya cogido algún virus extraterrestre.

Resopló.

—Lo dudo. No puedo permitirme el lujo de que te pongas enferma. Tenemos que salir e intentar eliminar tu rastro. Hasta entonces eres…

—Como te atrevas a decir que soy un problema, te doy una patada. —La rabia se impuso a las náuseas—. Me parece que ya he demostrado que no lo soy, sobre todo cuando alejé a Baruck de tu casa y lo maté. —Me esforcé por no alzar la voz—. Que sea humana no significa que sea débil.

Daemon se recostó en la silla enarcando las cejas.

—Iba a decir que hasta entonces eres vulnerable; estás en peligro.

—Ah. —Me puse colorada. Qué corte—. Vale, pero que conste que no soy débil.

Daemon estaba sentado a la mesa y, un segundo después, lo tenía de rodillas a mi lado. Tuvo que levantar ligeramente la cabeza para mirarme.

—Ya sé que no eres débil. Lo has demostrado. Y en cuanto a lo que hiciste este fin de semana, lo de usar nuestros poderes, todavía no entiendo cómo ocurrió, solo sé que no eres débil. Nunca lo has sido.

Caramba. Me resultaba difícil mantenerme firme en mi decisión de no ceder a la ridícula idea de que podíamos estar juntos cuando se mostraba tan… amable o cuando me miraba como si quisiera comerme. Lo que me hizo pensar en aquella maldita galleta con trozos de chocolate en su boca.

Le temblaron los labios, como si me hubiera leído el pensamiento y luchara por contener una sonrisa. No aquella sonrisilla burlona tan típica en él, sino una sonrisa de verdad.

Se puso en pie de pronto, irguiéndose sobre mí.

—Ahora necesito que demuestres que no eres débil. Mueve el culo y eliminemos parte de ese rastro.

Solté un gemido.

—Daemon, de verdad que no me encuentro bien.

—Kat…

—No lo digo para complicar las cosas. Tengo ganas de vomitar.

Cruzó los musculosos brazos, y se le tensó la camiseta de deporte por la parte del pecho.

—No es seguro que te pasees por ahí cuando pareces un maldito faro. Mientras tengas el rastro, no podrás hacer nada ni ir a ninguna parte.

Me levanté de la mesa haciendo caso omiso de las náuseas.

—Iré a cambiarme.

Daemon abrió mucho los ojos en un gesto de sorpresa mientras retrocedía un paso.

—¿Cedes tan fácil?

—¿Ceder? —Me reí sin ganas—. Solo quiero que desaparezcas de mi vista.

—Sigue diciéndote eso, gatita —repuso con una risita grave.

—Sigue alimentando tu ego…

En un abrir y cerrar de ojos, lo tenía delante de mí, bloqueándome el paso. Entonces empezó a avanzar lentamente, con la cabeza gacha y una mirada penetrante. Retrocedí hasta que toqué el borde de la mesa de la cocina con las manos.

—¿Qué pasa? —espeté.

Colocó las manos a ambos lados de mis caderas y se inclinó hacia delante. Sentí su cálido aliento en la mejilla y nuestras miradas se encontraron. Se acercó un milímetro más y me rozó el mentón con los labios. Un gemido ahogado escapó del fondo de mi garganta cuando me balanceé hacia él.

Un instante después, Daemon se apartó con una risilla petulante.

—Vaya… parece que no es falta de modestia, gatita. Ve a prepararte.

«¡Mierda!»

Salí de la cocina y fui al piso de arriba, no sin antes dedicarle un gesto con el dedo corazón. Todavía notaba la piel húmeda y pegajosa, y no tenía nada que ver con lo que acababa de suceder, pero aun así me puse unos pantalones de chándal y una camiseta térmica. Correr era lo que menos me apetecía en ese momento. Pero a Daemon no le importaba que no me encontrara bien.

Lo único que le importaba era él mismo y su hermana.

«Eso no es verdad», susurró una voz insidiosa e irritante en mi cabeza. Aunque quizá la voz estuviera en lo cierto. Me había curado cuando podría haberme dejado morir y además había oído sus pensamientos, lo había oído suplicarme que no lo abandonara.

De cualquier forma, tenía que tragarme las ganas de vomitar y salir a correr, aunque un sexto sentido me decía que aquello no iba a terminar bien.