Capítulo 22
El valor de adquirir nuevas habilidades
Una pequeña rana, del género Hyla, se halla sobre una brizna de hierba a un par de centímetros de la superficie del agua, y emite un agradable chirrido; cuando se juntan varias de ellas, croan en armonía con notas distintas. Tuve ciertas dificultades para atrapar un espécimen de esta rana. El género Hyla tiene las patas terminadas en pequeñas ventosas; y descubrí que este animal era capaz de trepar por una lámina de vidrio colocada en posición totalmente vertical.
La siguiente lección según el plan del abuelo requería una rana y, casualmente, encontramos en las aguas de la ensenada una de buen tamaño, muerta no hacía mucho, flotando con el pálido vientre hacia arriba. Era una Rana sphenocephala, la rana leopardo sureña, así llamada por sus características manchas oscuras. La causa de la muerte no resultaba evidente a simple vista.
—¿Servirá? —le pregunté al abuelo. Solo parecía un poco deteriorada.
—Servirá —aseguró.
—¿Cómo se habrá muerto?
—Quizá lo averigües cuando le hagas la autopsia.
Llevamos la rana al laboratorio en mi vieja cesta de pescar y sacamos la bandeja de disección y el instrumental. Ahora iba a dar un gran paso en la escala de la evolución, pues estaba entrando en la categoría de los cordados, subcategoría vertebrados, lo cual quería decir que la rana, a diferencia de la lombriz, tenía columna vertebral y médula espinal como los humanos. Y hablando de lombrices, ¿dónde estaba Travis? Él había accedido a presenciar esta disección. Me debatí unos momentos sobre si debía salir a buscarlo o no; enseguida pensé que no valía la pena perder el tiempo ni causarle un trauma innecesario. Bastante arduo sería ya obligarlo a mirar los resultados. ¿Y ese chico quería ser veterinario? ¿Cómo se las iba a arreglar?
Siguiendo las instrucciones del abuelo, coloqué la rana boca arriba y clavé cada pata sobre la cera. Practiqué a lo largo del vientre una incisión en forma de «hache» a través de la piel suave pero correosa, la separé cuidadosamente y la fijé con alfileres; luego repetí el proceso a través de la considerable capa de músculo. Ahí estaban las tripas: el hígado, sorprendentemente grande, el diminuto páncreas, los intestinos como lombrices, los pulmones con aspecto de saco, los riñones…
—Observa el corazón —indicó el abuelo señalándolo con las pinzas—. No posee más que tres cavidades, a diferencia del corazón de los mamíferos y las aves, que tiene cuatro. El corazón de la rana mezcla la sangre rica en oxígeno y la pobre en oxígeno antes de bombearla por todo el cuerpo; por lo tanto, no es tan eficiente como el corazón de los pájaros y de los humanos, que solamente bombea sangre rica en oxígeno, proporcionando al organismo mucha mayor energía.
Terminamos la disección con los riñones, la cloaca y los ovarios, cuya presencia indicaba que era una hembra, aunque no había ningún huevo. Tal vez un herpetólogo habría podido averiguar la causa de la muerte de esa rana, pero yo no encontré ningún signo evidente que la explicara.
Le llevé la bandeja a Travis al establo. Estaba sentado entreteniendo a los gatos con una cuerda. Al verme venir, dijo:
—¡Ay, no! ¿Qué es esta vez?
—¿Recuerdas que te dije que estábamos ascendiendo por la escala evolutiva? Pues ya hemos llegado al primer vertebrado. Es una rana leopardo. Las has visto muchas veces en el río.
Le enseñé la bandeja.
—¡Ajjj! —gimió, y escondió la cabeza entre las rodillas. Pero no vomitó ni se desmayó. Lo consideré un progreso.
Avanzamos en nuestras lecciones hasta llegar a un conejito que había nacido muerto, uno de la prole de Bunny, y esta vez me empeñé en que Travis presenciara la disección. Fijé a la diminuta y patética criatura boca arriba sobre una tabla y aseguré las patas con cordel. Cogí una afilada navaja de bolsillo e hice con cuidado una incisión desde el pecho hasta el vientre. Al alzar la mirada, observé que Travis tenía los ojos en blanco. Dejé la navaja y lo sujeté en el preciso momento en que se desplomaba sobre la paja.
Estaba visto que mi hermano, que amaba con locura a los animales —o al menos su apariencia exterior—, no era capaz de ver sus interioridades sin perder el conocimiento.
Tras una eternidad esperando, finalmente llegó la cinta para la máquina de escribir. Casi se me pasó por alto, pues creí que el paquete que había en la mesa del vestíbulo era una de las noveluchas que Lamar recibía dos veces al mes.
Subí corriendo con mi cinta y me encontré a Aggie escribiendo otra de sus cartas interminables a Zoquete (el nombre que yo le había puesto privadamente a Lafayette). Cómo podía exprimir de una vida tan monótona el material necesario para unas misivas tan largas era algo que a mí no me cabía en la cabeza.
—Ya ha llegado, Aggie —dije jadeando.
Ella ni siquiera levantó la vista.
—¿Qué es lo que ha llegado?
—Mi cinta. Ya podemos empezar las clases.
—¡Ah, eso! —Ella se estiró bostezando—. Mañana.
—¿Por qué no ahora? —planteé con impaciencia.
—Porque estoy ocupada.
—Solo estás escribiendo una carta.
—Para que lo sepas —contestó, desdeñosa—, es una carta muy importante. Quizá la más importante de mi vida.
—¿De veras? Entonces ¿por qué no sigues escribiéndola y yo te miro?
—No, es privada. Vete.
—No puedo irme. Esta es mi habitación. —Al menos lo era en el pasado.
—También es la mía. Vete a chapotear por el barro con tu abuelo. Es eso lo que hacéis, ¿no?
No me gustó su tono. Pero tampoco podía negar que fuera cierto. Mirándolo del modo más positivo, dije con fría dignidad:
—Estudiamos todas las formas de la naturaleza, desde el agua de una charca hasta las estrellas.
Ella soltó un bufido. Yo pensé furiosamente y dije:
—Y además, tú también estás emparentada con él, ¿sabes? Es tu… tu… —Tracé a toda prisa un árbol genealógico en mi mente y le solté—: Tu tío abuelo.
Por su expresión de sorpresa, me di cuenta de que nunca se le había ocurrido.
—Solamente es un pariente político. No es parentesco de sangre.
—También cuenta de todos modos —afirmé—, así que podrías ser un poco más considerada cuando hablas de él.
—¡Bah!
Al día siguiente sacó su preciosa Underwood del armario y la colocó sobre el escritorio. Quitó su cinta y pasó la mía por las guías diciendo: «Observa atentamente. No quiero repetirme». A continuación, metió una hoja de papel en el rodillo y tecleó con soltura: «La cigüeña tocaba cada vez mejor el saxofón y el búho pedía kiwi y queso».
Inclinándome sobre su hombro, dije:
—¿Una cigüeña tocando el saxofón…? Vaya disparate.
—No, tonta, es un ejercicio de mecanografía: una única frase con todas las letras del alfabeto.
No me ofendí: estaba demasiado emocionada. Intercambiamos los puestos; yo ocupé la silla y ella me explicó cómo colocar las manos en la «posición base». Y así, con gran excitación, me puse en marcha.
Pero no avanzaba. Aprender mecanografía resultó ser una tarea pesada y monótona, en lugar de la experiencia mágica que yo había imaginado. Al principio me había temido que Aggie no se implicara del todo en mi proyecto, pero me preocupaba sin motivo. Ella cumplió su palabra: me dio unos ejercicios tremendamente aburridos (similares a las escalas musicales) y examinaba todos los días mis progresos, poniéndome incluso calificaciones como una profesora de verdad.
Empezamos con «ASDF». Ni siquiera una palabra real. Las teclas se enganchaban unas con otras y yo me pasaba más tiempo desenganchándolas que tecleando. Lo único divertido, a decir verdad, era la agradable campanilla que sonaba al final de la línea, avisándote de que estabas llegando al borde de la hoja. Entonces era el momento de accionar la palanca de retorno con todas tus fuerzas para situar ruidosamente el carro en el comienzo de otra línea.
—Mantén los dedos arqueados como si estuvieras tocando el piano —me recordó Aggie un millón de veces—. No permitas que se relajen sobre el teclado.
Yo me quejaba amargamente de aquellos ejercicios, pero por lo bajini. A fin de cuentas, aprender mecanografía había sido idea mía e implicaba un desembolso considerable; por consiguiente, difícilmente podía quejarme ante nadie.
Aggie se quejaba por su parte de que mi práctica constante la estaba sacando de quicio, una queja muy razonable; por ello, trasladé una silla y una mesita al trastero y me pasaba allí media hora diaria tecleando «ASDF, ASDF, ASDF». Luego pasé a «FDSA». ¿Eso era avanzar? Al fin, pasamos a las palabras reales. Un cierto progreso, aunque no tan excitante como suena. Escribí «gato», «pato» y «rato» hasta que creí que iba a ponerme a chillar. Aquello era peor que los vocabularios para aprender a leer. Después le tocó el turno a «saga», «haga» y «maga», hasta que también creí que iba a ponerme a gritar. El problema era que mi meñique izquierdo, con diferencia el más débil, debía pulsar la «a» (una letra que, si examinabas cualquier frase, aparecía por todas partes: no podías escribir una línea sin ella). En consecuencia, mis «a» quedaban algo más flojas que las demás letras, lo cual le daba un aspecto moteado a las líneas y echaba a perder su simetría. Aun así, perseveré. Y fui mejorando.
Tan absorta estaba un día que no noté que mis hermanos se habían congregado en el umbral del trastero para observarme. Levanté la vista, sobresaltada.
—¿Qué? —dije.
—Humm, nada. Queríamos saber qué era ese ruido.
—Vale, si os molesta, cerrad la puerta.
Al principio, sonaba así:
¡Clac!…
¡Clac!…
¡Clac!…
Poco tiempo después, sonaba así:
¡Clac… clac… clac…!
Y no demasiado después, sonaba así:
¡Clatikiclac clatikiclac, ding, crooooc!
Después de varias semanas de ejercicios, fui a ver al abuelo a la biblioteca y le dije:
—¿No necesita enviar alguna carta? Estoy practicando con la máquina de escribir.
—¡Ah! —exclamó—. Otro paso de gigante hacia el nuevo siglo. Aquí tienes el borrador de una carta que iba a escribir con pluma. A ver cómo te sale.
Volví corriendo a mi «oficina», saqué una hoja inmaculada y la metí en el rodillo. Por un momento, me detuve con los dedos sobre el teclado para que me quedara grabado el recuerdo de mi primer trabajo real de mecanografía; y entonces empecé.
Querido profesor Higgins:
Le adjunto en el sobre las semillas de Vicia Tateii que ha solicitedo. Le agradezco cordialmente las semillas de Vicia higgenseii que recibí por correo a principios de esta semana. Llegaron en perfecto estado. Espero con ilusion hacer germinar sus especimenas y entablar un fructifero intercambio de ideas sobre la anatomia y la fisologia comparada de ambas.
Le saluda atentamente,
WALTER TATE
Por suerte, la releí para asegurarme de que no había erratas ¡y encontré cuatro! ¡Aj, vaya desastre! Era mi primer encargo oficial y la había pifiado. La volví a teclear con todo cuidado, la repasé dos veces y corrí a la biblioteca.
El abuelo la leyó atentamente mientras yo la miraba por encima de su hombro. La firmó con su pluma, secó la tinta y me miró con una sonrisa radiante.
—¡Magnífico! Vaya, no hace tanto tiempo que nos comunicábamos haciendo incisiones con un palo afilado en una tablilla de arcilla húmeda. Verdaderamente, estamos entrando en la era de las máquinas. Buen trabajo. Toma —dijo metiendo la mano en el bolsillo del chaleco—, una propinita por las molestias.
Yo me eché atrás.
—¡Oh, no, abuelo! No puedo aceptarlo. —La idea de recibir un solo centavo de aquel hombre que tanto me había dado me escandalizaba. Él me había dado mi vida entera, a decir verdad. Me había abierto los ojos al mundo de los libros, de las ideas y del conocimiento. Me había abierto los ojos a la naturaleza, me había abierto los ojos a la ciencia. De otros sí aceptaría un centavo, pero de él, no.
—No podría —protesté—. Pero llevaré ahora mismo la carta a la oficina de correos, si quiere.
—Me parece muy bien —aceptó, y sacó un sobre y un sello de su escritorio—. Y cuando los días se hagan más largos, plantaremos estas semillas y veremos qué nos encontramos.
Fui a toda velocidad a la oficina de correos. Y también fui volando a la oficina del doctor Pritzker, ansiosa por explicarle mi nueva habilidad. No estaba, había ido a una granja; pero yo, sentada en una de las sillas de respaldo duro, pasé una hora estupenda leyendo sobre el tratamiento del cólico espasmódico y flatulento en los equinos.