Capítulo 16

El perro más roñoso del mundo

El perro pastor viene a la casa todos los días a buscar un poco de carne y, en cuanto la recibe, se escabulle como avergonzado de sí mismo. En estas situaciones, los perros domésticos son muy despóticos, y el más pequeño de ellos sería capaz de atacarlo y perseguirlo.

A la mañana siguiente me desperté antes del amanecer y bajé de puntillas a la cocina. Estaba ocupada en la despensa, arrancando trocitos de carne de los restos del pavo y envolviéndolos en papel encerado, cuando Travis entró sigilosamente, dándome un susto de muerte.

—¿Qué haces aquí? —susurré.

—No, ¿qué haces tú aquí?

—Sospecho que lo mismo que tú. Deprisa, no tenemos demasiado tiempo. Viola aparecerá en cualquier momento. —Eché un vistazo por la ventana trasera, y, en efecto, vi que Viola salía de sus dependencias y caminaba en la penumbra hacia el corral. Su jornada empezaba antes que la de los demás: había que recoger los huevos, encender la estufa y preparar cantidades enormes de comida.

—Ya viene —murmuré. Salimos por la puerta delantera y la cerramos sin hacer ruido. Cruzamos corriendo el sendero y, una vez que hubimos doblado la curva de la carretera y ya no podían vernos, seguimos adelante caminando. El aire era fresco, y a ninguno de los dos se nos había ocurrido ponernos un abrigo. Observábamos el vapor de nuestro aliento, una señal inequívoca y bienvenida de que se acercaba un tiempo más frío. Los olores del otoño impregnaban la atmósfera. Matilda, el sabueso de los vecinos, soltó su aullido como todos los días al amanecer: una especie de grito estrangulado que se oía por todo el pueblo. En vez de silbato de vapor o de reloj comunitario, Fentress contaba con docenas de gallos y con Matilda para anunciar la salida del sol.

La limpiadora todavía estaba a oscuras cuando la bordeamos, y bajamos por la orilla al embalse mirando bien dónde pisábamos para no tropezarnos con la serpiente mocasín. No había ningún perro a la vista.

—¡Oh, no! —exclamó Travis—. ¿Qué vamos a hacer?

Se me ocurrió una idea horrible: quizá el perro había muerto aquella noche.

Como leyéndome el pensamiento, mi hermano dijo:

—¿Crees… que se ha muerto?

Tal vez llegábamos un día tarde, lo cual me pareció terrible. Tal vez, dada su desesperación, había atacado a la serpiente mocasín y recibido una picadura mortal. Tal vez su hinchado cuerpo estaba enredado en la maraña de ramas medio sumergidas que había corriente abajo, a la altura del puente. Tal vez…

—¡Mira! ¡Ahí está!

Seguí la indicación del dedo de Travis y, sí, una carita de color marrón asomó entre las enredaderas y matorrales que había como a seis metros, en el otro extremo de un contrafuerte del embalse, observándonos con… ¿esperanza?

Sentí una oleada de gratitud por el hecho de que nos hubiera sido concedida —a nosotros y al perro— otra oportunidad.

—Pase lo que pase —advertí—, no lo toques.

—No, ni hablar. —Mi hermano desenvolvió los restos de pavo y dijo con ternura—: Perrito, perrito, aquí hay desayuno para ti.

El perro babeó y se relamió, pero no se atrevió a acercarse.

—Tíraselo —sugerí.

Hizo ademán de lanzarle el paquete sin levantar el brazo, pero el perro, recordando sin duda las piedras y botellas que debían de haberle arrojado, retrocedió y soltó un gañido. Y enseguida dio media vuelta y se alejó tambaleante.

—¡Ay, no! —gritó Travis—. Vuelve perrito. Es comida.

—No importa. Tíraselo ahí, ya lo encontrará.

—¿Cómo lo sabes?

—Es un perro, o una especie de perro, vaya, y vive de su olfato. Olerá la carne y volverá en cuanto nos marchemos.

Travis se lo lanzó con tanta puntería que la mayor parte de los trozos de carne cayeron cerca del punto por el que había desaparecido. Aguardamos un minuto, sentados en silencio, mientras el sol iluminaba el horizonte, pero el perro no regresó.

Entramos en casa por la puerta principal justo cuando Viola estaba tocando el gong en el vestíbulo anunciando el desayuno. La seguimos a la cocina para lavarnos las manos.

—¿Estáis dando de comer a algún animal? —nos dijo.

—No —respondí, antes de que mi hermano pudiera abrir la boca. Cosa que hizo de todos modos, por supuesto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Porque pensaba sacar otra cena de ese pavo, pero ahora ya solo sirve para hacer sopa.

—Bueno —dije—. Una sopa está bien.

—¡Bah! —masculló con exasperación, y sacudió un trapo hacia nosotros—. Largo, tengo trabajo.

En el camino de vuelta desde la escuela, nos acercamos a la limpiadora por el otro lado del embalse para ver si divisábamos al perro. No hubo suerte. Consternados, encontramos los restos de pavo donde los habíamos dejado, cubiertos de un ejército de hormigas. Ahí se acababa la historia.

Pero no se había acabado. Yo no lograba quitarme de la cabeza a la pobre criatura. Se había adueñado de mi conciencia por su expresión rastrera y sus tristes ojos castaños, que en cierto modo representaban a todos los perros explotados y maltratados por el hombre, la especie «evolucionada y avanzada», el ser supuestamente superior.

Tres días después, al atardecer, volví furtivamente a la limpiadora, me senté con sigilo en el embalse y escruté la maleza. Al cabo de unos minutos, mi paciencia se vio recompensada por el ruido de algún animal que se aproximaba. ¡El perro seguía vivo! Aún no era demasiado tarde. Casi sin atreverme a respirar, escuché cómo crujían las ramas hasta que surgió entre la maleza… Travis. Nos miramos el uno al otro.

—¿Lo has visto? —quise saber.

—No. Pero el pavo ha desaparecido. Es buena señal ¿no?

—Quizá. O quizá se lo ha comido un zorro, o un coyote. O se lo han llevado las hormigas.

Travis frunció el entrecejo y replicó:

—Las hormigas no podrían haberse llevado toda esa carne.

—Pueden cargar incluso cincuenta veces su propio peso, lo cual las convierte en uno de los animales más fuertes de la Tierra. Sería lógico que fueran más respetadas solo por eso, pero no es así.

—¿Qué podemos hacer?

Suspiré y añadí:

—Creo que hemos de volver a casa.

—Anoche soñé con ese perro.

—Yo también. Pero se me han agotado las ideas.

Ya nos dábamos media vuelta cuando capté de reojo un ligero movimiento en la ensenada. Al girarme, me percaté de cómo desaparecía la punta de un hocico por un agujero de la orilla, parcialmente oculto por un vetusto árbol de pacana partido por un rayo. Precisamente, donde se encontraba la madriguera de Bandido.

—Travis —siseé—, mira allí. Me parece que está en la guarida de Bandido, debajo del árbol muerto.

—¿De veras? —La cara se le iluminó de golpe.

—Quizá nunca fue la guarida de Bandido. A lo mejor siempre ha sido la guarida del perroyote. Quédate aquí y no hagas ruido. Voy a buscar algo de comida. No muevas ni un músculo.

Él asintió. Su rostro era la viva estampa de la felicidad. Corrí a la limpiadora, donde el señor O’Flanagan ya se disponía a cerrar y estaba acariciando a Polly bajo la barbilla (o acariciándole donde habría estado la barbilla si los loros tuvieran barbilla).

—Señor O’Flanagan, ¿puedo coger algunas de sus galletitas?

—Claro, cielo. Todas las que quieras.

Le di las gracias, recogí el contenido del cuenco en mi delantal y salí corriendo. Él gritó a mi espalda:

—Por Dios, criatura, ¿es que no te dan de comer en casa?

Se me ocurrió por primera vez que el hombre debía de considerarme una niña de lo más peculiar.

Aminoré la marcha al acercarme a la orilla y caminé con sigilo. No hacía falta hacer el ruido de un elefante en estampida. Bastante habíamos asustado ya al pobre animalito.

Le enseñé las galletas a Travis. Él las miró escéptico.

—¿Tú crees que se comerá esto?

—Estoy segura de que a estas alturas se comerá lo que sea. —Estudié el terreno—. Agárrate del árbol y yo me agarraré de ti.

Descendí un trecho por la pendiente de la orilla, aferrándome a la mano de Travis; apunté con cuidado y lancé una galletita, que aterrizó cerca del agujero. Repetí el proceso, lanzando cada galleta un poco más lejos; formé un reguero que, esperaba, lo obligaría a salir de su escondrijo. Travis me ayudó a subir otra vez, y los dos nos sentamos a esperar.

Emergió del agujero un hocico rasguñado que husmeó de un modo tan furioso que casi le pude leer el pensamiento al animal: «¿Eso es comestible? ¿Será una trampa? E incluso si lo es, ¿no vale la pena correr el riesgo por un bocado?».

Poco después sacó medio cuerpo sin dejar de husmear. Travis y yo lo mirábamos petrificados. Se lanzó débilmente sobre la galletita, la engulló y se retiró de inmediato a su guarida. Esperamos con paciencia mientras el animal decidía si la galletita había valido la pena o no. Era evidente que sí, porque emergió al cabo de un minuto, y esta vez salió del todo del agujero. Así fue como pudimos ver de cerca por primera vez a la pobre criatura: una imagen al mismo tiempo repulsiva y desgarradora. Las costras y cicatrices redondas que tenía en el pelaje parecían de perdigones. ¿Era él el ladrón de gallinas, el que había obligado al señor Gates a comprar más cartuchos? El animal nos miró receloso; yo deduje que estaba inquieto, aunque ya no le aterrorizaba totalmente nuestra presencia. Se acercó renqueante a la siguiente galleta y también la engulló; y luego la siguiente, y la siguiente, siempre sin dejar de mirarnos. Al terminar, buscó por si había más entre la maleza, pero ya no quedaba ninguna.

Lentamente, nos levantamos para marcharnos procurando no hacer movimientos bruscos. El perro nos observaba, pero no salió huyendo hacia su guarida. Travis le habló con el tono cantarín que se utiliza con una mascota, o con los niños muy pequeños, o muy tontos: «Perrito bueno, perrito, perrito bueno».

Esta vez fue recompensado con un meneo de cola completo; primero a un lado, luego al otro, como un perro de verdad.

La primera persona que dedujo que Travis estaba dando de comer a un nuevo animal fue Viola, claro, la persona que controlaba la despensa. Nosotros sabíamos que el animal no podría subsistir mucho tiempo con galletitas. Si queríamos que recuperase la salud, tendríamos que birlar un poco de carne. Pero eso no era nada fácil, porque Viola se pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, y teníamos que burlar su vigilancia para llegar a la despensa. Ella siempre sabía con exactitud cuánta carne, leche y pan, y cuántos huevos, tenía a su disposición en cada momento, pues debía calcular al menos con una comida de antelación el menú para tres adultos, siete niños en edad de crecimiento y una prima trasplantada, además de ella misma y dos criados.

Travis y yo analizamos el problema.

—Yo creo que lo más fácil —dije— es pedirle otro medio sándwich para tu fiambrera. Y cuando vuelvas de la escuela, puedes hacer una parada en la limpiadora y darle de comer. Como tú te llevas el almuerzo a la escuela, no se le ocurrirá que estás dándole comida a un perro.

—Caramba, Callie, qué lista eres. Y qué pícara.

—Vaya, muchas gracias.

La abordamos en uno de sus raros momentos de descanso entre comidas, mientras se tomaba una taza de café sentada a la mesa de la cocina.

Antes de que yo pudiera abrir la boca, nos miró con los ojos entornados y dijo:

—¿Qué queréis? ¿A qué clase de criatura estáis alimentando ahora?

—¿Qué? —dije, atónita por su clarividencia.

—¿Cómo lo has adivinado? —exclamó Travis, antes de que a mí se me ocurriese un modo de negarlo.

—Cada vez que te veo a ti —dijo señalándome— y a ti —señaló a mi hermano— en esta cocina, y sobre todo a los dos juntos, sé que andáis tramando algo. Tengo contada hasta la última migaja en esta casa; no os creáis que podéis hacerme una jugarreta, ¿me habéis oído?

Los dos la miramos consternados. Quizá yo no era tan lista ni tan astuta, a fin de cuentas. O quizá sí lo era. Pensé frenéticamente en los recursos que tenía para presionarla.

—Está bien —admití—, nos has pillado. Es para un gato muerto de hambre de la limpiadora.

Travis me miró boquiabierto y yo recé para que no descubriera el pastel.

La cara de Viola se ablandó tal como yo esperaba.

—Un gato, ¿eh? —Echó un vistazo a Idabelle, su querida compañera, ahora dormida en la cesta.

—Un gato espantosamente flaco.

Miré también a Idabelle.

—¿Y por qué no persigue a las ratas que hay en la limpiadora? —cuestionó—. Tu padre siempre se anda quejando de las ratas.

—Está demasiado débil para cazar. Si no le damos de comer pronto, se morirá de hambre.

—Sí —afirmó Travis—, se morirá de hambre, ¿sabes?, por falta de comida suficiente. Para un gato. Necesita comer.

¡Uf! Qué mentiroso tan torpe. Lo interrumpí para que no pudiera añadir algo todavía más estúpido.

—Y si alguien, humm, quien sea, hiciera preguntas, lo cierto es que Travis es un chico en edad de crecimiento; y tú ya sabes el hambre que tienen los chicos a esa edad. Un sándwich extra en el almuerzo serviría para resolver el problema, ¿entiendes?

La cocinera le echó otro vistazo a su amiga felina.

—De acuerdo. A partir de mañana. Quizá unas sardinas, quizá rosbif, ya veremos. Y ahora, largo.

Nos apresuramos a largarnos antes de estropearlo todo.

Al día siguiente Travis encontró en su almuerzo un paquete adicional de papel encerado. Suerte que era rosbif y no unas apestosas sardinas; de lo contrario, nadie habría querido sentarse con él durante el almuerzo, ni siquiera Lula.

En el trayecto de vuelta a casa, nos detuvimos en la limpiadora y descendimos por la orilla. Mi hermano susurró: «Eh, perrito, perrito bueno», y para nuestra gran satisfacción, el perro asomó la cabeza. Cuando le lancé la comida, se escondió un momento, pero enseguida reapareció. Renqueando, se acercó al sándwich y se lo zampó.

Así empezó la nueva rutina de Travis. Se lo permití, aunque con una estricta condición: que ayudara a la criatura solamente hasta que pudiera aguantarse derecha, pero que por lo demás la dejara en paz. A veces se tropezaba con papá, que entraba o salía de la limpiadora, pero Travis fingía estar explorando o jugando por la orilla; papá lo saludaba de lejos y seguía con sus asuntos. Mi hermano se pasaba la mayor parte del tiempo espiando al perro. En ocasiones el animal no estaba, cosa que le hacía temer que hubiera enfermado o se hubiera muerto. Pero siempre aparecía al día siguiente. Y poco a poco, ganó pesó y comenzó a reconocer la llamada de Travis: «Eh, perrito, perrito bueno».

A partir de entonces, como yo tenía muchas otras cosas que hacer, dejé de prestar atención a ese asunto. Francamente, dado el historial de Travis, reconozco que debería haber sido más prudente.