Capítulo 1
Armand contra Dilly
Una noche, cuando estábamos a unos quince kilómetros de la bahía de San Blas, apareció una cantidad enorme de mariposas, en bandadas compuestas por miríadas innumerables que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Ni siquiera con ayuda de un catalejo era posible ver un hueco libre de mariposas. Los marineros gritaban que «estaba nevando mariposas», y eso parecía, en efecto.
CHARLES DARWIN, El viaje del Beagle, 1839
Para mi infinito asombro, yo vi mi primera nevada el día de Año Nuevo de 1900. A vosotros quizá no os parezca nada del otro mundo, pero una nevada es algo extremadamente raro en la zona central de Texas. Justo la noche antes me había hecho el propósito de ver la nieve al menos una vez antes de morir, aunque dudaba que fuese a ocurrir jamás. Pero ese improbable deseo me fue concedido en cuestión de horas, y la nieve transformó nuestro pueblo vulgar y corriente en un paisaje de inmaculada belleza. Al amanecer, vestida solo con bata y zapatillas, correteé por el bosque silencioso, admirando el delicado manto de nieve, el cielo gris plomizo y las ramas plateadas de los árboles, hasta que el frío me obligó a volver a casa. Y entre el alboroto, la efervescencia y la solemnidad del gran acontecimiento, sentí que me hallaba al borde de un futuro espléndido en el nuevo siglo y que mi decimotercer año sería mágico.
Pero ahora ya estábamos en primavera, y los meses se me habían ido escurriendo insensiblemente, ocupados en la rueda rutinaria de deberes de la escuela, tareas de la casa y clases de piano: una monotonía solo interrumpida por mis seis hermanos, que parecían empeñados en sacarme de quicio a mí, la única chica, por riguroso turno. Las promesas de Año Nuevo habían sido una tomadura de pelo, estaba claro.
Mi verdadero nombre es Calpurnia Virgina Tate, pero en esa época la mayoría de la gente me llamaba Callie Vee (con la excepción de mi madre, cuando pretendía mostrar su desaprobación, y del abuelo, que no quería saber nada de apodos).
Mi único consuelo me lo proporcionaban los estudios de naturalista que llevaba a cabo con mi abuelito, el capitán Walter Tate, un hombre al que muchos en Fentress, nuestro pueblo, tomaban equivocadamente por un viejo gruñón medio chiflado. Él había ganado dinero con el algodón y el ganado, y combatido con los confederados en la guerra; y había decidido dedicar la última parte de su vida al estudio de la naturaleza y de la ciencia. Yo, su colaboradora en esa empresa, vivía aguardando las horas preciosas que podía pasar en su compañía, caminando tras él con un cazamariposas, una cartera de piel, mi cuaderno científico y un lápiz afilado siempre a mano para anotar nuestras observaciones.
Si hacía mal tiempo, estudiábamos nuestros especímenes en el laboratorio (un viejo cobertizo, en realidad, que en tiempos había formado parte de las dependencias de los esclavos), o leíamos juntos en la biblioteca, donde fui adentrándome lentamente, bajo su tutela, en el libro del señor Darwin El origen de las especies. Si hacía buen tiempo, caminábamos campo a través hasta el río San Marcos, avanzando entre la maleza por uno de los muchos senderos abiertos por los ciervos. Nuestro mundo no le habría parecido quizá muy excitante a un observador poco avezado, pero estaba repleto de vida si sabía uno dónde mirar. Y cómo mirar. Eso me lo había enseñado el abuelo. Juntos habíamos descubierto una nueva especie de algarroba vellosa que ahora el mundo conocía como Vicia tateii. (Confieso que habría preferido descubrir una especie de animal desconocida, pues los animales son más interesantes, pero ¿cuántas personas de mi edad —o de cualquier edad— habían conseguido unir para siempre su nombre a una criatura viviente? Ahí os quiero ver).
Yo soñaba con seguir los pasos del abuelo y convertirme en científica. Mi madre, sin embargo, tenía otros planes para mí; planes que podían resumirse en aprender labores domésticas y ser presentada en sociedad al cumplir los dieciocho años. Para entonces, se esperaba, sería lo bastante aceptable como para que me echara el ojo un próspero joven de buena familia. (Cosa dudosa por muchos motivos; entre ellos, que yo aborrecía la cocina y la costura, y que no era exactamente el tipo de chica que atrae las miradas con sus encantos).
Había llegado la primavera, así pues, una época de alegría y también de cierta agitación en nuestro hogar debido al sensible corazón de mi hermano Travis, un año menor que yo. Veréis, la primavera es la estación de la vida en plena floración: de los pajaritos, de las crías de mapache, de los cachorros de zorro y de las ardillitas recién nacidas; y muchas de esas crías acaban huérfanas, mutiladas o abandonadas. Ahora bien, cuanto más desesperado era el caso, cuanto más sombrías las perspectivas, más posibilidades había de que Travis adoptara a la criatura y se la trajera a casa a vivir con nosotros. A mí ese desfile de improbables mascotas me parecía muy entretenido, pero a nuestros padres, no. De nada servían los severos sermones de mi madre ni las amenazas de mi padre; todo eso quedaba olvidado cuando mi hermano se tropezaba con un animal en apuros. Algunos de estos salían adelante, otros sucumbían lamentablemente, pero todos encontraban un hueco en su sensible corazón.
Aquella mañana del mes de marzo, me levanté temprano y me tropecé inesperadamente con Travis en el pasillo.
—¿Vas al río? —me dijo—. ¿Puedo ir contigo?
En general prefería salir sola, porque así es mucho más fácil pillar desprevenida a la fauna salvaje. Pero de todos mis hermanos, Travis era el que más compartía mi interés por la naturaleza, así que dejé que me acompañara, diciendo:
—Solo si estás callado. He de hacer mis observaciones.
Abrí la marcha hacia el río por una de las sendas de ciervos, mientras el amanecer empezaba a iluminar el cielo por el este. Travis, saltándose mis instrucciones, no paró de charlar durante todo el camino.
—Oye, Callie, ¿te has enterado de que Maisie, el rat terrier de la señora Holloway, acaba de tener cachorros? ¿Tú crees que nuestros padres me dejarían quedarme uno?
—Lo dudo. Mamá siempre se está quejando porque tenemos cuatro perros. Tres ya le parecen demasiados.
—¡Pero un cachorrito es lo más bonito del mundo! Lo primero que haría es enseñarle a recoger un palo. Ese es uno de los problemas de Bunny. Yo lo quiero mucho, pero no hay manera de que vaya a buscar un palo.
Bunny era el enorme y mullido conejo blanco de Travis, que había ganado un premio y todo. Mi hermano lo adoraba; le daba de comer, lo cepillaba, se pasaba el día jugando con él. Pero lo de entrenarlo era nuevo.
—Un momento —dije—, ¿estás intentando… adiestrar a Bunny para que vaya a buscar un palo?
—Sí. Lo intento, lo intento una y otra vez, pero no hay manera. Incluso lo probé con un trozo de zanahoria, pero él se limitó a zampársela.
—Humm, Travis…
—¿Qué?
—No ha habido en la historia ningún conejo que haya aprendido a recoger un palo. No te esfuerces más.
—Pero Bunny es muy listo.
—Será muy listo para tratarse de un conejo, lo cual tampoco es mucho decir.
—Yo creo que únicamente necesita un poco más de práctica.
—Ya. Y luego puedes empezar a darle clases de piano.
—Quizá cogería el tranquillo más deprisa si tú nos ayudaras.
—Ni hablar, Travis. Es un sueño imposible.
Seguimos nuestro debate hasta que casi habíamos llegado al río. De repente vimos a una criatura husmeando entre el mantillo acumulado en la base de un árbol hueco. Resultó ser un joven Dasypus novemcinctus, un armadillo de nueve bandas, del tamaño de una pequeña hogaza de pan. Aunque empezaban a ser más comunes en Texas, nunca había visto ninguno tan de cerca. Anatómicamente, parecía una desafortunada combinación de oso hormiguero (la cara), mula (las orejas) y tortuga (el caparazón). Me pareció en conjunto una criatura poco agraciada, pero el abuelito había dicho una vez que aplicar la definición humana de belleza a un animal que había logrado sobrevivir millones de años era anticientífico y estúpido.
Travis se puso en cuclillas.
—¿Qué está haciendo? —susurró.
—Me parece que está buscando el desayuno —dije—. Según el abuelo, comen lombrices, larvas y demás.
—Es una monada, ¿no crees?
—No, no lo creo.
Pero decirle eso no servía de nada. El despreocupado animal hizo entonces algo infalible para ganarse un sitio en nuestro hogar: se acercó a mi hermano y le husmeó los calcetines.
¡Ay, ay, ay! Teníamos que largarnos de allí antes de que Travis dijera…
—¡Llevémoslo a casa!
Demasiado tarde.
—Es un animal salvaje, Travis —dije—. No creo que debamos.
Sin hacerme caso, él respondió:
—Creo que lo llamaré Armand. Armand el Armadillo. O si es una chica, podría llamarla Dilly. ¿Qué te parece el nombre? Dilly la Armadillo.
Porras. Ahora sí que era demasiado tarde. El abuelo siempre me advertía que no les pusiera nombre a los objetos de estudio científico, pues entonces uno no podía ser objetivo, ni se animaba a diseccionarlos, o a disecarlos y exponerlos, o a enviarlos al matadero, o a liberarlos, según lo que requiriese el caso.
Travis prosiguió:
—¿Es chico o chica?, ¿qué te parece?
—No sé. —Saqué mi cuaderno científico del bolsillo del delantal y escribí una pregunta: ¿cómo se distingue un Armand de una Dilly?
Travis recogió al armadillo del suelo y lo estrechó contra su pecho. Armand (yo había decidido llamarlo así, por ahora) no dio muestras de temor y le inspeccionó el cuello de la camisa con un hocico que retorcía ávidamente. Mi hermano sonrió encantado. Yo suspiré, exasperada. Mientras él arrullaba a su nuevo amigo, hurgué alrededor con un palito para buscar algo de comida. Desenterré una enorme lombriz y me apresuré a ofrecérsela a Armand, que me la arrebató con sus impresionantes garras y la engulló en un par de segundos, salpicando trocitos de lombriz por todas partes. No resultaba muy bonito el espectáculo. Para nada. ¿Quién iba a saber que los armadillos tenían los peores modales del mundo en la mesa? Claro que al pensarlo ya estaba cayendo otra vez en el mismo error: aplicar la sensibilidad humana donde no correspondía.
Incluso Travis parecía asqueado. «¡Aj!», exclamó. Yo estuve a punto de decir lo mismo, aunque, a diferencia de él, había forjado mi temple en el crisol del «pensamiento científico». Los científicos no decían estas cosas en voz alta (aunque tal vez las pensaran de vez en cuando).
Armand lamió los restos de lombriz de la camisa de Travis.
—Tiene hambre, simplemente —comentó mi hermano—. Pero vaya, no huele muy bien.
Era cierto. Como si no bastara con sus desastrosos modales, Armand despedía un desagradable olor almizcleño.
—Creo que esto no es buena idea —opiné—. ¿Qué dirá mamá?
—No tiene por qué saberlo.
—Ella siempre se entera de todo. —Cómo se las arreglaba para enterarse de todo era una cuestión de considerable interés para sus siete hijos. Nunca habíamos conseguido entenderlo.
—Lo podría esconder en el establo. Ella casi nunca entra ahí.
Yo ya veía que aquella era una batalla perdida y que, en realidad, no me correspondía librarla a mí. Metimos a Armand en mi cartera de piel, y la criatura se pasó todo el camino hasta casa rascando el interior. Me disgusté mucho al encontrar varias muescas en la superficie de cuero cuando por fin lo sacamos de la cartera y lo depositamos en una vieja conejera, al lado de Bunny, en el rincón más escondido del establo. Pero primero lo pesamos en la balanza que usábamos para los conejos y las aves de corral (dos kilos) y lo medimos de proa a popa (veintiocho centímetros, sin contar la cola). Debatimos durante un minuto si debíamos incluir la cola, pero decidimos que, dejándola fuera, la medición sería más representativa de sus verdaderas dimensiones.
A Armand no parecía molestarle toda aquella atención, aunque tampoco parecía gustarle especialmente. Exploró los confines de su nuevo hogar y luego se puso a arañar la base de la conejera, ignorándonos por completo.
Aún no lo sabíamos, pero esa iba a ser la tónica de nuestra relación: arañar e ignorarnos, y volver a arañar e ignorarnos. Observamos cómo arañaba y nos ignoraba hasta que nuestra criada, SanJuanna, tocó la campana del porche trasero anunciando que estaba listo el desayuno. Entramos corriendo en la cocina, donde nos recibió un delicioso aroma a beicon frito y a panecillos de canela frescos.
—A lavarse las manos —ordenó nuestra cocinera, Viola, que estaba junto al horno.
Travis y yo nos turnamos para accionar la bomba y restregarnos bien las manos en el fregadero. Mi hermano todavía tenía pegados en la camisa unos hilos pringosos del desayuno de Armand. Se los señalé y le pasé un trapo húmedo, pero él no hizo otra cosa que extenderlos y mancharse aún más.
Viola alzó la vista.
—¿Qué es ese olor?
Yo me apresuré a decir:
—Estos panecillos tienen una pinta estupenda.
—¿Qué olor? —preguntó Travis.
—El olor que te estoy oliendo, señorito.
—Es, eh, uno de mis conejos. ¿Conoces a Bunny? ¿Ese grande blanco? Necesita un baño, simplemente.
Eso me sorprendió. A Travis se le daba muy mal mentir, todo el mundo lo sabía, pero esta vez, mira por dónde, le había salido de maravilla. Además de continuar con mis estudios sobre la naturaleza, yo procuraba esforzarme en mejorar mi vocabulario, y entonces me vino a la cabeza la palabra «redomado». No había tenido ocasión de utilizarla hasta el momento, pero aquí venía al pelo: Travis, el redomado embustero.
—Vaya, vaya… —dijo Viola—. En mi vida había oído que un conejo necesitara un baño.
—¡Uf, está asqueroso! —intervine—. Tendrías que verlo.
—Vaya, vaya… —repitió—. Prefiero imaginármelo.
Llenó una bandeja hasta arriba de beicon crujiente y la llevó al comedor pasando por la puerta batiente. Nosotros la seguimos y ocupamos nuestros lugares en la mesa junto a mis otros hermanos: Harry (el mayor, mi preferido), Sam Houston (el más callado), Lamar (un auténtico plomo), Sul Ross (el segundo más callado) y Jim Bowie (el menor, de cinco años, y el más ruidoso de todos).
Debo decir que Harry estaba perdiendo a marchas forzadas su categoría de Hermano Preferido desde que había empezado a salir con Fern Spitty. Aunque él tenía dieciocho años y yo ya me había resignado a la idea de que algún día se casaría, su noviazgo implicaba que cada vez pasaba más tiempo fuera de casa. Fern era guapa, dulce y bastante sensata, en el sentido de que no hacía muchos aspavientos cuando yo andaba por casa con algún espécimen amorfo chapoteando en un tarro. Y aunque a mí me parecía buena chica en general, la triste realidad era que ella habría de romper algún día nuestra familia.
Papá y el abuelo entraron y tomaron asiento, saludándonos a todos con un gesto y diciendo con solemnidad:
—Buenos días.
El abuelito me dedicó un «buenos días» a mí en particular, y yo le sonreí, reconfortada, consciente de que era su preferida.
—Vuestra madre sufre uno de sus dolores de cabeza —anunció papá—. Hoy no desayunará con nosotros.
No dejaba de ser un alivio, porque mamá habría divisado a kilómetros una camisa manchada con restos de lombriz. Y si ella, en lugar de Viola, hubiera interrogado a Travis, mi hermano probablemente se habría derrumbado y lo habría confesado todo. Yo, en estos casos, había adoptado la táctica de negarlo todo, pasara lo que pasara. Me había convertido en una negadora tan redomada —incluso frente a las pruebas más irrefutables— que mamá muchas veces ni se molestaba en interrogarme. (Como veréis, ser considerada poco de fiar tiene su utilidad, aunque no animo a nadie a seguir mi ejemplo).
Bajamos la cabeza mientras papá bendecía la mesa, y luego SanJuanna fue pasando las bandejas. En ausencia de mamá, estábamos dispensados del engorro de mantener la conversación trivial y agradable que ella exigía en las comidas; de modo que nos lanzamos sobre nuestro desayuno con todas las ganas. Durante unos minutos solo se oyó el chirrido de tenedores y cuchillos, los murmullos disimulados de deleite y alguna petición, de vez en cuando, para pasar «por favor» el jarabe de arce.
Después de la escuela, Travis y yo corrimos a ver a Armand y lo encontramos acurrucado en una esquina de su jaula, arañando de vez en cuando el alambre sin mucho entusiasmo. Parecía… bueno, deprimido; aunque con un armadillo, ¿cómo vas a saberlo?
—¿Qué le pasa? —cuestionó Travis—. No parece muy contento.
—Es que es un animal salvaje y no debería estar aquí. Quizá tendríamos que soltarlo.
Pero Travis todavía no estaba dispuesto a renunciar a su nueva mascota.
—Apostaría a que está hambriento. ¿Tienes alguna lombriz?
—Se me han terminado.
Eso no era del todo cierto. Me quedaba una lombriz gigante en mi habitación, la más enorme que había visto en mi vida, pero la reservaba para mi primera disección. El abuelito había propuesto que empezáramos con un anélido y luego progresaríamos observando las distintas especies. Yo pensaba que cuanto mayor fuese la lombriz, mejor veríamos sus órganos y más fácil resultaría la disección.
No obstante, me apliqué a resolver el problema de Armand. Era un animal subterráneo y omnívoro, lo cual significaba que debía de comer todo tipo de materia animal y vegetal. No me apetecía ponerme a cavar para buscar larvas, y como me pasaría la vida si tenía que atrapar las suficientes hormigas para una comida decente, le dije a Travis:
—Vamos a ver qué hay en la despensa.
Fuimos corriendo hasta el porche trasero y entramos en la cocina, donde Viola descansaba entre comida y comida tomando una taza de café. Idabelle, la gata de interior, le hacía compañía, aposentada en su cesta junto a la estufa. Viola hojeaba una de las revistas femeninas de mamá. No sabía leer ni escribir, pero le gustaba mirar los últimos sombreros de moda. Uno de ellos tenía algo así como un ave del paraíso disecada sobre un nido de tul, con un ala ingeniosamente caída sobre la frente de la modelo. Aparte de ser un desperdicio terrible de un espécimen tan raro y espléndido, el sombrero era completamente ridículo.
—¿Qué queréis? —preguntó la cocinera sin alzar la vista.
—Eeeh, tenemos un poco de hambre —dije—. Queríamos ver qué hay en la despensa.
—Está bien, pero no toquéis los pasteles. Son para la cena, ¿me habéis oído?
—Sí.
Cogimos lo que vimos más a mano, un huevo duro, y volvimos también corriendo al establo.
Armand husmeó el huevo, le dio unas vueltas con sus garras, rompió la cáscara y empezó a comérselo con entusiasmo, salpicando trocitos y soltando gruñidos. Al terminar, se retiró a su rincón de la jaula y volvió a adoptar aquella posición encorvada y abatida. Lo miré atentamente y pensé en su entorno natural. Él vivía bajo tierra. Era un animal nocturno. Lo cual significaba que le gustaba dormir en su madriguera todo el día. Pero aquí estaba a plena luz, sin una madriguera donde cobijarse. No era de extrañar que pareciera desdichado.
—Me parece que necesita un hoyo en el suelo, una madriguera donde dormir.
—No tenemos ninguna madriguera.
—Si lo soltaras —dije, esperanzada—, él se fabricaría una.
—No puedo soltarlo. Es mi Armand. Tenemos que fabricársela nosotros.
Suspiré. Fuimos a buscar materiales y encontramos unos periódicos viejos y un trozo de manta que se usaba para limpiar a los caballos después de la jornada de trabajo. Metimos estas cosas en la jaula. Armand las husmeó como de costumbre y se dedicó a desmenuzar el papel minuciosamente. Lo arrastró, junto con el trozo de manta a la esquina posterior de la conejera, y, en unos minutos, se había construido una especie de nido. Se puso la manta encima, se removió un rato y después se quedó quieto. Unos leves ronquidos emergieron del montículo.
—Ya está —susurró Travis—, ¿ves lo contento que se ha quedado? Qué lista eres, Callie Vee. Te las sabes todas.
Me hinché bastante al oírlo, naturalmente. Quizá no fuera tan mala idea quedarse con Armand. (O Dilly).
Esa noche nos pusimos en fila para que papá nos diera la paga semanal. Nos situamos frente a su puerta por orden de edad, y él nos fue llamando de uno en uno y entregando una moneda de diez centavos a los chicos mayores, y una de cinco centavos a los pequeños y a mí. Yo entendía el razonamiento que había detrás de este reparto —más o menos—, pero esperaba impaciente llegar a la edad de los diez centavos. Mi padre concluía la pequeña ceremonia con la advertencia de que no lo gastáramos todo de una vez, cosa que la mayoría de nosotros hacíamos de inmediato, en la tienda de Fentress, en gominolas, caramelos y chocolate. La intención de papá era enseñarnos a ahorrar, pero nosotros aprendíamos más bien a efectuar cálculos complejos sobre el máximo placer que podía obtenerse de cada cosa (por ejemplo, el valor de cinco pastillas rojas de canela por un centavo frente al valor de tres caramelos de leche por dos centavos), y también con qué hermano convenía intercambiar regaliz por pastillas de goma, y a qué tipo de cambio. Unos cálculos complejos e intrincados de verdad.
Aun así, yo había logrado ahorrar la suma de veintidós centavos, y los tenía guardados en una caja de puros debajo de mi cama. Un ratón había encontrado atractiva la caja, por lo visto, y había mordisqueado las esquinas. Ya iba siendo hora de pedirle otra al abuelo. Llamé a la puerta de su biblioteca y él gritó: «Adelante, si no hay más remedio». Lo encontré muy concentrado, examinando algo atentamente con una lupa. Su larga barba plateada adquiría una tonalidad amarillenta bajo el débil resplandor de la lámpara.
—Calpurnia, ¿quieres acercar otra lámpara? Esto parece una Erythrodiplax berenice, o libélula de la costa. La única libélula de agua salada que conocemos. Pero ¿qué estará haciendo por aquí?
—No lo sé, abuelito.
—Claro que no lo sabes. Era lo que se llama una pregunta retórica; no se espera una respuesta.
Estuve a punto de decir: «Entonces, ¿para qué hacerla?». Pero habría sido una impertinencia, y yo jamás me atrevería a ponerme impertinente con mi abuelo.
—Qué raro —murmuró—. Normalmente, no se ven tan lejos de las marismas saladas.
Le llevé otra lámpara y me asomé por encima de su hombro. Me encantaba pasar el rato con él en aquella habitación, repleta como estaba de toda clase de cosas intrigantes: el microscopio y el telescopio, las colecciones de insectos, las criaturas preservadas en frascos, las lagartijas disecadas, el viejo globo terráqueo, un huevo de avestruz, una silla de montar en camello tan grande como un escabel, una alfombra negra de oso con unas fauces abiertas del tamaño perfecto para enganchar el pie de una nieta incauta. Y eso sin olvidar los libros: grandes montones de libros, macizos volúmenes académicos encuadernados en tafilete gastado y con rótulos dorados. Y ocupando un lugar de honor, en un estante especial, un tarro de grueso vidrio que contenía la Sepia officinalis, la sepia que le había enviado años atrás el gran hombre en persona: el señor Charles Darwin, a quien el abuelito veneraba. La tinta de la etiqueta de cartón estaba desvaída, pero todavía resultaba legible. Mi abuelo valoraba aquel objeto por encima de todas las cosas.
De repente alzó la cabeza y husmeó el ambiente.
—¿Por qué hueles como un armadillo? —quiso saber.
No había forma de ocultarle nada, al menos nada relacionado con la naturaleza.
—Humm —mascullé—. Mejor que no lo sepa, señor.
Eso le divirtió.
—El nombre en español significa «pequeño animal con armadura» —dijo—. Los primeros colonos alemanes lo llamaban Panzerschwein, «cerdo acorazado». La carne es blanca y tiene un sabor y una textura semejantes a la del cerdo si se prepara del modo adecuado. Mis hombres y yo nos dábamos un buen banquete cuando encontrábamos uno de esos animales. Durante la guerra no eran tan comunes, pues hacía poco que habían migrado a esta parte del mundo desde Sudamérica. A Darwin le gustaban mucho y los llamaba «simpáticos animalitos», pero nunca intentó criar uno de ellos. Aunque raras veces muerden, son muy malas mascotas. Viven en soledad cuando son adultos y carecen de tendencias sociales, lo que tal vez explica que no valoren en lo más mínimo la compañía humana.
El abuelito hablaba a veces de la Guerra de Secesión, pero no con excesiva frecuencia. Probablemente era mejor así, porque en nuestro pueblo vivían muchos veteranos confederados, y la guerra —o al menos, su desenlace— todavía escocía a muchos excombatientes. También pensé que lo mejor sería no explicarle a Travis que su propio abuelo se había alimentado con los antepasados de Armand y que los había encontrado deliciosos.
—Abuelito, ¿podría darme por favor una caja de puros nueva si le sobra alguna? También necesito que me preste un libro. Para leer sobre el armadillo que no tenemos.
Él sonrió. Me dio una caja de puros y después me señaló la Guía Godwin de los mamíferos de Texas.
—Hay ciertos animales —dijo— que no pueden domesticarse, al parecer, por motivos poco conocidos aún. No solo el armadillo. Piensa en el castor, en la cebra o en el hipopótamo, por citar algunos. Mucha gente ha intentado domesticarlos y ha fracasado rotundamente, a menudo de modo espectacular y, a veces, mortal.
Ya me imaginaba la reacción de mi madre al ver a Travis trayendo a casa, tirando de un cordel, a una cría de hipopótamo. Di gracias al cielo por el hecho de que viviéramos en un país desprovisto de hipopótamos. Abrí el manual, y el abuelo y yo nos pusimos a trabajar en un confortable silencio.
Justo antes de acostarnos, fui con mi hermano a ver cómo estaba Armand. (Habíamos acordado llamarlo así, aunque aún no podíamos descartar que se tratara de Dilly). Vimos que hocicaba, revolvía y nos ignoraba, y lo dejamos tranquilo.
A la mañana siguiente Travis le dio otro huevo duro. Armand se lo comió sin hacernos caso y se retiró a su madriguera.
—Me gustaría que fuera mi amigo —dijo mi hermano—. Seguro que si sigo dándole de comer, se hará amigo mío.
—Pero eso es un amor interesado. ¿De verdad quieres una mascota que solo se alegre de verte porque le das comida?
Le conté lo que había descubierto sobre la especie hablando con el abuelo, pero él no le dio importancia. Supuse que habría de descubrirlo por sí mismo. Algunas lecciones no se aprenden más que por las malas.