Capítulo 14
Problemas de dinero
El capitán Fitz Roy tomó como rehenes a un grupo de nativos por la pérdida de un bote que había sido robado… y a algunos de esos nativos, así como a un niño que había comprado por un botón de nácar, se los llevó con él a Inglaterra…
Era sábado, un frío, lluvioso y deprimente sábado, y a mí me habían ordenado que me sentara sobre un cojín en el salón y tejiera otros mitones. Iba mejorando, sí, pero ¿acaso me importaba? No, me tenía sin cuidado.
Mamá y Aggie trabajaban en sus bordados. J. B. jugaba en un rincón con sus piezas de madera, riéndose por lo bajini y contándose a sí mismo algún cuento disparatado que solamente él entendía. Un fuego de troncos de pacana crepitaba y chisporroteaba en la chimenea alegremente, en abierto contraste con el tiempo gris y con mi humor igualmente sombrío.
Llamaron al timbre: un indulto momentáneo para mis labores. Me levanté de un salto, gritando: «Ya voy yo». Era mi maestra, la señorita Harbottle, que venía a hablar con Aggie y con mamá. Cogí su pelliza empapada y su paraguas chorreante y los dejé en el perchero del vestíbulo. Con sus vulgares ropas negras y su desaliñado sombrero, exhibía toda la elegancia de un cuervo mojado.
—¿Todo bien, Calpurnia?
—Muy bien, gracias, señorita Harbottle —dije haciéndole una pequeña reverencia que pareció complacerla—. ¿Y usted?
Intercambiamos los cumplidos de rigor. Para tratarse de una alumna como yo, que con frecuencia era acusada en clase de ser descarada (y que se pasaba por ello mucho tiempo en el «rincón de la vergüenza»), la verdad es que me sentía extrañamente tímida ante mi maestra fuera de la escuela. La escuela era su entorno natural, y yo siempre experimentaba una especie de incomodidad al tropezármela en el «mundo exterior». Era un poco como encontrarse una serpiente en el tocador o un armadillo en la habitación de Travis.
La acompañé al salón. Mamá y Aggie se levantaron, le estrecharon la mano y le preguntaron educadamente por su salud. Mamá se volvió y me dijo:
—Callie, pídele por favor a Viola que traiga té y un refrigerio.
Me escabullí a la cocina con repentina alegría. Un refrigerio para una visita tan importante incluiría sin duda la tarta de chocolate de Viola, una creación sublime que superaba a todas las demás y que nosotros solo probábamos en ocasiones especiales. Supuse que podría agenciarme un pedazo si me quedaba por allí para pasar las tazas (y el pastel), y me comportaba como una chica modélica.
Interrumpí a Viola, que estaba —cómo no— pelando patatas.
—Mamá pide que sirvas té. Ah, y tarta de chocolate para cuatro. —No incluí a J. B. Eso ya sería pasarse, y, además, probablemente podría conformarlo y mantenerlo callado con un trocito (uno) de mi porción.
Viola interrumpió su tarea y me miró entornando los ojos.
—¿La porcelana fina?
—Sí. Es la señorita Harbottle.
La cocinera se puso un delantal limpio y bajó la bandeja del té. La dejé trajinando y volví a mi cojín en el salón.
La conversación se desenvolvía por temas diversos que no me interesaban gran cosa: quién estaba enfermo y quién estaba sano, quién se había casado y quién se había muerto. Una charla… inconexa. Sí, esa era una buena palabra, una de las que acababa de aprender. Tenía que enseñársela a Travis.
Viola apareció con la bandeja del té. Me levanté de un salto para ayudarla y contar las porciones de tarta. Cuando ella se retiró, mamá sirvió el té y fue pasando los platos y las tazas. Ya íbamos a ponernos a zampar cuando la señorita Harbottle abordó el tema que la había traído a casa.
Mirando primero a mamá, dijo:
—Me gustaría saber si Agatha estaría dispuesta a ser ayudante en la escuela. Como ya tiene su diploma, resultaría de gran ayuda para enseñar a leer a los más pequeños.
Tomé mi primer bocado de la tarta prodigiosa. ¡Ah, qué maravilla! Mastiqué lentamente, decidida a exprimir cada molécula de placer. Estaba tan extasiada, tan concentrada en mi tarta, que al principio no noté que sucedía algo.
Pero ¿qué era?
El murmullo de la conversación se había detenido. Reinaba el silencio. Un silencio que se fue prolongando. Eché un vistazo a mamá, que miraba a Aggie con una expresión alentadora: el tipo de expresión que le dirige una madre a su niño para que se coma los guisantes. Aggie, por su parte, masticaba su pastel pensativamente. ¿Qué era lo que me había perdido? El silencio se prolongó un poco más. Incluso J. B. levantó la vista de sus piezas de madera.
—Aggie —dijo mamá—, ¿no has oído lo que te ha dicho la señorita Harbottle?
—Sí, lo he oído —replicó mi prima—. Estaba esperando para saber cuál sería el sueldo.
—¿El sueldo? —repitió mi madre, como si la palabra le resultara apenas conocida—. ¿El sueldo?
A mí siempre me habían enseñado que hablar en público de dinero era una espantosa inconveniencia para una dama. La cosa se estaba poniendo interesante.
La señorita Harbottle pareció primero consternada y después ofendida. Entonces contestó:
—Bien, eso no lo sé. Nosotros esperábamos encontrar una voluntaria. Pero supongo que podría consultar a los miembros del consejo escolar y pedirles que le pagaran un salario de, digamos, veinte centavos la hora.
Hice un cálculo mental rápido: seis horas al día, multiplicadas por cinco días a la semana, multiplicadas por veinte centavos la hora, daban… seis dólares redondos. Una magnífica suma. Miré a Aggie con una admiración repentina. Supongo que a ninguna de nosotras se nos había ocurrido que ella esperaba cobrar por su trabajo, pero ahora que lo pensaba… ¿por qué no? Al fin y al cabo, estábamos en un nuevo siglo, y el trabajo de una chica tenía que contar sin duda igual que el de un chico. Yo misma, durante la última cosecha de algodón, me había hecho la enfurruñada hasta que papá me dio una moneda de cinco centavos por vigilar a los niños de color mientras sus padres trabajaban en el campo: cinco centavos por un solo día. Y me había quedado contentísima.
Aggie hizo entonces una cosa que nos dejó a todas completamente pasmadas. Dejó el tenedor, se limpió los labios delicadamente con la servilleta y pronunció tres palabras que yo jamás le había oído decir a una niña, ni a una joven ni a una dama.
—No es suficiente.
¡Dios mío! Nos quedamos boquiabiertas por su audacia. ¡Ya no se trataba de mencionar el dinero, sino de pedir más! Qué fascinante. La atmósfera podía cortarse con un cuchillo. Mamá se puso roja como un tomate; la señorita Harbottle farfulló y tosió, como si del pasmo se le hubiera ido una miga por el otro lado. Corrí a la cocina y le llevé un vaso de agua, que se bebió con alivio, a ratos abanicándose y a ratos dándose golpecitos en el pecho.
Aggie dio un sorbo de té, más fresca que una lechuga.
—Tendrán que ser treinta centavos la hora.
—Ni hablar —dijo enojada la señorita Harbottle.
—Yo ya tengo mi diploma, ¿sabe? Creo que eso debería valer otros diez centavos la hora.
Mamá se quejó:
—Agatha, me dejas estupefacta. ¿De dónde sale esta actitud mercenaria? ¿A qué viene esta charla sobre salarios? Para nuestra familia sería todo un honor que te ofrecieras voluntaria. ¿Es que no te atendemos adecuadamente?
—Por supuesto que sí, tía Margaret, y me siento inmensamente agradecida. Pero yo he de poner de mi parte para ayudar a reconstruir nuestra casa en Galveston. Quiero enviar dinero a mis padres, ¿entiendes?
—¡Ah! —exclamó mi madre—. Claro. Claro.
—¡Ah! —exclamó la señorita Harbottle—. Ya veo. Un fin encomiable, querida. En ese caso, veré qué puedo hacer.
Y así, tan sencillamente, la tormentosa atmósfera del salón se volvió apacible de nuevo.
Una semana después, Aggie pasó a ser la nueva empleada del distrito escolar del condado de Caldwell con el espléndido salario de treinta centavos la hora. Nueve dólares a la semana. Su estado de ánimo —al menos en casa— mejoró aún más.
En la escuela, en cambio, la cosa cambiaba. Ella fingía que no éramos parientes y no me devolvía la sonrisa cuando nos cruzábamos. Incluso habíamos de llamarla señorita Finch hasta que llegábamos a casa. Resultó ser una maestra arisca, severa y firme (nada sorprendente esto último), y sus alumnos aprendieron enseguida a comportarse. Enseñaba el alfabeto a los niños más pequeños y guiaba sus primeros pasos vacilantes por los tediosos vocabularios, llenos de relatos apasionantes como: «El oso. La casa. La casa es blanca. El oso está en la casa blanca». Más bien poca cosa como historia, pero, en fin, de algún modo había que empezar.
Al ver que Aggie recibía su paga semanal, yo empecé a pensar que ahorrar dinero podía ser una buena idea, aunque no tuviera en mente ningún objetivo concreto. A lo mejor un día reuniría lo suficiente para sacar unos billetes de tren a Austin para mí y para el abuelo. A lo mejor un día me podría comprar mi propio microscopio. Aparte de eso, no tenía ningún plan en especial. Haciendo un esfuerzo de voluntad enorme, me permití gastar un centavo a la semana en caramelos; luego comerciaba con mis hermanos para conseguir un surtido variado y atractivo. Tras recibir la paga todos los viernes por la tarde, me entregaba unos momentos al agradable ritual de contar mis monedas de uno y cinco centavos, y de admirar mi pieza de oro, antes de guardarlas de nuevo en su envoltorio de papel de seda y de colocar otra vez la caja debajo de la cama. Ya tenía la cantidad nada despreciable de cinco dólares y cuarenta y dos centavos.
Ese viernes en concreto, le di las gracias a papá por mi moneda de cinco centavos y subí corriendo a mi habitación. Abrí la caja de puros. En cuanto toqué el envoltorio, me di cuenta de que pasaba algo raro. Lo deshice con incredulidad.
No estaba.
El mundo se bamboleó bajo mis pies. Mi maravillosa moneda de cinco dólares, exhibiendo la cabeza radiante de la Libertad, con su peso tranquilizador y sus promesas de futuro, había desaparecido. Aturdida, hurgué en el contenido de la caja —las monedas pequeñas, los tesoros menores, los recortes de papel—, sabiendo ya mientras lo hacía que no iba a encontrarla.
No estaba.
Bueno, había desaparecido. Debía dominarme y aceptarlo. Debía aplicar mi inteligencia superior a la tarea de recuperarla. Examiné la caja. Una de las esquinas estaba carcomida, como si hubiera sido mordisqueada, pero el orificio era demasiado pequeño para pasar por él la moneda. ¿Quién o qué había andado por debajo de mi cama? Los ratones, sin duda. La serpiente, probablemente. ¿Se habría sentido atraída como una urraca por la reluciente superficie de la moneda y se la había llevado a su escondrijo detrás del zócalo? No, eso me pareció descabellado. Sir Isaac Newton había estado también debajo de la cama; me lo había encontrado allí una vez rebozado de polvo. Pero ahora eché un vistazo y estaba flotando inmóvil en su plato, con la malla de alambre sujeta con una piedra.
Pasé a los sospechosos humanos. ¿Uno de mis hermanos? Mi padre lo mataría si se enteraba. Ninguno se atrevería, aunque Lamar no dejaba de ser una posibilidad. ¿Y SanJuanna, nuestra criada de toda la vida? Una mujer tan digna de confianza como la que más, le había oído decir una vez a mi madre. ¿Y Viola, que llevaba con nosotros desde antes de que naciera Harry? Inconcebible. Solo quedaba… Aggie.
La candidata más obvia, claro. Codiciosa, ávida de dinero, tenía los medios, el motivo y la oportunidad. Y no era una hermana, un pariente de «primer grado». Nuestros lazos de sangre, más tenues, quizá le habían permitido robarme sin remordimientos de conciencia. Reflexionando como Sherlock Holmes, sentí que todas las piezas encajaban. Tenía que ser ella.
Y justo entonces, entró «ella» y me lanzó —a mí, la persona agraviada, la parte perjudicada— una mirada gélida.
—¿Qué haces? —dijo despreocupadamente, sin el menor rastro de culpa. ¡Ah, tenía hielo en las venas! Se sentó en la silla del tocador, se quitó el sombrero y se alisó el pelo.
Fue entonces cuando me lancé sobre ella y la tiré de la silla. Aggie dio un grito y cayó en una postura de lo más indecorosa, con la falda tan alzada que se le veían las enaguas.
—¿Te has vuelto loca? —gritó.
Me planté frente a ella, jadeante, con las manos crispadas de rabia. Y aunque mi prima me llevaba cuatro años y medía treinta centímetros más que yo, percibí en sus ojos de ladrona un destello de temor. Se levantó torpemente, con las ropas y el pelo hechos un desbarajuste.
—Devuélvemelo —dije con voz ahogada.
—¿Qué te pasa? ¿Has perdido el juicio?
Me acerqué; ella retrocedió hacia el rincón.
—Devuélvemelo.
—¿De qué estás hablando?
—De mi dinero. Devuélvemelo.
—No te acerques más. —Alzó las dos manos para mantenerme a raya—. No tengo ni idea de qué me hablas.
Su expresión era tan absolutamente incrédula que surgió en mi interior un atisbo de duda. También se me ocurrió que ella, si quería, seguramente podía ganarme en una pelea. Me detuve y dije con toda la calma que pude:
—Mi moneda. La pieza de oro de cinco dólares que me has quitado.
—Yo no te he quitado nada. Estás loca.
Y esta vez la creí. Me apartó de un empujón y bajó corriendo, dejando que yo me desinflara poco a poco como un triste globo. Ahora sí que estaba metida en un buen aprieto.
En efecto: al cabo de un minuto se alzó la voz de mamá desde el pie de la escalera, con el tono más enojado que le había oído en mi vida.
—¡Calpurnia! Baja ahora mismo.
Sabía que la desaparición de mi dinero no era nada comparada con el problema que me había creado al atacar a mi prima. ¡Ay! Bajé los peldaños arrastrando los pies, mientras intentaba urdir alguna excusa, pero sabía que no tenía ninguna.
Entré en el salón y me situé en el punto de la alfombra turca reservado tradicionalmente a los candidatos a una buena reprimenda. Había estado allí muchas otras veces, cabizbaja; por ello, ya me resultaba conocido el intrincado dibujo.
—¿Y bien? —dijo mi madre—. ¿Es cierto? ¿Es verdad que has atacado a Aggie y la has tirado al suelo? Dime que no ha sucedido tal cosa.
Parecía una extraña manera de plantearlo. ¿Era una invitación a mentir? La atisbé un momento y aparté enseguida la mirada. Nunca la había visto tan furiosa.
—Perdona, mamá —susurré, muy modosita.
—¿Cómo? ¡Habla más alto!
—Perdona, mamá —dije levantando un poco la voz.
—Es con Aggie con quien debes disculparte, no conmigo.
—Perdona, Aggie. —Rasqué con la punta del zapato el único punto borrado del dibujo de la alfombra: el punto que mis hermanos y yo habíamos ido desgastando con los años.
Mamá chilló:
—¡Mírala a los ojos para disculparte!
—Perdona, Aggie, de verdad —dije, esta vez con sinceridad—. Yo… Creía que me habías robado mi moneda de oro.
—¡Pufff! —resopló Aggie con desdén.
Presentar mis excusas no tuvo el efecto deseado de calmar a mamá. Su voz se volvió aún más sonora y más aguda:
—¿La moneda de oro que te dio tu padre? ¿La has perdido? ¿Cómo has podido ser tan descuidada?
—No la he perdido. Alguien me la ha robado.
—¡Tonterías! Nadie bajo este techo haría algo semejante. Tu padre te da una pieza de oro de diez dólares, ¿y tú qué haces? La pierdes a causa de tu propia negligencia.
Parpadeé, confusa.
—Quieres decir una pieza de cinco dólares, ¿no?
Ella me miró con idéntica perplejidad.
—Diez dólares, no cinco. ¿Esto es otra muestra de tu ingratitud, criatura desventurada?
Unas ronchas incipientes comenzaron a picarme en el cuello.
—Yo… yo no…
Ella me espetó:
—Los diez dólares que te dio tu padre. Y ahora los has perdido. Fuera de mi vista. Ve a tu habitación. No, espera. Ve afuera. Que Aggie tenga un poco de tranquilidad. Vas a quedarte fuera de tu habitación hasta la hora de acostarse, ¿entendido?
—Pero…
—¿Entendido?
—Sí, mamá. Y lo siento mucho, Aggie, de verdad. Espero que me perdones.
Ella solo dijo:
—Eh… Bueno.
Salí por la puerta principal al porche; me rasqué un par de veces las ronchas y enseguida rompí a llorar de rabia y confusión. ¿Qué diablos sucedía? ¿De qué estaba hablando mamá? Sam Houston y Travis aparecieron por el otro extremo del sendero. En vez de dejar que presenciaran mi humillación, me metí corriendo entre los matorrales y me dirigí al río.
Al llegar a la ensenada, me senté en la orilla y lloré por lo injusto que era todo. Y por mi propia estupidez. Había violado las normas del abuelo de observación, análisis y juicio. Me había apresurado a sacar una conclusión sin verdadero fundamento, y mira a dónde me había llevado: a meterme en un lío de marca mayor, probablemente para el resto de mi vida. Y no me había acercado ni siquiera un paso a la resolución del robo. Metí mi pañuelo en el agua fría y me refresqué la cara. (Aunque me estuviera aplicando un sinfín de algas y paramecios microscópicos, me daba igual). A medida que se me iba enfriando la piel, también se aplacaba mi furia. ¿Podría ser que hubiera extraviado la moneda? No me parecía posible. Solo de pensar a dónde habría ido a parar me daba dolor de cabeza. En lugar de eso, apliqué mi tan cacareado intelecto a la cuestión de si eran cinco o eran diez dólares. O bien mi madre estaba equivocada, o bien decía la verdad. No podía ir a preguntárselo a ella ni a mi padre; debía averiguarlo yo. A ver, los mayores recibían como paga semanal una moneda de diez centavos; y los pequeños y yo, una de cinco centavos. Papá, según el mismo razonamiento, debía de haber dado diez dólares a los mayores y cinco a los pequeños. Pero esto no lo sabía con certeza. ¿Cuál de los mayores me lo diría? Quizá Harry lo supiera, aunque yo no lo recordaba en la fila del pasillo aquel día. Recurrir a Lamar, con sus exasperantes aires de superioridad (para los que no encontraba la menor justificación) sería lo último que haría. Así pues, me quedaba Sam Houston; él parecía un buen candidato. En general nos llevábamos bastante bien, salvo cuando caía bajo la influencia de Lamar. Tendría que ser Sam.
Oí que Viola tocaba la campana del porche trasero, anunciando la cena. Me sequé la cara y las manos y regresé a casa con mi plan preparado.
La cena fue muy tensa. Mamá estaba callada; papá me miraba consternado; Harry me observaba como si yo fuese un espécimen nunca visto, Aggie tenía una expresión estudiadamente insondable. Mis demás hermanos, que, obviamente, se habían enterado de la noticia, me miraban de reojo mientras engullían la sopa. Yo no dije una palabra y me mantuve cabizbaja casi todo el rato, atisbando a hurtadillas de vez en cuando como una tortuga encerrada en su caparazón. Travis me transmitió silenciosamente su solidaridad arqueando las cejas. Solo el abuelo y mi hermano pequeño parecían ajenos al ambiente borrascoso del comedor. J. B. llenó el insólito vacío en la conversación cotorreando sobre sus soldados confederados de juguete, explicando cómo habían matado a los malvados yanquis, y cómo disparaba él su pistola de corcho, y cómo había aprendido a deletrear perro: P E E R E O.
Mamá, en su aturdimiento, murmuró:
—Muy bien, cariño.
SanJuanna retiró el plato principal y sirvió cuencos de dulce de cereza con nata fresca. Me puso un cuenco delante, y eso hizo que mamá despertara de su letargo y diera una orden tajante:
—Calpurnia se queda sin postre. Hoy, y durante las próximas dos… no, que sean tres semanas.
Todo el mundo alrededor de la mesa contuvo el aliento ante ese castigo inaudito; y aunque fuera severo en grado sumo, yo no estaba en condiciones de protestar.
Travis murmuró: «Puedes tomar un poco del mío, Callie»; ante lo cual mi madre añadió de inmediato una norma suplementaria: «¡Y nadie puede compartirlo con ella!».
Permanecí con las manos en el regazo mientras Lamar se relamía ostentosamente los labios y decía:
—Cielos, es el mejor dulce de cereza que he probado.
Típico de él.
Cuando subíamos a acostarnos, me tropecé en el rellano con Travis y Sam Houston. Perfecto. Un hermano mayor y uno pequeño.
—Sam —dije en voz baja—, cuando papá vino de Galveston y nos dio dinero a todos, ¿cuánto te dio a ti?
—Diez dólares de oro. ¿Por qué?
—Solo quería saberlo. —Luego me volví hacia Travis—. Y a ti te dio cinco, ¿no?
Mi hermano pequeño me miró perplejo y pronunció unas palabras que me rompieron el corazón:
—No. Me dio diez, pero pidió que no hablásemos de ello. Nos dio diez a cada uno.
—Diez a cada uno —repetí débilmente. Es decir, diez para los mayores y diez para los pequeños. Pero para mí, no. Me abrí paso entre ambos y corrí a mi habitación, donde me arrojé en mi catre y di rienda suelta a un mar de lágrimas amargas. Lloré por mi perdida fortuna y por la injusticia de ser acusada de ello. Lloré por mi futuro. Lloré por mis perspectivas, que iban reduciéndose en lugar de expandirse a medida que transcurrían los años, cercadas por todos lados por las deprimentes expectativas de los demás.
Aggie entró a acostarse. Ignorándome, encendió la lámpara y se puso el camisón. Se cepilló y trenzó el pelo, todavía sin prestarme atención.
Finalmente dijo:
—¡Ay, deja de llorar! —Sacó un pañuelo del cajón de la serpiente y me lo pasó, diciendo—: Toma. Ya no estoy furiosa contigo. Y ahora prepárate para acostarte, que voy a apagar la luz.
Pero yo no podía parar. Y no podía contarle que ya había olvidado nuestra pelea. No podía decirle que lloraba por haber descubierto una dura realidad: que yo era una mera ciudadana a medias en mi propia casa.