Capítulo 6
Una ciudad inundada
La noche anterior, un granizo enorme, del tamaño de pequeñas manzanas y extremadamente fuerte, había caído con tal violencia que mató a un gran número de animales salvajes.
Durante todo el día siguiente, los vientos racheados trajeron una lluvia intermitente. El periódico decía que la ciudad de Galveston seguía incomunicada, que una tremenda tormenta había azotado la costa y que los pocos supervivientes que habían alcanzado tierra firme hablaban de una devastación catastrófica.
Fuimos a pie a la iglesia metodista bajo un racimo de paraguas negros chorreantes. El reverendo Barker ofreció una oración especial por los habitantes de Galveston, y el coro cantó «Más cerca, oh Dios, de ti». Todo el mundo tenía allí amigos o familiares, o conocía a alguien que los tenía. Algunos adultos lloraban sin disimulo; los demás estaban demacrados y hablaban en voz baja. Las lágrimas le rodaban a mamá por la cara; papá le pasó un brazo por los hombros y la estrechó con fuerza.
Al llegar a casa, mamá se retiró a su habitación tras administrarse unos polvos para el dolor de cabeza y el tónico, de concentrado vegetal, de Lydia Pinkham. Se le había olvidado hacerme practicar el piano y yo, siempre tan considerada, no me molesté en recordárselo, pensando que ya tenía demasiadas preocupaciones.
Al día siguiente se hablaba entre susurros de que había niveles de dos metros de agua en las calles, de familias enteras ahogadas, de la ciudad completamente arrasada. Las ropas de colores lúgubres indicaban el lúgubre estado de ánimo que reinaba en el pueblo. Algunos hombres llevaban brazaletes negros; algunas mujeres iban con velo negro. El pueblo entero —mejor dicho, el estado entero— parecía contener el aliento mientras aguardaba a que los cables de telégrafo y teléfono inutilizados volvieran a funcionar. Había barcos venidos desde Brownsville y Nueva Orleans que se dirigían en ese mismo momento a la ciudad devastada, cargados de comida y agua, de tiendas de campaña y herramientas. Y de ataúdes.
Busqué a Harry y, finalmente, lo encontré en el almacén contiguo al establo. Estaba haciendo inventario.
—Harry, dime qué ocurre.
—¡Chist! Siete, ocho, nueve barriles de harina. —Hizo una marca en una lista.
—Harry.
—Lárgate. Judías, café, azúcar. A ver. Beicon, manteca, leche en polvo.
—Harry, dímelo.
—Sardinas. Lárgate.
—Harry.
—Vamos a ir a Galveston, ¿vale? Pero papá ha dicho que ni una palabra a los demás.
—¿Quién va a ir? ¿Por qué no puedes hablar? Y yo no soy «los demás»; soy tu bicho, ¿recuerdas?
—Déjalo ya. Y lárgate.
Lo dejé y me largué.
Vagué un rato por ahí, enfurruñada, hasta que tuve la brillante idea de echar un vistazo a nuestro periódico, el Fentress Indicator. Normalmente, Harry era el único de nosotros que tenía permiso para leerlo (a los demás nos consideraban demasiado pequeños: algo relacionado con nuestra «tierna sensibilidad»). Encontré un montón de periódicos viejos en la despensa, donde Viola solía guardarlos. Ella no sabía leer, pero los conservaba para acolchar el huerto. Cogí el más reciente y me escabullí al porche trasero. Los titulares decían: «Tragedia en Galveston. Devastadora inundación. La perla de Texas arrasada por las olas del huracán. El mayor desastre natural de la historia americana. Se temen miles de desaparecidos».
Miles. Miles. La terrible palabra me resonaba en el cerebro. Me quedé helada hasta el tuétano; las rodillas me flaquearon. Una parte de mí no podía creerlo, pero la otra sabía que era cierto. Y mis parientes, los Finch, ¿estaban incluidos entre esos millares? Eran de nuestra familia, estábamos unidos por lazos de sangre. Y la propia Galveston, la ciudad más bella de Texas, nuestra capital cultural, con su imponente teatro de ópera y sus espléndidas mansiones… todo había desaparecido.
Tiré el periódico, corrí a mi habitación y me derrumbé desconsolada en mi cama de latón. Lloré sin parar hasta que subió mi madre y me dio el tónico de Lydia Pinkham, que solo sirvió para marearme. Luego me dio aceite de hígado de bacalao, que me hizo vomitar. Finalmente, me levanté atontada de la cama y me fui a ver al abuelo al laboratorio. Él me subió al alto taburete de la mesa, donde normalmente trabajaba con él como ayudante, me acarició el pelo y me dijo:
—Vamos, vamos. Estas cosas ocurren en la naturaleza. Tú no eres la culpable. Vamos, vamos. Tú eres una buena chica y muy valiente.
¡Ay, valiente!
Viniendo de él, este elogio me habría llenado de satisfacción en otras circunstancias. Pero en ese momento no.
—¿Por qué no hicieron caso? —dije hipando.
—La gente se niega a escuchar muchas veces. Tú puedes ponerles las pruebas delante, pero no obligarles a creer lo que no quieren creer.
Descorchó una botellita llena de un turbio líquido marrón y la alzó como en un brindis:
—Por el Galveston que fue —dijo—; por el Galveston que volverá a ser. —Dio un sorbo e hizo una mueca—. Maldición, es horrible. ¿Quieres un trago? Ah, se me olvidaba que tú no bebes. Menos mal. Este mejunje es espantoso. Estoy considerando la idea de abandonar esta rama de mis investigaciones.
Me quedé tan asombrada que dejé de llorar.
—¿Abandonar? —Yo nunca lo había visto darse por vencido en nada: ni siquiera conmigo. Ni siquiera cuando me había merecido del todo que se diera por vencido, quiero decir, cuando yo había perdido (momentáneamente) la preciosa Vicia tateii, la nueva especie de algarroba vellosa que habíamos descubierto.
—Pero, abuelo, después de todo el trabajo que ha hecho… —Miré los montones de botellitas que atestaban los estantes y la mesa, cada una de ellas etiquetada con la fecha de preparación y el método de destilación. ¡Tirar por la borda aquel montón enorme de trabajo!
—No voy a abandonar del todo, en realidad; simplemente voy a cambiar de dirección. Ahora me doy cuenta de que la pacana es mucho más adecuada para una bebida dulce, como un licor de sobremesa. Además, todo el esfuerzo no ha sido en balde. Recuerda, Calpurnia, que aprendes más de un fracaso que de diez éxitos. Y cuanto más espectacular es el fracaso, más importante es la lección que aprendes.
—¿Me está diciendo que debería tener como objetivo fracasos espectaculares? A mamá no le va a gustar. Bastante mal lo pasa con mis fallos ordinarios.
—No digo que debas proponértelos como objetivo, sino que aprendas de ellos.
—¡Ah!
—Y que te esfuerces para superarte con cada nuevo fracaso. En cuanto a las penas y decepciones…
—¿Sí?
—Solo son útiles como un medio para instruirse. Una vez que has aprendido de ellas todo lo posible, lo mejor es dejarlas de lado.
—Ya veo. Creo.
—Bien. Y ahora, si no te importa, te agradecería que te pusieras a tomar tus notas mientras yo reviso esta última tanda del destilado.
Cogí un lápiz del viejo tazón agrietado de la mesa y le saqué punta. Si no habíamos vuelto exactamente al trabajo, al menos estábamos caminando en esa dirección.
El miércoles, mi padre, Harry y nuestro peón, Alberto, llenaron el carromato largo de mantas, herramientas y barriles de comida. Mamá, con lágrimas en los ojos, abrazó a papá. Él le susurró unas palabras en secreto para consolarla; después le estrechó la mano al abuelito, nos la estrechó a cada uno de nosotros y nos dio un beso en la mejilla.
—Cuidad de vuestra madre —dijo. Su mirada se demoró un poquito más en mí, cosa que me pareció injusta.
Alberto besó con timidez a su esposa, SanJuanna, para despedirse. Ella movía los labios, rezando en silencio una oración, e hizo la señal de la cruz.
Papá subió al carromato junto con Alberto y tomó las riendas. Harry montó en King Arthur, uno de nuestros grandes caballos de tiro. No era la montura más cómoda para una distancia tan larga, dados su ancho pecho y sus enormes ancas, pero su fuerza brutal resultaría útil para despejar las calles y arrastrar maderos. El plan era ir hasta Luling, donde cargarían el carromato en un barco de vapor o en un tren hacia la costa, dependiendo de la densidad del tráfico de la columna de ayuda. Decían que muchos hombres y provisiones se dirigían rápidamente a Galveston desde todos los puntos del estado, y mi familia estaba decidida a poner su granito de arena. Y a encontrar al tío Gus, a la tía Sophronia y a la prima Aggie.
Mi padre sacudió las riendas y gritó: «¡Arre!». Los caballos clavaron las pezuñas y tiraron con fuerza de los arneses. Lentamente, muy lentamente, el carromato arrancó entre crujidos. Travis sujetaba a Áyax del collar. El perro, que no estaba acostumbrado a separarse de mi padre, se retorcía, forcejeaba y ladraba. Mamá se dio media vuelta y corrió adentro. Mis hermanos y yo acompañamos al carromato hasta el final de la calle, agitando la mano y diciéndoles adiós. Unos minutos después, los vimos desaparecer por la curva de la carretera.
No sabíamos que estarían fuera dos meses enteros. Ni sabíamos lo cambiados que estarían a su regreso.