Capítulo 4

Pájaros del diablo

[La mansedumbre de los pájaros] es común a todas las especies terrestres… Un día, mientras estaba tumbado en la cama, un angú se posó en el borde de una jarra de concha de tortuga, que yo sujetaba con la mano, y empezó a sorber el agua con toda tranquilidad.

Unas semanas más tarde, estaba en la cocina acariciando a Idabelle (y estorbando un poco a Viola, todo sea dicho), cuando Travis entró muy sonriente por la puerta trasera, sujetando un viejo sombrero de paja cubierto con un pañuelo rojo del que salían ligeros crujidos.

—¡Eh, mirad! A ver si adivináis qué he encontrado.

Viola alzó la vista con severidad.

—Sea lo que sea, no lo quiero en mi cocina.

—¿Qué es? —pregunté con interés e inquietud a la vez.

Él retiró el pañuelo de golpe como un ilusionista, mostrando dos crías de arrendajo azul: dos pajaritos escuálidos, huesudos, parcialmente plumados, con las rosadas bocas abiertas de par en par, y feos como un pecado. Se erguían, temblorosos, reclamando comida y emitiendo unos grititos estridentes.

Desde luego, no era raro tropezarse de vez en cuando con una cría desamparada que había caído o había sido arrojada del nido. Pero… ¿dos? Me pareció más bien sospechoso.

—¿Los has encontrado? ¿De veras? ¿Dónde?

Travis no me miró a los ojos.

—Cerca de la limpiadora de algodón.

Viola dijo:

—Me da igual dónde los hayas encontrado. Saca ahora mismo de aquí a esas cosas horribles. Son pájaros del diablo.

Como para confirmar su opinión, las dos crías echaron hacia atrás la cabeza, demasiado grande para su vacilante cuello, y gritaron como… como demonios. Jamás te habrías imaginado que unos seres de aspecto tan frágil fueran capaces de armar semejante bulla, pero era así como pedían comida a sus padres.

Superando el estrépito, Viola gritó:

—Sácalos de aquí.

Travis no paró de parlotear mientras íbamos hacia el establo.

—He oído decir que son muy buenas mascotas. ¿Tú no lo habías oído? Dicen que son muy listos y que puedes enseñarles trucos. Ya he pensado en los nombres. ¿Qué te parece Azul para uno y Arren para el otro? Azul es este. Mira, es un poco más pequeño. Y Arren, es un poquito más grande, pero tiene un ala medio rara. Espero que no le pase nada. Pero es la mejor manera de distinguirlos. Me gustaría saber cuándo comieron por última vez. ¿Tú crees que se comerán el pienso de las gallinas? ¿O tendremos que cavar para buscar lombrices?

—Travis, ya sabes lo que opinan nuestros padres sobre los animales salvajes.

—Pero estos ni siquiera son animales, Callie. Son pájaros. Es diferente.

—No, en realidad no. Los pájaros son un tipo de vertebrado dentro del reino animal.

—No sé qué quiere decir eso. Pero, vaya, ruidosos sí son.

Vaya que sí; vaya si eran ruidosos. Sus gritos eran un sonido molesto a medio camino entre un chirrido y un chillido, y como seis octavas más agudo de lo que yo era capaz de cantar. Seguí a mi hermano hasta el establo, donde se puso a buscarles algún tipo de hogar. Pero los estridentes gritos de Azul y Arren rápidamente atrajeron a un atento círculo de gatos de exterior, de ojos relucientes y colas erizadas.

—Habrá que meterlos en el corral de las gallinas —sugerí—. Es el único sitio donde estarán a salvo. —El corral tenía un sólido tejado para disuadir a gatos, mapaches y halcones. Llenamos una caja de madera con vellones de Nieve Blanca, la oveja favorita de mamá, y pusimos a los pájaros en su nuevo hogar. Ellos no paraban de exigir comida agresivamente; de hecho, eran dos bocas desmesuradas adosadas a dos cuerpos raquíticos. Solo interrumpían sus ruidos horribles el tiempo necesario para engullir bocados de una papilla de pienso de gallinas, agitando las alas con excitación.

—¿Crees que deberíamos darles agua también? —preguntó Travis.

—No creo que les haga daño.

Mi hermano metió el dedo en el cuenco de las gallinas; luego, meneando el dedo mojado, dejó caer un par de gotas de agua en cada pico. A los pájaros les gustó; al menos, en apariencia.

Las gallinas, ofendidas, se habían apiñado en el otro extremo del corral y cloqueaban con consternación. Al final, para hacer callar a las crías, Travis colocó el pañuelo encima y, enseguida, en esa oscuridad artificial, se quedaron en silencio.

Sobrevino una desgracia, sin embargo, pues a la mañana siguiente nos encontramos muerto a Azul, el más pequeño de los pájaros. Su hermano, sin hacer caso del cadáver, reclamaba el desayuno a pleno pulmón. Por la reacción de Travis, cualquiera habría dicho que era la mayor tragedia del mundo.

—Lo he matado yo —dijo conteniendo las lágrimas—. Debería haber pasado la noche a su lado. Pobre Azul. Le he fallado.

—No, no es así —repliqué, en un vano intento por consolarlo—. Es lo que pasa siempre con las crías. No hay modo de evitarlo; se trata de la supervivencia del más fuerte. Así es como funciona la madre naturaleza.

No hubo más remedio que celebrar un funeral y enterrar «a nuestro pobre y querido Azul» en el trecho de tierra de detrás del ahumadero que Travis había reservado con los años como pequeño cementerio para sus proyectos fallidos. (Yo habría dejado a Azul a merced de las hormigas y los escarabajos, para que lo devorasen hasta los huesos y contar así con un bonito esqueleto que estudiar, pero mi hermano parecía demasiado afligido para atreverme a sugerirlo siquiera).

Pusimos sus restos sobre un lecho de trizas de periódico, en una de mis cajas de puros: una de colores vistosos y una dama danzante ataviada con mantilla y vestido rojo. Casi me disculpé ante mi hermano por no tener algo más sombrío, tan contagioso resultaba su dolor. Él cavó un hoyo y depositó el pintoresco ataúd en la oscura tierra.

—¿Quieres decir unas palabras, Callie?

—Hazlo tú —contesté, alarmada—. Tú lo conocías mejor.

—Muy bien. Azul era un buen pájaro —dijo él con voz ahogada—. Le gustaba su papilla. Se esforzó todo lo que pudo. No aprendió a volar. Te echaremos de menos, Azul. Amén.

—Amén —repetí, a falta de otra cosa, preguntándome si estaba permitido rezar por un pájaro muerto.

Travis llenó el hoyo y apisonó la tierra con el dorso de la pala. Creyendo que ya habíamos terminado, me di media vuelta.

—Espera —pidió él—. Hemos de poner alguna señal.

Encontramos una piedra lisa de río. Entonces Travis empezó a calentarse la cabeza sobre cómo grabar el nombre del pájaro en la piedra. En ese momento sonó la campana del desayuno.

—Habrás de volver luego —indiqué. Le pasé mi pañuelo y le rodeé los hombros con el brazo mientras volvíamos con paso apesadumbrado.

En la mesa, mamá se dio cuenta de que Travis tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y dijo con dulzura:

—¿Te ocurre algo, cariño?

—Uno de mis arrendajos se murió anoche —musitó él con la vista fija en el plato.

—¿Uno de tus… qué? —inquirió mamá, ladeando la cabeza y mirándolo fijamente con ojitos brillantes: tan parecida a un pájaro que a punto estuve de soltar una risita.

—Me encontré dos crías de arrendajo azul. Y una de ellas se murió anoche.

—Eso me ha parecido que decías —dijo mamá—. Pero no doy crédito a mis oídos. ¿Cuántas veces hemos hablado de esto?

—¡Ah! —exclamó el abuelito, escogiendo ese momento para salir de su ensimismamiento habitual durante las comidas—. El arrendajo azul norteamericano, Cyanocitta cristata, es un miembro de la familia de los córvidos, que incluye a las cornejas y a los cuervos, aunque el arrendajo es estrictamente un ave del Nuevo Mundo. Son conocidos por su inteligencia y su curiosidad, poseen una gran capacidad para mimetizar otros sonidos y, con frecuencia, se les puede enseñar a hablar. Algunos expertos los consideran tan inteligentes como los loros. Muchas tribus indias creen que es un pájaro embaucador, travieso y codicioso, pero también avispado e ingenioso. ¿Dices que tienes uno, muchacho?

Animado, Travis respondió:

—Sí, señor, aunque no es más que una cría.

—En ese caso, se apegará a ti. Ya puedes prepararte para cuidarlo a lo largo de toda su vida adulta, que puede prolongarse durante una década o más. Sí, ya lo creo, son pájaros de larga vida. —Dicho lo cual, volvió a concentrarse en sus profundas reflexiones y sus huevos revueltos.

Mamá, aunque habría deseado fulminar al abuelo con la mirada, observó furiosa a Travis.

—Acordamos que no recogerías más animales salvajes, ¿no es así?

—Sí, mamá.

—¿Y?

—Y… Humm.

Intervine en su defensa.

—Solo son crías, mamá. Se habrían muerto las dos si él no las hubiera recogido. Al menos ha salvado a una.

—No te metas, Calpurnia —ordenó ella—. Travis puede hablar por sí mismo.

—Sí, Calpurnia —se mofó Lamar por lo bajini—, deja que el pequeño sesos de pájaros hable por sí mismo. Bueno, si es que no empieza a berrear.

—Y tú… —Mamá se volvió hacia Lamar—. ¿Tienes algo útil que aportar a esta conversación? ¿No? Ya me lo parecía.

¡Ay, Lamar! ¿Cómo te las habías arreglado para convertirte en un completo pelmazo? ¿Y por qué? Y lo más importante: ¿ya no había remedio?

Travis sacó a relucir todos sus argumentos.

—Lo tengo en el corral de las gallinas, mami. Allí no ocasionará problemas, te lo prometo.

¿Alguien, aparte de mí, había reparado en su manera de dirigirse a ella? Él no la llamaba «mami» desde que había cumplido los ocho años. Mi madre se ablandó visiblemente.

—Pero, cariño, siempre son un problema.

—Esta vez no, te lo prometo.

—Siempre lo prometes. —Mamá se masajeó las sienes; yo deduje por ese gesto que Travis, el chico risueño, había vuelto a salirse con la suya.

En efecto, Arren se apegó rápidamente a su amo. Se volvió más bonito a medida que le salían las plumas y adquiría un color más azulado. Pero su ala derecha torcida era un inconveniente. Cada vez que Travis y yo tratábamos de entablillársela, Arren se convertía en nuestras manos en una bola explosiva de plumas azules: se enfurecía, aleteaba a lo loco y ponía el grito en el cielo (nunca mejor dicho). Pero resultó que todos esos aleteos que provocamos le sentaron de maravilla, porque poco a poco el ala derecha se le fue reforzando. Aun así, cuando al fin pudo volar, observé que siempre lo hacía en círculo: el ala izquierda lo impulsaba en el sentido de las agujas del reloj.

El arrendajo se pasaba la mayor parte del tiempo en el corral, pero Travis lo sacaba a veces de «paseo», y entonces el pájaro se le posaba en el hombro o lo seguía aleteando de un árbol a otro. Arren se convirtió en un buen imitador. Aprendió a cloquear como las gallinas y a cacarear como nuestro gallo, el General Lee. Este, normalmente tan orgulloso, se quedaba desconcertado al oírlo y recorría el patio muy inquieto, buscando en vano a su invisible rival.

El plumaje de Arren se volvió precioso; su voz, no. Cuando no estaba con su amo y señor, chillaba como un poseso. A veces oíamos sus estridentes gritos incluso estando sentados a la mesa del comedor, a unos buenos cincuenta metros del corral. Todos fingíamos no darnos cuenta.

Travis comenzó a darle un baño semanal en una cazuela de agua templada, y Arren chapoteaba y se agitaba con gran placer. Cada vez pasaban más tiempo juntos fuera del corral. Nos habituamos a ver a Travis con regueros blancos en los hombros, lo cual sacaba de quicio a nuestra criada SanJuanna. Mi hermano incluso se llevó al arrendajo a la escuela para hacer una exposición, que resultó todo un éxito, aunque la señorita Harbottle se encogía cada vez que el pájaro gritaba o aleteaba, temiendo (con razón) por su vestido negro y su abultado moño.

Arren disfrutaba especialmente burlándose de los gatos; sobre todo, vaya a saber por qué, de Idabelle. Se lanzaba en picado chillando cada vez que la gata salía a tomar el sol. Viola le dijo más de una vez a Travis: «Mantén alejado de mi gata a ese pájaro del diablo».

Y al final, claro, se produjo el espantoso y previsible desastre. Idabelle salió un día por la puerta trasera con un flácido amasijo de plumas azules en la boca.

No se puede culpar propiamente a un gato por zamparse a un pájaro, ¿verdad? No sería justo; así es como funciona la naturaleza. No quedó mucho que enterrar: un ala y un puñado de plumas de la cola.

Yo nunca había asistido a un verdadero funeral (por una persona, digo) y siempre había deseado presenciar uno, pero tras la ceremonia por Arren, cambié de opinión. El dolor de Travis era un espectáculo terrible. Y aunque me sentí desleal por pensarlo y jamás lo habría dicho en voz alta, sospecho que todos los demás nos sentimos aliviados por la desaparición del arrendajo.