Capítulo 2
La crisis armadillo
En el yacimiento pampeano de la Bajada encontré la armadura ósea de un gigantesco animal semejante a un armadillo, cuyo interior, una vez retirada la tierra, era como un gran caldero.
Un par de días después, Travis se presentó a desayunar con profundas ojeras. Olía de un modo atroz.
Mamá le preguntó, alarmada:
—¿Te encuentras bien? ¿Qué es ese olor espantoso?
—Estoy bien —musitó él—. Es de los conejos. Les he dado de comer más temprano.
—Humm —murmuró mamá—. Quizá te hace falta una cucharada de aceite de hígado de…
—¡No, estoy perfectamente! —gritó Travis—. ¡Ya es hora de ir a la escuela! —Y salió disparado del comedor.
Había estado peligrosamente cerca de recibir una dosis del muy temido aceite de hígado de bacalao, el remedio multiuso de mamá para cualquier dolencia que padecieras, y sin duda la sustancia más asquerosa del mundo. Si no estabas enfermo antes de tomar una dosis, desde luego lo estabas después; la mera amenaza de una cucharadita bastaba para que el niño más enfermo saltara de su lecho de muerte y se fuera corriendo a la escuela, o a la iglesia, o a realizar la más ardua tarea que le aguardara, en un estado de salud impecable.
De camino a la escuela, le pregunté a Travis qué era lo que ocurría.
—Anoche llevé a Armand a casa.
—¿Qué quieres decir?
—Que ha dormido en mi habitación.
Lo miré fijamente.
—No hablas en serio. ¿Te llevaste la jaula a casa?
—No, solo a él.
Lo seguí mirando fijamente.
—Quieres decir… ¿que lo has tenido suelto en tu habitación?
—Sí. Y deberías haber oído los ruidos que hacía.
Yo estaba patidifusa.
—No quería dormirse —prosiguió Travis—, de modo que bajé a hurtadillas a la despensa y le llevé un huevo, pero ni así se calmó. Siguió excavando por los rincones y restregando su armadura contra las patas de la cama. Un chirrido horrible. Y así toda la noche.
—No puedo creerlo —dije—. ¿Y los demás? —Travis compartía habitación con los pequeños, Sul Ross y Jim Bowie.
—Los dos han dormido de un tirón —respondió con amargura—. Ni siquiera se han enterado.
—Tú sabes que quedarte a Armand no es buena idea —le reconvine, y estaba a punto de darle una charla de hermana juiciosa sobre la infinidad de razones que lo desaconsejaban cuando se nos unió mi amiga y compañera de clase Lula Gates, que a veces hacía el trayecto hasta la escuela con nosotros. Muchos de mis hermanos, incluido Travis, estaban colados por ella. Lula llevaba en el largo pelo rubio plateado una cinta nueva que le realzaba los ojos de un verde intenso. Ojos de sirena, los llamaba Travis. En cuanto la vio, se le pasó toda la fatiga. (Debería mencionar aquí que mi hermano tenía un don especial para la felicidad. Era una de esas raras personas cuya cara se iluminaba totalmente al sonreír, como si todo su ser se inundara de una felicidad contagiosa. Y el mundo no podía por menos que sonreír a su vez).
—¡Eh, Lula! —exclamó—. ¿Sabes qué mascota tengo? ¡Un armadillo!
—¿De veras?
—Tienes que venir a verlo. Verás lo obediente que es. Te dejaré que le des de comer, si quieres. ¿Te gustaría?
—¡Qué guay! Siempre tienes mascotas de lo más interesantes. Me encantaría verlo.
Y así fue como (seguramente por primera vez en la historia) el armadillo de nueve bandas se convirtió en un instrumento de cortejo y seducción.
Lula vino al día siguiente, para inmensa satisfacción de Travis. Advertí que estaba adelantando a mis otros hermanos en la carrera por ella. Sacó a Armand de la jaula y le dio un huevo, que la criatura destrozó con su habitual entusiasmo. Mi amiga observaba fascinada, pero, como era un poquito delicada, prefirió no coger al animal en brazos cuando Travis le ofreció la posibilidad de hacerlo. (Aunque entonces no podíamos saberlo, resultó ser una decisión muy afortunada por su parte).
Durante el fin de semana, Travis se pasaba las horas en el establo con Armand, tratando inútilmente de convertirlo en una mascota. Lo achuchaba, le daba de comer con la mano, le lustraba la armadura con un paño. Pero al armadillo todo aquello le tenía sin cuidado.
Me sorprendí mucho cuando una noche, durante la cena, mi hermano le habló directamente al abuelito, cosa que nunca, o casi nunca, hacía. Empezó tímidamente con un «¿Señor?».
No hubo respuesta.
—¿Señor? ¿Abuelo?
El abuelito salió de golpe de su ensueño y recorrió la mesa con la vista para averiguar quién le hablaba. Su mirada se detuvo al fin en Travis.
—Sí, eh… joven.
Él se estremeció bajo aquella mirada directa y curiosa. Tartamudeó:
—Yo, yo… quería saber, señor… ¿Sabe cuánto viven los armadillos… señor?
El abuelo se acarició la barba y respondió:
—Generalmente, en su entorno natural, yo diría que unos cinco años. No obstante, en cautividad, hay testimonios de que han sobrevivido incluso quince años.
Mi hermano y yo nos miramos, consternados. El abuelito lo advirtió y pareció divertido, pero no dijo nada más.
Dábamos de comer a Armand dos veces al día, y empezó a ganar peso, sin duda porque ya no tenía que vagar por los campos para buscarse la cena. Permitía a Travis que lo acunara un poquito, y basta. Nunca parecía contento de vernos, aunque le llevábamos los huevos duros de cada día. Nunca paraba de excavar en el rincón de su jaula, hasta tal punto que tuvimos que reforzarla con virutas de madera. A pesar de todo, inexplicablemente, Travis le tenía tanto cariño al armadillo como a todos los animales, y no se daba por vencido.
Una mañana fui a la despensa y no encontré ningún huevo duro. Viola estaba sentada a la mesa de la cocina pelando un montón gigantesco de patatas. Mis hermanos, todos chicos en pleno crecimiento, eran capaces de zamparse una montaña de patatas todos los días.
—¿Cómo es que no hay huevos? —inquirí.
—O sea que eras tú —dijo ella—. Ya me andaba preguntando yo cómo desaparecían esos huevos. ¿Qué haces con ellos?
—Nada —contesté con rotundidad.
—¿Te los comes tú?
—Sí.
—Lo dudo, señorita. ¿No le estarás dando comida a algún vagabundo en el río? A tu madre no le va a gustar.
—Entonces quizá no deberías contárselo —repliqué con un poco más de descaro de lo que había pretendido.
—A mí no me hables con ese tono, señorita.
—Perdón. —Me senté y me puse a pelar patatas con ella, maravillándome ante la velocidad con la que se movían sus ágiles dedos, capaces de despachar impecablemente un par de patatas mientras yo le quitaba un ojo a la mía. Trabajamos en silencio un rato. Finalmente, le dije:
—No es un vagabundo; es otra cosa. Te lo voy a decir si prometes no contárselo a nadie.
«Nadie» quería decir mi madre, claro.
—A mí no me vengas con esas. Ya deberías saberlo.
Suspiré.
—Tienes razón. Lo siento.
—Lo vas a sentir, eso seguro.
—Ja, muy graciosa. Es para una especie de experimento, por si lo quieres saber.
—No me lo digas. No quiero saberlo.
—Todo el mundo suele decirme lo mismo.
—Ya.
Observé que Idabelle, la gata de interior, no estaba en su cesta junto a la estufa. En parte era por eso por lo que Viola estaba tan picajosa. Tendía a ponerse nerviosa cuando su felina compañera y ayudante rondaba en busca de ratones, o se iba arriba a repantigarse al sol. La misión de Idabelle era mantener la despensa libre de alimañas, y la cumplía de maravilla. En invierno, además, funcionaba como un excelente calentador de cama. También teníamos gatos de exterior, que se cuidaban del porche trasero y de los cobertizos. Estos entraban a veces en el establo y observaban a Armand, quien, como era de esperar, los ignoraba olímpicamente.
Terminamos de pelar las patatas. Al salir, le di un beso a Viola en la mejilla. Ella me ahuyentó con un gesto.
Al anochecer el abuelo me llamó a la biblioteca y me indicó que me sentara en mi sitio habitual, la silla de camello. Alzando una revista, me dijo:
—Calpurnia, aquí tengo la última edición de la Revista de Biología del Sudoeste. Hay un informe sobre un naturalista de Luisiana que parece haber contraído la enfermedad de Hansen manipulando a un armadillo portador de la infección.
—¿De veras?
—Por lo tanto, sugiero que si por casualidad tienes un armadillo en tu poder —y no afirmo que lo tengas, ojo— lo sueltes y lo dejes en el campo lo antes posible.
—¡Ejem! Muy bien. ¿Qué es la enfermedad de Hansen?
—Una dolencia extraña y terrible que no tiene cura. Se conoce vulgarmente como lepra.
Salté de la silla como un faisán arrancado de su escondrijo. Salí corriendo de la biblioteca, con la mente girando a toda velocidad y el corazón palpitante… ¡No, Travis no! ¡No podía ser que mi hermano sufriera aquellos repugnantes tumores carnosos que deformaban la cara y las manos, provocando que las víctimas fuesen rechazadas y tuvieran que vivir encerradas en leproserías, tras una valla de alambre de espino! ¡Era inconcebible que un chico de buen corazón como él pudiera acabar desterrado entre los condenados!
Entré disparada en el establo, espantando a los caballos de las cuadras. Los gatos huyeron despavoridos.
Ahí estaba mi hermano, acunando a Armand. Me abalancé sobre él, gritando:
—¡Suéltalo! ¡Suéltalo!
Él retrocedió y me miró, pasmado.
—¿Qué pasa?
—¡Suéltalo! ¡Es peligroso!
Me miró con aire estúpido.
Hice ademán de coger al armadillo, pero retiré las manos enseguida. No me atrevía a tocarlo.
—¡Suéltalo! —exigí, jadeante—. Transmiten enfermedades. Me lo ha dicho el abuelo. —Cogí la falda de mi delantal y, usándola de envoltorio, cogí al animal y lo dejé en el suelo.
—¡Eh! —protestó Travis—. Le vas a hacer daño. ¿Qué enfermedades, además? Míralo, Callie. Está completamente sano.
Se agachó para recoger a Armand.
—La lepra —dije con voz entrecortada.
Se quedó petrificado.
—¿Cómo?
—El abuelito dice que pueden contagiar la lepra. Si la pillas, has de vivir en una colonia de leprosos y no vuelves a ver a tu familia nunca más.
Palideció y dio un paso atrás.
Armand husmeaba despreocupadamente un manojo de paja mientras nosotros lo observábamos como si fuera una bomba a punto de estallar. Conteniendo la respiración, le di a Travis unos golpecitos en el brazo.
—Probablemente, no le pasa nada —musité—. Probablemente, es uno de los que están sanos.
Él se estremeció. Armand deambuló por el establo husmeándolo todo.
—Quizá deberías lavarte las manos.
Él me miró con unos ojos como platos y graznó:
—¿Servirá de algo?
No tenía la menor idea, pero mentí con todo descaro.
—Claro que sí.
Fuimos pitando al abrevadero de los caballos, y yo le di a la bomba con todas mis fuerzas mientras mi hermano se restregaba las manos frenéticamente. Le castañeteaban los dientes.
Al volvernos, vimos que Armand se alejaba sin prisas hacia los matorrales del extremo de la propiedad. Me pregunté cómo podía sobrevivir en estado salvaje un animal en apariencia tan ajeno a cuanto lo rodeaba. Comparé a Armand con Áyax, el perro de caza de mi padre, siempre lleno de curiosidad, siempre patrullando por su territorio, atento al menor cambio, pendiente del olor más sutil. Su intensa vigilancia era un mecanismo de supervivencia extraordinariamente afinado. Parecía que Armand carecía de todas estas cualidades.
Pregunta para mi cuaderno: ¿es la armadura protectora de Armand lo que provoca su actitud despreocupada? Tal vez si cargaras a la espalda con un caparazón y pudieras acurrucarte debajo de él en un periquete, no habrías de prestar mucha atención a tu entorno. ¿Era por eso por lo que Armand parecía ciego y sordo a este? ¿O en realidad sí estaba profundamente compenetrado con su mundo, pero nosotros, los humanos, no jugábamos en él ningún papel?
Observamos cómo se alejaba escarbando aquí y allá en la creciente oscuridad.
Travis agitó la mano tristemente.
—Adiós, Armand. O Dilly. Eras mi armadillo preferido. Espero que no te pongas enfermo.
Armand o Dilly, fiel a su costumbre, lo ignoró por completo.
Mi hermano se pasó la semana siguiente restregándose las manos hasta dejárselas en carne viva. Mamá lo notó y lo felicitó por su higiene.
—Me alegra ver que al menos uno de mis chicos ha comprendido por fin la importancia de unas manos bien lavadas. ¿Cuál ha sido el motivo?
—Bueno, me encontré un ar…
—No, no —farfullé—. Es que la señorita Harbottle dio una charla sobre el tema en la escuela. Sí, ¡je, je! Y ahora todos nos pasamos el día lavándonos las manos. ¡Je, je!
¡Ay, Travis, Travis, mi blando y delicado pollito! Cómo conseguía sobrevivir día tras día sin ser aplastado bajo las ruedas de la vida era algo que no alcanzaba a comprender.
Más tarde le dije:
—Escucha, si mamá se llega a enterar de lo de Armand, no te dejará adoptar a ningún otro animal. De ningún tipo. Nunca más. ¿Es eso lo que quieres?
—Supongo que no.
—Ya me lo imaginaba.
—Tengo una especie de picor —me confesó—. Y dolor de estómago. Y mareos. Ah, y me duele el pelo. ¿Será la lepra?
Yo no lo sabía. Busqué los síntomas en un libro del abuelo titulado Enfermedades contagiosas y tropicales del hombre. Estaba lleno de fotografías espantosas que era mejor no mirar directamente (o no mirarlas en absoluto si podías contenerte), entre las erupciones larvarias progresivas y todas aquellas partes corporales putrefactas.
Resultó que los síntomas iniciales de la lepra incluían la caída de las cejas y una pérdida de sensibilidad en las zonas más frías de la piel, como las rodillas. Travis se examinaba las cejas en el espejo un centenar de veces diariamente, y me pedía que le diera un fuerte pellizco en las rodillas por lo menos una vez al día. En cada ocasión exclamaba «¡Ay!» y suspiraba con alivio. (Entonces aún iba con pantalones cortos y andaba por ahí con las rodillas llenas de moratones. Si mamá lo notó, no hizo ningún comentario).