Capítulo 8

Un cumpleaños discutido

Abundan las pequeñas nutrias marinas. Este animal no se alimenta exclusivamente de pescado: igual que las focas, obtiene una gran cantidad de provisiones de un pequeño cangrejo rojo que nada en grupos cerca de la superficie del agua.

Octubre, el mes del gran cumpleaños, se iba aproximando. Nosotros lo llamábamos así porque Sam Houston, Lamar, Sul Ross y yo celebrábamos nuestros cumpleaños ese mes, y todos lo esperábamos con ansiedad y expectación.

Era imposible olvidar el jaleo maravilloso del año anterior, cuando nuestras cuatro fiestas se habían unido en un gran jolgorio al que fue invitado el pueblo entero y en el que hubo toda clase de dulces y pasteles, zarzaparrilla con helado, paseos en poni, cróquet, juego de la herradura, carreras de sacos, premios, un pastel altísimo con cuarenta y nueve velas (la suma de nuestros años), y gorros de papel y serpentinas, e incluso fuegos artificiales al anochecer. Un día espléndido, en fin.

Pero todavía no sabíamos cuándo podrían regresar papá y Harry. Nos llegaron noticias de que pasaban largas y agotadoras jornadas trabajando como esclavos, limpiando de escombros las calles de sol a sol y exprimiendo sus fuerzas y las de los caballos hasta la extenuación. Trabajaban junto con los voluntarios y los peones que habían llegado de todos los rincones del sur para restablecer al menos un cierto orden en la ciudad. Se hablaba de construir un dique para protegerla de futuras inundaciones, así como de elevar cada una de las casas que se mantenían todavía en pie sobre pilares de tres metros, una asombrosa proeza de ingeniería que jamás se había visto en todo el estado de Texas.

Los titulares del periódico a los que echaba un vistazo furtivo decían: «Saqueos controlados. Continúa la reconstrucción. Miles de desaparecidos aún. Cuerpos tragados por el mar».

Decidí no leer más.

Aunque había buenas noticias sobre nuestros parientes, en casa todavía vivíamos sumidos en un clima de angustia, lo cual me hacía temer que no hubiera celebración este año. Claro que si tomábamos la decisión inaudita de saltarnos los cumpleaños, ¿qué pasaría con Halloween?, ¿y con el Día de Acción de Gracias? ¿Y qué pasaría —¡ay, Señor!— con las Navidades? ¿Podía uno saltarse las Navidades? ¿Era legal siquiera? ¡Grrr! Resultaba demasiado deprimente pensarlo.

Pero lo que era pensar, pensaba, y convoqué una reunión en el porche delantero con los demás interesados: Sam Houston, Lamar y Sully.

Lamar llegó tarde y preguntó con grosería:

—¿Qué quieres? Has interrumpido mi lectura.

(«Lectura», en este caso, quería decir noveluchas baratas, esos libros mal impresos repletos de escabrosas y previsibles hazañas en los que un joven valiente y fornido salvaba al Pony Express[1] o un joven valiente y musculoso salvaba a los Texas Rangers, o un joven valiente y robusto salvaba a la agencia de detectives Pinkerton. Interminablemente embelesado por estas historias, mi hermano podía ser acusado de muchas cosas, pero, desde luego, de un exceso de imaginación, no).

—Lamar, eres el colmo. —Me volví hacia los demás—. Chicos, ¿no se os ha ocurrido a ninguno de vosotros que este año quizás nos quedemos sin fiesta?

No estaba preparada para el nivel de indignación que provocaron estas palabras.

—¿Quéeee?

—¿Por qué no?

—Pero ¿qué estás diciendo?

—¿Por qué va a ser? —dije, pasmada por lo obtusos que eran. ¿Serían todos los chicos así, o solo estos con los que yo tenía la desgracia de cargar?—. Mamá está muy triste porque papá y Harry no han vuelto, porque el tío Gus y la tía Sophronia han perdido su casa, porque sus amigas siguen desaparecidas y porque todo el mundo en el pueblo está de luto.

—Es verdad —reconoció Sam Houston—. Mamá está tomando más tónico de lo normal. Se toma su dosis de siempre y a continuación otra dosis cuando cree que nadie la mira.

—Pero ¿por qué habría de significar todo esto que no hay fiesta? —cuestionó Lamar.

—Porque no celebras una fiesta cuando la gente está de luto. Y porque es mucho trabajo para mamá, Viola y todos los demás —razoné—. Supongo que el año pasado estabas demasiado ocupado divirtiéndote para darte cuenta de la cantidad de trabajo que representaba.

Guardamos silencio. Percibí que todos estaban pensando lo mismo, pero nadie quería decirlo.

El pelma de Lamar dijo finalmente:

—Bueno, ¿qué? ¿Cómo nos las vamos a arreglar para conseguir que haya una fiesta?

—Y regalos —añadió Sam Houston.

—Y pastel —terció Sul Ross, que iba a cumplir nueve años y siempre, siempre, acababa empachándose de pastel.

Me miraron como si yo hubiese creado el problema.

—No vais a echarme a mí la culpa —dije—. Yo solo lo estoy comentando.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sam Houston.

Más silencio.

Al fin, concluí:

—No estoy muy segura de que tenga remedio.

Sul Ross propuso en tono lastimero:

—¿Tú no puedes hablar con mamá, Callie? Ella es una chica y tú también. Quizá a ti te haga caso.

Lamar gruñó:

—Callie es una chica boba, no se te olvide. Y mamá nunca le ha hecho ningún caso. ¿Por qué se lo va a hacer ahora? Ya me encargo yo de hablar con ella.

—¡No! —grité—. Tú la pifiarás seguro.

—Muy bien, doña sabelotodo, a ver si lo solucionas tú. Y no se te ocurra pifiarla o te tiraré en la pocilga de Petunia.

—Inténtalo y verás.

A pesar de mi aire desafiante, lo creía muy capaz de tirarme en el lodazal donde se revolcaban los cerdos. Lamar apenas pensaba en las consecuencias, como, por ejemplo, en el castigo interminable que habría de sufrir si hacía algo así.

Acordamos reunirnos otra vez al cabo de una hora. Yo me fui a mi habitación a ordenar mis pensamientos antes de enfrentarme con mamá. Al final, decidí que el mejor argumento sería recalcarle lo mucho que los chicos añoraban a papá y a Harry (aunque, a decir verdad, no veía muchos indicios de ello), y que celebrar el cumpleaños serviría para levantarles el ánimo. Lo cual no era una mentira descarada, pero tampoco era estrictamente la verdad. Y cuanto más lo pensaba, menos cierto me sonaba, y con más insistencia sentía que la parte falsa se abría paso en mi conciencia, llenándola de una sombría niebla gris.

«Espabila, Calpurnia. Ya es hora de localizar a tu objetivo».

Bajé la escalera. En el comedor me fijé, como si fuera la primera vez que lo veía, en el retrato de mis padres tomado el día de su boda, veinte años atrás. Nunca le había prestado mucha atención a aquello foto, salvo para observar que el estilo de la época, sobre todo el absurdo polisón de mamá, estaba ridículamente pasado de moda.

Ahora me detuve y estudié atentamente el retrato. Qué alto y qué orgulloso aparecía mi padre con su mejor traje; qué guapa estaba mi madre con su vestido de encaje de Bruselas, su corona de flores de cera, su largo velo cayendo hasta el suelo como una cascada envuelta en neblina… Estaban muy serios debido a la cantidad de tiempo que tenían que permanecer inmóviles posando, pero incluso así se percibía en sus miradas la esperanza en el futuro, la expectativa de la felicidad que les aguardaba en su nueva vida en común.

Y habían sido felices, ¿verdad? Vamos, solo había que ver cómo habían progresado, cómo se habían convertido con el tiempo en pilares de la comunidad, en padres de siete hijos magníficos (bueno, seis, sin contar a Lamar), en propietarios de un floreciente negocio de algodón y de la casa más grande del pueblo, y en unas personas apreciadas y respetadas por todos. Habían encontrado su propia receta para la felicidad. Y les sentaba muy bien. ¿No?

Entré en el salón. Mamá se había quedado dormida en su sillón, con la cesta de costura a los pies y una camisa descosida en el regazo. Se le había torcido el moño, lo que le daba un aire desaliñado insólito en una mujer, normalmente, tan pulida y arreglada. Le observé las arrugas cada vez más profundas del rostro, las primeras hebras grises del pelo, y sentí una oleada de compasión. ¿Desde cuándo estaba tan demacrada? Ese aspecto agobiado estuvo a punto de detenerme.

Inspiró agitadamente y se despertó parpadeando.

—¡Vaya, Calpurnia! Debo de haber echado una cabezada. Ahora ya puedes hacer tu práctica de piano sin molestarme.

—La puedo hacer luego. Yo… quería hablar contigo sobre el cumpleaños de todos.

Su expresión se nubló de inmediato, cosa que no me pareció alentadora. En absoluto. Pero, aunque titubeando, seguí adelante con mi discurso preparado.

—Verás, los chicos echan de menos a papá y a Harry. Yo he pensado que quizá… o sea, hemos pensado… que una gran fiesta de cumpleaños nos animaría a todos.

Ella frunció el entrecejo, y yo hablé más deprisa.

—Nos reconfortaría a todos, ¿no crees?, y podríamos…

—Calpurnia.

—… invitar solamente a los amigos más íntimos. No tendríamos que invitar a todo el pueblo como el año pasado, porque aquello dio mucho trabajo, ya lo sé, de veras, y también podríamos…

—Calpurnia.

Su voz, baja, débil, abatida, hizo que me detuviera en seco.

—¿Sí, mamá?

—¿Te parece justo y apropiado celebrar una fiesta cuando se han perdido tantas vidas? ¿De veras puedes plantarte ahí tan fresca y decirme una cosa así?

—Eh…

—Sería indecoroso en grado sumo.

—Eh, bueno…

—Con tantos muertos, con tantos supervivientes subsistiendo en penosas condiciones, y cuando el tío Gus y la tía Sophronia y la prima Aggie lo han perdido todo… Es inconcebible lo que han sufrido. Y piensa en lo que deben de estar pasando tu padre y tu hermano. Una pesadilla, entre toda esa desolación.

No había alzado la voz. No hacía falta. Sentí que me salían ronchas en el cuello de pura vergüenza.

—Tienes razón, madre. Perdona. Tienes razón.

Ella se concentró de nuevo en su remiendo, marcando el fin de nuestra conversación. Me escabullí con sigilo, sintiéndome fatal. Me rasqué con furia las horribles ronchas del cuello y fui a reunirme con los chicos en el porche.

Lamar me echó un vistazo y dijo:

—La has pifiado a base de bien, ya lo veo.

—He hecho lo que he podido.

—Pero es obvio que no ha sido suficiente.

—Tendrías que haberla oído, Lamar. Tendrías que haber visto la expresión de su cara.

—«¿La expresión de su cara?». ¿Solo ha hecho falta eso para que te rindieras? Eres una negociadora penosa. Esto nos pasa por enviar a una niña boba a hacer el trabajo de un hombre. La próxima vez lo haré yo.

Carraspeó y escupió en el suelo.

Aquello era tan injusto que le habría soltado un tortazo, pero Lamar dio media vuelta y se marchó airado. Sam Houston y Sul Ross nos miraron dubitativos varias veces a uno y otro y, finalmente, se alejaron tras él.

Yo grité:

—¡Mamá ha dicho que sería indecoroso!

No me hicieron ningún caso. Y para colmo de desdicha, yo me había convertido en una gigantesca roncha andante. Fui al abrevadero de los caballos, bombeé agua fresca sobre mi delantal y me lo apliqué como una compresa. Caminé en círculo, inspirando hondo y procurando calmarme. Todo lo cual únicamente me alivió en parte la urticaria y el malhumor; llegué a la conclusión de que no me quedaba más que un remedio: una aplicación balsámica de abuelito.

Lo encontré trabajando en el laboratorio; el trozo de arpillera que servía de puerta estaba recogido en un lado para dejar entrar la luz y el aire fresco.

—¿De nuevo la urticaria? —preguntó, a modo de saludo—. ¿Qué sucede esta vez?

Lo miré, sorprendida, y repliqué:

—¿Tan previsible soy?

—En general, no. Pero tu dermis sí.

—¡Ah! Bueno, no vaya a decir nada, pero estoy pensando en escaparme de casa. —Le sonreí débilmente para mostrarle que bromeaba. En gran parte.

Él asimiló la noticia con ecuanimidad.

—¿Ah, sí? ¿Y a dónde irás? ¿Y qué harás para ganar dinero? ¿Has considerado estas cosas?

—Tengo ahorrados veintisiete centavos.

—Dudo que puedas costear tu independencia con veintisiete centavos.

—Sí —suspiré—, es una suma ridícula para intentar fugarse. La tarifa de tren a Austin ya cuesta más que eso. Pero si ahorro lo suficiente, ¿vendrá conmigo, abuelo? No puedo irme sin usted, ¿sabe? —Le di un beso en la frente, y añadí—: Aunque, probablemente, tendrá que pagarse su propio billete.

—Es muy amable de tu parte invitarme, pero hoy día yo hago la mayor parte de mis viajes en la biblioteca. Un hombre sentado en su sillón puede viajar a lo largo y ancho del mundo simplemente con un globo terráqueo y un atlas. Y yo ya encuentro todas las aventuras que deseo a estas alturas de mi vida a través del microscopio y el telescopio. Tengo más que suficiente aquí con mis especímenes y mis libros.

Reflexioné en todo aquello y me di cuenta de que también yo era una exploradora. ¿No había cruzado el ancho océano hasta Inglaterra con el señor Dickens? ¿No me había dejado llevar por la corriente del gran Misisipi con Huck? ¿No viajaba en el tiempo y en el espacio cada vez que abría un libro?

El abuelo quiso saber:

—¿Qué ha sido, si me permites la pregunta, lo que ha provocado este repentino deseo de huir de nuestro pueblo?

—No me he portado demasiado bien con mamá. Pero no ha sido del todo culpa mía. Mis hermanos me han empujado a ello.

—Los hermanos siempre hacen lo mismo —dijo él gravemente, y a continuación escuchó toda la lamentable historia y coincidió conmigo en que la vida no era justa. Después me preguntó cuántos años iba a cumplir.

—Trece.

—Trece, ¿eh? Pronto serás una señorita.

—No diga eso, por favor.

—¿Por qué no?

—Porque las chicas pueden hacer muy poco en este mundo, y, por lo que yo sé, las señoritas todavía menos.

—¡Vaya! Hay algo de verdad en lo que dices, aunque no sé por qué debería ser así. A mí me parece que cualquier chica o jovencita con un cerebro en condiciones habría de tener derecho a alcanzar cuanto se propusiera.

—Me alegra que opine eso, abuelo, pero no todo el mundo piensa igual, sobre todo por aquí.

—Hablando de viajes y de cumpleaños, tengo una cosa para ti en la biblioteca que creo que te gustará. Ven conmigo.

Lo cogí de la mano mientras salíamos del laboratorio y caminábamos hacia la casa, contenta de que una chica nunca fuera demasiado mayor para ir de la mano de su abuelo.

Después de abrir la puerta con llave, descorrió las pesadas cortinas de color verde botella para que la biblioteca quedase mejor iluminada. Entonces sacó de su armario un libro y me dijo:

—Antes de escribir El origen de las especies, Darwin pasó cinco años navegando por el mundo en un pequeño barco, de nombre Beagle. Cinco años enteros recogiendo especímenes y explorando islas remotas…

Su mirada se perdió a lo lejos, con los ojos relucientes. Las décadas parecieron borrarse de su rostro como por arte de magia, y yo vislumbré entonces al chico que había sido.

—¡Un viaje épico! ¡Imagínate! Lo que yo habría dado por estar con él, siguiendo al puma y al cóndor en la Patagonia, observando al murciélago vampiro en la Argentina, o reuniendo las orquídeas de Madagascar. Mira ahí, en la estantería.

Señaló el garrafón de grueso cristal con el espécimen que el mismísimo Darwin le había enviado años atrás.

—Él mismo recogió esa sepia, Sepia officinalis, cerca del cabo de Buena Esperanza. El viaje fue duro y careció de comodidades, y estuvo a punto de costarle la vida varias veces, pero cimentó su amor a la naturaleza y lo puso en camino para concebir su teoría de la evolución. Creo que encontrarás más sencillo este libro que El origen de las especies.

Me dio el libro encuadernado en piel, El viaje del Beagle.

—Feliz cumpleaños —dijo—, y buen viaje.

Ah, el placer, la curiosidad, la expectación de un nuevo libro. Le di las gracias con un abrazo y un beso en su bigotuda mejilla, me lo escondí bajo el delantal y subí corriendo a mi habitación, pues quién sabía de qué profanación sería capaz Lamar en un acceso de rabia.

Leí hasta bien entrada la noche, acompañando al señor Darwin a las islas Galápagos, a Madagascar, a las islas Canarias, a Australia. Me maravillé junto a él del ruidoso y sorprendente sonido que emitía la mariposa Papilio feronia, un tipo de insecto que el mundo había considerado mudo hasta entonces. Observamos juntos a los cachalotes, que saltaban casi completamente fuera del agua y cuyos chapoteos resonaban como cañonazos. Nos maravillamos ante el Diodon o pez erizo, que estaba cubierto de púas y se inflaba hasta convertirse en una bola incomestible cuando se sentía amenazado. (Aunque la descripción del señor Darwin de esta extraña criatura era muy vívida, yo me moría de ganas de ver a una de ellas en la vida real). Juntos nos ocultamos para evitar a las panteras y a los piratas, y cenamos con salvajes, con personajes ilustres e incluso con caníbales, aunque sin comer —eso esperaba— carne humana.

Mis sueños, esa noche, estuvieron poblados por los crujidos de las jarcias, el balanceo de la cubierta y la violencia del viento. No estaba mal para una chica que nunca había visto el mar. Un buen viaje, en efecto.