Capítulo 21
Secretos y vergüenza
La geología de la Patagonia es interesante… La concha marina más corriente es una gigantesca ostra que llega a medir a veces treinta centímetros de diámetro.
Mientras me cepillaba el pelo a la hora de acostarme con un centenar de pasadas, le pregunté a Aggie:
—Dime, ¿cómo es el mar? ¿Y la playa? ¿Y las conchas marinas? ¿Es verdad que puedes caminar por la orilla y recogerlas gratis, o tienes que pagarlas?
—¿Pagarlas? ¿A quién? No seas tonta.
—No sé. Por eso lo pregunto.
—Puedes coger todas las que quieras, aunque no sé por qué habrías de molestarte.
—Para hacer una colección de conchas, claro. —Uno de mis propósitos del Año Nuevo anterior había sido ver con mis propios ojos el mar, cualquier mar, antes de morirme, y como albergaba serias dudas de que eso llegara a suceder, una colección de conchas marinas constituía para mí algo muy valioso.
Aggie dijo:
—No se me ocurre por qué habría de querer nadie un montón de sucias y viejas conchas marinas.
La conversación no resultaba demasiado alentadora, pero yo persistí.
—¿Alguna vez has visto un delfín? He leído un montón sobre los delfines. No son peces, ¿sabes?, son mamíferos de sangre caliente.
—¿Cómo no van a ser peces? —se extrañó ella—. Viven en el agua, o sea que han de ser peces.
La miré, incrédula. Para una chica que tenía el privilegio de vivir junto al mar, era una redomada ignorante.
Solté un suspiro y dije:
—¿Y el sol no centellea en las olas danzantes?
Ella me miró de soslayo.
—¿De dónde has sacado eso?
—Pues… lo leí en alguna parte.
—Ya. Sí, supongo que podrías decirlo así cuando hace buen tiempo.
—Háblame de las olas —le pedí.
Aggie me miró perpleja, pero contestó:
—Las olas arrastran cosas a la orilla.
—¿Qué clase de cosas?
—¡Bah! Pues peces podridos, gaviotas muertas, madera de deriva, algas secas… Cosas así. A veces apestan de verdad. ¡Puaj! Aunque una vez encontré un flotador de pesca de cristal, y otra vez una botella de ron vacía que había llegado flotando desde Jamaica.
—¡Caramba! ¿Había una nota dentro?
—No —dijo bostezando.
—Pero ¿te la guardaste de todos modos? Me encantaría tener algo así.
—¿Para qué? Es solo una antigualla.
Decididamente la conversación no estaba yendo como yo esperaba, pero continué insistiendo.
—Háblame de las mareas.
—¿Qué te voy a decir? La marea sube un rato y luego se retira. A veces la puedes oír.
—¿Tiene un sonido? ¿Cómo es?
—Cuando hay suficiente silencio, se oye algo así como: sss, sss. A veces, cuando las olas se estrellan contra las rocas con estrépito, suena muy fuerte. Depende.
—¿De qué depende?
Ella me miró como si le hablara en chino y replicó:
—¿Cómo voy a saberlo?
Su actitud me pareció muy poco satisfactoria. ¿Cómo era posible que no lo supiera, que no lo hubiera averiguado, que no le importara? Me hubiera gustado saber si no habría sufrido algún otro deterioro, aparte de la anemia y la neurastenia. Quizá había resultado herida durante la inundación de un modo que no se veía a simple vista. Quizá había recibido un golpe en la cabeza y había perdido la curiosidad. Pregunta para el cuaderno: ¿qué es lo que provoca las olas?, ¿y las mareas? Hablarlo con el abuelo.
Al día siguiente llegó un paquetito para ella, y yo, husmeando como quien no quiere la cosa junto a la correspondencia, observé que el remitente era de un tal «L. Lumpkin, Church Street, 2400, Galveston». ¿Quién era L. Lumpkin? Ya iba a subírselo a la habitación cuando Aggie llegó corriendo desde el jardín, se lanzó sobre el paquete como un halcón y lo estrechó sobre el pecho con la cara radiante. Sin decir palabra, dio media vuelta y subió precipitadamente la escalera.
¡Por Dios! Qué grosería de su parte. Y qué interesante.
La encontré en nuestra habitación forcejando con el cordel peludo con el que estaba atado el paquete. Exasperada, gritó:
—¡Unas tijeras! ¡Tráeme unas tijeras!
Bajé corriendo a buscar las que tenía en mi bolsa de costura en el salón, pero cuando volví arriba, ella ya se las había arreglado por su cuenta. El envoltorio tapaba una caja que mi prima colocó sobre el escritorio y abrió con toda reverencia. Y dentro de esa caja había una cajita más pequeña y una carta. Con las manos entrelazadas en el regazo, se detuvo a saborear el momento.
Yo cometí el error de murmurar:
—¿Qué es?
—¿Qué hay que hacer en esta casa para gozar de un poco de intimidad? ¡Fuera de aquí!
Ofendida, repliqué:
—No hace falta gritar. Sé muy bien cuando no soy bien recibida. —Salí de la habitación profundamente herida, con los sentimientos lastimados, pero la cabeza bien alta. Y yo que creía que ya casi éramos amigas.
Bajé y cometí el error (ya iban dos) de ponerme a deambular por el pasillo, donde mamá me echó el lazo y me obligó a hacer mi práctica de piano.
Esa noche, cuando íbamos a acostarnos, Aggie me dijo:
—Callie, ¿dónde está el cepillo del pelo?
Se lo puse delante dando un golpe. Al cabo de unos minutos:
—Callie, ¿has visto la piedra pómez?
Se la puse delante con otro golpe y fui recompensada durante cinco minutos con el ruido que hacía al rasparse los talones.
—Callie, ¿qué has hecho con el…?
—¡Nada! Sea lo que sea, te lo buscas tú. No soy tu criada.
Se hizo un silencio gélido. Noté que ella se moría de ganas de contarme algo, pero ambas fingimos ignorarnos mutuamente hasta que llegó casi la hora de apagar la lámpara.
—Muy bien —dijo—. ¿Eres capaz de guardar un secreto?
Yo repliqué, ofendida:
—Pues claro. No soy una cría, ¿sabes?
—¿Juras que no lo contarás? Levanta la mano derecha y júralo.
Hice lo que decía, pero ni siquiera eso pareció dejarla satisfecha porque añadió:
—Espera, ¿dónde está mi Biblia?
—Por Dios, Aggie.
Sacó su Biblia del armario y me hizo poner la mano derecha encima. ¡Ah, la cosa iba en serio de verdad! Si rompías ese tipo de promesa, te ibas al infierno, ¿no? Pero ¿y si te torturaban con atizadores al rojo y te azotaban con un látigo de nueve puntas hasta que lo contaras? ¿Estarías disculpada en ese caso? Las rodillas me temblaban un poco, y también la voz.
—Juro no contarlo.
—No contarlo en ningún momento, ni ahora ni nunca jamás.
—No contarlo nunca, ni ahora ni tampoco jamás. Amén.
La cara se le relajó del todo, y entonces me sonrió de un modo que yo nunca le había visto. Vaya, pues no era nada fea, en absoluto, aunque su atractivo quedaba oscurecido por su malhumor habitual, y por la inquietud y la aflicción que cargaba sobre sus hombros.
Cogió el bolso de tela (el que mamá le había regalado para reemplazar el saco de arpillera con el que había llegado), y sacó de allí la cajita que yo ya había visto antes. Me hizo sentar ante el escritorio y me la dio con mucho cuidado.
Al abrirla, encontré una fotografía enmarcada de un joven de unos veinte años, embutido en un traje muy ceñido y acogotado por un rígido cuello de camisa, con el pelo planchado a base de gomina para la gran ocasión de sacarse un retrato.
—Ahí lo tienes —susurró Aggie con una expresión tan alelada como la que tenía Harry cuando había empezado a cortejar a su primera novia.
Estudié la pálida y rolliza cara, el ralo bigote, los dientes ligeramente salidos, la incipiente barba.
—¿No es maravilloso? —musitó con una voz cargada de emoción.
Pues… no. Parecía más bien un besugo. Para ser caritativa, seguramente su aspecto se debía en parte al hecho de tener que contener el aliento y permanecer totalmente inmóvil para que le hicieran la fotografía. Pero había otra parte que daba la impresión de obedecer a una falta de personalidad real. Yo le había oído decir al abuelo que sobre gustos no hay nada escrito, y aquí tenía una prueba evidente.
—¿Quién es, Aggie?
—Es Lafayette Lumpkin, claro. Mi pretendiente. Pero nadie lo sabe, y tú no debes contarlo. —Me apretó el hombro con la fuerza de una tenaza de hierro.
—¡Ay! Me haces daño. No lo haré. Lo he prometido. ¿Cómo lo conociste?
—Trabajaba de contable en la tienda de papá. Pero un día preguntó si podía acompañarme a casa, y papá lo despidió al día siguiente con una falsa acusación. Él no había hecho nada malo. Papá simplemente quería quitarlo de en medio.
—¿Por qué?
—Papá dice que su familia procede de los barrios bajos; y tal vez sea así, pero a mí me importa un bledo. Lafayette se ha labrado su propio camino —explicó con evidente orgullo—. Aprendió contabilidad en un curso por correspondencia, ¿sabes?, y ha hecho todo lo posible para progresar. Pero eso no es suficiente para papá, que ya ha olvidado por lo visto que él también salió adelante con su propio esfuerzo. Él cree que debería casarme con un Sealy o un Moody, o un miembro cualquiera de las primeras familias de Galveston. Son todos enormemente ricos, pero yo siempre rechazo todas sus insinuaciones.
Cogió la fotografía y la apretó tiernamente contra el pecho. Su mirada se ablandó y su voz se volvió soñadora.
—Mi corazón pertenece a Lafayette.
Todo aquello era muy romántico, sin duda, pero escribirse en secreto con un hombre sin la aprobación de sus padres era un juego peligroso que solo podía terminar con lágrimas y problemas. No era de extrañar que se lanzara todos los días sobre el correo antes de que nadie pudiera echarle un vistazo.
—Él me ha pedido mi fotografía, ¿no es encantador?, pero la única que tenía la perdí en la inundación.
—Hay un fotógrafo en Lockhart: el Salón fotográfico Hofacket. El abuelo y yo fuimos allí y nos hicimos una fotografía con la Vicia tateii.
Ella me miró de un modo extraño.
—¿Te hiciste fotografiar con esa planta?
—Claro. Dicen que es importante conmemorar las ocasiones especiales.
—Pero se refieren a las bodas y bautizos o cosas así. No a las plantas.
—Para que te enteres, descubrir una especie nueva es una ocasión muy importante. Mira —dije abriendo el cajón del escritorio y sacando el retrato en el que aparecíamos el abuelo, yo y nuestro descubrimiento—. Mírala. —Y se la señalé con orgullo.
—¿Esto? —comentó con cierto desdén, y dejó la fotografía como si no fuera nada. Nada. Casi todas las simpatías que se había ganado de mi parte se evaporaron en el acto. Me puse de mal humor. Mi foto de la arveja era tan importante para mí como Lafayette Lumpkin lo era para ella. Y aunque yo reconocía que la planta parecía mustia y poco atractiva a causa del calor que hacía aquel día, no dejaba de ser de todos modos una nueva especie digna de respeto. Era imposible interesar a algunas personas en las cosas de mayor importancia.
—Espera un momento —murmuró cogiendo otra vez la fotografía y examinándola con renovado interés. Observé cómo asimilaba su importancia como documento histórico y científico. Al fin se le hacía la luz. Qué gratificante. Hasta aquel momento, ella me había visto en el mejor de los casos como una compañera más bien rara; y en el peor, como una molestia. Ahora me tomaría en serio. Ahora mantendríamos conversaciones estimulantes sobre otros temas aparte del dinero. Ahora podíamos ser exploradoras las dos juntas. Aggie dio un golpecito en el sello dorado en relieve que había en la esquina inferior izquierda y que decía «Retratos de calidad Hofacket».
—¿Dices que este sitio está en Lockhart?
—En la esquina que hace diagonal con el juzgado. ¿Por qué?
—¿A ti qué te parece? —dijo mirándome como si fuera corta de entendederas—. Puedo sacarme una foto allí para Lafayette. ¿Cuánto cuesta y cuándo será la próxima excursión a la ciudad?
¡Grrr! Ya podía irme olvidando de explorar juntas la naturaleza y la ciencia.
—Cuesta un dólar, y creo que Alberto irá el sábado con el carromato.
—Bien. Iré entonces.
—Yo también voy a ir. —Eché rápidamente la cuenta de los que harían el viaje y comprendí que, al añadirse ella, yo perdería mi puesto en el asiento delantero y tendría que sentarme en la trasera del carromato. Aunque, una excursión a la gran ciudad (población: 2.306 habitantes) con sus muchas atracciones, incluida la electricidad, siempre valía la pena por la biblioteca, los comercios, el salón de té y el tráfico bullicioso. La biblioteca implicaba vérselas con la vieja bibliotecaria, la señora Whipple, una terrorífica bruja que mantenía una estrecha vigilancia sobre los libros y decidía si los niños podían leerlos o no. Una vez me había humillado negándome un ejemplar del libro del señor Darwin El origen de las especies; por suerte, el abuelo había remediado la cuestión dejándome su propio ejemplar, pero yo aún temblaba bajo la agria mirada de la señora Whipple.
—¿Cómo vas a explicar lo del retrato? —le pregunté a Aggie.
—Diré que es para mis padres, claro; para reemplazar el que perdieron en la inundación.
Caramba, yo me creía capaz de ser tan astuta como la que más cuando la situación lo requería, pero mi prima me superaba de calle. Esa chica sabía improvisar sobre la marcha.
Llegó el sábado, mi día preferido de la semana. Llamé con los nudillos a la puerta de la biblioteca y oí la respuesta habitual de «Adelante, si no hay más remedio».
—Abuelo, nos vamos a Lockhart. ¿Quiere que devuelva los libros que se llevó de la biblioteca?
—Sería muy amable de tu parte. Y permíteme que te dé esta lista de los que me gustaría sacar.
Cogí la lista y fui corriendo al carromato. Alberto, Harry y Aggie estaban sentados delante; Sul Ross y yo íbamos en la parte trasera, sentados sobre un viejo edredón. Yo me había llevado mi ejemplar de El viaje del Beagle y entretuve a mi hermano leyéndole las partes más emocionantes. A él le gustaban sobre todo los pasajes sobre canibalismo, aunque yo debía bajar la voz para que los adultos que iban delante no lo oyeran.
Al llegar a la plaza principal de la ciudad, los demás se metieron en masa en el Emporio Sutherland («Todo bajo un solo techo»), unos grandes almacenes de tres pisos llenos de tentaciones tanto prácticas como frívolas. Yo me dirigí a la biblioteca.
El interior, sumido en la penumbra, olía a papel, tinta, cuero y polvo. ¡Ah, el aroma embriagador de los libros! ¿Acaso existía algo mejor? Claro que todavía habría sido mejor sin la presencia de la señora Whipple, la arpía de guardia.
Dejé los libros que iba a devolver en el mostrador. A ella, por suerte, no se la veía por ningún lado, pero sí oí el frufrú del raído vestido negro de fustán que llevaba todo el año, así como el leve crujido de su corsé de ballenas; y percibí un tufillo de naftalina, lo cual significaba que no andaba lejos. Qué raro. Y de repente surgió de detrás del mostrador ante mis narices, como un muñeco de resorte. Di un bote mayúsculo y solté un gritito, pero incluso en pleno sobresalto tuve que maravillarme de lo elástico y rápido que era aquel cuerpo viejo y rechoncho.
—Vaya —dijo con severidad—, pero si es Calpurnia Virginia Tate, merodeando a hurtadillas como de costumbre.
¡Qué tremenda injusticia! Yo sabía moverme a hurtadillas de verdad, y no era eso lo que estaba haciendo. ¿Por qué la tenía tomada conmigo aquella horrible guardiana de la biblioteca? Las dos éramos amantes de los libros, ¿no? En buena lógica, tendríamos que haber sido almas gemelas, y, en cambio, por alguna razón, nos las arreglábamos siempre —y sin ningún esfuerzo, en apariencia— para enfurecernos mutuamente. Quizá ya iba siendo hora de hacer las paces, de enterrar el hacha de guerra y ofrecernos una rama de olivo, de disculparnos sinceramente por nuestros mutuos agravios.
O quizá no había llegado aún el momento.
La rabia me subió como la bilis hasta la garganta. La reprimí y dije con la voz más almibarada que pude:
—Buenas tardes, señora Whipple. Lamento enormemente que piense que andaba a hurtadillas. Pero es que me ha dado un susto. Caramba, está muy ágil para tener semejante físico…
Ella se sonrojó con un intenso tono remolacha tan alarmante que temí haber ido demasiado lejos y que pudieran acusarme de su muerte por apoplejía.
—Creo que será mejor que te vayas —sentenció—. Estoy demasiado ocupada para perder el tiempo con una muchachita impertinente como tú. —Dicho lo cual, me dio la espalda y se dirigió hacia la sección de Historia de Texas.
¡Expulsada de la biblioteca! ¡Un nuevo desastre! ¿Cómo diablos iba a explicárselo a mamá? Pero entonces recordé la lista que llevaba de parte del abuelo. En ciertos círculos la mera mención de su nombre funcionaba como una llave mágica para abrirme puertas que, de lo contrario, habrían permanecido herméticamente cerradas para mí; en otros círculos, compuestos sobre todo de ignorantes, plebeyos e incultos, lo tachaban burlonamente de lunático, de «profesor loco» adepto a ideas heréticas, de persona inestable y posiblemente peligrosa.
La señora Whipple sabía que el abuelo era miembro fundador de la National Geographic Society; sabía que mantenía correspondencia con la Institución Smithsonian y, fueran cuales fuesen sus ideas sobre la teoría de la evolución, debía reconocer que era el hombre más docto y erudito de toda la región, desde Austin hasta San Antonio, y, seguramente, más lejos todavía.
—Antes de irme, señora Whipple… Mi abuelo desea retirar estos libros de la biblioteca. —Saqué la lista y la alisé con cuidado sobre el mostrador—. Son para él, ¿entiende? Para sus investigaciones. Para sus investigaciones personales.
Ella se volvió y, por su expresión, me di cuenta de que la había pillado. Indecisa, con los labios apretados, me arrebató la lista, la escrutó guiñando los ojos y, sin mirarme siquiera, se volvió hacia las estanterías, ladrando: «Veinte minutos».
Bien. Me daba tiempo de echar un vistazo en el Emporio y de ver cómo le iba a Aggie con su retrato. Con el corazón alegre y el paso ligero, me dirigí a la plaza. Teníamos suerte de contar con una excelente biblioteca mientras que la mayoría de los condados de Texas no disponían de ninguna. El doctor Eugene Clark, un médico fallecido en plena juventud, había legado diez mil dólares para su construcción, con el fin de que la joven que había rechazado su propuesta de matrimonio contara con una biblioteca adecuada y con un centro donde estudiar música y literatura. Había sido construida por amor. Y las personas del condado de Caldwell que sabíamos leer éramos sus beneficiarias.
Me dije a mí misma: «Calpurnia, eres una chica con suerte, aunque tengas que vértelas con semejante pécora para retirar los libros». Aunque pensar eso era un poquito duro por mi parte, ¿no? Al parecer, más que un poquito, porque cuando llegué a la plaza, en aquel día despejado y soleado, una oscura nubecilla de remordimiento se había formado en mi interior.
Me pregunté por qué la señora Whipple me tenía tanta antipatía. Me di cuenta de que si antes no contaba con ningún motivo en particular, ahora tenía uno bien gordo, y yo se lo había servido en bandeja. Examiné mi conducta, tratando de verla al menos con una luz neutral. En el mejor de los casos, había sido grosera. En el peor, había sido cruel. Intenté meterme en su piel (o más bien, en su crujiente corsé): una anciana viuda que se ganaba la vida a duras penas y debía aguantar a niños impertinentes como… como yo. Ella era la «guardiana de los libros», y merecía respeto. No importaba que administrara los libros como si fueran suyos; que fuera reacia a prestárselos a personas desconocidas y descuidadas que tal vez no los trataran con el respeto que merecían; que tal vez los tocaran con manos mugrientas; que quizá cometieran el pecado de subrayar frases o de escribir en los márgenes… ¡que quizá incluso incurrieran en el crimen supremo de perder uno de sus preciosos volúmenes! ¡Algo inconcebible!
¡Ay, Calpurnia, qué mala has sido! Tendría que compensarla de algún modo. Le presentaría mis sinceras disculpas para limpiar mi conciencia. Que me tuviera toda la antipatía que quisiera; yo me negaba a sentir lo mismo. Ella no podía obligarme.
En el Emporio Sutherland examiné los perfumes, los jabones y los polvos cosméticos, mucho más variados y elegantes que el surtido de la tienda de Fentress. Me llamó la atención una lujosa pastilla de jabón de lavanda en un estuche decorativo de latón, y me pareció que sería un regalo adecuado para una dama de edad. Con un leve suspiro, me dije a mí misma que espabilara y aflojé una moneda de veinticinco centavos. Ya no me quedaba suficiente dinero para una zarzaparrilla con helado, pero no importaba. Ahora que tenía mis propios ingresos, supuse que en el futuro me tomaría montones de helados y refrescos.
Deambulé hasta el salón de té del entresuelo, donde había señoras acomodadas en elegantes sillas doradas entre grandes macetas con palmeras. Tomaban té en tazas de porcelana fina y comían unos sándwiches diminutos de pan de molde con la corteza recortada (vete a saber por qué). Admiré el techo de estaño, los ventiladores eléctricos de dos aspas que giraban lentamente, el zumbido de los tubos neumáticos que discurrían sobre nuestras cabezas transportando dinero y recibos de una punta a otra de los almacenes a una velocidad de vértigo.
Bajé a la planta baja y me encontré a Harry comprando puros para papá.
—¿Qué llevas ahí, bicho?
—Es para la señora Whipple, la bibliotecaria. ¿Tú crees que le gustará?
—Muy adecuado. Pero ¿por qué le compras un regalo?
—He sido mala con ella. —Le expliqué la situación, aunque no le dije que me había gastado todo mi dinero, lo juro. Él se apiadó y me dijo:
—Muy encomiable, bicho. Vamos, te compraré un helado con zarzaparrilla o una copa helada, lo que prefieras.
—Uau, ¿en serio? —La vida me sonreía.
Nos sentamos en los taburetes giratorios de la barra del bar. Harry pidió un nuevo helado hecho con una banana (una fruta importada que nunca hasta entonces habíamos visto) cortada por la mitad. Naturalmente, yo pedí el helado con zarzaparrilla. Admiré la destreza con que lo preparaba el mozo, recogiendo primero el helado de vainilla, añadiendo la aromática zarzaparrilla, calibrando a la perfección hasta dónde subiría la espuma en el vaso alto en forma de tulipa, sin llegar a rebosar pero casi, y coronándolo todo con un chorro de nata montada y una reluciente cereza, para acercármelo por fin —sobre una servilleta con puntillas— provisto de una cucharilla y una pajita.
Me tomé la nata con la cucharilla, empujé el helado hacia el fondo y sorbí discretamente con la pajita el líquido espeso y burbujeante. Harry tuvo la amabilidad de darme un par de cucharadas de su banana (tenía sus ventajas ser su bicho, no cabía duda), y me pareció un helado tan delicioso que decidí pedir uno de esos la próxima vez, ¡aunque costara treinta centavos!
Luego deambulé por los diversos departamentos, admirando los artículos en venta. Por alguna razón, no tenían libros. Quizá el dueño de los almacenes no era buen lector, o quizá consideraba que ya bastaba con la biblioteca.
Salimos a la calle. Harry y Alberto comenzaron a cargar las compras en el carromato. Merodeé frente al Salón fotográfico Hofacket («Grandes fotografías para grandes ocasiones»). Estaba a punto de entrar y buscar a Aggie cuando algo me llamó la atención en el escaparate. Encajada entre una foto de un bebé desnudo sobre una alfombra de piel de oso y otra foto de unos novios toscos y envarados, luciendo ropas alquiladas para la ocasión, había una imagen familiar —el abuelo y yo con la planta— expuesta para que todo el mundo (o al menos todo Lockhart) la viera. ¡Cielos, éramos celebridades locales! Me cuestioné si no sería por eso por lo que la señora Whipple la había tomado conmigo. Pero no: ella ya me tenía ojeriza mucho antes de que descubriéramos la planta.
Entré en el local. La campanilla tintineó anunciando mi llegada.
—Tome asiento —gritó desde el fondo el señor Hofacket—. Estoy sacando un retrato.
Entonces resonó la voz de Aggie:
—¿Eres tú, Calpurnia? Ven aquí atrás si eres tú.
Aparté las cortinas y entré en el estudio donde mi prima estaba posando en una silla de mimbre decorada como un trono. Sostenía en el regazo un gran ramo de rosas artificiales y follaje verde. Las examinaba con el entrecejo fruncido.
—¿Qué te parece? ¿Con flores o sin flores?
El señor Hofacket levantó la vista.
—Vaya, hola, señorita Calpurnia. Es un placer volver a verla.
El hombre se había quedado entusiasmado con nuestro descubrimiento y, si le dejaban a su aire, se embarcaba en una larga perorata sobre la importancia de la planta y el papel decisivo que él había jugado para dejar constancia de la existencia de una nueva especie sobre el planeta, pues su fotografía en primer plano de la Vicia tateii, decía, se hallaba ahora en la Institución Smithsonian, con su propio sello —Hofacket— estampado en el dorso y expuesto para que la gente lo conociera por los siglos de los siglos, etcétera, etcétera.
Me preguntó respetuosamente por la salud del abuelo y por la mía hasta que yo le corté y le pregunté por qué tenía nuestra fotografía en el escaparate.
—Ah, señorita, buena pregunta. Tan buena que cada día entran cinco o seis personas y la formulan también. Y muchas se quedan para sacarse su retrato. Es lo que podríamos llamar un tema de conversación infalible, un detalle que despierta la curiosidad. Vamos, recuerdo un día…
—¿Con flores o sin flores? —lo interrumpió Aggie—. Disculpe señor Hofacket, pero no tengo todo el día, ¿sabe?
—Bueno, bueno.
—Entonces… ¿con o sin? —Aggie me miró con palpable impaciencia.
Las flores eran imitaciones muy aproximadas; evidentemente, las había hecho alguien que había estudiado las originales con mucha atención en la naturaleza.
—Con, me parece. Son muy bonitas. Es una lástima que no se vean los colores.
El señor Hofacket prorrumpió en carcajadas ante la idea de que se pudiera capturar el color en una placa fotográfica. Aggie acomodó las flores mientras él preparaba el flash de magnesio y se ocultaba bajo el paño negro.
—Quédese muy, muy quieta —le ordenó—. Tres, dos, uno.
El magnesio iluminó el estudio con una deslumbrante luz blanca, que nos dejó aturdidas y cegadas unos momentos.
—Muy bien —dijo—, ya está. ¿Dice que quiere dos copias?
—Sí, señor —afirmó Aggie—. Son dos dólares, ¿no?
—Sí. Vuelva dentro de una media hora. Ya deberían de estar secas para entonces.
Aggie y yo nos dispusimos a volver al Emporio, pero antes le enseñé la fotografía de la planta en el escaparate de Hofacket. Para mi gran satisfacción, ella pareció un tanto impresionada, aunque a regañadientes.
La dejé palpando telas y encajes en los almacenes y, armándome de valor, me dirigí a la biblioteca para disculparme, entregar el regalo y cumplir la penitencia que me fuera asignada.
Inspiré hondo, cobrando ánimos, y entré. Experimentando consternación y alivio simultáneos por mi parte, comprobé que la señora Whipple no aparecía por ningún lado. Sobre el mostrador había una pequeña pila de libros atada con cordel y acompañada de una escueta nota: «Libros solicitados por el capitán Walter Tate, Fentress». Me puse los libros bajo el brazo y coloqué la preciosa cajita de jabón exactamente en el mismo sitio. Mi parte valiente deseaba localizar a la bibliotecaria entre las estanterías y seguir con el plan que me había trazado. La cobarde que había en mí se sentía tremendamente aliviada y pensó: «La próxima vez». Esta última parte aprovechó la ocasión y susurró: «Date prisa, te esperan en el carromato». Tal vez me estaban esperando o tal vez no, pero opté por creer que sí y salí pitando, felicitándome al mismo tiempo por mi valentía y mi cobardía.
Y por cierto, me consta que Aggie pasó por la oficina de correos el lunes a primera hora, de camino a la escuela.