Capítulo 10
Reencuentro familiar
Si alguien me pidiera consejo antes de emprender un largo viaje, mi respuesta dependería de si la persona en cuestión poseía un gusto decidido por alguna rama del conocimiento que pudiera desarrollarse por este medio… Incluso en la época de Cook, el hombre que abandonaba su hogar para embarcarse en expediciones semejantes sufría graves privaciones.
Papá y Harry llevaban ya dos meses enteros fuera cuando mamá, con un aspecto más alegre de lo normal, anunció durante la cena:
—Tengo una maravillosa noticia. Si todo va bien, vuestro padre y Harry llegarán a casa el viernes por la tarde.
Todos nos pusimos a hablar con excitación, y Sam Houston, que era el mayor de los presentes, nos hizo lanzar tres hurras. Sonriendo, mamá permitió aquel alboroto insólito en la mesa.
—Quiero veros a todos bañados y arreglados y con un aspecto impecable. Lamar y Sully, ocupaos de la caldera. Tendréis que traer una cantidad extra de leña. Callie, tu prima Aggie pasará una temporada con nosotros mientras el tío Gus reconstruye su hogar.
—¿Ah, sí? —Eso era una noticia interesante—. ¿Cuánto tiempo?
—Varios meses, supongo.
—¿Y dónde dormirá?
—En tu habitación, por supuesto. Ella usará tu cama y a ti te pondremos un catre en el suelo.
—Pero…
—Estoy segura de que ninguna hija mía le negaría a su prima la hospitalidad en un momento de apuro. —Mamá me lanzó una mirada penetrante—. Especialmente, a una prima que ha sufrido una pérdida tan terrible, y que ahora necesita ante todo paz y tranquilidad y cariño. No me imagino que una hija mía fuera capaz de tal cosa. ¿Verdad que no?
Pensé que la pregunta era un tanto injusta, pero a decir verdad no se me ocurría ninguna respuesta. Miré fijamente mi plato y dije con un hilo de voz:
—No, mamá.
—Bien. Ya suponía que no. —Suspiró y entonces adoptó esa expresión que con frecuencia indicaba el principio de uno de sus dolores de cabeza—. Aggie necesita nuestra compasión y comprensión. Te portarás bien con ella, ¿no es así?
Con una vocecita aún más apagada, respondí:
—Sí, mamá.
—Bien. Ya lo suponía.
Esa noche reinó una inquietud general en casa. A medianoche me despertó un ruido de pasos en el corredor. Quienquiera que estuviese ahí fuera hizo un par de excursiones por la escalera, sin acordarse del séptimo peldaño que siempre te delataba con su crujido. Ninguno de los chicos habría cometido el error de pisar ese peldaño si hubiera estado rondando, así que debía de ser mamá la que deambulaba por la casa. Algo insólito en ella, aunque supongo que estaba nerviosa con el regreso de sus dos hombres.
El viernes por la mañana observé que una mariposa de cola larga, la saltarina Eudamus proteus, estaba bebiendo el néctar de las Susanas de ojos negros. Me acerqué a un par de pasos antes de que se alejara revoloteando. De cuerpo azul reluciente y alas gemelas, habría sido muy bien recibida en mi colección, pero esas mariposas eran difíciles de atrapar y tendían a deshacerse al disecarlas y montarlas. De todos modos, era un día muy especial y nada iba a enfriar mi entusiasmo.
Sam Houston cortó leña y Lamar, que normalmente huía como de la peste del trabajo duro, se encargó de atizar la caldera durante todo el día. Nos bañamos por turnos. Mamá se puso su vestido de color zafiro, el favorito de papá, el que le realzaba el color de los ojos. Se la veía diez años más joven. El abuelo descorchó una botella de bourbon de marca para la ocasión. Ninguno de nosotros podía estarse quieto ni un minuto; no parábamos de correr a las ventanas y de asomarnos para mirar. Hasta que al fin Lamar gritó:
—¡Ya vienen! ¡Ya están aquí!
Salimos de casa en tromba a recibirlos. Harry iba montado a caballo; papá llevaba las riendas del carromato. Sentado a su lado, había un desconocido con el brazo en cabestrillo. En la trasera del carromato, ahora vacía de provisiones, iban sentados Alberto y una joven de unos diecisiete años. Se parecía un poco… a mí. Claro: debía de ser mi prima, Agatha Finch, y lógicamente, tenía los rasgos de nuestros antepasados comunes escritos en la cara. Me pregunté si yo estaba destinada a ofrecer el mismo aspecto que ella dentro de unos pocos años. Una posibilidad que se debía considerar.
El vestido estampado que lucía estaba desteñido y pasado de moda, y era ridículamente pequeño, de modo que se le marcaban las huesudas muñecas y le quedaban los paliduchos tobillos indecorosamente a la vista. ¿Por qué llevaba un vestido de mendiga? Entonces me acordé: lo había perdido todo en la tormenta. Mi madre me lo había dicho, pero yo no lo había acabado de asimilar: no lo asimilé hasta ese momento, al verla con ropas de beneficencia. «Calpurnia Virginia Tate —me reprendí a mí misma—, eres una boba. Y bastante desagradable, por añadidura».
Y el hombre desconocido, ¿quién era? ¿Y por qué parecían todos tan desanimados, tan exhaustos y alicaídos? Se suponía que aquello era un dichoso regreso a casa, una alegre celebración. Nuestra familia estaba al completo. Los huecos de la mesa volverían a ocuparse.
Papá se bajó del carromato. Las arrugas de su cara y la rigidez de sus pasos me dejaron consternada. Abrazó a mamá, sujetándole amorosamente la mejilla con la palma de la mano mientras se susurraban unas palabras.
Harry desmontó de King Arthur. Estaba tan sucio y andrajoso y delgado que eché a correr hacia él y lo abracé.
—¡Harry!
—Bicho —dijo en voz baja—, me alegro de verte. Vete con cuidado, o te mancharás de barro.
—No importa —dije estrechándolo con todas mis fuerzas—. Te he echado mucho de menos. ¿Cómo ha sido todo? ¿Era horrible? ¿Es verdad lo que dicen, que se ha muerto tanta gente? ¿Esa es Aggie? Es Aggie, ¿verdad? ¿Y ese hombre que viene con vosotros?
La conversación quedó interrumpida por los demás, que se apiñaron alrededor y le dieron la bienvenida a gritos. Los perros, sobre todo Áyax, se pusieron frenéticos, saltando aquí y allá y dando la lata. Papá nos abrazó y besó a todos. Yo me sentí extrañamente tímida cuando me abrazó con fuerza, pero me quedé muy aliviada al comprobar que, aunque parecía cambiado, olía como siempre. El viejo olor familiar de papá.
El desconocido se bajó del carromato con dificultades. Era un hombre grueso, nada joven, de torso fornido y anchos hombros propios de un herrero. Iba desaliñado y necesitaba con urgencia un corte de pelo. Llevaba el brazo derecho inmovilizado con una venda mugrienta y tenía los dedos extrañamente crispados. Pese a su evidente fatiga, sonrió y le hizo una profunda reverencia a mamá.
Agatha también se bajó, ayudada por Alberto, junto con su equipaje, consistente en un saco y una caja de latón del tamaño de una sombrerera, aunque con una forma que yo nunca había visto. ¿Sería un instrumento musical? Tal vez fuera una concertina o una gaita. A lo mejor podríamos tocar a dúo. Pero antes de que pudiera preguntárselo, la pusieron en manos de SanJuanna, quien se la llevó rápidamente con instrucciones de mamá para que la alimentara, la bañara y la acostara.
En mi cama. Pero, bueno, no importaba.
Una vez que los hombres se lavaron, nos sentamos todos a cenar. Papá pronunció una oración más larga de lo normal. Era extraño y reconfortante a la vez oír su voz recitando las palabras familiares de la bendición. También le pidió a Dios que se apiadara de la gente de Galveston y dio gracias por haber regresado a salvo junto a su familia. Una sombra le cruzó el rostro.
—A decir verdad —dijo—, soy un hombre sumamente afortunado por seguir teniendo a mi esposa y a mis hijos sanos y salvos, cuando tantos otros han sufrido unas pérdidas tan dolorosas. —Carraspeó, esbozó una tenue sonrisa y añadió—: Amén.
Tras nuestro «amén» pronunciado a coro, empezamos a preguntar sobre Galveston; primero tímidamente, después acribillándolos a preguntas. Hasta que papá alzó la mano y dijo:
—Ya basta. El Galveston que conocíamos ha desaparecido.
Mamá añadió:
—Dejad tranquilo a vuestro padre. No vamos a hablar más de ello esta noche. Lamar, pásale las patatas.
Cualquiera habría pensado de entrada que la cena sería una ocasión festiva, pero no fue así. Papá y Harry estaban muy callados. El desconocido, que había sido presentado como doctor Pritzker, parecía sufrir algún dolor, pero se mostraba animoso y le dedicó muchos cumplidos a mamá por la casa, por sus hijos encantadores (naturalmente) y por el menú de la cena. Por alguna razón, lo habían encajado en la mesa a mi lado y ocupaba mucho más espacio de la cuenta. Aunque tuviera la complexión de un herrero, se percibía en él un halo de educación y cultura. Sabía qué tenedor usar y no miraba boquiabierto la araña de cristal como un paleto de pueblo. Pero con la mano inutilizada, manejaba torpemente el cuchillo y el tenedor, y luchaba con su bistec sin obtener buenos resultados.
Le di un suave codazo y, cuando me miró inquisitivo, susurré:
—Si quiere, le corto la carne.
Él respondió, también susurrando:
—Encantado, jovencita.
Me encontraba haciéndolo con mucho esmero cuando mamá se dio cuenta de repente y exclamó:
—¡Ay, doctor Pritzker! Cuánto lo siento. Llamaré a Viola para que se lo prepare.
—No se preocupe, señora. Tengo aquí a una ayudante muy eficiente. —Me dirigió una mirada—. Gracias, señorita…
—Calpurnia Virginia Tate.
—Encantado de conocerla, señorita Calpurnia Virginia Tate. Yo soy Jacob Pritzker, antiguo vecino de Galveston. Nos estrecharemos la mano cuando esté del todo recuperado.
La curiosidad me devoraba. Yo sabía que a mamá le parecería el colmo de la mala educación que preguntara al doctor por su mano, por lo que aguardé a que estuviera distraída con otra cosa. Entonces me incliné e inquirí en voz baja:
—Doctor Pritzker, ¿qué le pasó en la mano?
Él murmuró:
—Tuve que trepar a un árbol para ponerme a salvo de la crecida de las aguas. Y el árbol estaba ocupado por docenas de serpientes de cascabel.
—¡No! —grité.
Silencio absoluto en la mesa. Todos los ojos se volvieron hacia mí. La mayoría de los presentes, intrigados; salvo un par, que, como era de esperar, me taladraban furiosos.
Fingí una tos.
—¡Aaaj! Me he atragantado con un hueso. Sí. Pero ya está. Gracias por vuestro interés. —Carraspeé con exageración.
J. B. metió baza.
—¿Puedo verlo… ese hueso, claro?
Mamá me miró severamente y dijo: «No, cariño» con un tono gélido.
Mantuve la cabeza gacha y aguardé a que se reanudara la conversación. Por el momento, debía camuflarme bajo los modales de una hija bien educada. Pensé en las diferencias entre mi propio encuentro con una serpiente inofensiva y el desventurado tropiezo del doctor Pritzker con reptiles venenosos.
—Callie —dijo mamá—, haz el favor de no monopolizar a nuestro invitado. ¿De dónde es usted, doctor Pritzker? ¿De dónde procede su familia?
—Soy de Ohio, señora. Nacido y criado en Ohio.
—¡Ah!
Mamá era demasiado educada para decirlo; pero Lamar, no, y exclamó sin más:
—¡Un yanqui!
Todo el mundo alrededor de la mesa contuvo el aliento: no estaba claro si por los orígenes del doctor Pritzker o por los pésimos modales de Lamar. Mamá le dirigió a este una mueca mientras papá se apresuraba a disculparse.
—No importa, señores Tate. En efecto, serví en la guerra, como mozo de cuadra del Noveno de Caballería de Ohio. Pero eso fue hace treinta y cinco años, y confío en que no me echen en cara algo tan lejano. En mi defensa debo decir que he vivido los diez últimos años en Galveston y que espero pasar el resto de mis días en el gran estado de Texas.
Papá, dirigiéndose a todos los presentes, informó:
—El doctor Pritzker es licenciado por la Facultad de Veterinaria de Chicago. Lo he convencido para que establezca su nueva consulta aquí. Creo que en el condado de Caldwell hay ganado suficiente para mantenerlo ocupado.
Varios pares de ojos se iluminaron por distintos motivos.
—¡Ah! —exclamó el abuelo con satisfacción—. Un hombre situado en la intersección entre la ciencia y el comercio.
—En efecto, señor. Su hijo me ha hablado de sus intereses, y espero que mantengamos muchas conversaciones mutuamente provechosas.
Travis y yo nos miramos sonriendo. ¡Un veterinario!
Después de los puros y el brandi para los hombres, Alberto llevó en el carromato al doctor Pritzker, con todas sus pertenencias, a la casa de huéspedes de Elsie Bell, donde él se procuraría una habitación.
Travis y yo caminamos junto al carromato, ardiendo de curiosidad sobre su actividad profesional.
—¿De qué tipo de animales se cuida? —quiso saber Travis.
—De la mayor parte de ellos. Aunque mi práctica se centra principalmente en los animales de granja más útiles. Sobre todo, ganado vacuno, caballos y cerdos.
—¿Se cuida a veces de animales salvajes también?
—Verás, jovencito, la gente me trae en ocasiones una ardilla o un mapache, o un animal similar herido, pero en general prefiero no tratar a esos animales. Están asustados y sufriendo, y no entienden que tú intentas ayudarlos. Lo mejor suele ser sacrificarlos para que no sufran más.
Me di cuenta claramente de que eso no le gustaba a Travis.
—Yo tuve una vez un armadillo —dijo—. Se llamaba Armand. O al menos, nosotros pensamos que se llamaba Armand, aunque quizá era Dilly. ¿Ha curado alguna vez a un armadillo?
—No —contestó el doctor Pritzker sonriendo—, y tampoco he oído que nadie lo haya hecho.
Yo metí baza.
—Hay muchos motivos para no hacerlo. Personalmente, no me parecen recomendables como mascotas.
Travis le preguntó al doctor Pritzker:
—¿No le da pena cuando los animales se mueren?
—Te acabas acostumbrando, como a la mayoría de las cosas en la vida, y procuras no apegarte demasiado a ellos.
—El abuelo siempre me dice lo mismo —comenté—. ¿Podremos ir a verlo y mirar alguna vez cuando esté curando a los animales?
El doctor Pritzker se sorprendió. Tras reflexionar un momento, dijo:
—Si no le importa a vuestra madre, supongo que no hay ningún inconveniente.
—Oh, a ella no le importará en absoluto —me apresuré a decir, lanzándole una mirada a Travis, que captó la indirecta y mantuvo la boca cerrada.
Dejamos al doctor Pritzker en la casa de huéspedes y nos despedimos agitando las manos.
Travis y yo no paramos de charlar con excitación durante el camino de vuelta ¡Un veterinario! ¿No era una noticia ideal?
Lo ideal, también, habría sido dormir en mi propia cama. Pero cuando subí a la habitación, mi prima ya estaba acurrucada en mi cama, vuelta de cara a la pared, con la lámpara al mínimo. Incluso usaba mi almohada, y ya sabéis lo desconcertante que es dormir con una almohada que no conoces. A mí me habían puesto una de algodón llena de bultos y un catre de algodón, también plagado de bultos, en el suelo. A nivel de serpiente. Mientras apagaba la lámpara de un soplo, me llegó un ruidito desde el otro lado de la habitación. ¿Sería la serpiente, en su ronda nocturna? ¿O era un gemido de Agatha?
—Buenas noches —susurré.
Pero nadie respondió.
Pensé en los dos refugiados de la inundación de Galveston que la marea había traído a nuestras costas. Uno era todo un regalo. La otra… Aún era una incógnita.