Capítulo 3

El barómetro dice la verdad

En el lugar donde dormimos, debido a la presión atmosférica más baja, el agua hervía a una temperatura inferior de lo que hierve en una región menos elevada…

La primavera se transformó lentamente en verano, con su inevitable calor aplastante y nuestras inevitables quejas a cuenta de ello. Viola decía que hacía tanto calor que las gallinas estaban poniendo huevos duros. Yo me quejaba menos que los demás porque a mediodía me escabullía con frecuencia al río, mientras que ellos preferían refugiarse en sus habitaciones, con los postigos cerrados, y echar una siesta agitada y sudorosa. Como no tenía traje de baño, me desnudaba hasta quedarme en camisola y flotaba de espaldas sobre los suaves remolinos, contemplando las nubes del cielo, en cuyas siluetas buscaba escenas y formas curiosas: ahí había una tienda india; allí, un ardillón bailando; allá, un dragón echando humo.

Las escenas se formaban y se deshacían interminablemente. Observé que los gruesos e inflados cúmulos alimentaban extraordinariamente la imaginación, mientras que los cirros, delgados y dispersos, resultaban estériles. Pregunta para el cuaderno: ¿qué es lo que da forma a las nubes? Debe de tener algo que ver con la humedad del aire. ¿Y qué pasa cuando hay un cielo aborregado? Comentar con el abuelo.

Desde allí oía los gritos y chapoteos de los toscos chicos del pueblo que se bañaban junto al puente, corriente abajo, y aunque les envidiaba la cuerda para columpiarse y lanzarse al río, por nada del mundo me habría unido a ellos, estando como estaba en ropa interior. Después del refrescante chapuzón, me arreglé el pelo y la ropa lo mejor que pude, con un peine y una toalla que tenía ocultos en la base de un árbol hueco, dentro de una bolsa de papel, y volví a hurtadillas a mi cuarto.

Ese mismo día, más tarde, le pregunté al abuelito sobre la meteorología. Me dijo que unos científicos habían subido en un globo enorme a tres kilómetros de altura y habían descubierto que las nubes bajas e hinchadas estaban compuestas de diminutas gotitas de agua, como la niebla, mientras que las nubes altas y deshilachadas estaban compuestas de diminutos cristales de hielo. Y los cielos aborregados estaban formados por un tipo raro de nube a medio camino entre las otras dos. Yo me maravillé de la valentía que habría necesitado la primera persona que hizo ese vuelo en globo.

Comenzamos mi estudio de la meteorología investigando la dirección del viento. Eso era fácil, pues había una veleta en lo alto de la casa, junto al pararrayos. La veleta era un trozo de hojalata recortado con la forma de un novillo de cuernos largos, y giraba automáticamente señalando la dirección del viento. Hasta el más bobo podía comprenderlo. Tras unos días de observación, advertí que cuando el viento procedía del oeste, quería decir que venía buen tiempo. Anoté mis hallazgos en el cuaderno.

Para medir la velocidad del viento, construí un «anemómetro» con cuatro conos de cartón pegados como en un molinete; pero los materiales no resultaron ser adecuados, y la primera racha de viento fuerte partió en pedazos mi instrumento, esparciendo los restos por el patio de delante.

—¿Eso era otro de tus «experimentos científicos»? —preguntó Lamar, que estaba en el porche con Sul Ross.

Menudo pelma.

—Habló el rey de los merluzos —repliqué.

Sul Ross se mondó de risa al oírlo. Lamar le dio un golpe, pero no logró encontrar una buena réplica. En un duelo de ingenio, Lamar estaba desarmado.

Me fui a ver al abuelo y le dije:

—El viento ha destrozado mi anemómetro.

—Qué pena. Es lo que pasa con los instrumentos caseros, pero al menos te has familiarizado con los principios básicos.

Nuestra siguiente lección trataba de una cosa llamada «presión atmosférica» que medías con un barómetro. Yo había tenido que construirme el anemómetro porque no disponíamos de ninguno, aunque sí disponíamos —o al menos el abuelo— de un barómetro; me imaginé que utilizaríamos ese para mis lecciones. Me equivocaba.

—Necesitaremos —indicó el abuelo— un tarro de cristal, un globo, una goma elástica, una pajita, una aguja de coser, una regla métrica y un bote de pegamento.

Era un lista intrigante, desde luego, pero yo no la acababa de entender.

—¿Para qué necesitamos esas cosas?

—Vas a construir tu propio barómetro.

Señalé el precioso instrumento de latón colgado en la pared de la biblioteca.

—¿Qué problema tiene ese?

—Ninguno, que yo sepa.

—¡Ah, ya veo! Esto va a ser una de esas clases pensadas para aprender algo a partir de cero, ¿no?

—Exacto —afirmó lamiéndose el índice y pasando una página—. Te espero aquí.

Estudié la lista de cosas que necesitábamos. No tenía ningún globo y estaba segura de que mis hermanos tampoco; por lo tanto fui corriendo a la tienda y compré uno por cinco centavos. (Normalmente, me habría quejado ante un precio tan exorbitante, pero valía la pena hacer un esfuerzo por la ciencia). También birlé una pajita de papel del bar.

Entonces me dirigí a toda prisa hacia el laboratorio y encontré una regla, un tarro vacío y un bote de pegamento entre el batiburrillo de tubos y matraces y los centenares de frasquitos llenos de un líquido marrón de aspecto repugnante. El abuelo se había pasado años tratando de destilar whisky a partir de pacanas, y los estantes estaban llenos hasta los topes de sus múltiples fracasos.

Volví a la biblioteca con todo lo necesario y lo coloqué sobre su escritorio.

—Bien —dijo—. Antes de empezar, debes entender lo que vamos a medir. El concepto de presión atmosférica no se comprendió plenamente hasta 1643, cuando el científico italiano Torricelli, que fabricó el primer barómetro, dijo una frase célebre: «Vivimos sumergidos en el fondo de un océano de aire».

El abuelo siguió explicándome este hecho asombroso: aunque el aire sea invisible tiene un peso, y los muchos kilómetros de aire que hay por encima de nosotros en la atmósfera, pesan un montón. Me recordó que si me zumbaban los oídos al zambullirme en el río y descender a las profundidades donde vive el bagre, era debido al peso creciente del agua sobre mí y a la presión que ejercía sobre mis tímpanos. Del mismo modo, el aire ejercía presión sobre nosotros con una tremenda fuerza de un kilo por centímetro cuadrado. Afortunadamente, éramos capaces de resistir esa presión y, de hecho, ni siquiera la notábamos, porque nos comprimía desde todas las direcciones a la vez, y porque nuestros cuerpos eran lo bastante rígidos como para ejercer presión en la dirección opuesta.

Encontré bastante desconcertante toda esta información, pero siendo un «hecho del universo», no era posible soslayarlo.

El abuelo prosiguió:

—El barómetro que nosotros vamos a construir es diferente del de Torricelli, porque en su época no tenían globos de goma. Pero su verdadera contribución fue la idea de medir la presión de la atmósfera. En parte sacó la idea de su amigo y colega Galileo, ahora venerado como el «padre de la ciencia moderna», que fue condenado a prisión por herejía. Y el propio Torricelli tuvo que ocultar su primer barómetro de los vecinos para que no lo acusaran de brujería. ¡Ah, sí! Tal es el destino del científico que es lo bastante osado para ensanchar las fronteras del conocimiento. Pero basta de historia; empecemos. Verás que el aparato es de una sencillez asombrosa.

Siguiendo las instrucciones del abuelo, recorté el cuello del globo, lo extendí sobre la boca abierta del tarro de cristal, situándolo bien tenso, y lo sujeté con la goma elástica. Luego unté de cola un extremo de la pajita y la coloqué horizontalmente sobre el globo en tensión, de tal manera que un extremo de la pajita quedara pegado justo en el centro. Finalmente, pegué la aguja de coser en el otro extremo de la pajita.

Di un paso atrás y contemplé mi creación. ¿Cómo era posible que funcionara un instrumento tan poco convincente?

Como leyéndome el pensamiento, el abuelo dijo:

—Es un modelo más bien tosco, lo reconozco, pero eminentemente práctico. Ahora mide la altura de la aguja y anótala.

Puse la regla de pie y anoté la cifra que señalaba la aguja.

—Cuando la presión atmosférica aumenta, empuja la superficie del globo hacia abajo, comprimiendo el aire que hay dentro del tarro y haciendo que asciendan la pajita y la aguja. Por el contrario, cuando cae la presión atmosférica, la aguja desciende. Mide la altura de la aguja varias veces al día; comprobarás que si sube la presión y asciende la aguja quiere decir, en general, que viene buen tiempo. En cambio, si cae la presión y desciende la aguja, es señal de lluvia y tormenta. También podrías intentar utilizar el tarro de grasa de oso que tengo por alguna parte, pero sigo siendo escéptico sobre su eficacia.

—¿El tarro de qué? —Creía que había oído mal.

—Hace unos cuantos años Gordon Poteet, que había sido secuestrado por los comanches en las afueras de Fredericksburg cuando tenía nueve años, me dio un tarro de grasa de oso. Yo era uno de los miembros del pelotón de los Rangers que persiguió a sus captores por Texas para rescatarlo: una larga y desdichada historia en la que prefiero no detenerme ahora. Pero finalmente, unos años más tarde, logramos devolvérselo a sus padres. Para entonces, él se había convertido en gran parte en un indio. Cambió su nombre por el de Gordon Whitefeather y ahora vive a medio camino entre las dos sociedades, sin sentirse a gusto ni aquí ni allá. Él me dio un tarro de grasa y me aseguró que los hechiceros le habían enseñado a predecir el tiempo observando ciertos cambios en la grasa, cambios que yo especulo que podrían deberse a las variaciones de la presión atmosférica.

—¡Ajá! Creo que me quedaré con el barómetro. —Acabábamos de entrar en un nuevo siglo, y un tarro de grasa me parecía un retroceso excesivo al siglo anterior. Llevé mi instrumento al extremo más alejado del porche delantero y lo coloqué detrás de un par de macetas de mamá para que no corriera peligro.

Al día siguiente el cielo estaba gris y cubierto de nubes bajas. Me senté en los escalones de delante y anoté mis observaciones habituales sobre la flora y la fauna. Añadí lo siguiente: «La aguja está subiendo, lo cual se supone que significa presión alta, lo cual se supone que significa buen tiempo. Parece dudoso. ¿Habrá que probar con grasa de oso la próxima vez?».

Pero a la hora del recreo, las nubes se habían disipado y el sol sonreía en un cielo totalmente azul. El barómetro había dicho la verdad.

Nuestro picnic escolar anual —una ocasión especial que todos aguardábamos con ilusión desde mucho antes de la fecha— estaba previsto para el viernes a primera hora de la tarde. Al llegar el día tan esperado, consulté el barómetro a las 6:15 de la mañana. Se me encogió el corazón. La aguja estaba cayendo, lo cual presagiaba mal tiempo. ¡Aj! Cuando llegué a la escuela, el cielo estaba de un límpido azul, sin una sola nube. No obstante, me acerqué a la señorita Harbottle y le dije que igual nos sorprendía la lluvia durante el picnic.

Ella señaló el cielo con aire despectivo y soltó un hondo suspiro.

—Calpurnia Tate, ¿de dónde saca esas ideas?

—Del barómetro, señorita Harbottle.

—Le sugiero que use los ojos que Dios le ha dado. No tiene problemas en la vista, ¿verdad?

—No, que yo sepa, señorita Harbottle.

—Gracias a Dios. Y ahora siga adelante, por favor. Está deteniendo la fila.

Dos compañeras de clase se dieron codazos y soltaron una risita tonta. Una de ellas, Dovie Medlin, era la que me caía peor de todas: una boba prepotente con delirios de grandeza por el simple hecho de que su hermana mayor era la operadora de teléfono del pueblo. La odiosa Dovie disfrutaba mangoneando a todo el mundo y se negaba a aceptar que haberle dado el propio nombre a una nueva especie de planta pudiera elevarte al mismo nivel de magnificencia. ¡Aj!

Pero cuando a mediodía sonó el retumbo ominoso del primer trueno, Dovie abrió la boca en una «O» perfecta de incredulidad, y la señorita Harbottle me lanzó una mirada furiosa, como si en cierto modo yo fuera responsable de que la salida hubiera quedado arruinada. ¡Qué absurdo! ¡Y qué satisfacción la mía! Me mordí el labio para contener la risa y, haciendo un esfuerzo, logré mantener una expresión imperturbable.

Increíblemente, Travis seguía deprimido por la pérdida del armadillo. Pasaba todo su tiempo libre cepillando y acunando a Bunny (que aún no había aprendido a recoger un palo), y jugando con los gatos del establo, a los que les había puesto nombres de famosos forajidos (Jesse James, Belle Starr, etc.). Pero, al parecer, no bastaba con eso. Para animarlo, le propuse que fuéramos a ver a los nuevos cachorros de los Holloway. Caminamos un kilómetro por la carretera de Lockhart hasta la granja desvencijada. La señora Holloway, que llevaba un delantal mugriento, nos abrió la puerta desportillada. Maisie, una rat terrier de color marrón y blanco y de tamaño mediano, lloriqueaba desconsolada a sus pies.

—Buenas tardes, señora Holloway —la saludé.

—Hola, Maisie —dijo Travis—. ¿Qué le pasa? ¿Por qué llora de esa manera?

—Es que tuvo unos cachorros —nos explicó la señora Holloway—, y ahora ya no los tiene.

—¿Dónde están? —preguntó Travis.

La mujer parecía incómoda.

—Veréis, hay que entender lo que ha pasado con esos cachorros. Lo que suponemos es que un coyote debió de saltar la cerca cuando Maisie estaba en celo. El resultado fue que tuvimos siete cachorros feísimos. ¡Siete! ¿Os imagináis? Nunca habíamos visto otros parecidos. Ni siquiera podíamos regalarlos. Que el cielo se apiade de mí.

—Yo me quedaré uno —dijo Travis rápidamente.

Le eché un vistazo, consternada. No habíamos hablado nada de eso con nuestros padres.

—Me quedaré dos —añadió.

Lo miré ceñuda.

—Me quedaré tres —determinó.

Le lancé una mirada fulminante y le di un golpecito con el pie.

—Vaya, cariño —dijo la señora Holloway, otra vez incómoda—, llegas demasiado tarde. El señor Holloway se ha cansado de sus gañidos y hace diez minutos que se los ha llevado al río en un saco.

—¡Oh, no!

—Si corres, tal vez lo alcances. Pero será mejor que no. Son feísimos, te lo aseguro. Que el cielo se apiade de mí.

Mi hermanito dio media vuelta y echó a correr como un loco. Yo farfullé un «adiós» a la señora Holloway y corrí tras él a toda velocidad.

—¡Travis, detente! ¡No lo mires!

Él corrió aún más. Mantuve su ritmo durante la mitad del camino, hasta que sentí un fuerte pinchazo en el costado que me obligó a aflojar y seguir al trote, a unos cien metros de distancia. A lo lejos, distinguí una figura a caballo que venía hacia nosotros: el señor Holloway. Volvía del puente. Travis gritó algo que no oí. El señor Holloway meneó la cabeza y señaló con el pulgar hacia el puente por encima del hombro. Travis continuó corriendo.

Cuando me crucé con él, el señor Holloway dijo:

—No vais a querer un cruce con un coyote, ¿verdad?

Aceleré. Mi hermano estaba sobre el puente escrutando febrilmente las aguas lentas del río, por si veía alguna señal de vida. Pero no había nada que ver. Ni el saco ni los cachorros. Ni siquiera burbujas. Yo daba gracias, por el bien de Travis.

—Ya no están —murmuré.

Nos quedamos allí unos minutos más. Él no dijo una palabra. Lo rodeé con el brazo y echamos a andar hacia casa. Habrían de pasar meses antes de que volviéramos a hablar de ello.