Capítulo 15

Acción de Gracias

Para mí siempre ha sido un misterio saber con qué puede subsistir el albatros que vive lejos de la costa. Supongo que, tal como el cóndor, es capaz de ayunar largo tiempo y que un buen festín con los restos putrefactos de una ballena le dura mucho.

Las semanas pasaban monótonamente, y ya se iba acercando el Día de Acción de Gracias, aunque yo no veía muchos motivos para dar gracias por mi parte. Ese año me tocaba a mí cuidarme de la crianza de los pavos. Siempre criábamos tres: uno para la familia, uno para los criados y uno para los pobres del otro extremo del pueblo. Travis los había criado el año anterior y, como es natural, se había encariñado con los que tenía a su cargo, hasta el punto de ponerles nombre: Reggie, Tom el Pavo y Lavinia. Una idea desastrosa, a decir verdad, teniendo en cuenta su destino final; por eso convencí a Travis para que no me acompañase en mis visitas al corral de los pavos. Por una vez, no me resultó difícil. Mi hermano ya había aprendido por las malas que uno no podía permitirse el lujo de encariñarse con unas criaturas destinadas a la mesa del comedor.

Yo también les había puesto nombre a mis pavos, pero los había llamado Pequeño, Mediano y Grande, lo cual era más bien un sistema de clasificación sin ninguna implicación personal (aunque quizá habría sido más adecuado llamarlos Bobo, Rebobo y Requetebobo). Les daba comida y agua dos veces al día, pero sin apegarme y guardando las distancias.

Pregunta para el cuaderno: ¿para qué sirven las barbas del pavo macho?, ¿para embellecerlo (¡puaj!), para abrigarse o para qué? Yo había observado que los lagartos anolis verdes, Anolis carolinensis, que vivían entre las azucenas del sendero de delante, inflaban y desinflaban su papada rosada para atraer a las hembras y repeler a los machos. Pero el apéndice de los pavos me parecía tan sumamente feo que estaba convencida de que ni siquiera un pavo hembra podía encontrarlo atractivo.

Dos días antes de la festividad, me obligaron a hacer tartas de manzana bajo estricta supervisión. Aggie se ofreció a preparar lo que ella llamaba pomposamente su «especialidad»: un pastel de melocotón macerado en brandi y espolvoreado con compota de moras. El día antes de la comilona, nos sacaron a ambas de la cocina para que Viola y SanJuanna pudieran trabajar a sus anchas. La cantidad de comida que preparaban era enorme, e incluso mamá ayudaba, bien arremangada y con el pelo envuelto en un pañuelo. Para fortalecerse, tomaba polvos contra el dolor de cabeza y tónico de Lydia Pinkham. Parecía cansada, pero contenta.

Papá, preocupado por su delicada constitución, la prevenía:

—Vete con cuidado. No vayas a agotarte, querida.

Y llegó el Día de Acción de Gracias. Tomamos un desayuno ligero para prepararnos para la gran comida que nos aguardaba más tarde. Con lo cual a la hora del almuerzo yo estaba muerta de hambre. La cocina, sin embargo, llena de aromas apetitosos, de nubes de vapor y de una cacofonía de cazos y cacerolas, era territorio prohibido.

De todos modos, me arriesgué y asomé la cabeza por la puerta. Viola, enloquecida, hacía malabarismos con ollas y fuentes como un prestidigitador consumado; cada uno de sus movimientos era una maravilla de destreza y eficiencia, y, aunque yo no aspiraba a poseer sus dotes, no podía por menos que admirarlas. Su labio inferior, distendido por el pellizco de rapé que consumía sin poder evitarlo en ocasiones tan extenuantes como esta, le daba un aspecto intimidante y agresivo.

—Viola —dije con mi voz más sumisa—, ¿podría…?

—¡Fuera!

—Es que…

—¡Fuera!

Qué refunfuñona. Aunque tampoco podía culparla. Me consolé con un almendrado revenido que había guardado en mi habitación para este tipo de emergencias: un escaso consuelo teniendo en cuenta los deliciosos olores que flotaban por toda la casa.

A las dos, nos pusimos en fila para darnos un baño. Y a las tres, mamá subió a ponerse su vestido de noche de color zafiro y su centelleante gargantilla de azabache. El doctor Pritzker, nuestro invitado de honor, llegó a las cuatro, mientras Aggie y yo poníamos la mesa con la mejor vajilla de cristal y porcelana (una idea arriesgada cuando andaban cerca los pequeños).

Mientras esperábamos la cena, el doctor Pritzker, el abuelo y papá entablaron una animada conversación acerca de la expansión de la fiebre por garrapatas en la zona de Río Grande, así como de la pierna negra y la fiebre aftosa, enfermedades bovinas que estaban causando estragos en la economía de Texas. Yo merodeaba cerca de ellos para escuchar y me sentí orgullosa por la amplitud de conocimientos de microbiología del abuelo y por la deferencia con que lo trataba el doctor Pritzker. Analizaron los méritos del tratamiento consistente en sumergir al ganado en una solución de arsénico, tabaco y sulfuro.

—Se ha hablado de usar la electricidad para combatir las garrapatas —comentó el doctor Pritzker—. Un alumno de la Facultad de Agricultura y Mecánica conectó una corriente eléctrica en las cubas de inmersión y efectuó una descarga en el agua mientras el ganado las atravesaba.

El abuelo, un hombre de criterio avanzado, reaccionó con gran entusiasmo.

—Curiosa idea. ¿Y cuáles fueron los resultados?

—Lamentablemente, las vacas cayeron muertas en el acto. Las garrapatas, por su parte, salieron vivas a nado, en busca de otras reses nuevas.

—Fascinante —dijo el abuelo—. Me imagino que sería conveniente ajustar la dosis de electricidad.

Mamá, al escuchar aquella historia apasionante, se estremeció, se volvió hacia Aggie con una sonrisa forzada y le preguntó por las últimas noticias de sus padres. Mamá hacía todo lo posible por estar a la altura de los grandes salones de Austin, y la fiebre por garrapatas no era el tipo de charla refinada que se mantenía en tales lugares.

Reflexioné sobre las maravillas de la electricidad, deseosa de que estuviera presente en nuestras vidas. La idea misma de deshacerse de las velas y las lámparas de petróleo, y de pulsar un interruptor para encender la luz, parecía casi increíble. Y yo sabía, aunque fuera triste decirlo, que aquello nunca sucedería en nuestro pequeño rincón del mundo.

Al dar las cinco, la hora mágica, Viola tocó el gong al pie de la escalera, y todos ocupamos nuestros asientos. Yo abrigaba la esperanza de sentarme al lado del doctor Pritzker, pero no: él estaba entre Travis y Aggie. ¿Fui la única en advertir que esta fruncía el entrecejo ligeramente al verlo a su lado?

Papá bendijo la mesa e incluyó unas gracias especiales por el hecho de que nuestros parientes hubieran sobrevivido a la tragedia de la inundación. Eché una mirada por encima de mis manos unidas y observé que el doctor Pritzker, aunque parecía prestar una educada atención, no había inclinado la cabeza. Qué raro. Aggie, por su parte, parecía amargada por algún motivo desconocido. A continuación nos lanzamos sobre la copiosa comida, en una coreografía de tenedores y codos maniobrando discretamente, y nos pusimos a zampar como unos granjeros que llevaran semanas sin comer. El doctor Pritzker elogió abundantemente a mamá por el banquete, y ella irradiaba satisfacción por los cumplidos. Había comida para un ejército entero.

Empezamos con sopa de tortuga, seguida de un aperitivo de tostadas con champiñones a la crema. Luego apareció entre aplausos el pavo que yo había criado, ahora asado y con una crujiente capa dorada, y aderezado con mermelada de grosella. Supuse que era Grande (también conocido como Requetebobo), pero no estaba segura. Papá se puso de pie en la cabecera de la mesa, afiló el cuchillo con el afilador de acero y comenzó a trinchar el pavo. Había también un par de patos, cazados con la ayuda de Áyax. Pero aunque tenían un aroma suculento, preferí pasar. Una vez había estado a punto de romperme un diente con un perdigón.

Tomamos patatas asadas, boniatos, guisantes, habas de Lima, buñuelos de maíz, calabaza glaseada y espinacas con crema. Todos repetimos una vez, y algunos dos veces, y cuando ya creíamos que no podíamos comer otro bocado, llegó la hora del postre. Todo el mundo prorrumpió en exclamaciones ante el pastel de Aggie, como si realmente fuera algo especial. Nadie hizo tantos aspavientos con mis tartas, pero ¿acaso me importaba? No, para nada.

Travis interrogó al doctor Pritzker con tal avidez sobre los cuidados y la alimentación de los conejos que mamá, finalmente, tuvo que rescatar al veterinario de un tema tan absorbente.

Fue Aggie la que acabó recibiendo la codiciada espoleta, el hueso del pavo con el que tradicionalmente se pide un deseo, pero yo sospecho que mamá, con la ayuda de papá, había maniobrado astutamente para que fuera así. Aggie podría haberla extraído con el doctor Pritzker, pero se giró hacia el otro lado y lo hizo con Harry. Ella sacó el extremo más largo y, pensando su deseo, se quedó abstraída tanto tiempo que todo el mundo se impacientó.

—¡Ah! —exclamó, saliendo de su ensimismamiento y mirando las caras expectantes que la rodeaban—. Ah, deseo que todo vaya bien para mis padres, con nuestra nueva casa y con nuestros queridos amigos de Galveston. —Todos aplaudimos educadamente, aunque había algo en aquella declaración que a mí me resultó, no sé, demasiado trillado. Pero, en fin, ¿quién podía cuestionar un deseo tan desinteresado? Aggie había sufrido mucho y había mejorado un montón.

Después de la cena, los adultos se retiraron al salón a tomar una copa de vino espumoso, aunque a mí no me cabía en la cabeza cómo podían dar ni un trago.

A nosotros nos animaron enérgicamente a salir a jugar. Algunos de los chicos iniciaron sin mucho entusiasmo un partido de fútbol, pero estaban demasiado repletos para hacer otra cosa que tambalearse de aquí para allá a cámara lenta. Otros dos se fueron directamente arriba para echarse en la cama; yo pensé con ganas en mi catre, pero supuse que, una vez tumbada, haría falta un juego de poleas para ponerme de pie.

La ingrata tarea de limpiar recaía en SanJuanna, que había traído a dos de sus hijas mayores para echar una mano: tan grande era el desorden que habíamos dejado. A Viola, que se había superado en la cocina, mamá le dio un dólar de plata extra por sus esfuerzos.

Juiciosamente, yo me llevé a Travis a dar un breve paseo para ayudar a hacer la digestión. Era una de mis horas favoritas del día: la luz se volvía de color violeta en medio del profundo silencio otoñal, solo interrumpido por los gritos lejanos de algún que otro ganso rezagado en la migración hacia el sur. Estábamos demasiado llenos para mantener una conversación, pero caminamos un rato e hicimos una pequeña apuesta (cinco gominolas) a ver quién divisaba la primera estrella.

Travis identificó una tenue lucecita en el oeste y canturreó:

—Estrella brillante, estrella distante, primera estrella que veo esta tarde…

—Eso no es una estrella —dije—. Es el planeta Júpiter, así que no cuenta.

—¿Qué? —soltó, indignado.

—¿Ves que la luz se mantiene fija, que no parpadea? Eso quiere decir que es un planeta. Me lo explicó el abuelo. Se llama como el rey de los dioses romanos.

—Te lo estás inventando para no tener que pagarme.

—Travis —dije mientras revisaba frenéticamente mi memoria—, ¿yo te he mentido alguna vez?

—No… no. Al menos que yo sepa.

—Pues eso. Aunque es la primera luz que aparece en el cielo, técnicamente no es una estrella. Estoy dispuesta a considerarlo un empate; por lo tanto, no nos debemos ninguna gominola.

El más conformado de mis hermanos dio su conformidad, como de costumbre.

Fuimos hasta la limpiadora de algodón. A los trabajadores les habían dado el día libre, y la ausencia del estrépito habitual de la maquinaria le daba al lugar un aire inquietante. Nos sentamos en el embalse, por encima de las turbinas que alimentaban la limpiadora. Entonces detecté una serpiente mocasín, gruesa como mi brazo, enroscada en uno de los aliviaderos secos del embalse. También ella estaba disfrutando del silencio.

Travis se estremeció de miedo cuando se la señalé. El señor O’Flanagan toleraba la presencia de las serpientes porque mantenían a raya a las ratas, que eran un problema constante, ya que se colaban por todas partes y roían las correas de cuero de la maquinaria. Al ayudante de dirección se le había ocurrido en una ocasión traer a la limpiadora una camada de gatitos medio crecidos; pero el ruido ensordecedor había resultado al parecer excesivo para sus sensibles organismos y todos, uno a uno, se habían ido largando a otra parte. Después había traído a Áyax, que se pasó una hora entusiasta pero improductiva husmeando afanosamente los rincones: era demasiado grande para seguirles el rastro a las ratas hasta sus madrigueras. Me pregunté si Polly, liberado de la cadena que lo ataba a su percha, serviría para esa tarea. No sabía si era capaz de comerse a un roedor o no, pero estaba segura de que cualquier rata que viera aquellas garras se escabulliría de allí en un periquete.

Travis y yo permanecimos sentados en un silencio amigable, interrumpido únicamente por algún discreto eructo que de vez en cuando se nos escapaba (cosa perfectamente comprensible, dadas las circunstancias). Unos murciélagos revoloteaban a lo largo del río, maravillándonos con sus acrobacias. O eran unos gandules que estaban almacenando a toda prisa insectos para su inminente migración hacia el sur, o bien habían decidido quedarse a pasar el invierno, en cuyo caso la tradición local decía que no nevaría.

Sin más ni más, Travis dijo soñadoramente:

—¿Tú qué quieres ser cuando seas mayor?

Ninguna persona me había hecho esa pregunta en toda mi vida. Una pregunta tan trascendente, planteada con semejante inocencia por alguien a quien yo quería y que, a su vez, me quería. Y que no sabía aún lo suficiente como para abstenerse de plantearla. Se me encogió el corazón. Todo un abanico de opciones se abría ante sus ojos, pero no ante los míos.

—Creo —prosiguió él— que a mí quizá me gustaría ser veterinario.

—¿De veras? —Recordé cómo le había impresionado la visión de las tripas de mi lombriz—. ¿Sabes que tendrás que ver sangre y tripas y cosas así? Lo sabes, ¿no?

Él reflexionó un momento y dijo lentamente:

—Sí, supongo. ¿Cómo es que estas cosas no te afectan?

A decir verdad, sí me afectaban a veces, pero yo jamás lo reconocería abiertamente, y mucho menos ante un hermano menor. Le dije una mentirijilla.

—Es porque soy una científica.

—Pero ¿cómo lo soportas? ¿Podrías enseñarme?

—Oh, no estoy segura…

Me miró cariacontecido; poco después pronunció la frase infalible para ganarse mi ayuda:

—Pero si tú eres más lista que los ratones colorados, Callie Vee. ¿No te puedes inventar algún sistema?

—Eh… Pensaré en el asunto. Y quizá hable con el abuelo. Si yo no lo consigo, quizá a él se le ocurra algo.

Seguimos digiriendo en silencio. Pero entonces, para nuestra sorpresa, un pequeño cuadrúpedo apareció en la orilla del río, un poco más abajo del embalse.

—¡Mira! —gritó Travis, ahogando un grito.

Era el animal misterioso, todavía vivo contra todo pronóstico; y parecía estar mejor que la otra vez. Su ojo hinchado y lloroso se había curado, pero todavía estaba tremendamente flaco y cubierto de costras oscuras. Pese a la creciente oscuridad, observé que no tenía la complexión delicada, elegante y esbelta de un zorro; su pecho era más recio, sus patas más achaparradas, lo cual le daba un aspecto más perruno que zorruno. Cuanto más lo observaba, más me parecía un perro joven.

La patética criatura meneó un poco la cola, confirmándome que no pertenecía a los vulpinos, sino a lo caninos.

—Es un perro —afirmé—. Me parece.

—No puede ser. ¿Estás segura? ¿De qué raza?

—Es lo que llaman un mestizo. —Era, desde luego, un modo muy suave de decirlo, porque más bien parecía como si hubieran cogido partes de varias razas, las hubieran metido en un saco y agitado bien, y hubieran sacado por fin… aquello.

—¿Crees que el doctor Pritzker…?

—No. Has de afrontar la realidad, Travis. No puedes salvar a cada criatura viviente, aunque ya sé que te gustaría.

El perro nos dedicó otro meneo de cola, y esta vez habría jurado que percibí un destello de añoranza en su lúgubre mirada. Era evidente que había sido en algún momento un animal doméstico; no era un perro salvaje. Un perro salvaje se habría escabullido entre la maleza cuando nosotros habíamos aparecido; no se habría dejado ver, ni mucho menos nos habría mirado meneando la cola con aire lastimero. Sentí un gran enojo. ¿Quién era el amo cruel y despiadado que lo había traicionado, quitándoselo de encima y abandonándolo a su suerte, para que se las arreglara por su propia cuenta?

La respuesta me vino como un relámpago de lucidez. No entendía cómo había sido tan idiota para no darme cuenta antes.

—¡Ya sé lo que es! —susurré roncamente. Parecía obvio y, al mismo tiempo, casi un milagro.

—¡Chist! Lo vas a asustar.

—Ahora lo entiendo. Es uno de los cachorros de Maisie. ¿No lo ves, Travis? Se parece mucho a lo que saldría si cruzaras a un terrier con un coyote.

Travis me miró boquiabierto.

—No, no puede ser. El señor Holloway los ahogó.

—Ya, pero nosotros no vimos el saco, ¿recuerdas? Este debió de salir de algún modo, o quizá huyó corriendo antes de que ahogara a los demás. Seguramente, ha estado viviendo de las tripas de pescado del muelle y de la basura del vertedero. —Me vino a la cabeza una idea menos feliz—. Y de gallinas robadas. —¡Ay, eso podía ser un problema!—. Pero no hay duda —añadí con excitación— es un perroyote: mitad perro, mitad coyote.

—Caray. —Travis alzó la voz y canturreó—: Ven aquí, perrito.

Medio sobresaltada, la criatura retrocedió entre los matorrales y desapareció.

Le hablé a mi hermano severamente:

—Ni se te ocurra ponerle nombre; ni tampoco llevarlo al veterinario o traerlo a casa. Después de Bandido, dijimos una cosa: se acabaron los animales salvajes.

—Pero él no es salvaje, en realidad; es solo salvaje a medias. La otra mitad es mansa.

—A papá le dará un ataque. Le pegará un tiro, tú sabes que lo hará. Y no intentes tocarlo. Lo más probable es que transmita enfermedades peores que Armand. ¿Me lo prometes?

—De acuerdo —dijo débilmente.

—¿Prometido?

—Prometido.

Permanecimos callados durante casi todo el camino de vuelta, cada uno perdido en sus pensamientos. Le señalé un par de estrellas auténticas, así como el planeta Saturno, en un intento de apartar nuestras mentes del perroyote. Pero no funcionó demasiado, la verdad.