Querelle era pues el amante de Madame Lysiane. La perturbación que esta experimentaba al pensar en la identidad —para ella cada vez más perfecta— de los dos hermanos, alcanzó un grado tal de desesperación, que Madame Lysiane se fue a pique.
He aquí los hechos. Preocupado Gil al dejar de recibir la visita de Querelle, envió a Roger para informarse. Vaciló el chico durante largo tiempo, pasó y volvió a pasar delante de la puerta erizada de «La Féria», decidiéndose finalmente a entrar. Querelle estaba en la sala. Intimidado por las luces, por las mujeres desnudas, Roger se acercó a él con paso vacilante. Todavía imperial de estilo, pero corroída ya por su mal, Madame Lysiane asistió al encuentro. No pudo de manera muy consciente notar y dar un sentido a la sonrisa cortada de Roger ni al asombro e inquietud de Querelle, pero todos sus signos quedaron grabados en su alma. Bastó que un segundo más tarde apareciera Robert en la sala y se acercara a su hermano y al chico para que reconociera en sí misma la presencia de lo que no era todavía un pensamiento, pero que ella sentía que llegaría a serlo y que se formulaba así:
«¡Ya está, es el hijo de los dos!»
Nunca —tampoco en este momento— había pensado la patrona que ambos hermanos se hubieran amado de manera tal que les hubiera nacido un hijo; pero si su parecido físico oponía a su amor un obstáculo tan infranqueable, era que sólo podía tratarse del amor. Ahora bien, este amor —ella sólo veía su manifestación terrestre —la torturaba desde hacía tanto tiempo que el menor incidente podía hacerle tomar cuerpo. No estaba lejos de esperar verle salir de sí misma, de su cuerpo, de sus entrañas, donde, semejante a una materia radiactiva, se había depositado. Súbitamente, veía a dos pasos de sí, y lejos sin embargo, a los dos hermanos reunidos por un joven desconocido que, de un modo completamente natural, se convirtió en la personificación misma de ese amor fraterno que su angustia elaboraba. Tras haber osado dejarse llevar por esta fórmula, Madame Lysiane se sintió ridícula. Trató de preocuparse por los clientes y las putas, pero no logró olvidarse de los dos hermanos a los que daba la espalda. Vaciló, escogió por fin el pretexto de interpelar a Robert acerca de un pedido de alcohol con el fin de examinar al muchacho. Era maravilloso. Digno de los dos amantes. Le miró de arriba abajo.
—… Y si llega el Cinzano dile que me espere.
Hizo como que abandonaba la sala, pero, cambiando de opinión inmediatamente, señaló, sonriente, a Robert.
—¿Quién es?
Y más sonriente:
—Sabes que puedo tener problemas. Hay que andarse con cuidado.
—¿Quién es?
Robert, indiferente, interrogaba a Querelle.
—Es el hermano de una amiga. Una amiguita que me gusta.
Ignorándolo todo de sus amores masculinos, creyó Robert que el chaval era otra aventura de su hermano. No se atrevió a mirarlo. En los retretes Madame Lysiane se masturbó. Al igual que la patrona, Roger quedó trastornado; cuando salió de «La Féria» para dirigirse al presidio, era tan grande su fragilidad —utilicemos una palabra horrorosa pero reveladora— que Gil, sin esfuerzo, le hizo pedazos. Aunque a Querelle, como le dijo ella con algo de tristeza, no se le ponía demasiado tiesa, al menos aquella verga, con la que tanto había soñado, no la decepcionaba. Era un miembro pesado, compacto, algo macizo, nada elegante, pero vigoroso. Por fin Madame Lysiane encontró una cierta paz, al ser esta verga tan diferente de la de Robert. Hallaba por fin una diferencia entre los dos hermanos. Al principio Querelle acogió con indolencia las insinuaciones de la patrona, pero habiendo descubierto que podría vengarse de este modo de la humillación infligida por su hermano, imprimió un ritmo acelerado a la aventura. La primera vez, mientras se desnudaba, su furia, la proximidad de la venganza, pusieron en sus ademanes tanta precipitación que Madame Lysiane se la atribuyó al deseo. En realidad, Querelle marchaba a aquel combate de mala gana. Su sometimiento amoroso a un verdadero polizonte le había liberado. Estaba tranquilo. Cuando se encontraba con Nono, no deseando ya sus juegos secretos, tampoco se extrañaba al verle tan escasamente interesado en recordárselos. En efecto, Mario no le advirtió de que por sus buenos oficios Nono estaba al corriente de todo. Sólo le faltaba a Querelle satisfacer su venganza. Madame Lysiane se desnudaba con más calma. La aparente fogosidad del marinero la subyugaba. Tuvo incluso la ingenuidad de creer que provocaba ella su excitación. Hasta que no estuvo completamente desnuda, esperó que aquel fauno impaciente, mojado ya, surgiría de un salto, rompiendo las enramadas para derribarla entre las olas de sus encajes desgarrados. Se tendió a su lado. Había llegado al fin la ocasión de afirmar su virilidad y de ridiculizar a su hermano*. Al día siguiente, folló con ella, volvió a hacerlo dos días después, y finalmente una cuarta vez. Veamos por qué tenemos que aclarar la conducta de Querelle en primer lugar con el teniente y después con Mario. La estancia en Brest del «Vengador» estaba a punto de terminar. La tripulación sabía que en unos cuantos días zarparían. Para Querelle la idea de partir se traducía en una angustia sorda. Si por un lado dejaba tierra y el embrollo de sus peligrosas aventuras, por otro abandonaba también los beneficios de estas. Cada instante que le hacía más ajeno a la ciudad, le unía más a la vida en el aviso. Presentía Querelle la excepcional importancia de aquel enorme montón de acero. Que zarpara para una travesía por el Báltico, o tal vez más lejos, por el mar Blanco, lo volvía inquietante. Sin que se diera cuenta de un modo exacto, Querelle cuidaba ya los elementos del futuro. Es en el segundo día de su relación con M adame Lysiane donde situaremos el incidente anotado anteriormente en el cuaderno íntimo. Querelle, cuando andaba por la calle, provocaba a las chicas. Haciendo como que las iba a besar, las repelía si eran dóciles. Las besaba algunas veces, pero sobre todo se burlaba de ellas, con una mueca o con una ocurrencia. Se complacía además su coquetería en que le fuesen reconocidas sus cualidades de seductor. Rara vez se detenía con la chica ligada al pasar, sino que generalmente continuaba su marcha lenta y ágil. Excepto aquella tarde. Satisfecho por liberarse, gracias a los buenos oficios de Madame Lysiane, de la sequedad de sus inhumanas relaciones con Nono, y ahora con Mario, triunfante, orgulloso de haber engañado a su hermano y de haber jodido con una mujer, descendió silbando por la rue de Siam. Estaba alegre, algo borracho; el pecho ardiente por el alcohol le brindaba un mundo lleno de sol. Sonreía.
—¿Qué hay, guapa?
Estrechó con su brazo los hombros de la chica. Ella dio media vuelta y se dejó conducir por los audaces andares de aquel enorme cuerpo pendenciero. Querelle ni siquiera esperó a salir de la zona luminosa; entre dos tiendas, en un palmo de sombra, la arrinconó contra una pared. Emocionada, apenas inquieta porque la vieran, la chica le abrazaba, se sujetaba a su torso. Querelle le soplaba en el pelo, besaba su rostro, susurraba a su oído palabras obscenas que la hacían reír con nerviosismo. Le aprisionaba las piernas entre las suyas. A veces echaba un poco hacia atrás su rostro separándolo del de la chica, para lanzar una ojeada a diestro y siniestro. Le llenaba de orgullo comprobar la animación de la calle. Su triunfo era público. Fue en ese momento cuando vio venir, entre dos oficiales de otro barco, al teniente Seblon. Querelle no cesó de sonreír a la chica. Cuando llegó el oficial a la altura del palmo de sombra en el que se mantenían los dos jóvenes, Querelle la estrechó con más fuerza y la besó en la boca, cogiéndole la lengua; pero entonces, conservando en él una idea de sonrisa, confirió a su espalda, a sus hombros, a sus nalgas, toda la importancia del instante; en resumen, toda su voluntad de seducción se transfirió a esta parte del cuerpo que se convertía en su verdadera faz, su faz de marinero. La deseaba sonriente, capaz de emocionar. Querelle la deseó con tanta fuerza que desde la nuca a la grupa su espina dorsal fue recorrida por un temblor imperceptible. Le estaba dedicando al oficial lo más valioso de sí mismo. Estaba seguro de haber sido reconocido. En cuanto al teniente, su primer impulso fue dirigirse a Querelle para castigarle por atreverse a mantener en pleno día una actitud indecente. Su respeto a la disciplina guardaba una relación estrecha con su amor a la ostentación —y con su sentimiento de poseer una identidad gracias al rigor de un orden sin el cual ni su grado ni su autoridad tendrían vigencia— y traicionar ese orden, aunque fuera mínimamente, era destruirse a sí mismo. Pero a pesar de todo no chistó. No lo hubiera intentado siquiera a no ser por la presencia de sus compañeros, pues, aun reconociendo dentro de sí la necesidad de hacer respetar esta disciplina, infringirla o tolerar una infracción, le proporcionaba placer por la sensación de libertad y complicidad con el infractor. En fin, le parecía elegante y «sumamente sabroso» (esta fue la palabra que utilizó mentalmente) demostrar una indulgencia sonriente para con una pareja de amantes tan maravillosa. Querelle dejó a la chica; pero, no atreviéndose a continuar hacia el puerto, por donde bajaban los oficiales, volvió calle arriba lentamente. Se sentía a la vez feliz y descontento. Cuando dio media vuelta, una chica riendo se destacó de un grupo y cruzó la calzada corriendo. Estuvo en seguida junto a Querelle. Alargó la mano para tocar —¡eso da buena suerte!— la borla del marinero, pero este le dio una bofetada terrible. Roja tanto por la vergüenza como por el dolor, la chica se quedó atónita bajo la mirada furiosa de Querelle. Balbuceó:
—No le hacía daño.
Pero él era ya el centro —o más exactamente la atracción— de una aglomeración de muchachos que acababan de decidir romperle la jeta con sus puños. Querelle imprimió un giro lento a su cuerpo, plantado sobre sus piernas inmóviles. Comprendió el peligro que encerraban el rostro y la actitud de los jóvenes. Durante un instante pensó pedir socorro a algunos marinos, pero no había ninguno a la vista. Los hombres le insultaban, le amenazaban. Uno de ellos le zarandeó: «¡Asqueroso! ¡Meterse con una chica! Si eres un hombre…».
—Cuidado, muchachos, tiene una navaja.
Querelle los miraba. El alcohol hacía más dramática la visión de su situación, magnificaba el peligro. A su alrededor la gente vacilaba. No había una sola mujer que no deseara que un monstruo tan hermoso quedara derribado por el puño de un hombre, pateado, desgarrado, con el fin de ser vengada, por no poder ser amada, protegida por aquel brazo, por aquel torso que juzgaba de antemano vencedores gracias a la simple protección de su belleza. Querelle sintió que su mirada lanzaba llamas. Apareció algo de espuma en las comisuras de su boca. A través del rostro inmenso y transparente del teniente Seblon —que había vuelto a subir solo tras dejar a sus compañeros— veía nacer y abrirse una aurora en un lugar del globo, alcanzando otras auroras nacientes en cada uno de los lugares donde había escondido el producto de sus asesinatos y de sus robos, mientras seguía atento para prevenir los gestos amenazantes y temerosos de aquellos hombres.
—No hagas tonterías. Ven conmigo.
El teniente, abriéndose camino entre la muchedumbre, suave y amistosamente puso su mano sobre un brazo de Querelle. Se le ocurrió de nuevo la idea de castigarle por estar borracho. No porque se creyera responsable de la dignidad de la Marina —al contrario, en tales casos la dignidad de la Marina consistía para él en aceptar la pelea—, sino más bien porque experimentaba la necesidad de dar a conocer la fuerza espiritual de sus galones de oro, y a la vez la ligera angustia de que al orden, y por tanto a la verdad, se le podía infligir una herida. Con asombrosa seguridad, se dio cuenta de que no convenía tocar el brazo armado y fue sobre el otro donde posó su mano blanca. Se le brindaban, por fin, todas las audacias. Tuteaba a Querelle por vez primera y, dadas las circunstancias, resultaba natural. Habiendo escrito en su cuaderno íntimo que lo que le importaba sobre todo al hacerse oficial era ser un jefe, temido o no —un jefe, una especie de espíritu que da vida a masas musculosas, a mostradores llenos de carne nerviosa— comprendemos, por tanto, su ansiedad. Todavía no sabe si aquel cuerpo vigoroso, omnipotente, cargado, henchido de maldad y rabia, hará diluirse una y otra ante un solo gesto del oficial o, aún mejor, si encauzará su rabia y su maldad según las ordenes de este… Ya estaba dispuesto a recibir el respeto y la envidia de todas las mujeres partiendo en sus propias narices cogido del brazo de la más hermosa de las bestias, vencida y hechizada por su canto.
—Vuelve a bordo. No quiero que te ocurra nada malo. Dame eso.
Fue entonces cuando tendió la mano en dirección al cuchillo. Pero aunque Querelle aceptaba la intervención del oficial, se negó a que este le confiscara el arma. Cerró el cuchillo apoyando la hoja sobre el muslo y lo metió en el bolsillo. Siempre en silencio, se acercó al círculo, rompiéndolo al pasar. La muchedumbre le abrió paso protestando. Cuando el teniente lo encontró junto al embarcadero, Querelle estaba borracho. Tambaleándose ligeramente se acercó al oficial y, poniéndole pesadamente la mano en el hombro, dijo:
—¡Eres un tronco! ¡Son unos cabrones! Pero tú eres un verdadero tronco.
Abrumado por la borrachera, se dejó caer sobre una bita de amarre.
—Puedes pedirme lo que quieras.
Vaciló. Para sostenerlo, el teniente le cogió por los hombros. Suavemente, le dijo:
—Tranquilízate. Si hubiera un oficial…
—¡A mí qué me importa un oficial! ¡No hay más que tú!
—No grites, te lo repito. No quiero que te metan en chirona.
Se sentía feliz por no haber sucumbido al deseo de castigarlo. A partir de ese momento se alejaba del policía. Se alejaba de aquel orden que había respetado en exceso. Y casi maquinalmente, pero con una concertada precisión, llevó su mano al gorro de Querelle, donde la mantuvo al principio con suavidad, luego pesadamente, sobre sus cabellos. Querelle vaciló de nuevo. Lo que fue aprovechado por el oficial para sujetar con su cadera la cabeza del marinero, que apoyó contra ella su mejilla.
—Qué pena si te fueras a la cárcel.
—¿De veras? Bueno, eso dices, pero ¿qué le importa eso a un oficial?
Fue entonces cuando el teniente Seblon se atrevió a acariciarle la otra mejilla y a decir:
—Sabes muy bien que no.
Querelle le rodeó el talle con su brazo; atrayéndolo a sí y obligándole a inclinarse, le besó violentamente en la boca; pero en el ademán que llevó a cabo a continuación para levantarse, colgándose del cuello del oficial, puso por primera vez tanto abandono, tanta languidez, que, afluyendo desde no se sabe dónde, una oleada de feminidad convirtió tal gesto en una obra maestra de gracia viril, pues sus musculosos brazos, conscientes de rodear en forma de cesta aquella cabeza más hermosa que todos los ramos, osaron despojarse de su sentido habitual, revistiéndose con otro que señalaba su verdadera esencia. Querelle sonrió viéndose tan próximo a esa vergüenza de la que no es posible regresar y en la que no queda más remedio que hallar la paz. Se sintió tan débil, tan bien vencido, que en su mente se formuló este pensamiento desolador por lo que evocaba para él de otoñal, de manchas, de heridas delicadas y mortales:
—«Me está pisando el terreno.»
Ya dijimos que, al día siguiente, el comisario detenía al oficial.