Al penetrar en el presidio Querelle se sintió aliviado por el miedo y por la responsabilidad que iba a asumir. Mientras caminaba sin decir palabra al lado de Roger, por el sendero, sentía brotar en él los capullos —y abrirse al punto las corolas por todo su cuerpo, al que llenaban de aromas— de una aventura violenta. Florecía de nuevo a la vida peligrosa. El peligro le aliviaba, y el miedo. ¿Qué iba a encontrar en el fondo del presidio abandonado? Apreciaba su libertad. El más pequeño acceso de mal humor le hacía temer el presidio marítimo, ante el que se sentía —mediante una crispación del pecho— que le aplastaba la mole de sus murallas, contra las que luchaba entonces arqueando su cuerpo como un resorte para apartarlas apartando su cólera, con el mismo esfuerzo y casi con el mismo movimiento de riñones del subteniente de guardia que cierra, con las dos manos y con el peso de todo su cuerpo, las puertas gigantes de la ciudadela. Avanzaba inconscientemente al encuentro de una existencia fenecida y venturosa. No es que creyera seriamente haber sido presidiario, ni que su imaginación se delectara en esta suerte de historias, sino que saboreaba un delicioso bienestar, un presentimiento de reposo, ante la idea de entrar como ser libre, soberano, en el interior oscuro de aquellas gruesas murallas que han encerrado a través de los tiempos tantos dolores encadenados, tantos sufrimientos físicos y morales, cuerpos contorsionados por el suplicio, atormentados por el dolor, sin otras alegrías que el recuerdo de crímenes maravillosos que disuelven en un valle de sombras la luz o que con un agujero de luz hacen saltar en mil pedazos las sombras en que fueron cometidos. ¿Qué podía quedar sobre las piedras del presidio, agarrado a los rincones o suspendido en el aire húmedo, de aquellos asesinados? Aunque Querelle no se formulaba estas reflexiones con claridad, al menos lo que las suscita nítidamente bajo nuestra pluma le causaba una turbación pesada, confusa, que añadía cierta angustia a su cerebro. En fin, iba Querelle por primera vez al encuentro de otro criminal, de un hermano. Vagamente había soñado ya alguna vez con encontrarse ante un asesino de su categoría, con el que pudiera discutir cuestiones de trabajo. Un mozo semejante a él, con su misma estatura y anchura de hombros —su hermano, deseó algunas veces, durante algunos instantes, pero su hermano era un puro reflejo suyo— que tuviera a gala crímenes diferentes de los de Querelle, pero de idéntica belleza, de idéntico peso e igualmente reprobables. No sabía con exactitud en qué le hubiera reconocido por la calle, en qué señales, y a veces era tan grande su soledad que pensaba, si bien escasas veces, y abandonaba la idea en seguida, en dejarse detener para encontrarse en la cárcel con algunos de los asesinos que salen en los periódicos. Desechaba inmediatamente esta idea: al no ser secretos tales asesinos, carecían de interés. Era en parte el parecido con su hermano lo que le creaba esta nostalgia del amigo maravilloso. Frente a Robert se preguntaba si sería un criminal. Lo temía y lo esperaba. Lo esperaba porque sería hermoso que se hubiera logrado un milagro tal que existiera en el mundo. Lo temía porque hubiera tenido que arrinconar su sentimiento de superioridad respecto a Robert.
¡Nos amaremos increíblemente!
No podía concebir con claridad que dos jóvenes —con más razón dos hermanos— se amasen, unidos por la muerte, unidos por la sangre que corría en ellos. Para Querelle, la cuestión no se planteaba así, a partir del amor.
Entre hombres no se ama. Para eso están las mujeres. Y para follar un poco.
La cuestión se planteaba a partir de la amistad. Pero esa amistad, para él, era lo que completa a un hombre, partido en dos, sin ella, de arriba abajo. Seguro de que jamás gozaría del lujo de la complicidad de su hermano —«es demasiado gilipollas para eso»—, Querelle se había encerrado en su propia soledad, que se erigía como el monumento más singular y más bello a causa de ese mismo desequilibrio, de la falta de armonía causada por la ausencia de un amigo criminal. Ahora bien, en el presidio abandonado iba a encontrarse con un muchacho que también había sido capaz de matar. Este pensamiento le llenaba de ternura. El asesino era un muchacho torpe, un asesino inútil, un tonto. Pero gracias a Querelle se adornaría con un verdadero asesinato, ya que se suponía que al marino le habían despojado de su dinero. Respecto a Gil, antes de verlo de nuevo, Querelle experimentaba un sentimiento casi paternal. Le estaba traspasando, le confiaba uno de sus asesinatos. Con todo, Gil sólo era un chaval y tampoco sería para Querelle el amigo tan esperado. Estos pensamientos (no en el estado definitivo en que los transcribimos, sino en su informe cabrilleo) rápidos, solapándose, destruyéndose para renacer unos gracias a otros, se estrellaban contra él, y contra los miembros y el cuerpo de Querelle más que contra su cabeza. Avanzaba por el camino, agitado, zarandeado por esta marejada de pensamientos informes, nunca retenidos, pero que dejaban a su paso un penoso sentimiento de malestar, de inseguridad y de miedo. Querelle no abandonaba su sonrisa, que le anclaba a la tierra. Gracias a él ninguna ilusión perezosa y vana podría poner en peligro el cuerpo de Querelle. Querelle no sabía soñar. Su falta de imaginación lo mantenía en el accidente, lo ataba a él. Roger se volvió:
—Espérame, vuelvo en seguida.
El niño partía como un auténtico embajador ante el emperador de su sueño, y quería comprobar si todo estaba listo para aquella entrevista entre monarcas. Algo nuevo volvía a ocurrirle a Querelle. No se había esperado tal precaución. No veía allí la entrada a caverna alguna. El camino daba simplemente una vuelta, desapareciendo tras una suave pendiente. Los árboles no se espesaban más ni menos que en otro lugar. Sin embargo, desaparecido Roger, se convirtió para Querelle en un «enlace misterioso», en algo más valioso de lo que le había parecido hasta el momento. Era su ausencia lo que prestaba al niño una existencia tan poco común, una importancia tan súbita. Querelle sonrió, pero no pudo impedir turbarse ante el hecho de que el niño fuera el enlace móvil entre dos asesinos, un enlace rápido y lleno de vida. Recorría aquel camino cuyo espíritu era él mismo, teniendo poder para alargarlo o acortarlo a su antojo. Roger caminaba más deprisa. Al separarse de Querelle se había imbuido de más gravedad, pues tenía conciencia de que llevaba a Gil lo esencial de Querelle, es decir aquello de Querelle que, según intuía vagamente, deseaba que se acercara a Gil. Sabía que en él, chiquillo de pantalón corto y además remangado hasta los gruesos muslos, confluían todos los ritos de los ceremoniales de que son depositarios los embajadores —y se puede comprender, viendo la gravedad del niño, por qué están más enjaezados de ornamentos los legados que sus dueños—. Sobre su persona, delicada y cargada con el peso de mil aderezos, gravitaban la atención casi huraña de Gil, agazapado en su antro, y la de Querelle, inmóvil ante la puerta de los Estados. Querelle encendió un cigarrillo; luego metió de nuevo las dos manos en los bolsillos de su impermeable. Tenía la mente en blanco. No se imaginaba nada. Su conciencia estaba atenta, maleable e informe, pero se hallaba ligeramente turbada por la repentina importancia del chiquillo ausente.
—Soy yo, Roger.
Junto a él, la voz de Gil murmuró:
—¿Está ahí?
—Sí. Le he dicho que me espere ahí. ¿Quieres que vaya a buscarle?
Un poco molesto, Gil respondió:
—Bueno, vale. Era preciso traerle. Anda, vete a buscarlo.
Cuando Querelle llegó ante la oquedad en la que Gil se guarecía, Roger pronunció claramente en voz alta:
—Ya está, está aquí. Gil, estamos aquí.
El niño percibió dolorosamente que para él toda existencia llegaba a su fin con aquellas palabras. Se sintió disminuir, perder su razón de ser. Todos los tesoros con los que había cargado durante algunos minutos se derretían con inmensa rapidez. Conocía la vanidad de los hombres y que son de una cera pronto volatilizada. Había colaborado devotamente a un acercamiento que acababa aboliéndole. Toda su vida quedaba encerrada en aquella función gigantesca de diez minutos de duración, y su luminosidad se atenuaba, desaparecía en seguida, llevándose la orgullosa alegría de la que se había henchido. Para Gil, en aquel niño había residido Querelle, cuyas palabras trasmitía; para Querelle, en él había residido Gil.
—Toma, te he traído unos pitos.
Fueron las primeras palabras de Querelle. En la oscuridad le ofreció a Gil, que lo agarró a tientas, un paquete de cigarrillos. Se dieron un apretón de manos sobre el paquete cerrado.
—Gracias, macho. Eres cojonudo, de verdad. No lo olvidaré.
—Deja, es lo normal.
—Yo te he traído carne y además paté.
—Déjalo sobre la caja.
Querelle sacó un cigarrillo de otro paquete y lo encendió. Quería ver el rostro de Gil. Quedóse sorprendido al ver aquella cara delgada, hundida, sucia y cubierta de barba clara y flexible. A Gil le brillaban los ojos. Tenía el pelo revuelto. Era emocionante ver su cara a la llama de la cerilla que la iluminaba. Querelle estaba contemplando a un asesino. Hizo girar la luz en torno suyo.
—Aquí te debes morir de asco.
—Por supuesto. No es nada divertido. ¿Pero qué quieres que haga? ¿A dónde puedo ir?
Querelle se metió las manos en los bolsillos del pantalón y los tres permanecieron durante un instante en silencio.
—¿No comes, Gil?
Gil estaba hambriento, pero no osaba traslucirlo ante Querelle.
—Enciende la vela, no hay peligro.
Gil tomó asiento en una esquina de la caja. Se puso a comer descuidadamente. El niño se acurrucó a sus pies y Querelle los miraba de pie, con las piernas abiertas, fumando sin tocar el cigarrillo.
—Debo tener una pinta asquerosa, ¿verdad?
Querelle rio burlón.
—Guapo, lo que se dice guapo, no estás, desde luego; pero esto va a durar poco. ¿Aquí estás seguro?
—Sí. Si no me vende alguien, nadie puede venir.
—Si lo dices por mí, estás equivocado. Los soplones y yo no hacemos buenas migas. Pero no sé cómo te las vas a arreglar. Porque tienes que irte de aquí. No hay otra solución.
Querelle tenía conciencia de que su rostro había quedado de repente marcado por la crueldad, como cuando estaba obstruido, vigilado, los días de generala a bordo, por la bayoneta de acero triangular, fijada a su mosquetón y erguida frente a él. Se podía hablar en esos momentos de su rostro de acero. Situándose tras de ella, personificándola, aquella bayoneta era el alma de un Querelle de carne y hueso. Para el oficial que sobre cubierta pasaba revista a sus tropas se hallaba situada justamente a la altura de las cejas y del ojo izquierdo de Querelle, cuya mirada parecía delatar una fábrica de armas interior.
—Si tuviera un poco de manteca, tal vez podría pasar a España. Conozco algunos tipos de la parte de Perpiñán de cuando anduve currelando por allá.
Gil comía. Querelle y él ya no tenían más que decirse, pero Roger intuía que entre ellos cobraba cuerpo una relación en la que ya no tenía cabida. Se trataba ahora de dos hombres que hablaban, y muy en serio, de cosas que a la edad de Roger sólo se pueden remover en una divagación un poco somnolienta.
—Así que tú eres el hermano de Robert, el que va por casa de Nono.
—Sí. Y a Nono también lo conozco bien.
Ni por un instante pensó Querelle en la naturaleza de sus relaciones con Nono. Al decir que lo conocía bien no pretendía ironizar.
—En serio, ¿es amigo tuyo?
—Ya te he dicho que sí. ¿Por qué?
—¿Crees que él… ? —Gil estuvo a punto de decir «querría ayudarme»…, pero hubiera sido demasiado humillante que le respondieran que no. Vaciló un momento y dijo:
—¿… podría ayudarme?
Al ponerlo fuera de la ley era lógico que el asesinato incitase a Gil a buscar refugio entre los macarras y las prostitutas, entre la gente que vive —creía él— al margen de la ley. Un obrero de edad madura se hubiera sentido abatido por causa de aquel crimen. Por el contrario, un acto de tal naturaleza endurecía a Gil, lo iluminaba desde el interior, le confería un prestigio que jamás hubiera alcanzado sin él y de cuya carencia hubiera sufrido. El prestigio era sin duda combatido por el movimiento de retroceso del pensamiento de Gil buscando en la cadena de causas y efectos un modo de liberarse de su crimen, pero al final de ese movimiento, el crimen no lo había abandonado, el remordimiento seguía en él, lo debilitaba, lo hacía temblar y doblaba su cabeza, había sido necesario que obtuviese, ya no una justificación, sino el reconocimiento de la existencia de esa muerte mediante una actitud diferente. Tal actitud debía serle otorgada por un movimiento justificativo —y explicativo—: un movimiento hacia el futuro partiendo de la voluntad consciente de muerte. Gil era un albañil joven, pero no había tenido tiempo de amar su profesión hasta identificarse con ella. Estaba aún lleno de sueños difusos que de súbito se convertían en realidad (llamaremos sueños a esos detalles insólitos que delatan en un gesto la presencia de lo maravilloso: el contoneo de las caderas y de los hombros, el llamar con un castañeteo seco de las falanges, el expulsar el humo por la comisura de la boca, el subir el cinto con la mano abierta…; detalles como una palabra, la jerga elegida, la especial disposición de la ropa: el cinturón trenzado, la suela de los zapatos fina, los bolsillos estilo «dolor de tripas», todo un conjunto que demuestra que el adolescente es sensible a esos tics más o menos precisos de los hombres, orgullosos soportes de todos los atributos del mundo criminal); pero el esplendor de tal realización tenía por fuerza que asustar al muchacho. Hubiera sido más fácilmente aceptable convertirse de la noche a la mañana en el ladrón o el rufián que cualquier chaval aspira a ser. Asesino era demasiado para su cuerpo y su alma de dieciocho años. En todo caso debía sacar partido del prestigio inherente a ello. Creía ingenuamente que los muchachos del hampa se sentirían felices de poder acogerlo. Querelle estaba seguro de lo contrario. El acto que moldea definitivamente al asesino es tan extraño que el que lo ejecuta se transforma en una especie de héroe. Queda fuera de la bajeza de la crápula. Notando esto, los maleantes raras veces hacen del asesino uno de los suyos.
—Voy a ver. Tengo que hablarle de ello a Nono. Decidiremos lo que se puede hacer.
—Pero ¿tú qué piensas? He superado las pruebas.
—Sí. No digo que no. De todos modos puedes contar conmigo. Te tendré al corriente.
—¿Y Robert? Puedo trabajar con Robert.
—¿Sabes con quién está trabajando?
—Con Dédé, ya lo sé. Hemos sido amigos. Sé que andan juntos. Y que a Mario no le gusta, pero que no dice nada. Si ves a Robert, trata de enterarte si puedo currelar con ellos dos. Pero no le digas dónde estoy.
Querelle saboreaba una impresión de dulzura, no porque estuviera explorando una caverna consagrada al mal, sino porque era poseedor de un secreto más profundo que el que Gil acababa de revelarle.