Madame Lysiane negaba a sus pupilas el derecho a llevar combinaciones de encaje negro. Les toleraba el salmón, el verde o el crema, pero, sabiéndose tan bella en su oscura ropa interior, no podía consentir que aquellas damas se engalanasen como ella. Tenía preferencia por el negro, no tanto porque hiciese aún más suave la blancura lechosa de su piel como porque tal color hace más frívola la ropa interior —sin dejar de conferirle cierta seriedad—, y Madame Lysiane necesitaba esta superfrivolidad. Explicaremos por qué. En su habitación se desnudaba parsimoniosamente. Plantada (y como clavada al suelo por sus altos tacones) ante el espejo de la chimenea con el fin de desabrocharse el vestido que se abría del lado izquierdo, desde el cuello a la cintura, siguiendo una curva que se acentuaba detrás del hombro, dibujaba con la mano derecha pequeños gestos concisos y rotundos, que en su redondez y plenitud, en la viveza de sus dedos, encerraban todo lo que su persona poseía de almibarado, de distinguido y de confortable. La danza camboyana había dado comienzo. Se complacía Madame Lysiane en el movimiento de su brazo, en el ángulo de su codo, y estaba segura de que un gesto tal la diferenciaba de las putas.

—¡Qué vulgares pueden ser, Dios mío! ¿Creerás que Regina no ha caído todavía en la cuenta de que ya no se lleva el peinado con flequillo? ¡Qué va! Todas las que lo son se imaginan que a los clientes les gusta el estilo puta. ¡Qué equivocadas están! ¡Si es todo lo contrario!

Se miraba hablar, con cara de idiota. De vez en cuando, a través del espejo lanzaba una mirada a Robert, que se estaba desnudando.

—Cariño, ¿me estás escuchando?

—Ya ves que te estoy escuchando, ¿no?

En verdad, la escuchaba. Admiraba su elegancia y su noble distinción frente a la vulgaridad de las putas; pero no la miraba. Madame Lysiane iba dejando caer hasta los pies, sobre su cuerpo, el vestido tubo. Se desollaba. Aparecían en primer lugar sus hombros blancos pronunciados, separados del tronco por el estrecho tirante de terciopelo o de raso negro que le sujetaba la combinación; a continuación los senos bajo el encaje oscuro y el sostén rosa; finalmente, Madame Lysiane pasaba por encima de la falda caída a sus pies: se había puesto el uniforme. Erguida sobre sus zapatos de tacón alto, estilo Luis XV, y sobre todo a causa de su altura y de su esbeltez, casi afilados, se acercaba a la cama. Hacía apenas un rato que Robert se había acostado. Ella lo contemplaba con la mente en blanco. De pronto se volvía y exclamaba: «¡Ah!». Dirigiéndose entonces hacia la coqueta de caoba con aquellos mismos ademanes redondos, pero ahora más amplios, de sus brazos, tras arrancarse de los dedos sus cuatro anillos, se deshacía el peinado. Como vibran hasta el firmamento el desierto o la selva ante el estremecimiento del cuerpo entero del león, así vibraba la habitación, desde la alfombra raída hasta el último pliegue de las cortinas de la ventana, cuando Madame Lysiane se sacudía la cabeza, la melena encrespada, los hombros de alabastro (o de nácar): cada noche partía orgullosamente a la conquista del macho vencido de antemano. Retornaba a la orilla del abrevadero, bajo las palmeras, donde Robert seguía fumando sin apartar la vista del techo.

—Podrías abrirme la cama.

Él doblaba parsimoniosamente la esquina de las sábanas para que su amante pudiera deslizarse en la cama. Madame Lysiane se sentía herida por aquella falta de delicadeza y la herida siempre le parecía dulce, pues le recordaba que había algo que tenía que ser conseguido en una fuerte lucha. Era una mujer valiente y vencida. Su fastuosidad física, las riquezas de su seno y su melena, la opulencia toda de su cuerpo habían sido ya ofrecidas y fácilmente conquistadas en virtud de esa misma opulencia, pues toda opulencia ofrecida es virgen. Pasamos por alto su belleza. La belleza puede suponer una defensa más terrible que las alambradas de espinos: lanza sus dardos y sus manotazos, dispara sus ráfagas, mata a distancia. La opulencia de la carne de Madame Lysiane era la forma exacta de su generosidad. Su piel era blanca y suave. Tendiéndose al instante (a Madame Lysiane no le gustaba la palabra acostada, y por respeto a su delicadeza no la emplearemos al referirnos a ella; mancillaríamos una de sus «delicadezas», de sus palabras prohibidas), tendida, pues, contemplaba la habitación. Abarcaba con una mirada lenta y en círculo todas sus riquezas, sin dejar por ello de ver con precisión los detalles: la cómoda, el armario de luna, la coqueta y los dos sillones, los cuadros ovalados de dorados marcos, los jarrones de cristal, la araña. Constituían su ostra y el dulce resplandor del nácar cuya perla regia era ella: el nácar de los rasgos azules, de los espejos biselados, de las cortinas, del papel, de las luces. La perla de sus pechos (y aunque deseándolo, para evocar esta imagen le era preciso adoptar una cara traviesa, una sonrisa picara y llevarse el dedo meñique a la boca) y, estábamos diciendo, la doble perla de su grupa. Era feliz y digna heredera de las que antaño eran denominadas accidentadas, arrodilladas, devoradas, desabrochadas, chicas de escayola, furcias, instantáneas Luis XV, resplandecientes, luminosas, espumosas, numeradas, colgadas, cogollos de los pobres, universales… Cada noche, antes de entregarse plenamente, hasta disolverse, al amor y al sol, Madame Lysiane necesitaba cerciorarse de su riqueza terrestre. Se sentía entonces tranquilizada, al despertarse, de poseer un refugio maravilloso, digno de las curvas de su cuerpo, y una fortuna que le permitiría, al día siguiente, recobrar el amor diseminado entre los pliegues más cálidos de la habitación. Lentamente, como por descuido y como si de una oleada líquida se tratase, deslizaba una de sus piernas entre las dos piernas velludas de Robert. En el extremo de la cama, tres pies —haciendo esfuerzos desesperados para convertirse por un instante en la frente meditabunda de aquel cuerpo enorme en el que cada pie era un rostro de sexo diferente y enemigo—, tres pies se juntaban, se entrelazaban, con la destreza que les permitían sus pobres articulaciones. Robert apagaba su cigarrillo contra el mármol de la mesilla; se volvía hacia Lysiane y la besaba; pero ella, al primer beso, apretándole las sienes entre las manos, le echaba hacia atrás y se ponía a contemplarlo:

—¡Qué guapo eres! ¿Sabes?

Él sonreía. Intentaba besarla de nuevo para no tener que decirle nada. No sabía mirarla sin amor, y aquella torpeza de expresión le daba una apariencia externa de dureza enormemente viril. Al mismo tiempo, la precipitación algo temblorosa, y que se quebraba al llegar a su rostro, del mirar enamorado de su querida le dejaba en plena posesión de su fuerza. «¡Se lo puede permitir!», pensaba ella. Lo que quería decir era: se puede permitir quedarse impasible, es lo suficientemente violento. Y él se quedaba así. Los ardores ya enloquecidos de los hermosos ojos de la mujer iban a estrellarse contra aquellas rocas abruptas y acariciarlas. (Madame Lysiane tenía unos ojos muy bellos.)

—Cariño.

Se precipitaba hacia un nuevo beso. Robert se emocionaba. Despacito, le iba trasmitiendo la paz con la certeza de que todas las riquezas de la habitación seguían siendo suyas, de él; el calor ascendía por su polla. Se empalmó. De ahora en adelante y hasta siempre —hasta el placer— nada podría recordarle lo que había sido, un triste estibador enflaquecido y perezoso, y que podía volver a serlo de nuevo. Hasta la eternidad sería un rey, un césar cebado y vestido con la púrpura de la coronación, con la toga del poder tranquilo y seguro que se opone al jubón del conquistador. Empezaba a empalmarse. Al duro y vibrante contacto, Lysiane daba a su carne dorada la orden de estremecerse.

—¡Qué guapo eres!

Se ponía a esperar entonces todos los preparativos del verdadero trabajo, de aquel instante en que Robert, escarbando bajo las sábanas con su boca que iba como un hocico, que husmeaba en la tierra negra, perfumada y nocturna de las trufas, apartaría los pelos y le haría cosquillas con la punta de la lengua. Aguarda ella aquel instante sin insistir demasiado en sus pensamientos. Pues deseaba permanecer pura para ser superior a las mujeres que tenía bajo su mando. Aunque las alentaba en los demás, no podía permitir las perversiones en lo que le concernía a ella. Debía seguir siendo normal. Sus caderas, pesadas y repletas, eran sus pilares.

Odiaba la inestabilidad de lo inmoral y lo impúdico. Se sentía fuerte por tener unas caderas y unas ancas tan bellas. Estaba segura. La palabra que vamos a utilizar y que un estibador había lanzado a su paso ya no le chocaba, a fuerza de repetírsela: su «prosa». La responsabilidad, la confianza de Madame Lysiane en sí misma residía en su prosa.

Se pegó más a Robert, quien volvió un poco su cuerpo hacia ella, y suave, sencillamente, sin ayudarse con la mano, le metió la polla entre los muslos. Madame Lysiane dio un suspiro. Y, sonriendo, ofreció la noche aterciopelada y sembrada de estrellas que le tapizaba hasta la boca conforme brindaba la blancura de nácar de su carne, sembrada de venas azules. De ordinario se abandonaba, pero desde hacía varios días, y más aún aquella noche, montaba guardia con demasiada precisión el dolor que le causaba el parecido de los dos hermanos. Aunque la inquietud le impedía ser una amante feliz, hizo, sin embargo, un bello ademán fuera de la sábana para apagar la luz.

Querelle de Brest
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