El Ejército o la Armada ofrecen a quienes son incapaces de ir en pos de una aventura por sí mismos, otra prefabricada, metódicamente desarrollada y puesta finalmente de relieve mediante el galón rojo de la Legión de Honor. Ahora bien, en pleno corazón de esta aventura oficial, el teniente acababa de ser elegido para otra mucho más seria. No es que llegara a creerse un héroe, pero sí que conocía el sentimiento de estar en relación directa, íntima, con la más despreciada, la más vilipendiada y la más noble de las actividades sociales: el robo a mano armada. Acababan de desvalijarle a la vuelta del camino. El ladrón tenía un rostro hechicero. Aunque más maravilloso sería todavía ser uno mismo ladrón, no estaba mal, para empezar, ser el robado. El teniente no buscaba ya huir de las masas de ensueño que le sacudían deliciosamente. Estaba seguro de que nada podría ser adivinado en aquella aventura secreta (la que mantenía cara a cara con el ladrón). «Nada de esto puede traslucirse», pensaba literalmente. Tras su rostro severo se encontraba al abrigo. «¡Mi raptor!», ¡es mi raptor! ¡Sale de la bruma, de puntillas, y me mata! Pues yo defendí mi dinero hasta la muerte. Aunque fue a curarse durante algunos días en la enfermería, pasaba por su despacho todos los días. El brazo en cabestrillo, se paseaba por cubierta o permanecía en su camarote tendido.

—¿Le preparo el té, mi teniente?

—Si no le importa.

Lamentaba que el raptor no hubiera sido precisamente Querelle.

«¡Qué dicha hubiera saboreado disputándole mi morral! Por fin me hubiera sido concedido manifestar mi valor. ¿Lo habría denunciado? Curiosa pregunta que me lleva a indagar dentro de mí mismo. ¿A quién? Recordemos la visita de la policía y mi delirio. Me faltó muy poco para entregar a Querelle. Me preguntó incluso si, por mi actitud y mis respuestas, no comprendió el policía a quién le estaba designando. Yo que odio a la policía estuve a punto de actuar como un polizonte. Es absurdo creer, no siendo en sueños, que Querelle sea el asesino de Vic. Me gustaría que lo fuera, sólo con el fin de permitir a mis ensoñaciones la reconstrucción de un drama amoroso. ¡Para ofrecerle a Querelle mi abnegación! ¡Para que no pudiendo más de remordimientos, de tormentos, con las sienes palpitantes, los cabellos bañados en sudor, perseguido por su crimen, viniera a confiarse a mí! ¡Ojalá sea yo su confesor para absolverle! ¡Ojalá sea yo quien le consuele entre mis brazos y quien, para acabar, le siga hasta el presidio! ¡Si estuviera un poco más convencido de que es el asesino, le denunciaría con el fin de obtener en seguida el beneficio de consolarlo y compartir su castillo! ¡Sin sospecharlo, Querelle acababa de estar al borde de un peligro espantoso! ¡Qué poco ha faltado para que yo le entregara a los polizontes

El teniente no se imaginaba a Querelle, irónico ciertamente, pero a quien no se le podía aplicar la expresión «guasón», exigiendo dinero. Era incapaz sobre todo de reemplazar por la suya la imagen del falso marinero armado con un revólver Hubiera adorado a Querelle en una situación así. Se habría encontrado con él, se habría juntado con él, en aquella lucha, en cuyo centro, durante el tiempo de una llave más apretada y más fácil de deshacer, se hubiesen comprendido para mejor enfrentarse a continuación. En los momentos de soledad, retocaba el teniente un diálogo heroico que hubiera podido tener lugar a la sazón y mediante el cual su más secreta belleza se hubiera manifestado ante un Querelle deslumbrado. Diálogo breve, sordo, reducido a lo esencial. Con voz soberanamente serena el oficial le hubiera dicho:

«Estás loco, Georges. Suelta el revólver. No diré nada.

—Venga acá la pasta y déjate de historias.

—No.

—Si resistes, disparo.

—Dispara.»

Por la noche el teniente paseó largo tiempo solo por cubierta, tratando de evitar a sus compañeros, obsesionado por aquel diálogo al que no sabía qué epílogo ponerle. «Subyugado, arroja su arma. Pero en tal caso mi heroísmo permanece desconocido para todos. Subyugado también, dispara, justamente por su estima hacia mí, con el fin de ponerse a mi altura. Pero si me mata, muero estúpidamente al borde de una carretera». Luego de enormes inquietudes, el teniente escogió este desenlace: «Querelle dispara, pero su emoción hace que falle el tiro. Me hiere». A su regreso a bordo, no hubiera facilitado la descripción de Querelle (como lo hizo con Gil). Así habría demostrado ser más fuerte que él, quien por ello le habría amado.

—¿Puedo pedirle un permiso de dos días, mi teniente?

Para formular esta pregunta, dejando de servir el té, levantó Querelle su cabeza y dirigió su sonrisa a la imagen del oficial que se reflejaba en el espejo; pero el teniente se contrajo sobre sí mismo precipitadamente. Con voz seca respondió:

—Sí. Se lo firmaré.

Algunos días antes se hubiera mostrado inquieto. Le hubiera hecho a Querelle preguntas insidiosas que describirían, en torno a la esencial, círculos cada vez más estrechos, hasta rozarla, hasta llegar incluso a revelarla a trozos, aunque nunca entera. Querelle lo crispaba. Su rostro presente no era capaz de disipar la imagen del osado maleante que se desvanecía en la niebla de la mañana. «Era sólo un chiquillo, pero tenía agallas.» A veces pensaba con algo de vergüenza que no hacen falta tantas para atacar a un marica. Querelle había tenido la insolencia de pronunciar delante del teniente y con un tono indignado de amenaza para el ladrón: «¡Esos tíos saben muy bien a quiénes atacan!». Evidentemente, «el raptor» conocía la inconsistencia de su víctima. No había tenido miedo. De todas maneras, Querelle sentía que el oficial se alejaba de él justo en el momento en que él hubiera aceptado, lentamente, es cierto, y con mil reservas, sumergirse en la profunda y generosa ternura que sólo un marica puede dar. En cuanto al oficial, aquella aventura le sugirió algunas reflexiones, suscitó en él ciertas actitudes de las que daremos cuenta y a partir de las cuales cobra cuerpo la suficiente violencia para permitirle conquistar a Querelle.

«Amado por Querelle, lo sería por todos los marinos de Francia. Mi amante es un compendio de todas sus virtudes viriles e ingenuas.

La tripulación de una galera llamaba al capitán: «Nuestro Hombre». Dulzura y dureza. Pues sé que sólo puede ser cruel y dulce, es decir, que ordena las torturas no sólo con una leve sonrisa en los labios, sino también con una sonrisa interior, semejante al desahogo apacible de sus órganos secretos (el hígado, los pulmones, el estómago, el corazón). Esta paz se manifestaba en la voz misma, de suerte que las torturas son ordenadas con voz, con gesto y con miradas suaves. No hay duda de que me estoy formando del capitán, ilustrando mi deseo, una imagen ideal y perfecta (que, sin embargo, no es arbitraria) por haber surgido de mí. Corresponde a la realidad que el capitán representa para los galeotes. Esta imagen de dulzura, posándose en la faz atroz de un hombre cualquiera, procede de los ojos —y aún de más lejos—, del corazón de los galeotes. Ordenando conocidos suplicios, el capitán era cruel. Infligía en su carne profundas heridas, laceraba los cuerpos, reventaba los ojos, arrancaba las uñas —a decir verdad daba ordenes para que lo hicieran— con el fin también de obedecer un reglamento o más bien para mantener el temor, el terror, sin los cuales ni él mismo sería capitán. Ahora bien, investido de autoridad por su graduación —¡que es la mía!—, si exigía torturas, lo hacía sin odio (no podía menos que amar un elemento o gracias al cual existía, amarlo con amor encubierto), hasta el punto de que trabajaba con crueldad aquella carne que las Cortes Reales le entregaban, pero la trabajaba con una especie de gozo grave, sonriente y triste. Insisto en que los galeotes veían un capitán dulce y cruel

—«Ilustrado mi deseo», he escrito. Si deseo poseer esta autoridad, esta admirable forma que suscita el temor amoroso que atrae hacia sí —con cuánta violencia— la persona histórica del capitán, tengo que suscitarlo en el corazón de los marineros. ¡Que me amen! Quiero ser su padre y herirlos. Los marcaré: me odiarán. Ante sus torturas permaneceré inmóvil. No flaquearán mis nervios. Me poseerá poco a poco un sentimiento de poder extremo. Seré fuerte por haber dominado mi piedad. Estaré triste también ante mi lamentable comedia: iluminando mis órdenes con la sonrisa leve, con la suavidad de mi voz.

Yo también soy una víctima de los carteles. Particularmente de uno de ellos que representaba a un infante de Marina con polainas blancas, montando guardia en el umbral del Imperio francés. Con una rosa de los vientos pinchando uno de sus talones. Coronado por un cardo rosa.

Sé que jamás abandonaré a Querelle. Le consagraré mi vida entera. Mirándole fijamente le he dicho:

—¿Tiene usted un poco de estrabismo?

En lugar de enfadarse, de atreverse a decir cualquier impertinencia, este espléndido muchacho me respondió con voz súbitamente triste, que revelaba una ligera aunque incurable herida: —No es culpa mía.

Inmediatamente comprendí que esa era la debilidad por donde podía deslizarse mi ternura. Si su orgullo hace estallar su coraza, es que Querelle no es de mármol, sino de carne. De este mismo modo Madame Lysiane era buena y se ocupaba de sus clientes desgraciados.

Cuando sufro es cuando no puedo creer en Dios. Me sentiría demasiado penosamente impotente al tener que quejarme de un Ser —y a Él— imposible de alcanzar. En el sufrimiento sólo me culpo a mí. En la desgracia, poder darle gracias a alguien.

Es tan hermoso Querelle y tan puro aparentemente —pero esta apariencia es real y suficiente— que me complazco en cargarle con todos los crímenes. Ahora bien, me preocupa saber si obrando así deseo mancillar a Querelle, o destruir el mal, convertirlo en vano, ineficaz, revistiendo su apariencia humana con el símbolo mismo de la pureza.

Las cadenas de los galeotes se denominaban: las ramas. ¡De qué racimos eran portadoras!

¿A qué puede entregarse cuando desciende a tierra? ¿Qué aventuras le traen y le llevan? Me complace, y me crispa al tiempo, imaginarlo sirviendo para la alegría de cualquier viandante, de cualquier extraviado en la niebla. Con curiosas precauciones le propone acompañarle un trecho. Querelle, sin sorprenderse, sonriente, le sigue en silencio. Y cuando encuentran un cobijo, la esquina de una pared, Querelle, siempre sonriente y en silencio, se desabrocha. El hombre se arrodilla. Cuando se levanta pone cien francos en la mano indiferente de Querelle y se aleja. Querelle vuelve a bordo o va a la casa de putas.

Recapacitando un poco sobre lo que acabo de escribir, veo que no se ajusta a Querelle esta función servil, este uso como objeto sonriente. Es demasiado fuerte y verle de ese modo es aumentar su fuerza, convertirle en una máquina altiva capaz de triturarme sin siquiera darse cuenta.

Dije que he deseado que fuera un impostor: en el solemne y pueril uniforme de marinero oculta un cuerpo ágil y violento, y dentro de ese cuerpo un alma de bandido: Querelle lo es, de ello estoy seguro.

Me ha parecido sorprenderlo en un movimiento de su máquina, en una crispación, dirigiéndome todo su odio. Querelle me debe odiar.

Más que un guerrero, al hacerme oficial quise ser un objeto valioso custodiado por soldados. Que me custodien hasta su muerte o incluso —y del mismo modo— que yo ofrezca mi vida por salvarlos.

Gracias a Jesús podemos magnificar la humildad, ya que él la convirtió en el signo mismo de la divinidad. Divinidad en el interior de uno mismo —pues ¿por qué rechazar los poderes terrestres?— que se opone a estos poderes, esta divinidad debe ser fuerte para triunfar sobre ellos. Y la humildad sólo puede nacer de la humillación. Si no, es falsa vanidad.

Esta última nota del cuaderno íntimo corresponde al siguiente incidente que el oficial no cuenta. Habiendo rozado audazmente a un joven estibador, lo condujo a una espesura de las murallas, tapizadas estas de mojones, como ya hemos dicho. Quiso la fortuna que, habiéndose bajado el pantalón, se tendiera sobre la pendiente de la cuneta, el vientre contra una mierda. Ambos hombres quedaron envueltos al instante por el olor. Silenciosamente, el estibador desapareció. Quedóse solo el teniente. Con ayuda de hierbas secas, aunque felizmente mojadas por la niebla, se limpió la marinera. Fue presa de la vergüenza. Veía sus bellas manos blancas —suyas finalmente ante tanta humillación—, torpes y abnegadas, haciendo su tarea. En el vaho donde se anclaba definitivamente el desolado paisaje, veía también sus mangas oscuras con círculos de oro. No pudiendo nacer el orgullo sino de la humillación, sentíase presente el oficial en el centro de esta. Empezaba a conocer su propia dureza. Cuando se halló en la carretera evitando, como un leproso, los lugares con afluencia de gente, los descampados donde el viento hubiera corrido su olor, empezó a darse cuenta de que es un signo de grandeza nacer en un establo. La idea de Querelle (que tan doloroso había hecho el trabajo de limpieza pues siendo vaga, socarrona, parecía confundirse con aquel olor que emanaba de su vientre) se concretaba ahora. Ante ella experimentó primero el oficial una vergüenza que le replegaba en sí mismo, que volvía la vida desde todas sus orillas, desde sus playas más alejadas, hacia dentro de su corazón, atreviéndose poco a poco a pensar con desenfado en el marinero. Un soplo de viento pasó por él. Pensó, con voz profunda formulada en su interior: «¡Apesto! ¡Apesto al mundo!». De aquel determinado punto de Brest, en el centro de la niebla, en la carretera que domina el mar y los almacenes portuarios, una ligera brisa deshojaba sobre el mundo, más dulce y perfumada que los pétalos de las rosas de Saadi, la humedad del teniente Seblon.

Querelle de Brest
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