Roger venía todos los días, por la noche, a la hora en que la niebla se torna más espesa. Robaba hábilmente en su casa algo de alimento. Más adelante llegaría incluso a robarle dinero a su madre para comprar pan. Escondía la hogaza bajo la chaqueta y llegaba al presidio marítimo a través de las fortificaciones. Gil le esperaba hacia las seis. Roger le traía las noticias. Los periódicos habían dejado de hablar del doble asesinato y del asesino, al que se suponía fuera de Brest. Gil comía solo. Después fumaba un cigarrillo.
—Y Paulette, ¿qué es de ella?
—Nada. Sigue sin trabajar. Se queda en casa.
—¿Tú le hablas alguna vez de mí?
—Pero si no puedo. No te das cuenta. ¿Y sí me preguntan dónde estás y me siguen?
Era feliz de haber hallado un pretexto para alejar a su hermana de la intimidad fabulosa que le unía a Gil. En aquella celda de granito, junto a su amigo, en medio del olor a brea, se sentía sorprendentemente tranquilo. Se acurrucaba a su lado, sobre la manta de algodón robada en el desván, y veía fumar a su ídolo. Miraba su rostro de superficies lisas, en el que la barba estaba ya crecida. Lo admiraba. En sus primeros encuentros en el presidio, Gil había hablado sin cesar, había hablado largo tiempo; y a cualquiera que no fuera aquel niño, empeñado en magnificarlo todo, un parloteo tal le hubiera parecido un síntoma inconfundible de un canguelo penoso, enfermizo casi. Roger sólo veía en ello la sublime expresión de una tormenta interior. Era así como tenía que mostrarse aquel héroe repleto de gritos, de crímenes y de tempestades. Tres años más que los de Roger daban derecho a Gil a ser un hombre. La dureza de aquel pálido rostro, en el que se acusaban los músculos (músculos cuya sola vista derribaba a Roger con tanta presteza como los que dirigen el puño de un boxeador) le hacía vislumbrar los músculos de su cuerpo y de sus miembros sólidos, capaces de realizar en un tajo trabajos de hombre. Roger mismo llevaba todavía pantalón corto y, aunque eran fuertes, sus muslos no tenían, sin embargo, la rotunda firmeza de los de Gil.
Tumbado cerca de este, al que se arrimaba todo lo que podía, apoyando un codo en el suelo, miraba aquel rostro pálido y contraído por el odio a esta vida. Roger reclinaba su cabeza sobre las piernas de Gil.
—Hay que esperar, ¿eh?, ¿no crees? Vale más esperar todavía para salir.
—Ya lo creo. Los guardias no han dejado de buscarte. Han puesto tu foto.
—Y a ti, ¿ya no te dicen nada?
—A mí no, y en casa tampoco. Pero más vale que no me quede demasiado tiempo.
Y Gil, de repente, se perdía en un suspiro que acababa en un estertor:
—¡Ah! ¡Hay que ver, tu hermana, ahora sí que tengo ganas de ella! ¡No es guapa ni nada, eh!
—Se parece a mí.
Gil lo sabía. Pero para no dejárselo ver a Roger, y en parte también para mostrarle desprecio, le dijo:
—En mejor. Te pareces a ella, ¡pero eres mucho más feo!
En la oscuridad Roger se sintió ruborizar. Sin embargo, alzó su rostro hacia Gil y sonrió con tristeza.
—No quiero decir que seas feo, no es eso. Al contrario, tienes su misma carita.
Se inclinó sobre el rostro del niño y lo cogió entre sus manos:
—¡Ah, si pudiera tenerla como te tengo a ti! ¡Menudo muerdo que le daría!
Zafándose por sí mismo del cepo de las manos, el rostro levantado del chaval se acercó más al de Gil. Gil, haciendo un ligero refunfuño, tocó primero la frente de Roger. Luego se encontraron sus narices y durante diez segundos jugaron a entrechocarse suavemente. Dado que al descubrir de súbito el parecido de los dos hermanos la emoción acababa de derretirse sobre él, Gil no pudo disimularlo. Con un jadeo, su boca contra la de Roger, susurró:
—Lástima que no seas tu hermana.
Roger sonrió:
—¿De verdad?
La voz de Roger era clara, pura, sin turbación aparente. Amaba a Gil desde hacía largo tiempo, había esperado este momento, para el que estaba preparado, y no quería dar la impresión de experimentar otra emoción que la amistad. La misma prudencia que le había servido para engañar a los policías mediante su mirada límpida le obligaba a responder a Gil con una voz desprovista de emoción. La turbación de Gil, confesada primero, le permitía a aquel niño orgulloso mostrar su sangre fría. En fin, ignoraba todavía las señales del abandono amoroso y que se deben descartar los suspiros voluptuosos.
—Palabra, estás tan bien hecho como una chica.
Gil puso su boca contra la del niño, que retrocedió sonriendo.
—¿Tienes miedo?
—¡Oh, no!
—Entonces, ¿qué creías que te iba a hacer? —Gil estaba molesto por el beso que no había podido dar Rio burlón:
—¿No estás tranquilo con un tipo como yo?
—¿Por qué? Sí, estoy tranquilo. Si no fuera así no vendría.
—Pues no lo parece.
Luego, con acento súbitamente severo, y como si la idea que iba a emitir fuera de una importancia tal que tuviera que solaparse con la precedente, dijo:
—Pues entonces tienes que ir a ver a Robert. Lo he pensado bien. Sólo él y sus señores amigotes pueden sacarme de esta.
Gil creía ingenuamente que los muchachos del hampa le acogerían, le dejarían entrar en su banda. Creía en la existencia de una banda peligrosa, de una verdadera sociedad enfrentada a la sociedad. Esa noche Roger salió del presidio trastornado en extremo. Se sentía feliz porque Gil (aunque fuera confundiéndolo con Paulette) lo hubiera deseado durante un instante; estaba disgustado por haberle negado su boca; experimentaba orgullo por saber que al fin iba a ser reconocida la magnificencia de su amigo, y porque él, Roger, había sido el elegido para abordar las instancias supremas. Ahora bien, siempre que podía, Querelle venía discretamente, hacia la caída de la tarde, a pasearse cerca del lugar donde había escondido su tesoro. La tristeza cubría su rostro. Sentía su cuerpo vestido ya con el traje de los presidiarios paseándose con hierros en los pies, lentamente, en un paisaje de palmeras monstruosas, región de ensueño o de muerte de la que no podrían arrancarle ni el despertar ni la absolución de los hombres. La certeza de vivir en un mundo que es el doble silencioso de aquel en el que uno se mueve efectivamente confería a Querelle una especie de desinterés que le permitía comprender espontáneamente la esencia de las cosas. Indiferente de ordinario ante las plantas y los objetos —¿pero acaso se ponía ante ellos?—, ahora los aprehendía de modo espontáneo. Cada esencia está aislada por una singularidad que el ojo reconoce primero y la trasmite al paladar: el heno es heno sobre todo por ese característico polvo rubio y grisáceo al que mentalmente el gusto interroga y prueba. Y así sucede con todas las especies vegetales. Pero si el ojo se presta a la confusión, la boca la destruye, y Querelle avanzaba lentamente en un universo rico en sabores, de reconocimiento en reconocimiento. Una noche se encontró con Roger. No le hizo falta mucho tiempo al marino para saber quién era el chiquillo y para conseguir penetrar en el escondrijo de Gil.