Estamos en Beirut. Querelle salió del «Clairon» con otro marinero. No les quedaba un centavo en el bolsillo. Estaban vestidos con el traje de tela blanca que los marineros llevan en verano, traje retocado por ellos mismos que saben perfectamente qué detalle de sus cuerpos destacar u ocultar con un ligero vuelo de la ropa. Boina blanca, zapatos blancos. La noche era suave. Justo afuera del burdel, los dos marineros que andaban en silencio se cruzaron con un hombre de unos treinta años. Los miró, a Querelle con más intensidad. Luego pasó, pero caminando más lentamente.

—¿Qué quieres?

Querelle se volvió. Su sorprendente indiferencia, su falta —no de calor profundo— de simpatía, se debía a su ignorancia de todo lo que llamamos vicio. Pensó que este hombre lo conocía o creía reconocerlo.

—Eso es un maricón, uno de verdad.

Jonas no se equivocaba. Era menos guapo que Querelle, algo que este último dudaba, ignorando incluso que su propia belleza hechizaba a los hombres.

—Esos tíos siempre quieren pasta, y consiguen más que nosotros, un huevo —dijo reduciendo la velocidad.

—Ya, pero es que nosotros no tenemos.

—No digo que tengamos que llevarla, sino que estos tíos no son hombres, son unas nenas. Les partiría la boca sólo por placer.

Al pronunciar esa frase, Jonas bajó el tono: en primer lugar, para permitirse una voz más grave (lo cual lo fortificaba en su virilidad, lo apartaba del maricón, le daba peso, lo acercaba a Querelle y salvaba a la Marina) y en segundo lugar por prudencia, pues al voltear la cabeza a medias había visto al individuo volver sobre sus pasos. Jonas se calló un segundo. Caminaba, si se sabía o creía distinguido, con mayor seguridad, más virilidad (los músculos de sus muslos y sus nalgas estiraban la tela blanca del pantalón) pero mientras se obligaba a su indignación artificial la cólera aumentaba en él, se extendía a todos sus miembros —hay que remarcar que de todas las emociones son la cólera y el miedo las que animan a la vez todos los miembros, hacen temblar al mismo tiempo las pantorrillas y los labios, la cólera enfurece al pulgar del pie y a la última falange de los dedos— y dijo con voz ligeramente temblorosa:

—Tíos como ese se hacen matar y no los culpo. Más bien, les echaría una mano. ¿Tú no?

Miró a Querelle:

—¿Yo? Tienes razón. Pienso como tú. Sólo que no podemos partirle la cara aquí. Hay mucha gente.

Confiado esta vez, seguro de que su amigo lo apoyaba en el golpe, Jonas bajó más la voz:

—Habría que poner cara de entrar con él.

Dejó de hablar. El paseante giraba alrededor de ellos lentamente. Con las manos en los bolsillos del pantalón, Jonas jalaba hacia su vientre la tela blanca, tratando de destacar lo que sabía que los maricones llamaban el paquete: la polla y las bolas. Querelle sonreía. El paseante se volvió muy rápidamente.

—Ha mordido, pero hay que saber qué quiere. Si somos dos no va a venir. Lo mejor es que uno quede solo y el otro lo siga. ¿No crees?

—Sí, creo que es mejor. Quédate tú. Yo no conozco esto. No es mi rollo.

Vale. Yo tampoco lo hago habitualmente pero voy a camelarlo. Trataré de llevarlo a la playa. Síguenos sin dejarte ver. ¿Vale? Cuando pasemos a su lado, tú finges que te vas.

—Vale.

Aceleraron un poco. A la altura del hombre se dieron la mano y Querelle dijo en voz alta:

—Hasta mañana entonces. Yo debo volver. Tienes suerte de tener un permiso nocturno. Venga, hasta luego.

Y se fue de la acera directamente dando grandes zancadas para cruzar a la acera opuesta. Jonas sacó un cigarrillo de su bolsillo y bajó un poco la marcha. Con maña, se puso a equilibrar la basta de su pantalón sobre sus zapatos de tela blanca. La última frase de Querelle le suscitó de repente una disposición que daba naturalidad a la indolencia de su modo de caminar consagrado al juego del bajo fondo. Era normal que su desenvoltura fuese el resultado no premeditado de esas repentinas vacaciones y también era normal que esas vacaciones fuesen especialmente deseadas para permitir al marinero librarse al delicioso juego del pantalón, a ese andar bello entre los andares que es la gloria de la Marina, a la posesión de sí que está toda contenida en ese caminar (siendo la misma del marinero), a la posesión de la noche en que las tinieblas estrelladas están contenidas en el andar más turbador. Él bailaba. Jonas bailaba ante Herodes. Sentía tras él los ojos del tirano cubierto de oro pero vencido, observando la maravillosa lentitud del marinero cada vez más indolente, ya que la indolencia era el pretexto de esa danza, y su esencia. Cuando el hombre lo rodeó, uno y otro volvieron la cabeza a la vez: cada uno tenía un cigarrillo, pero si Jonas lo tenía en la boca, el hombre llevaba el suyo más modestamente en la mano.

—Perdone… Eh, no tiene usted…

Jonas sonrió:

—No, no tengo fuego. ¡Ah! Espere, quizá tenga un mechero en el fondo del bolsillo…

Puso cara de revolver sus bolsillos y sacó unos fósforos de uno. Con cortesía, encendió primero el cigarro del paseante. Era un hombre más bien delgado con el rostro muy blanco, prolongado en dos inmensas arrugas a cada lado de la boca. Estaba vestido con un traje elegante de seda beige. Al acercarse a encender su cigarrillo, se fijó con avidez en el cuello desnudo del marinero. Jonas no se fijó en la edad sino en la corpulencia del maricón.

—En estos bolsillos se encuentra todo. Así es la Marina. Siempre hay fuego.

—Hay que reconocer que los navegantes rara vez toman el camino corto —porque se dice así, ¿verdad?—, eso le da más brillo a su encanto. Hablo sobre todo de los navegantes franceses, claro.

Inclinó la cabeza en un ligero saludo a Jonas. Había hablado con una voz extremadamente frágil, ligeramente trémula por atreverse a hablarle a un marinero tan monstruosamente existente, de carne y hueso, y tan dispuesto a escuchar.

—Ah, nos hace falta que nos… explayamos. A veces pasamos semanas y semanas en el mar sin ver a nadie.

De repente, Jonas comprendió que el tipo pertenecía al género ceremonioso y que difícilmente se entusiasmaría con palabras muy duras o pensamientos demasiado vivos.

—¡Semanas!

El paseante hizo un gesto delicado para agitar los dos guantes que llevaba en la mano.

—¡Semanas, Dios del cielo! ¡Debe ser de una nobleza incomparable esa soledad en el infinito! ¡Lejos de los suyos! ¡Lejos de un cariño!

La voz era ya un poco más vigorosa pero por otro lado sólo pronunciaba exclamaciones muy dulces, aburridas y artificiales. No le habría sorprendido que se convirtiese en una cometa de papel arrugado, frisado, cosido con hilo y, por un lado, armado de un anzuelo que le salía de la boca, enganchado a la garganta, ni que en esa noche llena de estrellas fuese arrastrado por una de ellas. No sonreía. Caminaba al lado de Jonas, que continuaba equilibrando su pantalón.

—Pues a mí lo del cariño, me la suda.

—¿Suda? ¿Qué es eso? ¿Es jerga?

—Es jerga, sí. De París. ¿Por qué? ¿Usted no es francés?

—Soy armenio. Pero francés de corazón. Francia es Corneille y el divino Verlaine. Estudié en una misión marista. Ahora soy comerciante. Vendo bebidas frescas. Limonadas con gas.

Sintiéndose repentinamente libre de una opresión, de una pesadez ahora precisa, Jonas comprendió que llevaba un momento dudando que el maricón fuese francés. No que tuviese algún escrúpulo con el humo. El armenio tocó, no el brazo, sino un agudo pliegue que formaba la tela en el codo del marinero, y aún más dulcemente, casi temblando por su audacia, dijo:

—Venga. ¿Qué riesgo corre? No soy un monstruo.

Rio, dudando repentinamente por las últimas palabras, retirando su mano adormecida, surcada de destellos escarchados, con una risa que agitó toda su persona como si fuese un cascabel. Al volverse para ver si Querelle los seguía, no vio a nadie. Temió que, cuando los dos marineros se separaron tan rápido, hubiesen preparado un golpe contra él. El mismo frío, provocado por otra razón, penetró a un Jonas inmóvil, con las piernas separadas y las manos en los bolsillos, seguro de que su actitud era la mejor:

—¡Ah! Sé bien que no arriesgo nada, es sólo que no puedo. Soy marinero, trato de divertirme, no hago daño a nadie. Cuando se trata de divertirme, no me preocupo por nada. Tengo la mente abierta, comprendo todo.

—Oh, mi querido amigo. En este mundo debemos tener mente abierta. Yo mismo me he liberado de todos mis prejuicios. Sólo amo la belleza.

—A mí en el barco me llaman «El Amargado». Eso quiere decir que no lo soy. Nunca juzgo a nadie. Todo el mundo es libre. Cada quién se divierte como quiera. Lo principal es no hacerle daño a nadie.

—Me encanta oír lo que dices con esa voz tan hermosa. Y cada vez me siento más en armonía contigo. De verdad (tomó del brazo al marinero y lo estrechó con toda su poca fuerza nerviosa, que concentró en el gesto casi hasta lastimar a Jonas) vendrá usted a casa a beber una copa. Un marino francés no puede rehusar. Vamos, querido amigo, venga.

Su rostro esta vez era grave, con una gran tristeza y una esperanza loca concentradas en sus grandes ojos negros. Añadió más bajo:

—Es usted tan sorprendentemente simpático. Y además… (su garganta se cerró, su manzana de Adán hizo un movimiento de deglución) y además dice que es libre respecto a la felicidad. Me encantaría, como estoy solo, me encantaría estar con usted un poco.

—No necesitamos ir a una habitación. Podemos dar un paseo.

—Pero, amigo mío, me encantaría que estuviésemos a solas.

—Podemos ir a la orilla del mar. Podemos buscar un rincón solitario.

Dio algunos pasos por su cuenta después de tirar el cigarrillo. El armenio lo siguió un poco.

—Mi cuarto es tan evocador. Yo quisiera que conservase algo de su visita.

Jonas se echó a reír. Miró al maricón. Dijo gentilmente:

—Vaya que es usted caprichoso. Esa es una declaración de amor.

—Oh, usted me… estoy confundido… pero no crea que… no se enoje… sin duda, yo lo amo…

—Está bien, está bien, no tiene nada de malo. No me voy a enojar. ¿Por qué? Es sólo que no puedo. No hay nada que hacer. No puedo ir a su casa. Si quiere usted, caminamos un poco, hace una noche espléndida, podemos pasear por la orilla del mar o por el jardín público… Estaremos tranquilos, podremos hacer lo que queramos…

—No puedo. No puedo. Pueden reconocerme.

—¿Y de camino a su casa? Aún más.

Se enfrascaron en una discusión firme. La insistencia del marinero por la orilla del mar inquietaba al armenio que, con una autoridad más fuerte que la de Jonas, impuso su marcha en dirección al centro de la ciudad. La furia hizo presa en Jonas. Sentía la resistencia casi invisible del pequeño caballero que emanaba desconfianza. Sabía desde hacía mucho tiempo que las tías se defendían a veces con encarnizamiento: en su casa tendría que matarla. Lo pensó por un momento. A fin de cuentas, sabía que a veces tienen el descaro de ir a quejarse a la policía. Maldijo por no poder llevárselo y temió los sarcasmos de Querelle.

«El maricón recela de cualquier cosa. Debe mover él las fichas.»

Jonas no podía saber que el armenio había deseado a Querelle. Al verlo separarse de su camarada, la pena le había hecho desear más a Querelle. Se contentaría con el marinero restante contra el cual se desarrollaba un sistema de resistencias del que el propio armenio no tenía la sospecha y que no podía controlar. Sutilmente, como muchos maricones, temía aislarse demasiado con un hombre más fuerte que él. Ir hasta la orilla del mar enfatizaría su debilidad, pues el mar es cómplice de los marinos. En su casa, al alcance de la mano, se había hecho instalar un sistema de alarma. Además, la poesía, para él, consistía en una habitación decorada con flores, con marcos negros incrustados de nácar, tapices, cintas, almohadones malvas y luces bajas. Quería arrodillarse ante el marinero desnudo y pronunciar palabras suaves. Y todas esas razones pesaban con fuerza en una dirección que Jonas ignoraba: el maricón lamentaba haber perdido a Querelle, y sordamente, pesadamente, esperaba que si se daba prisa, y se libraba de Jonas, lo reencontraría. En fin, a todas esas razones y miedos se añadía otro temor: mientras más ama a un chico más le teme, y ya ama a Querelle pero descarga sobre Jonas el miedo que le habría tenido a Querelle.

—¿Qué hacemos entonces?

—Venga a mi casa.

—Vale, vale. Adiós. Nos dejamos como buenos amigos. Quizá nos volvamos a ver un día.

Estaban en una calle iluminada y muy frecuentada. Jonas, rápidamente casi con brutalidad, había estrechado la mano del armenio asustado y desaparecía con grandes zancadas agitadas, con su enorme masa de hombros, el aspecto distante y el ritmo cada vez más pesado y lejano, creciendo a medida que Jonas se iba y entraba en el corazón del maricón desesperado. Jonas no reencontró a su camarada. Pero diez minutos después de esa escena, mientras volvía a su casa, en una esquina de la calle, el armenio se topó contra el andar blanco y alto de Querelle.

—¡Oh!

No pudo contener la exclamación. Querelle sonrió.

—¿Qué pasa? ¿Le doy miedo? No soy tan terrible.

—¡Oh!… usted es terriblemente deslumbrante.

Querelle sonrió más. Estaba seguro, instantáneamente de que Jonas no había podido «hacer nada» con ese tipo pero ignoraba qué había pasado.

—¡Usted… usted brilla! ¡Su rostro me ilumina!

Irónico y sonriente, Querelle dejó oír un ligero silbido en el que puso, naturalmente, tanta ternura fácil que el armenio sonrió a su vez. Al dejar a Jonas había sentido en sí una gran rabia por dejar escapar una conquista tan bien hecha y tan hermosa en realidad. Al reencontrar en la noche poblada de gente silenciosa al marinero entrevisto, su desesperación se mezclaba con su rabia y con la brusca alegría del encuentro, todo lo cual le daba una extraña audacia que insuflaba más valor a la sonrisa y a la entretenida amabilidad del marinero. Las espaldas y el tamaño de Querelle lo aplastaban pero su sonrisa probaba que ese monstruo de vigor estaba cautivado por el armenio.

—Al menos usted sabe charlar.

Rápidamente, el armenio persuadió a Querelle de acompañarlo a su casa. Repitió todas las paparruchadas que había soltado ante Jonas, pero las hizo más breves, redondas y compactas. Estaba exaltado. Olvidó toda prudencia, hasta que se hizo en su mente la siguiente inquietante pregunta: «¿Por qué este marinero dijo ante mí que volvía a bordo si ahora lo encuentro tan lejos del puerto?». En su habitación encendió un bastoncillo de incienso. Querelle admiró ese interior calafateado y acolchado que le pareció tan lujoso. Una extraña dulzura lo animaba, lo reposaba. Los almohadones eran suaves, el tapiz mullido, las flores complicadas. La madera negra de los muebles y los marcos contenía toda la esencia del reposo. Tanta suavidad abrumaba a Querelle y le concedía la paz de los ahogados. Su atención se distendía.

—Está usted en su casa. Es usted el señor de este imperio. Disponga.

«Disponga» turbó a Querelle pero su turbación era aún de naturaleza amortajada. Pensó, más que con palabras —y aún había palabras por ahí entre la vaga música—, con ayuda de imágenes de flores de formas extrañas y sabias, constantemente móviles, que formaban una larga guirnalda o melodía que quería decir lo siguiente (lo que le causaba la inquietud elevada hasta la angustia y rebajada hasta la aceptación): «Quizá no será necesario que me llegue a dar por culo». Pues para Querelle, un maricón no es sólo un chico que folla a otro. Si tanto odio (como el que había encontrado en torno a sí sin llevarlo en sí mismo) se aplica a quienes los marineros llaman locas, es que evidentemente (aunque tengan maneras femeninas) tratan de convertirlos en mujeres. Si no —en el caso inverso— ¿por qué odiarlos? Querelle detentaba este candor que a veces se confunde con la pureza. Sin embargo, su inquietud, no sólo duró poco, sino que aunque hubiese sido nauseabunda, no la habría notado. «Ya veremos». Impasible entre los almohadones, fumando en largas boquillas, observaba al armenio cada vez más excitado por la llegada del momento esperado. Querelle lo veía hacer muecas, empolvarse, servir con los gestos nerviosos de unas manos refulgentes de pequeñez que él admiraría más tarde en el teniente de la nave, un licor rosado en minúsculas tazas de café.

—Qué bonito. Si todos los maricones fueran así, no habría por qué odiarlos.

—Me llamo Joachim. ¿Y tú, mi estrella?

—¿Yo?

Estaba sorprendido. Se sentía deliciosamente invadido por esa dulzura que conocería más tarde cuando, en el muelle de embarque, el teniente Seblon, arrastrado por el peso encantador de sus pechos blancos, se inclinase ante él diciendo:

—¡Mis globos de alabastro!

Los globos de alabastro pesaban. El oficial los sabía pálidos, lechosos, lunares, duros y tiernos a la vez, pero sobre todo inflados con una leche con la que estaba seguro de poder alimentar a Querelle, que ya levantaba la cabeza.

—Sí, ¿tú?

—Me llamo Querelle. Marinero…

Vaciló, pues comprendía que el error estaba hecho. Suspendido algunos segundos sobre el vacío, se resolvió sin embargo y dijo:… Querelle.

—¡Oh! ¡Qué hermoso nombre!

—Sí, Querelle. Marinero Georges Querelle.

El armenio estaba de rodillas ante él entre los almohadones. El kimono de seda rosa pálida bordado de pájaros de oro y plata estaba entreabierto sobre un torso y unas piernas perfectamente blancas y lisas. Querelle, debido a la fatiga, vio el extraño dispositivo aproximarse a él con la repentina enormidad de las cosas que soñamos y cuyo engorde produce el efecto de una potente lupa que se acerca al objeto hasta confundirse con él. Era curioso: Querelle sonrió. El armenio alzó la boca hasta la suya. Querelle inclinó la cabeza decidiendo tomar la iniciativa en el primer beso que recibía de un hombre. Un ligero vértigo se apoderó de él. Le gustaba atreverse a todo en esa habitación destinada exactamente a eso, donde se sentía tan amortecido, tan adormecido. Le parecía estar haciendo una conquista. Sonreía pero se mantenía serio. No podemos formularlo mejor que así: estaba en ese cuarto, tan tranquilo como en el interior de un vientre materno. Hacía calor.

—Tu sonrisa es una estrella.

Querelle sonrió más. Sus dientes blancos brillaron. No se sentía turbado por el juego de Joachim ni por la vista de su piel blanca (un poco más tarde descubriría que toda su piel estaba empolvada y perfumada) pero sí ligeramente por la confusión amorosa que descubrió en los hermosos ojos negros fijos sobre los suyos y tocados con largas pestañas curvas.

—¡Oh! ¡Tus dientes son estrellas!

Joachim dejó caer la mano hasta los testículos del marinero. Los acarició bajo la tela blanca murmurando:

—Esos tesoros, esas joyas…

Querelle aplastó violentamente su boca contra la boca del armenio. Lo apretó muy fuerte entre sus brazos.

—Tú eres una estrella inmensa y esa estrella iluminará mi vida para siempre. ¡Eres una estrella de oro! Protégeme…

Querelle apretó más. Sonrió duramente mirando al maricón morir entre sus dedos crispados, morir con la boca abierta, la lengua extendida espantosamente, los ojos desorbitados, parecido, según creía, a él mismo durante sus jugueteos solitarios. Una ola maravillosa destrozó el silencio de sus orejas. El mundo zumbaba. El mar murmuraba.

«Es la estrella del amor

… Todos los marinos tienen una estrella

Que los protege

Cuando nada la oculta a sus ojos

La infelicidad nada puede hacer contra ellos»…

Los ojos del armenio se detuvieron de repente, se enternecieron. Luego nada cantó. Querelle se mantuvo atento a la muerte, al súbito cambio del sentido de los objetos. Es tan dulce, un pequeño maricón. Muere suavemente. Sin romper nada.

Para respetar una tradición convertida en ceremonia ritual, nacida en él por la necesidad (con el fin de tapar su rastro, como una sombrilla posada abierta sobre él que parece proteger del sol a una joven asesinada en un prado) de travestir el crimen, de ocultar el cuadro final de la muerte gracias a un objeto que, dispuesto de cierto modo, parecía haber «suspendido» la vida, Querelle, inspirado por la expresión feliz del rostro de su víctima, le entreabrió la bragueta y dispuso las dos manos muertas, listas para el placer. Sonrió. Los pederastas, presentan a su verdugo un cuello delicado. Podemos afirmar, como veremos más tarde, que es la víctima la que hace al verdugo. Esta inquietud crónica, eterna, que sentimos temblar en la voz de las locas, inclusive las más arrogantes, es de por sí una tierna llamada a la mano terrible del asesino. Querelle vio su rostro en el espejo: era hermoso. Le sonrió a su imagen, al doble de ese asesino vestido de blanco, de azul, encorbatado de satén negro. Querelle tomó todo el dinero que encontró y, con mucha calma, salió. En la escalera oscura se cruzó con una mujer. Al día siguiente, todos los marineros del «Vengador» fueron reunidos sobre cubierta. Los dos jóvenes que la víspera habían encontrado a Joachim con Jonas trataron de descubrir el rostro del marinero. Señalaron a Jonas que se debatió durante seis meses contra los interrogatorios, luchó, combatió con violencia y tristeza el misterio de una mujer de velo negro que había encontrado por la mañana a un marinero francés en la escalera de un armenio con quien se había paseado horas antes por la calle. Y el armenio había sido estrangulado a la misma hora en que Jonas caminaba en dirección al «Vengador». Por cortesía a un país bajo mandato francés, y a causa de la actitud agresiva del acusado, el tribunal marítimo condenó a Jonas a muerte. Lo ejecutaron. Querelle tenía una estrella. Abandonó Beirut cargado de tesoros. Cargado primero con esa estrella, con los nombres bonitos que el maricón le había puesto y la certidumbre de llevar un tesoro colgando entre las piernas. Esa muerte había sido fácil. E inevitable porque Querelle había dado su verdadero nombre. Permitió que a Jonas —un verdadero amiguete— le hubiesen matado. Su sacrificio concedió a Querelle el derecho absoluto de disponer sin remordimientos de la pequeña fortuna en libros sirios y dinero de todas las naciones del mundo, sustraída de la casa de Joachim. Había sido un precio caro. Al fin y al cabo, si un maricón fuese así, un ser tan ligero, tan frágil, tan etéreo, tan transparente, tan dulce, tan delicado, tan sumiso, tan claro, tan conversador, tan melodioso, tan tierno, se le podría matar, estaría hecho para ser asesinado como el cristal de Venecia espera sólo la mano del guerrero para destrozarlo sin cortarse siquiera (salvo, quizá, la herida insidiosa, hipócrita, de una esquirla de vidrio, aguda y brillante, que permanece en la carne). Si eso es un maricón, no es un hombre. No tiene peso. Es un gatito, un pardillo, un cervatillo, una lagartija, una libélula cuya fragilidad misma es provocadora y precisamente exagerada para atraer inevitablemente la muerte. Y además, se llama Joachim.

Querelle de Brest
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