Querelle arrojó su cigarrillo encendido. Ella se encontraba lejos de él, aunque cercana, sin embargo, delicada y blanca, con la mecha humeante, signo fatal de que la guerra está declarada, de que no depende ya de él que se consuma todavía un poco para que el mundo salte por los aires. Querelle no la miraba, pero sabía lo que acababa de arrojar. Se imponía a su conciencia la gravedad de su ademán y le ordenaba —irresistiblemente, pues estaba encendida la mecha— que no se detuviera. Metió la mano en sus bolsillos, abiertos los pies sobre el vientre, «estilo dolor de tripas», y, mirando fija y aviesamente a Mario, frunciendo el ceño y con la boca crispada, pronunció estas palabras:

—¿Qué quieres decir? Sí, tú. ¿Qué quieres decir con eso de si puedes sustituir a Nono?

Mario sintió miedo frente a la serenidad del marinero. Si aceptaba llegar hasta el final de la aventura por él iniciada, sus privilegios de poli no le servirían de nada. Querelle estaba viendo en él simplemente a un poli que trataba de espiarlo. Con habilidad inconsciente Querelle decidió acumular detalles trágicos sobre las sospechas de contrabando e incluso de robos (únicas sospechas que podría haber tenido el poli, siendo asiduo de «La Féria», y dado que tal vez alguna de las mujeres hubiera hablado). Trataba de agrandar este simple hecho con el fin de disimular el asesinato, con el que todo poli —por el simple hecho de serlo— se halla siempre en relación, aunque sólo sea de un modo sutil. Era sobre ese punto sobre el que le resultaba necesario provocar al inspector para defenderse a continuación con brillantez. Querelle se acusaba primero. Trataba de atraer la atención de Mario mediante mil destellos: los acentos sordos de su voz, los dientes apretados, el ojo sombrío, los pliegues de su piel.

—Hombre… Explícate.

Con palabras —estas, por ejemplo: «Me refería a si tienes chocolate para mí»—, Mario podía haber restablecido la calma; pero la fuerza que sentía dentro de Querelle se le estaba trasmitiendo a él, proporcionándole no más vigor físico, sino una mayor audacia, una mayor firmeza. La actitud de Querelle, aunque le metía miedo por aquella fría decisión que no se esperaba, le comunicaba un valor que él recibía fervorosamente, pues le impedía diluirse en una palabra de retirada, de retroceso. Querelle reafirmaba al poli. Con sus ojos fijos en los de Querelle, rompiéndose las finas elevaciones de su voz contra los destellos aún visibles de la voz de Querelle, Mario respondió:

—He dicho lo que has oído.

Querelle no respondió ni actuó de inmediato. Apretando la boca respiró profundamente por la nariz, cuyos tabiques se estremecieron. Mario deseó desesperadamente dar por culo a un tigre furioso. Querelle se concedía algunos segundos para examinar mejor a Mario, para odiarle más y para conferir al mismo tiempo a su actitud física y moral una mayor agilidad con el fin de pelearse mejor. Le resultaba, pues, necesario acumular toda la pasión de que era capaz sobre aquel incidente, nacido de la sospecha de sus robos o de su contrabando, con el fin de que la idea de crimen se extinguiese por sí sola, carente de soporte psíquico, desgastada previamente por sospechas anodinas. Entreabrió la boca, por la que se precipitó un viento torrencial con la plenitud y la exactitud cilíndrica de una verga de gran calibre. Exclamó:

—¡Ah!

—Sí.

Querelle hundió su mirada, rígida cual una varilla de paraguas, en Mario:

—Si no te molesta, sal fuera conmigo. Tengo que decirte algo.

—Okey.

Mario rebuscaba las palabras que le acercaban a los maleantes, con los que a menudo le gustaba confundirse. Salieron. Querelle dio en silencio algunos pasos en la noche en dirección opuesta a la ciudad. A su lado, ligeramente detrás, Mario conservaba sus manos en los bolsillos, apretando ya la izquierda sobre un pañuelo hecho una bola.

—¿Vamos a seguir muy lejos?

Querelle se detuvo, mirándole.

—¿Qué quieres de mí?

—No te das cuenta, no.

—¿Tienes pruebas?

—Nono me ha hablado al respecto, eso me basta. Y si te dejas tabicar por Nono no veo por qué yo me voy a quedar a verlas.

Querelle sintió afluirle, desde el más alejado de sus dedos, toda su sangre al corazón. En la oscuridad palidecía hasta volverse transparente. Sólo subsistía la certidumbre de ser, gracias a la esperanza loca que brincaba en él de corazón a corazón hasta sus labios, hasta su barco. El poli no era un poli. Querelle no era ni un asesino ni un ladrón: vivía sin peligros. Abrió la boca para soltar una carcajada, pero se quedó serio. Un enorme suspiro se le precipitaba desde las entrañas a la garganta y presionaba como un tapón de estopa en su boca. Hubiera querido besar a Mario, entregarse a él, gritar y cantar: hizo todo esto, pero en su fuero interno y en el espacio de un segundo.

—¡Ah, sí!…

Tenía la voz tomada. A su juicio tenía la voz; ronca. Se alejó de Mario y dio unos pasos. Se negó a aclararse la voz. La furia del policía frente a él tenía que servir para algo, provocar el desarrollo de otro drama tan necesario —más necesario incluso— que aquel que ya había tenido lugar. Tenía que ser la música solemne que acompaña a la tempestad. Si Mario se había mostrado tan decidido, tan tenso en su severidad estando pensando en algo tan diferente de lo que Querelle había supuesto al principio, ello era evidentemente porque ese algo exigía una tensión así.

—No vale la pena irnos hasta el Polo Norte. Si hay cosas que no te gusta hacer, no tienes más que decirlo.

—Sí, tengo…

El puño de Querelle alcanzó a Mario en plena barbilla. Feliz de poder pelearse (con las manos desnudas), estaba seguro de no tener que vencer más que a aquello que puede ser vencido con los puños y con los pies. Mario paró el segundo golpe y replicó con un directo en plena jeta. Querelle retrocedió. Dudó un instante y saltó luego. Durante algunos minutos ambos hombres lucharon en silencio. Apartándose el uno del otro podían retroceder hasta unos límites donde ya no les sería posible reunirse, pero permanecían a dos metros, observándose, y se precipitaban de golpe para lanzarse a una nueva refriega. Querelle se sentía alegre por estar luchando contra un poli y ahora sabía que este combate, que conducía con soltura —a causa de su juventud y de su agilidad—, podía compararse con los coqueteos que realzan aún más a la chica que se entrega sin dejar de negarse. Sacaba de sí mismo los ademanes más audaces, más duros, más viriles, no con la esperanza de hacerse odioso a Mario, ni para hacerle creer que se había equivocado, sino para que supiera, un poco más tarde, que había vencido a un hombre, que lo había reducido lentamente, que, delicadamente, uno por uno, le había despojado de sus atributos de macho. Luchaban. La nobleza, en fin, de las actitudes de Querelle estimulaba en Mario la nobleza. Al principio, habiéndose dado cuenta el policía de que en el combate era menos hermoso, menos desenvuelto que el marinero, había execrado la belleza de este y su nobleza para no verse obligado a despreciarse a sí mismo por no poseerlas. Quiso demostrarse a sí mismo que era justamente contra ellas contra lo que luchaba para vencerlas mejor, y les contrapuso, exaltándolas, su propia vulgaridad y torpeza. En ese momento se ponía muy hermoso. Luchaban. Querelle era el más ágil y seguía siendo el más fuerte. Mario pensó desenfundar su revólver y convertir la muerte de Querelle en un acto de servicio: había intentado detenerlo y el marinero le había amenazado. Ahora bien, una maravillosa flor, perfumada de cielo, sobre la que jugueteaban abejas de oro floreció en él, dejándole ridículamente acurrucado, negro y triste, con la boca crispada, el pecho jadeante, entrecortado el aliento, torpe y pesado el ademán. Sacó su cuchillo. Más que verlo, Querelle adivinó el cuchillo del policía. Por los ademanes, súbitamente diferentes, más calculadores, más solapados, por la actitud más felina, más trágica al modo clásico del polizonte, Querelle discernía en la persona toda de Mario una decisión irrevocable y conquistada a alto precio, una voluntad de asesinato cuya necesidad —o ni siquiera su gravedad— llegaba a explicarse, pero que adquiría tales proporciones que el enemigo —armado con cuchillo de muelles, siendo así que un polizonte suele protegerse normalmente con un 6-35— se volvía feroz e inhumano (con una ferocidad infernal que ya no guardaba relación con el deseo de pelea, de venganza o de insulto que los había lanzado el uno contra el otro), y Querelle fue presa del miedo. Fue en ese mismo instante cuando adivinó en la palpitante y algo difusa apariencia de Mario la presencia aguda y mortal de una hoja metálica. Pues ella, aunque invisible, podía prestar a la mano encorvada, a la muñeca doblada, aquella soltura, aquella actitud casi abandonada y segura de sí misma, al cuerpo aquel plegamiento de acordeón que se despliega sin moverse —y no se vuelve a replegar— para dar la nota definitiva, a la mirada aquella calma irrevocablemente desesperada. Querelle, aún sin ver el cuchillo, no percibía otra cosa que él mismo, que pasó a ser, de invisible a importantísimo para el desenlace del combate (podía causar dos muertes), monumental. Su hoja era blanca, lechosa y de materia algo fluida. Pues el cuchillo no era peligroso por el hecho de ser cortante, sino por ser el símbolo de la muerte en la noche. Por ser tal símbolo, con poder de matar por el solo hecho de serlo, causábale espanto a Querelle. Era la idea de cuchillo la que engendraba el miedo. Abrió la boca y tuvo la vergüenza adorable y salvadora de oírse decir tartamudeando:

—Me vas a sangrar…

Mario no se movió. Querelle tampoco. Por la idea de sangre que encerraba esta imploración, por la esperanza que permitía, hizo que su sangre empezara a circular. Vacilaba en romper su inmovilidad. Temía, hasta tal punto se sentía ligado a él por una multitud de hilos, que uno solo —y el más ligero bastaba para desencadenar un mecanismo fatal, tan evidente resulta que la fatalidad se asienta en un equilibrio precario—, que uno solo de sus movimientos suscitase un gesto de Mario. Se hallaban en el centro de una masa de niebla en la que un cuchillo, invisible pero firme, estaba agazapado. Querelle no llevaba ningún arma.

Con voz dulce y profunda, tornada de súbito extraordinariamente emotiva, le dijo al Príncipe de la Noche y de los Árboles cercanos:

—Oye, Mario, escucha, estoy completamente solo frente a ti. No tengo defensa.

Habiendo pronunciado en alta voz el nombre de Mario, se sentía Querelle unido a él por una enorme dulzura, por una emoción comparable a la que experimentamos al oír por la noche, tras el tabique de una habitación de hotel, la voz nerviosa de un muchacho que exclama: «¡No seas bestia, sólo tengo diecisiete años!». Toda su esperanza estaba puesta en Mario. Al principio, la frase fue sólo un canto casi tímido, que apenas hacía mella en el silencio y la niebla (siendo más bien la deliciosa vibración de estos), pero que poco a poco iba tomando cuerpo sin dejar de poseer el tono sencillo y concreto de una fórmula trivial inventada por un cómico genial que trata de conjurar la muerte y arroja en el fondo de una memoria atenta una palabra que ignora, leída quizá en un diario robado a un oficial que hablaba con otro oficial, Querelle repitió:

—… No tengo defensa. Ninguna.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Transcurren en el silencio cuatro segundos.

—Puedes hacer lo que quieras, no tengo cuchillo. Si me pinchas, se acabó. No puedo hacer nada…

Mario seguía inmóvil. Se sentía dueño del miedo y de la vida que podía perdonar o interrumpir a su antojo. Dominaba su oficio de polizonte. No disfrutaba mucho de su poder, pues, poco atento a su vida interior, carecía de habilidad para exaltarla. No hacía el menor movimiento por no saber cuál hacer primero, pero, sobre todo, porque se hallaba fascinado ante aquel instante victorioso que tendría que ser destruido por y para quién sabe cuál otro de menor intensidad, de menor dicha tal vez, sin posibilidad de volverse atrás. Una vez realizado, ya no podría elegir. Dentro de sí Mario experimentaba un equilibrio exquisito. Se encontraba por fin en el centro de la libertad. Estaba dispuesto a…, salvo que esta actitud no podía durar mucho tiempo. Descansar sobre el muslo, relajar este o aquel músculo, supondrían ya elegir, es decir, limitarse. Tenía, pues, que conservar su inestabilidad el mayor tiempo posible si no se le cansaban pronto los músculos.

—Yo te pedí una explicación, pero no quería en absoluto…

Tenía una hermosa voz, la melodía, muy dulce. Querelle se encontraba en el centro de la misma libertad, dándose cuenta del peligro que entrañaba la inestabilidad de Mario. Esta se le trasmitía, aportándole el miedo del que extraía aquel juego, una conducta peligrosa, un aspecto frágil, pero también una fuerza invencible. El miedo podía precipitarle del trapecio volante al que se estaba agarrando con sus garras de cristal por encima de la jaula de las panteras. La muerte estaba ahí, acechándolo a él, que había sido tantas veces la muerte acechando a su presa. Se miraba a sí mismo en el rostro y la actitud de Mario, tan nuevos para él. ¿Qué extraño poder representado por un policía doblado en forma de arbotante sobre una pierna, con el torso estrecho y duro enfundado en una camiseta azul cielo, se había escapado del cuerpo de Querelle para solidificarse frente a él? Mientras permanecía en su interior, mientras lo proyectaba sobre el muro de niebla, Querelle había contenido tal veneno sin grave peligro para él. Pero esta noche su propio veneno le amenazaba. Querelle tenía miedo y su miedo poseía la palidez de la muerte cuya eficacia conocía, sintiendo un doble miedo a ser abandonado súbitamente por él. Mario cerró la navaja. Querelle exhaló un suspiro, vencido. El arma nacida de la inteligencia había despreciado a la nobleza del cuerpo, al heroísmo del guerrero. Mario se enderezó por completo y se metió las dos manos en los bolsillos. Frente a él, pero con un desfase debido a su humildad reciente, Querelle hizo el mismo ademán. Se acercaron un poco el uno al otro y se miraron, turbados.

—No quería hacerte daño; eres tú quien anda buscando un arreglo de cuentas. A mí me importa un bledo que andes con Nono. A mí qué coño me importa. Puedes hacer lo que quieras con tu culo, pero, la verdad, no vale la pena que te pongas hecho un basilisco…

—Mira, escucha, Mario. Es posible que yo ande con Nono. Eso es cosa mía y tú no tienes por qué pitorrearte de mi en pleno burdel.

—No me he pitorreado de ti. Bromeando, te preguntaba si podría sustituirle. Fíjate que eso no quiere decir nada. Y en todo caso no había nadie que pudiera oírlo.

—Por supuesto, no había nadie; pero tienes que darte cuenta de que a nadie le gusta ver que se cachondean de él. Por supuesto que tengo derecho a hacer lo que quiera. Eso a nadie le importa, soy muy quién para defenderme. Porque, la verdad, Mario, sí me has podido es porque tienes una chaira, pero con juego limpio no te hubieras hecho conmigo.

Se sumergieron en la niebla, uno al lado del otro, con fraternidad debido al aislamiento de la niebla y al tono bajo, casi confidencial, de sus voces. Giraron a la izquierda, hacia las murallas. Querelle no sólo había perdido el miedo, sino que la muerte, tan maravillosamente evadida de él, volvía a regresar a su interior, dándole de nuevo la fuerza de una coraza flexible e irrompible.

—Bueno, escucha, no me cojas manía. Te dije aquello en broma. No había mala idea en ello. Yo también he jugado limpio contigo. Es verdad que he sacado una chaira, pero hubiera podido matarte con mi 6-35. Tenía derecho a hacerlo. Hubiera podido contar una historia inventada. Pero no he querido.

Querelle volvía a sentir que a su lado caminaba un policía.

Era el colmo de la paz.

—¡Nono, ya lo creo que le conozco! No tienes más que preguntarle. Yo a «La Féria» voy como amigo, no como un guripa. Porque aunque no te lo creas, soy legal. Más de un tío te lo puede decir. No creas. Y yo jamás he hecho la corte a un tío. ¡Jamás! ¿Te das cuenta? Además, eso no quiere decir nada. Estamos en la Marina, y en la Marina, muchacho, ¡no he visto tíos ni nada que se la dejen meter! Y no por eso dejaban de ser hombres, te lo digo yo.

—Cierto, y además con Nono no hay que pensar lo que no es.

Mario se echó a reír con risa transparente, juvenil. Sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos. Ofreció uno, en silencio, a Querelle.

—Vamos, vamos…, conmigo no vale la pena contar un rollo…

Querelle rompió a reír a su vez con idéntica risa, en medio de la cual formuló:

—Palabra, no te estoy enrollando.

—Lo que yo digo es: haz lo que te guste. Conozco bien la vida, no te cueles. Tu hermano es diferente, él se defiende con las chicas. Las costumbres especiales no las aguanta, ya ves que estoy enterado. Así que no se lo digas.

Habían llegado casi a la altura de las fortificaciones sin haberse encontrado con nadie. Querelle se detuvo. Con su mano armada del cigarrillo tocó el hombro del policía:

—Mario.

Mirándole a los ojos pronuncio con tono severo:

—Me he acostado con Nono, no lo niego. Pero no hay que equivocarse. No soy un marica, ¿comprendes? Me gustan las chicas. ¿No lo crees?

—No digo lo contrario. Pero según Nono, según cuenta él, te la ha metido. Eso no lo vas a negar. ¿No te la ha metido él?

—De acuerdo, me la ha metido; solo que…

—Guárdate tus explicaciones, te vuelvo a repetir. A mí me la menean. No hace falta que me insistas en que eres un hombre. Estoy seguro de ello. Si fueras un mariquita como tantas te habrías rajado en la pelea. Pero tú no te rajas.

Puso la mano sobre el hombro de Querelle obligándole a caminar. Estaba sonriendo, lo mismo que Querelle.

—Mira, nosotros somos dos hombres. Hablamos como queremos. Te has acostado con Nono, no es ningún crimen. Lo esencial es que te haya hecho disfrutar. ¿Eh? No me vas a decir que no has sacado tú lote…

Querelle trató de nuevo de defenderse, pero quedó vencido por su sonrisa.

—No te digo que no. Cualquier tipo gozaría con eso.

—Pues ya lo ves. Puesto que te gusta, no hay mal en ello. También Nono debió de gozar con lo calentorro que es y con la hermosa jeta que tú tienes.

—Mi jeta es como la de otro cualquiera.

—Venga, hombre, tu hermano y tú, ¡que maravilla! Lo veo, Nono, debe empalmarse como un ciervo. ¿Jode bien?

—Vamos, Mario, deja eso…

Pero lo dijo sonriendo. El policía seguía con su mano sobre el hombro de Querelle, al que, despacito pero con seguridad, parecía conducir al paredón.

—Contéstame, hombre… ¿Hace bien su trabajo?

—¿Pero por qué me lo preguntas? ¿Eso te excita? ¿Tienes ganas de probarlo?

—¿Por qué no, si es tan bueno?; venga, explícate: ¿cómo lo hace?

—No lo hace del todo mal. ¿Estás ya contento? Vamos, Mario, no vas a estar fastidiándome todo el rato, ¿no?

—Es sólo por hablar. No hay nadie que pueda oírnos; estamos entre troncos; y a ti ¿te ha satisfecho?

—¡No tienes más que hacer la prueba!

Se rieron juntos. Mario se cuidó de palmear la espalda de Querelle. Dijo:

—¿Por qué no? Sólo dime si es bueno.

—No es malo. Entrar es un coñazo, pero después se pasa bien.

—Sin bromas. ¿Es bueno?

—Te doy mi palabra. Es la primera vez que me pasa. No pensaba que fuese así.

Se echó a reír, pero esta vez con risa cortada. Empezaba a sentirse molesto y tanto más cuanto que sobre su hombro pesaba la mano del policía. Querelle no sabía todavía que Mario intentaba poseerle. Estaba impresionado por aquellas preguntas tan concretas como un interrogatorio, por el tono ansioso, por aquella voz insinuante y por una estrategia que exigía una confesión, fuera la que fuera. Se hallaba emocionado por la singularidad del lugar, por el espesor de la niebla y de la noche, que hacía más estrecha la unión del policía y su víctima abandonados, por una soledad que les hacía cómplices.

—Debe tener una polla gigantesca. Porque es un chico guapo. ¿Te gusta su polla?

—Eres tonto. No me he fijado. No soy tan vicioso. Venga, basta, no se hable más.

—¿Por qué? ¿Te molesta? Si te vas a cabrear, no te hablo.

—No me cabreo. Estaba bromeando.

—A mí, solo hablar de eso me la pone tiesa, palabra.

—¡Y no veas cómo!

Querelle comprendió que con esta exclamación, y con la frase que siguió: «No, no me disgusta en absoluto», dentro de una serie de tanteos que constituían un juego y una táctica y que desembocarían inevitablemente en el ademán temido por él, su libertad estaba perdida. No sintió vergüenza de haber aceptado adentrarse por esta vía estrecha, pero quedó sorprendido ante su propia astucia con la que, al tiempo que se engañaba a sí mismo, colmaba tan maravillosamente sus deseos secretos.

Al menos experimentaba un ligero pudor al realizar frente a un verdadero macho, y sin poder recurrir a un pretexto de fuerza mayor, un ademán que muy bien se hubiera atrevido a hacer, sin sentirse degradado, con o sobre un pederasta o con un macho, pero ayudado, en tal caso, por un pretexto irresistible.

—¿Qué, no lo crees?

Aún está a tiempo Querelle de decir «sí» y detener el curso del juego. Sonrió:

—Vamos. No es lo que acabamos de decir lo que te ha empalmado. Vete con ese cuento a otro tío.

—Te lo juro, de verdad.

—Ni que fueras del sur. ¡Qué exagerado eres! Con el frío que hace. Debe ser pequeñita.

—Pues mira a ver si no es cierto. Pon la mano aquí.

—No… Te aseguro que no. Ni siquiera se te nota. Está congelada.

Se habían detenido. Mirábanse sonrientes, desafiándose con la sonrisa. Mario alzaba mucho las cejas, arrugaba la frente, intentaba poner la cara avergonzada de un muchacho que se queda asombrado al empalmarse a semejante hora, en un lugar tal y por tan pobres motivos.

—Toca, ya verás.

Querelle no se movió. Puso su mejor sonrisa, la más sutil, la más burlona, haciéndola desaparecer lentamente, lo que hizo temblar su labio.

—Que no. Que es imposible, te lo digo yo.

—Te digo que te fijes. Está increíblemente tiesa. Es una estaca.

Sin apartar los ojos de Mario, sonriendo con los labios temblorosos, con el extremo de los dedos, Querelle hizo florecer la bragueta del madero. Sólo la cobertura, luego apretó apenas y sintió la verga dura y ardiente. Dijo casi temblando y bajando la voz a su pesar.

—Aquí no hay nada ¿A eso le llamas empalmarte?

—No la has tocado bien. Aprieta un poco. Hay un buen trozo.

—Claro, con la ropa. Eso da calibre. Y con el espesor de la tela…

—Mete la mano, ya verás.

Querelle alargó su mano, volvió a posar sus dedos, que vacilaron apenas tocaron la tela tensa (y tal vacilación turbó a ambos de manera deliciosa).

—Abre. Vas a verlo, ya que insistes en que hablo por hablar.

Aunque lo sabían, ambos se aferraban al juego de la inocencia. Temían precipitarse demasiado aprisa en la verdad, abandonarse a la confesión desnuda. Lentamente, sin dejar de sonreír para hacer creer a Mario —aun estando seguro de que Mario no creía en su fingida ingenuidad— que se trataba de algo sin importancia, de una broma, mirando fijamente a los ojos del polizonte, Querelle desabrochó uno, dos, tres botones. Deslizó la mano y cogió la polla suavemente. La tenía entre el índice y el pulgar, y luego la sopesó con toda la mano como para juzgar su talla. Con voz pretendidamente clara, pero en la que quedaba algún resto de turbación, dijo:

—Tienes razón, no está mal.

—Te gusta.

Querelle retiró la mano. Continuaba sonriendo.

—Te he dicho que no me interesa. Gorda o flaca, me da igual.

Con la mano libre metida en su bolsillo —la otra estaba sobre el hombro del marinero— el policía hizo brotar su verga fuera de la bragueta. Permaneció así, plantado sobre sus piernas abiertas, frente a aquel marinero que le miraba sonriendo. Susurró:

—Menéamela un poco, anda.

—Aquí no, ¿no hay otro sitio?

De todos los puntos de la noche, de los senderos sin asfalto, los pies desnudos llevan el crimen consigo. Querelle los escucha venir. A su oído le resultan familiares esas adoraciones. Los magos están en camino. Se inclina: lame en la oscuridad el extremo brillante del terrible cipote de Mario.

Querelle oyó junto a su oído el delicado ruido de la saliva en la boca del policía. Sus labios mojados se despegaban, se disponían acaso para un beso, su lengua se preparaba para penetrar en la oreja y librarse en ella a un fogoso trabajo. Un tren pitó en la noche. Querelle lo oyó acercarse, respirar casi. Los dos hombres habían llegado al borde del terraplén que domina la vía férrea. El rostro del policía debía de estar muy cerca. Querelle oyó de nuevo el ruido agudo, algo silbante y amplificado al máximo, de la saliva. Aquello se le antojaron los preparativos misteriosos para una orgía de amor como jamás hubiese imaginado. Experimentó una ligera inquietud al discernir una manifestación tan íntima de Mario, al percibir su vida más secreta. Aunque hubiera movido los labios y la lengua en el interior de su boca de un modo totalmente natural, el policía parecía deleitarse con la idea de la orgía que vendría a continuación. Bastaba este simple ruido de saliva, tan cercano al oído de Querelle, para enclaustrar a este en un universo de silencio ni siquiera desgarrado por el tren que se aproximaba. El rápido desfiló ante ellos con un estruendo terrible.

Querelle fue presa de un sentimiento de abandono tal que dejó actuar a Mario. El tren huía en la noche con desesperado alborozo. Huía hacía un mundo desconocido, sereno, tranquilo, terrestre al fin, negado al marinero desde hacía largo tiempo. El sueño de los viajeros sería testigo de sus amores con un polizonte: al poli y a él los dejaba en la orilla, como a los leprosos y a los pobres.

—Espera, venga.

Mario no lo lograba. Querelle se volvió bruscamente, poniéndose en cuclillas. La verga del policía traspasaba fatalmente su boca cuando el rápido atravesó el túnel antes de entrar en la estación.

Por primera vez Querelle besaba a un hombre en la boca. Tenía la impresión de que su rostro chocaba contra un espejo que reflejara su propia imagen, que hurgara con la lengua en el interior de una cabeza de granito. Sin embargo, tratándose de un acto de amor, y de un amor culpable, supo que estaba cometiendo el mal. Se empalmó con más fuerza. Sus dos bocas quedaron soldadas, con las lenguas en contacto aguado o aplastado, no osando ni una ni otra posarse sobre las mejillas rugosas donde el beso hubiera sido signo de ternura. Abriendo bien los ojos, se miraban con una ligera ironía. El policía tenía la lengua muy dura.

No era humillante para Querelle ni le degradaba a los ojos de sus compañeros ser asistente. Ejecutando todos los detalles de su misión con la sencillez propia de la auténtica nobleza, se le podía ver por la mañana en cubierta, en cuclillas y limpiando el calzado del teniente. Con la cabeza baja y los cabellos sobre los ojos, alzaba la vista a veces: con el cepillo en una mano, con un zapato en la otra, sonreía. A continuación se erguía prestamente, recogía muy deprisa, como quien hace juegos malabares, todos los utensilios dentro de la caja y volvía. Caminaba con paso ligero y ágil, su cuerpo siempre alegre.

—Aquí está, mi teniente.

—Perfecto. No olvide doblar mis ropas.

El oficial no se atrevía a sonreír. Frente a tanta alegría y tanta fuerza, no se atrevía a mostrarse alegre, tan seguro estaba de que un solo momento de abandono frente a Querelle le entregaría por entero a la fiera. Le tenía miedo. Ninguna severidad conseguía ensombrecer aquel cuerpo ni aquella sonrisa. Conocía, sin embargo, su fuerza. Era un poco más alto que el marinero, pero sentía en el interior de su cuerpo la presencia de cierta debilidad. Era algo casi concreto que irradiaba a través de sus músculos ondas de miedo que hinchaban su cuerpo.

—¿Fue usted a tierra ayer?

—Sí, mi teniente. Era día de estribor.

—Podía habérmelo dicho. Le necesitaba. La próxima vez avíseme cuando vaya a bajar a tierra.

—De acuerdo, mi teniente.

El teniente le observaba limpiar el escritorio, doblar las prendas. Buscaba un pretexto para hablarle en tono frío, de manera que la intimidad no pudiera surgir. Ayer noche había penetrado en los camarotes de proa como si tuviera necesidad de él. Esperaba verle volver o salir con su pantalón azul y su marinera. Sólo cinco hombres se levantaron al verlo.

—¿No está por aquí mi asistente?

—No, mi teniente, está en tierra.

—¿Dónde duerme?

Se acercó maquinalmente al coy designado, como si fuera a depositar en él una carta o una simple nota, y dio, también maquinalmente, unos golpecitos a la almohada como si quisiera cuidar el lecho de un durmiente amado en ausencia de este. Mediante este ademán, más fino, más ligero que una brizna de avena loca, se disipaba su ternura. Salió aún más turbado que al entrar. Allí era donde dormía aquel a cuyo lado no dormiría jamás. Ganó la cubierta superior y se apoyó de codos sobre la borda. Estaba solo en medio de la niebla, frente a la ciudad, libre para imaginarse a Querelle de putas, borracho y divertido, cantando con sesenta y tres chicas, en compañía de otros muchachos, infantes de Marina o estibadores conocidos un cuarto de hora antes. De vez en cuando abandonaba tal vez el café lleno de humo e iba hacia las explanadas de las fortificaciones. Era allí donde manchaba los bajos de su pantalón. El teniente perseguía a Querelle dentro de sí y a la vez fuera de sí. Presenciaba la escena de las manchas del pantalón. Al pasar un día por en medio de un grupo de marineros, uno de los cuales señalaba a Querelle las manchas que deshonraban su pantalón, el teniente le oyó responder con desenfado: —«¡Son mis condecoraciones!» ¡«Sus condecoraciones», «sus escupitajos», sin duda! Ante la ensenada y la tierra, con la frente helada por la bruma, él imaginaba la historia de Querelle que quizá todos los marineros conocen y aceptan. Ante él Querelle sonreía echando para atrás su boina: «Esas manchas no son nada. Son los tíos que se hacen pajas. Mientras me la chupan los obligo a menearse en mi uniforme. A veces les da vergüenza, pero les obligo. Les hace bien». «¡Quizá me obligue a corrérmela mientras se la chupo!» El rostro y el cuerpo de Querelle se iban desvaneciendo. Desapareció a largas zancadas, orgulloso de su pantalón galonado y de las manchas que llevaba a la altura de las pantorrillas con impudor glorioso. Regresaba al café, bebía vino tinto, cantaba, gritaba y volvía a salir. Varias veces, en otras escalas y también en esta, el teniente había bajado a tierra para ir a merodear por los barrios frecuentados por los marineros con la esperanza de presenciar los misterios de sus parrandas, de ver entre la batahola humeante y ruidosa el rostro encendido de Querelle. Pero sus galones le obligaban a pasar muy deprisa, echando una única y rápida ojeada. No veía nada; el vaho tornaba opacos los vidrios pero lo que tras ellos adivinaba era, sin duda, harto más emocionante.

La insolencia no es sino nuestra confianza en el propio espíritu, nuestro lenguaje. No siendo la cobardía del teniente Seblon sino un retroceso físico frente a un hombre fuerte, y también la certeza de su derrota, esta cobardía tenía que ser compensada mediante una actitud insolente. Cuando tuvo lugar la escena decisiva (que para ser fieles a la lógica habitual hubiéramos debido situar al final del libro) de su encuentro con Gil en la comisaría, se mostró primero altivo y después insolente con el comisario. Era demasiado evidente que acababa de reconocer a Gil como a su agresor. Si se decidió a negarlo fue por fidelidad al movimiento de ideas «liberado», por el que se estaba dejando arrastrar desde que conocía a Querelle. Este impulso que tardó al principio algún tiempo en nacer, avanzaba ahora con vertiginosa y devastadora rapidez. El teniente estaba más «liberado» que todos los Querelles de la Flota, era el puro entre los puros. Tanto rigor le estaba permitido en cuanto que su cuerpo no estaba involucrado, sino sólo su mente. Al ver a Gil sentado en el banco, con la espalda apoyada en el radiador, Seblon se dio cuenta inmediatamente de lo que se esperaba de él: que abrumase al chiquillo. Pero en su interior se estaba levantando un viento muy suave, a ras de las hierbas: («Una brisa, un céfiro apenas», escribimos en su diario íntimo) que se iba inflando poco a poco, le hinchaba y en oleadas generosas salía por su boca vibrante —por la voz— en palabras tumultuosas.

—Veamos, ¿le reconoce?

—No, señor.

—Disculpe, teniente, comprendo muy bien el sentimiento que le impulsa, pero se trata de la justicia. Por lo demás, no pienso abrumarle en mi informe.

Que el polizonte se estuviera dando cuenta de su generosidad animaba aún más al oficial al sacrificio. Lo exaltaba.

—No entiendo a qué se refiere. Esa misma preocupación por la justicia dicta mi declaración. Y no puedo acusar a un inocente.

De pie junto al escritorio Gil apenas oía. Su cuerpo y su mente se desvanecían en una aurora grisácea en la que percibía estar convirtiéndose.

—¿Cree usted que no lo iba a reconocer? La niebla no era demasiado densa y su rostro estaba tan cerca del mío…

En ese instante quedó dicho todo. Una aguja atravesó el cráneo de los tres hombres, que quedaron unidos por un hilo blanco y sólido: el de la comprensión repentina. Gil volvió la cabeza. El recuerdo de su rostro contra el del oficial iluminó su recuerdo. En cuanto al comisario, un íntimo sentimiento le puso al corriente de la verdad cuando oyó que la voz se alteraba al llegar a las palabras «su rostro». Durante algunos segundos, o tal vez menos, una estrecha complicidad unió a estos tres seres. Sin embargo —y esto sólo resultará extraño a aquellos lectores que no hayan experimentado estos instantes reveladores—, el policía desechó de sí este conocimiento como si se tratara de un peligro para él mismo. Se sobrepuso a él. Lo sepultó bajo el espesor de su reflexión. El teniente proseguía su comedia interior. Se puede decir que la estaba sobrepasando. Ahora se hallaba seguro de su éxito. Se iba uniendo al joven albañil de manera cada vez más mística —y estrecha— cuanto más parecía alejarse de él, no solamente negando su agresión, sino al negar que le defendía por un deseo de generosidad. Al negar su generosidad, el teniente la destruía en sí mismo no dejando subsistir más que una indulgencia hacia el criminal, y más aún una participación moral en el crimen. Aquella culpabilidad tenía finalmente que traicionarle. El teniente Seblon insultó al comisario. Se atrevió a abofetearle. Conocía por sí mismo cuán despreciables farsas se encuentran en el origen de las graves bellezas que constituyen la obra de arte. Estaba alcanzando y sobrepasando a Gil. El mismo mecanismo que había permitido al teniente Seblon negar la agresión de Gil le había hecho, en otros tiempos, mostrarse cobarde y mezquino respecto a Querelle.

«¡Hale, Jules! Escupe o te estrangulo. Combate de judíos. Cinco contra uno.»

Esta última expresión, que a él le encantaba, simbolizaba perfectamente su actitud. Estaba orgulloso de no tener nada que temer, de estar bien protegido de todas las represalias en su uniforme de galones. Semejante cobardía es una gran fuerza. Ahora bien, bastaba una ligera torsión para que se enfrentara con otro enemigo (su contrario, en rigor), para que se enfrentara consigo mismo. Cuando castigaba o vejaba a Querelle sin motivo decimos del oficial que era un cobarde. La presencia de una voluntad o fuerza —su fuerza—: es ella lo que le permitirá abandonar la cena sin haber hablado, es esa fuerza (descubierta y cultivada en el centro de su cobardía) la que le permitió insultar al policía. En fin, arrastrado por su aliento generoso, animado por la presencia luminosa del verdadero culpable, acabó acusándose a sí mismo del robo del dinero. Cuando oyó al comisario dar orden a los inspectores de que le detuvieran, Seblon apeló secretamente a su prestigio de oficial de Marina; pero cuando se vio encerrado, en una de las celdas del puesto, convencido de que a bordo el escándalo sería terrible, se sintió feliz.

Querelle de Brest
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