Esta aventura hemos querido presentarla a cámara lenta. Pues no es nuestro objetivo causar al lector una impresión de espanto, sino lograr para este crimen lo que consiguen a veces los dibujos animados. Por otra parte, es este último procedimiento el que nos gustaría utilizar para mostrar las deformaciones de la musculatura y del alma de nuestro héroe. Sin embargo, para no irritar demasiado al lector y seguros de que él completará, mediante su propia desazón, el contradictorio, el sinuoso caminar de la idea de asesinato dentro de nosotros, nos hemos privado de muchas cosas. No nos costaría nada hacer que al asesino se le apareciese la imagen de su hermano. Hacerle morir a manos de su propio hermano. Hacer que él mate o condene a su hermano. Tampoco cargaremos las tintas sobre los deseos secretos y obscenos del que va a morir. De Vic o de Querelle, según se prefiera. Abandonamos al lector con las vísceras revueltas. En todo caso, sepamos lo siguiente: Querelle, tras su primer asesinato, conoció la sensación de estar muerto, es decir, de vivir en una región profunda; más exactamente, en el fondo de un ataúd, errante en torno a una tumba vulgar de un vulgar cementerio, y de meditar allí sobre la vida cotidiana de los vivos, que le parecían curiosamente insensatos a partir del momento en que él ya no era su pretexto, su centro, su corazón generoso. Su forma humana —lo que se denomina envoltura carnal— continuaba, sin embargo, afanándose sobre la faz de la tierra, entre los hombres insensatos. Querelle ordenaba entonces otro asesinato. No siendo ningún acto perfecto, en el sentido de que una coartada puede descargarnos de la responsabilidad de él, como cuando cometía un robo, Querelle descubría en cada crimen un detalle que sólo a sus ojos se convertía en un error susceptible de llevarle a la perdición. Vivir en medio de sus errores le daba una impresión de ingravidez, de inestabilidad cruel, pues le parecía estar revoloteando de caña en caña y que estas se doblaban bajo su peso.

Nada más divisar las primeras luces de la ciudad, Querelle había recobrado ya su sonrisa habitual. Cuando entró en el salón del lupanar no era sino un marinero forzudo, de mirada limpia y que estaba echando una cana al aire. Vaciló unos instantes en medio de la música, pero ya una mujer se le acercaba. Era alta y rubia, muy delgada; llevaba un vestido de tul negro ceñido a la altura del coño —ocultándolo para mejor evocarlo—, con un triángulo de piel negra de largos pelos, de conejo sin duda, raída, casi calva en algunos sitios. Querelle, con manos suaves, le acarició la piel mirándole a los ojos, pero no quiso subir con ella.

Tras haber entregado a Nono el paquete de opio y recibido de este los cinco mil francos, Querelle comprendió que había llegado el momento de «ejecutarse».

Sería una ejecución capital. Si un encadenamiento lógico de los hechos no hubiera llevado a Querelle a «La Féria», no cabe duda de que el asesino no hubiera encontrado, en lo más profundo de sí mismo, otro rito sacrificial. Seguía sonriendo al contemplar la gruesa cerviz del patrón, inclinado sobre el diván para examinar el opio. Miraba sus orejas ligeramente despegadas, su cabeza calva y brillante, la bóveda poderosa de su cuerpo, y cuando Norbert se enderezó le presentó a Querelle un rostro huesudo y carnoso, de sólidas mandíbulas, de nariz aplastada. Todo en aquel hombre de cuarenta años respiraba un vigor brutal. Partiendo de aquella cabeza se dibujaba un cuerpo de luchador, tal vez tatuado, con toda seguridad oloroso. «Será una ejecución capital.»

—Oye, dime, ¿qué es lo que deseas? ¿Por qué te apetece la patrona? Explícate.

Querelle abandonó su sonrisa para poder simular que sonreía precisamente ante esta pregunta, y envolver la respuesta en una sonrisa que sólo aquella podía provocar y que sólo la sonrisa lograría volver inofensiva. Soltó, pues, una carcajada al decir con un movimiento desenfadado de la cabeza y de manera que su voz se estrellara contra cualquier sitio antes que contra el rostro de Nono:

—Porque me gusta.

Desde aquel momento todos los detalles del rostro de Querelle fascinaron a Norbert. No era la primera vez que un chico bien plantado solicitaba a la patrona con el fin de acostarse con el patrón. Una cosa le intrigaba: saber quién se la metería al otro.

—De acuerdo.

De un bolsillo de la chaqueta sacó un dado.

—¿Tiras tú o yo?

—Empieza.

Norbert se sentó en cuclillas y se puso a jugar en el suelo. Sacó un cinco. Querelle cogió el dado. Confiaba en su habilidad. El ojo avizor de Nono notó que Querelle iba a hacer trampas, pero antes de haber podido intervenir la cifra dos acababa de ser pronunciada, lanzada casi triunfalmente por el marinero. Durante un instante Norbert permaneció indeciso. ¿Se trataba de un bromista? O… Primero había pensado que Querelle quería beneficiarse a la amante de su hermano. Aquella trampa demostraba que no era así. Y tampoco parecía aquel chico un marica. Preocupado, no obstante, por la solicitud con que esta presa caminaba hacia su pérdida, se encogió ligeramente de hombros al levantarse y rio burlón. Querelle se levantó también. Miró a su alrededor, divertido, sonriente, aun si en su interior experimentaba la sensación de caminar hacia el suplicio. Caminaba con la desesperación embargándole el alma, pero con la convicción íntima y no formulada de que aquella ejecución era necesaria para su vida. ¿En qué se transformaría? En un dao por culo. Lo pensó con terror. ¿Qué es un dao por culo? ¿De qué madera está hecho? ¿Qué iluminación especial le destaca? ¿En qué monstruo nuevo se transforma uno y cómo es el sentimiento de esa monstruosidad? Se es «eso» cuando uno se entrega a la policía. La belleza del poli lo había decidido a todo. Suele decirse a veces que un acontecimiento insignificante cambia la vida de una persona; aquel era uno de tales sucesos.

«No iremos a besarnos», pensó. Y añadió esto: «Yo pongo el culo, y eso es todo». Esta última expresión provocó en él la misma resonancia que esta otra: «Pongo la jeta».

¿Qué cuerpo nuevo iba a ser el suyo? A su desesperación se añadía, sin embargo, la certeza aliviadora de que aquella ejecución le purificaría del asesinato, que seguía molestándole como un cuerpo mal digerido. Tenía, en fin, que pagar por aquella fiesta, por aquella solemnidad que supone siempre el «haber entrado a matar». Toda entrada a matar es una mancha: de ahí la necesidad de lavarse. Y de lavarse tan a conciencia que no quede nada de uno. Y renacer. Para renacer, morir. Después ya no le tendría miedo a nadie. Es cierto que la policía podría todavía apoderarse de él, cortarle el cuello: tendría, pues, que tomar precauciones, no delatarse; pero ante el tribunal fantástico que había erigido en su interior, Querelle ya no tendría que responder de nada, puesto que el que había cometido el crimen estaba muerto. El cadáver abandonado, ¿franquearía las puertas de la ciudad? Querelle escuchaba quejarse, susurrando una exquisita melodía, a aquel objeto tieso y largo que seguía envuelto en su ceñido abrigo de bruma. El cadáver de Vic se lamentaba. Pedía los honores funerales y la sepultura. Norbert imprimió un giro a la llave, que quedó puesta. Era una llave gruesa, brillante, reflejada en el espejo donde se recortaba la puerta.

—Bájate el pantalón.

El patrón hablaba con indiferencia. Había perdido toda consideración hacia un tipo que burlaba al destino haciéndole trampas. Querelle permaneció de pie, inmóvil en medio del salón, con las piernas abiertas. Las mujeres no le hacían perder la serenidad. A veces, por la noche, en el coy, se abrazaba el sexo maquinalmente con la mano, lo acariciaba y daba remate a una masturbación discreta. Miró cómo se desabrochaba Nono. Hubo un instante de silencio durante el cual la mirada de Querelle quedó prendida en los dedos del patrón, que trabajaba dificultosamente para sacar un botón de su ojal.

—Entonces, ¿te decides?

Querelle sonrió. Maquinalmente comenzó a desabrocharse la trabilla del pantalón de marino. Dijo:

—Vas a ir poquito a poco, ¿eh? Parece que puede hacer daño.

—Bueno, ya está bien; no es la primera vez…

La voz de Norbert era cortante, casi maligna. Un momento de furia crispó el cuerpo todo de Querelle, quien se tornó extraordinariamente hermoso, con la cabeza erguida, los hombros inmóviles y tensos, las nalgas más pequeñas, las caderas apretadas (separadas por la postura de las piernas que le alzaban la grupa), pero de una exigüidad que aumentaba la impresión de crueldad. La trabilla desabrochada le caía sobre los muslos como un delantalito de niña. Sus ojos relampaguearon. Su rostro y sus cabellos relumbraron de odio.

—Pues bien, amiguito, yo te aseguro que sí es la primera vez. No intentes reírte de mí.

La violencia repentina de aquella cólera fustigó a Norbert. Con sus músculos de luchador recogidos, dispuestos a dispararse, contestó con la misma dureza:

—Vamos, no intentes comerme el coco. Porque conmigo la cosa nunca va suave. ¿No me tomarás por un cegato? Te he visto hacer trampas.

Y añadiendo a la fuerza contenida en la mole de su cuerpo la fuerza de su cólera ante el desafío de que se sentía objeto, se arrimó a Querelle hasta tocarlo con todo su cuerpo, desde la frente a las rodillas. Querelle no retrocedió. Con voz aún más profunda, Norbert añadió tajante:

—Y ya está bien. ¿No crees? Yo no he ido a buscarte. Ponte en posición.

Era una orden como jamás la había recibido Querelle. No emanaba de una autoridad reconocida, convencional y exterior a él, sino de un imperativo nacido de él mismo. Eran su fuerza y su vitalidad las que ordenaban a Querelle que se doblara. Tenía ganas de embestir. Los músculos de su cuerpo, de sus brazos, de sus muslos, de sus pantorrillas, estaban al acecho, tensos, apretados, erizados, erguidos sobre la punta de los pies. Casi contra los dientes de Norbert, en su mismo aliento, Querelle pronunció con sencillez:

—Te equivocas. Tenía ganas de tu mujer.

—Córtala.

Tratando de hacerle girar, Norbert le agarró de los hombros. Querelle intentó rechazarle, pero su pantalón desabrochado se escurrió un poco. Para retenerlo abrió un poco más las piernas. Los dos hombres se miraron. El marinero sabía que él era más fuerte, a pesar de la complexión atlética de Norbert. No obstante, se subió el pantalón y reculó algo. Los músculos de su rostro se relajaron. Enarcó las cejas y arrugó la frente, haciendo con la cabeza un leve gesto de resignación.

—Bueno.

Ambos hombres, erguidos frente a frente, se tranquilizaron y simultáneamente llevaron sus manos detrás de sus espaldas. Aquel doble gesto, tan perfectamente concertado, les sorprendió a ambos. En él había un elemento de entendimiento. Querelle sonrió deliciosamente.

—Has sido marinero.

Norbert resopló y respondió con humor, su voz turbada aún por la furia:

—«Zéphir»[9]

Ahora, por fin, Querelle podía reconocer la excepcional calidad de la voz del patrón. Era sólida. Era al mismo tiempo una columna marmórea que le salía por la boca, le sostenía y sobre la que se apoyaba. Fue por ella, sobre todo, por lo que Querelle se dejó someter.

—¿Cómo?

—«Zéphir». Batallón de castigo, si así lo prefieres.

Con sus manos se desabrocharon el cinturón y el cinto que los marineros, por razones prácticas, cierran con hebilla por detrás de la espalda —para evitar, por ejemplo, un rodete sobre el vientre cuando llevan la chaqueta ajustada. Por ello, algunas categorías de aventureros, sin otro motivo que el recuerdo del tiempo pasado en la Marina o por sumisión al prestigio del uniforme de marino, han conservado o adoptado esta manía. Un poco de ternura dulcifica a Querelle. Si el patrón pertenecía a la misma familia que él, a la misma familia de linaje profundo, nacido en las mismas tierras tenebrosas y perfumadas, aquella escena sería similar a las aventuras triviales bajo las tiendas de los Bat’d’Af[10] de las que no vuelve a hablarse al encontrarse de nuevo en la vida civil. En fin, todo estaba dicho. Querelle tenía que ejecutarse. Se resignó.

—Échate sobre la cama.

La cólera había amainado, como el viento sobre el mar. La voz de Norbert era monótona. Ya se había acabado de sacar de las presillas el cinto de cuero, que mantenía en la mano. Su pantalón, al caer sobre las pantorrillas, le ponía al descubierto las rodillas y formaba sobre la alfombra roja una especie de charco espeso en donde se encenagaban los pies.

—Vamos, date la vuelta. La cosa irá rápida.

Querelle se dio la vuelta. No había alcanzado a ver la polla de Norbert. Se encontró apoyando sus puños —uno de ellos cerrado sobre el cinto— en el borde del diván. Despechugado, Norbert estaba solo. Con un movimiento de dedo, tranquilo y suave, liberó su picha del calzoncillo corto, y durante un instante la sujetó, pesada y erecta, con toda la mano. Contempló su imagen en el espejo situado frente a él y la adivinó repetida veinte veces por toda la habitación. Era fuerte. Era el amo. En el salón había un silencio total. Avanzando tranquilamente, se puso la mano en el sexo como si se apoyara en una rama flexible —le parecía que estaba apoyándose en sí mismo—. Querelle le aguardaba con la cabeza gacha y congestionada. Norbert vio las nalgas del marinero: eran pequeñas y duras, redondas, descarnadas y cubiertas de un tupido vellón moreno que continuaba a lo largo de los muslos y —cada vez más ralo— hacia lo alto de la comba de la espalda, donde la camiseta de rayas sobresalía un poco bajo la marinera remangada. El sombreado de ciertos dibujos que representan muslos de mujeres suele conseguirse con ayuda de trazos curvos, a la manera de los círculos de diferentes colores de las medias de antaño: así me gustaría que os representarais la parte desnuda de los muslos de Querelle. Lo que los hace indecentes es el poder ser reproducidos mediante este procedimiento de trazos curvos que concretan su redondez voluminosa con el tono de la piel y el gris un poco sucio de los pelos ensortijados. La monstruosidad de los amores masculinos está toda ella contenida en la desnudez de esta parte del cuerpo y en su encuadramiento ante la chaqueta y el pantalón remangados. Con los dedos, hábilmente, Norbert se untó la polla de saliva.

—Así es como me gustas.

Querelle no respondió. El olor del opio depositado en la cama le produjo náuseas. Y la verga se había puesto ya a la obra. Le vino a la memoria el recuerdo del armenio al que había estrangulado en Beirut, de su dulzura, de su amabilidad de lución o de pájaro. Querelle se preguntó si debía tratar de dar placer a su verdugo por medio de caricias. Hubiera aceptado poseer la dulzura del marica asesinado, pues era impermeable al ridículo.

«No deja de ser cierto que el ‘paisa’ aquel me puso los ‘motes’ más bonitos de mi vida. Y que fue el más dulce de todos», pensó.

¿Pero qué gestos de dulzura podía hacer? ¿Qué caricias? Sus músculos no sabían de qué lado plegarse para conseguir una curva. Norbert lo aplastó. Lo penetró tranquilamente hasta la base de la verga, justo hasta que su vientre tocó las nalgas de Querelle mientras lo atraía contra sí con sus dos manos terribles y poderosas bajo el vientre del marino cuyo miembro, dejando de reposar aplastado contra el terciopelo de la cama, se elevaba, golpeaba la piel del vientre en el que estaba arraigado y los dedos de Norbert, indiferentes al contacto. Querelle se empalmaba como se empalma un ahorcado. Lentamente, Norbert hizo algunos movimientos apropiados. El calor del interior de Querelle le sorprendía. Penetró todavía más adentro, con sumo cuidado, para sentir mejor su felicidad y su fuerza. Querelle se sorprendía de que le doliese tan poco.

«No me hace daño. No hay nada que objetar. Sabe lo que se trae entre manos.»

Sentía aflorar en él, instalándose allí, una nueva naturaleza; tomaba exquisitamente conciencia de que se estaba produciendo una alteración que le convertía en un dao por culo.

«¿Qué contará después? ¡Con tal de que no se vaya de la lengua!», pensó.

Sus pies habían resbalado, su vientre se aplastaba de nuevo contra el borde del diván. Trató de levantar un poco el mentón, de sacar la cara de su envoltorio de terciopelo negro, pero el olor del opio lo adormecía. Vagamente agradecía a Norbert que le protegiera cubriéndole. Le estaba afluyendo una suave ternura hacia su verdugo. Volvió la cabeza un poco, esperando con todo, a pesar de su ansiedad, que Norbert le besase en la boca; pero no consiguió ver el rostro del patrón, quien, no experimentando la menor ternura hacia él, ni siquiera concebía que un hombre besara a otro. Calladamente, con la boca entreabierta, Norbert se afanaba como en un trabajo importante y serio. Estrechaba a Querelle con la misma pasión aparente con que agarra el cadáver de su cría una hembra de animal, actitud por la cual se nos hace evidente lo que es el amor: conciencia de la separación de uno mismo, conciencia de hallarse escindido y de que vuestro mismo yo os contempla. Ambos hombres sólo escuchaban sus propios alientos. Por mucho que Querelle llorase por el despojo que habían abandonado —¿dónde?, ¿al pie de las murallas de Brest?—, sus ojos abiertos en uno de los pliegues huecos del terciopelo permanecieron secos. Le ofreció las nalgas.

«Ahora es cuando voy a traspasarte.»

Levantándose ligeramente sobre sus puños, tensó aún más enérgicamente las nalgas, casi hasta provocar a Norbert, pero este dedicó todo su vigor a aplastarlo y, de repente, arrancándole la sábana que acababa de ponerse sobre los hombros, le dio una sacudida terrible, una segunda, una tercera, hasta seis, que se espaciaron atenuándose hasta la total postración. Al primer embate, que tan fuerte le aniquilaba, Querelle gimió, dulcemente primero, luego con más fuerza, hasta jadear sin pudor. Una expresión tan viva de su dicha le probaba a Norbert que el marinero no era un hombre, en el sentido de que, en el instante supremo del goce, no tenía el control, el pudor del macho. El asesino experimentó una gran inquietud, apenas formulada:

«¿Será un verdadero soplón?», pensó. Pero en seguida se sintió derribado por todas las fuerzas de policía de Francia: sin lograrlo definitivamente, el rostro de Mario trataba de sustituir al del hombre que le aplastaba. Querelle eyaculó en el terciopelo. Un poco más arriba, hundió blandamente su cabeza, de bucles negros, extrañamente deshechos, desatados, muertos como la hierba de un terrón desenterrado. Norbert ya no se movía. Su mandíbula se abría, se aflojaba, liberando un poco la nuca de tupida hierba que había estado mordiendo. Por fin la mole inmensa del patrón, con infinitas delicadezas, se enderezó. Querelle no había soltado el cinto.

«No te hagas el nuevo, Eobert, les he dado a todos por culo. Me he llenado la verga de mierda, si prefieres decirlo así. Con todos. Todos los que están excepto tú. A ti no te he deseado, ya sabes. Ahora puedo decir que mi mujer se ha acostado con unos empalados. Excepto tú. No sé por qué. Recuerda que no quiero decir que no habrías aceptado, sino que yo tenía la sartén por el mango. Porque los otros eran tan fuertes como tú —no lo digo por molestarte— y no soy de los que se echan atrás. Claro que no. Ni siquiera te lo propuse. No me interesaba. Recuerda que la patrona no sabe nada. Nunca le dije. No vale la pena. Me cago en eso. Lo único seguro es que sólo yo puedo decir que todos fueron enculados. Excepto tú, en cualquier caso.»

Si no Robert, al menos él, el cornudo, acababa de follarse a un chaval que llevaba el rostro en alto, su bello rostro de chico adorado por las mujeres. Nono sentía su fuerza; con una palabra, podía aniquilar la paz de los dos hermanos. Mientras tanto, esta idea, apenas aventurada, había sido ya destruida por la certidumbre de que el cargador y el marinero sacarían de su parecido, de su doble amor, fuerza suficiente para conservar su admirable indiferencia, ya que no veían dónde fallaban ellos mismos, de tanto que su doble belleza se atraía mutuamente.

Alguna vez se le escapaba la femineidad de un gesto demasiado delicado, por ejemplo, la precisa gracia con que deshacía la línea del pelo de un borracho. Pero su poder aplastaba a Querelle sólo con el crujir de sus zapatos sobre el suelo. El peso de su cuerpo los hacía retumbar siguiendo un ritmo pesado y largo. Era imposible no pensar, a causa del mismo ruido y de ese ritmo, que él no aplastaba con cada pie todo un cielo nocturno y sus estrellas.

El descubrimiento del marino asesinado no hizo cundir el pánico, ni siquiera suscitó extrañeza. Los crímenes son en Brest tan raros como en cualquier otra parte, pero a causa de la niebla, de la lluvia, del cielo cerrado y bajo, de la grisalla del granito, del recuerdo de los galeotes, de la presencia a un paso de la ciudad pero fuera de sus muros —y, por ende, más emocionante todavía—, de la cárcel de Bougen, a causa del antiguo presidio, del cordón umbilical pero sólido, que une a los antiguos marinos, almirantes, marineros y pescadores con las regiones tropicales, el ambiente en ella es tan cargado y radiante a un tiempo que nos parece no ya favorable, sino esencial para que brote el crimen. Brotar es la palabra exacta. Nos parece evidente que un cuchillo que desgarra la niebla, que una bala de revólver que la horada a la altura de un hombre hagan reventar un odre y correr la sangre a lo largo de las paredes y en el interior de ese muro vaporoso. Dondequiera que se golpee, la niebla queda herida y estalla en estrellas de sangre. Dondequiera que avance la mano (al instante tan alejada de vuestro cuerpo, que ya no os pertenece) invisible, solitaria y anónima, el dorso de las falanges rozará —o los dedos empuñarán fuertemente— el miembro duro y vibrante, desnudo, cálido, liberado de las ropas, de un estibador o un marinero que espera, ardiente y helado, transparente y erecto, para lanzar en el espesor de la niebla un chorro de esperma. (¡Qué rumores tan perturbadores: la sangre, el semen, las lágrimas!) Vuestro rostro se encuentra tan cerca de otro invisible que percibís ya el arrebol de su emoción. Todos los rostros son hermosos, suavizados, purificados por la imprecisión, aterciopelados por las imperceptibles gotitas posadas sobre las mejillas y las orejas pero los cuerpos se espesan, aumentan de peso y adquieren una fuerza extraordinaria. Bajo los pantalones de tela azul (añadamos, para aumentar nuestra emoción, que los estibadores suelen llevar además un pantalón de tela roja semejante, en cuanto al color, al calzón de los galeotes), remendado y tenue, los estibadores y los obreros del puerto se ponen generalmente debajo otro que confiere al primero la pesadez marmórea de los ropajes de las estatuas —y aún os turbareis más, quizás, al saber que la verga con la que vuestra mano choca ha logrado atravesar tantas telas, que se ha necesitado tanto esmero para que los dedos gruesos y sucios desabrocharan las dos hileras de ojales y prepararan vuestra alegría— y esas dobles vestimentas hacen más sólido el pilar sobre el que se sustenta el hombre, con la imprecisión que la bruma les añade.

El cuerpo fue transportado al depósito de cadáveres del hospital de la Marina. La autopsia no aportó nada. Se le enterró dos días más tarde. El prefecto marítimo —Almirante de D… del M…— dio órdenes a la policía judicial para que abriera una investigación seria y secreta de la que se le mantuviera al tanto todos los días. Temía un escándalo que salpicase a la Marina entera. Provistos de linternas, los inspectores registraron las zarzas, la maleza, la hierba de las zanjas. Rebuscaron minuciosamente en cada montón de basura. Pasaron cerca del árbol donde Querelle había procedido a su propia condena. No descubrieron nada: ni cuchillo, ni rastro de pasos, ni jirones de chaqueta, ni cabellos rubios. Nada más el mechero corriente que Querelle había ofrecido al joven marino, sobre la hierba del camino, al lado del muerto. Los policías no se atrevían a asegurar si aquel objeto pertenecía al asesino o al asesinado. La investigación practicada al respecto a bordo del «Vengador» no aportó nada nuevo. Ahora bien, aquel mechero lo había recogido Querelle, casi maquinalmente, la víspera del crimen entre las botellas y los vasos de la mesa sobre la que cantaba Gil Turko, a quien pertenecía. Se lo había dado Théo.

Habiéndose cometido el crimen en los bosquecillos de las murallas, la policía pensó que tal vez el autor era un pederasta. Tendría que sorprendernos el hecho de que la policía aceptara con tanta facilidad recurrir a la pederastia sabiendo el horror con que la sociedad aparta de sí cualquier idea que la ponga en contacto con esta. Ahora bien, si una vez cometido el crimen la policía propone en primer lugar y francamente este móvil: intereses de dinero o drama pasional, cuando uno de los actores es o fue marinero, es que en realidad está pensando: perversión sexual. Se apodera de esta idea con una precipitación casi dolorosa. La policía es a la sociedad lo que el ensueño a la actividad cotidiana; lo que la sociedad bien educada se prohíbe a sí misma, en cuanto puede, autoriza a la policía para que lo evoque. De ahí procede tal vez el sentimiento de asco y atracción entremezclados que experimenta respecto a ella. Encargándose de hacer aflorar los sueños, la policía los retiene en sus mallas. Así nos explicamos que los policías se parezcan tanto a aquellos a quienes persiguen. Pues sería falso creer que es para engañarlos mejor, para despistarlos y vencerlos, por lo que los inspectores se confunden también con sus presas. Si examinamos atentamente el comportamiento íntimo de Mario, encontraremos en primer lugar sus frecuentes visitas al burdel y su amistad con el patrón. Sin duda, encuentra en Norbert un confidente que constituye en cierto modo un lazo de unión entre la sociedad confesable y una actividad sospechosa; pero también adquiere —si no los tenía— con asombrosa facilidad los modales y la jerga de los maleantes; modales y lenguaje que exagera en el peligro. Finalmente, su voluntad de amar con amores culpables a Dédé nos sirve de indicación: ese amor le aparta de la policía, donde hay que observar una pureza total. (Estas proposiciones son aparentemente contradictorias. Ya veremos cómo se resuelven en la realidad de los hechos.) Abrumada de tareas que nos negamos a confesarnos, la policía es maldita, y aún lo es más la policía secreta, que en el centro de los uniformes azules oscuros de los guardias (y protegida por ellos) se nos presenta con la delicadeza de los piojos traslúcidos, pequeñas joyas frágiles, fácilmente aplastadas por la uña, y cuyo cuerpo es azul por haberse nutrido del azul oscuro de un jersey. Tal maldición le permite entregarse frenéticamente a estas tareas. En cuanto tiene ocasión, la policía se lanza sobre la idea de pederastia, cuyo misterio, afortunadamente, es incapaz de desentrañar. Los inspectores comprendieron de manera confusa que el asesinato de un marinero junto a las murallas no entraba en el orden de las cosas: lo normal hubiese sido descubrir a una «loca» asesinada, abandonada sobre la hierba y despojada de dinero y joyas. En lugar de esto habían encontrado a un asesino natural, con todo su dinero en los bolsillos. Esta anomalía, qué duda cabe, turbaba un poco a los policías, obstaculizaba el desarrollo de su pensamiento, pero no les importunaba en exceso. Mario no había sido encargado en especial de la investigación. Al principio apenas participó en ella, con muy escaso interés, pues le preocupaba más el peligro que corría ante la liberación de Tony. Pero aunque se hubiese interesado por el crimen, ni más ni menos que cualquier otro, no hubiese sido capaz de explicárselo por un drama entre invertidos. En efecto, ni Mario ni ningún otro héroe de este libro es pederasta (excepto el teniente Seblon, pero Seblon no está dentro del libro), y para él hay: los que se dejan dar y pagan por ello y son «locas» y los demás. Súbitamente Mario se apoderó de la investigación. Quiso desafiar el complot que creía estrechamente organizado, trabado, dispuesto a asfixiarlo. Dédé había vuelto sin saber nada concreto; no obstante, Mario estaba seguro del riesgo que corría: se dedicó a salir más, exponiéndose con la loca idea de que a fuerza de rapidez y agilidad despistaría a la muerte, y de que, incluso muerto, la muerte no haría más que atravesarlo. Su valentía consistía en deslumbrar al peligro. En todo caso, secretamente, se reservaba el derecho a pactar con el enemigo según un procedimiento que descubriremos en su momento: Mario sólo esperaba la ocasión. También en esto se va a mostrar valiente. Los policías buscaron entre las «locas» reconocidas. No hay muchas en Brest. A pesar de ser un gran puerto de guerra, Brest sigue siendo una pequeña ciudad de provincias. Los pederastas confesos —confesos a sus propios ojos— se ocultan en ella admirablemente. Se trata de apacibles burgueses de aspecto irreprochable, aún si andan corroídos todo el día por el tímido deseo de una polla. Ningún poli podía imaginar que el asesinato descubierto cerca de las murallas era el desenlace violento e inevitable en cuanto al momento y al lugar de los amores que se desarrollaban a bordo de un sólido y leal navío de guerra. Sin duda, la policía conoce la fama mundial de «La Féria», pero la reputación del patrón parece intachable: no se conoce a clientes, estibadores o de otro tipo que hayan jodido con él o con los que él haya jodido. Esa fama es más que una leyenda. Pero Mario no va a tenerla en cuenta hasta más tarde, cuando Norbert le confiese, medio en broma, sus relaciones con Querelle. Al día siguiente de aquella famosa noche, cuando subió a cubierta desde la bodega, Querelle estaba enteramente negro; un espeso aunque suave polvo de carbón le cubría el pelo, se lo ponía más tieso, petrificaba sus bucles, le empolvaba el rostro, el torso desnudo, el tejido de su pantalón de tela azul y sus pies descalzos. Cruzó la cubierta para situarse en el puesto de popa.

«No hay por qué hacerse mala sangre», pensó mientras caminaba. «Total, lo más que puede ocurrirme es la guillotina. No es para tanto. No me pueden matar todos los días.»

Su hipocresía le ayudaba. En su fuero interno veía ya —y por primera vez pensaba sacar partido de ella— la turbación del teniente Seblon, traicionada por su ceño fruncido y la súbita severidad de la voz. Al principio, Querelle lo había tomado por lo que no era. Siendo un simple marinero no podía entender nada del comportamiento de su teniente, que le castigaba por cualquier nimiedad, rebuscando minuciosamente el menor pretexto. Hasta que un día el oficial, que pasaba cerca de las máquinas, se untó las manos de grasa. Se volvió hacia Querelle, que estaba próximo. Con tono súbitamente humildísimo, le dijo:

—¿Tiene usted un trapo?

Querelle sacó de su bolsillo un pañuelo limpio, doblado todavía, y se lo ofreció. El teniente se limpió las manos y guardó el pañuelo.

—Se lo lavaré. Venga usted a buscarlo.

Días más tarde el teniente encontró un pretexto para acercarse a Querelle y herirlo, o así lo esperaba. Con voz seca:

—¿No sabe que está prohibido deformar el gorro?

Al mismo tiempo agarró la borla roja y dejó al marinero a pelo. Haber sido la causa de que una pelambrera tan hermosa apareciera a la luz del sol hizo al oficial traicionarse. Su brazo, su ademán se volvieron de piedra, y con voz demudada, tendiéndole el tocado al marino atónito, añadió:

—Le gusta parecer un maleante, ¿verdad? Merece usted… —Vaciló, no sabiendo si iba a decir… «todas las reverencias, todas las caricias de ala de los serafines, todos los perfumes de los lirios…»—. Merece usted un castigo.

Querelle le miró a los ojos. Con voz de serenidad hiriente, se limitó a decir:

—¿No le hace falta ya mi pañuelo, mi teniente?

—¡Ah! Es cierto. Venga a buscarlo.

Querelle siguió al oficial hasta su camarote. Aquel buscó el pañuelo y no lo encontró. Querelle aguardaba de pie, inmóvil, en posición de firme. El teniente cogió entonces uno de sus propios pañuelos bordados, de batista blanca, y se lo dio al marinero.

—Perdone, pero no lo encuentro. ¿Quiere aceptar este?

Querelle hizo con la cabeza un gesto de indiferencia.

—Ya lo encontraré, sin duda. Lo he dado a lavar. Estoy casi seguro de que usted solo no sabe hacerlo. No tiene cara de saber.

Querelle se quedó desconcertado ante la mirada dura del oficial que había acompañado esta frase, pronunciada en tono agresivo, casi acusador. No obstante, sonrió.

—En eso se equivoca, teniente. Sé hacer de todo.

—Me extraña. Usted debe de llevar la ropa a una pequeña siria de dieciséis años para que se la traiga planchada —aquí la voz del teniente Seblon se quebró un poco. Se dio cuenta de que no tenía que pronunciar algo que inevitablemente iba a pronunciar, pues tras un silencio de tres segundos añadió—… planchada y limpia como los chorros del oro.

—No hay peligro. No conozco a ninguna chica en Beirut. Y en lo que se refiere a lavar, yo mismo me lavo la ropa.

En aquel momento, aunque sin comprender la razón, Querelle se daba cuenta de que la rigidez del teniente estaba desmoronándose lamentablemente. En forma espontánea, con el sorprendente sentido que para sacar provecho de sus encantos poseen incluso los jóvenes más ajenos a la coquetería sistemática, insufló a su voz una inflexión ligeramente canallesca y su cuerpo, perdiendo su rigidez —por el hecho del desplazamiento casi imperceptible de un pie echado hacia adelante—, fue recorrido, de la nuca a la pantorrilla, por una serie de curvas sumamente gráciles que le daban a conocer a Querelle la existencia de sus nalgas y sus hombros. Quedó dibujado súbitamente por líneas movedizas y quebradas, y por el oficial, dibujado con mano maestra.

—¿Ah?

El teniente le miró. Querelle se quedó inmóvil, pero sin perder la gracia de sus movimientos. Sonreía. Le brillaban los ojos.

—Entonces, en tal caso… —El teniente arrastraba con indolencia las palabras—, entonces… —Y tomando aliento dijo por fin, sin dejar traslucir excesivamente su inquietud—: …entonces, si trabaja tan bien como dice, ¿quiere ser mi asistente durante algún tiempo?

—Por mí, de acuerdo, mi teniente; pero tendré que dejar de ser safo.

Querelle dijo esto con sencillez, con la misma sencillez con que aceptaba ser asistente. Sin saber que el amor inspiraba en un único impulso, de golpe, todas las tentativas de castigo y los castigos efectivos que debía al teniente; estos se transformaban a sus ojos, perdían su sentido primitivo y adquirían el de «relaciones», que desde hacía largo tiempo tendían a la unión, al entendimiento —y lo efectuaban— entre los dos hombres. Tenían recuerdos comunes. Su armonía, el hoy, tenía un pasado.

—¿Por qué? Lo arreglaré. Esté tranquilo, no va a seguir mucho tiempo sin especialización.

El teniente creyó que nunca le había revelado su amor, esperando al mismo tiempo habérselo confesado con claridad. Cuando hubo entendido perfectamente el sentido, lo que tuvo lugar al día siguiente de esa escena, cuando descubrió en un lugar donde lógicamente no hubiera debido encontrarse, en una cartera de cocodrilo, su pañuelo manchado de grasa y tieso además, según le pareció, a causa de cierta sustancia, Querelle encontró divertidas aquellas partidas de escondite que ahora veía muy claras. Hoy estaba seguro de que su jeta, repentinamente ennegrecida, más maciza debido a aquella leve capa de polvo, tendría una belleza tal que el teniente perdería todos los papeles. ¿Llegaría acaso a declararse?

«Ya veré, no creo que haya oído.»

En el interior de aquel cuerpo la inquietud generaba el sobresalto más exquisito. Querelle apeló a su estrella, que no era otra que su sonrisa. Apareció la estrella, Querelle avanzaba sobre sus anchos pies, firmemente posados de plano. Balanceaba algo las caderas, estrechas, sin embargo, para producir un movimiento suave de la parte superior del pantalón y del calzoncillo blanco, que rebosaba un poco por encima de este, sujetos ambos por un amplio cinturón de cuero trenzado que se abrochaba por atrás. Sin duda, había registrado maliciosamente la frecuencia con que la mirada del teniente se demoraba en aquella parte de su cuerpo, aunque lógicamente conociera otros objetos más eficaces de su seducción. Los conocía con toda seriedad. A veces, con una sonrisa, con su habitual sonrisa triste. Balanceaba también ligeramente los hombros, pero su movimiento, como el de las caderas y el de los brazos, era más discreto que de costumbre, más cercano a su cuerpo, más interior, se podría decir. Se movía prieto. Cabría escribir: Querelle jugaba ya fuerte. Al acercarse al camarote del teniente esperaba que este se hubiera dado cuenta del robo frustrado del reloj. Deseó que le hubiera llamado para eso.

«Me las apañaré. Tengo que entrarle por los ojos.»

Pero al asir el picaporte de la puerta deseó que, por sí mismo, el reloj, que al volver a bordo había devuelto a escondidas a su lugar dentro del cajón del teniente, se hubiese parado, bien por haberse estropeado, o porque la cuerda se hubiera acabado, o también —se atrevió a pensarlo— por un gesto de amabilidad del destino o, mejor aún, por una gentileza particular del reloj, seducido ya por Querelle.

«Bueno, ¿y qué? Si hace la más mínima alusión al asunto, le lleno la sentina hasta los topes al ‘mírame y no me toques’ este.»

El teniente le estaba esperando. Desde la primera mirada, especie de breve caricia sobre su torso y su rostro, Querelle comprendió su poder: era de su cuerpo de donde partía el rayo que penetraba por los ojos hasta el estómago del oficial. El hermoso mozo rubio, adorado en secreto, aparecía de repente tal vez desnudo, pero revestido de una gran majestad. No era el carbón lo bastante espeso para impedir que se adivinara la claridad de los cabellos, de las cejas, de la piel, ni el tono rosado de los labios y las orejas. Era evidente que sólo se trataba de un velo. Y Querelle se lo alzaba algunas veces con coquetería, con emoción se diría, al soplar sobre su brazo o al desarreglarse un bucle de sus cabellos.

—Cumple usted bien con sus obligaciones, Querelle. Hace los trabajos ingratos sin advertírmelo. ¿Quién le ha mandado bajar a la carbonera?

El teniente hablaba con un tono cortante. Se defendía contra su emoción. Sus ojos hacían inútiles y dolorosos esfuerzos para no fijarse con demasiada evidencia en la bragueta ni las caderas de Querelle. Un día que le había invitado a un chato de oporto, habiéndole respondido Querelle que a causa de una blenorragia no podía beber alcohol (Querelle mentía: espontáneamente, con el fin de aumentar aún más el deseo del teniente, acababa de inventarse una enfermedad de macho, de «jodedor furibundo»), Seblon, sin la menor experiencia de una dolencia tal, se imaginó bajo la tela azul el sexo llagado derritiéndose como un cirio pascual que llevara incrustados cinco granos de incienso. Se sentía ya muy irritado contra sí mismo por no poder desprenderse de los brazos musculosos y polvorientos entre cuyo vello, dorado y rizoso, quedaban aprisionadas algunas partículas de carbón. Pensó:

«¡Ojalá pudiese ser Querelle el asesino de Vic! Pero es imposible. Querelle es demasiado hermoso por naturaleza para añadirse además la belleza del crimen. ¿De qué serviría ese adorno? Vic y él no eran amigos, habría que inventarles relaciones secretas, citas, abrazos, besos clandestinos.»

Querelle le respondió lo mismo que al capitán de armas:

—Pero…

Aquella mirada, por fugaz que fuese, fue captada por Querelle. Sonrió con sonrisa aún más amplia y desplazando el pie contoneó bruscamente su cadera.

—¿No le gusta ocuparse de esto?

El no haber podido resistirse a utilizar una explicación y una fórmula tan humildes puso de mal humor al oficial, que se sonrojó al ver temblar delicadamente las aletas de la nariz de Querelle y movérsele el lindo arroyuelo que une el tabique de la nariz con el labio superior, con estremecimientos cada vez más sutiles y rápidos, que parecían constituir la más deliciosa manifestación de otros tantos esfuerzos por retener una sonrisa.

—Pues claro que me gusta. Pero era para hacerle un favor a un compañero. A Colas.

—Podría haber escogido a otro para sustituirle. ¡Bueno se ha puesto usted! ¿Tanto interés tiene en ir a tragar polvo?

—No, pero… Bueno…, ya sabe…

—¿Qué quiere decir?

Querelle se abandonó a su sonrisa. Dijo:

—Nada.

El oficial había caído en la trampa. Con lo fácil que hubiese sido, con una simple palabra, mandar a Querelle a la ducha. Permanecieron durante algunos instantes muy cortados, ambos a la expectativa. Querelle rompió el hielo:

—¿Es todo lo que tenía que decirme, mi teniente?

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada.

El oficial creyó discernir una ligera impertinencia en la pregunta del marinero y en su respuesta, pronunciadas ambas bajo el sol de una deslumbrante sonrisa. Su dignidad le ordenaba mandar a paseo a Querelle al instante, pero no podía sacar fuerzas para hacerlo. Si por desgracia Querelle hubiera bajado por propia iniciativa a las sentinas, su enamorado le habría seguido hasta allí. La presencia del marinero medio desnudo en el camarote lo enloquecía. Se estaba hundiendo ya en los infiernos, descendiendo los escalones de mármol negro, tocando casi el fondo del pozo en el que le había precipitado el anuncio del asesinato de Vic. Quería comprometer a Querelle en aquella aventura fastuosa. Le exigía que representara en ella un papel. ¿Qué pensamiento secreto, qué confesión fulgurante, qué aurora podía esconderse tras aquel pantalón, ennegrecido como jamás lo estuvo pantalón alguno? ¿Qué sexo tenebroso pendería dentro de él, con la cepa naciendo de un musgo marchito? ¿Y qué sustancia arropaba a todo ello? Sin duda, no se trataba sino de un poco de tizne de carbón —de esencia y composición harto conocidas— y algo tan sencillo, tan banal, capaz de envilecer un rostro y unas manos, prestaba a aquel joven marino rubio la potencia misteriosa de un fauno, de un ídolo, de un volcán, de un archipiélago melanesio. Era él mismo y ya no lo era. El teniente, de pie frente a Querelle, a quien deseaba pero no osaba acercarse, hizo con la mano un ademán, casi imperceptible, nervioso, reprimido al punto. Querelle registraba, sin dejar escapar una sola, todas las ondas de inquietud de aquellos ojos clavados en los suyos y, como si tanto peso, al aplastar a Querelle, le hubiera ensanchado más la sonrisa, sonreía bajo la mirada y la masa del teniente que gravitaban sobre él hasta el punto de obligarle a tensar los músculos para soportarlas. Comprendía, no obstante, la gravedad de aquella mirada y que toda la desesperación de hombre se expresaba en ella en aquel instante. Pero al tiempo que hacía un amplio movimiento de hombros en el vacío, pensó:

«¡Marica!»

Despreció al oficial. Seguía sonriendo y se dejaba mecer por las vueltas que le daba en la cabeza la idea tremenda y mal equilibrada de «marica».

«¿“Marica”? ¿Qué es eso? ¿Qué es un marica?», pensaba. Y lentamente, mientras se le iba cerrando la boca, la comisura de sus labios se aprestaba para una mueca de desprecio. Pensar aquella frase le diluía en un vago torpor: «Yo también soy un enculado». Pensamiento que no conseguía discernir bien, que no le sublevaba, pero cuya tristeza experimentó al darse cuenta de que estaba apretando las nalgas hasta un punto tal —así le pareció— que habían dejado de rozarse con la tela del pantalón. Ante este leve, aunque desolador pensamiento, recorrió su espina dorsal una inmediata y rápida sucesión de ondas que se fueron desplegando por toda la superficie de sus hombros negros, cubriéndolos de un maldito tejido de escalofríos. Querelle alzó el brazo para alisarse con la palma de la mano los cabellos de encima y detrás de la oreja. Era un ademán tan hermoso, descubriendo una axila pálida y lisa como el vientre de una trucha, que al oficial se le transparentó en los ojos el cansancio de verse abrumado hasta tal extremo. Sus ojos pedían clemencia. Su mirada era más humilde que una genuflexión. Querelle se sentía fuerte. Si bien despreciaba al teniente, no sentía ganas, como los demás días, de burlarse de él. Le parecía inútil coquetear, hasta tal punto estaba convencido de que su fuerza era de otra especie. Procedía del infierno, pero de aquella región del infierno en la que los cuerpos y los rostros son hermosos. Querelle sentía sobre sí el polvo como las mujeres sienten sobre los brazos y las caderas los pliegues de una tela que las convierte en reinas. Semejante maquillaje, dejando intacta su desnudez, le convertía en un dios. Querelle se limitó a acentuar su sonrisa. Estaba seguro de que el teniente no le diría jamás ni una palabra sobre el reloj.

—Así pues, ¿que va usted a hacer?

—No lo sé. Estoy a sus órdenes. Sólo que abajo los compañeros están solos…

El oficial hizo un cálculo rápido. Mandar a Querelle a la ducha era destruir el objeto más bello que a sus ojos les había sido dado acariciar. Puesto que el marinero iba a estar aquí, a su lado, mañana, era preferible dejarle recubierto de aquel manto negro. Tal vez en el transcurso de la jornada el oficial encontraría la ocasión de bajar a las calas de carbón y sorprender en ellas, en plena actividad amorosa, a aquel pedazo gigante de tinieblas.

—Bueno, bien, vaya.

—De acuerdo, mi teniente. Volveré mañana, hale.

Querelle hizo el saludo y giró sobre sus talones. Con la angustia del náufrago que ve desvanecerse en la lejanía las islas y con el arrobamiento que provocó en él el tono desenfadado y de complicidad —tan tierno como el primer tuteo— de la última palabra de Querelle, el oficial se quedó mirando cómo aquella grupa deslumbrante y fina, aquel talle, aquellos hombros y aquella nuca se alejaban de él irrevocablemente, aunque no lo suficiente como para no suscitar un sinfín de manos tendidas e invisibles, que desplegaban en torno a aquellos tesoros, y para protegerlos, la más tierna solicitud. Querelle regresó a su carbón como lo hacía normalmente, ahora que acababa de cometer un asesinato. Si la primera vez semejante idea se le había ocurrido para que los posibles testigos no le reconociesen, las veces siguientes lo tuvo suficientemente presente para salirles él mismo al encuentro, seguro de su fuerza asombrosa, una vez que estuvo tiznado de la cabeza a los pies. Se sentía fuerte por ser tan hermoso y por atreverse a añadir a su belleza la apariencia cruel de las máscaras. Era fuerte —y tan invisible y sereno, acurrucado a la sombra de su fuerza en el rincón más recóndito de sí mismo—, fuerte por meter miedo sabiéndose tan tierno; fuerte por ser un negro salvaje, natural de una tribu en la que el crimen ennoblece.

—¡Y además, qué coño, tengo mis joyas!

Querelle sabía que ciertas sumas —el oro sobre todo— dan derecho a matar. El acto de matar se convertía entonces en un «asunto de Estado». Él era un negro entre los blancos, y tanto más misterioso, monstruoso, al margen de las leyes del mundo, cuanto que debía esta singularidad a un maquillaje apenas puesto y tan trivial que no era sino polvo de carbón; pero con ello demostraba Querelle que el polvo de carbón no es algo tan simple, puesto que posee el poder de transformar hasta tal punto, sin apenas posarse sobre la piel, el alma de un hombre. Era fuerte por ser para sí mismo una masa de luz, aparentando ser noche ante los demás; era fuerte por agitarse en la zona más profunda del navío. Experimentaba, en fin, la dulzura de las cosas y los objetos fúnebres, su gravedad ligera. Se cubría, por último, la cara con un velo y, secretamente, a su modo, llevaba luto por su víctima. Aunque en anteriores ocasiones se hubiera atrevido a hacerlo, hoy era incapaz de contar los detalles de su crimen. Debía desconfiar sobre todo de uno de los marineros de carga de carbón, cuya belleza, tan cruelmente pintada como la suya, corría el riesgo de arrancarle un suspiro de aceptación. Camino de las calas del carbón se dijo:

«No ha dicho ni palabra del reloj.»

De no haber tratado de involucrar a Querelle en la aventura que se estaba imaginando en torno al asesinato de Vic, tal vez el teniente se hubiera quedado estupefacto al ver que su asistente multiplicaba el carácter excepcional de aquella jornada con el hecho de ir por sí mismo a trabajar en las calas del carbón. Pero se encontraba todavía demasiado desconcertado por todo ello para poder interpretar aquellas cosas doblemente extrañas. Y cuando los dos policías encargados de la investigación a bordo, le interrogaron acerca de sus hombres, ni siquiera sugirió la idea de que Querelle pudiera ser culpable. Pero ocurrió lo siguiente: si ante los demás oficiales el preciosismo del lenguaje y de los ademanes del teniente, las inflexiones súbitamente acariciadoras de su voz, pasaban fácilmente por elegancia —ya que ellos también estaban acostumbrados al tono untuoso y flexible de las familias bienpensantes—, los policías no se engañaron y se dieron cuenta en seguida de que era un marica. Pues si todavía trataba de dar el pego entre los marineros, ya acentuando la dureza de su voz metálica, ya exagerando el tono tajante de sus órdenes, llegando incluso a veces a un estilo telegráfico, los policías le turbaron. Ante ellos, ante su autoridad, se sintió culpable y se le escaparon ademanes de loca que no eran sino otras tantas confesiones de culpabilidad.

Fue Mario quien quiso hacerle la primera pregunta:

—Perdone que le moleste, mi teniente…

—Es una idea excelente.

Pero aquella frase, formulada al azar y en cualquier caso traída a colación por descuido, le hizo aparecer como cínico y desenfadado. El policía creyó que trataba de ser ingenioso y se sintió molesto. Mientras la turbación se iba apoderando del teniente, Mario, progresivamente intimidado, le interrogaba cada vez con más brutalidad. A la pregunta enteramente anodina: «¿No ha notado nunca nada sospechoso entre Vic y alguno de sus compañeros?», Seblon dio la siguiente respuesta, entrecortada a la mitad por un movimiento de glotis que no pasó desapercibido para los investigadores:

—¿Cómo se reconoce algo sospechoso?

El lapsus le hizo enrojecer. Su turbación aumentó. Captaba Mario lo extraño de las respuestas del oficial. Residiendo la fuerza de este en la palabra, también en ella radicaba su debilidad; pero hacía esfuerzos para imponerse mediante aquel poder sordamente socavado.

Dijo:

—¿Por qué tengo que interesarme en las relaciones personales de estos muchachos? Aunque el marinero Vic hubiera sido asesinado en el transcurso de una aventura equívoca, yo no tengo por qué estar al corriente.

—Por supuesto, mi teniente; pero a veces se escuchan cosas.

—Usted bromea. Yo no espío a mis hombres. Y sobre todo tenga usted en cuenta que si estos jóvenes tienen relaciones con los odiosos individuos a los que usted alude, no se vanaglorian de ello. Tengo entendido que el mayor secreto preside sus encuentros…

Se dio cuenta de que estaba a punto de entonar un canto en honor de los amores homosexuales. Quiso callarse. Pero notando que su silencio repentino le hubiera resultado extraño al inspector, agregó con tono descuidado:

—Esos desagradables individuos tienen una organización maravillosa…

Era demasiado. Incluso él mismo se dio cuenta de la ambivalencia de aquel comienzo, en el que la palabra «maravillosa», cuya última sílaba recalcó en exceso, parecía desplegar, en una especie de alegre desafío, las alas de la «mariposa». No les hizo falta nada más a los policías. Sin distinguir con claridad lo que delataba al oficial, su lenguaje les resultó evocador de las costumbres proscritas. Lo que pensaron podría resumirse en esta formula del lenguaje común: «Se regodea hablando del asunto», «no parece que haga ascos a la cosa». En suma, les pareció sospechoso. Afortunadamente tenía coartada, pues estaba a bordo la noche del crimen. Cuando la entrevista hubo terminado, pero antes de que los policías se hubiesen ido, el teniente quiso enfundarse el capote de paño azul, mas puso en su ademán tanta coquetería, presta y torpemente corregida, que no podemos decir que se lo enfundase —tan brusca resulta esta palabra—, sino que él mismo denominó aquel ademán «envolverse». Aumentó su apuro y decidió otra vez no volver a tocar jamás en público un tejido. Querelle entregó diez francos a la colecta para la corona de Vic. Veamos algunos párrafos, arrancados al azar, del cuaderno íntimo.

Este diario no puede ser más que un libro de preces.

Permitidme, Dios mío, que me envuelva en mis ademanes frioleros, con modales de aterido, como un inglés extenuado en sus manías, como una mujer enigmática en sus chales. Para afrontar a los hombres me habéis concedido una espada dorada, galones, legiones de honor, gestos de mando: estos accesorios me salvan. Permiten que teja en mi entorno invisibles puntillas cuyos dibujos pretenden ser toscos. Aunque me alivia, semejante rudeza me deja extenuado. Cuando sea vieja me refugiare, ¡al fin!, en la ridiculez maníaca de los quevedos de armadura de resorte, en los cuellos de celuloide, en el tartamudeo, en los puños almidonados.

¡Querelle contaba a sus compañeros que él era víctima de los carteles de reclutamiento! Yo soy víctima de los carteles y víctima de la víctima de los carteles.

La gorra de oficial endureció mi rostro. Al ocultar la frente, resalta mi boca y las dos largas arrugas que la enmarcan, severas, casi malintencionadas. Parece que el signo de mi femineidad es mi frente: retiro mi gorra y, de repente, mis arrugas parecen abúlicas, suaves. Cuelgan.

¡Qué alegría de súbito! Soy toda alegría. Mis manos, maquinalmente al principio, han dibujado en el espacio, a la altura de mi pecho, dos senos de mujer que parecían injertados allí. Me sentía dichosa. Repito el ademán y conozco la felicidad. La verdadera plenitud. Estoy colmado. Mejor: estoy colmada. Empiezo de nuevo. Acaricio ambos senos de aire. Son hermosos. Pesan. Los sopeso con mis manos. Estaba en aquel momento apoyado en la borda, por la noche, frente al mar abierto. Oía el rumor de Alejandría. Acaricio mis senos, mis caderas. Me conozco nalgas más redondas y más voluptuosas. Tengo a mi espalda Egipto: la arena, la Esfinge, el Nilo, los árabes, los barrios prohibidos, la aventura maravillosa de ser la que soy[11]. Me gustan con forma un poco de pera.

Otra vez he vuelto a llevarme sin querer las cortinas de la puerta. He sentido que querían envolverme en sus pliegues y no he podido resistir la tentación del bello ademán de deshacerme de ellas. Ademán de nadador que aparta el agua.

Regreso. Voy pensando aún en la vida de ese cigarrillo preso entre los dedos del marinero. Un cigarrillo hecho. Echaba humo, hacía ligeros movimientos entre los dedos casi inmóviles de Querelle, que estaba lejos de sospechar la vida que infundía a la colilla. Me era imposible apartar la vista, no ya de los dedos, sino de aquel objeto que cobraba vida por obra de ellos. Y ¡cuán grácil la vida que cobraba, cuán elegantes los movimientos, finos y chispeantes! Querelle estaba oyendo hablar de las putas del burdel a uno de sus compañeros.

«No me he visto nunca.» ¿Tengo encanto para otros? ¿Qué otro además de mí es presa del encanto de Querelle? ¿Cómo podría hacer para transformarme en él? ¿Podré injertarme sus bellos adornos: sus cabellos, sus cojones? ¿Incluso sus manos?

Con el fin de que no me estorben para meneármela, me remango las mangas del pijama. Este sencillo ademán hace de mí un luchador, un forzudo. Afronto de este modo la imagen de Querelle, ante quien me presento como un domador. Pero todo acaba tristemente con una pasada de la toalla por el vientre.

No es nuestro propósito poner de relieve a dos o tres personajes —o héroes, puesto que están sacados de un reino fabuloso, es decir, procedente de la fábula, de la fábula y de los limbos— sistemáticamente odiosos. Pero tenéis que considerar que estamos viviendo una aventura que se desarrolla dentro de nosotros mismos, en la región más profunda, más asocial de nuestra alma, y que es precisamente porque dota de vida a sus criaturas —y voluntariamente asume el peso del pecado de ese mundo surgido de él— por lo que el creador libera, salva a la criatura y se sitúa a la vez más allá o por encima del pecado. Quede, pues, libre de pecado, ya que por su función y mediante nuestro verbo el lector descubre dentro de sí a estos héroes que hasta entonces se pudrían en su interior…

¡Querelle! ¡Todos los Querelles de la Armada! ¡Hermosos marinos, poseéis la dulzura de la avena loca!

Recepción a bordo. La cubierta del navío está engalanada con plantas verdes, con alfombras rojas. Los marinos, de blanco, andan de un lado para otro. Querelle se muestra indiferente. Sin que él me viera, le miré: estaba de pie, con las manos en los bolsillos, algo combado hacia atrás y con el cuello tenso como el de un toro (¿o de un tigre, o un león?) de un bajorrelieve asirio cuyo flanco ha sido apuñalado. La fiesta le deja indiferente. Silba y sonríe.

Querelle sirgando una pesada chalupa en el muelle: cuatro marinos tiran de la cuerda, con el pecho hacia adelante, tensos por el esfuerzo, pasándose el cabo (jarcia) sobre el hombro izquierdo, pero Querelle se ha dado la vuelta. Tira reculando. Sin duda para no tener el aspecto de una bestia de tiro. Se ha dado cuenta de que yo le estaba mirando, pero he sido yo quien ha tenido que desviar la mirada de la suya.

Belleza de los pies de Querelle. De sus pies descalzos. Los aplasta de plano sobre la cubierta. Camina a lo largo y a lo ancho. A pesar de la sonrisa, su rostro está triste. Me hace pensar en la tristeza de un buen mozo, forzudo y muy viril, sorprendido como un chiquillo en un delito grave, abrumado por una severa condena en el banquillo de los acusados. A pesar de su sonrisa, de su belleza, de su insolencia, del radiante vigor de su cuerpo, de su osadía, Querelle parece ser portador del estigma indescriptible de una humillación profunda. Por la mañana estaba abatido. Miraba con ojos cansados.

Querelle dormía al sol, sobre cubierta. De pie, me quede mirándole. Mi rostro se sumergía en el suyo, pero me fui en seguida por miedo a que me viera. A los momentos tranquilos y seguros —y prolongados— en los que podíamos dormir tal vez entrelazados los dos, prefiero estos instantes incómodos, estos momentos furtivos que es preciso destruir porque las piernas no soportan una inclinación demasiado prolongada, porque se tiene un brazo mal doblado, mal cerrada una puerta o un párpado. Le robo estos instantes y Querelle lo ignora.

Ante los ojos de los hombres y las mujeres que nos aborrecen, qué misterio son los rostros de los chicos guapos que se supone que se acuestan con hombres. En el café ha entrado un jovencito rubio, de rasgos duros, de caminar descuidado y musculoso. Decimos que «está bien». Los oficiales que me acompañan lo han mirado con insistencia, sin desprecio. El joven debía su extrañeza a la mirada intrigada de mis camaradas.

Recepción a bordo al Almirante A… Es un anciano alto y delgado, de cabellos enteramente blancos. Rara vez sonríe, pero sé que bajo su aire severo, un poco altanero, esconde una gran dulzura, una enorme bondad. Apareció en el portalón seguido de un infante de Marina, un real mozo ataviado como en tiempo de guerra, con las polainas, el cinto y la carrillera. Es su asistente. Su aparición me produjo una fuerte emoción en la que me gusta sumirme. ¡La frágil silueta del anciano de elegantes ademanes, apoyándose en la magnífica complexión del sako! Al correr de los años seré un viejo oficial engalanado, dorado, suave, escoltado por la sólida musculatura de un soldado de veinte años.

Estamos mar adentro. Tempestad. En caso de naufragio, ¿qué haría Querelle? ¿Trataría de salvarme? Ignora que le amo. Yo trataría de salvarle, pero intentaría que fuera él quien me salvara. En los naufragios cada cual lleva consigo lo que le es más preciado: un violín, un manuscrito, fotos… Querelle me llevaría a mí. Sé que salvaría ante todo su belleza, aunque para eso tuviese yo que morir.

Querelle, tu corazón de oro

Él estaba mirando cómo un marinero lavaba la cubierta. Sin otro punto de respaldo, Querelle apoyaba sus dos manos, una sobre otra, en el cinturón, por encima de la bragueta. Tenía todo el busto inclinado y bajo su peso el cinturón (junto con el borde del pantalón) cedía como una cuerda.

Tengo ganas de llorar por no poder echar mano a una polla. Lanzo alaridos de pena al mar, a la noche, a las estrellas. Sé que en el puesto de atrás las hay maravillosas, pero me son negadas.

Tal vez a una orden del almirante, el real mozo que le acompaña a todas partes entra dócilmente en su camarote, se abre la bragueta y ofrece a los labios del anciano una verga reglamentariamente hinchada. No conozco pareja más elegante, más perfectamente equilibrada, que la formada por el almirante y su maromo. Son guapos.

Lisboa. Bajé a tierra con el capitán. Hicimos algunas tareas. En un café dejé descuidadamente mis paquetes por el suelo, muy lejos de mí. El capitán los vigila sin cesar. Veo que teme que los roben y su temor me hace desear que los roben. Los aparto insensiblemente con el pie. Ya contemporizo con los ladrones. Odio la vulgaridad del capitán.

Querelle dejó olvidada su camiseta en mi camarote. Quedó en el suelo. No me atrevía a tocarla. Aquella camiseta de rayas, de marinero, tenía el poder de una piel de leopardo. Más aún, era el mismo animal agazapado, que se enmascara en sí mismo, dejando sólo su apariencia. «Han debido de tirarla por ahí.» Pero que me atreva a tocarla, que adelante mi mano y se hinchará con todos los músculos de Querelle.

Cádiz. Un negro que baila con una rosa entre los dientes. En cuanto se reanuda la música se pone a vibrar. Refiriéndome a él, escribo: se encabrita, como se dice hablando de un caballo. Frente a la suya, la imagen de Querelle se vuelve mate, humillada.

Querelle se está cosiendo los botones. Le miró estirar el brazo para enhebrar mejor la aguja. Nunca puede ser un ademán ridículo: el que lo realiza estaba ayer noche arrimado a una chica a la que sujetaba contra un árbol, y su sonrisa era la de un vencedor. Al beber el café, Querelle puede agitar la taza para disolver el azúcar de las últimas gotas con un movimiento de la mano derecha en sentido inverso a las agujas del reloj (es decir, de izquierda a derecha), como lo hacen las mujeres, pero cinco minutos antes eructaba como un hombre. De este modo, cualquier acto de Querelle, por insignificante que sea, se reviste de la humanidad, de la gravedad, de un acto más noble que le antecede.

Sobre la palabra pederasta, sacado del Larousse: «En casa de uno de ellos se descubrió una gran cantidad de flores artificiales, de guirnaldas y de coronas, destinadas, sin duda alguna, a servir de ornamento y aderezo en las grandes orgías».

Querelle de Brest
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