Con indolente negligencia Querelle dijo:
—¿Pero por qué se te ocurrió cargarte al marinero? Nadie se lo explica.
Esta frase insinuante se iniciaba con un «pero» de una hipocresía tan grande que, acostumbrado a la brusquedad, le recordó al momento al teniente Seblon y sus modales solapados, sus maniobras de acercamiento. Gil se sintió palidecer. Su vida, su presencia dentro de sí mismo, afluyó a sus ojos, a los que secó, se escapó por su mirada, para perderse, para diluirse en las tinieblas del calabozo… Vacilaba en responder, no con una vacilación en la que con sangre fría se están sopesando los pro y los contra, sino con una especie de pereza cercana al anonadamiento, agravada por un sentimiento de la inutilidad de toda negación que le impedía abrir la boca. Esta acusación era tan grave que estaba tratando de asimilarla: callaba, procuraba abandonarse en su mirada, cuya importancia comprendía hasta el extremo de sentirse mover furtivamente el músculo del ojo y el párpado. Su mirada permanecía fija. Los labios cada vez más apretados.
—¿Eh? ¿Y el marinero? ¿Cómo te dio por ahí?
—No ha sido él.
Como a través de un duermevela, oía Gil la pregunta de Querelle y la respuesta de Roger, y no le resultó molesto el sonido de sus voces. Se hallaba todo él en la intensidad de su mirada fija, de cuya fijeza era consciente.
—Si no es él, ¿quién puede ser entonces?
Gil dirigió su mirada al rostro de Querelle.
—Palabra, no he sido yo. No puedo decirte quién ha sido porque no lo sé. Pero por la chola de mis viejos, te juro que yo no.
—Los periódicos han dicho que probablemente eres tú. Yo te creo, pero vete a convencer a los guris. Encontraron tu mechero junto al cadáver. Como quiera que sea, mi consejo es que sigas encamado.
Al final Gil se había resignado a este otro crimen. Habiendo nublado su óptica la monstruosidad de su acto, al principio había pensado en entregarse a la policía. Creía que tras haberle reconocido inocente respecto al segundo crimen, le soltarían para que pudiera esconderse a propósito del primero. Creía que la policía respetaba estas reglas del juego. Pronto se le puso de manifiesto la demencia de tal pensamiento. Ahora bien, poco a poco iba asumiendo Gil el asesinato del marino. Buscaba los motivos. Se preguntaba a veces quién podía ser el verdadero asesino. Se interrogaba a sí mismo para saber cómo había llegado a perder su propio mechero en el lugar del crimen.
—Me pregunto quién puede ser. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había quedado sin mechero.
—Te digo que tú, tranquilo. Vamos a ver entre troncos qué se puede hacer por ti. Vendré a verte siempre que pueda. Le voy a dar incluso un poco de pasta a tu tronco para que te traiga algo de manducar y tabaco.
—Eres cojonudo, ¿sabes?
Pero en el instante anterior a perderse, para concentrarse en su mirada y diseminarla en las tinieblas, Gil había derrochado tantas fuerzas que ya no conseguía reagrupar las suficientes para infundir a su gratitud el ardor de todo su ser. Estaba cansado. Una inmensa tristeza velaba su rostro, abatía las comisuras de aquellos labios que Querelle había visto algo húmedos, cantarines y risueños. Su cuerpo se había desplomado sobre la esquina de la caja y toda su actitud expresaba lo siguiente: «¿Qué demonios puedo hacer ahora?». Se encontraba al borde de la pena, no de la desesperación, pero su pena se asemejaba a la de un niño abandonado un instante en el umbral de la noche. Estaba perdiendo parte de su fuerza y su verdad. No era un asesino. Tenía miedo.
—¿Piensas que si me cogen no hay nada que hacer?
—Nunca se sabe. Es una lotería. Pero no le andes dando vueltas. No te van a coger.
—Oye, eres un amigo de verdad, ¿sabes? ¿Cuál es tu nombre de pila?
—Jo.
—Jo, eres un amigo. Nunca lo olvidaré.
Toda su alma se volcaba por fin al encuentro de Querelle, que pronto se iría, volvería a la vida normal, y que era fuerte, con la fuerza de lo menos cien millones de hombres.