Con el fin de recompensarle por haber facilitado la detención de Gil, el comisario de policía encomendó a Dédé misiones concretas, casi oficiales. Lo eligió para rastrear la pista de los muchachos jóvenes, de los marineros y de los soldados que roban en los escaparates de los «Monoprix».
Mientras se dejaba llevar por la escalera automática, se ponía Dédé los guantes de piel amarilla y tenía la sensación de ser «llevado». Era un poli. Todo le llevaba. Le transportaba. Estaba seguro de sí mismo. En la cumbre de aquella apoteosis, en la sala donde iba a empezar su carrera, conoció además este sentimiento: haber triunfado. Se había puesto los guantes en el sido oportuno, el suelo era liso. Dédé era dueño de sus dominios, con libertad para ser magnánimo o cabrón.