La idea de crimen evoca con frecuencia el mar, a los marinos. Mar y marinos no se presentan entonces con la precisión de una imagen, sino que el crimen hace más bien que la emoción bata contra nosotros en oleadas. Que los puertos sean el escenario cien veces reiterado de los crímenes resulta de fácil explicación, y no profundizaremos en ello, pero numerosas son las crónicas en las que se narra que el asesino fue un navegante, verdadero o falso, y en este último caso aún son más estrechos los lazos que el crimen mantiene con el mar. El hombre que se enfunda un uniforme de marinero no obedece a los dictados de la sola prudencia. Su disfraz tiene que ver con el ceremonial que preside siempre a la ejecución de todo crimen concertado. Podemos, en primer lugar, afirmar lo siguiente: que envuelve en nubes al criminal; le resalta sobre la línea del horizonte donde el mar se funde con el cielo; a grandes zancadas, elásticas y sinuosas, le hace avanzar sobre las aguas, encarnar la Osa Mayor, la Estrella Polar o la Cruz del Sur; él (seguimos hablando de tal disfraz y del criminal) le hace aflorar de continentes tenebrosos en los que el sol sale y se pone a la vez, donde la luna consiente el asesinato en las chozas de bambúes, a la orilla de ríos inmóviles infestados de caimanes; le otorga el poder de obrar bajo el efecto de un espejismo, de lanzar su arma mientras uno de sus pies se apoya todavía sobre una playa oceánica y el otro despliega su trayectoria por encima de las aguas en dirección a Europa; le concede de antemano el olvido, ya que el marino «está de vuelta de muy lejos»; le autoriza a considerar a los hombres de tierra como a plantas. Mece al criminal. Le arropa en los pliegues ajustados del jersey y en los más amplios del pantalón. Le adormece. Adormece a su víctima ya fascinada. Más adelante hablaremos de la aparición letal del marinero. Testigos hemos sido de auténticas escenas de seducción. En la frase, quizá larga en exceso, que se inicia con: «que envuelve en nubes…» nos hemos abandonado a una fácil poesía verbal, en la que cada una de las proposiciones no es sino un argumento a favor de las complacencias del autor. Es, pues, bajo el signo de un impulso interior sumamente peculiar, como queremos presentar el drama que se desarrollará a continuación. Deseamos añadir, además, que va dirigido a invertidos. A la idea de mar y asesinato, va unida, de modo natural, la de amor o voluptuosidad, y, antes que nada, la de amor contra natura. Sin duda, los marinos transportados (animados nos parece más exacto, ya veremos luego la razón) por el deseo y la necesidad del asesinato pertenecen sobre todo a la Marina mercante: son los navegantes de altura, nutridos de bizcocho y latigazos, cargados de grilletes por error, desembarcados en puertos ignotos, reembarcados de nuevo en cargueros para tráficos sospechosos. Y, sin embargo, resulta difícil rozarse en una ciudad de niebla y granito con esos forzudos de la Armada, balanceados de aquí para allá, zarandeados por y para maniobras que nos complacemos en imaginar peligrosas, con esos hombros, con esos perfiles, esos bucles, esos lomos encrespados, bravíos, con esos mocetones ágiles y fuertes, sin imaginarlos al punto capaces de un asesinato que se justifica por el solo hecho de su intervención, puesto que son dignos de ejecutar con nobleza todos los movimientos del crimen. Ya desciendan del cielo o emerjan de un dominio donde conocieron sirenas y monstruos aún más insólitos, en tierra los marinos habitan mansiones de piedra, arsenales, palacios, cuya solidez se opone a la nervosidad, a la irritabilidad femenina de las aguas (en una de sus canciones, ¿no dice acaso el marinero: «… nos consolamos con la mar»?) que bañan los muelles sembrados de cadenas, de mojones, de bitas de amarre, a los que, desde lo más lejano de los mares, se saben anclados. Para medirse en estatura cuentan con depósitos, con presidios en desuso de arquitectura grandiosa. Brest es una ciudad dura, sólida, construida en granito gris de Bretaña. En su dureza está anclado el puerto; en ella encuentran los marineros el sentimiento de seguridad, el punto de apoyo desde el que cobrar vuelo; ella les permite reposar del perpetuo vaivén del mar. Si Brest es ligera, ello se debe al sol que dora débilmente sus fachadas, tan nobles como las venecianas, a la presencia de los marineros indolentes que caminan por sus callejas estrechas; por último, también a la niebla y a la lluvia. En ella se desarrolla la acción del libro, cuyo relato emprendemos en el momento en que un aviso, el «Vengador», se baña en la rada desde hace tres días. Otros navíos de guerra: la «Pantera», el «Vencedor», el «Sangriento», y rodeando a estos, el «Richelieu», el «Bearn», el «Dunkerque» y algunos otros. Nombres que encuentran sus equivalentes en el pasado. De los muros de una capilla lateral de la iglesia de Saint-Yves, en La Rochelle, cuelgan pequeños cuadros exvotos que representan a los barcos perdidos o salvados: la «Amotinada», el «Zafiro», el «Ciclón», el «Hada», la «Bien Amada». Aunque tuvo ocasión de contemplarlos en su niñez, estos barcos no ejercieron influencia alguna sobre la imaginación de Querelle; pero no por ello podíamos dejar de señalar su existencia. Para las tripulaciones, Brest es la ciudad de «La Féria». Lejos de Francia, entre ellos, los marinos sólo hablan de este burdel con salidas de tono, con risas desmedidas; del mismo modo que pueden hablar de los patos de Cholon, de los naï anamitas, evocan al patrón y a la patrona sirviéndose de expresiones como esta.

—«Te lo juego a los dados. ¡Como en casa Nono!»

—«Este, con tal de tirarse a una gachí, sería capaz de jugar con Nono.»

—«¡A este tipo le gustaría ir a ‘La Féria’ a perder!»

Si el de la patrona permanece ignorado, los nombres de «La Féria»[1] y de «Nono» deben de haber dado la vuelta al mundo, susurrados en los labios de los marineros, lanzados entre apóstrofes burlones. A bordo, ninguno sabe a ciencia cierta qué es «La Féria», ni conoce con precisión las reglas del juego que cimenta su reputación; pero nadie, ni siquiera los novatos, osa preguntar nada: todos los marinos simulan estar al corriente. El establecimiento de Brest aparece nimbado de un aura mitológica, y los marinos, al acercarse al puerto, sueñan en secreto con esta casa de citas de la que sólo hablan en tono burlón. Georges Querelle, el protagonista de este libro, la mienta menos que nadie. Sabe que su hermano es el amante de la patrona. He aquí, recibida en Cádiz, la carta que le puso en antecedentes:

«Querido peque, te escribo estas cuatro letras para comunicarte que he vuelto a Brest. Intenté volver a currelar en los muelles, pero estaban al completo. Tenía la negra encima. Y yo, para el currele, pues ya lo sabes, nunca estoy en vena, siempre tengo galbana[2]. Para salir del apuro me encontré con Milo y al momento me di cuenta de que le había hecho tilín a la patrona de’La Féria’: lo hice lo mejor que pude y ahora el asunto va que chuta. Al patrón le importa un pito, pues su mujer y él no son otra cosa que socios. Yo estoy bien. Espero que tú también lo estés, y si vienes con permi, etc. Firmado: Robert.»

A veces suele llover en septiembre. Con la lluvia, a los obreros del puerto y del Arsenal se les pegan a los músculos las tenues ropas de tela, la camisa, el pantalón azul. Acontece también que algunas tardes haga buen tiempo y que de los astilleros desciendan grupos de albañiles, carpinteros, mecánicos. Vienen cansados. Sus andares fatigados sólo se tornan airosos cuando sus zapatos, sus pasos morosos revientan los charcos de aire que manan en su derredor. Pasan, lentamente, pesadamente, cruzándose con el ir y venir más rápido, más ligero, de los marinos que van de farra, convertidos en el ornato de esta ciudad, que centelleará hasta el alba con las figuras que trenzan sus piernas, con el estrépito de sus risas, con sus canciones, su alegría, con los insultos vociferados a las chicas, los besos, los cuellos, las borlas de las gorras. Los obreros regresan a sus barracas. A lo largo de la jornada han trabajado en serio (el soldado, sea marino o de infantería, no tiene nunca la sensación de haber trabajado), fundiendo sus gestos, entrelazándolos, hasta conseguir una obra que constituirá el nudo visible y apretado de todos ellos. Ahora vuelven a casa. Una oscura amistad —oscura para ellos— les une, y también un odio mitigado. Pocos hay casados, y sus mujeres están lejos. Hacia las seis de la tarde los obreros cruzan las puertas metálicas del Arsenal y la entrada de los almacenes portuarios. Suben hacia la estación, donde están las cantinas, o bajan hacia Recouvrance, donde tienen una habitación, alquilada mensualmente, en un pequeño hotel amueblado. En su mayoría son italianos, españoles, unos cuantos moros y algunos franceses. Era por entre este derroche de fatiga y de músculos cansados, de lasitud viril, por donde le gustaba transitar al teniente de navío Seblon, oficial del «Vengador».

Los techadores trabajaban en los tejados del edificio del Almirantazgo. Siempre extendidos cuan largos son, como acostados sobre una ola, en la soledad del cielo gris, lejos de los hombres que caminan por el suelo. No se les escucha. Están perdidos en el mar. Cada uno en un alero del tejado, se enfrentan, se arrastran, compiten por la solidez de sus bustos, comparten el tabaco.

Permanentemente un cañón apuntaba hacia el presidio. Hoy ese cañón (sólo el tubo) se mantiene de pie en medio del patio donde se ponían en fila los galeotes. No deja de ser curioso que para castigar a los criminales se les obligara antaño a hacerse marinos.

Pasé delante de «La Féria». No he visto nada. Todo me es negado. En Recouvrance entreveo abrirse y cerrarse, sobre el muslo de un marinero —nunca me he cansado de este espectáculo, tan frecuente sin embargo a bordo—, un acordeón.

«Encabrestarse». Sin duda, de «encabritarse»: Querellarse.

Cuando me entero —aunque sólo sea por el periódico— de que estalla un escándalo, o simplemente con que yo tema que estalle, me apresto para la huida. Siempre pienso que sospecharán de mí. A fuerza de imaginar temas de escándalo, siento dentro de mí una naturaleza demoníaca.

En cuanto a los golfos que estrecho entre mis brazos, mi ternura y mis besos apasionados a los rostros que acaricio, que cubro dulcemente con mis sábanas, no son sino una suerte de agradecimiento y fascinación mezclados. Tras haberme afligido hasta tal punto por la soledad en que me recluye mi singularidad, ¿puede ser cierto que tenga desnudos, que retenga estrechados contra mi cuerpo a estos mu chachos tan grandes a mis ojos por su audacia y su dureza, que me derriban al suelo y me pisotean? No acabo de creerlo y las lágrimas afluyen a mis ojos para dar gracias a Dios que me concede tanta dicha. El llanto me enternece. Me deshago en lágrimas. Con su agua sobre mis mejillas, ruedo, derramándome en ternura sobre las mejillas tersas y duras de estos muchachos.

Esa mirada severa, a veces casi recelosa, incluso justiciera, que el pederasta mantiene fija sobre el joven que acaba de conocer, es una breve pero intensa meditación acerca de su propia soledad. En un instante (lo que dura esa mirada) se encierra, compacta, una desesperación permanente, de frecuencia rápida y opresiva, minuciosamente entretejida con el temor de verse rechazado. «Sería tan hermoso», piensa. Y si no lo piensa, así lo expresan su ceño fruncido y la reprobación de su negra mirada.

Una parte de su cuerpo está desnuda, del cuerpo de Él (Querelle, cuyo nombre no escribirá jamás el oficial, no sólo por prudencia hacia sus compañeros o jefes, ante cuyos ojos bastaría el contenido del diario para perderle). Él lo examina. Busca las espinillas, las uñas rotas, los granos rosados. Enfadado si no los encuentra, se los inventa. En cuanto está inactivo se entrega a este juego. Esta noche examina sus piernas, en las que el vello negro y recio es suave a pesar de ser fuerte, y dibuja en torno a aquellas, desde el pie a la ingle, una especie de bruma que mitiga lo que los músculos tienen de rudo, de abrupto, de un tanto pedregoso. Me sorprende que un signo tan propio de la virilidad envuelva la pierna de una dulzura a la vez tan grande y tan intensa. Se entretiene en chamuscar el vello con el cigarrillo encendido y luego (seguimos hablando de Él) se inclina para sentir el olor a quemado. No sonríe más de lo acostumbrado. La pasión de su vida es su cuerpo en reposo —pasión morosa, no exaltante—. Inclinado sobre él, se contempla. Como si se mirara con una lupa. Observa minuciosamente los más minúsculos accidentes como el entomólogo las costumbres de los insectos.

Pero cuando se mueve, ¡en qué deslumbrante revancha se convierte la delicia de agitar su cuerpo entero!

Él (Querelle) no está nunca distraído, sino atento a lo que hace. En cada momento ignora lo que es soñar. Su presencia es eterna. Jamás responde «pensando en las musarañas». Y, sin embargo, me desconcierta la puerilidad de sus preocupaciones aparentes.

Con las manos en los bolsillos del pantalón, perezoso, desearía decirle:

«Zarandéame un poco para que se me caiga la ceniza del cigarrillo.» Y con malos modales, como un hombre, me asestaría un puñetazo en el hombro. Me pongo a estornudar.

Hubiera podido permanecer erguido, agarrándome a la batayola, pues no era tan grande el balanceo; pero aproveché rápidamente, con alegría, el movimiento del barco para dejarme derivar, oscilar, siempre en dirección a Él. Conseguí rozarle un codo.

Un moloso cruel y fiel a su dueño, dispuesto a morderos la carótida, parecía seguirle y meterse a veces entre sus pantorrillas, confundiéndose los costados de la bestia con los músculos de sus muslos, presto a morder, siempre gruñendo y enseñando los colmillos, y tan feroz que uno esperaba el momento en que se lanzaría contra Querelle para arrancarle los cojones.

Tras estas notas espigadas aquí y allá, aunque no al azar, de un cuaderno íntimo que nos le sugiere, deseamos que se os aparezca con claridad que el marinero Querelle, originario de esa soledad en la que el mismo oficial se hallaba recluido, era un personaje solitario comparable al ángel del Apocalipsis cuyos pies descansan en el mar. De tanto meditar sobre Querelle, de tanto usar en sueños sus más hermosos atributos, sus músculos, sus relieves, sus dientes, su sexo adivinado, para el teniente Seblon el marinero se ha convertido en un ángel (más tarde le llamará, ya lo veremos: «el ángel de la soledad»), es decir, en un ser cada vez más inhumano, cristiano, en torno al cual se despliegan los acordes de una música basada en lo contrario de la armonía o más bien de la música que queda cuando la armonía se ha desgastado, ha sido triturada y en medio de ella este ángel inmenso sigue moviéndose, pausadamente, sin testigos, con los pies sobre el agua, pero con la cabeza —lo que debería ser su cabeza— en la confusión de los rayos de un sol sobrenatural. Cuando un agente secreto se prepara para robarle al enemigo el plan secreto cuyo conocimiento nos salvará, el objetivo que persigue afecta nuestro destino con tanta precisión que quedamos atados a él, suspendidos a su logro, y el objetivo se revela de tanta nobleza que, al pensar en quien lo realizará, el pecho se nos infla de emoción, las lágrimas se escapan de nuestros ojos, mientras él se dedica a su tarea con metódica frialdad. Ensaya técnicas examinando las más eficaces, en suma, va ganando experiencia. Es igual la realización de un acto que debemos guardar en secreto, que conservaremos porque es inconfesable, y que debe cometerse entre las tinieblas de las que será justificación, a veces observamos con gélida lucidez bajo la plena luz el día de nuestra mirada nuestra elección y sus detalles. El teniente Seblon, antes de pisar tierra por primera vez en Brest, cogió un lápiz al azar de su mesita y le sacó punta cuidadosamente. Se lo metió en el bolsillo. Luego, suponiendo que quizá las paredes de pizarra serían demasiado oscuras o demasiado granuladas, llevó varias pegatinas. Ya en tierra, con algún pretexto banal, abandonó a sus camaradas de a bordo, entró en el primer urinario que encontró y, después de abrirse la bragueta, vigilando los accesos cautelosamente, escribió su primer mensaje: «Joven de paso por Brest busca chico guapo con polla bonita». Trató sin éxito de descifrar las inscripciones obscenas. Se indignó por que un lugar tan noble fuese mancillado con graffitis de tendencia política. Volviéndose hacia su propio texto, lo leyó mentalmente, experimentando una turbación tan grande como si lo acabase de descubrir, y lo ilustró con una verga monstruosamente grande, rígida, exagerando la ingenuidad del dibujo. Luego salió con tanta naturalidad como si sólo hubiese orinado. Recorrió así la ciudad de Brest, entrando deliberadamente a cada urinario.

Aunque ellos pretendiesen negarlo, el extraño parecido de los dos hermanos Querelle tan sólo constituía un atractivo para los demás. No se veían sino por la noche, lo más tarde posible, sobre la única cama de una habitación cercana al cuarto donde su madre vivía pobremente. También se encontraban tal vez, aunque a una profundidad tal que no podían percibirlo, en su amor por la madre, y además, qué duda cabe, en sus peleas casi cotidianas. Por la mañana se separaban sin decirse una sola palabra. Como si no se conocieran. A los quince años Querelle sonríe ya con esa sonrisa que le distinguirá durante toda su vida. Ha decidido vivir con los ladrones, cuya jerga domina. Trataremos de tener en cuenta este detalle para comprender bien a Querelle, cuyas representaciones mentales, y hasta sus sentimientos mismos, dependen y se modelan con arreglo a una cierta sintaxis, a una ortografía muy particular. En su lenguaje encontraremos expresiones tales como: «Suelta tus amarras…», «estoy en el cepo…», «mueve el culo…», «no hace falta que se trague su estopa…», «se ha agarrado una insolación en el coco…», «está que se sube por la amura, el tío…», «vamos, muñeca, que llevo dadas ya doce campanadas…», «pasa de eso»[3], etc. Expresiones que no eran articuladas de una manera clara, sino susurradas más bien con voz un poco sorda y como en su interior, sin llegar a percibirlas. Al no ser proyectadas tales expresiones, el lenguaje de Querelle no servía, si podemos decirlo, para iluminarlo con más claridad, para perfilarlo. Por el contrario, parecían entrar por su boca, amontonarse dentro de él, sedimentarse allí, formando un barro espeso desde donde se elevaba de cuando en cuando una burbuja transparente que reventaba delicadamente en sus labios. Le había brotado una palabra de jerga.

En lo relativo a la policía del puerto y de la ciudad, Brest estaba bajo la autoridad del Comisariado, donde en la época de nuestra novela trabajaban, unidos por los lazos de una amistad singular, los inspectores Mario Dugas y Marcellin. Este último era con respecto a Mario más bien una excrecencia (todo el mundo sabe que los policías van por parejas) bastante pesada, penosa, aunque, afortunadamente, relajante a veces. En todo caso, Mario había elegido a otro colaborador, más sutil y más querido, más fácil también de sacrificar si la situación lo requería: Dédé.

Como en cada ciudad de Francia, había en Brest un «Monoprix», lugar favorito de los paseos de Dédé y de muchos marinos que circulaban por entre los mostradores, donde, más que cualquier otra cosa, excitaban su codicia —hasta inducirles a veces a la compra— un par de guantes. Finalmente, los servicios de la Prefectura marítima sustituían en Brest al antiguo Almirantazgo.

Querelle de Brest
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