22
Pesadillas de Crimea
ECOLOCALIZADOR. Artesano que entra en un libro a punto de publicarse y localiza ecos de palabras y los destruye. Como norma general, palabras idénticas (aparte de nombres propios, monosílabos y sinónimos) no se pueden repetir a menos de quince palabras de distancia ya que tal cosa interrumpe la transferencia de imágenes a la mente del lector (ver Manual de uso del dispositivo de ImaginoTransferencia, p. 782). Aunque los ecos son antiestéticos, lo son todavía más leídos en voz alta, lo que demuestra que su origen no se encuentra en el primer Sistema Operativo de TradiciónOral (ver también TradiciónOralPlus, sistemas operativos).
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran
Biblioteca (glosario)
—¡Ah! —exclamó Yaya en cuanto entré por la puerta—. ¡Aquí estás! ¿Cómo te ha ido hoy en el trabajo?
—Bien y mal —le dije, sentándome en el sofá y desabrochándome el botón superior de los pantalones—. La buena noticia es que he pasado el examen práctico de Jurisficción; la mala noticia es que me han declarado culpable de infracción de ficción.
—¿Cuál ha sido la sentencia?
—Todavía tengo que esperar.
—Esperar es lo peor —murmuró—. En una ocasión me acusaron de asesinato y lo peor fue esperar a que el jurado volviese con el veredicto. Fueron las ocho horas más largas de mi vida.
—Te creo. ¿Has vuelto hoy a casa?
Asintió.
—Te he traído unas cosillas. Me he dado cuenta de que en el PDTP no hay bombones… o al menos ninguno que valga la pena.
—¿Descubriste algo sobre Yorrick Kaine?
—No demasiado —respondió Yaya, comiéndose los bombones que me había traído a mí—, pero tampoco es que se esté ocultando. Se ha comprado otra editorial y simultáneamente intenta rehacer su carrera política tras la debacle de Cardenio.
—Ah. ¿Dónde están Lola y Randolph?
—En una fiesta, creo. Pareces agotada… ¿Por qué no te acuestas pronto?
—¿Y dejar que como se llame me incordie?
Me miró muy seria a través de sus gafas de gruesa montura.
—Aornis. Se llama Aornis. ¿Recuerdas?
—Sí. ¿Quién era mi marido?
—Landen. La CronoGuardia lo erradicó, ¿sí?
Lo recordé y el corazón se me hizo pedazos.
—Sí —dije bajito. En mi estado de olvido me había sentido feliz, pero notaba cómo la furia reaparecía—. A veces pienso que sería mucho mejor si simplemente olvidase, Yaya.
—¡Nunca digas tal cosa, Thursday! —Yaya lo dijo tan bruscamente que di un salto y ella tuvo que descansar y comer un poco más de chocolate para recuperar el aliento—. Aornis no tiene derecho a llevarse lo que no le pertenece y tú debes ser fuerte enfrentándote a ella y a ti misma… ¡debes recuperar tus recuerdos!
—Es más fácil decirlo que hacerlo, Yaya —dije, intentando alcanzar un bombón justo cuando los apartaba de mí—. Quiero soñar con…
—Landen.
—Landen, sí… quiero volver a soñar con él. Está ahí, pero no hablamos como lo hacíamos antes.
La puerta se abrió de golpe y entró Randolph. Pasó de nosotras y colgó el abrigo.
—¿Randolph? —dije—. ¿Estás bien?
—¿Yo? —dijo, sin mirarnos—. Estoy genial. Es esa putita la que va a acabar mal. ¡No puede hablar con un hombre sin querer añadirlo a su colección!
Y se fue.
—¿Lola está bien? —le grité. Pero lo único que oí fue la puerta del dormitorio, que se cerraba. Nos miramos y nos encogimos de hombros.
—¿Por dónde íbamos?
—Te estaba contando que ya nunca sueño con Landen de la misma forma que antes. Solíamos ir a los grandes recuerdos que compartíamos. Nunca… ya sabes… pero era maravilloso. Al menos yo tenía cierto control sobre adonde íbamos cuando el «dios de los sueños» dejaba caer su manto.
Yaya me miró y me acarició la mano para tranquilizarme.
—Tienes que hacerle creer que está ganando, Thursday. Atraerla a la trampa. Puede que ella crea que tiene el control, pero sólo reside en tu mente y tú eres la única que controla tus pensamientos. Nuestros recuerdos son preciosos y ningún agente exterior debería mancillarlos.
—Claro… pero ¿cómo?
—Bien —dijo Yaya, pasándome un bombón que no le gustaba—, Aornis no está ahí arriba, querida, sino sólo tu recuerdo de ella. Está sola y tiene miedo. Sin la presencia de la verdadera Aornis aquí, en el MundoLibro, no tiene mucho poder; lo único que puede hacer es intentar…
La puerta volvió a abrirse de golpe. En esta ocasión era Lola. Daba la impresión de haber estado llorando. Se detuvo de inmediato en cuanto nos vio.
—¡Ah! —dijo—. ¿Está aquí el cara de rata sin cerebro?
—¿Hablas de Randolph?
—¿De quién si no?
—Entonces sí, está aquí.
—¡Vale! Iré a dormir al submarino de Nemo.
Se preparó para irse.
—¡Espera! —dije—. ¿Qué está pasando?
Se detuvo y se puso en jarras. El bolso se le deslizó y se le quedó colgando del codo, lo que estropeaba la imagen, pero a Lola ya no le importaba.
—Fui a tomar café con él después de clase y que me aspen si no estaba hablando con esa piltrafa de D-2… ¿sabes, la que tiene ojos de estúpida y una risa tonta?
—Lola —dije con tranquilidad—, probablemente sólo estuviesen hablando.
Durante un momento se miró las manos.
—Tienes razón —anunció—, ¿y a mí que me importa? ¡Está claro que están hechos el uno para el otro!
—¡Lo he oído! —dijo una voz desde el fondo del bote volador. Randolph entró en la cocina y agitó un dedo ante Lola, que lo miró furibunda—. ¡Hace falta tener cara para acusarme de estar con otra mujer cuando tú te has acostado con casi todos los hombres de la universidad!
—¿Y qué si lo he hecho? —gritó Lola—. ¿Quién eres, mi padre? ¿Me has estado espiando?
—Incluso el peor espía del género no habría podido evitar descubrir a qué te dedicas. ¿Conoces el significado de la palabra «discreción»?
—¡Unidimensional!
—¡Caricatura!
—¡Estereotipo!
—¡Predecible!
—¡Pajillero!
—¡Gilipollas!
—Agáchate, Yaya —susurré cuando Lola agarró un florero y se lo lanzó a Randolph. Falló y nos pasó volando por encima antes de estrellarse contra la pared opuesta—. Vale —dije en voz alta usando mi voz más firme—, otra tontería por parte de cualquiera de los dos y os podéis ir a vivir a otro sitio. Randolph, puedes dormir en el sofá. Lola, tú vete a tu cuarto. Y si os oigo decir pío haré que os manden a los dos a patrones de punto… ¿COMPRENDIDO?
Guardaron silencio, murmuraron algo parecido a una disculpa y salieron despacio de la cocina.
—Oh, eso ha estado bien, cerebro de mosquito —murmuró Lola mientras salían—. Nos has metido en un lío a los dos. Qué listo.
—¿Yo? —respondió Randolph furioso—. Te quitas tan a menudo las bragas que me sorprende que te molestes en volver a ponértelas.
—¿ME HABÉIS OÍDO? —les grité, y volvieron a callar.
Yaya recogía los restos del jarrón de encima de la mesa.
—¿Dónde estábamos? —preguntó.
—Eh… ¿recuperando recuerdos?
—Exacto. Querrá que te desmorones, así que las cosas empeorarán antes de mejorar. Sólo cuando crea haberte derrotado podremos pasar a la ofensiva.
—¿Qué quieres decir con empeorar? ¿Hades? ¿La erradicación de Landen? ¿Darren? ¿Hasta dónde tengo que llegar?
—Al peor momento de todos… a la verdad de lo sucedido durante la carga.
—Antón.
Gemí y me froté la cara.
—No quiero volver a ese momento, Yaya, ¡no puedo!
—Entonces ella irá eliminando tus recuerdos hasta que no quede nada; no es lo que quiere… quiere venganza. Tienes que volver a Crimea, Thursday. Encárate con lo peor y hazte más fuerte.
—No —dije—. No volveré y no puedes obligarme.
Me puse en pie sin decir nada y fui a darme un baño, intentando eliminar las preocupaciones. Aornis, Landen, Goliath, la CronoGuardia y por último los asesinatos de Perkins y Snell en el MundoLibro; para lavar todo eso me haría falta un baño del tamaño de Windermere. Había venido a Caversham Heights para alejarme de la crisis y los conflictos… pero parecían perseguirme como un dodo perdido.
Me quedé en el baño tanto tiempo que en dos ocasiones tuve que añadirle agua caliente y, cuando salí, me encontré a Yaya detrás de la puerta, sentada en el cesto de la ropa sucia.
—¿Preparada? —preguntó en voz baja.
—Sí —respondí—. Estoy lista.
Dormí en mi cama… Yaya dijo que se sentaría en el sillón y me despertaría si daba la impresión de que las cosas se desmadraban. Miré el techo, la suave curva del revestimiento de madera y la única luz. Permanecí despierta durante horas, mucho después de que Yaya se quedase dormida y se le cayese al suelo el ejemplar de Tristram Shandy. En el pasado, la noche y el sueño eran un momento de feliz reunión con Landen, una colección de momentos que apreciaba: té y bollos calientes con mantequilla, acurrucados frente a un buen fuego, o momentos dorados en la playa, jugando a cámara lenta mientras el sol se ponía. Pero ya no era así. Con Aornis suelta, mis recuerdos se habían convertido en un campo de batalla. Y con el silbido de un proyectil de artillería, me encontré de vuelta en el lugar que menos deseaba visitar… Crimea.
—¡Ahí estás! —gritó Aornis, sonriéndome desde su asiento en el transporte blindado de personal, mientras sacaban a los heridos. Yo había regresado del frente al hospital de campaña, donde el desastre había generado un estado de pánico sostenido y muy controlado. Los gritos de «¡médico!» y las maldiciones puntuaban el aire, mientras que a menos de cinco kilómetros todavía oíamos el sonido de los cañones rusos aplastando los restos de la ligera de tanques de Wessex. El sargento Tozer bajó de la parte posterior del vehículo de transporte con la mano todavía en la pierna de un soldado para intentar controlar la hemorragia; otro soldado, cegado por la metralla, parloteaba sin parar sobre una chica que había dejado en Bradford on Avon.
—¡Hace unas noches que no sueñas! —dijo Aornis mientras observábamos cómo bajaban a los heridos—. ¿Me has echado de menos?
—Ni un ápice —respondí. Luego pregunté a los que bajaban a los heridos—: ¿Hemos terminado?
—¡Hemos acabado! —fue la respuesta y, con el pie, le di al interruptor que elevaba la puerta trasera.
—¿Adónde crees que vas? —preguntó un oficial sonrosado al que no reconocí.
—¡A recoger al resto!
—¡Y una mierda! —respondió—. ¡Vamos a enviar los vehículos de la Cruz Roja con bandera blanca!
Para eso hacía falta mucho tiempo y los dos lo sabíamos. Volví a subir al transporte, aceleré y pronto estuve de vuelta en la zona del conflicto. Había tanto polvo en el aire que podía ocultarme… siempre que los cañones siguiesen disparando. Incluso así, sentí el silbido de un proyectil que casi me dio y en una ocasión hubo una detonación muy cercana, cuya onda expansiva rompió el vidrio del panel de instrumentos.
—¿Desobedeciendo órdenes directas, Thursday? —dijo Aornis cáustica—. ¡Te someterán a un consejo de guerra!
—Pero no lo hicieron —repliqué—. Me dieron una medalla.
—Pero no regresaste para ganarte la medalla, ¿verdad?
—Era mi deber. ¿Qué quieres que diga?
El estruendo se incrementaba al acercarme al frente. Sentí que algo enorme agarraba el vehículo y el techo se abrió, mostrando en el polvo un rayo de luz solar que resultaba curiosamente hermoso. La misma mano invisible que había agarrado el transporte lo lanzó al aire. Durante unos metros voló y luego cayó derecho. El motor todavía funcionaba, los controles parecían estar bien; seguí avanzando, sin darme cuenta de los daños. Sólo cuando fui a darle al interruptor de la radio me di cuenta de que el techo había desaparecido, y sólo más tarde descubrí que en la barbilla tenía un corte de tres centímetros.
—Era tu deber, vale, Thursday, pero no lo hiciste por el Ejército, ni por el regimiento, la brigada o el pelotón… desde luego no lo hiciste por los intereses ingleses en Crimea. Volviste a buscar a Antón, ¿no?
Todo se detuvo. El ruido, las explosiones, todo. Mi hermano Antón. ¿Por qué tenía que nombrarle?
—Antón —susurré.
—Tu querido hermano Antón —respondió Aornis—. Sí. Tú le adorabas. Desde aquella vez que te construyó una casa en un árbol, en el jardín. Te alistaste para ser como él, ¿no?
No dije nada. Era cierto, todo era cierto. Las lágrimas empezaron a correrme por las mejillas. Antón había sido, así de simple, el mejor hermano mayor que una chica pudiese tener. Siempre había tenido tiempo para mí y siempre me había incluido en lo que fuese que estuviese haciendo. La furia de perderle me había estado impulsando desde que podía recordar.
—Te he traído aquí para que recordaras lo que se siente al perder a un hermano. Si pudieses encontrar al hombre que mató a Antón, ¿qué le harías?
—Perder a Antón no fue el equivalente moral de matar a Acheron —grité—. Hades merecía morir… ¡Antón simplemente cumplía con su erróneo deber patriótico!
Habíamos llegado a los restos del vehículo de Antón. Los disparos de los cañones eran más esporádicos, escogían con más cuidado los blancos; oía el sonido de las armas de la infantería rusa que avanzaba para recuperar el territorio perdido. Solté la puerta trasera. Estaba atascada, pero no importaba; la portezuela lateral había desaparecido con el techo y rápidamente metí a veintidós soldados heridos en un vehículo diseñado para ocho. Cerré los ojos y me puse a llorar. Era como ver que está a punto de producirse un accidente de coche, con la impotencia de saber que algo va a suceder y ser incapaz de hacer nada por evitarlo.
—¡Eh, Thuzzy! —dijo la voz de Antón, que yo conocía tan bien. Sólo él me había llamado así; era la última palabra que pronunciaría. Abrí los ojos y allí estaba, enorme como la vida misma y, a pesar del peligro evidente, sonriendo.
—¡No! —grité, sabiendo perfectamente lo que iba a suceder a continuación—. ¡Para! ¡No te acerques!
Pero lo hizo, al igual que lo había hecho tantos años antes. Abandonó la protección y vino corriendo hacia mí. El lateral de mi vehículo había desaparecido y podía verle con claridad.
—¡Por favor, no! —grité con los ojos anegados. La imagen de ese día ocuparía mi mente durante años. Yo me enfrascaría en el trabajo para alejarme de ese recuerdo.
—¡Vuelve por mí, Thuz…!
Y a continuación le dio el proyectil.
No explotó; fue más bien como si se desvaneciese en una neblina roja. Yo no recordaba haber conducido de vuelta ni que me hubiesen arrestado y encerrado en un barracón. No recordaba nada hasta el momento en que el sargento Tozer me dijo que me duchase y me pusiese presentable. Recuerdo haber manoseado los trocitos afilados de hueso que caían de mi pelo al ducharme.
—Esto es lo que intentas olvidar, ¿no? —dijo Aornis, sonriéndome mientras yo me pasaba los dedos por el pelo con el corazón desbocado, con el miedo y el dolor de la pérdida tensando todos mis músculos y abotargándome. Intenté agarrarla por el cuello, pero mis dedos se cerraron sobre el vacío y golpeé con los nudillos la pared de la ducha. Solté un juramento.
—¿Estás bien, Thursday? —dijo Prudence, una operadora de radiotelegrafía de Lincoln, que estaba en la ducha de al lado—. Dicen que volviste. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto —dijo Aornis—, ¡y ahora mismo va a volver otra vez!
Las duchas desaparecieron y nos encontramos de vuelta en el campo de batalla, en dirección al vehículo destrozado, entre el humo y el polvo.
—¡Bien! —dijo Aornis, palmoteando con entusiasmo—. Creo que tenemos tiempo para ocho de éstas antes del amanecer… ¿no odias las reposiciones?
Detuve el vehículo cerca del tanque aplastado y los heridos subieron a bordo.
—¡Eh, Thursday! —dijo una voz masculina que me resultó familiar. Abrí los ojos y miré a un soldado con el rostro ensangrentado a quien le quedaban menos de diez segundos de existencia. Pero no era Antón. Era otro oficial, el que había conocido antes y con el que me había enrollado.
—¡Thursday! —dijo Yaya en voz alta—. ¡Thursday, despierta!
Volvía a estar en la cama del Sunderland, empapada de sudor. Deseé que no fuese más que un mal sueño; pero era un mal sueño y eso era lo peor.
—Antón no está muerto —farfullé—. No murió en Crimea. Fue el otro tipo y es por eso que no está aquí, porque murió, y yo me he estado diciendo que fue erradicado por la CronoGuardia, pero no fue así…
—¡Thursday! —me soltó Yaya—. Thursday, no fue así como sucedió. Aornis intenta engañarte. Antón murió en la carga.
—No, fue el otro tipo…
—¿Landen?
Pero ese nombre no me decía nada. Yaya me explicó lo de Aornis, Landen y los mnemonomorfos y, aunque yo comprendía lo que decía, no acababa de creerla. Después de todo, había visto a ese Landen morir con mis propios ojos, ¿no?
—Yaya —dije—, ¿estás sufriendo uno de tus momentos de confusión?
—No —respondió—, nada más lejos de la realidad.
Pero su voz no transmitía la misma confianza de siempre. Con un rotulador me escribió «Landen» en la mano y yo me volví a dormir preguntándome qué estaría haciendo Antón y pensando en la corta y apasionada aventura que había tenido en Crimea con aquel teniente cuyo nombre no podía recordar… el que había muerto en la carga.