21
¿Quién robó las tartas?
Mi primera incursión adulta en el MundoLibro fue controvertida. Había entrado en Jane Eyre y cambiado el final. En la versión original, Jane se iba a la India con el empalagoso St John Rivers, pero en mi final, Jane y Rochester se casan. Tomé la decisión con el corazón, que no era lo que me habían enseñado a hacer, pero no pude evitarlo. El nuevo final gustaba a todos, pero mi actuación tuvo sus detractores. Técnicamente, había cometido una infracción de ficción y tenía que enfrentarme a un juicio. La primera vista se había celebrado en El proceso de Kafka sin que se alcanzara un veredicto. La vista ante el Rey y la Reina de Corazones, en Alicia en el país de las maravillas, no sería tan extraña… sería aún más extraña.
THURSDAY NEXT
Las crónicas de Jurisficción
El Grifo era una criatura con la cabeza y las alas de águila y el cuerpo de león. De joven debía dar miedo, pero a su avanzada edad llevaba gafas y pañuelo, lo que ciertamente suavizaba su por lo demás temible apariencia.
Era, me decían, una de las grandes águilas legales y, tras la muerte de Snell, se convirtió en el director del Departamento Jurídico de Jurisficción. Fue el Grifo el que logró la compensación millonaria, todo un récord, tras el famoso caso de La esposa del granjero contra los tres ratones ciegos y el que logró que la acusación de piratería contra Nemo quedara en homicidio involuntario.
El Grifo leía mis notas cuando llegué y emitía ruiditos incomprensibles mientras pasaba las páginas, gruñendo de vez en cuando y mirando por encima de las gafas con esos grandes ojos suyos.
—¡Bien! —dijo—. ¡Esto va a ser divertido!
—¿Divertido? —repetí—. ¿Defenderme por una infracción de ficción de clase II?
—Esta tarde llevo una demanda colectiva por ceguera contra los trífidos —dijo el Grifo muy serio—, y el juicio por crímenes de guerra de los marcianos de La guerra de los mundos se alarga interminablemente. Créame, una infracción de ficción es divertida. ¿Precisa ver mi argumentación?
—No, gracias.
—Vale. Veremos qué declaran los testigos y cómo presentará Hopkins su acusación. Es posible que decida no hacerla subir al estrado. Por favor, no haga nada estúpido, como ponerse a crecer. Eso casi acabó con las posibilidades de Alicia en su caso. Y si la Reina ordena que le corten la cabeza… pase de ella.
—Vale —suspiré—. Vamos allá.
Cuando llegamos, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en sus tronos. Eran los únicos en la sala que no habían perdido la compostura. La salida de Alicia dos páginas antes había alterado mucho al jurado, cuyos miembros ya habían regresado a sus puestos, pero seguían discutiendo acaloradamente con el presidente, un conejo que los miraba fijamente mordisqueando una zanahoria enorme que, de alguna forma, había logrado introducir sin que le viesen.
La Jota de Corazones regresó escoltada a su celda, se llevaron las tartas (la prueba A) y las sustituyeron por el manuscrito original de Jane Eyre. Sentados frente al Rey y la Reina se encontraban el fiscal Matthew Hopkins y una colección de aves ceñudas. Me miró con odio mal disimulado. Parecía un poco menos divertido que la última vez que nos habíamos enfrentado, en El proceso, y entonces no lo parecía mucho. Era evidente que el Rey ejercía de juez, porque llevaba una enorme peluca, pero no tenía ni idea del papel que le correspondía en el juicio a la Reina de Corazones.
Los doce miembros del jurado se habían tranquilizado y empezaron a escribir apresuradamente en las pizarras.
—¿Qué hacen? —le susurré al Grifo—. ¡El juicio todavía no ha empezado!
—¡Silencio en la sala! —gritó el Conejo Blanco con voz aguda.
El Rey se calzó las gafas e intentó ansiosamente ver quién había hablado. La Reina le dio un codazo y me señaló.
—¡Tú! —dijo—. Pronto hablarás más que suficiente, señorita, señorita…
—Next —dijo el Conejo Blanco después de consultar el pergamino.
—¿Siguiente?[22] ¿En serio? —preguntó el Rey confuso—. ¿Eso significa que hemos terminado?
—No. Su Majestad —respondió pacientemente el Conejo Blanco—, se llama Next. Thursday Next.
—Le parecerá gracioso, ¿no?
—En absoluto, Su Majestad —respondí—. Nací con ese nombre.
El jurado se puso a escribir frenéticamente «nací con ese nombre».
—Eres del Exterior, ¿no? —dijo la Reina, que llevaba mirándome un buen rato.
—Sí. Su Majestad.
—Entonces, respóndeme: si de dos personas una se marcha, ¿cuál se ha ido, la que se ha ido o la que se marcha? Me refiero a que no pueden haberse ido las dos, ¿verdad que no?
—¡Heraldo, lee la acusación! —ordenó el Rey.
Tras lo cual el Conejo Blanco hizo sonar tres veces la trompeta y luego desenrolló el pergamino para leer lo siguiente:
—A la señorita Thursday Next, aquí presente, se la acusa de infracción de ficción de clase II del código penal de Jurisficción FAL/0605937, sujeto a la ley general del MundoLibro relativa a la continuidad de las líneas narrativas, como fue ratificado por el Consejo de Géneros en 1584.
—Deliberen hasta llegar a un veredicto —dijo el Rey al jurado.
—¡Protesto! —gritó el Grifo—. ¡Hay mucho que hacer antes de llegar a ese punto!
—¡Denegado! —gritó el Rey, y añadió—: ¿O quiero decir «se admite»? Siempre me confundo… es un poco como eso de «más vale pájaro en mano que ciento volando» o «ciento en mano que pájaro volando». Nunca sé cuál es la fórmula correcta. En cualquier caso, pueden llamar al primer testigo.
El Conejo Blanco hizo sonar la trompeta tres veces más y gritó:
—¡Primer testigo!
El primer testigo era la señora Fairfax, el ama de llaves de Thornfield Hall, el hogar de Rochester. Parpadeó y lentamente miró al tribunal, sonriéndole a Hopkins y mirándome con hostilidad. Un ujier, en realidad un enorme conejillo de indias, la ayudó a llegar al estrado de los testigos.
—¿Jura decir la verdad y nada más que la verdad? —preguntó el Conejo Blanco.
—Lo juro.
—Apúntenlo —dijo el Rey al jurado, y los miembros del jurado ansiosamente escribieron «apúntenlo» en sus pizarras.
—Señora Fairfax —dijo Hopkins poniéndose en pie—, quiero que nos cuente con sus propias palabras los acontecimientos que rodearon la intrusión de la señorita Next en Jane Eyre, empezando por el principio y sin parar hasta llegar al final…
—¿Y luego qué? —preguntó el Rey.
—Entonces podrá parar —dijo Hopkins con un atisbo de irritación.
—Ah —dijo el Rey con la voz de alguien que cree haberlo comprendido todo pero que está lamentablemente equivocado—, proceda.
Durante dos horas escuchamos no sólo a la señora Fairfax sino también a Grace Poole, Blanche Ingram y St John Rivers. Todos explicaron el final anterior y como mi «¡Jane, Jane, Jane!» en el dormitorio de Jane había cambiado por completo la narración. Los miembros del jurado intentaban mantenerse al tanto del procedimiento y escribían siempre que se lo indicaba el Rey hasta que no les quedó sitio en las pizarras, momento en que intentaron escribir en los bancos que tenían delante y, cuando fracasaron, cada cual en la espalda del vecino.
Después de que cada testigo respondiese a la acusación, al lirón del jurado se le permitía ir al baño, lo que daba tiempo al Grifo para explicarle al Rey, que probablemente hubiese sido incapaz de tocarse la cabeza con los ojos cerrados, el funcionamiento de la ley. Cuando regresaba el lirón, el testigo pasaba al Grifo, quien invariablemente decía:
—No hay más preguntas.
La tarde pasó y el ambiente de la sala fue caldeándose. La Reina se aburría cada vez más y exigía que se alcanzara un veredicto con frecuencia creciente, en una ocasión en medio de un testimonio.
Y durante toda esa tediosa representación, mientras los personajes de Jane Eyre llegaban y repetían la verdad delante de mí, un aparentemente interminable desfile de conejillos de indias interrumpía la vista. Atrapaban a cada uno y lo metían de inmediato cabeza abajo en una enorme bolsa de lona para luego lanzarlo lejos de la sala. Cada vez que esto pasaba se producía una gran confusión, con gritos y ruido. Mientras la bulla se convertía en un caos absoluto, la Reina gritaba:
—¡Qué le corten la cabeza! —como si ella por alguna razón compitiese directamente con el tumulto.
Para cuando lanzaron lejos del tribunal al último conejillo de indias, Grace Poole se había esfumado en una nube de vapores alcohólicos y nadie sabía dónde estaba.
—¡No importa! —dijo el Rey, con cara de alivio—. Que llamen al siguiente testigo. —Y añadió para la Reina—: En serio, querida, tú deberías interrogar al siguiente testigo. ¡A mí me da dolor de cabeza!
Vi que el Conejo Blanco repasaba la lista y leía con toda la potencia de su voz aguda:
—¡Thursday Next!
—Disculpen —dijo el Grifo, saliendo del letargo que había manifestado durante todo el juicio—, pero la señorita Next no va a declarar contra sí misma ante un tribunal.
—¿Eso está permitido? —preguntó el Rey. Los miembros del jurado se miraron y se encogieron de hombros.
—¡Eso demuestra que es culpable! —gritó la Reina—. ¡Qué le corten la cabeza! ¡Qué…!
—No demuestra nada —interrumpió el Grifo. La Reina se puso de un tono escarlata y probablemente habría explotado de no ser porque el Rey le colocó la mano en el brazo.
—Venga, venga, querida —le dijo en voz baja—, debes tranquilizarte. Tantas órdenes de ejecución probablemente no les hagan ningún bien a tus corazones. —Soltó una carcajada—. Tus corazones —repitió—. Diría que he hecho un chiste. Un buen chiste, ¿no creen?
Los miembros del jurado rieron como era de rigor y los listos les explicaron a los tontos dónde estaba el chiste, y los tontos también explicaron en qué consiste un chiste a los todavía más tontos.
—Disculpen —repitió el lirón—, ¿puedo ir al baño?
—¿Otra vez? —aulló el Rey—. Debes de tener la vejiga del tamaño de un maní.
—De un grano de arroz, más bien, Su Majestad —dijo el lirón, juntando las rodillas.
—Muy bien —dijo el Rey—, pero que sea rápido. Bien, ¿tenemos un veredicto?
—¿Quién quiere ahora un veredicto? —preguntó la Reina con aire triunfal.
—Todavía quedan más pruebas, Su Majestad —dijo el Conejo Blanco, saltando apresuradamente—. Todavía nos queda escuchar a la defensa.
—¿La defensa? —preguntó el Rey con desánimo—. ¿No la hemos escuchado ya?
—No, Su Majestad —respondió el Conejo Blanco—. Eso era la acusación.
—Esas dos posiciones me confunden —respondió el Rey mirándose los pies—, como ese galimatías de «se acepta» y «denegado»… ¿cuál era cuál?
—La acusación ha concluido —dijo Hopkins, quien se daba perfecta cuenta de que el juicio podía durar meses si no le daba algo de vida—. Creo —añadió— que hemos demostrado de manera concluyente que la señorita Next no sólo cambió el final de Jane Eyre sino que lo hizo premeditadamente. Éste no es un tribunal de la opinión pública, es un tribunal legal, y este tribunal sólo puede llegar a un veredicto: culpable.
—Te dije que era culpable —murmuró el Rey, poniéndose en pie para irse.
—Por favor, Su Majestad —dijo el Conejo Blanco—, eso no era más que el alegato final de la acusación. Ahora debe escuchar a la defensa.
—¡Ah! —dijo el Rey, volviendo a sentarse.
El Grifo se puso en pie y se aproximó al jurado, cuyos miembros retrocedieron atemorizados cuando el Grifo se frotó la barbilla con una enorme garra. El lirón volvió a alzar la mano para pedir permiso y se le permitió salir. Cuando volvió, el Grifo comenzó a hablar.
—La cuestión no es si la señorita Next se tomó algunas libertades textuales y narrativas con el final de Jane Eyre, como ha dejado tan claro mi preparado colega de la acusación. Admitimos que lo hizo. —El jurado quedó boquiabierto—. No. Afirmo que, aunque la señorita Next violó técnicamente la ley, lo hizo por el mejor de los motivos… por amor. —El Grifo hizo una pausa dramática.
—¿Amor? —preguntó el Rey—. ¿Eso es una defensa?
—Históricamente una de las mejores, Su Majestad —dijo el Conejo Blanco.
—¡Ah! —replicó el Rey—. Proceda.
—Y no por su propio amor —añadió el Grifo—. Lo hizo para que otras dos personas enamoradas pudiesen permanecer juntas sin tener que separarse. Porque esas cosas van en contra del orden natural, un tribunal muy superior al tribunal al que hoy se enfrenta la señorita Next. —Hubo silencio, así que continuó—: Defiendo que la señorita Next es una persona extraordinaria con una vena tan poco egoísta que merece la benevolencia de este tribunal. Sólo llamaré a un testigo para demostrar la veracidad de esta defensa. Llamo a… ¡Edward Rochester!
La sala contuvo el aliento y el conejillo de indias que quedaba se desmayó. Los funcionarios del tribunal, sin saber qué hacer, metieron al conejillo de indias en un saco y se sentaron encima de él.
—¡Llamen a Edward Rochester! —gritó el Conejo Blanco con su voz aguda, una exigencia que se repitió cuatro veces a través de una sucesión de voces cada cual más alejada.
Oímos sus pisadas arrastradas antes de verle. El suyo era un paso ligeramente vacilante, puntuado por el golpeteo de un bastón. Entró lentamente en la sala con un aire frágil pero decidido y examinó el lugar con cuidado para determinar lo mejor que podía qué formas de las que tenía frente a sí eran el juez, el jurado y los abogados. El cámbio que había provocado en Jane Eyre había tenido su precio. Rochester había perdido una mano y sólo veía muy débilmente con un ojo. Me llevé la mano a la boca al ver su cuerpo entrar en el silencioso tribunal. De haber conocido la consecuencia de mis actos, ¿hubiese hecho lo que hice? La perfidia de Acheron había sido la causante de los males de Rochester, pero yo había sido el catalizador.
El rostro de Edward había sanado, sin embargo había quedado muy marcado, aunque las cicatrices no lo habían desfigurado irremediablemente. Juró, sus rasgos reluciendo bajo el pelo oscuro que le colgaba frente a la cara.
—Discúlpeme —dijo el lirón que estaba sentado casi al lado de Rochester—, ¿podría firmarme la pizarra, por favor?
Rochester le dedicó una semisonrisa adusta, empuñó la tiza y dijo:
—¿Nombre?
—Alan.
Rochester firmó, le devolvió la pizarra y de inmediato recibió once más, limpias por completo de las notas tomadas hasta entonces con tanto cuidado.
—¡Ya basta! —rugió el Rey—. ¡No permitiré que mi sala se convierta en un refugio de cazadores de autógrafos! ¡Aquí nos interesa la verdad, no los famosos! —Silencio sepulcral—. Pero si no le importa… —El Rey le pasó un cuaderno a Rochester y añadió en voz baja—: Es para mi hija.
—¿Y su hija se llama? —preguntó Rochester, con la pluma preparada.
—Rupert.
Rochester firmó y le devolvió el cuaderno.
—Señor Rochester —dijo el Grifo—, ¿podría exponer con sus propias palabras el efecto que le han producido las acciones de la señorita Next?
El tribunal guardó silencio. Incluso el Rey y la Reina estaban interesados en oír lo que Rochester tuviese que decir.
—¿En mi caso particular? —respondió Rochester lentamente—. Nada. Para nosotros, mi querida y dulce Jane y yo mismo… ¡todo! —Cerró en un puño la mano en la que llevaba el anillo de bodas, frotando el aro de oro con el pulgar, intentando expresar con palabras lo que sentía—. ¿Qué no ha hecho por nosotros la señorita Next? —entonó con calma—. Nos dio todo lo que podíamos desear. Nos liberó a los dos de un prisión que no habíamos construido, de un calabozo de desesperación del que pensábamos que jamás saldríamos. La señorita Next nos concedió la oportunidad de amar y ser amados… no se me ocurre mejor regalo. No tengo palabras para expresar el agradecimiento que sentimos.
Se hizo el silencio en el tribunal. Incluso la Reina se había quedado callada y miraba fijamente (me pareció un pez) a Rochester.
La voz del Grifo rompió el silencio.
—Su testigo.
—¡Ah! —dijo Hopkins, reuniendo sus ideas—. Dígame, señor Rochester, sólo como confirmación: ¿la señorita Next cambió el final de la novela?
—A pesar de que ahora estoy lisiado, como puede ver —respondió Rochester—, que no soy mejor que el viejo castaño golpeado por el rayo de Thornfield, me siento más feliz que nunca. Sí, señor, la señorita Next cambió el final, ¡y por ello le doy las gracias todas las noches!
Hopkins sonrió.
—No hay más preguntas.
—Bien —dijo el Grifo cuando el tribunal hubo concluido para que el Rey considerarse la sentencia. La Reina, en un gesto muy poco habitual, había solicitado la absolución. La palabra sonó muy extraña en sus labios y todos la miraron conmocionados en cuanto la pronunció; Bill el lagarto se atragantó y tuvieron que darle golpes en la espalda.
—El resultado estaba cantado —dijo el Grifo, haciendo un gesto de respeto hacia Hopkins, quien organizaba algunas notas con el Conejo Blanco—, pero sabía que Rochester sería un buen espectáculo a su favor. Puede que el Rey y la Reina de Corazones sean la pareja más estúpida que ha presidido un tribunal, pero son, después de todo, corazones, y dado que es indiscutiblemente culpable, nos hacía falta que el tribunal manifestase cierta compasión a la hora de dictar sentencia.
—¿Compasión? —repetí con sorpresa—. ¿De la Reina de «que le corten la cabeza»?
—Es un rasgo distintivo sin importancia —respondió el Grifo—. En realidad nunca ha ejecutado a nadie. Por un momento he temido la posibilidad de que decretaran prisión preventiva hasta la sentencia, pero por suerte el Rey no está muy puesto en terminología legal.
—¿A qué me sentenciarán?
—¿Sabe? —respondió el Grifo—, no tengo ni idea. El tiempo lo dirá. ¡Hasta la próxima, Next!
Regresé despacio a las oficinas de Jurisficción, donde encontré a la señorita Havisham.
—¿Cómo ha ido? —preguntó.
—Culpable de todos los cargos.
—Mala suerte. ¿Cuándo se conocerá la sentencia?
—Ni idea.
—Podrían pasar años, Thursday. Tengo algo para ti.
Me pasó el informe que había preparado sobre Sombra, el perro ovejero. Leí la nota escrita en la portada, la volví a leer y miré a Havisham.
—¿Matrícula de honor? —dije, incrédula.
—¿Te parece que he sido demasiado generosa? —preguntó.
—Bien, sí. —Estaba bastante confusa—. ¡Me obligaron a casarme y casi me matan!
—El matrimonio forzado no es legal, Next. Pero ten en cuenta un detalle: hemos asignado esa misión en concreto a todos los aprendices de Jurisficción durante los últimos treinta y dos años y todos ellos fracasaron.
La miré boquiabierta.
—Incluso Harris Tweed.
—¿Tweed se casó con el señor Townsperson?
—Aparte de eso. Ni siquiera logró comprar los cerdos… y menos aún engañar al veterinario. Lo hiciste bien, Next. Tu técnica de causa y efecto es buena. Hay que pulirla, pero es buena.
—¡Oh! —dije, aliviada, para, después de pensar un poco, añadir—: Pero ¡podrían haberme matado!
—No te habrían matado —me aseguró—. Jurisficción tiene ojos y oídos en todas partes. No somos tan temerarios con nuestros aprendices. La nota del examen fue del noventa y tres por ciento. Felicidades. Pendientes de la propuesta final al Consejo de Géneros, lo has logrado.
Lo consideré y me sentí orgullosa, a pesar de saber en lo más profundo que no sería un trabajo que me durase mucho tiempo. Tan pronto como pudiese volver al Exterior, lo haría.
—¿Has descubierto algo sobre Perkins?
—Nada —respondí—. ¿Noticias de Vernham Deane?
—Ha desaparecido sin dejar rastro. Bellman nos lo contará.
—¿Podría haber relación?
—Quizá —dijo, con cierto misterio—. Tendré que investigar más. Pregúntamelo mañana.