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Sesión de Jurisficción número 40.319
JURISTEC: Contracción popular de División Tecnológica de Jurisficción, empresa de investigación y desarrollo que trabaja exclusivamente para Jurisficción y recibe financiación del Consejo de Géneros a través de la Gran Central Textual. Debido a las tareas habitualmente rigurosas y especializadas ejecutadas por los Agentes de Recursos Prosaicos, a JurisTec se le permite construir dispositivos que se salen de las leyes habituales de la física. Es el único departamento que, aparte del género de la ciencia ficción, tiene licencia para ello. El artículo estándar de un agente es la guía de viaje, que a su vez contiene otros diseños de JurisTec como el eyecto-sombrero, la máscara VAO, el marcatexto, la Cadena™ y cribas textuales de distinta porosidad, por nombrar sólo unos cuantos.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran
Biblioteca (glosario)
Las oficinas de Jurisficción estaban situadas en Norland Park, el hogar de los Dashwood, en Sentido y sensibilidad. La familia cedía amablemente el salón de baile con la condición implícita de que los libros de Jane Austen recibieran protección especial.
Norland Park estaba situada en un extenso prado sinuoso delimitado por viejos robles. Anochecía, como solía suceder cuando llegábamos, y las palomas torcaces zureaban en el palomar. La hierba, cálida y tranquila, era como una alfombra muy mullida, y el aire estaba impregnado del delicado aroma de la pinaza.
Pero no todo era perfecto en el jardín de prosa del siglo XIX; al acercarnos a la mansión nos dimos cuenta de que había algún tipo de conmoción. De hecho, era una manifestación; la clase de reunión a la que estaba acostumbrada en casa. Pero no se trataba de una protesta por el precio del queso o porque el partido whig fuera peligrosamente de derechas o antigalés; tampoco porque Goliath tuviera derecho a hacer aprobar una ley que obligase a todos a comer en SmileyBurger al menos dos veces por semana. No, ésa era una manifestación que sólo podía uno esperar ver en el mundo de la ficción.
Bellman, jefe electo de Jurisficción, vestido de pregonero, hacía sonar con furia su campana para intentar que la multitud se calmase.
—Otra vez no —murmuró Bradshaw cuando pasamos—. ¿Qué querrán los orales en esta ocasión?
Yo desconocía el término y, como no quería parecer tonta, intenté desentrañar por mi cuenta su significado. La persona más cercana a mí era una pastora (una simple suposición por mi parte, ya que no tenía ninguna oveja, sólo un enorme cayado). A su lado estaba un muchacho vestido de azul con un cuerno comentando la caída de los precios del cordero y, junto a ellos, había una anciana muy mayor con un perrito que gemía, fingía estar muerto, fumaba en pipa y, en rápida sucesión, ejecutaba otros trucos. Un hombre bajito vestido con un camisón largo y gorro de dormir, que bostezaba aparatosamente, completaba el cuadro. Quizá yo no estuviese en mi mejor momento, pero hasta que no vi un huevo enorme con brazos y piernas no comprendí de quiénes se trataba.
—¡Son personajes de poemas infantiles! —exclamé.
—Son una patada en los bajos, eso es lo que son —murmuró Bradshaw cuando un niño pequeño saltó de la multitud, agarró un cerdo y echó a correr. Bo-Peep le pilló el tobillo con el cayado y el chico cayó de bruces en la hierba. El cerdo acabó rodando sobre un parterre con un «oink» de sorpresa y luego huyó apresuradamente mientras un tipo inmenso se dedicaba a darle una buena al muchacho.
—… sólo queremos los mismos derechos que cualquier otro personaje del MundoLibro —dijo Humpty Dumpty, su rostro ovoide pintado de un carmesí profundo—. Sólo por debernos a los niños y a la tradición oral no significa que puedan aprovecharse de nosotros.
La multitud emitió murmullos y gruñidos de acuerdo. Humpty Dumpty siguió hablando mientras yo le miraba fijamente, preguntándome si su cinturón no sería en realidad una corbata, ya que era imposible saber dónde tenía el cuello y dónde la cintura.
—… tenemos una petición firmada por más de mil orales que no pueden estar hoy aquí —dijo el enorme huevo, agitando un montón de papeles entre gritos de la multitud.
—Esta vez no bromeamos, señor Bellman —añadió un panadero, de pie en una bañera de madera al lado de un carnicero y un fabricante de velas—. Estamos más que dispuestos a retirar nuestros poemas si no se aceptan nuestras condiciones.
Los personajes reunidos corearon su aprobación.
—Todo iba bien antes de que se sindicasen —me susurró Bradshaw al oído—. Vamos, usemos la puerta de atrás.
Fuimos al otro lado de la mansión pisando la gravilla.
—¿Por qué los personajes de la tradición oral no pueden participar en el Programa de Intercambio de Personajes? —pregunté.
—¿Quién iba a ocupar su lugar? —bufó Bradshaw—. ¿Tú?
—¿No se podría entrenar a genéricos para ser, bien, personajes suplentes?
—Es mejor dejar las relaciones sindicales a quienes se saben la ley al dedillo —respondió Bradshaw—. Tal y como están las cosas, apenas podemos mantenernos al día con el material nuevo. Yo no me preocuparía por el señor Dumpty; lleva siglos siendo un agitador. No es culpa nuestra que él y sus amigos ripiosos sigan protegidos por el viejo acuerdo TradiciónOralPlus… ¡Por amor del cielo, señorita Dashwood! ¿Su madre sabe que fuma?
Se trataba de Marianne Dashwood. Cuando doblamos la esquina la vimos dando una calada. Tiró la colilla con rapidez y contuvo el aliento todo lo posible antes de toser y dejar escapar una nube de humo.
—¡Comandante! —dijo resollando, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Prométame que no contará nada!
—Mis labios están sellados —respondió Bradshaw con seriedad—, sólo por esta vez.
Marianne suspiró de alivio y se volvió hacia mí.
—¡Señorita Next! —dijo entusiasmada—. Bienvenida una vez más a nuestro pequeño libro. ¿Todo bien?
—Muy bien —le aseguré, pasándole el bote de Marmite, los caramelos mentolados y las pilas AA que le había prometido en mi última visita—. ¿Se asegurará de que las reciban su hermana y su madre?
Palmeó con alegría y aceptó emocionada los regalos.
—¡Es una maravilla! —dijo feliz—. ¿Qué podría hacer para pagárselo?
—No deje que Lola Vavoom la interprete en la versión cinematográfica.
—No está en mis manos —respondió con tristeza—, pero si precisa un favor, ¡aquí estoy!
Subimos por la escalera de servicio y llegamos hasta el salón, donde un muy desaliñado Bellman caminaba hacia nosotros cabeceando, con las exigencias de empleo que Humpty Dumpty le había encajado en las manos.
—Esos orales son cada vez más militantes —dijo jadeando—. Planean un paro de cuarenta y ocho horas para mañana.
—¿Qué efecto tendrá? —pregunté.
—¿No es evidente? —me regañó Bellman—. Será imposible recordar los poemas infantiles. En el Exterior mucha gente creerá tener mala memoria. De poco servirá, porque quienes se saben un poema normalmente tienen cerca un libro de cuentos.
—Ah —dije.
—El mayor problema —añadió Bellman, secándose la frente— es que si se lo concedemos a los de los poemas infantiles todos los demás querrán renegociar sus acuerdos, desde los personajes poéticos pasando por los cuentos infantiles hasta los personajes de chiste. A veces me alegro de estar a punto de retirarme. ¡Luego, alguien como usted se hará cargo, comandante Bradshaw!
—¡Yo no! —dijo Bradshaw tajante—. No volvería a ser Bellman ni por todas las «ces» de Cuando cuentes cuentos, cuenta cuántos cuentos cuentas, porque cuando cuentas cuentos, nunca sabes cuántos cuentos cuentas.
Bellman rio y entramos en el salón de baile de Norland Park.
—¿Lo han oído? —dijo con bastante urgencia un joven que se nos acercó—. A la Reina Roja le han tenido que amputar una pierna. Trombosis arterial me ha dicho el médico.
—¿En serio? —dije—. ¿Cuándo?
—La semana pasada. Y eso no es todo.
Bajó la voz.
—¡Bellman se ha suicidado con gas!
—Pero si acabamos de hablar con él —respondí.
—Oh —dijo el joven, pensando con rapidez—. Quería decir que Perkins se ha suicidado con gas.
Se nos unió la señorita Havisham.
—¡Billy! —lo regañó—. Es más que suficiente. ¡Sal de aquí antes de que te arranque las orejas!
El joven se desinfló, pero no tardó en rehacerse y anunciar altivo que le habían pedido que escribiese diálogos adicionales para John Steinbeck. Se fue. La señorita Havisham movió la cabeza con tristeza.
—Si alguna vez te dice «buenos días» —dijo—, no le creas. ¿Todo bien, Trafford?
—Genial, Estella, niña, genial. Me encontré con Thursday en el Pozo.
—No estarías vendiendo partes de tus libros, ¿verdad? —preguntó ella, traviesa.
—¡Por amor del cielo, no! —respondió Bradshaw, fingiendo conmoción y sorpresa—. Ni por asomo —añadió, mirando la sala en busca de alguna forma de escapar—. Debo hablar con el gato de Cheshire. ¡Buenos días!
Y, tocándose cortés el salacot, se fue.
—Bradshaw, Bradshaw —suspiró la señorita Havisham, cabeceando apenada—, pronto Bradshaw desafía al kaiser tendrá tantos agujeros que lo podremos usar de colador.
—Quería comprarle un vestido a la señora Bradshaw —le expliqué.
—¿Ya la conoces?
—Todavía no.
—Cuando te la presenten, no te quedes mirándola fijamente, ¿vale? Es de muy mala educación.
—¿Por qué iba a…?
—¡Vamos! —La señorita Havisham tiró de mí—. ¡Casi es la hora de la reunión!
El salón de baile de Norland Park hacía tiempo que se usaba exclusivamente para asuntos de Jurisficción. Estaba repleto de mesas y archivadores, y muchas de las mesas se hallaban hasta arriba de expedientes atados con cintas. Junto a una pared había una mesa con comida y, esperándonos —o al menos esperando a Bellman—, estaba todo el personal de Jurisficción. En la lista había unos treinta agentes en activo, diez de los cuales estaban muy ocupados con sus misiones y otros cinco trabajando en sus correspondientes libros, por lo que nunca había más de quince personas en la oficina. Vernham Deane me dedicó un alegre saludo al vernos entrar. Era el canalla y galán oficial de una novela de Daphne Farquitt titulada El señor de High Potternews, pero hablando con él no se notaba. Conmigo siempre había sido cortés y amable. Junto a él estaba Harris Tweed, que sólo un día antes había intervenido providencialmente en el Cordero Degollado.
—¡Señorita Havisham! —exclamó, acercándosenos y entregándonos un sobre a las dos—. Tengo la recompensa por esos gramásitos que mataron; la he dividido en partes iguales, ¿vale?
Me dedicó un guiño y se fue antes de que Havisham pudiese abrir la boca.
—¡Thursday! —dijo Akrid Snell—. Lamento haberme ido de esa forma. Hola, señorita Havisham. He oído que te atacó un enjambre de gramásitos; ¡nunca nadie había disparado a seis verbisoides de una sola vez!
—No fue nada —respondí—. Y Akrid, todavía tengo esa cosa… eh… que compraste.
—¿Cosa? ¿Qué cosa?
—Recuerda —le animé, sabiendo que intentar influir en tu propia narración estaba totalmente prohibido—, la cosa. En la bolsa. Ya sabes.
—¡Oh! Ah… ah, sí —dijo, comprendiendo al fin a qué me refería—. La cosa. La recogeré después del trabajo, ¿vale?
—¿Snell vuelve a hacer uso del comercio interno? —preguntó Havisham en voz baja en cuanto se hubo ido.
—Eso me temo.
—Yo haría lo mismo si mi libro fuese tan malo como los suyos.
Miré quién se había presentado. Sir John Falstaff estaba allí, así como el rey Pelinore, Deane, lady Cavendish, la señora Bigarilla con el emperador Zhark, Gully Foyle y Perkins.
—¿Quiénes son? —le pregunté a Havisham, señalando a dos agentes que no reconocí.
—Ichabod Crane es el de la izquierda que sostiene la calabaza —me explicó—. Beatrice es la otra. Un poco ordinaria para mi gusto, pero buena en su trabajo.
Le di las gracias y busqué a la Reina Roja, cuya manifiesta hostilidad contra Havisham era el secreto peor guardado de Jurisficción; no estaba por ninguna parte.
—¡Saludos, señorita Next! —tronó Falstaff, anadeando hacia nosotras y mirándome a través de una nube de vapores de alcohol. Había bebido, robado y se había comportado como un mujeriego por todo Enrique IV primera y segunda partes para luego lograr encajar en Las alegres comadres de Windsor. Algunos le consideraban un canalla encantador; a mí me parecía simplemente repugnante, aunque era el patrón de todos los libertinos simpáticos del mundo de la ficción, así que pensé que debía intentar darle cierto margen.
—Buenos días, sir John —dije, intentando ser educada.
—Buenos días para ti, dulce muchacha —exclamó con alegría—. ¿Montas a caballo?
—Un poco.
—¿Quizás entonces te gustaría cabalgar a lo largo y ancho de mi feliz Inglaterra? Podría llevarte a lugares y enseñarte cosas…
—Debo rechazar la oferta, sir John.
Se rio ruidosamente en mi cara. Sentí que la furia comenzaba a despertar en mi interior, pero por suerte Bellman, para no perder más tiempo, había subido a su pequeña tarima y le daba a la campana.
—Lamento haberos hecho esperar —murmuró—. Como habéis visto, las cosas están un poco complicadas ahí fuera. Pero me alegra ver a tantos de vosotros. ¿Queda alguien por llegar?
—¿Esperamos a Godot? —preguntó Deane.
—¿Alguien sabe dónde está? —preguntó Bellman—. Beatrice, ¿no trabajabas con él?
—Yo no —respondió la joven—. Podría preguntárselo a Benedict si se molestase en asistir, pero igualmente podrían preguntárselo a una cabra… una cabra muy estúpida, en mi opinión.
—La dulce lengua de la dama ofende nuestros oídos —dijo Benedict, quien había estado sentado de forma que no le veíamos pero que se puso en pie para mirar con furia a Beatrice—. Cuando la fuente de tu mente se aclare, la usaré para dar de beber a un asno.
—Ah —respondió Beatrice riendo—. Mirad, está dando cuerda al reloj de su ingenio. ¡Con el tiempo dará la hora!
—Querida Beatrice —le respondió Benedict, inclinándose—, buscaba a una idiota cuando te encontré.
—¿Tú, Benedict, que tienes más cerumen que cerebro?
Se miraron entornando los ojos y luego se sonrieron con cortés enemistad.
—Vale, vale —interrumpió Bellman—. Tranquilidad. ¿Sabéis donde está el agente Godot o no?
Beatrice respondió que no lo sabía.
—Vale —anunció Bellman—. Sigamos. Comienza la sesión número 40.319 de Jurisficción.
Volvió a darle a la campanilla, tosió y consultó sus notas.
—Primer punto: debemos felicitar a Deane y a lady Cavendish por frustrar los planes de los bowdlerizadores en Chaucer. —Se oyeron algunas palabras de ánimo y hubo algunas palmadas en la espalda—. Ha habido daños, pero no han empeorado, por tanto será mejor que vigilemos en el futuro. Segundo punto —dejó el sujetapapeles y se apoyó en el atril—: ¿recuerdan la locura de las letras en cadena que recorrió el MundoLibro hace unos años? ¿Recibe una letra y envíala a diez amigos? Bien, alguien se ha pasado con la letra «U». Aquí mismo tengo un informe de la Agencia de Protección Ambiental del Mar Textual que dice que las reservas de letras «U» han alcanzado niveles peligrosamente bajos. Debemos limitar su consumo hasta que vuelvan a aumentar. ¿Sugerencias?
—¿Qué tal usar una «N» minúscula cabeza abajo? Así obtendríamos algunas úes adicionales —dijo Benedict.
—Ya intentamos algo parecido girando la «W» durante la gran migración de la «M» del 62; no salió bien.
—¿Qué tal si modificamos algunas palabras? —propuso el rey Pelinore, acariciándose el largo bigote blanco—. Palabras como «agua», por ejemplo, podríamos escribirlas con una «W» alternativa. Eso nos ahorraría muchas úes.
—Por ejemplo, ¿escribirparagwas?
—Es una buena idea —intervino Snell—. Gwaraní, pingwino, antigwo… las hay a cientos. Podemos inventarnos una regla y achacarla a razones fonéticas.
—Hummm —dijo Bellman, concentrándose—. La verdad es que podría resultar.
Volvió a mirar las notas.
—Tercer punto… Tweed, ¿está por ahí?
Harris Tweed hizo un gesto desde su asiento.
—Bien —siguió diciendo Bellman—. Tengo entendido que perseguía a un LibroHuido que reside en el Exterior.
Tweed me miró y se puso en pie.
—A un tipo llamado Yorrick Kaine. En el Exterior es un tipo importante. Preside Kaine Publishing y se ha situado como cabeza de su propio partido político.
—Sí, sí —dijo Bellman con impaciencia—, y robó Cardenio, lo sé… pero lo importante es ¿dónde está ahora?
—Regresó al Exterior, donde le perdí —respondió Tweed.
—El Consejo de Géneros no está muy dispuesto a autorizar trabajos en el mundo real —dijo lentamente Bellman—. Es demasiado arriesgado. Ni siquiera sabemos de qué libro proviene Kaine y, como ahora mismo no hace nada contra nosotros, creo que debería quedarse en el Exterior.
—Pero Kaine es un peligro muy real para nuestro mundo —exclamé. Considerando las ideas políticas a la derecha de la derecha de Kaine, esa declaración era una nueva forma de quedarme corta—. En una ocasión robó en la Gran Biblioteca —añadí—. ¿Cómo podemos dar por supuesto que no volverá a hacerlo? ¿No es nuestra obligación proteger a los lectores de los ficcionautas dispuestos a…?
—Señorita Next —me interrumpió Bellman—, comprendo lo que dice pero no voy a autorizar una operación en el Exterior. Lo lamento, pero así son las cosas. Pasará al registro de LibroHuidos y montaremos cribas textuales en todos los pisos de la Biblioteca por si planea regresar. Ahí fuera usted puede hacer lo que le plazca; aquí hará lo que digamos. ¿Está claro?
Sentí furia y acaloramiento, pero la señorita Havisham me apretó el brazo, así que permanecí inmóvil.
—Bien —siguió diciendo Bellman, consultando las notas—. Punto cuatro: la Gran Central Textual ha informado de varios intentos de incursión desde el Exterior. Nada importante, pero suficiente para generar algunos estremecimientos en la barrera Ficción-Exterior. Señorita Havisham, ¿no informó de que una empresa del Exterior estaba experimentando con la entrada a la ficción?
Así era. Goliath llevaba años intentando entrar en el MundoLibro, pero con poco éxito; sólo había logrado extraer una masa informe de los volúmenes uno al ocho de El mundo del queso. El tío Mycroft se había refugiado en la serie de Sherlock Holmes para evitar a Goliath.
—Se llamaba la compañía Algo —respondió Havisham pensativa.
—Goliath —le dije—. Se llama Corporación Goliath.
—Goliath. Eso era. Di un vistazo mientras recuperaba la guía de viaje de la señorita Next.
—¿Cree que la tecnología Exterior está lo suficientemente avanzada? —preguntó Bellman.
—No. Todavía está en pañales. Han intentando enviar una sonda sin tripulación a Los que escuchan pero, por lo que sé, sin demasiado éxito.
—Bien —respondió Bellman—, los mantendremos vigilados. ¿Cómo se llama la corporación?
—Goliath —dije.
Lo anotó.
—Punto cinco: han robado toda la puntuación del capítulo final de Ulises. Probablemente unos quinientos puntos y aparte, comas, apostrofes y dos puntos. —Calló un momento—. Vern, ¿no estaba trabajando en esto?
—Efectivamente —respondió el terrateniente, dando un paso al frente y abriendo un libro de notas—. Detectamos el robo hace dos días. Hablé con el gato y dijo que nadie había entrado en el libro, así que sólo cabe suponer que penetraron en la novela a través de la interpretación literaria de Dublín… lo que nos ofrece varios miles de sospechosos. Supongo que el ladrón creyó que nadie se daría cuenta, ya que la mayoría de los lectores no llegan hasta ese punto de Ulises. ¿Recuerdan el robo del capítulo sesenta y dos de Moby Dick que nadie echa en falta? Bien, en este caso se han dado cuenta, pero según los informes preliminares los lectores no consideran que la falta de puntuación sea un error descomunal, sino una señal de genio, así que tenemos cierto margen de maniobra.
—¿Estamos seguros de que fue un robo? —preguntó Beatrice—. ¿No pueden haber sido los gramásitos?
—No lo creo —respondió Perkins, que había convertido la librozoología en algo cercano a una ciencia—. Los puntusauroides son muy poco habituales y, para llevarse tanta puntuación, haría falta una bandada de varios cientos de individuos. Además, no creo que hubiesen dejado el último punto y final… eso me parece más propio de un ladrón malévolo.
—Vale —dijo Bellman—. ¿Qué hacemos, pues?
—El único mercado para puntuación robada es el Pozo.
—Hummm —reflexionó Bellman—. Un agente de Jurisficción allá abajo destaca tanto como una banda de instrumentos de metal en un funeral. Necesitamos a alguien que vaya de incógnito. ¿Algún voluntario?
—El caso es mío —dijo Vernham Deane—. Iré yo. A menos que alguien se considere mejor cualificado.
Silencio total.
—¡Parece que así queda la cosa! —dijo entusiasmado Bellman, apuntándolo—. Sexto punto: como recordarán, David y Catriona Balfour fueron bojuminados hace unas semanas. Como sin ellos no queda mucho de Secuestrados y Catrina, y puesto que Robert Louis Stevenson sigue siendo un autor popular, el Consejo de Géneros ha licenciado a un par de genéricos A-4 para ocupar su lugar. Se les concederá acceso ilimitado a todos los libros de Stevenson y quiero que se aseguren de que se sientan como en casa.
Los agentes reunidos murmuraron.
—Sí —dijo Bellman con resignación—. Sé que ellos nunca serán exactamente lo mismo, pero con un poco de suerte todo saldrá bien; nadie del Exterior se dio cuenta de que reemplazamos a David Copperfield, ¿verdad que no?
Nadie dijo nada.
—Bien. Séptimo punto: como saben, dentro de dos semanas me retiro y el Consejo de Géneros va a necesitar un nuevo Bellman. Todas las candidaturas deben presentarse directamente al Consejo para su estudio.
Otra pausa.
—Octavo punto: como saben, la Gran Central Textual lleva cinco años trabajando en una actualización del sistema operativo de los libros…
Los agentes reunidos gimieron. Estaba claro que era un punto especialmente controvertido. Snell me había explicado por encima la tecnología de ImaginoTransferencia que había tras todos los libros, pero no tenía ni idea de cómo operaba realmente. De hecho, todavía no lo sé.
—¿Sabes lo que pasó cuando intentaron actualizar ROLLO? —dijo Bradshaw—. La incompatibilidad de sistemas eliminó toda la biblioteca de Alejandría… tuvieron que prenderle fuego para que no se extendiese.
—En aquella época sabíamos mucho menos sobre sistemas operativos, comandante —respondió Bellman con voz tranquilizadora—, y pueden estar seguros de que se han tenido en cuenta los problemas de actualización anteriores. Muchos de nosotros tenemos nuestras reservas acerca de la versión estándar de LIBRO en la que están registradas muchas de nuestras amadas obras, y creo que la actualización de LIBRO V9 es algo que deberíamos recibir con los brazos abiertos. —Nadie dijo ni pío. Estábamos expectantes—. Bien. Vale, podría seguir hablando todo el día, pero, francamente, opino que sería mejor dejar que nuestro verbalizador Libris, venido desde la Gran Central Textual, nos diera todos los detalles. ¿Xavier?