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La noche de los gramásitos
GRAMÁSITO. Término genérico para una forma de vida parásita que vive en los libros y se alimenta de gramática. Conocidos técnicamente como «gerundores», fueron un primer intento de transformar sustantivos (de los que había en abundancia) en verbos (que en aquella época no eran tan abundantes) por el simple procedimiento de añadir un sufijo. Fueron un completo fracaso en la administración de recursos verbales, escaparon y ahora vagan libremente por los subsótanos. Aunque afortunadamente son muy poco habituales en la Biblioteca, de vez en cuando se localizan núcleos aislados de gramásitos a los que se combate implacablemente.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran
Biblioteca (glosario)
Me volví y caminé lentamente hacia los ascensores, con una tremenda sensación de inminente alteridad poniéndome de punta los pelos de la nuca. Pulsé el botón de llamada pero no pasó nada; corrí por el pasillo y probé con una segunda batería de ascensores pero sin mayor éxito. Estaba considerando correr hasta las escaleras cuando oí algo. Era un gemido bajo y distante muy diferente a cualquier otro gemido bajo que hubiese oído o que quisiese volver a oír. Me resbalaba la bolsa de la cabeza porque me sudaban las manos y, aunque me repetí que estaba tranquila, pulsé el botón de llamada varias veces e iba a empuñar la automática justo cuando una forma se recortó al fondo del pasillo. Volaba cerca de los estantes y se parecía a un murciélago, a un lagarto y también a un buitre. Estaba cubierta de pelaje gris desigual, vestía calcetines de rayas y un chaleco de colores llamativos de dudoso gusto. Ya había visto algo así antes: era un gramásito y, aunque diferente del adjetívoro de Grandes esperanzas, supuse que igualmente dañino. No era de extrañar que los residentes del Pozo hubiesen puesto pies en polvorosa. El gramásito pasó a toda velocidad sin verme y desapareció con un estruendo similar al de la artillería lejana. Me relajé un poco, esperando que el Pozo volviese a la vida, pero no se movió nada. Muy lejos, en la distancia, más allá del Cordero Degollado, un murmullo alcanzó mis oídos atentos. Volví a darle al botón de llamada a medida que el sonido aumentaba de intensidad y una ligera brisa me daba en la cara, como el céfiro aceitoso que precede el paso del metro. Me estremecí. En el lugar de donde yo venía, una Browning automática era muy convincente, pero no tenía ni idea de cómo afectaría a un parásito que chupaba gramática… y no me parecía un buen momento para descubrirlo. Me disponía a correr cuando oí un sonido melodioso, la luz del botón de llamada se encendió y uno de los indicadores de ascensor comenzó a moverse lentamente hacia el suelo. Corrí y apoyé la espalda contra las puertas, soltando el seguro de la automática mientras el viento y el ruido se intensificaban. Los primeros gramásitos llegaron cuando el ascensor estaba a cuatro pisos de distancia. Mientras volaban miraban el pasillo olisqueando los libros con sus largos morros y soltando chirridos de excitación. Eran la vanguardia. Unos segundos después llegó la bandada acompañada de un rugido ensordecedor. Dos o tres gramásitos golpeaban libros hasta que caían de los estantes y otros se lanzaban gritando de emoción sobre los manuscritos inacabados. Se produjo una escaramuza cuando un personaje saltó de una página, sólo para ser empalado por un gramásito que redujo al pobre desgraciado a unas pocas frases explicativas que a continuación se comieron los carroñeros que aguardaban a un lado. Había visto más que suficiente. Abrí fuego y me cargué a tres, que los mismos carroñeros se comieron de inmediato. Estaba claro que los gramásitos tenían poco sentido del honor y poca compasión; sus compatriotas se limitaron a redistribuirse para llenar los huecos que habían dejado sus camaradas caídos. Acerté a dos más que escarbaban en las estanterías intentando hacer caer más libros y luego me giré para recargar. Al hacerlo, otro silencio siniestro llenó el pasillo. Preparé la automática y alcé la vista. Unos cien gramásitos me miraban con sus diminutos ojos negros, y no describiría precisamente sus miradas como de amistosos vecinos. Suspiré. Vaya una forma de acabar. Ya podía ver la lápida:
THURSDAY NEXT
1950-1986
Agente de OpEspec y amante esposa
de alguien que no existe.
Asesinada por una razón no demasiado clara
en un lugar abstracto por un enemigo abstracto.
Alcé el arma y los gramásitos se agitaron un poco, como si estuviesen decidiendo cuál de ellos se sacrificaría para poder reducirme. Apuntaría con el arma al que empezase a moverse, con la esperanza de posponer lo inevitable. El que parecía el líder —me di cuenta de que llevaba el chaleco de colores más llamativos— dio un paso al frente y yo le apunté mientras otro aprovechaba la oportunidad y se lanzaba de pronto contra mí, con su pico afilado directo hacia mi pecho. Me giré justo a tiempo de ver sus diminutos ojos negros centellear con mil verbos digeridos cuando una mano en el hombro tiró de mí hacia el ascensor. El gramásito, llevado por la inercia, hundió el pico en la madera circundante. Fui a darle al botón de cerrar, pero mi salvador todavía anónimo me agarró la muñeca con destreza.
—Nunca huimos de los gramásitos.
Era un tono de reprimenda que conocía muy bien. La señorita Havisham. Vestida con su harapiento traje de novia, con velo y todo, me miraba consternada. Creo que yo era una de las peores aprendizas que había tenido que educar… o al menos así conseguía que me sintiera.
—No tenemos nada que temer excepto al propio miedo —entonó, sacando su pistola de bolsillo y encargándose de dos gramásitos que habían ido corriendo hacia las puertas del ascensor—. ¡Parece que me paso las horas que estoy despierta salvándote, mi niña!
Los gramásitos avanzaban lentamente hacia nosotras; ya había al menos trescientos y llegaban más. La verdad es que nos superaban en número.
—Lo siento —respondí con rapidez, haciendo una reverencia, por si acaso, mientras disparaba otra vez—, pero ¿no cree que deberíamos irnos?
—Sólo temo a la Bestia Cazadora —anunció Havisham autoritaria—. A la Bestia Cazadora, a Big Martin… y la sémola.
Le disparó a otro gramásito con un chaleco especialmente afrutado y siguió hablando.
—Si te hubieses molestado en prepararte, sabrías que esos de ahí son verbisoides, probablemente los gramásitos más fáciles de eliminar.
Y casi sin parar para tomar aliento, la señorita Havisham se lanzó a una interpretación ronca y desafinada de Jerusalén. Los gramásitos se detuvieron de golpe y se miraron. Para cuando yo me uní a ella en el verso sobre el «santo cordero de Dios» habían empezado a retroceder de miedo. Cantamos en voz más alta, la señorita Havisham y yo, y al llegar a «satánicos molinos» ya habían empezado a huir; cuando llegamos a «dadme mi carro de fuego» no quedaba ni uno.
—¡Rápido! —dijo la señorita Havisham—. Recoge los chalecos. Dan una recompensa por ellos.
Recogimos los chalecos de los gramásitos caídos; no resultó un trabajo agradable. Los cadáveres olían tanto a tinta que no podía evitar toser. Los cuerpos se los llevarían los limpiaplagas, que los hervirían y destilarían de ellos los verbos que pudiesen. En el Pozo no se malgastaba nada.
—¿Qué eran los más pequeños?
—Lo he olvidado —respondió Havisham, haciendo un paquete con los chalecos—. Aquí tienes, te va a hacer falta. Estudíalo bien si quieres aprobar los exámenes.
Me pasó mi guía de viaje, la que me había quitado Goliath; en sus páginas se encontraban todos los consejos y el equipo que necesitaba para viajar por el MundoLibro.
—¿Cómo lo logró?
La señorita Havisham no me respondió. Bufó y me llevó de vuelta al ascensor. Estaba claro que no le apetecía estar en el subsótano veintidós. No podía reprochárselo, francamente.
La señorita Havisham se relajó cuando abandonamos los subsótanos y regresamos a la naturaleza ordenada de la Biblioteca.
—¿Por qué los gramásitos llevan calcetines a rayas? —pregunté, mirando el paquete de prendas que había en el suelo.
—Probablemente porque los de topos están pasados de moda —respondió encogiéndose de hombros y recargando el arma—. ¿Qué hay en la bolsa?
—Oh… eh… una compra de Snell.
La señorita Havisham era como un padre estricto, tu peor profesor y un dictador suramericano recién elegido, todo en uno. Lo que no significa que no me cayese bien ni que no la respetase… Era sólo que cuando hablaba con ella me sentía como si tuviera otra vez nueve años.
—¿Por qué cantamos para librarnos de ellos?
—Como ya he dicho, esos gramásitos eran verbisoides —respondió sin mirarme—, y un verbisoide, al igual que muchos estudiantes, odia y teme los verbos irregulares. Prefiere sobre todo consumir verbos regulares. Un verbo irregular como «hacer», cuya raíz cambia («hacemos», «hacíamos», «hicimos»), tiende a liar sus cabecitas.
—¿Cualquier verbo irregular los asusta? —pregunté con interés.
—Básicamente. Pero algunos irregulares son más fáciles que otros. Es mucho mejor limitarse a cantar algo que contenga muchos.
—¿Qué tal si nos vamos del verbo «ir»? —aventuré, pensando por una vez de forma práctica—. Debe de sonarles muy irregular: voy, iba, fui, iré…
—No —respondió la señorita Havisham, perdiendo la paciencia por segundos—, porque podrían interpretarlo como «partir».
—No si lo hacemos volando —añadí, reacia a rendirme—, «volar» también es irregular.
La señorita Havisham me miró con ojos helados.
—Claro que sí. Pero para un verbisoide hambriento volar podría ser lo mismo que regresar, caminar, entrar, trotar, trasladarse, deambular e incluso transitar.
—Ah —dije, dándome cuenta de que pillar a la señorita Havisham era tan difícil como clavar el fantasma de Banquo a la mesa de café—. Sí, podrían confundirse, ¿verdad?
—Mira —dijo la señorita Havisham, ablandándose un poquito—, si salir corriendo matase a los gramásitos ya no quedaría ni uno. Mejor canta Jerusalén y te irá bastante bien… siempre y cuando no la cantes contra los adjetívoros o los parataxis; probablemente también se pondrían a cantar y luego te devorarían.
El ascensor se detuvo en el subsótano once, se abrieron las puertas y entró una enorme hembra de jaguar con su hijo, que tenía una patita llena de púas y se quejaba amargamente de que el erizo y la tortuga le habían engañado y se habían escapado. Mamá jaguar cabeceó entristecida, miró exasperada hacia arriba y luego se volvió hacia su hijo.
—Hijo, hijo —dijo, repetidas veces, moviendo la cola con elegancia—, ¿qué has estado haciendo que no deberías haber hecho?
—Bien —dijo la señorita Havisham mientras las puertas volvían a cerrarse—, ¿cómo te va en ese horrible Caversham Heights?
—Bien, gracias, señorita Havisham —murmuré—, la gente de allí está muy preocupada de que vayan a destruir el libro bajo sus pies.
—Con razón —respondió Havisham—. Lo he leído. Cada día se destruyen cientos de libros como Heights. No pierdas el tiempo ni malgastes energía con ellos. En el Pozo cada cual cuida de sí mismo. Yo me mantendría al margen y no haría demasiados amigos. Tienen la costumbre de morirse justo cuando empiezan a caerte bien. Siempre sucede así. Es narrativo.
—Heights no es mal lugar para vivir —dije, con la esperanza de ganarme su compasión.
—Sin duda —murmuró ella, con la mirada perdida—. Recuerdo cuando estaba en el Pozo, cuando creaban Grandes esperanzas. Era la chica más feliz del mundo cuando me dijeron que iba a trabajar con Charles Dickens. La primera de mi clase en la Universidad Genérica y, modestia aparte, bastante guapa. Creía que haría una joven Estella admirable: tan refinada como hermosa, altiva y orgullosa. Al final superaría el autoritario malhumor de su benefactora irascible para encontrar el amor verdadero.
—Y… ¿qué pasó?
—No era lo suficientemente alta.
—¿Lo suficientemente alta? ¿Para un libro? ¿Eso no es como no tener el color de ojos adecuado para trabajar en la radio?
—Le dieron el papel a una putita que recuperaron de una obra de Thackeray destruida. La vaca. No me extraña que la trate tan mal… ¡ese papel debería haber sido mío!
Guardó silencio.
—A ver si lo he entendido —dijo el jaguar, que no sabía distinguir un erizo de una tortuga—, si es lenta y pesada la echo al agua y luego la saco de la concha…
—¡Hijo, hijo! —dijo su madre, repetidamente, agitando la cola—, préstame atención y recuerda lo que te digo. Un erizo se dobla sobre sí mismo formando una bola y sus espinas sobresalen por todas partes…
—¿Recibiste el examen de Jurisficción que te envié? —preguntó la señorita Havisham—. He reservado hora para el examen práctico, para pasado mañana.
—¡Oh! —dije.
—¿Algún problema? —me preguntó, mirándome con suspicacia.
—No, señora, simplemente no me siento preparada… creo que voy a suspender.
—Discrepo —respondió, mirando el indicador de piso—. Yo sé que suspenderás. Pero así son las cosas. Todo lo que te pido es que no quedes como una tonta ni pierdas la vida. Vaya, eso sí que sería embarazoso.
—Bien —dijo el jaguar frotándose la cabeza—, si puede hacerse una bola entonces es una tortuga y…
—¡AAAH! —gritó la madre jaguar, agitando la cola con furia—. Al revés. Señorita Havisham, ¿qué puedo hacer con este chico?
—No tengo ni idea —respondió—. Desde mi punto de vista, todos los hombres son estúpidos.
El jaguar se quedó boquiabierto y miró al suelo.
—¿Puedo sugerir algo? —pregunté.
—¡Lo que quiera! —respondió la madre jaguar.
—Si lo convierte en una rima, a lo mejor consigue recordarlo.
La madre jaguar suspiró.
—No servirá de nada. Ayer olvidó que era un jaguar. Hace que me duelan las manchas, en serio, lo consigue.
—¿Qué tal esto? —dije, inventando una rima sobre la marcha:
No se enrolla pero nada,
la tortuga lenta y pesada.
No nada pero se hace una bola
el erizo de espalda espinosa.
La madre jaguar dejó la cola quieta y me pidió que se lo apuntase. Todavía seguía intentando que su hijo lo recordase cuando las puertas del ascensor se abrieron en el quinto piso y salimos.
—Creía que íbamos a las oficinas de Jurisficción —dije mientras recorríamos los pasillos de la Gran Biblioteca. Los estantes de madera crujían bajo el peso del producto creativo de casi dos milenios.
—Mañana será la próxima reunión —respondió, deteniéndose frente a un estante y dejando caer los chalecos de gramásito en un montón antes de escoger un volumen de encuadernación tosca—, y le dije a Perkins que le ayudarías a dar de comer al Minotauro.
—¿Eso ha hecho? —pregunté, algo aprensiva.
—Claro que sí. La ficciozoología resulta ser un tema muy fascinante y, créeme, un área sobre la que deberías aprender más.
Me pasó el libro, que, me di cuenta, estaba escrito a mano.
—Está protegido por una contraseña —anunció Havisham—, murmura «zafiro» antes de leerte en su interior.
Recogió los chalecos.
—Iré a buscarte dentro de una hora. Perkins te estará esperando al otro lado. Por favor, presta atención y no dejes que te convenza para cuidar de los conejos. No olvides la clave… no podrás entrar ni salir si no la tienes.
—Zafiro —repetí.
—Muy bien —dijo, y se esfumó.
Coloqué el libro en una de las mesas de lectura y me senté. Los marmóreos bustos de escritores que salpicaban la Biblioteca me miraban con severidad y estaba a punto de ponerme a leer cuando me di cuenta de que, en la parte superior de la librería de enfrente, una forma etérea empezaba a solidificarse, como un espectro, ante mis ojos. En casa algo así se hubiera considerado una cuestión seria y trascendente, pero donde me encontraba no era más que el gato de Cheshire haciendo una de sus famosas apariciones.
—¡Hola! —dijo tan pronto como apareció la boca—. ¿Cómo te va?
El gato de Cheshire era el bibliotecario y el primero a quien había conocido en el MundoLibro. Aficionado como era a las incongruencias y los comentarios incomprensibles, costaba que no te cayese bien.
—No estoy segura —respondí—. Me atacaron los gramásitos y me amenazaron los amigos de Big Martin y un thraal. Convivo con dos genéricos, los personajes de Caversham Heights creen que puedo salvar su libro y ahora mismo tengo que servir el desayuno al Minotauro.
—Nada de eso se sale de lo normal. ¿Algo más?
—¿Cuánto tiempo tienes?[9]
Me toqué las orejas.
—¿Problemas?
—Puedo oír cómo dos rusas cotillean, justo aquí, dentro de mi cabeza.
—Probablemente sea un cruce de líneas de notaalpiéfono —respondió el gato. Bajó de un salto, apoyó la cabeza suave contra la mía y prestó atención.
—¿Puedes oírlas? —pregunté.
—¡Qué va! —respondió el gato—, pero tienes unas orejas muy calentitas. ¿Te gusta la comida china?
—Sí, por favor —respondí. Hacía tiempo que no comía nada.
—A mí también —comentó el gato—. Qué pena que no tengamos. ¿Qué hay en la bolsa?
—Una cosa de Snell.
—Ah. ¿Qué opinas de esa broma de UltraPalabra™?
—La verdad es que no estoy segura —respondí, muy sinceramente—. ¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—¿Qué opinas del nuevo sistema operativo?
—Cuando llegue le prestaré toda mi atención —dijo sin mojarse. Luego añadió—: Es una carcajada, ¿verdad?
—¿El qué?
—El sonido que generas en el fondo de la garganta cuando oyes algo divertido. Házmelo saber si necesitas cualquier cosa. Adiós.
Y muy lentamente se fue desvaneciendo, desde la punta de la cola hasta la punta de la nariz. Su sonrisa, como era habitual, flotó en el aire un tiempo cuando hubo desaparecido el resto de su persona.
Volví a centrarme en el libro, murmuré «zafiro» y leí en voz alta el primer párrafo.