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Problemas con el Minotauro
GUÍA DE VIAJE. Parte del equipamiento estándar para todos los agentes de Jurisficción, la dimensionalmente ambivalente guía de viaje contiene información, consejos, mapas, recetas y extractos de novelas populares o problemáticas para facilitar así el viaje rápido entre libros. Contiene también muchos artilugios de JurisTec adecuados para tareas especializadas. Por ejemplo, una máscara VAO, marcatexto y eyecto-sombrero. La portada de cada guía de viaje está codificada de forma que sólo puede abrirla el agente al cual pertenece y posee alarma de emergencia y mecanismo de autodestrucción.
GATO DE AU DE W
Guía de Jurisficción a la Gran
Biblioteca (glosario)
Me leí al Pozo y enseguida llegué al ascensor, camino de la Biblioteca. Había comprado un ejemplar de The Word. El titular de portada era: «Personajes de poemas infantiles en huelga indefinida.» Más abajo se informaba del ataque de la noche anterior contra Heathcliff. Añadía que un grupo terrorista autodenominado El Gran Danés también había amenazado con matarle… querían que ese año Hamlet ganase el premio del MundoLibro al protagonista romántico más turbulento y harían lo que fuese necesario para lograrlo. Pasé a la página dos y encontré un largo artículo que alababa las virtudes de UltraPalabra™ con una carta abierta de la Gran Central Textual en la que se explicaba que nada cambiaría y que todos los trabajos y privilegios estarían garantizados.
El ascensor se detuvo en el primer piso; llegué rápidamente hasta Sentido y sensibilidad y me leí dentro. La multitud seguía a las puertas de Norland Park, en esta ocasión con tiendas, una banda de música y un pequeño brasero de leña. Se pusieron a cantar tan pronto como me vieron:
—NECESITAMOS DESCANSO, NECESITAMOS DESCANSO…
Una mujer de aspecto cansado, con una cantidad impresionante de hijos, me entregó un folleto.
—Llevo trescientos veinticinco años con este trabajo —dijo—, ¡sin tomarme ni un fin de semana libre!
—Lo siento.
—No queremos compasión —dijo Solomon Grundy, quien, puesto que era sábado, no tenía un aspecto muy bueno—, queremos acciones. Los personajes de la tradición oral deberían tener los mismos derechos que cualquier otro ficticio.
—Exacto —dijo un joven que llevaba la cabeza en un cubo, envuelta en papel marrón—, ninguna suma de dinero puede compensar a la hermandad por los inconvenientes derivados del hecho de ser contados repetidamente. Sin embargo, nos gustaría presentar las siguientes demandas. Uno: que a todos los personajes de poemas infantiles se les conceda de inmediato un permiso de dos semanas. Dos: que…
—En serio —le interrumpí—, estáis hablando con la persona equivocada. Sólo soy una aprendiza. Y además, Jurisficción no tiene poder para dictar la política. Tenéis que hablar con el Consejo de Géneros.
—El Consejo nos mandó hablar con la GCT, que a su vez nos dirigió al Gran Panjandrum —dijo Humpty Dumpty apoyado por un coro de vigorosos asentimientos—, pero nadie está realmente seguro de que exista siquiera.
—Si no le has visto nunca, probablemente no existe —dijo el pequeño Jack Horner—. ¿Alguien quiere pastel?
—Nunca he visto a Vincent Price —comenté—, pero sé que existe.
—¿Quién?
—Un actor —expliqué, sintiéndome un poco tonta—. De casa.
Humpty Dumpty entornó los ojos con suspicacia.
—Habla exactamente igual que Lear, señorita Next.
—¿El rey?
—No —respondió—, Edward.
—Oh.
—¡UNA MANGOSTA! —gritó Humpty, sacando un pequeño revólver y tirándose al suelo, donde, para sus desgracia, había un charco de lodo.
—Te equivocas —explicó Grundy con desgana—, no es más que un perro guía. Guarda el arma antes de que te hagas daño.
—¿Un perro guía? —repitió Humpty, poniéndose en pie despacio—. ¿Estás seguro?
—¿Habéis hablado con el verbalizador Libris? —pregunté—. Todos sabemos que él existe.
—No quiere hablar con nosotros —dijo Humpty Dumpty, frotándose la cara con un enorme pañuelo—. A la tradición oral no le afecta la actualización UltraPalabra™, por lo que no cree que seamos importantes. Si no negociamos algunos derechos antes de que entre en vigor el nuevo sistema, ¡nunca los tendremos!
—¿Libris no habla con vosotros? —repetí.
—Nos envía notas —chilló el más anciano de los tres ratones. Ninguno tenía cola y todos sostenían un bastón blanco en una mano y un golden retriever en la otra—. Dice que está muy ocupado pero que estudiará con «la máxima atención nuestras peticiones».
—¿Qué está pasando? —chilló otro de los ratones—. ¿Es la señorita Next?
—Es un insulto —dijo Grundy—. A menos que recibamos pronto una respuesta, no quedará ni una sola rima infantil, ¡ya sea hablada o leída! A medianoche iniciaremos un paro de cuarenta y ocho horas. Cuando los padres no recuerden los poemas, rodarán cabezas, ¡se lo prometo!
—Lo siento —volví a decir—. No tengo autoridad… no puedo hacer nada…
—Entonces, entréguele esto al agente Libris.
Humpty Dumpty me pasó una lista de exigencias, elegantemente redactadas en una hoja de papel de aspecto oficial. La multitud guardó de pronto silencio. Una masa de ojos, parpadeando expectantes, me miraba.
—No prometo nada —dije, aceptando la hoja—, pero si veo a Libris se la entregaré, ¿vale?
—Muchas gracias —dijo Humpty—. ¡Al menos alguien de Jurisficción nos escucha!
Me di la vuelta y oí que Humpty le decía a Grundy:
—Creo que ha ido muy bien, ¿no te parece?
Caminé con rapidez hasta los escalones delanteros de Norland Park. Me dejó pasar el mismo sirviente rana que había visto en mi primera visita. Atravesé el vestíbulo y entré en el salón de baile. La señorita Havisham estaba en su mesa con Akrid Snell, que hablaba por notaalpiéfono. Junto a ellos se encontraba Bradshaw, que no se había retirado como había prometido, rellenando un formulario en compañía de Bellman, que estaba muy serio. Sólo había otra persona más: Harris Tweed, que leía un informe. Alzó la vista cuando entré, no dijo nada y siguió leyendo. Me acerqué y vi que la señorita Havisham examinaba unas fotografías.
—¡Maldita sea! —dijo, mirando una antes de lanzarla por encima del hombro y pasar a la siguiente—. ¡Patético! —murmuró, mirando otra—. ¡Una burla!
—¿Perkins? —pregunté mientras me sentaba.
—Fotografías de la cámara de tráfico recién llegadas del laboratorio —dijo, pasándomelas—. Pensaba que habría alcanzado los doscientos sesenta, pero mira… Bien, ¡sólo puede definirse como lamentable!
Miré. La cámara había pillado al Higham Special pero sólo había registrado una velocidad máxima de 245,84. Peor aún, mostraba al Señor Sapo superando los doscientos noventa… e incluso se había levantado el sombrero al pasar junto a la cámara.
—Logré doscientos setenta cuando probé en la M4 —dijo con tristeza—. El problema es que necesito un tramo de carretera más largo… o de arena. Bien, ya no tiene remedio. Han vendido el coche. Tendré que ir a rogar a sir Malcolm que me lo preste si quiero tener posibilidades de derrotar al Sapo.
—Norland Park a Perkins —dijo Snell por el notaalpiéfono—. Conteste, por favor. Cambio.
Miré a Havisham.
—No responde desde hace seis horas —dijo—. Mathias tampoco responde. Una vez ha contestado un yahoo, pero bien podríamos haber hablado con la señora Bennett. ¿Qué es eso?
—Es una lista de exigencias de los personajes de la tradición oral.
—Escoria —respondió Havisham—, hasta el último se puede reemplazar. ¿Qué dificultad puede tener aparecer en una serie de pareados? Si no se controlan, los reemplazarán con esquiroles genéricos sacados del Pozo. Sucedió cuando la Unión Amalgamada de Guardianes de Paso atacó en 1932. No aprenderán nunca.
—Sólo quieren vacaciones…
—No deberías implicarte en la política de los personajes infantiles, señorita Next —dijo Havisham, tan bruscamente que di un respingo.
—Buen trabajo con el ataque de ProCath —nos felicitó Tweed, que se había acercado—. He hablado con Plum en JurisTec; va a ampliar la red de notaalpiéfono para tener más cobertura en Cumbres borrascosas. No deberíamos volver a tener el problema de perder los notaalpiéfonos móviles.
—Será mejor que no —respondió la señorita Havisham con frialdad—. Perderemos a Heathcliff y el Consejo de Géneros usará nuestros cólones como ligueros. Bien, al trabajo. No sabemos qué esperar en lo que al Minotauro se refiere, por lo que es mejor ir preparados.
—¿Cómo boy scouts?
—No los soporto, pero eso no importa. Pasad a la página setecientos ochenta y nueve de vuestra guía de viaje.
Hice lo que había ordenado. Era una parte del libro cuyas páginas contenían dispositivos encajados en huecos más profundos que el grosor del volumen. Una contenía un dispositivo similar a una pistola de señales con la inscripción «IV marcatexto Mk IV». Otra página tenía una cubierta de vidrio que decía: «ROMPA EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA SIN PRECEDENTES.» La página indicada por Havisham no era ninguna de ésas; la 789 contenía un sombrero de fieltro marrón. Del ala colgaba un enorme tirador rojo que decía: «Tirar con fuerza en caso de emergencia.» También disponía de una cinta para sujetarlo a la barbilla, algo que nunca había visto que tuviera un sombrero de aquéllos ni, ya puestos, tampoco un bombín ni ningún sombrero tirolés.
Havisham me quitó el sombrero y me ofreció un breve curso de iniciación.
—Éste es el eyecto-sombrero Martin-Bacon Mk VII —me explicó—, para la evacuación a alta velocidad de un libro. En caso de emergencia, te saca de inmediato.
—¿Adónde te lleva?
—A una novela muy poco conocida titulada A mediados de la próxima semana. Desde ahí puedes llegar a la Gran Biblioteca con tranquilidad. Pero una advertencia: el salto puede ser doloroso, incluso fatal. Así que sólo debe usarse como último recurso. Recuerda mantener la cinta de la barbilla bien sujeta o te cortará las orejas durante la secuencia de eyección. Diré «¡SALTA!» dos veces. A la tercera habré desaparecido. ¿Alguna pregunta?
—¿Cómo funciona?
—Corrijo lo dicho. ¿Alguna pregunta que remotamente tenga esperanzas de poder responder?
—¿Significa que veremos a Bradshaw sin su salacot?
—¡Ja ja! —rio Bradshaw, soltando el tirador del ala—. Yo tengo la versión Mk XII, más pequeña. Se puede encajar en una boina o incluso en un velo, si se desea.
Recogí el sombrero de fieltro de la mesa y me lo puse.
—¿Con qué vamos a encontrarnos? —pregunté algo nerviosa, ajustándome la cinta.
—Creemos que el Minotauro ha escapado —respondió Havisham muy seria—. Si así ha sido y nos cruzamos con él, tira del cordón tan rápidamente como puedas. Iniciar el procedimiento de salto estándar lleva siempre al menos diez o doce palabras. Para entonces podrías ser un aperitivo de Minotauro.
Saqué la automática para comprobar su estado, pero Bradshaw negó con la cabeza.
—El plomo exterior no será suficiente.
Me mostró una caja de munición que había conseguido en el almacén.
—Punta de boojum —me explicó, tocando el enorme rifle de caza que llevaba al hombro—, para su completa aniquilación. Volverá a ser texto en menos de un segundo. Las llamamos cabezas borradoras. ¿Snell? ¿Estás listo?
Snell tenía una versión estilo bombín del eyecto-sombrero que pegaba más con su gabardina. Rezongó, pero no nos miró. Para él la misión era personal. Perkins era su compañero, no sólo en Jurisficción, sino también en la serie de novelas de detectives Perkins & Snell. El futuro se le presentaba muy negro si Perkins había sufrido algún daño. Se podía entrenar a un genérico para ocupar el puesto vacante, pero no era lo mismo.
—Vale —dijo Havisham, poniéndose su sombrero de fieltro—, partimos desde aquí. Dame la mano, Next. Si nos separamos, nos reuniremos en la entrada. Que nadie entre en el castillo sin Bradshaw, ¿vale?
Todos asentimos y Havisham murmuró la contraseña y un fragmento de La espada de los zenobianos.
Norland Park desapareció de pronto y nos saludó el reluciente sol de Zenobia. La hierba era mullida y las manadas de unicornios pastaban tranquilamente junto al río. Los gramásitos volaban en el cielo azul, cabalgando las corrientes termales que surgían de la tierra cálida.
—¿Estamos todos? —preguntó Havisham.
Bradshaw, Snell y yo asentimos. Caminamos en silencio cruzando el puente hasta la vieja torre de entrada y salvamos el puente levadizo. Una sombra oscura saltó desde un rincón de la desierta sala de guardia, pero antes de que Bradshaw disparase Havisham gritó:
—¡Espera! —Bradshaw se detuvo. Era un yahoo. No estaba allí para lanzarnos mierda. Huía presa del pánico.
Bradshaw y Havisham intercambiaron miradas nerviosas y nos aproximamos al lugar donde Perkins y Mathias trabajaban. La puerta estaba rota y las bisagras habían desaparecido. Sólo quedaba madera chamuscada.
—¡Alto! —dijo Bradshaw, indicando las bisagras—. ¿Perkins mantenía algún virus en las instalaciones?
Por un momento no comprendí por qué Bradshaw planteaba esa pregunta, pero lo fui entendiendo lentamente. Se refería al virus antiortográfico. La cerradura se había convertido en quemadura. El virus era mucho más potente de lo que yo había supuesto. El habla incorrecta no era más que el principio.
—Sí —respondí—, en un frasco pequeño… bien aislado con diccionarios.
Siguió una pausa extraña y significativa. El peligro era muy real y más que claro, e incluso agentes veteranos como Bradshaw y Havisham se estaban replanteando la idea de entrar en el laboratorio de Perkins.
—¿Qué opinas? —preguntó Bradshaw.
—Virus y un Minotauro. —Havisham suspiró—. No bastará con nosotros cuatro.
—Yo voy a entrar —dijo Snell, sacando un respirador de su guía de viaje. La máscara era de goma, similar a las que yo conocía… sólo que tenía un diccionario en lugar de filtro. Tampoco era un simple diccionario: era el Lavina-Webster combinado con el Oxford English Dictionary.
—No olvides el loto —dijo Havisham, colgándole un vegetal en la solapa.
—Me hará falta el rifle —dijo Snell.
—No —respondió Bradshaw—. He firmado yo por él, así que me lo quedo.
—Éste no es el momento de ceñirse a las reglas, Bradshaw… ¡Mi compañero está ahí dentro!
—Éste es precisamente el momento de ceñirse a las reglas, Snell.
Se miraron fijamente.
—Entonces entraré solo —respondió Snell dejándolo bien claro, cubriéndose la cara con la máscara y soltando el seguro de la automática.
Havisham le atrapó por el hombro mientras rebuscaba en su propia guía de viaje.
—Entramos todos o no entra nadie.
Encontré la página de la máscara, la saqué del hueco y me la puse bajo el eyecto-sombrero. La señorita Havisham también me puso un loto en la solapa.
—Un loto es el mejor papel de tornasol para el virus antiortográfico —dijo mientras ayudaba a Bradshaw a ponerse la máscara—. Tan pronto como el loto entra en contacto con el virus se convierte en loro. Debes salir antes de que pueda hablar. La máxima es: «Cuando oigas a Polly, da un tirón.»
Tocó el tirador del eyecto-sombrero.
—¿Comprendido?
Asentí.
—Bien. Bradshaw, ¡adelante!
Cuidadosamente atravesamos la puerta de bisagras mal escritas y entramos en el laboratorio, que se encontraba en estado caótico. Para los lectores del mundo real la errata no es más que una molestia… pero en el interior de la ficción es una amenaza. Las erratas son el resultado de la distorsión sensorial, no su causa. Una vez que el sentido interno de la palabra se va desmoronando la errata surge como consecuencia. Corregir la palabra en la GCT sería factible si el virus no había causado mucho daño, pero no solía tener sentido hacerlo; como no lo tiene hacer la cama en una casa en llamas.
El interior del laboratorio estaba muy alterado. En el otro extremo, los estantes estaban repletos de litros encadenados en suero; avanzamos sobre la alondra tullida sólo para comprobar que la mesa imponente que ocupaba el centro de la habitación no era ahora más que una enorme pesa. El aparato de vidrio se había convertido en páramo de vicio y, lo peor de todo, Mathias el caballo parlante no era más que una enorme caballa que había muerto por falta de aire. La señorita Havisham me miró y se señaló el loto. Ya empezaba a cambiar de color… adquiría tonos rojos, amarillos y azules.
—¡Con cuidado —dijo Snell—, mira!
En el suelo, junto a unos fragmentos de crispar roto, había una pequeña capa de la misma neblina púrpura que había visto la primera vez que había estado allí. La zona del suelo que el virus tocaba cambiaba constantemente de significado, textura, color y apariencia.
—¿Dónde tenían encerrado al Minotauro? —preguntó Havisham, mientras su loto empezaba a criar un pequeño pico.
Señalé el camino y Bradshaw avanzó el primero. Saqué el arma, a pesar de que Bradshaw me hubiera asegurado que era una pérdida de tiempo, y él abrió despacio la puerta que daba a la cámara situada bajo el viejo salón del trono. Snell encendió una antorcha e iluminó la cámara. La puerta de la jaula del Minotauro estaba abierta; de la bestia no quedaba ni rastro. Hubiese querido decir lo mismo de Perkins. Él, o lo que quedaba de él, estaba tendido en el suelo. El Minotauro le había devorado hasta el pecho. Le había cercenado limpiamente la columna y había lanzado a un lado la parte inferior de una pierna. Al verlo sentí náuseas y se me hizo un nudo en la garganta. Bradshaw maldijo y se volvió para cubrir la puerta. Snell se echó de rodillas para cerrar los ojos de Perkins, que miraban al vacío, todavía con expresión de terror. La señorita Havisham colocó una mano sobre el hombro de Snell.
—Lo siento, Akrid. Perkins era un buen hombre.
—No puedo creer que llegase a ser tan estúpido —murmuró Snell furioso.
—Deberíamos irnos —dijo Bradshaw—. Ahora que sabemos que definitivamente hay un Minotauro suelto, debemos regresar con mejores armas y más agentes.
Snell se puso en pie. En sus ojos, tras la máscara VAO, vi lágrimas. La señorita Havisham me miró y se señaló el loto, que ya empezaba a echar alas. Haría falta todo un pelotón para limpiar. Snell tapó con la chaqueta a Perkins y se unió a nosotros mientras Bradshaw iniciaba la retirada.
—De vuelta a Norland, ¿no?
—Ya he cazado Minotauros otras veces —dijo Bradshaw. Tenía todos los sentidos en alerta—. Tsaritsyn, 1944. Nunca se alejan mucho del lugar de la matanza.
—¡Bradshaw…! —insistió la señorita Havisham, pero el comandante no era de los que aceptaban órdenes de otra persona, ni siquiera de alguien tan directo como Havisham.
—No lo comprendo —murmuró Snell, deteniéndose un momento y mirando el caos del laboratorio y la pequeña acumulación de neblina púrpura en el suelo—. Aquí no hay virus suficiente para provocar todos los problemas que hemos visto.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
Bradshaw miró con cuidado al otro lado de la puerta abierta, nos indicó que el camino estaba libre y nos hizo un gesto para que saliésemos.
—Podría haber más virus por aquí —preguntó Snell—. ¿Qué hay en ese armarito?
Se acercó a un pequeño armario de madera. Lo habían forrado de páginas de guías telefónicas.
—¡Espera! —dijo Bradshaw, acercándose desde el otro lado de la estancia—. Déjame a mí.
Agarró el pomo y a mí se me ocurrió una idea. No eran páginas de guía telefónica, eran páginas de un diccionario. La puerta estaba reforzada.
Grité, pero ya era demasiado tarde. Bradshaw abrió el armarito y quedó de inmediato bañado por una ligera luz púrpura. El armario contenía unas dos docenas de frascos rotos, de los cuales fluía el virus pestilente.
—¡Ah! —gritó, echándose atrás y dejando caer su rama mientras el loto se transformaba en un loro muy chillón. Bradshaw, en un acto instintivo después de tantos años de entrenamiento, tiró del cordón de su eyecto-sombrero y desapareció con estruendo.
La estancia mutó a medida que la antiortografía tomaba el control. El suelo fue reblandeciéndose y licuándose en suero, los muros se convertían en meros. Miré a Havisham. Su loto también era un loro: le había saltado al otro hombro y me miraba con la cabeza inclinada a un lado.
—¡VETE, VETE! —me gritó Havisham, tirando del cordón de su sombrero y desvaneciéndose como Bradshaw un momento antes. Yo agarré el tirador del mío y… se me quedó en la mano. Lo tiré al suelo donde se convirtió en mirador.
—Roma —dijo Snell, quitándose el eyecto-sombrero—, usa el myo.
—¿Pera el vyruz?
—Ke qu le den al vyruz, Nest… ¡bete!
No me volvió a mirar. Se limitó a caminar hacia el armarito de los frascos rotos y, lentamente, cerró la puerta. Sus manos se transformaron en mazos en contacto con el poder total del virus. Corrí al exterior, arrojando el sombrero ya inútil e intentando atarme la cinta del de Snell. No fue fácil. Tropecé con un trozo de construcción semihundido y caí cuan larga era… para aterrizar a tres pasos de unas grandes pezuñas hendidas.
Alcé la vista. El Minotauro estaba agachado sobre sus musculosos cuartos traseros, dispuesto a saltar. La cabeza de toro era enorme y parecía encajada en el cuerpo. El poco cuello que tenía quedaba oculto por los músculos tensos. En la boca, dos hileras de dientes afilados relucían de saliva, y sus cuernos puntiagudos apuntaban hacia delante, listos para atacar. Cinco años comiendo sólo yogur. Como darle natillas a un tigre.
—Bonito Minotauro —dije con voz tranquilizadora, intentando alcanzar la automática que se me había caído en la hierba—, buen Minotauro.
Dio un paso al frente. Las pezuñas se hundieron profundamente en la hierba. Me miró fijamente y resopló, lanzando tentáculos de moco. Dio otro paso. Sus hundidos ojos amarillos me miraban con desprecio. Cerré la mano alrededor de la culata de la automática mientras el Minotauro se inclinaba y alargaba una mano de largas uñas. Acerqué lentamente el arma a mi cuerpo mientras el Minotauro bajaba la mano y… me quitaba el sombrero de Snell. Le dio la vuelta entre las garras y lamió el borde con una lengua del tamaño de mi antebrazo. Había visto suficiente. Apunté la automática y disparé justo cuando la mano del Minotauro agarraba el tirador y activaba el eyecto-sombrero. El hombre-bestia mitológico se esfumó con una potente detonación justo cuando el arma disparaba. El tiro atravesó inútil el aire.
Respiré aliviada pero, rápidamente, rodé de lado porque, con un fuerte silbido, una caja cayó del cielo y aterrizó de golpe justo donde yo había estado. La caja decía: «Propiedad de Jurisficción.» Se había abierto. Estaba llena de… diccionarios. Otra caja aterrizó cerca, seguida de una tercera y una cuarta. Antes de tener siquiera tiempo de pensar qué estaba pasando, Bradshaw había reaparecido.
—¿Por qué no has saltado, tonta?
—¡Me ha fallado el sombrero!
—¿Y Snell?
—Dentro.
Bradshaw se puso la máscara VAO y corrió al interior del edificio mientras yo intentaba protegerme de las cajas de diccionarios que iban cayendo cada vez con mayor frecuencia. Harris Tweed apareció y se puso a ladrar órdenes al pequeño ejército de señoras Danvers que se había materializado con él. Todas vestían idénticos vestidos negros abotonados hasta el cuello, que lograban que su piel blanca pareciese aún más pálida y que sus ojos vacíos resultasen más siniestros. Se movían despacio pero con decisión, y se pusieron a apilar, uno a uno, los diccionarios contra la torre.
—¿Dónde está el Minotauro? —preguntó Havisham, que de pronto había aparecido cerca.
Le dije que había escapado usando el bombín de Snell y Havisham se fue sin decir ni una palabra.
Bradshaw volvió de la torre arrastrando a Snell. La goma de la máscara de Snell se había convertido en gota, su chaqueta en maqueta. Bradshaw lo sacó de La espada de los Zenobianos para llevárselo a la enfermería de Jurisficción justo cuando regresaba la señorita Havisham. Juntas miramos cómo los diccionarios se iban amontonando alrededor de los restos del laboratorio de Perkins. El montón, de seis metros de espesor en la base, se alzaba para formar una bóveda sobre la torre del homenaje. Podría haber llevado mucho tiempo levantarlo, pero había muchas señoras Danvers, estaban muy bien organizadas y disponían de un suministro inagotable de diccionarios.
—¿El Minotauro? —pregunté a Havisham.
—Ya está muy lejos —respondió—. ¡Todo esto tendrá sus consecuencias, te lo aseguro!
Cuando nuestros lotos volvieron a ser bonitas flores y desaparecieron los últimos vestigios de lorismo, Havisham y yo nos quitamos las máscaras antivirus y las tiramos a la basura. Los filtros de diccionario estaban casi destrozados.
—¿Ahora qué? —pregunté.
—Le prenderemos fuego —respondió Tweed, que andaba cerca—. Es la única forma de destruir el virus.
—¿Qué hay de las pruebas? —pregunté.
—¿Pruebas? —repitió Tweed—. ¿Pruebas de qué?
—De lo de Perkins —respondí—. No conocemos todos los detalles de su muerte.
—Creo que podemos afirmar con seguridad que lo mató y lo devoró un Minotauro —dijo Tweed mordaz—. Volver a entrar es demasiado peligroso, eso si quisiéramos hacerlo. Prefiero prenderle fuego ahora a arriesgarme a que el virus se propague y tener que destruir el libro entero y todo lo que contiene. ¿Sabe cuántas criaturas viven aquí? —Encendió una llama—. Será mejor que se alejen.
Las DanverClones ya se iban; desaparecían con un ligero estallido, de vuelta al lugar del que hubiesen salido. Bradshaw y yo nos apartamos mientras Tweed lanzaba la llama a la pila de diccionarios. Ardieron y no tardó en hacer tanto calor que tuvimos que marcharnos a la torre de entrada. El aire negro que se retorcía en el aire se llevaba consigo los restos del virus… y las pruebas del asesinato de Perkins. Porque yo estaba segura de que era asesinato. Cuando habíamos entrado en la mazmorra, me había dado cuenta de que la llave no estaba en el gancho. Alguien había dejado escapar al Minotauro.