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Landen Parke-algo
Antes de Aornis Hades, sólo OE-5 sospechaba de la existencia de los mnemonomorfos, aunque OE-5, por falsedad, holgazanería u olvido, nunca se lo contó a nadie. Los archivos sobre mnemonomorfos se conservan en ocho lugares diferentes y cada semana se cotejan automáticamente y se actualizan. La habilidad para controlar la entropía no implica necesariamente la habilidad de alterar los recuerdos; es más, Aornis ha sido hasta ahora (que sepamos) la única entidad capaz de hacerlo. Como demostró la señorita Next en 1986 y 1987, los mnemonomorfos tienen un talón de Aquiles. Sin embargo, dado que no queda ninguna prueba física de Aornis, hay algo que a todos nos gustaría saber: ¿era real o simplemente fue un mal recuerdo?
BLAKE LAMME (EX OE-5)
¿Los recuerdas? Un estudio sobre
los mnemonomorfos
—¡Dulce y querida Thursday! —murmuró una voz paternalista que me resultaba estremecedoramente familiar. Abrí los ojos. Me encontraba en el tejado de Thornfield Hall, la mansión de Rochester en Jane Eyre: en el momento y el escenario de mi enfrentamiento final con Acheron Hades. La vieja mansión ardía y notaba que bajo mis pies el tejado se iba calentando. Tosí por el humo y me lloraban los ojos. Junto a mí se encontraba Edward Rochester, acunando una mano malherida. Acheron ya había arrojado a la pobre esposa de Rochester, Bertha, por encima del parapeto y se disponía a acabar con nosotros.
—Dulce locura, ¿eh? —Rio—. Jane está con sus primos; la narración está con ella, ¡y yo tengo el manual! —Lo agitó, se lo metió en el bolsillo y agarró la pistola—. ¿Quién será el primero?
Pasé de Hades y miré a mi alrededor. La voz paternalista del «dulce y querida Thursday» no había sido suya… había sido la voz de Aornis. Vestía las mismas prendas de diseño que la última vez que la había visto. Al fin y al cabo no era más que un recuerdo.
—¡Eh! —dijo Acheron—. ¡Te estoy hablando!
Me volví y, como se esperaba, disparé y Hades atrapó la bala… como había pasado en realidad. Abrió el puño: el proyectil se había convertido en un pequeño disco de plomo. Sonrió y detrás de él se produjo un estallido de chispas.
Pero, en esta ocasión, Acheron no me interesaba.
—¡Aornis! —grité—. ¡Muéstrate, cobarde!
—¡No soy una cobarde! —dijo Aornis, saliendo de detrás de la enorme chimenea.
—¿Qué me estás haciendo? —pregunté furiosa apuntándola con el arma. Ni se inmutó. Es más, parecía más preocupada por evitar que la suciedad del tejado le manchase los zapatos de gamuza.
—Bienvenida. —Rio—. ¡Al museo de tu mente!
El tejado de Thornfield desapareció y fue reemplazado por el interior de la iglesia abandonada donde Spike y yo nos habíamos enfrentado al Ser Malvado Supremo que se había metido en la cabeza de Spike. Había sucedido de verdad unas semanas antes; los recuerdos seguían frescos… todo era estremecedoramente realista.
—Y yo soy la conservadora del museo —dijo Aornis. Nos llevó al comedor de casa cuando yo tenía ocho años y era una niña con coleta de lo más precoz. Mi padre, antes de su erradicación, claro está, trinchaba el asado y me decía que si seguía incordiando me enviaría a mi cuarto.
—¿Te resulta familiar? —preguntó Aornis—. Puedo invocar cualquier escena. ¿Recuerdas esto?
Y estuvimos en la orilla del Támesis durante el intento abortado de mi padre por rescatar al Landen de dos años. Sentía el miedo y la desesperación con tal fuerza en mi pecho que apenas podía respirar. Gemí.
—Puedo repetirla, si quieres. Puedo repetírtela todas las noches para siempre. O puedo borrarla por completo. ¿Qué tal ésta?
Se hizo de noche en la zona de Swindon adonde van las jóvenes parejas en coche para tener un poco de intimidad. Había ido allí con Darren, un enamorado extremadamente improbable. Estaba muy cerca de mí, abrazándome, en el asiento trasero de su Morris 8. Yo tenía diecisiete años y era impulsiva… Darren tenía dieciocho y era repulsivo. Podía oler su aliento cervecero y un olor adolescente tan intenso que podría haber agarrado el aire y retorcido el pestazo con las manos desnudas. Veía a Aornis fuera del coche, sonriéndome, y entre los esforzados jadeos de Darren, grité.
—Pero no es éste el peor lugar al que ir. —Aornis sonrió al otro lado de la ventanilla—. Podemos regresar a Crimea y liberar recuerdos incluso demasiado aterradores para ti. Los recuerdos reprimidos, los que bloqueas para poder vivir día a día.
—No —dije—. ¡Aornis, la carga no…!
Pero allí nos encontrábamos, en el último lugar donde deseaba estar, conduciendo el vehículo hacia toda la artillería rusa, aquella tarde de agosto de 1973. De los ochenta y cuatro vehículos de transporte y tanques ligeros que avanzaron contra los cañones rusos sólo regresaron dos vehículos. De los quinientos treinta y cuatro soldados implicados sólo sobrevivieron cincuenta y uno.
Era justo antes del comienzo de la lluvia de fuego. El oficial al mando, el mayor Phelps, iba en el exterior del vehículo, como le gustaba, dado que era un idiota integral, y a mi izquierda y mi derecha veía los otros vehículos armados levantando grandes penachos del polvo de verano que recubría la tierra cuarteada. Nos podían ver desde kilómetros de distancia. La primera explosión fue tan inesperada que pensé que la munición de un tanque ligero había estallado por accidente; el gemido de un impacto cercano me hizo comprender que no había sido así. Instantáneamente cambié de dirección y fui en zigzag. Miré a Phelps esperando órdenes, pero estaba doblado sobre la portezuela; había perdido el antebrazo y estaba inconsciente. El ataque fue tan intenso que se convirtió en un único gruñido estridente, con ondas de presión golpeando el vehículo con tal intensidad que apenas podía mantener las manos en los controles.
Dos años después leí el informe oficial; nos habían apuntado cuarenta y dos cañones a mil metros de distancia y habían empleado trescientos ochenta y siete proyectiles explosivos… cuatro para cada vehículo. Había sido como pescar en un barril.
El sargento Tozer tomó el mando y me ordenó que fuese hacia un vehículo blindado que había perdido la tracción y estaba volcado. Yo paré tras el transporte destrozado mientras Tozer y el escuadrón saltaban para recoger a los heridos.
—Pero ¿en qué pensabas en realidad? —preguntó Aornis, que estaba junto a mí en el transporte, mirando con desdén el polvo y la grasa.
—En huir —dije—. Estaba aterrorizada. Todos lo estábamos.
—¡Next! —gritó Tozer—. ¡Deja de hablar con Aornis y llévanos al próximo vehículo!
Me aparté cuando se producía otra explosión. Vi una torreta, de la que colgaban un par de piernas, dar vueltas por el aire.
Fui hasta el siguiente vehículo. La metralla nos golpeaba continuamente como granizo sobre un tejado de latón. Los supervivientes disparaban inútilmente con los rifles; la situación no tenía buen aspecto. El vehículo de transporte estaba lleno de heridos y al girar algo lo golpeó de lado. Era un trozo suelto; nos golpeó oblicuamente y rebotó. Al día siguiente vería en el blindaje una marca de un metro de largo. A cien metros estuvimos relativamente seguros, porque el polvo y el humo ocultaban nuestra retirada; pasamos el puesto de mando avanzado, donde todos los oficiales gritaban por los teléfonos de campaña, y después llegamos a la primera zona de hospital. A pesar de saber que se trataba de un sueño, el miedo era tan real como aquel día, y de mi interior comenzaron a surgir lágrimas de frustración. Pensé que Aornis continuaría con el mismo recuerdo para revivir el viaje de regreso al ataque, pero evidentemente su juego cruel obedecía cierta táctica; en un parpadeo regresamos al tejado de Thornfield Hall.
Acheron siguió hablando desde el punto donde se había interrumpido; me miraba con expresión de triunfo.
—Puede que te consuele saber —dijo— que había planeado concederte el honor de convertirte en Felix9. ¿Tu quién eres? —Miraba a Aornis.
—Aornis —dijo ella con timidez.
Acheron mostró una poco habitual sonrisa y bajó el arma.
—¿Aornis? —repitió—. ¿La pequeña Aornis? —Ella asintió y corrió a abrazarle—. ¡Qué me aspen! —La miraba con atención—. ¡Cómo has crecido! La última vez que te vi eras así de alta y apenas habías empezado a torturar animales. Dime: ¿has entrado en el negocio familiar o fracasaste como ese inútil de Styx?
—¡Soy mnemonomorfo! —dijo con orgullo, ansiosa de recibir la aprobación de su hermano.
—¡Por supuesto! —dijo él—. Debería haberlo sabido. Ahora mismo estamos en los recuerdos de Next, ¿no es así?
Ella asintió con entusiasmo.
—¡Ésta es mi chica! Dime, ¿me mató? Después de todo, sólo estoy aquí como un recuerdo en su mente.
—Me temo que sí —dijo Aornis abatida—, te mató bien muerto.
—¿Usando algún ataque a traición? ¿Morí como un Hades?
—Me temo que no… Fue una victoria noble.
—¡Zorra!
—Estoy de acuerdo. Pero yo obtendré la venganza que mereces, querido hermano. De eso puedes estar seguro.
Una reunión familiar de aquel calibre debería haber sido enternecedora, pero la verdad es que no me conmovió. Fuera como fuese, nos mantenía lejos de Crimea.
—Madre está muy disgustada contigo —dijo Aornis, aficionada como todos los Hades a ir directamente al grano.
—¿Por qué?
—¿Por qué crees tú? Asesinaste a Styx.
—Styx era un imbécil y había avergonzado a la familia Hades. Padre en persona se habría encargado de matarlo, de haber seguido con vida.
—Bien, madre está muy disgustada por ese asunto y me parece que deberías disculparte.
—Vale, la próxima vez. Espera un momento, estoy muerto… no puedo disculparme. Discúlpate tú por mí.
—Soy un mnemonomorfo, no lo olvides… y aquí sólo estoy presente como gusano mental; digamos que como una especie de personalidad satélite. La verdad, si supiese dónde está Thursday ya estaría muerta. No, cuando pueda comunicarme con la Aornis de verdad, esto es lo que haremos…
—¡Pssst! —dijo una voz cerca de mi oreja. Era Yaya Next.
—¡Yaya! —dijé—. ¡Me alegro de verte!
—Vámonos mientras Aornis está distraída —dijo.
Me agarró de la mano y me llevó por el tejado hasta una ventana por la que entramos en el edificio. Pero, en lugar de encontrarnos en los restos ardientes de Thornfield Hall, nos encontramos en la línea de banda de un campo de croquet. No de cualquier partido de croquet: era la final de la Liga Mundial. Yo solía jugar al croquet bastante en serio hasta que OpEspec me dejó sin tiempo libre. Los dos equipos vestían los blindajes corporales, se apoyaban en los mazos de sauce y discutían la estrategia durante un tiempo muerto.
—Vale —dijo Aubrey Jambe, que era el capitán—. Biffo va a lanzar la bola roja desde la línea de cuarenta yardas por encima de los arbustos de rododendros, hasta más allá del jardín italiano para dejarla en buena posición cerca del aro cinco. Spike, tú seguirás desde ahí y le darás a su bola amarilla… Stig te defenderá. George, quiero que marques al número cinco. Es un neandertal, así que tendrás que usar todos los trucos. Smudger, tú vas a cometer una falta contra la duquesa… cuando el párroco te enseñe la tarjeta roja, haré que entre Thursday. ¿De acuerdo?
Todos me miraron. Yo también llevaba las protecciones. Era sustituta. Un mazo de croquet me colgaba de la muñeca por medio de una correa y sostenía un casco.
—¿Thursday? —repitió Aubrey—. ¿Estás bien? ¡Pareces en Babia!
—Estoy bien —dije lentamente—. Esperaré tus instrucciones.
—Bien.
Sonó una sirena: había acabado el tiempo muerto. Miré el marcador. Swindon perdía por 12 a 21.
—Yaya —dije, viendo cómo el equipo corría para seguir jugando—, no recuerdo nada de esto.
—¡Claro que no! —dijo Yaya, como si yo fuese tonta—. Este recuerdo es mío. Aornis no nos encontrará aquí.
—Espera un segundo —dije—, ¿cómo puedo estar soñando tus recuerdos?
—Calla, calla —me riñó—. ¡Cuántas preguntas! Todo se aclarará en su momento. Ahora, ¿quieres dormir profundamente sin soñar, para poder descansar?
—¡Oh, por favor!
—Bien, esta noche Aornis no volverá a molestarte… yo te cuidaré.
Se acercó a un jugador de croquet corpulento que sólo tenía una oreja. Después de decirle unas palabras, me señaló. Yo miré el estadio. Era el estadio de croquet de Swindon, pero un poco diferente. Me sorprendí al comprobar que detrás de mí, en el palco de autoridades, se encontraba Yorrick Kaine hablando con uno de sus ayudantes. A su lado estaba el presidente Formby, que me sonrió y me saludó. Me volví, recorriendo con los ojos la multitud y encontrando a la persona que efectivamente quería ver. Era Landen, y en el regazo tenía a un niño pequeño.
—¡Landen! —grité, pero los vítores de la multitud ahogaron mi grito. Pero me vio y sonrió. Agarró la mano del niño y le hizo saludarme. Yaya me tiró de la protección del hombro para que le prestase atención—. Yaya —dije—, es Lan…
Y a continuación el mazo me golpeó en la cabeza. Negrura y olvido. Como era habitual, justo cuando empezaba lo mejor.