19
Sombra, el perro ovejero
Sombra, el perro ovejero, es la historia de un perro increíblemente leal e inteligente ambientada en la campiña inglesa de posguerra. Fue publicada por Collins en 1950. Emborronadora compulsiva desde su adolescencia, Enid Blyton encontró la forma de huir de su desgraciada infancia por medio de los cuentos que inventaba para los niños. Se han publicado ediciones revisadas de sus novelas para adaptarlas a los gustos modernos y su popularidad se ha mantenido más de cinco décadas. Los niños independientes de sus historias viven en un mundo ideal de eternas vacaciones de verano, aventuras, té, cerveza de jengibre y adultos tan poco inteligentes que hay que explicárselo todo… Algo que no anda muy lejos de la verdad.
MILLON DE FLOSS
Enid Blyton
Me leí en el interior del libro, como a mitad de la página 231. Johnny, el hijo del granjero propietario de Sombra y coprotagonista, llevaría dentro de unos días a su fiel amigo al veterinario para que le revisase la vista, así que parecía buena idea realizar un breve reconocimiento de la zona. Si podía persuadir al veterinario, en lugar de darle una orden, para que cambiase a los perros, todo iría mucho mejor. Entré en un pueblo que daba la impresión de ser una especie de idilio rural de los años cuarenta… una combinación de Warwickshire y Dales. Todo hierba verde, ganado de exhibición, muros de piedra cubiertos de liqúenes, mucho sol y gente sonriente de aspecto muy saludable. Los caballos bajaban las cuestas tirando de carros cargados hasta arriba de paja y algún que otro coche pasaba petardeando. En los alféizares se enfriaban los pasteles y los niños jugaban con aros y trenes de lata. La brisa traía el olor de hierba recién cortada, sábanas limpias y cocina. Era un mundo de tomar el té, chucherías sabrosas, sin delincuencia, con veranos eternos y una buena salud general que se salía por las orejas. Sospechaba que vivir allí sería muy agradable… durante una semana.
Una mujer me saludó.
—¡Hermoso día! —dijo amablemente.
—Sí —respondí—. Mi…
—¿Lloverá?
Miré las pequeñas nubes esponjosas que se extendían hasta el horizonte.
—Me parece que no —dije—, pero ¿podría…?
—¡Bien, hasta pronto! —dijo la mujer, y se fue.
Encontré un callejón y até el perro a un desagüe; no resultaba ni útil ni necesario llevar a un perro por todo el pueblo durante horas. Recorrí pausadamente la calle, pasando junto a la carnicería, el salón de té y una tienda de golosinas que sólo vendía bolas de caramelo, osos de jengibre, limonada y regaliz. Unas puertas más adelante di con el quiosco y la oficina de Correos, todo en uno. La fachada de la tiendecita estaba forrada de carteles esmaltados de chocolates Fry, almidón, tónico Wyncarnis, Ovaltine y pastel Lyons. Un cartelito indicaba que se podía usar el teléfono y un expositor de postales compartía la acera con cajas de verdura fresca. También había periódicos, cuyos titulares reflejaban la política de entreguerras del libro. «Gran Bretaña elegida imperio favorito por décimo año consecutivo», decía uno. «Un estudio demuestra que no se puede confiar en los extranjeros», decía otro. Un tercero afirmaba: «“Chachi”, la nueva palabra que recorre la nación.»
Con el cheque al padre de Johnny envié una carta explicando que era para saldar un antiguo préstamo. Casi de inmediato apareció un cartero en bicicleta que recogió la carta… la única carta, por lo que vi… con absoluta reverencia, y se la llevó al interior de la oficina de Correos, desde donde me llegaron exclamaciones de asombro. Di por supuesto que en aquel libro no se enviaban muchas cartas. Me quedé un momento inmóvil frente a la oficina viendo cómo la gente seguía con sus asuntos. Sin previo aviso, un caballo decidió dejar caer un inmenso montón de excrementos en medio de la carretera. Un ciudadano llegó de inmediato con un cubo y una pala y retiró el ofensivo regalo. Visto y no visto. Miré un rato y luego me fui a buscar al subastador local.
—Déjeme ver si lo entiendo —dijo el subastador, un tipo corpulento y carente de sentido del humor con un monóculo encajado en el ojo—, ¿quiere comprar cerdos al triple de su precio? ¿Por qué?
—No los cerdos de cualquiera —respondí cansada, porque llevaba media hora intentando explicárselo—. Los cerdos del padre de Johnny.
—Eso es completamente imposible —murmuró el subastador, poniéndose en pie y caminando hasta la ventana. Debía de hacerlo a menudo, ya que en la alfombra había un caminito gastado que iba desde su silla hasta la ventana. Había otro caminito gastado en el suelo de madera, que iba desde la puerta hasta una mesita… cuyo origen todavía desconocía. Teniendo en cuenta sus limitaciones, suponía que el subastador no era más que un genérico C-9… lo que explicaba mis dificultades para hacerle cambiar—. Aquí hacemos las cosas según unas reglas —añadió el subastador—, y no nos gusta nada cambiar. —Regresó a la mesa, se volvió para mirarme y agitó un dedo—. Y créame, si intenta cualquier acto deshonesto en la subasta, desestimaré su puja. —Nos miramos. No estaba logrando nada—. ¿Té y pastel? —preguntó, volviendo a la ventana.
—Gracias —respondí.
—¡Espléndido! —dijo entusiasmado, frotándose las manos y volviendo a la mesa—. ¡Dicen que no hay nada tan reparador como una taza de té! —Le dio al botón del intercomunicador—. Señorita Pittman, ¿me haría el favor de traer un poco de té?
La puerta se abrió al instante y entró la secretaria con una bandeja con todo lo necesario. Rondaba la treintena y era la típica joven inglesa bonita; llevaba un vestido estampado de flores bajo una rebeca beige.
La señorita Pittman caminó por el suelo de madera pulido, sin pisar la alfombra, desde la puerta hasta la mesita. Saludó y dejó el té junto a una bandeja idéntica depositada en una ocasión anterior. Tiró la vieja bandeja por la ventana y oí el estruendo de la vajilla rota; a mi llegada había visto en el exterior un montón enorme de juegos de té rotos. La secretaria se estrujó las manos.
—¿Le… le sirvo una taza? —preguntó, poniéndose colorada.
—¡Gracias! —exclamó el señor Phillips, caminando emocionado hasta la ventana y volviendo—. Leche y…
—Uno de azúcar. —La secretaria sonrió con timidez—. Sí, sí… lo sé.
—¡Claro que sí! —dijo el hombre, devolviéndole sonrisa.
A continuación se inició la siguiente fase de aquella extraña charada. El subastador y la secretaria se desplazaron hasta el punto donde sus dos senderos gastados estaban más cerca, en el mismísimo límite de lo que su existencia les permitía. La señorita Pittman sostuvo el platillo por el borde, colocó la punta de los pies justo donde empezaba la alfombra pero sin llegar a pisarla, estirándose todo lo posible. El señor Phillips hizo lo propio al otro lado. Las puntas de sus dedos casi rozaban el borde de la taza, pero por mucho que lo intentase no podía agarrarla.
—Permítanme —dije, incapaz de contemplar aquel espectáculo cruel más tiempo. Le pasé la taza a Phillips.
Me pregunté cuántas tazas de té se habrían enfriado en los últimos treinta y cinco años. ¡Qué insuperable era el metro de alfombra que los separaba! Quien allá en el Pozo decidiese los acontecimientos de aquel libro poseía un cruel sentido del humor.
La señorita Pittman saludó cortés y se fue seguida por la mirada del subastador. Éste se sentó a la mesa y devoró la taza con los ojos. Se relamió y se frotó las yemas con expectación, luego tomó un sorbo y saboreó el momento.
—¡Dios bendito! —dijo, presa del delirio—. ¡Es incluso mejor de lo que había imaginado!
Tomó otro sorbo y cerró los ojos trasfigurado.
—¿Dónde estábamos? —preguntó.
Respiré hondo.
—Quiero que compre los cerdos del padre de Johnny aceptando una oferta que supuestamente viene de un comprador desconocido… y tan cerca de la página doscientos treinta y dos como sea posible.
—¡Impensable! —dijo el subastador—. ¡Me está pidiendo que cambie la narración! La orden tendrá que venir de una autoridad más alta.
Le pasé mi identificación de Jurisficción. No era propio de mí hacer uso de mi autoridad, pero empezaba a desesperarme.
—Es un asunto oficial autorizado por el Consejo de Géneros por medio de la Gran Central Textual. —Creía que así lo habría hecho la señorita Havisham.
—Olvida que estamos descatalogados, pendientes de una modernización —respondió de inmediato, devolviéndome la identificación—. Aquí no tiene ningún poder ejecutivo, aprendiza Next. Creo que Jurisficción tendría que considerarlo muy seriamente antes de intentar cambiar un libro sin aprobación interna. Puede decírselo a Bellman de mi parte.
Nos miramos. Habíamos llegado a un impasse. Se me ocurrió una idea y le pregunté:
—¿Cuánto tiempo lleva como subastador en este libro?
—Treinta y seis años.
—Y en ese tiempo, ¿cuántas tazas de té ha tomado? —le pregunté.
—¿Incluida ésta?
Asentí.
—Una.
Me incliné hacia él.
—Puedo arreglarlo para que tome todas las tazas de té que quiera, señor Phillips.
Entornó los ojos.
—Ah, ¿sí? —respondió—. ¿Y cómo va a hacerlo? ¡En cuanto logre lo que quiere, se irá de aquí y nunca podré volver a alcanzar la taza que me ofrezca la señorita Pittman!
Me puse en pie y me acerqué a la mesa sobre la que descansaba la bandeja de té. Se trataba de una mesita de roble, delicadamente labrada. Había un jarrón de flores encima, nada más. Mientras el señor Phillips me miraba, levanté la mesa y la dispuse junto a la ventana. El subastador me miró atónito, se levantó, fue hasta la ventana y, con delicadeza, tocó la mesa y el juego de té.
—Un gesto audaz —dijo, agitando las tenacillas del azúcar hacia mí—, pero no saldrá bien. Ella es D-7… no podrá modificar su conducta.
—Los D-7 nunca tienen nombre, señor Phillips.
—Yo le puse ese nombre —dijo con tranquilidad—. Está malgastando el tiempo.
—Veremos, ¿vale? —respondí. Le pedí por el intercomunicador a la señorita Pittman que trajese más té.
La puerta se abrió como antes y la sorpresa se pintó en la cara de la mujer.
—¡La mesa! —jadeó—. ¡Está…!
—Puede hacerlo, señorita Pittman —le dije—. Simplemente, ponga el té donde siempre.
Avanzó, siguiendo el sendero marcado, llegó hasta donde solía estar la mesa y luego miró hacia su nueva posición, dos zancadas más allá. La alfombra lisa y sin gastar era un territorio alienígena y le daba miedo; bien podría haber sido un abismo sin fondo. Se detuvo en seco.
—¡No comprendo…! —comenzó a decir, desconcertada y con las manos temblando.
—Dígale que deje la bandeja —le dije al subastador, que se estaba poniendo tan nervioso como la señorita Pittman… quizá más—: DÍGASELO.
—Gracias, señorita Pittman —murmuró el señor Phillips, con la voz transida de emoción—, deje la bandeja aquí, ¿de acuerdo?
Ella se mordió el labio y cerró los ojos, alzó el pie y lo mantuvo en el aire, estremeciéndose, sobre el borde de la alfombra. Luego lo hizo avanzar y lo posó. Abrió los ojos, miró a sus pies y nos sonrió.
—¡Muy bien hecho! —dije—. Dos más.
Rebosante de confianza, se encargó de los dos pasos restantes con rapidez y dejó la bandeja sobre la mesa. Ella y el señor Phillips estaban más cerca de lo que habían estado nunca. Ella alargó una mano para tocarle la solapa, pero se contuvo de inmediato.
—¿Le… le sirvo una taza? —preguntó.
—¡Gracias! —exclamó el señor Phillips—. Leche y…
—… uno de azúcar. —Sonrió con timidez—. Sí, sí, lo sé.
Le sirvió el té y le pasó el plato y la taza. El los aceptó agradecido.
—¿Señor Phillips?
—¿Sí?
—¿Tengo nombre de pila?
—Claro que sí —respondió en un susurro emocionado—. He tenido más de treinta años para pensarlo. Te llamas Aurora, como es propio de una mujer tan hermosa como el amanecer.
Ella se cubrió la nariz y la boca para ocultar la sonrisa y enrojeció hasta las cejas. El señor Phillips alzó una mano temblorosa para tocarle la mejilla, pero se detuvo al recordar que yo seguía presente. Hizo un gesto imperceptible en mi dirección y dijo:
—Gracias, señorita Pittman… Quizá más tarde pueda venir para… dictarle.
—¡Estaré encantada, señor Phillips!
Y se volvió, cruzó la alfombra con ligereza hasta la puerta, miró atrás una vez más y salió. Cuando volví a mirar, el señor Phillips se había sentado, agotado por un encuentro tan emotivo.
—¿Tenemos un acuerdo? —le pregunté—. ¿O vuelvo a colocar la mesa donde estaba?
Me miró sorprendido.
—No se atrevería.
—Lo haría.
Durante un momento reflexionó sobre su posición y me ofreció la mano.
—¿Cerdos al triple del precio actual?
—Al principio de la página doscientos treinta y dos.
—Hecho.
Encantada con mis acciones hasta ese momento, recogí el perro y salté a la segunda mitad de la página 232. Para entonces, la venta de los cerdos del padre de Johnny era la comidilla del pueblo e incluso había llegado a los titulares de los periódicos locales: «Pueblo conmocionado por precio sin precedentes del porcino.» Sólo quedaba una cosa por hacer… reemplazar el collie ciego por el vidente.
—Busco al veterinario —le dije a una transeúnte.
—¿En serio? —respondió la mujer muy amigable—. ¡Bien por usted! —Y se fue a toda prisa.
—¿Podría indicarme el camino al veterinario? —le pregunté a la siguiente persona con la que me crucé, un hombre cetrino con un traje de tweed. No se comportó menos literalmente.
—Sí, podría —respondió, intentando seguir caminando. Traté de agarrarle por la manga, pero fallé y momentáneamente le agarré la mano. Él soltó una exclamación. Dos mujeres que habían presenciado el incidente también expresaron su asombro. Empezaron a hablar entre sí animadamente. Saqué la identificación.
—Jurisficción —les dije y, para asegurarme de que lo entendían, añadí—: Estoy en misión oficial.
Pero había pasado algo. Los habitantes del pueblo, que hasta ese momento recorrían las calles como autómatas, eran de pronto individuos animados, que hablaban, susurraban y señalaban. Yo era una extranjera en tierra extraña, y aunque no parecían hostiles, estaba claro que yo era el centro atención.
—Tengo que llegar a la consulta del veterinario —dije en voz alta—. ¿Alguien me puede decir dónde vive?
Dos damas que parloteaban sonrieron de pronto y asintieron.
—Nosotras le indicaremos dónde trabaja.
Dejé al hombre mirándose la mano y mirándome como a un bicho raro.
Seguí a las damas hasta un pequeño edificio alejado de la carretera. Les di las gracias. Una de ellas, me di cuenta, permaneció en la puerta mientras la otra salía disparada con paso decidido. Llamé al timbre.
—¿Piola? —dijo el veterinario, abriendo la puerta con cara de sorpresa; ese día sólo tendría un cliente… Johnny, con Sombra. Se suponía que el veterinario debía decirle al joven que Sombra se quedaría ciego para siempre—. Este perro —agregó como un automáta el veterinario—, jamás volverá a ver. Lo siento, pero así son las cosas.
—Jurisficción —le dije, mostrándole la identificación—. Ha habido un cambio de planes.
—Si está cambiando personajes caricaturescos de color por monos, se ha equivocado de libro —respondió.
—No estamos en Noddy.
—Entonces, ¿de qué tipo de cambio se trata? —dijo con amabilidad mientras yo entraba a la fuerza y él cerraba la puerta—. ¿Está aquí para modificar las poco adecuadas referencias a estereotipos gitanos del capítulo XIII al XV?
—Ya nos ocuparemos de eso, no se preocupe.
No iba a arriesgarme a pasar por la misma tontería que con el señor Phillips, así que miré furtivamente a mi alrededor y dije en un susurro de conspiradora:
—No debería contárselo, pero… ¡Unos hombres malvados planean robar a Sombra y venderlo para realizar experimentos médicos!
—¡No! —exclamó el veterinario, con los ojos como platos.
—Así es —respondí, y añadí en voz baja—: Y lo que es más, sospechamos que podrían no ser británicos.
—¿Quiere decir que son… foráneos? —preguntó el veterinario, visiblemente conmocionado.
—Probablemente franceses. Bien, ¿está de mi parte?
—¡Al ciento por ciento! —jadeó—. ¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a cambiar los perros. Cuando Johnny llegue, dígale que salga un rato para que podamos intercambiar los perros. Cuando regrese, retire el vendaje, el perro podrá ver… y usted dirá esto.
La pasé un trozo de papel. Lo miró pensativo.
—¿Así que Sombra se queda aquí y al Sombra cambiado lo secuestran los forasteros para usarlo en experimentos médicos?
—Algo así. Pero no diga nada a nadie, ¿comprende?
—¡Palabra de honor! —respondió el veterinario.
Así que le di el collie y, como debía ser, cuando Johnny trajo al Sombra ciego, el veterinario le dijo que fuese a beber agua, intercambiamos los perros y, cuando Johnny volvió, maravilla de las maravillas, el perro podía ver. El veterinario fingió sorpresa absoluta y Johnny, claro está, quedó encantado. Se fueron poco después.
Yo salí del despacho donde me había ocultado.
—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó el veterinario, lavándose las manos.
—Perfecto. Merece una medalla.
Todo parecía haber salido maravillosamente bien. No podía creer en mi suerte. Pero más aún, tenía la sensación de que Havisham podría llegar a sentirse orgullosa de su aprendiza… Al menos la compensaría por haber tenido que rescatarme de los gramásitos. Encantada, abrí la puerta de la calle y me sorprendió encontrarme a los ciudadanos a mi alrededor, y todos me miraban. Mi sensación de euforia por la misión cumplida se evaporó a medida que crecía mi inquietud.
—¡Es la hora! ¡Es la hora! —anunció una de las damas que había visto antes.
—¿La hora de qué?
—¡La hora de la boda!
—¿De quién? —pregunté. Era una pregunta no del todo fuera de lugar.
—¡La tuya, claro está! —respondió encantada—. Tocaste la mano del señor Townsperson. Estás comprometida. ¡Es la ley!
La multitud avanzó hacia mí y yo moví la mano en busca no del arma sino de la guía de viaje para escapar rápidamente. No escogí bien. En unos momentos me habían reducido. Me quitaron la guía y la pistola, luego me retuvieron y me obligaron a ir a una casa cercana donde me obligaron a ponerme un traje de novia que ya se había usado muchas veces antes y que era varias tallas demasiado grande.
—¡No os saldréis con la vuestra! —les dije cuando me cepillaban y arreglaban el pelo a toda prisa mientras dos hombres me sostenían la cabeza—. Jurisficción sabe dónde estoy. ¡Vendrán a buscarme, lo juro!
—Te acostumbrarás a la vida de casada —me aseguró una de las mujeres, con la boca llena de alfileres—. Al principio todas se quejan… pero por la tarde ya son tan dóciles como un corderito. ¿No es así, señor Rustic?
—Así es, señora Passer-by —dijo uno de los hombres que me sujetaba los brazos—, como un corderito, dóciles.
—¿Eso significa que ha habido otras?
—Nada es comparable a una buena boda —dijo uno de los hombres—, nada excepto…
En este punto el señor Rustic le dio un codazo para que se callase.
—¿Nada excepto qué? —pregunté, volviendo a resistirme.
—¡Oh, calla! —dijo la señora Passer-by—. ¡Me has hecho fallar una puntada! ¿De verdad quieres parecer un desastre con tu traje de novia?
—Sí.
Diez minutos más tarde, magullada y con las manos atadas a la espalda y una guirnalda de flores en el pelo mal sujeto, me escoltaron hasta la pequeña iglesia del pueblo. Conseguí agarrarme a la puerta, pero me soltaron. Un momento más tarde me encontraba de pie frente al altar, junto al señor Townsperson, que iba muy elegante con chaqué. Él me sonrió alegre y yo le miré furiosa.
—Nos hemos reunido hoy aquí ante los ojos de Dios para unir a este hombre y a esta mujer…
Me resistí, pero no sirvió de nada.
—¡Esta ceremonia es ilegal! —grité, intentando ahogar la voz del pastor. Le hizo un gesto al sacristán, quien me colocó una masa pegajosa sobre la boca. Volví a resistirme, pero, con cuatro granjeros fornidos reteniéndome, resultaba inútil. Contemplé con extraña fascinación el desarrollo de la boda. Los habitantes estaban henchidos de felicidad en la pequeña iglesia. Cuando llegó la hora de los votos, me obligaron a asentir y me pusieron un anillo en el dedo.
—¡Yo os declaro marido y mujer! Puedes besar a la novia.
El señor Townsperson se acercó. Intenté retroceder, pero me retuvieron con fuerza. El señor Townsperson besó con delicadeza la masa pegajosa que me tapaba la boca. Cuando lo hizo, un murmullo de emoción recorrió la congregación.
Hubo aplausos y me arrastraron hasta la puerta principal, donde me cubrieron de confeti y me obligaron a posar para una foto de bodas. Para hacerme la foto me quitaron la masa pegajosa, así que tuve tiempo de protestar.
—¡La ley no reconoce las bodas forzadas! —aullé—. ¡Déjenme ir ahora mismo y no los denunciaré!
—No se preocupe, señora Townsperson —dijo la señora Passer-by, hablándome—, dentro de diez minutos nada importará. Verá, rara vez tenemos la oportunidad de asistir a una boda, porque aquí no se casa nunca nadie… el Pozo nunca nos ofreció esos lujos.
—¿Qué hay de las otras bodas que ha mencionado? —pregunté, empezando a temerme lo peor—. ¿Dónde están las otras novias obligadas a casarse?
Todos adoptaron una expresión solemne, unieron las manos y miraron al suelo.
—¿Qué está pasando? —pregunté—. ¿Qué va a pasar dentro de diez minutos…?
Me volví justo cuando los cuatro hombres me soltaban y volví a ver al pastor. Pero en esta ocasión no parecía feliz. Estaba muy serio, y así debía ser. Delante tenía una tumba recién cavada. La mía.
—¡Oh, Dios mío! —murmuré.
—Queridos amigos, estamos aquí reunidos… —se puso a decir el pastor mientras la misma gente volvía a sonarse con los pañuelos. Pero en esta ocasión las lágrimas no eran de alegría… eran de pena.
Me maldije por ser tan descuidada. El señor Townsperson tenía mi automática y soltó el seguro. Miré desesperadamente a mi alrededor. Incluso de haber podido enviar un mensaje a Havisham, dudaba de que pudiese llegar a tiempo.
—Señor Townsperson —dije con voz tranquila, mirándole a los ojos—, ¡mi propio esposo! ¿Mataría a su mujer?
El se estremeció ligeramente y miró a la señora Passer-by.
—Eso… eso me temo, querida —vaciló.
—¿Por qué? —pregunté, para ganar tiempo.
—Necesitamos… necesitamos el…
—¡Por amor a Panjandrum, acaba de una vez! —soltó la señora Passer-by, quien era por lo visto la principal instigadora de todo aquello—, ¡necesito mi dosis de emociones!
—¡Esperen! —dije—. ¿Buscan emociones?
—Nos llaman Yonkis de Sentimientos —dijo nervioso el señor Townsperson—. No es culpa nuestra. Somos genéricos, entre C-7 y D-3; no tenemos muchas emociones propias, pero somos lo suficientemente inteligentes para saber que nos faltan.
—¡Si tú no la matas, lo haré yo! —dijo el señor Rustic, tocando a mi «marido» en el hombro. Éste se apartó.
—Ella tiene razón —comentó—. Después de todo, es mi esposa.
Miró nerviosamente a izquierda y derecha.
—Sigue.
—Empezamos con comentarios ingeniosos que nos daban una pequeña satisfacción. Nos sirvieron durante unos meses, pero pronto quisimos más: risa, alegría, felicidad de cualquier forma que pudiésemos lograr. Fiestas de jardín tres veces al mes, festivales de la cosecha semanales y tómbolas cuatro veces al día no eran suficientes; queríamos… material duro.
—Pena —dijo la señora Passer-by—, pena, tristeza, lamento, pérdida… lo deseábamos, pero lo queríamos intenso. ¿Ha leído Al servicio secreto de Su Majestad? —Asentí—. Lo queríamos. ¡Nuestros corazones se aceleraban por la felicidad de la boda para enloquecer luego debido a la muerte súbita de la novia!
Miré a los genéricos algo trastornados. Incapaces de generar emociones sintéticamente dentro de los confines de un feliz idilio rural, se habían lanzado a una furia sistemática de bodas forzadas y funerales para obtener el cuelgue que deseaban. Miré las tumbas del camposanto y me pregunté cuántas habrían sufrido la misma suerte.
—Evidentemente, tu muerte nos dejará hundidos —susurró la señora Passer-by—, pero la superaremos… ¡cuánto más tardemos, mejor!
—¡Esperen! —dije—. ¡Tengo una idea!
—No queremos ideas, mi amor —dijo el señor Townsperson, apuntándome otra vez con el arma—, queremos emociones.
—¿Cuánto va a durar esta dosis? —le pregunté—. ¿Un día? ¿Cuánta tristeza se puede sentir por alguien a quien apenas se conoce?
Se miraron. Yo tenía razón. Con suerte, la dosis que obtendrían por matarme y enterrarme apenas duraría hasta la hora del té.
—¿Tienes una idea mejor?
—Puedo darles más emociones de las que puedan soportar —les dije—. Sentimientos tan intensos que no sabrán qué hacer.
—¡Miente! —gritó desapasionadamente la señora Passer-by—. Matémosla ahora… ¡ya no puedo esperar más! ¡Necesito tristeza! ¡Dádmela!
—Pertenezco a Jurisficción —les dije—. ¡Puedo hacer que sobre este libro desciendan más peligro y más conflictos de los que podrían acumular un millar de Blytons en toda una vida!
—¿Podrías? —repitieron emocionados los ciudadanos, saboreando la expectación que estaba generando con mis palabras.
—Sí… y lo demostraré. ¿Señora Passer-by?
—¿Sí?
—Antes el señor Townsperson me ha contado que le parecía que tenía usted un culo enorme.
—¿Ha dicho qué? —respondió furiosa, con el rostro arrebolado de placer, saboreando el rechazo que había generado.
—¡No he dicho nada de eso! —intervino el señor Townsperson, al sentirse evidentemente alcanzado por un poco de indignación.
—¡Nosotros también! —gritaron los ciudadanos emocionados, deseosos de descubrir qué más guardaba en mi caja de trucos.
—¡No hasta que me desatéis!
Lo hicieron a toda prisa; la pena y la felicidad los habían sostenido durante mucho tiempo, pero se habían acabado aburriendo… Yo había aparecido como un camello, ofreciéndoles experiencias nuevas y diferentes.
Pedí el arma y me la entregaron. Me miraban expectantes, como un dodo esperando la golosina.
—Para empezar —dije, frotándome las muñecas y arrojando a un lado el anillo de bodas—, ¡no recuerdo quién me dejó embarazada!
Se hizo el silencio.
—¡Escandaloso! —dijo el pastor—. Indignante, moralmente repugnante…
—Pero mejor aún —añadí—, si me hubieseis matado, también habríais matado a mi hijo nonato… ¡Una culpa así os habría durado meses!
—¡Sí! —gritó el señor Rustic—. ¡Matémosla ahora!
Les apunté con el arma y se detuvieron de inmediato.
—Siempre lamentarán no haberme matado —murmuré.
Se quedaron en silencio y lo pensaron bien, con la sensación de pérdida recorriendo sus venas.
—¡Es una sensación maravillosa! —dijo uno de los granjeros, sentándose para concentrarse mejor en el extraño batiburrillo de emociones que despertaba en él la oportunidad perdida de cometer un asesinato doble. Pero yo todavía no había terminado.
—Los voy a denunciar ante el Consejo de Géneros —les dije—, y contaré que intentaron matarme… ¡Podría ser que cerrasen el libro y lo redujesen a texto!
Ya eran míos. Todos habían cerrado los ojos y se balanceaban, gimiendo quedamente.
—O quizás —añadí, empezando a retroceder—, no lo haga.
En la puerta me quité el vestido de novia y miré atrás. Los ciudadanos estaban en el suelo, con los ojos cerrados, repasando sus sentimientos, afectados por un cóctel de emociones. Tardarían días en recuperarse.
De camino al veterinario, donde me esperaba el Sombra ciego, recogí la chaqueta y la guía de viaje. Había completado la misión, a pesar de que había estado a punto de acabar en desastre. Podía hacerlo mejor, y lo haría, con el tiempo. Cerca oí una voz baja similar a un gruñido.
—¿Qué me sucederá a mí? ¿Seré reducido a texto?
Era Sombra.
—Oficialmente, sí.
—Comprendo —respondió el perro—, y extraoficialmente…
Pensé un momento.
—¿Te gustan los conejos?
—Mucho.
Saqué la guía de viaje.
—Perfecto. Dame la patita. Nos vamos al paraíso de los conejos.