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Manzanas a la benedictina, un
erizo
y el comandante Bradshaw
DISPOSITIVO DE GRABACIÓN DE IMAGINOTRANSFERENCIA. Máquina empleada en el Pozo para escribir los libros, el DGIT parece un enorme cuerno (normalmente metálico, de medio metro de diámetro aproximadamente) unido a una mesa de mezclas de caoba pulida que se parece un poco a un órgano de iglesia pero con muchas más palancas y registros. Mientras la historia se representa delante del cuerno de recogida, las acciones, diálogos, humor, patetismo, etc., se recogen, se mezclan y se transmiten como datos brutos a la Gran Central Textual, donde los palabreros convierten el material en código narrativo legible. Una vez terminado, se transmite directamente a la pluma o máquina de escribir del autor y, de ahí, por medio de una conexión notaalpiéfono, vuelve al Pozo en forma de texto llano. La página se lee y, si todo está bien, se añade al manuscrito y los personajes avanzan. Lo mejor del sistema es que los autores no sospechan nada… creen que son ellos los que realizan todo el trabajo.
COMANDANTE TRAFFORD BRADSHAW, CBE
Guía Bradshaw al Mundo Libro
—¡Ya estoy en casa! —grité mientras cruzaba la puerta. Pickwick me dijo «ploc» con alegría, comprendió que no traía golosinas y se fue a toda prisa para regresar con un trozo de papel que había encontrado en la papelera y que me ofreció como regalo. Le di las gracias efusivamente y volvió con el huevo.
—Hola —dijo ibb, que había estado experimentando, en plan Beeton, en la cocina—, ¿qué hay en la bolsa?
—No quieras saberlo.
—Humm —respondió ibb pensativo—. Ya que no lo habría preguntado de no haber querido saberlo, tu respuesta debe de ser otra forma de decir: «No voy a decírtelo, calla.» ¿Es así?
—Más o menos —respondí, dejando la bolsa en el armario de las escobas—. ¿Está Yaya por aquí?
—No creo.
obb entró un poco más tarde, leyendo un libro de texto titulado Personalidades para principiantes.
—Hola, Thursday —dijo—, un erizo y una tortuga pasaron a visitarte por la tarde.
—¿Qué querían?
—No lo han dicho.
—¿Y Yaya?
—En el Exterior. Dijo que no la esperases despierta. Pareces muy cansada; ¿estás bien?
Era cierto, estaba cansada, pero no segura de por qué. ¿Por estrés? No todos los días me tengo que enfrentar a enjambres de gramásitos y lidiar con la forma de conducir de Havisham, aparte de con yahoos, thraals, los amigos de Big Martin y recursos narrativos de cabezas en bolsas. Quizá fuese simplemente que el bebé me trastornaba las hormonas.
—¿Qué hay de cena? —pregunté, dejándome caer en la silla y cerrando los ojos.
—He estado experimentando con unas recetas alternativas —contestó ibb—, así que tomaremos manzanas a la benedictina.
—¿Manzanas a la benedictina?
—Sí; como los huevos a la benedictina, pero con…
—Me hago una idea. ¿Algo más?
—Claro. Podrías probar los nabos a la naranja o las natilias de macarrones; de postre, he preparado bizcocho de anchoas y arenques. ¿Qué vas a tomar?
—Frijoles y tostadas.
Suspiré. Era como volver a vivir con mamá.
Esa noche no soñé. Landen estuvo ausente, pero, claro, también lo estuvo… lo estuvo… como se llame esa mujer. Dormí como un tronco y no oí el despertador. Me desperté sintiéndome fatal y me limité a quedarme tendida de espaldas, respirando hondo e intentando apartar las nubes de náuseas. Llamaron a la puerta.
—¡ibb! —grité—. ¿Puedes abrir?
Me palpitaba la cabeza, pero no respondieron. Miré la hora; eran casi las nueve y los dos estarían en San Tabularrasa practicando incisos enigmáticos o algo. Me obligué a incorporarme, me levanté de la cama, me puse la bata y bajé. Ya no había nadie cuando abrí la puerta. La estaba cerrando cuando una vocecilla dijo:
—Estamos aquí abajo.
Eran un erizo y una tortuga. Pero el erizo no era como la señora Bigarilla, que era tan alta como yo; el erizo y la tortuga tenían justo el tamaño que debían tener.
—¿Thursday Next? —preguntó el erizo.
—Sí —respondí—, ¿creéis que puedo hacer algo por vosotros?
—Puede dejar de meter la nariz donde nadie la llama —dijo altivo el erizo—, eso es lo que puede hacer.
—No lo comprendo.
—¿El jaguar? —dijo la tortuga—. No se enrolla pero nada. ¿Te suena, listilla?
—¡Oh! —dije—. Debéis de ser Lenta y pesada y Espalda espinosa.
—Los mismos. Y ese pequeño recordatorio que amablemente ofreció a jaguar nos va a causar algunos problemas… el felino atontado no va a olvidarlo jamás de los jamases.
Suspiré. Vivir en el MundoLibro era bastante más complicado de lo que había imaginado.
—Bien, ¿por qué no aprendes a nadar o algo así?
—¿Quién, yo? —dijo Espalda espinosa—. No seas tonta; ¿quién ha oído hablar de un erizo que nade?
—Y tú podrías aprender a doblarte —añadí, dirigiéndome a Lenta y pesada.
—¿Doblarme? —respondió la tortuga indignada—. No creo, muchas gracias.
—Probad —insistí—. Suéltate un poco la concha e intenta tocarte los dedos de los pies.
Una pausa. El erizo y la tortuga se miraron y rieron.
—¡Vaya si íbamos a sorprender al jaguar! —Rieron, me dieron las gracias y se fueron.
Cerré la puerta, me senté y miré la nevera, me encogí de hombros y me comí una buena porción de manzanas a la benedictina antes de darme una buena ducha larga y relajante.
En los pasillos del Pozo había tanta actividad como el día anterior. Los comercios estaban repletos de compradores, se llegaba a acuerdos, se aceptaban pedidos, se encontraban gangas. De vez en cuando veía a un personaje aparecer o desaparecer, a medida que sus actividades le llevaban de un libro a otro. Miré los escaparates intentando adivinar cómo hacían lo que hacían. Había congruentistas, gramaticistas, temporizadores, fijadores de emociones, paginadores… lo que te hiciese falta.[10]
Era el notaalpiéfono basura una vez más. Intenté desactivarlo, pero sólo logré bajar el volumen. Mientras caminaba di con una figura conocida entre los comerciantes y especuladores narrativos. Vestía su traje habitual de cazador/explorador: chaqueta de safari y salacot con un revólver en la funda de piel. Era el comandantes Bradshaw, protagonista de treinta y cuatro emocionantes historias de aventuras para niños disponibles en tapa dura a 7,6 cada una. Descatalogadas desde los años treinta. Bradshaw pasaba su retiro siendo una especie de éminence grise de Jurisficción. Lo había visto todo y lo había hecho todo… o al menos eso afirmaba él.
—¡Cien! —le oí exclamar con amargura al acercarme—. ¿Esa es tu mejor oferta?
El comerciante de secuencias de acción con el que hablaba se encogió de hombros.
—Hoy en día no hay mucha demanda de ataques de leones.
—¡Pero es aterrador, totalmente aterrador! —exclamó Bradshaw—. De los de sentir el aliento cálido de la bestia en el cogote. Mejoraría cualquier novela para jovencitas, apostaría yo… Sería diferente a los vestidos y las fiestas de siempre, ¿qué me dices?
—Ciento veinte. Lo toma o lo deja.
—¡Chupasangre! —murmuró Bradshaw, aceptando el dinero y entregándole una bolita de vidrio que contenía el ataque del león, esperaba yo que bien atrapado en su interior. Se apartó del comerciante y me vio mirándole. Rápidamente escondió el dinero y se levantó cortés el salacot.
—¡Buenos días!
—Buenos días —respondí.
—La aprendiza de Havisham, ¿no? ¿Cómo te llamabas?
—Thursday Next.
—Eso es —exclamó—. Por mi vida.
Era, aprecié, treinta centímetros más alto que la última vez que nos habíamos visto. Casi me llegaba al hombro.
—Es usted… —se me escapó sin querer.
—¿… más alto? —terminó por mí—. Totalmente correcto, niña. Me gustan las mujeres que no se sienten constreñidas por los convencionalismos y la buena educación. Melanie, mi esposa, ya sabes, también es bastante ruda. «Trafford (me dice… así me llamo, Trafford), eres un montón de mierda de elefante sin valor.» Bien, hizo este comentario sin que viniera a cuento… yo acababa de volver a casa después de una aventura angustiosa en África Central. Me capturaron y casi me asaron para cenar. Dos exploradores suecos habían robado la esmeralda sagrada de Umpopo y…
—Comandante Bradshaw —le interrumpí, intentando desesperadamente evitar que contase una de sus descabelladas aventuras—, ¿esta mañana ha visto a la señorita Havisham?
—Haces bien en interrumpirme —dijo con alegría—. Me gustan las mujeres que saben decirle sutilmente a un viejo que cierre el pico. La señora Bradshaw y tú tenéis mucho en común. Debéis conoceros.
Caminamos por los bulliciosos pasillos.[11]
Me toqué el oído.
—¿Problemas? —preguntó Bradshaw.
—Sí —respondí—. En la cabeza tengo a dos rusas cotilleando.
—¿Líneas cruzadas? Invento infernal. Si persiste habla con Plum, de JurisTec. Dime —siguió, bajando la voz y mirando furtivamente a su alrededor—, no le contarás a nadie lo de esa venta del ataque del león, ¿verdad? Si se sabe que el viejo Bradshaw está vendiendo sus secuencias de acción, no dejarán de meterse conmigo.
—No diré nada —le aseguré mientras evitábamos a un comerciante que intentaba vendernos un exceso de clones B-3 de Darcy—, pero ¿es habitual que la gente venda partes de sus propios libros?
—Oh, sí —respondió Bradshaw—. Pero sólo si están descatalogados y pueden pasar sin el recurso narrativo. El problema es —añadió— que estoy un poco corto de fondos. Falta poco para los Premios MundoLibro y la señora Bradshaw es un poco tímida en público. He pensado que un vestido nuevo le iría de perlas… y aquí abajo la ropa cuesta lo suyo.
—Igual en el Exterior.
—¿Sí? —Soltó una carcajada—. El Pozo siempre me recuerda el mercado de Nairobi. ¿Y a ti?
—Parece que se impone la burocracia —comenté—. Yo hubiese dicho que una fábrica de ficción sería, por definición, mucho más informal y relajada.
—Si crees que aquí hay rigidez, deberías visitar ensayo. Allí las reglas para poner un punto y coma ocupan varios volúmenes. Todo lo inventado por el hombre implica burocracia, corrupción y errores en su misma médula, niña. Me sorprende que no te hayas dado cuenta todavía. ¿Qué opinas del Pozo?
—Sigo siendo un poco novata —confesé.
—¿En serio? —respondió él—. Deja que te ayude.
Se detuvo a mirar un momento y me señaló a un hombre de unos veinte años que se nos acercaba. Vestía un abrigo largo de montar y cargaba con una maleta de piel gastada marcada con los nombres de libros y obras que había visitado durante el ejercicio de su profesión.
—¿Le ves?
—¿Sí?
—Es un artesano… un congruentista.
—¿Qué hace?
—Corrige incongruencias de la trama o la exposición… Si un autor dice algo como «los narcisos florecen en verano» o «repasaron el informe balístico de la escopeta», entonces un artesano como él lo arregla. Cerrar argujeros es una de las fases finales de la creación. Inmediatamente después los gramaticistas, ecolocalizadores y ortógrafos lo dejan todo perfecto.
Para entonces el joven ya se nos había acercado.
—Hola, señor Starboard —dijo Bradshaw al congruentista, quien le dedicó una cálida sonrisa de reconocimiento.
—¡Comandante Bradshaw! —murmuró, vacilando un poco—. Qué honor tan inmenso es volver a verle, señor. ¿La señora Bradshaw está bien?
—Muy bien, gracias. Ésta es la señorita Next… acaba de incorporarse al departamento. Le estoy enseñando los entresijos.
El congruentista me dio la mano y emitió sonidos de bienvenida.
—El otro día cerré un argujero en Grandes esperanzas —le dije—. ¿Ése era uno de sus libros?
—¡Por Dios, no! —exclamó el joven—. El arte de mantener la congruencia narrativa ha avanzado mucho desde Dickens. No encontrará ningún congruentista digno de ese nombre que intente colar el manido «se abre la puerta y aparecen el amigo, la tía, el padre, el socio, etcétera» dispuesto a explicar dónde ha estado después de haber desaparecido misteriosamente de la narración doscientas páginas antes. Hoy en día la metodología preferida es volver atrás y remendar el argujero o, simplemente, camuflarlo.
—Comprendo.
—Es más —siguió diciendo el joven, volviéndose más locuaz al percibir mi interés—, estoy trabajando en un sistema para ocultar los argujeros destacándoselos al lector, que se limita a decir: «¡Ah! Estoy en un argujero narrativo, ¡será mejor que lo ignore!» Pero es un sistema un poco avanzado. Creo —añadió desenfadadamente— que en todo el Pozo no encontrará ningún congruentista más experimentado. Llevo ya más de cuarenta años en el oficio.
—¿Cuándo empezó? —comenté, mirando con curiosidad al joven—. ¿De bebé?
El joven envejeció, encaneció y se arrugó ante mis ojos hasta aparentar sesenta años y luego, estirando los brazos y haciendo una fioritura, anunció:
—Voilá!
—A nadie le caen bien los fanfarrones, Llyster —dijo Bradshaw, mirando la hora—. No quiero meterte prisa, Thursday, niña, pero deberíamos ir a Norland Park para pasar lista.
Galante, me ofreció el codo y yo pasé el brazo.
—Gracias, comandante.
—¡Aquí para lo que haga falta! —rio Bradshaw y nos leyó en el interior de Sentido y sensibilidad.