Capítulo 8

Me desperezo y de inmediato soy consciente de que Jesse no está en la cama. Me incorporo a medias sobre los codos y lo veo sentado en el diván, con la cabeza gacha.

«¡Oh, no!»

Vuelvo a tumbarme sin hacer ruido y cierro los ojos. Con un poco de suerte, puede que no se haya dado cuenta de que me he despertado. Tras unos instantes en silencio, noto que la cama se hunde pero sigo sin abrir los párpados, rogándole en silencio que me deje en paz.

Finjo estar dormida durante una eternidad y él no hace nada por despertarme, así que abro los ojos con cuidado y veo dos estanques verdes fijos en mí. Gruño, y una pequeña sonrisa baila en las comisuras de sus labios. Me pongo boca abajo y me tapo la cabeza con una almohada. Él se ríe a mandíbula batiente, me quita la almohada y me pone boca arriba.

—Buenos días —canturrea, y hago una mueca de asco ante su alegría y su felicidad de antes del amanecer.

—Por favor, no me obligues a ir —suplico con mi expresión más solemne.

—Arriba —dice, y tira de mi mano con la suya sana hasta que consigue que me siente.

Protesto, gimoteo y lloriqueo todo lo que puedo contra su idea de cómo empezar el día, y luego casi me echo a llorar cuando me da mi ropa de correr, esa que me compró tan generosamente, lavada y planchada.

—Quiero sexo soñoliento —protesto—. Por favor.

Me saca de la cama, coge mis bragas de encaje y me da golpecitos en los tobillos para que los levante.

—Te vendrá bien —afirma, convencido.

Le vendrá bien a él. Corre distancias de locos todos los días. Yo soy más de correr un par de kilómetros cuando siento que necesito perder un par de kilos.

—¿Qué estás insinuando? —Lo miro mal.

Él sigue en cuclillas delante de mí. Pone los ojos en blanco y me hace un gesto para que levante el pie y pueda ponerme mis bragas de Little Miss.

—Cállate, Ava. En realidad, ahora mismo estás demasiado delgada —me regaña.

La verdad es que lo estoy.

Le dejo que me ponga los pantalones cortos, la camiseta y las deportivas.

—Es una tortura —refunfuño.

—Ve a lavarte los dientes. —Me da una palmada en el trasero y voy al cuarto de baño, arrastrando los pies y echando la cabeza atrás para dejar bien claro que lo estoy haciendo de muy mala gana.

Me cepillo los dientes, saco una goma del pelo del bolso y bajo la escalera. Está en la puerta, esperándome.

—Soy un lastre —gimoteo mientras me hago una coleta. Él iría mucho más de prisa sin mí y yo podría dormir hora y media más—. Nunca conseguiré hacer veintidós kilómetros.

Me coge de la mano, me saca del ático y me lleva al ascensor.

—Para mí no eres un lastre. Me gusta tenerte a mi lado. —Introduce el código y descendemos al vestíbulo. A mí también me gusta estar con él, pero no a las cinco de la mañana y correteando por medio Londres.

—Tienes que cambiar el código. —Se lo vuelvo a recordar.

Me mira, con los ojos brillantes. Le falta menear la cola como un perrito. Me dan ganas de pegarle por estar tan despierto y tan alerta.

—Gruñona —me espeta, y en ese preciso instante decido que no voy a volver a recordárselo.

Salimos al sol del amanecer. Los pajaritos cantan y los camiones de reparto zumban. Son los mismos sonidos que la última vez que me preparó una sesión de tortura antes de que las calles estuvieran despiertas.

Empiezo a estirar sin que Jesse me diga nada. Me mira, sonríe y procede a hacer lo propio. Quiero ser una cascarrabias pero está demasiado bueno con sus pantalones cortos negros y la camiseta de tirantes blanca y ajustada. La sombra de su barba sin afeitar tiene el largo perfecto.

—¿Listo? —Avanzo hacia la salida para peatones. Introduzco el código y empiezo a correr en dirección al Támesis. Ya me encuentro mejor.

—Piensa —me dice poniéndose a mi altura y corriendo al mismo paso que yo— que podríamos hacer esto todas las mañanas.

Me atraganto al tomar aire. ¿Veintidós kilómetros todas las mañanas? Ya puede olvidarse. Está como una regadera.

Corremos a un ritmo constante y vuelvo a tomar nota de las ventajas de salir a correr a estas horas. Todo está muy tranquilo y te despeja la mente. Miro a mi apuesto hombre de vez en cuando con la esperanza de que muestre algún signo de fatiga. No obstante, me llevo una decepción tras otra. Es una máquina. Tomo nota mental de tener mi iPod a mano para la próxima vez que me saque de la cama con el lucero del alba.

Llegamos a St. James’s Park y avistamos a los corredores matutinos; son todo mujeres que empiezan a darse tironcitos de la camiseta y a enderezar la espalda. Ya. ¿Cuántas de ellas saldrán a correr a esta hora por costumbre?

Jesse saluda a muchas y ellas le sonríen y le dedican una caída de ojos con pestañas postizas. Quiero vomitar o matarlas a patadas. ¿De verdad es necesario salir a correr con auriculares pijos y riñoneras cargadas de barritas energéticas?

Todas me clavan la mirada y sé que él me mira para comprobar que estoy bien. Por ahora voy aguantando, pero como le dé por correr más rápido no respondo.

Recorremos Green Park y nos dirigimos a Piccadilly. Pasamos por el lugar donde caí redonda la última vez. Miro el sitio en el que me sentaba todas las mañanas, arrancando briznas de hierba y secándome el rocío de los pantalones. Puedo verme como era, una mujer a medias, pálida y sin nadie que se preocupara por ella.

—Eh.

Salgo de mi ensimismamiento y miro a Jesse, que parece preocupado. Seguro que puede leerme el pensamiento.

—Estoy bien —digo sacudiendo la cabeza y dedicándole una sonrisa tranquilizadora.

Me olvido de mis pensamientos tristes y me doy un aplauso mental. Voy a conseguirlo. Jesse me da un codazo cariñoso y veo que me observa con admiración. Él ni siquiera ha sudado. Hago mis cálculos mentales: habremos corrido dos tercios del total. La idea de tener que correr otros seis o siete kilómetros… Me entra la famosa pájara, otra vez. Mis pulmones se quedan sin aire y mi cuerpo entra en combustión con ellos.

No va a poder conmigo.

Lucho durante unos cientos de metros y, cuando accedemos al parque por la siguiente entrada, me desplomo sobre la hierba húmeda… otra vez. Consigo meter un poco de valioso aire en mis pulmones ardiendo y jadeo como un perro en celo. Seguro que parece que tengo un ataque de asma.

A través de mi visión borrosa veo a Jesse acercarse y quedarse de pie a mi lado. Me protejo los ojos del sol de la mañana y lo enfoco.

—Lo he hecho mejor que la última vez —resoplo, jadeante.

Sonríe.

—Mucho mejor, nena.

Se pone de rodillas y me levanta una pierna. Me da un masaje circular en el gemelo que me hace rugir. Él se echa a reír.

—Estoy muy orgulloso de ti. Dentro de unos días lo harás como si nada.

«¿Qué?» Los ojos casi se me salen de las órbitas pese a que los tengo cerrados. Si albergara suficiente aire en el cuerpo, tosería en desacuerdo. ¿Es que este hombre no sabe lo que es ir poco a poco?

Me tumbo en la hierba mientras él hace magia en mis doloridos músculos. Podría quedarme aquí tumbada todo el día, pero no tarda en hacer que me siente y me pone un billete de veinte delante de las narices.

—He venido preparado. ¿Café?

Señala con la cabeza un Starbucks que hay en la acera de enfrente.

Me lo comería a besos. Lo rodeo con los brazos en señal de gratitud por haber sido tan precavido. El masaje que me ha dado me ha devuelto a la vida, y ahora voy a poder tomarme un café de Starbucks. La carrera ha valido la pena. Se echa a reír y se pone de pie conmigo todavía abrazada a su cuello.

—Estira las piernas —me ordena con dulzura deshaciéndose de mi abrazo.

Protesto en el acto y recuerdo la última vez que me dijo que estirara después de salir a correr y no lo hice. Estaba demasiado distraída con sus exigencias de que trabajara única y exclusivamente en el proyecto de La Mansión. Como resultado, me pasé el día llevándome el pie al trasero, intentando que me dolieran menos las agujetas.

Observa de pie cómo estiro cada grupo muscular. Se lo ve contento y le brillan los ojos. No hay ni rastro de la arruga de la frente.

—Vamos. —Me coge de la mano y caminamos hacia Starbucks.

Como es tan temprano, nos sirven en seguida. Tengo hambre, pero si como algo voy a recuperar las calorías que acabo de quemar. Aunque todo huele delicioso y a recién hecho.

—¿Te apetece comer algo? —me pregunta Jesse. Debe de haber visto cómo miraba la bollería.

—No —respondo a toda velocidad apartando la vista de las tentaciones del expositor, que han conseguido que se me haga la boca agua.

Sonríe y me coge cariñosamente de la nuca, me atrae hacia sí y me da un beso en la frente antes de centrar la atención en la dependienta, que babea más que yo.

—Un capuchino doble sin chocolate, un café solo y dos magdalenas de arándanos, por favor —le sonríe, y la chica le devuelve una risita nerviosa. Jesse me mira—. Ve a coger sitio.

—Te he dicho que no tenía hambre.

—Ava, tienes que comer algo y punto.

Meneo la cabeza pero no discuto, sino que encuentro una mesa junto a la ventana y me dejo caer en el sillón de cuero. Es la forma perfecta de empezar el día: correr dieciséis kilómetros. La verdad es que mi preferida es empezar con sexo soñoliento.

Comienzo a pensar en el hecho de que Jesse me suplicó que fuera con él a la fiesta de La Mansión. ¿Qué clase de fiesta va a ser? Me imagino a gente medio en pelotas, todos a lo suyo, música erótica y luces tenues. Ah, y artefactos, rollo jaulas y cruces, ganchos, cuero…, látigos.

«¡El puto infierno!»

¡Sería como una orgía descomunal con un montón de juguetes guarros! Jesús, María y José. No sólo es que no quiera ir, es que tampoco me entusiasma la idea de que vaya Jesse. Me entra un ataque de celos en cuanto imagino a todas las mujeres babeando por él, intentando seducirlo con promesas de sexo pervertido. No hay duda de que le va la marcha y de que se le da muy bien. Dios, está muy acostumbrado a toda esa mierda. Vale, me están entrando todos los males en Starbucks y, de nuevo, me acuerdo de que Jesse tiene muchísima práctica… con el sexo…, con los juguetes… y con…

«¡Para!»

Qué idea más deprimente. Vi la mirada de esas mujeres cuando estuve en La Mansión. Yo era la intrusa, y ya me imagino el recibimiento que me espera si voy a esa fiesta. Seguro que no va a ser tan cálido como en mis anteriores visitas. De hecho, sería la aguafiestas, la petarda que va a fastidiarles la orgía. Es horrible.

—¿Soñando despierta?

Aparto la mirada de la abundante vegetación del parque que hay en la acera de enfrente y la clavo en los estanques verdes de mi señor de La Mansión. Esbozo una sonrisa nada convincente. De pronto, estoy muy deprimida y me siento muy poca cosa. Además, los celos y el rencor me consumen como nunca lo habían hecho.

Me mira con recelo mientras deja los cafés y las magdalenas sobre la mesa. Se sienta delante de mí y se sirve. Empiezo a pellizcar el copete de mi magdalena y remuevo mi café. Sé que me mira pero no logro reunir las fuerzas suficientes para fingir que estoy bien. No lo estoy. Ni siquiera hemos hablado de La Mansión. La verdad es que no hemos hablado de nada.

—No voy a ir a la fiesta —digo por encima de mi capuchino—. Te quiero pero no puedo ir —digo esto último con la esperanza de que suavice el golpe. Mi señor no sabe aceptar un no por respuesta, al menos no si proviene de mí.

Tras unos instantes en silencio, lo miro para ver qué cara se le ha quedado. No hay signos de enfado, ni de mal humor, pero su arruga de la frente ha hecho acto de presencia y se está mordiendo el labio inferior, lo que me dice que esto es muy importante para él. Si me suelta otra perla como la de anoche en la bañera, me echaré a llorar.

—No va a ser como te imaginas, Ava —dice con calma.

—¿Qué quieres decir? —pregunto con el ceño fruncido. ¿Cómo sabe cómo imagino que va a ser?

Bebe un sorbo de café y deja el vaso de papel sobre la mesa antes de inclinarse hacia adelante en el sillón con los codos apoyados sobre las rodillas.

—¿Alguna vez La Mansión te ha dado la impresión de ser un sórdido club de sexo?

—No —reconozco.

Ni siquiera me di cuenta de que era un club de sexo hasta que estuve cotilleando con Kate y me encontré en el tercer piso. Parece un hotel superpijo y con spa. Bueno, por lo que yo vi, que no fue mucho, más que nada porque estaba cegada por este hombre que ahora tengo sentado enfrente.

—Ava, no va a haber gente desnuda haciéndote proposiciones. Nadie va a arrastrarte por la escalera hacia el salón comunitario. Hay reglas.

«¿Reglas?»

—¿Qué clase de reglas?

Sonríe.

—Los únicos lugares donde está permitido quitarse la ropa son el salón comunitario y las suites privadas. La planta baja, el spa y las áreas deportivas son como las de cualquier otro hotel de lujo. No dirijo un burdel, Ava. Los socios pagan mucho dinero para disfrutar de todo lo que La Mansión ofrece, no sólo por el privilegio de practicar sus preferencias sexuales con personas que comparten sus gustos.

Sé que me estoy poniendo como un tomate y tengo ganas de darme una bofetada.

—¿Cuáles son tus preferencias sexuales? —pregunto en voz baja. Con todo lo que podría preguntar, ¿por qué voy y le pregunto justamente eso?

¿Qué coño me pasa? Debería estar interrogándolo sobre cruces gigantes de madera que cuelgan de las paredes y rejas de oro que penden del techo, o sobre hileras de látigos y cadenas suspendidas de las vigas.

Me dedica su sonrisa arrebatadora y se mete un trozo de magdalena en la boca. Lo mastica despacio a propósito, mientras observa cómo me derrito ante su potente mirada.

—Tú —afirma con rotundidad.

—¿Sólo yo?

—Sólo tú, Ava. —Su voz es ronca y decidida, y no puedo evitar que las comisuras de mis labios se eleven por un segundo. Acaba de multiplicar su magnetismo sexual por diez. Podría abalanzarme sobre él aquí mismo.

—Así me gusta.

Tomo el primer bocado de verdad de la magdalena, más que satisfecha con su contestación. Sólo yo. Me gusta esa respuesta. ¿De verdad me importa lo que ocurra en La Mansión si Jesse no participa? Sólo tengo que olvidar que antes sí participaba, aunque… ¿Hasta qué punto? Y ¿es obligatorio que yo lo sepa?

Nos miramos un momento. Él se pasa el índice por el labio inferior y yo me maravillo de lo sexy que está cuando hace eso.

—¿Vendrás? —me pregunta; no me lo ordena. Está siendo muy razonable, tratándose de él—. Por favor… —añade con una mueca de esperanza.

Jo, es que no sé decirle que no a este hombre.

—Sólo porque te quiero.

Su mueca se transforma en una sonrisa de las que quitan el aliento y yo me derrito en el sillón.

—Repítelo.

—¿Qué? —Frunzo el ceño—. ¿Que sí que voy a ir?

—No, claro que vas a ir. Dime otra vez que me quieres.

—Ya lo sabes. —Me encojo de hombros—. Te quiero.

Sonríe.

—Lo sé pero me encanta oírtelo decir. —Levanta su cuerpo glorioso y me tiende la mano.

La cojo y me golpeo contra su pecho cuando tira de mí.

—Si hubieras seguido corriendo, estaríamos en casa y yo ya estaría perdido en tu interior.

Mentalmente, coso a patadas mi culo de corredora de mierda. Debería haber seguido. Se tardan quince minutos en llegar al Lusso en taxi, y estoy deseando que llegue el bis de mi rutina de ejercicio matinal. Me besa en los labios un rato y luego me carga sobre sus hombros y empieza a andar hacia la calle.

Con el rabillo del ojo veo a la joven que ha atendido a Jesse, que observa con envidia cómo mi adonis me saca en brazos del establecimiento. Sonrío para mis adentros. Es todo cuanto una mujer puede desear, y es mío. Nadie me lo va a quitar, así que si tengo que ir a una estúpida fiesta de aniversario para ahuyentar a las leonas que se mueren por hincarle el diente, que así sea. Pasaré por encima de quien haga falta.

Me deposita en el taxi y me tortura sin piedad de camino a casa. Su erección de acero salta a la vista bajo los pantalones cortos, y yo no sé qué hacer para disipar la tensión que se apodera de mí entre mis muslos.

—Buenos días, Clive —dice Jesse a toda velocidad mientras tira de mí.

Menos mal que llevo puestas las deportivas, porque parece que está haciendo un sprint. No se detiene cuando Clive le devuelve el saludo. Me mete en el ascensor, introduce el código en el teclado y me empuja contra la pared de espejos. Ataca mi boca con avidez.

—¡Es posible que, en el futuro, tenga que follarte antes de salir a correr! —ruge en mi boca. Su tono primitivo me parte en mil pedazos bajo su cuerpo duro.

Tengo las manos en su pelo y él acerca aún más la boca a la mía. Nuestras lenguas libran una batalla campal. Esto va a ser visto y no visto. Hemos dejado atrás el territorio del sexo soñoliento y, si las puertas del ascensor no se abren pronto, lo vamos a hacer aquí mismo.

Las puertas se abren como si pudieran leerme el pensamiento y me hace entrar en el ático andando hacia atrás; nuestras bocas siguen fundidas y nuestras lenguas se baten en duelo. No sé cómo lo hace, pero consigue abrir la doble puerta de entrada sin separarse de mí y ya me está arrancando la ropa antes de que ésta se haya cerrado. Quiere estar dentro de mí cuanto antes, lo cual me parece perfecto. Ha sido la carrera en taxi más larga que he tenido que soportar en toda mi vida.

Me deshago de las bragas de un puntapié en cuanto él me las baja y empiezo a quitarle la camiseta por encima de la cabeza. Su boca se separa de la mía justo el par de segundos que necesito para deshacerme de la camiseta y vuelve a chocar contra la mía. Jesse avanza con decisión y me lleva, andando hacia atrás, hacia la pared que hay junto a la puerta principal.

Me vuelve de espaldas.

—De rodillas. Pon las manos contra la pared —me ordena con urgencia.

Obedezco al instante mientras él se libra de las deportivas y de los pantalones cortos. Me pongo de rodillas y apoyo las palmas de las manos en la pintura fría, jadeante e impaciente. Me coge firmemente de las caderas y doy un respingo, pero no me suelta. Tira un poco de mis caderas, me abre de piernas y se coloca detrás de mí.

—No te corras hasta que yo lo diga, ¿entendido?

Asiento y cierro los ojos intentando prepararme para la sobrecarga de potencia que mi cuerpo está a punto de recibir con los brazos abiertos. A estas alturas ya debería saber que, cuando se pone así, no hay ejercicio mental capaz de prevenirme para lo que viene.

Noto la punta de su polla haciendo presión en mi entrada y, en cuanto la encaja, empuja hacia adelante con un grito incoherente. No me deja respirar ni un resquicio para ajustarme o aceptarlo. Inmediatamente, tira de mí hacia él y empieza a entrar y a salir a toda potencia, sin piedad. Está poseído.

«¡Joder, joooodeeeer!»

Abro los ojos, sorprendida, y recoloco las manos en la pared, buscando estabilidad desesperadamente mientras él sigue penetrándome como un salvaje.

—¡Por Dios, Jesse! —grito ante la deliciosa invasión de mi cuerpo.

—¡Sabías lo que te esperaba, Ava! —ruge volviendo a la carga—. Que no se te ocurra correrte.

Intento pensar en cualquier cosa menos en la rápida e inmensa acumulación de placer que crece en mi entrepierna, pero sus embestidas salvajes e incansables no me ayudan en absoluto. Como siga a este ritmo, no voy a poder aguantarme.

—¡Joder! —grita, frenético—. ¡Me vuelves loco! —enfatiza cada palabra con una embestida potente y precisa. Estoy sudando más que durante la carrera de dieciséis kilómetros.

Sus manos abandonan mis caderas y trepan por mi espalda hacia mis hombros, y echo atrás la cabeza cuando me agarran, firmes y ardientes, de la nuca. Estoy delirando de placer. Las señales delatoras de que él también se está poniendo tenso viajan por sus brazos, directas a mis hombros. Qué alivio. He pasado el punto de no retorno pero no puedo correrme hasta que él me lo diga. ¿Qué haría si lo desobedeciera y me entregara a mi orgasmo inminente?

Sigue sacudiendo y golpeando las caderas contra mis nalgas y, con un rugido que me rompe los tímpanos, me penetra con tanta fuerza que se me saltan las lágrimas. Acto seguido, se queda quieto y se apoya en mi espalda, cosa que me empotra más aún contra la pared. Mueve las caderas en círculos, muy dentro de mí. Estoy temblando, tengo el cuerpo al límite. Me coge de la coleta y tira de ella hasta que tengo la cabeza sobre su hombro. Lleva la mano lastimada a mi ombligo y luego al interior de mis muslos.

Tira otra vez de mi pelo hasta que vuelvo la cara. Mi visión borrosa se topa con algo verde oscuro.

—Córrete —me ordena. Desliza el dedo por el centro de mi sexo y su lengua arrasa mi boca.

Sus palabras desatan un tsunami de placer en mi entrepierna que se apodera de cada centímetro de mi ser y exploto con un gemido largo y satisfecho en su boca.

No puedo moverme. Me hundo en su abrazo y lo dejo que me acaricie durante mi orgasmo.

—Eres un dios —farfullo contra sus labios.

Noto que sonríe.

—Eres muy afortunada.

—Y tú, un dios arrogante.

Sale y me da la vuelta entre sus brazos. Lo ayudo a maniobrar y le rodeo el cuello con las manos.

—Tu dios arrogante quiere pasar el resto de su vida profesándote su amor y cubriéndote con su cuerpo. —Se pone de pie y me lleva consigo.

Estoy encantada, pero también intento ignorar la diminuta parte de mi cerebro que trata de recordarme que con el cuerpo y el amor de Jesse también van incluidos don Controlador y don Difícil.

—¿Qué hora es? —pregunto besándolo a la luz matutina.

—No lo sé. —Sigue cubriéndome de besos y yo empiezo a andar hacia atrás, en dirección a la cocina, para intentar mirar la hora en el reloj. Me sigue, todavía abrazado a mí y dándome besos por todas partes.

Veo el reloj con el rabillo del ojo.

—¡Mierda!

—¡Oye! ¡Cuidado con esa puta boca!

Me libero de su abrazo y comienzo a subir la escalera corriendo.

—¡Son las ocho y cuarto! —grito subiendo los escalones de dos en dos. ¿Cómo ha pasado tan rápido la mañana? Mi dios arrogante es toda una distracción. Voy a llegar tardísimo.

Me meto en la ducha y me libro de los restos de sudor y de semen a toda velocidad. Me estoy aclarando el pelo frenéticamente cuando noto que las manos de Jesse me acarician la barriga. Me enjugo el agua de los ojos y lo veo a mi lado, esgrimiendo su sonrisa especial, sensual y arrebatadora.

—Ni se te ocurra —le advierto. No me va a distraer más.

Pone morritos y lleva las manos a mis hombros. Tira de mí hacia su boca.

—Llego tarde —discuto débilmente, intentando resistirme a las ganas que me están entrando de confraternizar con él, que sigue besándome en los labios.

—Quiero pedir cita —dice lamiéndome el labio inferior y arrimando la entrepierna a mi estómago.

—¿Para follarme? No hace falta cita —bromeo intentando apartarme de él.

Ruge y me abraza con fuerza.

—¡Esa boca! Ya te lo he dicho. No necesito pedir cita para follarte. Lo hago cuando quiero y donde quiero. —Me restriega otra vez la entrepierna y es entonces cuando sé que tengo que escapar antes de que me devore de nuevo.

—Tengo que irme.

Me zafo de su abrazo, salgo de la ducha a toda prisa y lo dejo ahí, triste como un colegial. Acaba de follarme, aunque la verdad es que yo también tengo ganas de repetir.

Me lavo los dientes y voy al dormitorio. Me siento delante del espejo de cuerpo entero y saco mi neceser de maquillaje y el secador de pelo. Empiezo a secármelo a toda velocidad y me hago un recogido rápido. Ahora, a por el maquillaje.

Jesse sale del baño en toda su gloriosa desnudez y sin un ápice de pudor. Le lanzo una mirada furibunda a su espalda desnuda y obligo a mis ojos a volver a centrarse en el maquillaje. Me está distrayendo a propósito.

Me acerco al espejo y me aplico la máscara de pestañas. Cuando me aparto, Jesse está a mi lado, mirándose al espejo. Levanto la vista y me doy en las narices con la punta de su hombría semierecta. No puedo apartar la vista. Estoy encantada. Mi ávida mirada asciende por su cuerpo desnudo y lo encuentra mirándose al espejo y peinándose el pelo hacia un lado con una especie de cera. Sabe muy bien lo que se hace.

Respiro hondo para serenarme y me dedico a maquillarme, pero entonces él empieza a frotarse contra mí. Su pierna fuerte y firme apenas me roza la piel del brazo. Siento un escalofrío y levanto la vista. Está intentando aguantarse la risa y fingir que la cosa no va con él. Qué cerdo.

Mira mi imagen en el espejo. En sus ojos brillan toda clase de promesas. Entonces se agacha detrás de mí y me rodea con su cuerpo. Se sienta un poco más hacia adelante, apretándose contra mí, enroscando los brazos en mi cintura y apoyando la barbilla en mi hombro. Le sostengo la mirada en el espejo.

—Eres preciosa —susurra.

—Tú también —respondo, y me tenso un poco cuando noto su erección en mi culo.

Lucha por contener la risa. Sabe perfectamente lo que está haciendo.

—No vayas a trabajar.

Sabía que esto iba a pasar tarde o temprano.

—Por favor, no me pidas eso.

Me pone morritos.

—¿No te apetece que nos metamos en la cama y te dedique mis atenciones especiales durante todo el día?

No se me ocurre nada mejor que eso pero, si cedo, estaré sentando un precedente que me va a acarrear muchos problemas en el futuro. No puede tenerme dedicada a él en exclusiva todo el tiempo, aunque sé que él cree que eso sería lo más natural del mundo.

—Tengo que trabajar. —Cierro los ojos cuando sus labios deciden conquistar mi oreja.

—Tengo que tenerte. —Su lengua traza círculos en mi lóbulo.

¡Dios, tengo que huir ahora mismo!

—Jesse, por favor. —Me retuerzo entre sus brazos.

Su reflejo me lanza una mirada furiosa.

—¿Me estás diciendo que no?

—No. Te estoy diciendo que luego. —Intento razonar y me retuerzo con más fuerza para poder darme la vuelta. Lo empujo, se tumba boca arriba y yo aterrizo sobre él, sobre sus labios.

—Necesito trabajar, por Dios.

—Trabaja en mí. Seré un cliente muy agradecido.

Me aparto y sonrío.

—¿Quieres decir que en vez de partirme el espinazo para mantener a mis clientes contentos con mis diseños, planes y fechas de entrega, debería simplemente acostarme con ellos?

Se le ensombrece la mirada.

—No digas esas cosas, Ava.

—Era una broma. —Me echo a reír.

De repente estoy con la espalda pegada al suelo, debajo de él, inmovilizada por su peso.

—¿Acaso me estoy riendo? No digas cosas que hagan que me ponga como un energúmeno.

—Lo siento —digo de inmediato. Necesito vivir con su tolerancia cero a los chistes sobre otros hombres y yo.

Niega con la cabeza y se levanta, camino del armario vestidor. Me siento y aprovecho que ya no hay distracciones para terminar de maquillarme. Lo he hecho enfadar de verdad.

Una imagen inesperada y que no me gusta un pelo de Jesse con otra mujer me viene a la cabeza. Ahora soy yo la que niega con la cabeza. Es como si mi subconsciente me estuviera dando a probar mi propia medicina. Hago una mueca de asco y tiro el eyeliner al neceser de maquillaje. Ha funcionado. La piel me hierve de lo posesiva que me siento.

Me embadurno en manteca de coco, me pongo ropa interior de encaje y mi vestido rojo recto y sin mangas.

—Me gusta ese vestido.

Me vuelvo y mis ojos reciben el impacto total de una hermosa bestia con traje azul marino. Suspiro de admiración. Es demasiado perfecto y no se ha afeitado. Babeo. Parece que se le ha pasado la pataleta.

—Me gusta tu traje —contraataco.

Sonríe y termina de arreglarse la corbata gris. Se baja el cuello de la camisa. Si yo fuera cualquier otra mujer y me enterara de la existencia de La Mansión y de que su propietario es un dios, también me haría socia.

Me está distrayendo otra vez. Lanzo el bolso sobre la cama, saco el móvil, me pongo brillo de labios y cojo mis zapatos bajo su atenta mirada. En vano, busco de nuevo mis píldoras pero sé que no las voy a encontrar.

—¿Se te ha perdido algo? —Se echa un poco más de loción para después del afeitado.

Dios, esa fragancia.

—Mis píldoras —gruño con la cabeza casi dentro de mi bolso gigante. Repaso con los dedos las costuras del forro, por si hay algún descosido.

—¿Otra vez?

Levanto la cabeza y le pido disculpas con una sonrisa. Me siento como una idiota y no me apetece nada volver a visitar a la doctora Monroe. Necesito solucionar esto antes de que pasen más días sin tomármelas.

—Te veo luego. —Me da un casto beso en la mejilla y me deja buscando agujeros en el forro del bolso. Esto es una pesadilla. Tal vez debería pedir la inyección y ahorrarme todo este apuro.

De repente me quedo petrificada, con el ceño fruncido y mi mente apretando el gatillo… ¿Y si…?

No, no sería capaz. ¿Por qué iba a hacerlo?