Capítulo 5

—Te quiero.

Me despierto aturdida en la oscuridad y me froto los ojos mientras me incorporo en la silla. Tardo unos instantes en darme cuenta de dónde estoy pero, cuando empiezo a centrarme, veo a un hombre guapo y rubio en cuclillas delante de mí.

—Hola —susurra apartándome el pelo de la cara. Miro el amplio espacio a mi alrededor tratando de despertarme.

—¿Qué hora es? —pregunto, somnolienta.

Me da un beso en la frente.

—Medianoche.

¿Medianoche? He dormido como un lirón y podría quedarme frita de nuevo, pero me despierto del todo cuando el escalofriante sonido de un tono de móvil apuñala el silencio.

—¡Por Dios! —protesta Jesse.

Coge con furia el móvil de la mesita de café y mira la pantalla. ¿Quién será a estas horas?

—John… —saluda con calma por el teléfono—. ¿Por qué?

Me mira.

—No, no pasa nada… Sí… Dame media hora.

Cuelga.

—¿Qué ocurre? —pregunto, ya despierta del todo.

Se pone las Converse y se dirige a la puerta. Es evidente que no está contento.

—Problemas en La Mansión. No tardaré.

Y tal cual desaparece por la puerta.

Así que estoy despierta, son más de las doce y Jesse acaba de irse en plena noche. ¿Cómo va a conducir con una sola mano? Me siento en la silla como una muñeca rota y especulo sobre qué habrá podido suceder en La Mansión que sea tan urgente.

Ay, no… Kate está allí.

Corro a la cocina y cojo mi móvil para llamarla pero no contesta. Lo intento varias veces y no obtengo respuesta, y con cada llamada me preocupo más aún. Debería llamar a Jesse, aunque parecía estar bastante cabreado. Doy vueltas arriba y abajo, me preparo un café y me siento en la isleta de la cocina, llamando a Kate una y otra vez. Si mi coche estuviera aquí, ya estaría de camino a La Mansión. ¿De verdad? Bueno, es fácil decir que iría para allá, especialmente cuando no tengo forma de ir.

Después de dar vueltas por el ático durante una hora sin parar de llamar a Kate, me rindo y me voy a la cama. Me hago un ovillo entre las sábanas suaves y esponjosas del cuarto de invitados.

—Te quiero.

Abro los ojos y veo a Jesse junto a la cama. Estoy entre el sueño y la vigilia y mi boca no responde. ¿Qué hora es y cuánto tiempo ha estado fuera? No tengo ocasión de preguntar. Me coge en brazos y me lleva a su habitación.

—Tú duermes aquí —susurra mientras me deposita en su cama. Siento que se acuesta detrás de mí y me aprieta contra su pecho.

Si no estuviera tan contenta le haría preguntas, pero no digo nada. Mi cabeza descansa sobre la almohada y el calor de Jesse me envuelve. Me duermo otra vez.

—Buenos días.

Abro los ojos y el embriagador perfume de agua fresca y menta me clava en la cama. Mi cerebro consciente está intentando desesperadamente convencerme de que me revuelva y me libere, pero mi cuerpo bloquea todas las instrucciones sensatas que envía el cerebro.

Está sentado sobre los talones.

—Necesito hacerlo —susurra apretándome la mano y tirando de mí hasta que estoy sentada.

Coge el bajo de mi camiseta y tira de él hasta que me la quita por encima de la cabeza. Me besa el pecho y una caricia suave con la lengua llega describiendo círculos hasta mi garganta.

Estoy tensa.

Se aparta.

—Encaje —dice en voz baja mientras me quita el sujetador.

Estoy entre mi cuerpo, que lo necesita desesperadamente, y mi mente, que lo que de verdad necesita es hablar. Quiero aclarar las cosas antes de que vuelvan a arrastrarme al séptimo cielo de Jesse, donde pierdo toda capacidad de razonar.

—Tenemos que hablar —digo con calma mientras me besa el cuello y se abre camino hacia mi oreja. Todas mis terminaciones nerviosas están en alerta, suplicándome que me calle y que lo acepte.

—Te necesito —susurra cuando encuentra mi boca, y hunde la lengua en mí.

—Jesse, por favor. —Mi voz es apenas un susurro inaudible.

—Nena, así es como yo digo las cosas. —Me coge de la nuca y me atrae aún más hacia sí—. Deja que te lo muestre.

Mi cuerpo gana.

Ignoro los gritos de mi conciencia y me rindo a él como la esclava que soy. Me agarra por el trasero y me recuesta en la cama, sellando nuestras bocas por el camino. Todo mi ser cobra vida cuando su lengua, caliente y húmeda, se desliza entre mis labios y da vueltas lentamente por toda mi boca. Estamos en modo Jesse gentil y es como si supiera que éste es el mejor lugar al que llevarme en este momento.

Su respiración, lenta y profunda, me dice que él tiene el control cuando se apoya en el antebrazo y usa la mano sana para recorrer con la punta de los dedos desde la cresta de mi cadera hasta mi pecho. Una oleada de cosquilleos viaja por mi cuerpo con cada caricia, y mi respiración se vuelve superficial e irregular. Termina de dibujar el contorno de mi pezón al ritmo melancólico de nuestras lenguas.

Me agarro a sus hombros y siento que todas las emociones perdidas me inundan de nuevo bajo sus caricias, su atenta boca y su cuerpo duro flanqueando el mío. Mi miedo estaba totalmente justificado: he vuelto a perderme en él.

Gimoteo cuando aparta los labios y se sienta sobre los talones antes de quitarme los pantalones cortos con la mano sana y llevarse las bragas con ellos.

—Necesitas un recordatorio —dice mirándome.

—Esto no es el modo convencional.

—Así es como yo hago las cosas, Ava. —Tira mis pantalones y mis bragas a un lado, me levanta y junta su boca con la mía—. Necesitamos hacer las paces.

No puedo resistirme más. Clavo los dedos en la goma de sus bóxeres y lo beso con más fuerza mientras se los bajo por las caderas. Deja escapar un largo gemido y vuelve a tumbarme en la cama, lo que hace que tenga que soltar los calzoncillos, así que pongo un pie en el elástico y estiro la pierna para bajarlos del todo. Está medio acostado sobre mí, con su cuerpo duro y esbelto sobre el mío, y reclama mi boca, apretándose con más fuerza contra mí.

Enrosco los dedos en su pelo y saboreo la fricción de su barba de varios días contra mi cara. Está demasiado larga para raspar, así que es más bien como un cepillo suave que se desliza por mi rostro.

Separa nuestras bocas y entierra la cara en mi pelo mientras me coge del sexo y asciende con la palma de la mano al centro de mi cuerpo, pasa despacio por mi estómago y, poco a poco, la mueve entre mis pechos para terminar en mi cuello.

—Te he echado de menos, nena —susurra contra mi cuello—. Te he echado mucho de menos.

—Yo también te he echado de menos. —Le abrazo la cabeza. Me siento envuelta en su energía, aunque él ahora no esté fuerte. Me siento segura y protegida pero soy consciente de que en este momento la cuidadora soy yo. También me siento abrumada, completamente sobrepasada por la intensidad de mis sentimientos hacia este hombre lleno de problemas.

Se mueve para que mis muslos lo acunen y pronto noto la cabeza húmeda y resbaladiza de su erección matutina apretándose contra mí. Mi mente es un revoltijo de pensamientos contradictorios, pero entonces se apoya en los brazos y me observa, como si fuera lo único que hay en el mundo. Nuestras miradas se funden y dicen más de lo que las palabras podrían expresar nunca. Cojo su bello rostro entre mis manos.

—Gracias por volver a mí —me susurra cuando lo miro a los ojos y me ahogo en ellos. La emoción inunda todo mi ser.

Le paso el pulgar por los labios húmedos y lo deslizo en el interior de su boca. Lo saco despacio y lo dejo en el borde de su labio inferior. Le da un beso en la punta y me sonríe mientras levanta las caderas, sin dejar de mirarme, y mi pelvis se recoloca para recibirlo.

Suspiro de puro placer, un placer sin remordimientos, cuando despacio, sin prisa y con devoción, se desliza dentro de mí. Cierro los ojos y lo cojo de la nuca cuando me llena del todo. Se queda quieto, palpitando y latiendo en mi interior. Su respiración cambia de inmediato y pasa a ser rápida y brusca. Es un rasgo conocido; está esforzándose por mantener el control.

—Mírame —me exige entre jadeo y jadeo. Me fuerzo a abrir los ojos y gimo un poco cuando lo noto moverse dentro de mí—. Te quiero —susurra con la voz quebrada.

Cojo aire al oír las palabras que necesitaba escuchar desesperadamente desde hace tanto tiempo, pero ¿acaso cree que es eso lo único que quiero oír? ¿Cree que con eso basta?

—No, Jesse. —Cierro los ojos y aparto las manos de su nuca.

—Ava, mírame —me exige bruscamente. Abro los ojos, llorosos, y miro su rostro, serio y carente de expresión—. Llevo todo el tiempo diciéndote lo que siento.

—No, no lo has hecho. Me robabas el móvil e intentabas controlarme —respondo.

Se mueve en círculos dentro de mí y, de inmediato, ambos soltamos un gemido.

—Ava, nunca antes me he sentido así. —Se sale y luego vuelve a meterse más adentro, más hacia arriba.

Intento poner orden en mis pensamientos dispersos pero nuevamente se me escapa un gemido.

—Llevo toda la vida rodeado de mujeres desnudas que no se respetan a sí mismas. —Pone la mano en la mía y me sujeta de las muñecas, cada una a un lado de mi cabeza.

«Embestida».

—¡Jesse!

—Tú no eres como ellas, Ava.

«Embestida».

—¡Ay, Dios!

Sale y vuelve a embestir.

—¡Jesús! —Toma unas cuantas bocanadas profundas—. Eres mía y sólo mía, nena. Sólo para mis ojos, sólo para mis caricias y sólo para mi placer. Sólo mía. ¿Me has entendido?

Se retira y vuelve a entrar, lentamente, en mí.

—¿Y qué hay de ti? ¿Tú también eres sólo mío? —pregunto mientras muevo las caderas para capturar la deliciosa penetración.

—Sólo tuyo, Ava. Dime que me quieres.

—¡¿Qué?! —chillo ante sus fuertes embestidas.

—Ya me has oído —dice en voz baja—. No hagas que te folle hasta que lo digas, cielo.

Estoy estupefacta. Me estoy derritiendo debajo de él, incapacitada de placer, ¿y me exige que le diga que lo quiero? Lo quiero pero ¿debería confesárselo bajo presión? Aunque es justo lo que esperaba. Ha estado intentando convertirme en lo contrario de lo que conoce: hacía que fuera tapada, no me dejaba beber, insistía en que llevara delicado encaje en vez de frío cuero… Pero ¿qué hay del sexo?

—Ava, contéstame. —Empuja más hondo y se mueve con firmeza. Una gota de sudor le cruza la frente—. No te lo guardes para ti.

Sus palabras caen como un rayo. ¿Que me lo guardo? Ya ha intentado sonsacarme antes lo que siento por él a base de sexo: fue en el baño, el sábado pasado, cuando me penetró una y otra vez exigiéndome que lo dijera. Creía que lo que buscaba era que le asegurara que no iba a marcharme. Me equivoqué. ¿Cómo lo supo?

Otra rotación perfecta y mis músculos internos empiezan a tener espasmos, a temblar y a abrirse camino paso a paso hacia el epicentro de mis terminaciones nerviosas. Se me tensan las piernas.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunto echando la cabeza hacia atrás de desesperación, mental y física.

—Maldita sea, Ava, mírame. —Otro embate, pleno y duro, y abro los ojos.

—¡Te quiero! —grita, y enfatiza las palabras con una retirada lenta y un ataque rápido y duro de sus caderas.

—¡Yo también te quiero! —grito las palabras que me ha sacado a golpes.

Deja de moverse por completo, nuestras respiraciones rápidas y frenéticas, y me sujeta las muñecas a cada lado de la cabeza. Me mira.

—Te quiero tanto, joder. No pensé que fuera posible.

Sus palabras me penetran hasta lo más hondo, la intensidad de nuestra unión me acelera el corazón, aún más cuando me mira, con lágrimas en los ojos.

Me sonríe un poco y se retira despacio.

—Ahora vamos a hacer el amor —dice en voz baja, meciéndose con suavidad dentro de mí y capturando mis labios en un beso lento y sensual, cargado de significado. Me suelta las muñecas y mis manos vuelan a su espalda, donde resbalan en su piel mojada.

Su táctica ha cambiado por completo. Despacio, sin prisa, entra y sale de mí, me empuja hacia una euforia total mientras yo me aferro a su espalda todo lo fuerte que soy capaz. El sexo con Jesse siempre ha sido incomparable, pero este momento tiene un poder significativo que jamás creí posible. Me quiere.

Lucho por mantener mis emociones a raya cuando se aparta y pega la cara a la mía, nariz con nariz, la mirada llena de emoción. Me derrito. La consistencia de sus embestidas, profundas y controladas, hace que tiemble y me tense, y mi sexo se convulsiona y se aferra a su miembro con cada penetración. El velo de sudor en su frente se hace más denso por la concentración, y me indica que él también está al borde del precipicio. Levanto un poco las caderas en una entrada y gimo cuando me llena a más no poder. La sensación de su tempo, rítmico y meticuloso, hace que quiera cerrar los ojos con fuerza, pero no puedo apartarlos de los suyos.

—Juntos —dice. Su aliento cálido me cubre la cara.

—Sí —jadeo, y noto cómo se expande y palpita preparando su descarga.

—Cielos, Ava. —Una bocanada de aire escapa de entre sus labios y su cuerpo se tensa, pero no aparta los ojos de los míos.

Mi espalda se arquea en un acto reflejo cuando la espiral de placer llega al clímax y me envía temblando a un huracán de sensaciones incontrolables. Grito de desesperación y de placer, con el cuerpo tembloroso entre sus brazos. Cierro los ojos para contener las lágrimas que se han acumulado a medida que mi orgasmo empieza a desvanecerse, lento y perezoso, bajo sus caricias, continuadas y uniformes.

—Los ojos —me ordena con dulzura, y yo obedezco y los abro de nuevo.

Lanza un profundo gemido y tenso todos los músculos de mi sexo para abrazarlo y extraerle su descarga. ¿Cómo lo hace para mantener la cabeza levantada y los ojos abiertos? Puedo ver la batalla que está librando con su instinto, que le dice que me penetre y eche la cabeza hacia atrás, pero sostiene con rienda firme el control, y entonces casi se puede oír su repentina descarga cuando sus mejillas se hinchan y se introduce dentro de mí, largo y duro, y se mantiene ahí; mis músculos obligan a su erección palpitante a continuar con sus constricciones lentas mientras se vacía en mi interior.

—Te quiero —le digo cuando me mira, con el pecho oscilando arriba y abajo. Ya está. Ahí lo dejo. Mis cartas están sobre la mesa y, técnicamente, ésa no me la ha sacado follando.

Sus labios encuentran los míos.

—Ya lo sé, nena.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto, porque soy consciente de que no se lo he dicho nunca. Lo he gritado en mi cabeza mil veces pero nunca lo he dicho en voz alta.

—Me lo dijiste cuando estabas borracha —sonríe—. Después de que te enseñara a bailar.

Hago un rápido repaso mental de la noche en la que me emborraché como una cuba y volví a ceder ante sus insistentes avances. Hay que tener en cuenta que no recuerdo gran cosa desde que Jesse me sacó del bar. Estaba muy pedo, y eso también fue por su culpa.

—No me acuerdo —confieso. Me siento como una idiota.

—Ya lo sé. —Mueve las caderas.

Suspiro.

—Fue de lo más frustrante.

Todo vuelve de repente. En verdad estaba intentando hacerme confesar que lo quería a base de sexo. Me observa mientras coloco las piezas en su sitio y su boca dibuja una pequeña sonrisa.

—Lo has sabido siempre —digo en voz baja.

«Los niños y los borrachos…»

¿He pasado días y días dándole vueltas y resulta que él lo sabía desde el principio? ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no habló conmigo en vez de intentar sonsacármelo a polvos? Las cosas habrían sido muy distintas.

Su sonrisa desaparece, la reemplaza una expresión de estoicismo.

—Estabas borracha. Quería oírtelo decir estando sobria. Cuando las mujeres se emborrachan siempre me confiesan amor eterno.

—¿De verdad?

Casi se echa a reír.

—Pues sí. —Me mira—. No estaba seguro de si aún me querías después de… —Se muerde con ganas el labio inferior—. En fin, después de mi pequeño ataque de nervios.

Me parto de risa por dentro. ¿«Pequeño ataque de nervios»? Por Dios, ¿cómo será entonces uno grande? ¿Y las mujeres le dicen que lo quieren? ¿Qué mujeres, y cuántas se lo han dicho? Compongo una mueca de asco. No me gusta nada el rencor que siento hacia cualquier otra mujer que lo ame o lo haya amado. Necesito quitarme esas ideas de la cabeza cuanto antes. No puede salir nada bueno del hecho de enterarme de esas cosas.

—Te quiero —enfatizo mis palabras, las murmuro casi entre dientes, como si estuviera diciéndoselo a todas esas mujeres que también afirman amarlo. Siento que su cuerpo se relaja antes de continuar trazando lentos círculos dentro de mí.

Lo aprieto más y envuelvo su cuerpo con el mío. Me he quitado un peso de encima, pero entonces caigo en la cuenta: estoy enamorada de un hombre y no tengo ni idea de la edad que tiene.

—¿Cuántos años tienes, Jesse?

Levanta la cabeza y veo que los engranajes de su mente se ponen en movimiento. Sé que está pensando si debería decirme su edad real y parar de una vez con las estúpidas evasivas.

—No me acuerdo. —Frunce el ceño.

Ah, creo que puedo sacar partido de esto. Creo que estábamos ya en la treintena.

—Estábamos en treinta y tres —lo informo.

Me sonríe.

—Deberíamos empezar otra vez.

—¡No! —Tiro de su cara y restriego la nariz por su cuello sin afeitar—. Íbamos por treinta y tres.

—Mientes fatal, nena. —Se ríe y me da un beso de esquimal—. Me gusta este juego. Creo que deberíamos empezar otra vez. Tengo dieciocho años.

—¡Dieciocho!

—No juegues conmigo, Ava.

—¿Por qué no me dices cuántos años tienes y punto? —pregunto con exasperación. De verdad que no me importa. Tiene cuarenta años como mucho.

—Treinta y uno.

Me revuelvo debajo de él. Se acuerda perfectamente.

—¿Cuántos años tienes?

—Te lo acabo de decir: treinta y uno.

Lo miro enfadada y una de las comisuras de sus labios empieza a formar una especie de sonrisa.

—Sólo es un número —lloriqueo—. Si me preguntas cualquier cosa en el futuro, no te contestaré, o al menos, no te diré la verdad —amenazo.

La especie de sonrisa desaparece en un santiamén.

—Ya sé todo lo que necesito saber sobre ti. Sé lo que sientes, y nada de lo que me digas me hará sentir de otro modo. Ojalá tú sintieras lo mismo.

¡Eso es pasarse de la raya! No cambiaría para nada lo que siento por él. Tengo curiosidad, eso es todo. Ojalá me lo dijera y ya está. Ya me distraen bastante él y su complicada forma de ser. Ni siquiera hemos hablado aún, pero me siento mucho mejor. Ya no me noto vacía.

—Dijiste que saldría corriendo si lo supiera —le recuerdo—, pero no voy a ir a ninguna parte.

Se ríe.

—Claro que no. —Lo dice muy seguro—. Ava, has visto lo peor de mí y no has salido huyendo. Bueno, saliste huyendo pero luego volviste. —Me besa en la frente—. ¿De verdad crees que me preocupa mi edad?

—Entonces ¿por qué no me la dices? —pregunto, exasperada.

—Porque me gusta este juego. —Vuelve a darme besos de esquimal en el cuello.

Mi pecho se levanta con un hondo suspiro y le aprieto más el brazo, los hombros bañados en sudor y mis muslos alrededor de sus firmes caderas.

—Pues a mí no —gruño, y hundo la cara en su cuello para inhalarlo entero. Exhalo satisfecha y recorro con los dedos su espalda tersa.

Yacemos en silencio y completamente sumidos el uno en el otro durante mucho tiempo, pero de pronto noto que su cuerpo tiembla y me saca de mi ensimismamiento (estaba pensando en lo que nos deparará el futuro).

Su cuerpo tembloroso me recuerda el desafío más difícil de todos.

—¿Estás bien? —pregunto, nerviosa. ¿Qué debo hacer?

Me abraza con fuerza.

—Sí. ¿Qué hora es?

Buena pregunta. ¿Qué hora será? Espero no haberme perdido la llamada de Dan. Me revuelvo debajo de Jesse y él gime contra mi cuello.

—Iré a ver.

—No. Estoy muy a gusto —se queja—. Y tampoco es tan tarde.

—Tardo dos segundos.

Gruñe y se levanta ligeramente para que yo pueda escabullirme y luego separa el cuerpo del mío y se tumba boca arriba sobre el colchón. Salto de la cama y cojo mi móvil. Son las nueve en punto, y Dan no ha llamado. Qué alivio. Aunque tengo doce llamadas perdidas de Jesse.

¿Eh? Vuelvo al dormitorio y veo que está sentado en la cama, apoyado en la cabecera, en cueros y sin ningún pudor. Me miro. Yo también estoy desnuda.

—Tengo doce llamadas perdidas tuyas —digo, confusa, al tiempo que le muestro mi teléfono.

En su rostro aparece una mirada de desaprobación.

—No podía localizarte. Pensé que te habías marchado. Tuve cien infartos en diez minutos, Ava. ¿Qué hacías en el otro dormitorio? —Me lanza una mirada acusadora.

—No sabía en qué punto estábamos —digo; es mejor ser sincera.

—¿Eso qué significa? —pregunta con escepticismo.

Parece ofendido. ¿Acaso ha olvidado nuestra pequeña discusión del domingo?

—Jesse, la última vez que te vi, eras un extraño que me dijo que yo era una calientabraguetas y que te había causado un daño indescriptible. Perdóname por no tenerlas todas conmigo.

Su cara de ofendido desaparece al instante. La de ahora es de arrepentimiento.

—Lo siento. No lo decía de verdad.

—Ya —suspiro.

—Ven. —Da unas palmaditas sobre el colchón y me meto en la cama a su lado. Estamos de costado, mirándonos a la cara, usando el antebrazo a modo de almohada.

—No volverás a ver a ese hombre.

Eso espero, aunque no lo tengo tan claro como él. Una copa y podría encontrarme ante el bruto amenazador que, la verdad, no me gusta un pelo.

—¿No volverás a beber nunca? —pregunto con nerviosismo. Es tan buen momento como cualquier otro para conseguir la información que necesito.

—No. —Lleva el dedo índice a mi pelvis y empieza a dibujar círculos.

Me estremezco.

—¿Nunca?

Se detiene sin terminar de completar el círculo.

—Nunca, Ava. Lo único que necesito es a ti y que tú me necesites a mí. Nada más.

Frunzo el ceño.

—Ya hiciste que te necesitara y luego me destruiste —digo con calma. No quiero hacer que se sienta culpable, pero ésa es la verdad. Noto que vuelvo a estar cerca de necesitarlo, tras haber hecho el amor sólo una vez, y la verdad es que yo no quería volver a caer en eso.

Se acerca más a mí, de tal modo que las puntas de nuestras narices están a punto de tocarse, y su aliento, tibio y mentolado, me cubre la cara.

—Nunca te haré daño.

—Eso ya lo dijiste antes —le recuerdo. Sí, la última vez dijo que no me haría daño a propósito, cosa preocupante, pero aun así lo dijo.

—Ava, la idea de verte sufrir, emocional o físicamente, me resulta insoportable. No tengo palabras. Me vuelvo loco sólo de pensarlo. Me dan ganas de clavarme un cuchillo en el corazón por lo que te he hecho.

—Eso es demasiado, ¿no crees? —le suelto, atónita.

Me mira enfadado.

—Es la verdad, igual que lo es que me pongo violento sólo de imaginar que otro hombre te desee. —Niega con la cabeza como si estuviera intentando borrar las imágenes que aparecen en su mente—. Lo digo completamente en serio.

Ay, Dios. Es cierto: lo dice muy en serio. Tiene la cara larga y la mandíbula apretada.

—No puedes controlarlo todo —replico con el ceño fruncido.

—En lo que a ti respecta, haré todo lo posible, Ava. Ya te lo he dicho: te he estado esperando demasiado tiempo. Eres mi pequeño pedacito de cielo. Nada te apartará de mi lado. —Y pega los labios a los míos como para rubricar su declaración—. Mientras te tenga a ti, tendré un propósito y una razón de ser. Por eso no voy a beber, y por eso haré todo cuanto esté en mi mano para mantenerte a salvo. ¿Lo entiendes?

Pues la verdad es que creo que no, pero asiento de todos modos. La determinación y la convicción con que lo dice son impresionantes, pero ambiciosas hasta rozar lo ridículo. ¿Qué cree que va a pasarme? No puede llevarme pegada a sus pantalones eternamente. Loco.

Le paso el pulgar por la línea irregular de la cicatriz.

—¿Cómo te la hiciste? —Pruebo suerte. Soy consciente de que no va a contestarme y sé que es un tema tabú, pero necesito obtener toda la información que pueda. Ya sé lo peor de él, así que esto no puede serlo aún más.

Mira mi mano sobre su cicatriz y suspira.

—Estás preguntona esta mañana.

—Sí —concedo. Es verdad.

—Ya te lo dije. No me gusta hablar del tema.

—Eres tú el que se guarda cosas —lo acuso. Se tumba sobre la espalda con un profundo suspiro y se tapa la cara con el brazo. Ah, no, no va a darme la callada por respuesta esta vez. Me monto sobre sus caderas y le aparto el brazo—. ¿Por qué no quieres contarme cómo te hiciste la cicatriz?

—Porque es mi pasado, Ava, y revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse. No quiero que nada afecte a mi futuro.

—No lo hará. No importa lo que me cuentes, te seguiré queriendo. —¿Es que no lo entiende?

Frunzo el ceño cuando sonríe.

—Lo sé —dice, un pelín demasiado confiado. Está muy seguro de sí mismo esta mañana—. Ya me lo dijiste cuando no sentías las piernas —añade.

¿Eso dije también? No me acuerdo. Ya veo que le dije muchas cosas cuando estaba pedo.

—Entonces ¿por qué no me lo cuentas?

Pone las manos allá donde se unen mis muslos.

—Si no va a cambiar lo que sientes por mí, no tiene sentido llenar tu linda cabecita de feos pensamientos. —Levanta las cejas—. ¿No crees?

—Cuando me pidas que te cuente algo, no pienso hacerlo —respondo, enfadada.

—Eso ya lo has dicho.

Se sienta y une nuestros labios. Mis brazos lo rodean de forma mecánica, pero entonces me viene otra cosa a la cabeza.

—¿Descubriste por qué las puertas de hierro y principal de La Mansión estaban abiertas? —Intento con todas mis fuerzas que no parezca que le doy importancia.

—¿Qué? —Se aparta de mí, perplejo.

—Cuando fui el domingo a La Mansión, las puertas se accionaron sin llamar al portero automático, y la puerta principal estaba entreabierta. —Sé que fue ella.

—Ah. Por lo visto las puertas se estropearon. Sarah ya lo ha arreglado. —Vuelve a besarme.

—Qué oportuno. ¿Y la puerta principal también estaba averiada? —inquiero con sarcasmo. Yo sé lo que pasó: la muy viva interceptó mi mensaje y acarició la idea de que yo apareciera sin avisar y descubriera las delicias de La Mansión.

—La ironía no te pega, señorita —me regaña, pero me da igual.

Esa mujer es una hipócrita y una arpía. De repente, me siento llena de determinación, aunque Jesse me da un poco de pena. ¿De verdad cree que es su amiga? ¿Debería compartir con él mi veredicto?

—¿Qué te apetece hacer hoy? —pregunta.

¡Mierda! Hoy he quedado con Dan y no puedo llevar a Jesse conmigo. ¿Qué impresión se llevaría? No puedo presentárselo, dado que Dan es un hermano mayor protector y Jesse tiene tendencia a pisotear a la gente. ¿Cómo voy a salir de ésta?

—Pues hay algo que debo hacer…

En ese instante suena su móvil, lo que pone fin a mi anuncio.

—Por Dios —maldice Jesse levantándome de su regazo y dejándome sobre la cama.

Coge el teléfono y contesta antes de salir del dormitorio.

—¿John? —Parece un poco impaciente.

Me tumbo en la cama y visualizo las formas en las que podría darle la noticia de que tengo que ver a Dan. Lo entenderá.

—Debo ir a La Mansión —dice, tajante, de vuelta a la habitación y camino del cuarto de baño.

¿Otra vez? Ni siquiera le he preguntado qué lo obligó a ir anoche, y caigo en la cuenta de que Kate no me ha devuelto las llamadas.

—¿Va todo bien? —pregunto. Parece muy enfadado.

—Todo irá bien. Vístete.

«¿Qué?»

¡Ah, no! ¡No pienso ir a ese lugar! Todavía tengo que hacerme a la idea de todo. No puede obligarme a ir. Oigo el agua de la ducha y me pongo de pie de un salto para explicarle mis reticencias. Entro en el baño y lo encuentro ya metido en la ducha. Me sonríe y hace un gesto para que me una a él. Entro y cojo la esponja y el jabón, pero me los quita de las manos, echa gel en la esponja, hace que me vuelva de espaldas y empieza a enjabonarme. Me quedo de pie en silencio, rebuscando en mi cerebro una forma de abordar el asunto, mientras él desliza la esponja lentamente por mi cuerpo. Espero que no le dé una rabieta cuando le diga que no estoy dispuesta a ir.

—¿Jesse?

Me da un beso en el omoplato.

—¿Ava?

—De verdad que no quiero ir —suelto del tirón, y entonces me echo la bronca a mí misma por no haber tenido un poco más de tacto.

Hace una pausa con los círculos de espuma unos segundos, luego continúa.

—¿Puedo preguntarte por qué?

No puede ser que sea tan insensible como para tener que hacerme esa pregunta. Debería ser obvio por qué no quiero ir. Además, antes de saber lo que ocurría allí, tampoco quería ir, aunque entonces era por culpa de cierta bestia de lengua viperina y labios carnosos. Ahora ella ya no me molesta tanto, a pesar de que todavía no hemos hablado de su pequeña intromisión en la vida de Jesse. Ése es otro tema más de los que tenemos que discutir.

—¿No puedes darme un tiempo para que me acostumbre? —pregunto, nerviosa. Mentalmente le suplico que lo entienda y sea razonable.

Él suspira y me pasa el brazo por los hombros, atrayéndome hacia su pecho.

—Lo entiendo.

¿De verdad?

Me da un beso en la sien.

—No lo vas a evitar toda la vida, ¿verdad? Sigo queriendo esos diseños para mis nuevas habitaciones.

Me sorprende que sea tan razonable. Ni preguntas, ni pasar por encima de lo que yo quiero, ni polvo de entrar en razón… ¿Está de acuerdo? Eso es bueno. ¿Y el ala nueva? Ni me acordaba de ella, pero tiene razón. No puedo evitar ese lugar toda la vida.

—No. Además, tendré que ir a supervisar las obras cuando hayamos terminado con los diseños.

—Bien.

—¿Qué ocurre en La Mansión?

Me suelta los hombros y empieza a lavarme el pelo con su champú para hombres.

—La policía apareció anoche —dice como si no fuera con él.

Me tenso de pies a cabeza.

—¿Por qué?

—Algún idiota que quería gastar bromas. La policía llamó a John esta mañana para concertar un par de entrevistas. No puedo escaquearme.

Me da media vuelta y me coloca bajo el agua de la ducha para aclararme el pelo.

—Lo siento.

—No pasa nada —lo consuelo. No voy a explicarle por qué no pasa nada. Ahora puedo quedar con Dan sin preocuparme por la costumbre de Jesse de pasar por encima de la gente—. Kate estaba en La Mansión anoche. —La preocupación es evidente en mi voz.

—Lo sé —levanta una ceja—. Fue toda una sorpresa.

—¿Estaba bien?

—Sí. —Me besa en la nariz y me da un azote en el trasero—. Fuera de aquí.

Salgo de la ducha, dispuesta a secarme y a usar el cepillo de dientes de Jesse después de que él lo haya usado. Soy demasiado vaga para cruzar el descansillo y coger el mío. Entro en el dormitorio y él ya está listo, guapísimo con unos vaqueros viejos y una camiseta blanca, aunque sigue sin afeitar.

—Me voy. —Me cubre la cara de besos—. Ponte encaje para cuando venga.

Me guiña el ojo y se va.

No pierdo un instante. Cojo mi móvil y llamo a Dan. Quedamos en Almundo’s, una pequeña cafetería en Covent Garden. Cruzo corriendo el descansillo, me visto en tiempo récord, me seco el pelo y me lo recojo con unas horquillas a toda velocidad, y llamo a Clive para que me pida un taxi. Estoy supercontenta.