Capítulo 4
Examino el contenido del frigorífico. No puedo hacer nada con un bote de nata montada, un frasco de crema de cacao y mantequilla de cacahuete. Aunque Jesse sí que podría hacer un montón de cosas, como un bocadillo de Ava. Sacudo la cabeza y la dejo caer sobre el hombro.
—No tienes nada en la nevera —le digo cuando se acerca por detrás y coge el frasco de mantequilla de cacahuete.
Acuna el frasco con el brazo, desenrosca la tapa con la mano sana y lo deja sobre la isleta de la cocina, antes de encaramarse sobre un taburete y proceder a meter el dedo y lamerlo hasta dejarlo reluciente.
—Iré al supermercado —digo. Cierro la puerta de la nevera y me dirijo hacia la escalera.
—Iré contigo.
—Vale. —Sigo caminando.
—Iré porque quiero —dice con tranquilidad.
Me detengo en seco.
—Vale.
—Ava, ¿quieres mirarme? —Su tono es impaciente. No me gusta.
Me vuelvo para poder verlo, suplicándole en silencio que inicie la conversación, pero él se limita a mirarme. Casi parece enfadado.
—Voy a vestirme.
Doy media vuelta de nuevo y lo dejo en la cocina.
Me ducho en el cuarto de baño del dormitorio de invitados y me quedo de pie bajo el agua caliente durante una eternidad, como si pudiera enjuagar todos mis problemas. Cuando por fin salgo de la ducha, revuelvo entre mis maletas y descubro que Kate ha embutido un poco de todo en ellas, literalmente. Me pongo un vestido azul aciano de los años cincuenta con falda de vuelo y mis bailarinas de color crema antes de secarme el pelo y recogérmelo con unas horquillas en la nuca. Un toque rápido de colorete y de máscara de pestañas y he terminado.
Me miro al espejo, pero a pesar de mis intentos mi aspecto no ha mejorado mucho. Tengo los ojos tan hundidos como los de Jesse, y su presencia no ha llenado el vacío que siento desde el domingo. Quizá lo he entendido todo mal. Quizá lo mejor para mí sería marcharme, porque lo que es seguro es que no me siento mejor por estar aquí. Suspiro al ver mi reflejo, intentando sonsacarle alguna respuesta, pero sé que el único que puede darme las respuestas que busco está sentado en la cocina, hinchándose a mantequilla de cacahuete. Cojo el bolso y bajo.
Está dormido. Lo miro, sentado en el sofá, con una pierna en alto y la palma de la mano reposando sobre el pecho. Tiene la boca ligeramente entreabierta y sus pestañas parpadean. Lo dejo, me marcho a la cocina para tomarme la píldora y aprovecho el tiempo para mandarle un mensaje a Kate, para que sepa que todo va bien, aunque no sea cierto, y luego telefoneo a mi hermano. Con todo lo que ha pasado, se me había olvidado que en teoría iba a quedar hoy con él.
—¿Ava?
—¡Dan! —Cómo me alegro de oír su voz—. ¿Dónde estás?
—Pues el hotel en el que hice la reserva me ha fallado, así que he dormido en casa de Harvey —bromea.
Ignoro su pulla. Le da igual haber tenido que buscarse otro sitio donde pasar la noche. Odiaba a Matt.
—¿Cómo están mamá y papá? —pregunto.
—Preocupados —contesta.
Sabía que iban a estarlo.
—No tienen por qué.
—Pues lo están. Y yo también. ¿Dónde estás?
«¡Mierda!»
¿Que dónde estoy? No puedo decirle dónde estoy exactamente, y con quién.
—En casa de Kate —miento.
No es que Dan vaya a hablar con ella o a visitarla para averiguar la verdad. Además, mamá sabe que iba a estar en casa de Kate, y estoy segura de que se lo habrá dicho. ¿Me está poniendo a prueba?
Se hace el silencio en la línea telefónica al mencionar el nombre de Kate.
—Ya veo —dice poco después—. ¿Todavía?
Ay, el desapego en su voz. Hace años que no se ven, pero parece ser que el tiempo no lo cura todo.
—Es temporal, Dan. Estoy buscando casa mientras hablamos.
En realidad, mientras hablamos estoy sentada en el ático del Lusso, esperando a que el señor de La Mansión del Sexo —que tiene una jaqueca de caballo y de quien estoy enamorada— se despierte para que pueda llevarlo al hospital y le miren la mano (esa con la que atravesó una ventanilla porque yo lo cabreé). Empiezo a dar vueltas alrededor de la isleta de la cocina.
—¿Has hablado con el idiota de tu ex? —me pregunta. Se nota el desprecio en su voz.
—No, pero he oído que ha estado en contacto con mamá y papá. Muy considerado por su parte.
—Será capullo. Tenemos que hablar de eso. Mamá me ha contado su charla con Matt. Sé que es una sabandija, pero mamá está preocupada, y no ayudó que no vinieras a Newquay.
—Llamé —digo en mi defensa.
—Ya, y sé que no le has contado toda la verdad. ¿Qué hay de ese hombre nuevo?
Me quedo petrificada. Buena pregunta.
—Dan, hay cosas que una no puede contarles a sus padres.
—Pero sí que se las puedes contar a tu hermano —asegura.
—¿Puedo? —le suelto. Lo dudo mucho. Mi hermano mayor acabaría junto con mi padre en la sección de infartos. Ésa es la razón por la que no fui a Newquay: el interrogatorio y la regañina. Tendré que hacerles frente en algún momento, pero no ahora mismo. Nunca me he alegrado tanto de que mis padres vivan tan lejos.
—Sí, puedes. Así que, ¿cuándo te veo? —me pregunta, un poco más animado.
¿Quiere verme o sacarme información?
—¿Mañana? —digo, a ver si cuela.
—Creía que habíamos quedado hoy. —Parece muy decepcionado.
Yo también. De verdad que tengo ganas de verlo, pero a la vez no quiero.
—Lo siento. Es que estoy mirando varios sitios de alquiler, y luego tengo que terminar una pila de dibujos —vuelvo a mentir, pero es que no podría reunir las fuerzas necesarias para parecer medianamente normal en tan poco espacio de tiempo. Tal vez mañana ya haya conseguido salir del agujero de la depresión y la incertidumbre. Lo dudo mucho pero, al menos, tendré tiempo para intentarlo.
—Genial, pasaremos el día juntos —dice confirmando mis temores.
¿Un día entero eludiendo sus preguntas?
—Vale. Llámame por la mañana —le digo. Secretamente, espero que salga de juerga con sus amigos esta noche y que tenga una resaca tan tremenda que no pueda llamarme hasta tarde. Necesito tiempo.
—Hecho. Mañana nos vemos, peque. —Y cuelga.
Empiezo a pensar en cómo salir de ésa pero, después de una hora dando vueltas por el ático, no se me ha ocurrido nada. No puedo evitarlo eternamente.
Suena el timbre del portero automático. Respondo, es Clive.
—Ava, el de mantenimiento va de camino para arreglar la puerta. Ah, y ya está cambiada la luna del coche del señor Ward.
—Gracias, Clive. —Cuelgo y me dirijo a la puerta.
Le abro a un señor mayor que ya está inspeccionando los daños.
—¿Una estampida de rinocerontes? —pregunta rascándose la cabeza.
—Algo así —murmuro.
—Puedo asegurarla de forma provisional, pero tendré que cambiarla. Haré el pedido y la avisaré cuando llegue —dice mientras deposita su caja de herramientas en el suelo.
—Gracias.
Lo dejo cincelando trozos de madera astillada del marco de la puerta y, al volverme, me encuentro a Jesse medio dormido, mirando hacia la entrada con recelo.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
—Como tú no abrías, tu puerta principal se las tuvo que ver con John —lo digo con sequedad.
Arquea las cejas pero luego parece preocupado.
—Debería llamarlo.
—¿Cómo te encuentras? —pregunto mientras le doy un repaso; veo que está un poco más despabilado después de la siesta de una hora que se ha pegado.
—Mejor. ¿Y tú?
—Bien. Iré a por el bolso. —Lo esquivo cuando paso junto a él y sigo caminando.
Su mano vuela y me agarra del brazo.
—Ava.
Freno en seco y espero que diga algo más, cualquier cosa que mejore la situación, pero no consigo nada, sólo el calor de su mano firme en mi brazo filtrándose por mi piel. Alzo la mirada hacia la suya y descubro que me está observando, pero aun así no abre la boca.
Suspiro con fuerza y me libero de su mano, pero entonces recuerdo que no tengo el coche aquí.
—Mierda —maldigo en voz baja.
—Vigila esa boca, Ava. ¿Qué pasa?
—Que mi coche está en casa de Kate.
—Cogeremos el mío.
—No puedes conducir con una sola mano. —Me vuelvo para tenerlo frente a frente. En su mejor día, su forma de conducir ya me da bastante miedo.
—Lo sé. Conduce tú. —Me lanza las llaves del coche y siento una ligera oleada de pánico. ¿Me deja conducir un coche que vale más de ciento sesenta mil libras?
¡Madre de Dios!
—Ava, conduces como miss Daisy. ¿Quieres acelerar de una vez? —se queja Jesse.
Le lanzo una mirada asesina que él ignora. El acelerador es muy sensible y me siento minúscula detrás del volante. Me aterroriza arañarle el coche.
—¡Cállate! —le suelto antes de hacer lo que me dice y avanzar rugiendo por la carretera. Si atropello a alguien, será culpa suya.
—Así está mejor. —Me mira y sonríe—. Es más fácil de manejar si dejas de ser tan cauta con su potencia.
La frase le va que ni pintada. Tiene razón, pero no voy a reconocérselo. En vez de eso, voy a concentrarme en la carretera y en que llegue al hospital de una pieza.
Después de tres horas en urgencias y una radiografía, el médico ha confirmado que la mano de Jesse no está rota pero que sí que ha sufrido daños musculares.
—¿La ha tenido en reposo? —pregunta la enfermera—. Si la lesión se produjo hace varios días, ya debería haber bajado la inflamación.
Jesse me mira con cara de culpabilidad cuando la enfermera le venda la mano.
—No —responde en voz baja.
No. Ha estado empinándose botellas de vodka con ella.
—Pues debería haber hecho reposo —lo riñe la mujer—. Y debería mantenerla en alto.
Miro a Jesse con las cejas enarcadas y él levanta la vista al techo mientras la enfermera le pone el brazo en un cabestrillo antes de mandarnos a casa. Cuando llegamos a la puerta del hospital, se quita el cabestrillo y lo tira a la papelera.
—Pero ¿qué haces? —digo, alarmada, mientras él sale a la calle.
—No pienso llevar esa cosa.
—¡Claro que lo harás! —le grito sacando el cabestrillo de la papelera. Me he quedado a cuadros. Ese hombre no tiene consideración alguna para consigo mismo. Les ha dado una paliza a sus órganos internos a base de litros y litros de vodka, ¿y ahora se niega a cooperar para que la mano se le cure en condiciones?
Lo sigo pero él no se detiene hasta que llega al coche. Yo tengo las llaves, aunque no pulso el botón del mando que abre la puerta. Nos miramos desafiantes por encima del DBS.
—¿Abres el coche?
—No. No hasta que vuelvas a ponerte esto. —Levanto el cabestrillo por encima de mi cabeza.
—Ya te lo he dicho, Ava. No pienso ponérmelo.
Pongo los ojos en blanco antes de entornarlos y volver a mirarlo.
—¿Por qué? —le pregunto con sequedad. Jesse el testarudo ha regresado, y ése es un rasgo de su personalidad que no me alegra volver a ver.
—No me hace falta.
—Sí que te la hace.
—No, no me la hace —se burla.
¡Por Dios bendito!
—¡Ponte el cabestrillo de una puta vez, Jesse! —le grito por encima del coche.
—¡Esa puta boca!
—¡Joder! —le espeto de mala manera.
Me mira con el ceño fruncido. ¿Qué imagen estaremos dando en mitad del aparcamiento del hospital, gritándonos improperios el uno al otro por encima del techo de un Aston Martin? Me da igual. A veces es un cavernícola.
—¡Esa boca! —grita, y entonces se sorprende del volumen de su propia voz y se lleva la mano lastimada a la cabeza—. ¡Joder!
Rompo a reír al verlo danzar en círculos, agitando la mano y maldiciendo como un poseso. Así aprenderá. Eso, por ser un tonto cabezota.
—¡Abre el puto coche, Ava! —ruge.
Uy, qué enfadado está. Aprieto los labios para reprimir la risa.
—¿Qué tal la mano? —le pregunto con una risita que crece y se convierte en una carcajada. No puedo contenerme. Qué bien sienta reír.
Cuando recupero la compostura, veo que me está mirando hecho una furia por encima del coche.
—Abre —exige.
—Cabestrillo —le contesto, y se lo tiro por encima del techo.
Lo coge y lo lanza sobre el asfalto antes de volverse de nuevo hacia mí y dirigirme una mirada asesina.
—A veces te comportas como un niño, Jesse Ward. No voy a abrir el coche hasta que te pongas ese cabestrillo.
Veo cómo entorna los ojos sin dejar de mirarme y las comisuras de su boca se elevan y forman una sonrisa disimulada.
—Tres —dice alto y claro.
La mandíbula me llega al suelo.
—¡No me vengas ahora con una cuenta atrás! —chillo sin poder creérmelo.
—Dos… —Su tono es calmado y desenfadado, mientras que yo me he quedado de piedra. Apoya los codos en el techo—. Uno.
—¡Que te den! —me burlo, manteniéndome firme. Yo sólo quiero que se ponga el maldito cabestrillo por su bien. A mí me da igual, pero esto es una cuestión de principios.
—Cero —termina de contar y empieza a desplazarse sigilosamente hacia la parte delantera del coche, hacia mí, mientras yo, de forma instintiva, voy hacia la parte de atrás. Se detiene y levanta las cejas—. ¿Qué estás haciendo? —me pregunta, y rodea el vehículo en dirección contraria.
Conozco esa expresión, y sé que significa «Te la estás buscando». Sé que no lo pensará dos veces a la hora de tirarme al suelo y torturarme hasta que me someta a cualesquiera que sean sus exigencias por miedo a hacerme pis encima. Aunque, ¿a qué voy a someterme exactamente?
—Nada —contesto, y me aseguro de mantenerme en el extremo opuesto del coche. Podríamos pasarnos todo el día en este aparcamiento.
—Ven aquí. —Su voz tiene ese tono grave, ronco y familiar que amo. Ha vuelto otra parte de él, pero me estoy distrayendo.
Niego con la cabeza.
—No.
Antes de que pueda anticipar su siguiente movimiento, arranca a correr alrededor del coche y yo salgo pitando en dirección contraria mientras dejo escapar un grito. La gente nos mira y yo corro entre los otros coches aparcados como una loca, antes de derrapar y detenerme en la parte de atrás de un todoterreno. Asomo la cabeza por la esquina para ver dónde está.
El corazón se me sale por la boca y cae en picado sobre el asfalto. Jesse está doblado sobre sí mismo, abrazándose las rodillas.
«¡Mierda!»
¿Qué demonios estoy haciendo alentando un comportamiento tan estúpido cuando debería estar recuperándose? Corro hacia él y unos cuantos transeúntes lo ven y empiezan a acercársele.
—¡Jesse! —grito casi a su lado.
—¿Se encuentra bien, señorita? —me pregunta un anciano mientras corro.
—No lo… ¡¿Qué…?! —De pronto, una mano me levanta del suelo y me echa sobre los hombros de Jesse.
—No juegues conmigo, Ava —dice él, henchido de orgullo—. A estas alturas ya deberías saber que yo siempre gano. —Busca mi falda y posa la mano sobre el interior de mi muslo mientras avanza a grandes zancadas hacia el coche cargando conmigo.
Sonrío con dulzura a las personas con las que nos cruzamos pero no me molesto en resistirme a él. Estoy contenta de que tenga fuerzas para levantarme.
—Se me ven las bragas —me quejo mientras me aliso la falda del vestido para taparme el trasero.
—No se te ve nada.
Me baja inclinando despacio el cuerpo hasta que mi cara está a la altura de la suya. Va a besarme. Tengo que parar esto.
Me revuelvo en sus brazos.
—Tenemos que ir al supermercado —digo con la mirada fija en su pecho mientras me escurro y consigo zafarme.
Suelta un hondo suspiro y me deja en el suelo.
—¿Cómo voy a arreglar las cosas si no haces más que pararme los pies?
Me compongo el vestido y le devuelvo la mirada.
—Ése es tu problema, Jesse. Quieres solucionar las cosas a base de distraerme con tus caricias en vez de hablar conmigo y darme respuestas. No puedo permitir que vuelva a suceder.
Quito el seguro del coche, me subo y dejo a Jesse pensativo, mordisqueándose el labio.
Al llegar al supermercado conduzco arriba y abajo en busca de una plaza libre de aparcamiento. He descubierto algo nuevo sobre Jesse hoy: como pasajero es un horror. Me ha obligado a adelantar, a colarme y a cambiar de carril, todo con tal de ganar unos miserables metros. Ese hombre es un temerario al volante. Bueno, la verdad es que ese hombre es un temerario en general y punto.
—Ahí hay un sitio. —Cruza el brazo en mi campo de visión y le doy un manotazo para que lo aparte.
—Es una plaza reservada para padres y bebés. —Paso de largo.
—¿Y qué?
—Pues que no veo a ningún bebé en este coche tan bonito que tienes.
Posa la mirada en mi vientre y de repente me siento muy incómoda.
—¿Has encontrado tus píldoras? —me pregunta sin dejar de mirarme el vientre.
—No —respondo mientras me meto en una plaza de aparcamiento libre.
Quiero culparlo por hacerme olvidar mi rutina habitual, pero la verdad es que soy un desastre y siempre me organizo fatal. Tuve que ir otra vez a la consulta de la doctora Monroe para que me escribiera otra receta por haber perdido dos prescripciones en una semana. También me hice pruebas para asegurarme de no haber contraído ninguna enfermedad venérea después de tanto sexo sin protección con Jesse. Su más que activa vida sexual no me dejó otra alternativa.
—¿Te has olvidado de tomar alguna? —pregunta formando una línea recta con los labios.
¿Le preocupa que pueda estar embarazada?
—Me vino la regla el domingo por la noche. —Me gustaría añadir que fue como una señal o algo así, pero me callo. Apago el motor.
Permanece en silencio mientras salgo del coche y espero a que él haga lo mismo.
—¿No podrías haber aparcado más lejos? —gruñe cuando baja y se acerca hacia mí.
—Al menos he aparcado de forma legal.
Voy hacia las filas de carritos de la compra e introduzco una moneda de una libra para soltar uno.
—¿Has estado alguna vez en un supermercado? —pregunto mientras nos dirigimos a la acera cubierta por un toldo. Jesse y un supermercado no parecen encajar de forma natural.
Se encoge de hombros.
—Eso es cosa de Cathy. Normalmente como en La Mansión.
Que mencione su club de sexo megapijo me pone los pelos como escarpias y se me quitan las ganas de darle conversación. Noto que me mira pero paso, y me centro en seguir caminando.
Voy metiendo en el carro las cosas básicas, mientras que Jesse coge una docena de botes de mantequilla de cacahuete, un par de botes de crema de cacao y varios de nata montada.
—¿No tienes de nada? —pregunto echando leche en el carro.
Se encoge de hombros y toma el control del carrito con la mano buena.
—Cathy ha estado fuera.
Lo guío hacia el siguiente pasillo y me doy cuenta de que, sin querer, lo he llevado a la sección de bebidas alcohólicas. Doy media vuelta presa del pánico y me golpeo con el carro en la espinilla.
—¡Joder! —exclamo con un gesto de dolor.
—Ava, ¡cuidado con esa boca!
Me froto la espinilla. Mierda, cómo duele.
—No necesitamos nada de este pasillo —suelto a toda prisa, y empujo el carro en su dirección.
Camina hacia atrás.
—Ava, déjalo estar.
—Lo siento. No me había dado cuenta de dónde estábamos.
—Por el amor de Dios, mujer, no voy a abalanzarme sobre los estantes y a destapar todas las botellas ¿Estás bien?
Frunzo el ceño y me miro la pierna.
—Sí —digo entre dientes, cabreada por no haberme fijado en dónde me metía. Me agacho y me paso la mano por la espinilla. Qué daño me he hecho.
Me pongo derecha y me quedo de piedra al ver que Jesse está de rodillas delante de mí. Rodea mi pierna con la mano herida y con la mano sana me coloca el pie sobre su rodilla antes de plantarme un beso en la espinilla. Estamos en mitad del supermercado un sábado por la tarde, y él está de rodillas besándome la pierna.
—¿Mejor? —pregunta, y levanta la vista para mirarme—. Perdóname, Ava. Por todo.
Observo su bello rostro sin afeitar y me entran ganas de llorar. Los ojos que me miran son todo sinceridad.
—Vale —le contesto en un susurro, sin saber qué otra cosa decir.
Asiente y suspira. Luego se levanta y me planta un beso casto en el vientre antes de ponerse de pie. Me saca de la sección de bebidas alcohólicas y me lleva directamente a la de productos de higiene personal. Coge cuchillas y espuma de afeitar. Miro su incipiente barba y me pregunto si quiero que se deshaga de ella. Cuanto más la miro, más me gusta.
Para cuando volvemos al Lusso son las seis de la tarde y la puerta ya está arreglada. Jesse se tumba en el sofá, agotado por haber salido unas pocas horas, y yo me quedo en la cocina después de haber guardado la compra, sin saber qué hacer. Es sábado por la noche y normalmente a estas horas estoy descorchando una botella de vino y relajándome. No hay vino y no puedo relajarme, así que llamo a Kate.
—Hola, ¿qué haces? —le pregunto, y me siento en un taburete con una taza de café. Café, no vino.
—Nos pillas saliendo —dice la mar de contenta.
—¿Nos?
—Sí. No me preguntes con quién estoy, Ava, que ya lo sabes.
Eso significa que Kate está con Sam, y que tengo que hacer como que no es nada del otro mundo. Sin embargo, me da un poco de envidia.
—¿Adónde vais?
—Sam va a llevarme a La Mansión.
«¿Qué?»
Vale, la envidia ha desaparecido.
—¿A La Mansión? —suelto, incrédula. ¿Me está tomando el pelo?
—Sí. Pero no te equivoques, se lo he pedido yo. Siento curiosidad.
¡La madre que me trajo! El aplomo de Kate no tiene límite. Yo me desintegré en cuanto descubrí lo que era La Mansión, y resulta que ella quiere hacer vida social allí. Madre mía, no puedo creer que Sam esté de acuerdo. Él es socio, y eso debería asustar a Kate, pero es evidente que no es así. El hombre con el que salgo es el dueño del lugar, y todavía no he llegado al fondo del asunto. En fin, sé que ha habido mucha diversión, pero ¿a qué nivel? A juzgar por las miradas asesinas que me han lanzado las socias del club las pocas veces que he estado allí, tengo la sospecha de que ha sido mucha. La idea me deprime y me entran aún más ganas de tomarme una copa de vino.
—¿Y a Sam le apetece llevarte? —Lo pregunto con toda la tranquilidad que puedo, pero no hay forma de ocultar la sorpresa en mi voz.
—Sí, me ha contado lo que ocurre allí, y quiero verlo. —Lo dice como si nada; es la Kate que se toma las cosas con calma. A mí me da un ataque sólo de pensar en el lugar. Odio que tenga una mentalidad tan abierta. Además, ¿qué es lo que ocurre allí?
—El sitio es bonito. —Me encojo de hombros y le doy vueltas a mi café sobre la encimera. ¿Qué otra cosa puedo decir?
—¿Qué tal está Jesse? —me pregunta.
Detecto cierto nerviosismo en su voz. ¿Todavía le cae tan bien? Está claro que el hecho de que sea el dueño de La Mansión no es un problema para ella, pero no le sentó igual de bien que, cuando dejé de llorar el tiempo suficiente para poder hablar, le contara la clase de capullo borracho que me había encontrado al volver a su casa para intentar hacer las paces. Él parece que está bien, pero la verdad es que yo no. ¿Qué le digo?
Me decanto por:
—Está bien. Sólo tiene daños musculares en la mano e insiste en que no es un alcohólico.
—Me alegro.
Su sinceridad es muy dulce, y me alegro de que no esté soltando tacos por el móvil y diciéndome que me largue de aquí ahora mismo.
—Bueno, no se cae de la cama dándole un morreo a la botella de vodka, ¿no? —se ríe.
—¡No! Por lo visto sólo es que no sabe parar cuando ha empezado. Aunque sigue siendo un problema, Kate.
—Todo irá bien, Ava —me reconforta.
¿Seguro? Yo no lo tengo tan claro. Pensaba que estando aquí con él empezaría a solucionarse el desastre, pero no ha sido así. Le he dicho lo que quiero pero no parece dispuesto a dármelo. En vez de eso intenta distraerme, cosa que sabe hacer muy bien. He decidido darle hasta mañana por la mañana. Si para entonces no ha hablado conmigo, me iré. Cederé pronto a sus caricias si no me ando con cuidado.
—Sí. Escucha —vuelvo a centrarme en Kate—, te diría que te diviertas esta noche, pero me inclino por decirte… que mantengas la mente abierta.
—Ava, no hay nadie con una mente más abierta que la mía. ¡No puedo esperar! Te llamo mañana.
—Adiós.
Cuelgo y repaso mis visitas a La Mansión cuando pensaba que sólo era un hotel inocente. Niego con la cabeza ante mi ceguera. ¿Cómo no me di cuenta cuando ahora todo resulta evidente? No debería ser tan dura conmigo misma. Había un hombre alto, musculoso, con el pelo rubio ceniza y unos ojos verdes que hipnotizan distrayéndome. Era perfecto. Sigue siéndolo, aunque pesa unos kilos menos y tiene unos cuantos problemas más.
Voy arriba a cambiarme. Me quito el vestido y me pongo unos pantalones cortos de algodón y una camiseta de tirantes antes de quitarme las horquillas del pelo.
Cuando vuelvo abajo, Jesse todavía está dormido en el sofá. Me entretengo un rato con el mueble del televisor pero no consigo abrir el dichoso armario para que aparezca la tele, así que me arrellano en una silla y observo a Jesse mientras duerme. Su pecho firme sube y baja con la mano herida encima. Pienso en pastelitos de chocolate, en calas y en ángeles, y finalmente me quedo dormida.