Capítulo 16

Entramos en el Lusso cogidos de la mano y Clive nos intercepta en el acto. Me mira muy mal. Le pido perdón con una sonrisa y veo que los de mantenimiento han reparado mi travesura.

—Señor Ward —dice con cautela.

¿Tiene miedo de que le caiga la bronca por haberme dejado escapar? Me vería obligada a defenderlo si Jesse intenta regañarlo. No es su trabajo hacer de carcelero.

—Clive. —Jesse lo saluda con un gesto de la cabeza y me conduce al ascensor sin decirle nada más al pobre hombre.

Se cierran las puertas y me acorrala contra la pared. Su cuerpo me cubre por completo. La punzada a la que tanto me he acostumbrado da justo en la entrepierna y me caliento al instante. Me mete una pierna entre los muslos, la levanta y roza todo mi sexo. Sólo con eso ya empiezo a jadear.

—Has cabreado al conserje —susurra con los labios pegados a los míos. Nuestros alientos ardientes se funden en los milímetros que separan nuestras bocas.

—Mierda —me obligo a decir entre respiraciones entrecortadas.

Me besa con fuerza. Asalta mi boca con decisión y frota su erección contra mí. Dios, quiero arrancarle la ropa. Ahora, esto no tiene nada que ver con hacer el amor… Tampoco es que vaya a quejarme.

—¿Por qué no te has puesto un vestido? —pregunta, malhumorado, metiéndome la lengua.

Eso mismo quiero saber yo. Me lo habría subido a la cintura y Jesse ya estaría dentro.

—Me estoy quedando sin vestidos.

No he llevado nada a la tintorería desde que llegué, y casi toda mi ropa sigue en casa de Kate.

Gime en mi boca.

—Mañana sólo compraremos vestidos. —Me levanta con las caderas y vuelve a frotarse contra mi sexo.

Suspiro de placer, puro y desinhibido.

—Mañana compraremos un vestido —digo desabrochándole el cinturón.

Se separa de mi boca y me roza con la frente húmeda. Los ojos le brillan y se humedece los labios. Lo acaricio por encima de los pantalones con el dorso de la mano y se revuelve y palpita cuando mi lengua recorre su labio inferior. Le bajo la bragueta y libero su miembro erecto, luego lo cojo por la base y aprieto un poco.

Cierra los ojos con fuerza.

—Tu boca —me ordena con dulzura.

Me apunto. No me canso de él. Necesito que haga lo que sabe hacer y borre toda la mierda del día.

Las puertas del ascensor se abren al llegar al vestíbulo del ático y me alegro de que sea el único ascensor que llega hasta aquí. Deslizo la espalda pared abajo hasta que me encuentro en cuclillas delante de él, pero su polla, ardiente y palpitante, no es lo único que llama mi atención. Ahí está su cicatriz. Me he prometido no volver a preguntar por ella pero no puedo evitar sentir curiosidad, especialmente después de lo que me ha dicho John. Levanto la vista y sus brazos están firmemente apoyados en la pared, por encima de la cabeza. Me mira fijamente.

—¿A qué esperas? —dice, y empuja las caderas hacia adelante con impaciencia.

Me olvido de la cicatriz misteriosa y recuerdo la última vez que hice esto. Fue un bestia. ¿Volverá a portarse así?

Me aparto de su mirada sensual y relajo la mano que sostiene su polla palpitante. Lamo una gota de semen de su glande hinchado y, muy despacio, muevo la mano. Gime desde lo más profundo de su garganta y las caderas le tiemblan ligeramente. Sé que quiere metérmela entera en la boca. ¿Se contendrá?

Se le acelera la respiración con cada caricia y su abdomen sube y baja ante mis ojos. Cuando lo oigo maldecir, le chupo los huevos antes de deslizar la lengua de abajo arriba, levantándome un poco para poder llegar hasta la punta.

—Métetela toda, Ava —jadea.

La puerta del ascensor se cierra y Jesse le pega un puñetazo al botón y vuelve a apoyar la mano en la pared.

Rodeo el glande con los labios y dibujo delicados círculos con la lengua. Se estremece. Me encanta hacerle esto. Me encanta provocar los gemidos que salen de su boca y observar cómo reacciona su cuerpo.

Espero a que empuje hacia adelante pero no lo hace. Se está conteniendo. La tensión de su cuerpo se extiende hasta el mío a través de nuestras caricias. Las caderas le tiemblan un poco. Pongo fin a su agonía y me la meto entera, hasta que choca contra el fondo de mi garganta. Parece de terciopelo. Reprime un rugido cuando me la saco, envuelta en mis labios, y me la vuelvo a meter. Esta vez, empuja con las caderas y mi cabeza choca contra la pared. No hay escapatoria. Me cubre la coronilla con las manos para protegerla y empuja hacia adelante con un grito. Echa la cabeza atrás y entra y sale de mi boca con determinación.

Me acuerdo de que tengo que relajarme. Me estoy esforzando al máximo para no vomitar. Dejo que mis manos exploren sus caderas, encuentran su culo y le clavo las uñas en las nalgas tersas.

—¡Más! —Su voz es severa y bestial. Se las clavo más aún—. Joder, Ava…

Sigue entrando y saliendo y sé que está a punto. Dejo una mano en su culo y con la otra le agarro de los huevos. Ya está.

—¡Joder! —grita sacándola para sujetársela firmemente por la base—. Estate quieta y abre la boca. —Me taladra con la mirada.

Obedezco sin soltarle los huevos, abro la boca y lo miro a los ojos. Entra y sale a toda velocidad. Los músculos de su cuello se tensan y con un grito ahogado apoya el enorme glande en mi labio inferior y descarga un líquido caliente y cremoso que golpea el fondo de mi garganta e inunda el interior de mi boca. Trago por instinto.

Aminora el ritmo y le suelto los huevos. Le acaricio el interior de los muslos hasta que encuentro su mano, la cojo y los dos relajamos su polla hasta que se calma mientras yo chupo su esencia salada que se me sale de la boca.

—Quiero una de éstas todos los días durante el resto de mi vida. —Lo dice con cara de póquer y en tono muy serio. Espero que se refiera a mí—. Y quiero que me la hagas tú —añade como si me hubiera leído el pensamiento.

Sonrío y me centro en su erección de acero, que sigue contrayéndose en nuestras manos. Chupo y lamo hasta la última gota y luego le doy un beso tierno en la punta.

Relaja la mano y lo suelto.

—Ven aquí. —Me levanta y me abraza contra su pecho—. Os quiero a ti y a tu sucia boca —me dice con dulzura mientras me da un beso de esquimal.

—Lo sé.

Le subo la bragueta y le abrocho los pantalones. Me deja hacer.

—Pierdes el tiempo —dice—. Estarán en el suelo en cuanto te haya metido en casa.

Luego me coge de la mano, me saca del ascensor y me lleva al ático. Abre la puerta y un delicioso aroma invade mis fosas nasales.

—¡La cena!

Se me había olvidado por completo. Gracias a Dios, apagué el horno antes de salir, si no, ahora esto estaría lleno de camiones de bomberos y más facturas de mantenimiento.

Me conduce a la cocina y me suelta la mano para coger una manopla. Se la pone y saca una fuente con una hermosa lasaña demasiado hecha y la tira a un lado, mientras niega con la cabeza.

—Tengo asistenta y cocinera y, aun así, te las apañas para quemar la cena. —Me mira con una ceja arqueada.

Con nuestros gritos y la consiguiente reconciliación me había olvidado de la pobre mujer con la que fui tan maleducada. Tendré que pedirle disculpas. Seguro que cree que soy una hija de perra.

—¿Volverá? —pregunto, culpable.

Se ríe.

—Eso espero. —Pincha la crujiente capa superior de la lasaña—. La lasaña de Cathy es una delicia.

Me mira.

—Parece que habrá que buscar otra cosa para cenar.

Aparta la fuente y avanza como un depredador hacia mí. Su mirada verde y hambrienta está cargada de placenteras promesas. Me pasa un brazo por la espalda sin dejar de caminar y me lleva firmemente apretada contra su pecho. Le paso los dedos por la mata de pelo suave y despeinado y frunzo el ceño cuando deja atrás la escalera y se dirige a la terraza.

—¿Adónde vamos?

—Un polvo al fresco —dice, y me besa con fuerza—. Hace una noche preciosa. Vamos a aprovecharla.

Me lleva a la terraza y cruzamos las losas de piedra caliza en dirección a la tarima. La brisa fresca de la noche trae los sonidos de Londres, altos y claros. Me suelta y empieza a desabrocharme la blusa. A sus dedos les cuesta encontrar los diminutos botones dorados, y se concentra tanto que aparece la arruga de la frente. Le quito el cinturón y le bajo la bragueta. Luego me centro en su camisa. La desabotono lentamente hasta que su delicioso y cálido pecho está bajo las palmas de mis manos. Con el pulgar, trazo círculos sobre sus pezones y él suelta el último botón de mi camisa antes de pasar a los pantalones.

—Fanfarrona —musita entre besos mientras sus manos buscan el cierre de mi pantalón.

Es cruel, pero lo dejo buscar. Prueba en la parte delantera y luego en la espalda y, cuando no lo encuentra, ruge:

—¿Dónde está la cremallera?

Llevo sus manos al cierre lateral de mis pantalones, me los baja y me levanta del suelo para que pueda quitarme los zapatos.

—Otra razón para comprar sólo vestidos —protesta mientras me quita la blusa—. Todo lo que no me ofrezca acceso inmediato a ti tiene que desaparecer.

Sonrío para mis adentros. Ahora está pasando por encima de mi guardarropa.

El aire frío choca contra mi piel y endurece aún más mis pezones. Jesse da un paso atrás y se quita los zapatos, los calcetines, los pantalones y la camisa abierta sin dejar de recorrer mi cuerpo con la mirada.

—Encaje —dice con gesto de aprobación, y luego se baja los bóxeres. Su polla salta libre y lista, otra vez. Quiero arrodillarme y volver a saborear sus delicias en mi boca, pero las apremiantes punzadas de mi entrepierna reclaman mi atención. Me desabrocho el sujetador y lo dejo caer al suelo de madera, y en un segundo tengo su cuerpo sobre el mío y su aliento en la cara.

Desliza un dedo bajo el elástico de mi ropa interior y me roza el clítoris. Echo la cabeza sobre su pecho y le clavo las uñas en los brazos para no caerme por las descargas eléctricas que provocan sus caricias.

—Estás mojada —dice con la voz muy grave y ronca, despacio, mientras su dedo dibuja círculos y aplica presión cuando llega a la punta de mi clítoris—. ¿Sólo conmigo?

Quiere que responda a la pregunta.

—Sólo contigo —jadeo.

El gruñido de satisfacción que escapa de su boca vibra en la brisa nocturna. Siempre seré suya.

Levanto la cabeza y su boca cubre la mía y le exige que se abra mientras me baja las bragas. Dejo escapar un pequeño gemido. Su sabor es adictivo y correspondo a cada lametón, a cada caricia, hasta que se aparta. Se arrodilla delante de mí, apoyo las manos sobre sus hombros y me baja las bragas por las piernas. Me da un toque en el tobillo para que levante el pie y repite la misma operación en el otro. Me coge de las caderas y yo respondo a su caricia con mi respingo habitual. Entierra la nariz en mi vello púbico y bendice mi sexo con una caricia larga, lenta, ardiente e insoportable.

Gimo, y mis rodillas ceden y aparece en la punta de mi sexo una presión que es casi dolorosa.

Se abraza a mis caderas con fuerza y sigue acariciando sin piedad el centro de mi cuerpo hasta que llega a mi cuello y luego a mi boca, que toma con pasión entre gemidos.

Se despega de mis labios, me clava la mirada y sus ojos verdes calan en mí.

—Eres mi vida. —Sus palabras me llegan al corazón y su boca toma la mía con veneración y delicadeza. Me acaricia el trasero con las palmas de las manos y desciende por mis caderas. Tira de mi pierna por debajo de la rodilla para que rodee con ella su cintura. Se aparta. Me deja respirar—. ¿Me quieres? —pregunta, mientras su mirada busca la mía.

Qué tontería.

—Sabes que sí —susurro.

—Dilo. Necesito oírtelo decir. —Hay una puntilla de desesperación en su voz.

No lo pienso dos veces.

—Te quiero —digo, y le beso los labios carnosos y húmedos y le rodeo el cuello con los brazos. Luego doy un pequeño salto y me agarro con las piernas a su cintura—. Siempre te querré.

Lo miro fijamente a sus preciosos ojos verdes mientras él se coloca en la entrada a mi cuerpo. Permanece un segundo ahí, luchando por no sumergirse de pleno en mí.

—¿Me necesitas? —pregunta.

—Te necesito. —Sé que eso lo satisface casi tanto, o más, que un «te quiero».

—Siempre —confirma, y luego se introduce lentamente en mí con un movimiento paciente, y nuestra unión nos corta la respiración a ambos.

Me abraza mientras recuperamos el aliento, se acerca a una tumbona y me recuesta en ella, sin separarse de mí para que permanezcamos unidos. Nunca lo había visto mirarme con tanta sinceridad en los ojos.

—¿Has visto lo perfectamente bien que encajamos? —Se retira despacio y vuelve a entrar, suave y firme, marcando la pauta, de lo que está por llegar. Quiere hacerme el amor de verdad—. ¿Lo notas? —me pregunta con cariño, repitiendo el ardiente movimiento y exacerbando la necesidad que tengo de él.

—Sí —confirmo en voz baja. Lo noto desde la primera vez que conectamos, incluso desde la primera vez que nuestras miradas se cruzaron.

Continúa con sus estocadas lentas y contenidas, y yo llevo mis manos a su espalda, dibujando figuras asimétricas sobre su piel firme. Me besa en los labios.

—Yo también. Vamos a hacer el amor.

Me concentro en absorberlo y él sigue entrando y saliendo, moviendo las caderas en círculos y acercándome al clímax. Me mira con devoción, con adoración. Nuestras miradas se funden, ardientes. Su paciencia y su fuerza de voluntad para mantener este ritmo tan sensual hacen que lo quiera aún más. Sabe hacer el amor como nadie.

La arruga de la frente le resplandece de sudor a pesar del aire frío de la noche. Le cojo la cara con las manos para que no baje la mirada y su cuerpo vibra y tiembla sobre mí. Palpita en mi interior e, instintivamente, mis músculos se contraen alrededor de él. Se le acelera la respiración.

—Por Dios, Ava —gime hundiéndose y clavándose entero en mí. Las caricias precisas con las que colma mi pared anterior hacen que me muera de ganas de levantar las caderas y capturar el orgasmo que se aproxima.

—No puedo aguantar más —gimo.

—Juntos —dice tragando saliva, y tenso los muslos cuando me penetra de nuevo, esta vez menos controlado. Respira aceleradamente y apoya la frente en la mía mientras recupera el control con otra deliciosa embestida.

—Ya estoy, Jesse —gimoteo al sentir que mi autocontrol desaparece.

Con un grito estallo en mil pedazos debajo de él.

Acelera el ritmo para que saltemos juntos al abismo.

—¡Dios! —grita con una última penetración, apretándose con fuerza contra mi sexo antes de desplomarse sobre mí y unirse a mi estado de semiinconsciencia. Su erección salta y palpita cuando se corre dentro de mí.

—Jodeeeeeeer —mascullo en voz baja con los ojos cerrados, satisfecha y relajada. Este hombre tiene acceso directo al botón de mis orgasmos.

—Esa boca —susurra junto a mi cuello, agotado—. ¿Crees que podrás parar de decir tacos algún día?

—Sólo suelto tacos cuando te comportas de un modo imposible o cuando me colmas de placer —me defiendo, y dibujo la palabra «joder» en su espalda con la punta del dedo.

Se recuesta sobre un codo para poder mirarme a los ojos. Luego dibuja con su dedo «esa boca» en mis tetas antes de besarme los pezones. Sonrío cuando me mira, juguetón. Los ojos le brillan cuando me muerde el pezón erecto.

—¡Ay! —Me echo a reír.

Lo suelta y traza círculos húmedos con la lengua por mi pecho y luego me coge de la cadera. Doy un respingo cuando vuelve a morderme el pezón. Mi cuerpo se pone rígido en un abrir y cerrar de ojos cuando comprendo a qué juega.

—¡Ni se te ocurra! —grito cuando empieza a masajear mi cadera con la punta de los dedos sin que sus dientes suelten mi pezón.

Cierro los ojos y pataleo intentando frenar el impulso reflejo de arquearme y tirarlo al suelo.

—¡Jesse, para, por favor! —Se ríe a carcajadas y aumenta la presión en mi cadera y en mi pezón—. ¡Por favor! —chillo entre risitas nerviosas. El pezón me dolería si no me estuviera distrayendo con las cosquillas de la cadera. ¡Me está volviendo loca!

Mis pulmones me dan las gracias a gritos cuando suelto el aire acumulado y hago acopio de fuerzas para ignorar su tortura. Me pongo rígida debajo de él y, pasada una eternidad, deja en paz la cresta de mi pelvis y empieza a chuparme el pezón para devolverlo a la vida.

—Te espera un polvo de represalia —le digo.

Vuelve a hundir los dedos encima del hueso de la cadera.

—¡Ava! —me regaña un instante, y vuelve a centrarse en mis tetas. Exhalo aliviada y cierro los ojos mientras Jesse se prodiga con la lengua.

»Estás temblando —masculla contra mi pecho—. Te llevaré adentro.

Se levanta y gruño a modo de protesta. Le doy un tirón para que vuelva a mí. Se echa a reír y me muerde la oreja.

—¿A gusto?

—Mmm. —No puedo hablar.

—A la cama —dice, y me levanta para que pueda cogerme a él.

—Tienes que comer —replico; que yo sepa, hoy sólo ha comido medio tarro de mantequilla de cacahuete y medio sándwich. No creo que haya tomado nada más. Necesita comer.

Se pone de pie y me lleva al interior.

—No tengo hambre. ¿Y tú?

La verdad es que yo tampoco.

—No, pero prométeme que desayunarás en condiciones.

—Te lo prometo.

—Vale, llévame a la cama, mi dios —digo, y sonrío contra su hombro cuando noto que se ríe por lo bajito.

Me deja en la cama y, en cuanto se ha acostado a mi lado, me acurruco contra su pecho. Me besa el cabello antes de ponerme una mano en el culo. Me arrimo más a él; no consigo estar lo bastante cerca. Como siempre, no puede haber distancia entre nosotros.